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Tras despedirse de Gibbs, Affenlight cruzó el campus tan deprisa como se lo permitieron sus largas piernas, saludando con la cabeza y sonriendo a los estudiantes con quienes se cruzaba, y se acomodó en la grada superior, por detrás de la primera base, para ver jugar a los Arponeros de Westish contra los Alces de Milford en uno de los primeros partidos de pretemporada en tercera división. Ante el sol poniente se deslizaban jirones de nubes cuyas sombras correteaban por la hierba igual que roedores. A su derecha se elevaba la mole de piedra del estadio de fútbol; a su izquierda se extendía el lago Michigan, que esa tarde presentaba un intenso azul pizarra idéntico al suelo de su cuarto de baño. Era un color frío, neutro: siempre se ponía las zapatillas antes de su meada de las cuatro de la mañana. El equipo visitante, los Alces, había saltado ya al terreno de juego y todos los defensas permanecían inmóviles ante la hierba escarchada. Desde allí, Affenlight no podía saber de qué clase de individuos se trataba, si ocupaban sus solitarios puestos exteriores con desánimo o si lo hacían con alivio.

Desde la grada, pese a que no era muy alta, disfrutaba de una magnífica vista del campus, cuya ubicación, frente al lago, siempre había sido uno de sus mayores atractivos. Affenlight espiró y observó la blanca nubecilla de CO2 salir de sus pulmones. Tenía los codos apoyados en las rodillas y entrelazados los largos y nudosos dedos. Los antebrazos, las manos y los muslos formaban un espacio convexo, una especie de estanque en el que la corbata caía como el sedal de un pescador que ha abierto un agujero en el hielo. La corbata, que era de seda, se vendía en la librería del campus por 48 dólares, pero cada otoño Affenlight recibía una caja de regalo con seis de ellas, porque llevaba el emblema oficial del Westish College. Sobre la seda azul marino destacaban hileras de diminutos hombres de color crudo dispuestos en diagonal, cada uno de pie en la proa de una diminuta embarcación, cada uno con un arpón en alto, preparado para arrojarlo hacia una bandada de ballenas invisibles. Affenlight también tenía la versión invertida de la corbata, con los arponeros en azul marino meciéndose sobre un mar de color crudo. Ésos eran los colores de los Arponeros: en el cajón, el bateador vestía una camiseta de color pergamino con finas rayas azul marino.

En sus tiempos de estudiante, los equipos deportivos de Westish, cuando todavía se llamaban Arces, llevaban una combinación espantosa de amarillo y rojo, en homenaje a los colores otoñales del árbol emblemático del estado. El nuevo nombre del equipo, Arponeros, se presentó poco después de que Affenlight se titulara, y como resultado directo de su descubrimiento literario. Cerca del final de la conferencia, cuando daba las gracias a sus anfitriones por su hospitalidad, H. Melville expresaba el siguiente comentario, consignado en la memoria de Affenlight desde hacía mucho tiempo: «Me siento empequeñecido ante la severa belleza de esta tierra de Westish y estos Grandes Lagos, la cadena de mares interiores de América». En 1972, los miembros del consejo de administración de la universidad, reacios a desperdiciar tan elocuentes palabras de promoción, erigieron una estatua en el campus en honor a Melville, grabando esa frase en el pedestal. También les cambiaron el nombre a los equipos deportivos, pasando a llamarlos Arponeros, así como los colores, que desde entonces eran el azul y el crudo, para representar, suponía Affenlight, el lago que Melville admiraba y las hojas en que había dejado constancia de su admiración, amarillentas por el paso del tiempo.

Quizá en su momento eso se considerase un poco traído por los pelos, por no decir un acto desesperado y risible: adoptar a Melville a mil quinientos kilómetros de donde pasó su vida, noventa años después de una visita que sólo duró un día. Pero en lo que a cambio de imagen se refería, la cosa salió razonablemente bien.

Desde luego, los nuevos colores quedaban más dignos en un sello o un folleto informativo, y los deportistas preferían que su equipo no llevara el nombre de un árbol. Pero con los años se había desarrollado en la universidad un próspero culto a todo lo relacionado con Melville, a tal punto que uno podía pasearse por el campus y ver chicas luciendo camisetas con una ballena en la pechera y en la espalda el rótulo WESTISH COLLEGE: SENCILLAMENTE MÁS GRANDE, o entrar en la librería y comprar un llavero con el busto de Melville y un póster enmarcado con el texto completo de «La orilla a sotavento» para colgar en la habitación de la residencia. Citas de la obra de Melville se enhebraban en el folleto informativo, la documentación para la solicitud de plaza y la página web. Un seminario titulado «Melville y su época» era uno de los pocos elementos permanentes en los programas del departamento de Literatura Inglesa —Affenlight esperaba encontrar algún día el tiempo para impartirlo él mismo—, y la biblioteca había adquirido una colección pequeña pero significativa de documentos y cartas del escritor. Por lo general, Affenlight consideraba un estímulo el legado académico de su héroe en Westish, y se desesperaba al verlo convertido en productos kitsch, pero no era tan ingenuo como para creer que se podía tener lo primero sin lo segundo. La librería hacía un lucrativo negocio con esos productos; los exportaban a todos los países del mundo.

A la izquierda de la zona central del campo el gastado marcador anunciaba WESTISH 6 VI ITANTE 2. El viento llegaba del lago en coléricas ráfagas. Las pocas docenas de seguidores del equipo local, la mayoría de ellos padres y novias de los jugadores, se acurrucaban bajo mantas y tomaban café descafeinado en vasos de plástico de los que hacía rato no se elevaba vaho alguno. Unos cuantos padres —los que eran demasiado duros para el descafeinado, los que cazaban ciervos— formaban una hilera junto a la alambrada, en la zona contigua a la caseta, manteniendo los pies muy separados. Con las manos hundidas en los bolsillos de la cazadora, se balanceaban mascullando entre sí por la comisura de los labios a la vez que elaboraban un inventario de los errores de juicio de sus hijos. Con apenas un abrigo encima del traje de lana y sin sombrero ni guantes, Affenlight tenía la sensación de que no llevaba ropa suficiente. No obstante, ese único whisky que había tomado con Gibbs aún le generaba una pizca de calor interior. El bateador de Westish —Ajay Guladni, cuyo padre daba clases en el departamento de Economía— logró un sencillo con un golpe por el centro. Los mitones amortiguaron los dispersos aplausos de los seguidores.

Acabó la entrada y los Alces abandonaron el diamante al trote. Affenlight se inclinó cuando los jugadores de Westish salieron a la fría luz del día para ocupar sus posiciones en el campo. Se enorgullecía de conocer el nombre de los dos mil cuatrocientos estudiantes de la universidad, e incluso de lejos le resultaban familiares las caras de los alumnos de los cursos superiores: Mike Schwartz, Adam Starblind, Henry Skrimshander. Pero ¿dónde estaba la cara que había ido a ver?

Tal vez no jugara ese día. Aunque sabía que formaba parte del equipo de béisbol, Affenlight nunca se había planteado si era titular o suplente, o algo entremedias. Había sido una torpeza sentarse allí, detrás de la caseta del equipo local, desde donde no veía su interior. Pero ¿qué iba a hacer, si no? ¿Ir a las gradas reservadas a los visitantes y convertirse en un rector traidor? ¿No resultaría eso un tanto sospechoso? Por el momento se quedó donde estaba. No veía a O, pero ambos estaban orientados en la misma dirección, miraban la misma pelota blanca volar a toda velocidad hacia la meta, al mismo bateador nervioso intentar golpear y fallar, y eso, esa misma orientación al frente, a Affenlight ya le parecía algo.

Pasara lo que pasase, no podía llegar tarde a recoger a Pella. Retrasarse sería empezar con mal pie, y las cosas ya estaban lo bastante difíciles aun cuando no empezaran con mal pie. No la veía desde que ella abandonó los estudios en Tellman Rose, antes de acabar el último curso, para fugarse y casarse con David. De eso hacía cuatro años, un tiempo inconcebiblemente largo. Si los acontecimientos se hubieran desarrollado de otro modo, habría acabado la universidad esa primavera.

Dos noches antes, Pella había dejado un mensaje en el contestador de su despacho —eludiendo estratégicamente el móvil, para que él no pudiera atender la llamada— y pedido que le comprara un billete a Westish. «No es una emergencia —dijo—. Pero cuanto antes mejor». Affenlight le compró un billete con la vuelta abierta. Ignoraba el tiempo que se quedaría, o si le iban mal las cosas con David.

¡Vaya un deporte aburrido, el béisbol! Un jugador lanzaba una pelota, otro la atrapaba, un tercero empuñaba un bate. Todos los demás permanecían de pie por allí. Affenlight echó una ojeada alrededor, planteándose las opciones. Disponía de menos de una hora. Lo que necesitaba era una razón, una excusa, para rodear la grada, colocarse en el lado destinado a los de Milford y así alcanzar a ver a quien tanto deseaba ver. Recorriendo con la mirada los asientos de los visitantes, acabó posándola en dos hombres corpulentos y bien vestidos cuya actitud y accesorios los diferenciaban claramente del resto de espectadores. Affenlight, combinando lo que veía con lo que había oído de un tiempo a esa parte, dedujo que debían de ser ojeadores profesionales, allí presentes para ver al parador en corto de los Arponeros, Henry Skrimshander, un estudiante de tercero. Aquello le daba la excusa perfecta: haría una visita de cortesía a sus invitados.

Sacando la corbata del espacio en forma de estanque entre las rodillas, se puso en pie. Mientras recorría el pasillo entre las gradas y la valla que delimitaba el otro lado del campo, el aluminio acanalado resonó bajo sus zapatos de cordones. Al llegar, estrechó un par de robustas manos derechas —insistiéndoles a Dwight y L. P. en que lo llamaran Guert, sólo Guert— y se sentó a su lado. De inmediato le pareció que aquel trozo de aluminio estaba mucho más frío que el que ocupaba un momento antes.

—Y bien, caballeros, ¿qué los trae a Westish?

El tal Dwight tendió la mano con que sujetaba las gafas de sol en dirección a la posición del parador, señalando a Henry Skrimshander.

—Ese jugador de allí.

Resultó que L. P. y Dwight habían sido, hasta no hacía mucho, jugadores de las ligas menores. Hombres de facciones suaves y afables, vestían trajes de ejecutivo relativamente informales y tenían delgados ordenadores portátiles en el regazo y BlackBerries a un lado, en la grada, lo que les confería el aspecto de corpulentos asesores profesionales o agentes de la CIA haciendo novillos a su muy reservada manera. L. P. tenía las manos entrelazadas detrás de la cabeza y las piernas estiradas ante él, abarcando varias filas; si hubiesen estado los dos de pie, Affenlight se habría sentido pequeño a su lado. Dwight era rubio y pálido, de complexión más compacta que L. P. pero no tan alto. Dwight, que era quien más hablaba, poseía la locuacidad y el tono entrecortado del Medio Oeste muy, muy septentrional. Affenlight supuso que era de Minnesota, o quizá incluso canadiense.

—Henry Skrimshander. Le diré una cosa, Guert. Es un pedazo de parador. Lo vi jugar por primera vez el verano pasado en ese torneo que se hizo en… caray, ya no me acuerdo…

Si Affenlight quería, podía volver la cabeza a la derecha, apartando la cara de la mirada sonriente de Dwight, y dirigir la vista hacia el lejano rincón de la caseta de Westish para ver a O.

—… Y el lanzador al que había ido a observar… caray, resultó ser una calamidad, pero no me levanté por pura pereza y…

¿Si quería? Claro que quería. No lo había hecho hasta ese momento precisamente porque sí quería, y con increíble intensidad. A Affenlight le daba miedo mirar; le daba miedo, quizá, que mirar lo comprometiese irrevocablemente. Pero ¿con qué? ¿Con qué iba a comprometerlo?

Finalmente, cuando Dwight hizo una pausa para respirar, Affenlight se permitió satisfacer el deseo que bullía en su cabeza. Lanzó una ojeada furtiva a la caseta de Westish. «Vaya». A esa distancia, su rostro, perdido en las sombras que envolvían ese rincón de la caseta, resultaba indistinguible. Un fino haz de luz conectaba su gorra con el libro en su regazo.

—En eso consiste la tarea del ojeador —decía Dwight, más o menos—. En dejarse guiar por las pistas y comentarios, el noventa y nueve coma cinco por ciento de los cuales acaba inevitablemente…

Rostro indistinguible, pero contornos inconfundibles: piernas esbeltas, la rodilla derecha flexionada femeninamente sobre la izquierda, el torso un poco inclinado en esa dirección, arrebujado en una sudadera de Westish con capucha y enfundado en un anorak para protegerse del frío. Con la cabeza gacha, leía su libro en lugar de seguir el juego. Affenlight sintió que algo juvenil se hinchaba en su pecho, un dolor palpitante entreverado con algo dulce, como si una carreta de bueyes lo arrastrara por un campo de tréboles. Parpadeó con fuerza.

Dwight cabeceó lentamente, como si no diera crédito a su propia memoria.

—He visto mucho béisbol, Guert. Pero nunca había visto a nadie como Henry, con esa pura capacidad de… ¿Tú cómo lo llamarías, L. P.?

L. P. seguía recostado en la grada, con los codos muy abiertos por detrás de él y los ojos ocultos tras las gafas de sol envolventes. Como si hablara desde las profundidades del sueño, contestó:

—Anticipación.

El bateador vestido de granate le pegó con fuerza, consiguiendo un batazo de rolling en dirección al parador en corto, y la bola botó una sola vez. Henry la atrapó de revés con un floreo y la lanzó. La facilidad y potencia del lanzamiento sobresaltaron a Affenlight. Él mismo era varios centímetros más alto que Henry, y no se había quedado corto como quarterback, pero jamás había arrojado un proyectil ni con la mitad de esa fuerza.

—Henry sabe jugar, eso por descontado —prosiguió Dwight—. La única duda que tienen algunos es su espíritu competitivo. No resulta fácil adivinar el techo de un jugador cuando está en un entorno tan pobre para el béisbol. Y no se ofenda, Guert.

—No me ofendo, Dwight.

El siguiente bateador saltó al cajón, y los Arponeros abandonaron el campo al trote en medio de discretos aplausos. No habría más de treinta personas en las gradas.

—Pero le diré una cosa: después de cómo jugó en Florida la semana pasada, ha corrido la voz. Así funciona hoy en día el trabajo de los ojeadores: más que descubrir a un jugador, coges la lista de los mejores y los clasificas. Y Henry ha entrado en la lista de los mejores. La única razón por la que este campo no está hoy plagado de ojeadores es el frío y lo lejos que estamos de un aeropuerto aceptable. Pero ya vendrán.

Aeropuerto, Pella. Affenlight consultó su reloj.

—Hasta ayer Henry aparecía en la clasificación como el tercer mejor parador en corto del draft, por detrás de Vanee White, que el año pasado fue seleccionado para el equipo ideal a nivel nacional, y un estudiante de instituto de Texas al que los ojeadores llaman Terminator, porque su físico parece fabricado en un laboratorio. —Dwight hizo una pausa—. Pero después de ver jugar hoy a Henry, casi estoy tentado de ponerlo por delante de esos dos. No tiene envergadura suficiente para ser el mejor, no tiene velocidad suficiente para ser el mejor, no tiene el cuerpo ni las estadísticas para ser el mejor. Sencillamente lo es.

—Da gusto verlo jugar —opinó L. P. desde detrás de sus gafas.

Dwight asintió, le brillaban los ojos azules y tenía la nariz ribeteada de rosa a causa del frío.

—Entiende el béisbol como un veterano de las ligas mayores. Y en defensa no tiene rival. Hoy ha igualado el récord de partidos consecutivos sin cometer un error en la posición de parador en la NCAA, que hasta ahora estaba en poder de Aparicio Rodríguez. Cincuenta y uno y sigue la cuenta.

Sonó la BlackBerry de Dwight, que respondió con una voz susurrante, casi infantil, y se alejó con el teléfono pegado a la oreja. Llevaba una alianza; Affenlight imaginó a una representante comercial rubia y pizpireta, con un diamante de tamaño razonable, musitando por el móvil anhelantes palabras no aptas para menores de trece años mientras compraba en la tienda de productos biológicos Whole Foods en el centro de Saint Cloud. Contra el pecho tal vez llevase una de esas complicadas mochilas para bebés. O quizá estuviera embarazada e intentase decidir qué mochila comprar.

Affenlight no volvió a mirar hacia la caseta, como si sucumbiendo al deseo pudiera empobrecer la propia sensación. O quizá, sencillamente, tuviese miedo. Comoquiera que fuese, depositó su atención en Henry Skrimshander, ahora de nuevo en el campo. El uniforme de rayas finas le venía holgado pero a la vez, por alguna razón, le quedaba perfectamente; parecía evocar toda su existencia, como los uniformes de los remeros y los médicos en las litografías de Eakins colgadas en el despacho de Affenlight. Llevaba los calcetines azul marino a media pantorrilla. Las zapatillas eran de un blanco sucio. Antes del lanzamiento permanecía tranquilo, la mano enguantada en la cadera, la cara redonda y franca, curtida por el viento, dirigiendo instrucciones o palabras de aliento a sus compañeros de equipo con una sonrisa relajada. Pero en cuanto la pelota salió de la mano del lanzador, su rostro se volvió inexpresivo. El parloteo se interrumpió en medio de una palabra. Con un solo movimiento se caló hasta las cejas la gorra azul marino con su W traspasada por un arpón y se acuclilló en una posición felina, los muslos paralelos al suelo, el guante rozando la tierra. Se lo veía cerca del suelo, pero sostenido por unos pies ligeros, más a flote que afianzado. El bateador mandó la bola fuera de la zona legal de juego, pero no antes de que Henry hubiese dado dos pasos completos a su izquierda, hacia el lugar donde preveía que aquélla iría a parar. Ningún otro jugador de cuadro se había movido un solo centímetro.

—Anticipación —repitió L. P.

Al final de la octava, Henry cogió el bate, seguramente por última vez en ese partido. Ya había conseguido dos dobles desde la llegada de Affenlight, y el lanzador de Milford parecía reacio a permitir que consiguiera otro. Anotó una base por bolas y corrió a la primera. Dwight y L. P. se levantaron a la vez y guardaron los portátiles.

—Nosotros ya hemos visto bastante —dijo Dwight—. Tenemos que coger un vuelo.

Affenlight se despidió de ellos con los cálidos apretones de mano propios de un rector. El sol de color calabaza se había empalado en la aguja de la capilla de Westish y empezaba a desangrarse. Para Affenlight sería una gran alegría ver a Pella, un gran placer, pero a la vez lo temía: hacía tanto tiempo que no se veían, y tanto más que no se llevaban bien… Lanzó una última mirada a la caseta de Westish y se entristeció. «Ay de mí. Ay, esta vida». Tal vez todo aquello, pensó con un toque melodramático, no fuera más que el último aliento de un viejo. Una crisis de la vida tardía, un devaneo condenado al fracaso.

Terminó la primera mitad de la entrada y los Arponeros ocuparon sus puestos en el campo para iniciar la segunda parte de la novena. Antes de dirigirse a la salida, Affenlight se acercó de nuevo a las gradas detrás de la primera base para saludar a los contados y temblorosos seguidores que quedaban y felicitarlos por la valía de sus hijos y novios. Estaba de cara al campo, abrochándose el abrigo, cuando el bateador de Milford devolvió la bola hacia el parador en un tiro rasante. Henry la atrapó, absorbiéndola en su guante con la facilidad inconsciente de una madre al recibir en los brazos a su recién nacido. Colocó los pies en posición de lanzamiento, con los hombros en torsión, y su brazo se difuminó. La bola salió de su mano para seguir un rumbo certero, o esa impresión tuvo Affenlight.

Pero de pronto, por alguna razón —seguramente a causa de una ráfaga de viento procedente del lago, aunque, bien pensado, ¿de verdad una ráfaga, por fuerte que fuese, podía provocar ese efecto?—, la pelota, tras cubrir un tercio de su recorrido, viró bruscamente hacia el interior del campo, trazando una curva cada vez más pronunciada, de modo que Rick O’Shea, el primera base, se estiró sin mucha convicción para alcanzarla pero ni siquiera la rozó. Affenlight se llevó la mano izquierda al nudo de la corbata, un medio Windsor, donde el giro de la tela mostraba a los Arponeros en posición supina, mientras la bola surcaba el aire a una velocidad aterradora, precisamente hacia el rincón de la caseta de Westish donde poco antes él tenía puesta su atención. La ráfaga dio paso al silencio. Mike Schwartz, que se había quitado la máscara mientras corría por la línea de base para respaldar el lanzamiento, se paró en seco y volvió la cabeza hacia Affenlight.

Y entonces lo único que Affenlight vio fueron caras, la de Mike Schwartz, grande, cercana y contraída en una mueca de sufrimiento, más allá la de Henry, redonda, distante e inexpresiva, y en el rincón de la caseta se oyó un crujido, amortiguado pero no por ello menos desagradable, seguido de un ruido sordo.

Owen.