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En la primavera de 1880, Herman Melville, que por entonces tenía sesenta años, trabajaba como inspector de aduanas en el puerto de Nueva York, después de demostrarse incapaz de mantener a su familia mediante la creación literaria. No era famoso y apenas cobraba nada de derechos. Su primogénito, Malcolm, se había suicidado trece años antes. Los suegros de Melville, entre otros, temían por su salud y ponían en duda su cordura. A nivel nacional, la horrenda y cruenta escisión que había profetizado en Moby Dick y Benito Cereno (ambos descatalogados ya en 1880) era una realidad y, como tal vez había sido el primero en prever, la angustia no había desaparecido con el final de la guerra.

No es de extrañar, pues, que el gran escritor torciera el gesto, como lo expresó su protagonista más conocido, ni que decidiese que había llegado el momento de volver al mar. Demasiado viejo, sin dinero y condicionado por asuntos familiares que le impedían emprender nuevas travesías oceánicas, se conformó con una aventura más modesta. La primavera de ese año, el deshielo llegó antes, y en marzo Melville subió a un barco con destino al canal de Erie para visitar los Grandes Lagos y reproducir así, él solo, un viaje que había realizado con su amigo Eli Fly cuarenta años antes. Los académicos han concedido mucha importancia a la peregrinación de Melville a Jerusalén (1856-1857), pero este posterior viaje dentro de las fronteras de su propio país no se mencionó hasta 1969, cuando un alumno del Westish College —un centro en la costa occidental del lago Michigan dedicado a las humanidades, pequeño, venerable, pero por entonces ya un poco de capa caída— hizo un descubrimiento extraordinario.

El alumno se llamaba Guert Affenlight. En esas fechas no estudiaba literatura. Cursaba biología y era quarterback titular de los Arces de Westish. Hijo de los dueños de una pequeña vaquería, el menor con diferencia de cuatro hermanos, se había criado en la zona ondulante, llena de tierras de labranza, del estado, al sudoeste de Madison. Lo habían aceptado en Westish en parte para que jugase al fútbol, y si bien el centro, como aún ocurría en la actualidad, no concedía becas deportivas, lo recompensaron por sus esfuerzos en el campo de juego con un cómodo empleo en la biblioteca universitaria. Oficialmente, su trabajo consistía en poner los libros en las estanterías durante doce horas por semana, pero se sobrentendía que la mayor parte de ese tiempo podía dedicarlo a estudiar.

A Affenlight le gustaba ocuparse de la biblioteca al final de la jornada, y a menudo no estudiaba ni guardaba libros, sino que sencillamente curioseaba. Un día de otoño de su tercer año, a última hora, entre el material de la biblioteca que no se prestaba, encontró un legajo fino y amarillento metido entre dos revistas con el papel quebradizo. La caligrafía desvaída de la primera hoja anunciaba que se trataba de una conferencia de un tal «H. Melville» en «este primer instante de abril, 1880». Affenlight, dejándose llevar por una corazonada, pasó la página. Se le encogió el estómago cuando leyó la primera frase:

No fue antes de mi vigésimo quinto año, recién llegado a mi Nueva York natal después de un viaje de cuatro años a bordo de balleneros y fragatas, tras ver grandes extensiones del mundo, al menos las partes marinas, y ciertos rincones verdes considerados incivilizados por nuestros charlatanes y botarates, cuando cogí la pluma en serio y empecé a vivir; desde entonces, rara vez ha pasado una semana en la que no sienta que me despliego dentro de mí mismo.

En su primera lectura, a Affenlight le costó la sintaxis anterior al punto y coma, pero esa oración final se incrustó de inmediato en su alma. También él deseaba desplegarse dentro de sí mismo, y sentir que lo hacía; esa promesa oracular de una vida más sabia, más descontrolada, lo emocionaba. Nunca había viajado más allá del Alto Medio Oeste, ni escrito nada que no le hubiera encargado un profesor, pero esa única frase mágica despertó en él el deseo de vagar por el mundo y escribir libros sobre lo que encontrase. Guardó las páginas en su mochila y regresó a su habitación en Phumber Hall.

El tema oficial de la conferencia era Shakespeare, pero H. Melville, disculpándose con la artera declaración de que «Shakespeare es la Vida», empleó al Bardo como excusa para hablar de lo que se le antojó —Tahití, la Reconstrucción de posguerra, su viaje por el Hudson, Webster, Hawthorne, Michigan, Salomón, el matrimonio, el divorcio, la melancolía, el sobrecogimiento, las condiciones en las fábricas, el follaje de Pittsfield, la amistad, la pobreza, la sopa de pescado, la guerra, la muerte—, todo ello con una vehemencia dispersa y descomedida que de poco habría servido para refutar las acusaciones de desequilibro mental de sus suegros. Cuanto más se abismaba Affenlight en la conferencia, escondido en su habitación de la residencia y alejado de cualquier influencia que pudiera arrancarlo de su extraño estado de ánimo, tanto más convencido estaba de que había sido pronunciada improvisadamente, sin tener delante una sola nota. Lo asombró, y constituyó una lección de humildad para él, pensar que una mente fuera capaz de desarrollar una riqueza tal que todos y cada uno de sus gestos llegasen a parecer profundos.

Al día siguiente abandonó su habitación y fue en busca de una autoridad en la materia. El profesor Cary Oxtin, el experto de la universidad en el siglo XIX norteamericano, examinó las páginas lentamente en presencia de Affenlight, dándose toquecitos en el mentón con la pluma. Cuando acabó, Oxtin declaró que si bien la prosa era inconfundiblemente de Melville, la caligrafía no lo era. La conferencia debía de haber sido transcrita —y a saber con qué nivel de fiabilidad— por algún oyente atento. Añadió que en 1880 Melville se consideraba poco más que un escritor de libros de viajes ya en decadencia, y por tanto no era inconcebible que esa conferencia se hubiera traspapelado y que su visita a Westish hubiese pasado inadvertida para la historia.

Affenlight dejó aquellas hojas en manos del profesor Oxtin, que envió copias del material al Este, a los recopiladores y los expertos reconocidos en tales cuestiones. El texto entró así en los anales académicos. Varios meses después, Oxtin publicó en el Atlantic Monthly un largo artículo sobre el viaje al Medio Oeste de Melville, artículo en el que el nombre de Affenlight no aparecía.

Al final de esa catastrófica temporada del 69 —los Arces habían ganado un único partido—, Affenlight colgó las botas. El fútbol había sido un pasatiempo; ahora tenía una meta, y la meta consistía en leer. Ya era tarde para cambiar de especialidad en sus estudios, pero cada noche, cuando acababa de resolver sus series de problemas, se entregaba a la obra de H. Melville. Empezó por el principio, con Taipi, y lo leyó todo hasta Billy Budd. Después las biografías, la correspondencia, los textos críticos. Tras absorber hasta la última palabra escrita sobre Melville que había en la biblioteca de Westish, comenzó con Hawthorne, a quien estaba dedicado Moby Dick. En algún momento de esa etapa, dejó de afeitarse. Era a comienzos de la década de los setenta, y muchos de sus compañeros de clase llevaban barba, pero Affenlight veía la suya como algo distinto: no una barba de hippie, sino una barba antigua, literaria, de esas que adornaban los daguerrotipos descoloridos de los libros que empezaba a adorar.

Además, desde sus primeros días en la universidad, estaba enamorado del lago Michigan; como se había criado en una granja rodeada de tierra, lo asombraba su vastedad y la combinación de uniformidad y continuas fluctuaciones. Pasear por su orilla le despertaba algunos de esos mismos sentimientos profundos que le producía la lectura de Melville, y ésta explicaba y ahondaba su amor por el lago, lo que a su vez ahondaba su amor por los libros. Decidió hacerse a la mar. Concluidos los estudios, fue capaz de exhibir suficientes conocimientos de biología marina para conseguir un empleo, casi sin remuneración —un empleo en prácticas, para utilizar la terminología actual—, a bordo de un buque propiedad del estado, con destino al Pacífico Sur. Durante los siguientes cuatro años vio grandes extensiones del mundo, al menos las partes marinas, y comprobó lo bien que Melville había captado la monotonía en movimiento de la vida en el mar. Se despertaba por la noche, cada tres horas, para registrar los datos de una docena de instrumentos. Con igual regularidad consignaba sus solitarios pensamientos en cuadernos de papel cuadriculado, esforzándose en expresarlos de manera profunda.

Después de esos cuatro años, regresó al Medio Oeste. Ya había cumplido los veinticinco, la edad del despliegue, y era hora de escribir una novela, tal como había hecho su héroe. Se mudó a un apartamento barato de Chicago y puso manos a la obra, pero a la vez que se acumulaban las páginas, aumentaba la desesperación. Era relativamente fácil escribir una frase; pero si uno pretendía crear una auténtica obra de arte, tal como había hecho Melville, cada frase debía encajar a la perfección con la precedente y con la posterior aún por escribir. Y cada una de esas frases debía cuadrar con las que venían antes y después, de modo que tres se convertían en cinco, y cinco en siete, y siete en nueve, y cualquier frase que escribiera se convertía en el minúsculo punto de apoyo del que dependía todo ese precario edificio. Dicha frase podía contener cualquier cosa, cualquier cosa literalmente, y por tanto prometía la clase de libertad absoluta que, a juicio de Affenlight, pertenecía al artista y sólo al artista. Sin embargo, esa frase también estaba condicionada por la primerísima del libro, y la última aún por escribir, así como por todas las frases intermedias. Cada oración, cada palabra, lo agotaba. Pensó que el problema quizá fuera el ruido de la ciudad, y su monótono empleo diurno, y la bebida; dejó su apartamento y alquiló un anexo en una granja de Iowa donde vivían unos hippies. Allí, a solas con sus angustiosos pensamientos, se sintió mucho peor.

Regresó a Chicago, consiguió un empleo de camarero en un bar, reanudó sus lecturas. Con cada nuevo autor, empezaba por el principio y continuaba hasta el final, tal como había hecho con Melville. Cuando se le acabó el siglo XIX estadounidense, amplió su ámbito. Absorbiendo esa cantidad de libros intentaba purgarse de su propio fracaso como escritor. No le servía, pero temía lo que pudiera ocurrir si dejaba de hacerlo.

Al cumplir los treinta, pidió prestado un coche y viajó a Westish. El profesor Oxtin, a Dios gracias, aún vivía y conservaba el pleno dominio de sus facultades. Affenlight, con una serena determinación nacida de la desesperación, le recordó al anciano el hito que representó en su carrera la conferencia de Melville y que no le había atribuido a él el menor mérito en el artículo del Atlantic. El hombre esbozó una débil sonrisa, sin admitir ni refutar la acusación, y le preguntó qué quería.

Affenlight se lo dijo. El viejo profesor enarcó una ceja y lo acompañó al bar del campus. Allí, ante unas cervezas, lo sometió a un examen oral improvisado que iba de Chaucer a Nabokov, pero se centraba principalmente en Melville y sus contemporáneos. Satisfecho, quizá incluso impresionado, el anciano hizo la llamada.

Ese septiembre, Affenlight se recortó la barba, se compró un traje e inició en Harvard el doctorado en Historia de la Civilización Estadounidense. Allí se convirtió por primera vez —a excepción de contados momentos afortunados en el campo de fútbol— en una estrella. La mayoría de sus compañeros eran más jóvenes y ninguno de ellos había conseguido tan abrumador dominio de la literatura del período elegido. Affenlight era capaz de beber más café, por no hablar del whisky, que todos los demás juntos. «Monomaniaco», lo llamaban, aludiendo a un chiste de Ahab; y cuando hablaba en los seminarios —lo que hacía continuamente, pues de pronto tenía mucho que decir—, mostraban su conformidad con gestos de asentimiento. De su máquina de escribir salían trabajos de treinta páginas en el mismo tiempo que le había llevado redactar un único párrafo de su no del todo olvidada novela.

Al principio, Affenlight se sentía incómodo con su recién descubierta sensación de comodidad. Se consideraba un escritor fracasado, nada más, y no veía mucho honor o grandeza en el hecho de haber leído unos cuantos libros. Pero pronto decidió —bien porque era verdad o bien porque necesitaba que lo fuese— que el medio académico era un mundo digno de conquistarse. Había becas de investigación que obtener, revistas en las que publicar, profesores famosos a quienes impresionar. Todo aquello que solicitó lo obtuvo; en todo aquello que insinuó que acaso solicitaría, sus compañeros de clase le dejaron vía libre. También consiguió el éxito social. Siempre había sido alto, cuadrado de hombros y atractivo; ahora tenía una meta, un aura, un nombre que lo precedía. «Las damas de Cambridge vienen y van / y en casa de Guert buscan siempre plan». Ésa era otra broma de sus compañeros, y era verdad.

Redactó la tesis sumido en la clase de furor que siempre había imaginado como parte del proceso de escribir una novela: la clase de furor con que su héroe, Melville, durante seis tórridos meses en un establo del oeste de Massachusetts, había escrito la mejor novela que el mundo había visto. La tesis, un estudio sobre los componentes homosociales y homoeróticos en las letras estadounidenses del siglo XIX, se convirtió en un libro, Los exprimidores de esperma (1987), y el libro causó sensación: influyente en el entorno académico, ampliamente traducido, y reseñado en el Times y la revista Time («ingenioso y ameno», «anuncia una nueva era en la crítica», «contiene indicios de genialidad»). No era Moby Dick, pero vendió más ejemplares en su primer año que El Libro, y se convirtió en una de las obras de referencia de las guerras culturales. A los treinta, Affenlight no era nadie; a los treinta y siete, entablaba debates con Allan Bloom en la CNN.

Igual de repentinamente fue padre. Mientras preparaba el libro para su publicación, había estado saliendo con una mujer llamada Sarah Coowe, una especialista en enfermedades infecciosas del Hospital General de Massachusetts. Hacían buena pareja en muchos sentidos: vestían bien, hablaban bien y se consagraban a su carrera y su libertad personal, excluyendo todo interés serio en la llamada vida sentimental. Estuvieron diez meses juntos. Pocas semanas después de romper —fue Sarah quien inició la separación—, ella telefoneó para anunciar que estaba embarazada.

—¿Es mío? —preguntó Affenlight.

—El niño o la niña —contestó Sarah— es básicamente mío.

Era niña y la llamaron Pella: fue idea de Affenlight, aunque sin duda Sarah tuvo la última palabra. Durante el primer par de años, Affenlight maquinaba con la mayor frecuencia posible el modo de presentarse en la casa adosada de Sarah y Pella en Kendall Square con comida cara y un juguete nuevo. Su hija lo fascinaba con la simple realidad de su existencia, un ser hermoso donde antes no había nada. Affenlight no soportaba despedirse de ella; y sin embargo disfrutaba, no podía evitarlo, del silencio absoluto que lo recibía al llegar a su propia casa adosada, de los libros y los papeles dispersos y la ausencia de medidas de protección para niños.

Cuando Pella cumplió tres años, Sarah recibió una beca para ir a Uganda, y Pella fue a pasar el verano con Affenlight. En agosto llegó la noticia: el todoterreno de Sarah se había despeñado por un terraplén y ella había muerto. Ahora Pella era huérfana de madre, y él, padre a jornada completa.

Después de un breve período como profesor adjunto, durante el cual una serie de guiños y ventajas de la administración mantuvieron a raya a Stanford y Yale, Affenlight recibió una plaza de titular. Nunca consiguió cuajar otro gran proyecto comparable a Los exprimidores de esperma, pero sus clases eran las mejor acogidas del departamento y los estudiantes del tercer ciclo competían ferozmente por su favor. Reseñaba libros para el New Yorker, acumulaba premios docentes y se mantenía al día en sus lecturas. Pasó a dirigir el departamento de Literatura Inglesa y entró a formar parte permanentemente de la lista de solteros más codiciados de la revista Boston. Entretanto, crió a Pella, o al menos estuvo presente mientras Harvard la criaba; la universidad entera parecía considerarla responsabilidad suya. Remaba en el Charles para mantenerse en forma. Llevaba a las damas de Cambridge a la ópera. Creía que seguiría haciendo todo eso eternamente.

Hasta que en febrero de 2002, cuando Pella cursaba octavo, sonó el teléfono de su despacho. Affenlight, agitado por lo que acababan de proponerle, derramó sin querer el café sobre una pila de tesis. Las entrevistas y el proceso de evaluación llevarían meses, pero esa primera llamada lo turbó a tal punto que supo que aquello cuajaría. Nunca más atravesaría el Patio con un estudiante a cada lado, alargando el seminario mientras se ponía el sol. Nunca más cogería la lanzadera a LaGuardia sólo por diversión. Nunca más su historial reciente de publicaciones le quitaría el sueño. Volvía a casa.