Seis semanas más tarde, los Arponeros cruzaban la pista del pequeño aeródromo de Green Bay, con el viento azotándoles la cara y las bolsas con las iniciales del departamento de Deportes de Westish cargadas al hombro. Todos salvo Henry movían la cabeza al ritmo de la música de sus auriculares. Era un día frío y despejado, con una temperatura de unos cinco bajo cero, pero iban vestidos para el tiempo que encontrarían en su destino, y no se permitían chaquetas ni jerséis. Las hélices del avión hacían picadillo el aire. El viento desplazaba por el asfalto en sinuosas curvas la nieve seca caída hacía ya una semana. Henry echó atrás los hombros y caminó tan erguido como le permitía su metro setenta y dos de estatura, igual que todos los deportistas que había visto por televisión cuando partían camino de una competición. Viajaban a Florida a jugar al béisbol, con todos los gastos pagados.
Se alojaron en un Motel 4, a una hora tierra adentro del complejo municipal de béisbol de Clearwater. Los mayores compartieron cama por parejas; los de primero durmieron en camas supletorias. A Henry le asignaron la habitación de Schwartz y Arsch. La primera noche la pasó en vela, escuchando los ronquidos de Carne, semejantes al zumbido de un avión, y los atormentados gemidos del somier cuando los dos estudiantes de segundo, que entre ambos sumaban doscientos cuarenta kilos, pugnaban dormidos por el control de la cama, supuestamente de dos plazas. Henry cerró los ojos, se envolvió la cabeza con las cortinas de vinilo grisáceas y contó los minutos que faltaban para su primer entrenamiento verdadero al aire libre.
A la mañana siguiente, un sábado, subieron en tropel al autobús y se trasladaron al complejo: ocho opulentos y preciosos diamantes dispuestos en dos círculos adyacentes, cada uno con cuatro diamantes. El rocío centelleaba a la luz untuosa de Florida. Mientras se dirigía al trote hacia la posición de parador en corto para los ejercicios en el cuadro, Henry giró sobre sus talones y dio una voltereta hacia atrás, tambaleándose sólo un poco al aterrizar.
—¡Maldita sea, Skrim! —vociferó Starblind desde la zona central del campo—. ¿Y eso a qué viene?
Henry no lo sabía. Intentó recordar el movimiento de pies que acababa de ejecutar, pero ya había pasado el momento. A veces el cuerpo hacía lo que le venía en gana.
—Deberías presentarte a las pruebas de gimnasia —sugirió Tennant—. Tienes el tamaño adecuado.
Durante las prácticas de bateo, cada vez que Toover el Dos y Media cogía el bate, Henry saltaba la valla del campo izquierdo y se quedaba en el aparcamiento para atrapar sus asombrosos globos.
—Bienvenido, Jim —repetía Cox mientras Toover, bola tras bola, bateaba fácilmente por encima de la valla—. Te hemos echado de menos.
Jim Toover, con su mirada afable, acababa de volver de una misión mormona en Argentina. Jim medía dos metros diez de estatura y tenía un golpe largo y potente. Lo llamaban Dos y Media porque a esa hora los Arponeros ejercitaban el bateo antes de los partidos en casa. Ahora Henry estaba diez metros por detrás de la valla, y las bolas llovían como si cayeran de las nubes. Los hinchas salieron apresuradamente al aparcamiento para retirar sus coches. En los diamantes adyacentes los distintos equipos interrumpieron sus ejercicios para mirar.
—Pero no lo llamaríamos Dos y Media —le explicó Schwartz a Henry— si también lo hiciera en los partidos.
—¿Qué hace en los partidos?
—Se bloquea.
Esa tarde los Arponeros jugaban contra los Leones de la Universidad Estatal de Vermont. CUIDADO CON LOS LEONES, rezaba la larga pancarta de una madre. Henry se sentó en la caseta entre Owen y Rick O’Shea. Starblind ya había entrado en la alineación titular, como defensa central y primer bateador.
Owen sacó de su bolsa una lamparita de lectura a pilas, se la prendió de la visera de la gorra y abrió un libro titulado Las rubaiatas de Omar Jayam. Henry o Rick habrían acabado haciendo carreras de calentamiento y sacando brillo a los cascos si se les hubiera pasado por la cabeza siquiera leer durante un partido, pero Cox ya había dejado de castigar a Owen por sus pecados. Owen planteaba un dilema por lo que se refería a disciplina, ya que parecía importarle poco si jugaba o no, y cuando el entrenador le gritaba, escuchaba atentamente y asentía con interés, como si recabara información para un trabajo sobre la apoplejía. Durante las series de sprints, iba al trote; cuando había que ir al trote, caminaba; cuando ocupaba una posición en los exteriores, sesteaba. Pronto Cox dejó de gritarle. De hecho, Owen se convirtió en su jugador preferido, el único por el que no tenía que preocuparse. Cuando el entrenamiento era una pifia detrás de otra, como ocurría a menudo, le susurraba comentarios mordaces a Owen por la comisura de los labios. Owen no quería nada del entrenador Cox —ni la titularidad, ni un puesto mejor en el orden de bateo, ni siquiera consejos—, y por lo tanto éste podía permitirse tratarlo como a un igual. Del mismo modo, quizá, que un sacerdote aprecia a su único feligrés agnóstico, el que no quiere ser salvado pero acude siempre a la iglesia para ver los vitrales y escuchar los himnos. «Hay muchos ratos en que no se hace nada —dijo Owen, cuando Henry le preguntó qué le gustaba de ese deporte—. Y los uniformes llevan bolsillo».
En la sexta entrada contra la Universidad Estatal de Vermont, Henry apenas podía contener su desasosiego.
—Ten la bondad de desistir de tu actitud —le pidió Owen al ver que Henry sacudía y contraía las rodillas—. Intento leer.
—Perdona. —Henry paró, pero en cuanto volvió a fijar la atención en el juego, las rodillas se le dispararon otra vez. Se llevó un puñado de pipas de girasol a la boca y escupió las cáscaras partidas con toda precisión a un charquito de Gatorade que había en el suelo. Se colocó la gorra del revés. Hizo girar una pelota de béisbol en la mano derecha y se la pasó a la izquierda—. ¿Esto no te pone de los nervios? —le preguntó a Rick.
—Sí —contestó Rick—. Estate quieto de una vez.
—No, no me refiero a mí. Quiero decir esto de estar sentado en el banquillo.
Rick palpó el banco con las manos, como si fuera un colchón de muestra.
—A mí ya me parece bien.
—¿No te mueres por salir a jugar?
Rick se encogió de hombros.
—Dos y Media sólo está en su tercer año, y el entrenador Cox lo adora. Si hace la mitad de lo que es capaz de hacer, me pasaré los dos próximos años exactamente aquí. —Miró a Henry—. Tú, en cambio, tienes a Tennant con la mosca detrás de la oreja.
—¡Qué va! —dijo Henry.
—Ten por seguro que sí. Tú no lo oíste anoche de charla con Meccini mientras yo me hacía el dormido.
—¿Qué dijo?
Rick miró a un lado y a otro para cerciorarse de que nadie escuchaba y, sin previo aviso, inició su imitación de Tennant.
—Ese puñetero Schwartz… Le revienta que yo sea el capitán de este puñetero equipo. ¿Y qué hace? Se saca de la manga a ese puñetero enano que pilla hasta la última puñetera bola que le bateas, eso hace. Luego entrena al puñetero enano día y noche, y se dedica a hacer proselitismo con el entrenador Cox todo el puñetero invierno para venderle que el puñetero enano es un súperjugador. ¿Y para qué? Para que el puñetero enano me quite el puñetero puesto, y Schwartz, que sólo es un puñetero estudiante de segundo, pueda declararse el puñetero rey del equipo.
Owen apartó la vista de su libro.
—¿Tennant dijo «proselitismo»?
Rick asintió con la cabeza.
—Y «puñetero».
—Bueno, razón para temer a Henry no le falta: ha tenido un rendimiento excelente.
—Bah —protestó Henry—. Tennant me supera de lejos.
—Lev batea bien —comentó Owen—, pero no tiene maña en defensa. Le falta el aplomo de Skrimshander.
—No me había dado cuenta de que Tennant le tuviese tanta manía a Schwartzy —dijo Henry, con lo que en realidad quería decir: «No me había dado cuenta de que Tennant me tenía tanta manía a mí». Nadie lo había llamado nunca «puñetero enano». Ya venía notando que Lev lo trataba con frialdad durante los entrenamientos, pero lo había atribuido a simple indiferencia.
—¿En qué mundo vives? —repuso Rick—. Esos dos no se tragan. No me extrañaría que la cosa pronto se saliera de madre.
—Ciertamente —coincidió Owen.
En la novena, iban empatados, con Tennant situado en la primera base, cuando Dos y Media salió al cajón. Apuntaló el pie de atrás en la tierra y alzó el bate por encima de la cabeza. Ese día había logrado ya un sencillo y un doble. Tal vez Argentina le había sentado bien.
—¡Jim Toover! —jaleó Owen—. ¡Vaya maestría! ¡En ti confiamos!
Primera bola. Segunda bola.
—¿Cómo es posible que un lanzador no atine con una zona de strike tan grande como la de Toover? —preguntó Rick.
Tercera bola.
Henry miró hacia la tercera base para ver si el entrenador Cox le indicaba a Dos y Media que dejara pasar la bola.
—Le ha dado permiso para pegarle fuerte —informó.
—¿En serio? —dijo Rick—. No creo que sea buena i…
Sus palabras se vieron interrumpidas por el sonoro impacto de la bola contra el bate de aluminio. La pelota se convirtió en una mota en el cielo azul claro y se alejó, adentrándose muchísimo en el aparcamiento. A Henry le pareció oír el ruido de un parabrisas al hacerse añicos, pero no habría podido asegurarlo. Salieron de la caseta y corrieron a recibir a Jim en la meta.
Rick negó con la cabeza, atónito.
—Ahora sí que me quedaré calentando banquillo de por vida.
—¡Claro que sí! —Owen le dio un golpe de celebración en el trasero a Dos y Media con su Omar Jayam—. ¡Claro que sí!
En ese partido, los Arponeros salieron invictos por primera vez desde que tenían memoria los allí presentes, incluido Cox. Lo celebraron en un bufet libre chino de un centro comercial contiguo al motel. Luego, durante los próximos tres días, perdieron sus siguientes cinco partidos. A Tennant se le escaparon todas las bolas rasantes que le llegaron. Dos y Media quedó eliminado por strikes repetidamente. Mientras se acumulaban las derrotas, el entrenador Cox permanecía en su cajón de la tercera base cruzado de brazos, cavando un foso en la tierra con la puntera de su zapatilla de tacos y llenándolo luego con un continuo chorro de jugo de tabaco, como para protegerse de tanta ineptitud. El estado de ánimo en la caseta pasó de optimista a resuelto, luego a lúgubre y por último a lúgubre con un toque emponzoñado. En el banquillo, durante el séptimo partido, Rick ocultó su teléfono en el guante y subrepticiamente fue pasando las fotos de Facebook que ese día sus compañeros de clase habían colgado desde West Palm, Miami, Daytona, Panama City Beach, un álbum tras otro de chicas en biquini, mar azul, cócteles de vivos colores.
—Tan cerca… —gimió con un cabeceo— y a la vez tan, tan lejos.
—¡Owen! —exclamó Henry con agitación—. Creo que el entrenador quiere que batees tú en lugar de Meccini.
Owen cerró El viaje del Beagle, en el que se había embarcado recientemente.
—¿En serio?
—Hay corredores en la primera y la segunda —comentó Rick—. Seguro que quiere que hagas un sacrificio, que la dejes muerta en el cuadro.
—¿Cuál es la señal del sacrificio?
—Dos tirones en el lóbulo de la oreja izquierda —respondió Henry—. Antes tiene que hacer la indicación previa, que es apretarse el cinturón. Pero si se lleva una mano a la gorra, o te llama por tu nombre de pila, eso es la anulación, y entonces tienes que esperar a ver si…
—Déjalo —atajó Owen—. Yo hago el sacrificio y listos.
Empuñó el bate, se encaminó parsimoniosamente hacia la meta, respondió con ademán cortés a la gesticulación de Cox y dejó perfectamente muerta la bola poco más allá del lanzador. El parador en corto devolvió la bola y eliminó por medio paso a Owen, que regresó al trote a la caseta para recibir las felicitaciones de sus compañeros. Ésa era la costumbre preferida de Henry en el béisbol: cuando un jugador conseguía una carrera, sus compañeros podían hacer caso omiso de él si querían, pero cuando se sacrificaba para mover a un corredor, los otros chocaban los cinco con él uno tras otro.
—Eso sí es dejarla muerta —dijo cuando Owen y él entrechocaron los puños.
—Gracias. —Owen cogió su libro—. Ese lanzador no está nada mal.
Durante toda esa semana, los Arponeros durmieron, comieron, viajaron, entrenaron y jugaron como un solo hombre. Cuando no estaban en el campo o en su motel de mala muerte, permanecían amarrados a su decrépito autobús de alquiler. Para tomar las decisiones más intrascendentes, como si cenar en el Cracker Barrel o en el Ye Olde Buffet, tardaban horas.
—Me encanta cuando tengo que cagar —decía Rick—. Es el único momento en que disfruto de un poco de soledad.
Con las sucesivas derrotas, la permanente cercanía se hizo cada vez más difícil de sobrellevar. En los recorridos demasiado largos entre el diamante y el motel, los estudiantes de tercero y cuarto ocupaban los asientos traseros del autobús con Tennant, mientras que los de primero y segundo iban en los delanteros con Schwartz. Sólo Jim Toover estiraba sus interminables extremidades en los asientos vacíos de la tierra de nadie; medir dos metros diez y ser mormón lo elevaba por encima de la refriega.
Mientras tanto, la defensa de Tennant iba de mal en peor. Su semblante se endureció, adquiriendo una expresión cada vez más contraída y un aspecto más demacrado, e irradiaba energía venenosa siempre que Henry se acercaba. Entre partido y partido, el entrenador Cox conversaba con él en voz baja, apoyando una mano en su hombro, mientras Tennant asentía y se miraba las zapatillas.
—Siente la presión —comentó Rick después de que Tennant fallara un lanzamiento a la segunda base, fastidiando una doble jugada segura—. Mírale la cara.
Owen se aclaró la garganta, se llevó una mano al pecho y dijo:
—Mas a su espalda, cada vez más cerca, / de Henry escucha el paso marcado.
El jueves por la noche, Henry y Schwartz se reclinaron en unas sillas de plástico duro junto a la piscina del Motel 4, cubierta por una capa de suciedad e inutilizable. Al enfriarse la tierra, a Henry se le aguzaron los sentidos; de pronto empezó a captar detalles que normalmente pasaba por alto: el correteo de las cucarachas y las lagartijas por las baldosas, el revoloteo de las mariposas nocturnas contra las luces de seguridad, un vago olor a agua lejana en la brisa. Schwartz hojeaba un manual del tamaño de un listín telefónico para preparar la prueba de acceso a la facultad de Derecho, aunque aún faltaban dieciocho meses para presentarse al examen.
—Piensa que sólo estoy en primero —dijo Henry—. Puedo esperar.
—Tú quizá puedas —replicó Schwartz sin levantar la vista—, pero el resto de nosotros no. Llevamos uno ganado y siete perdidos. Te necesitamos ahí.
—Tal vez si alguien le dijera a Lev que no tiene ningún motivo para preocuparse, se relajaría y jugaría mejor.
—¿Qué piensas que le dice el entrenador Cox en sus charlas con él? Se pasa la mitad del tiempo alimentándole el ego, diciéndole que él es la figura. Pero Lev no es tonto. Sabe que tú eres el mejor.
—Pero eso no es verdad. Lo que le pasa a Tennant es que juega tenso.
—Juega tenso porque es un parador de mierda. El año pasado hizo lo mismo. Comete errores y después se deprime. Su actitud es pésima. Ese problema no tiene nada que ver contigo, Skrimmer. O mejor dicho, casi nada.
—Esperemos.
—Tampoco tiene que ver con la esperanza. —Schwartz cerró ruidosamente su manual para la prueba de acceso—. Tiene que ver con el entrenador Cox. Yo lo respeto mucho, pero es demasiado leal a los jugadores por el mero hecho de que llevan aquí mucho tiempo. ¿Por qué hay que ser leal a una panda de perdedores? Estoy harto de perder. Esto es América. Los ganadores ganan. Los perdedores se van a la calle. Tú deberías estar en el campo, y Rick debería estar en el campo, y probablemente el Buda también debería estar en el campo. Aunque sólo fuera para ir preparándoos.
—Tennant está en cuarto —dijo Henry con cierta vacilación—. Yo puedo esperar hasta el año que viene.
—Tú espera a mañana —repuso Schwartz—. Sólo te pido eso.
Al día siguiente por la tarde jugaron contra la Universidad Estatal de Vermont, el equipo ante el cual habían obtenido su única victoria. Los Arponeros llevaban una ventaja de cuatro a uno, y quedaba una entrada por jugar. Pero el primer bateador de los Leones en la novena mandó una bola rasante sin mayor complicación hasta la posición del parador en corto, y Tennant, al ir a devolverla, fue incapaz de despegársela del guante. Fue sólo una jugada, pero pareció recordarles a los Arponeros que eran unos perdedores y, por tanto, estaban condenados a perder. Cuatro bateadores después, el partido había terminado. Mientras sus compañeros desfilaban lúgubremente hacia el vestuario, Henry se demoró en la caseta, recogiendo basura y contemplando el cuadro, que al sol vespertino ofrecía un aspecto especialmente verde y majestuoso.
Cuando llegó al vestuario, Schwartz le hacía a Tennant una llave de cabeza. Un goteo de sangre caía de su nariz sobre el pelo de Tennant.
—¡Vuelve a intentarlo! —rugía, mientras estampaba la coronilla de Tennant contra las taquillas metálicas—. ¡Inténtalo una vez más!
—¡Quitádmelo de encima! —suplicó Tennant, la voz amortiguada por el musculoso antebrazo de Schwartz—. ¡Quitadme de encima a este pirado cabrón!
—¡Eh, tú, pirado cabrón! —jaleó Owen—. ¡Quítate de encima!
Nadie hizo ademán de intervenir, y la escena quedó detenida en una inmovilidad casi apacible, con Schwartz dándole cabezazos lentamente a Tennant contra las taquillas, hasta que Cox irrumpió desde la sala de entrenadores, con la camiseta del uniforme desabrochada y los faldones ondeando en torno al calzón blanco. Arsch y él arrancaron a Tennant de la presa de Schwartz.
Henry se preparó para la diatriba del entrenador, pero éste ni siquiera levantó la voz.
—Schwartz, ve a lavarte la cara —ordenó con el tono de un padre hastiado al final de un día exasperante.
Schwartz se dirigió hacia el cuarto de baño con la cabeza erguida, sin molestarse en contener la sangre que le resbalaba por los labios y el mentón. Regresó con un tapón de papel higiénico en un orificio nasal y le tendió la mano a Tennant. Éste la miró por un instante antes de darle un fuerte apretón.
—Vosotros dos tomaos la noche libre. —Cox miró alrededor—. ¿Estás listo, Arsch?
—Tan listo como está previsto.
—Henry, ¿estás listo?
—…
—¿Henry?
—Sí, entrenador.
Henry se enteró de lo ocurrido por Rick y Owen, durante el calentamiento; mientras él recogía los vasos de papel del suelo de la caseta, Schwartz pasó por delante de Tennant, que estaba junto a la taquilla, y le dijo algo en un susurro. Tennant se volvió al punto y le lanzó un tremendo puñetazo que le dio de lleno en la nariz. Schwartz echó atrás la cabeza y empezó a sangrar.
—Schwartz pareció cabreado durante medio segundo, mientras la cabeza le daba vueltas —contó Rick—. Pero de pronto medio sonrió, como si recibir un puñetazo de Tennant fuera precisamente lo que quería.
—Me temo que era lo que quería —intervino Owen.
Rick asintió.
—Incluso mientras le estampaba a Lev el coco contra las taquillas, se notaba que no pretendía hacerle daño. Era todo puro teatro.
—Ha urdido el episodio para colarte en el próximo partido —le explicó Owen a Henry—. Incluso se ha llevado un puñetazo en la nariz por ti. Deberías sentirte halagado.
Aquello le pareció a Henry un poco traído por los pelos, aunque era cierto que Schwartz le había prometido que entraría en la alineación, y allí estaba, en la alineación. Dos horas más tarde, cuando salió al trote al diamante bajo los focos, se sintió aturdido y mareado. Saltó de puntillas, hizo girar los brazos, se colocó en cuclillas para dar palmadas al suelo. Starblind cogió una pelota que le entregó el árbitro e inició los movimientos previos al primer lanzamiento de la noche. «¡Adam, Adam, Adam!», entonó Henry. Dio un paso a la izquierda, luego otro a la derecha, levantó las rodillas una tras otra, golpeó a Cero con el puño, saltó y aterrizó acuclillado.
Bola baja. Starblind pidió tiempo y le indicó que se acercara. Henry corrió hasta el montículo.
—¿Es que estamos en un baile? —preguntó Starblind—. Estoy intentando lanzar, ¿vale?
—Perdona perdona perdona —dijo Henry—. Perdona.
Starblind lo miró, escupió en la hierba y preguntó:
—¿Estás hiperventilando?
—No, qué va —contestó Henry—. Bueno, quizá un poco.
Pero cuando el segundo bateador del partido mandó un globo hacia la banda izquierda, Henry dio la espalda al cuadro y despegó, sin ver la pelota pero adivinando el lugar donde caería por la manera en que se había separado del bate. Nadie llegaría allí; todo dependía de él. Tendió el guante a la vez que aterrizaba de bruces en la hierba y levantaba los ojos justo a tiempo de ver caer la pelota en él. Hasta los hinchas del otro equipo lo vitorearon.
Colocar a Henry en la posición de parador en corto era como sacar un cuadro que había estado metido en un armario y colgarlo en el lugar ideal. Uno se olvidaba al instante del aspecto de la habitación antes de colocarlo. En la cuarta entrada, dirigía ya a los otros defensas indicándoles que se desplazaran a izquierda o derecha, corrigiendo sus errores tácticos. «El parador en corto es una fuente de serenidad en el centro de la defensa. Proyecta esta serenidad y sus compañeros de equipo responden». Los Arponeros sólo cometieron un error, todo un récord en ese viaje. La mayoría de sus pequeños y chirriantes fallos desaparecieron. Perdieron por una carrera, pero Cox sonreía después del partido.
Al día siguiente, el último en Florida, Henry salió como parador en corto titular y Tennant se vio desplazado a la tercera base. En lugar de sentir rencor o ira, pareció aliviado. Cuando Henry fue eliminado por strikes —como ocurría con excesiva frecuencia, ya que su bateo no estaba ni remotamente al mismo nivel que su defensa—, Tennant le dio un coscorrón en el casco y lo animó. Ganaron el partido y, si bien dos victorias y nueve derrotas en el viaje a Florida no eran un resultado extraordinario, empezaban a imbuirse de cierto optimismo.
Al final de su primer curso, Henry se quedó en Westish para entrenar con Schwartz. Cada mañana se reunían a las cinco y media. Cuando Henry consiguió subir y bajar todas las escaleras del estadio de fútbol sin parar, Schwartz le compró un chaleco lastrado. Cuando consiguió correr la milla en siete minutos cinco veces, Schwartz lo obligó a repetirlo sobre arena. Cuando lo consiguió en arena, Schwartz lo obligó a hacerlo en el lago con el agua hasta las rodillas. Balones medicinales, prácticas de bloqueo, yoga, bicicletas, cuerdas, ramas de árboles, cubos de basura de acero, pliometría: ningún utensilio ni ninguna idea era demasiado prosaico o exótico. A las siete y media, con el sol todavía bajo por encima del lago, Henry se duchaba y a continuación iba al comedor para lavar los platos del desayuno de los chicos que asistían a los cursos de verano. Tras su turno, se encaminaba hacia el campo de béisbol de Westish, donde Schwartz montaba la máquina lanzadora y la cámara de vídeo. Bateaba una bola tras otra hasta que apenas conseguía mover los brazos. Después iban al CDU a levantar pesas. A última hora de la tarde, jugaban con un equipo de verano en Appleton.
Henry nunca se había sentido tan feliz. El primer curso en la universidad había sido una aventura, un estado de euforia permanente, en conjunto un éxito, pero también una lucha incesante, agotadora, y un tumultuoso proceso de adaptación. Ahora estaba atrapado. Ese verano, la estructura de los días era siempre la misma: el despertador a la misma hora, las comidas y las sesiones de entrenamiento y los turnos de trabajo y el SuperBoost a las mismas horas, una y otra vez, y era esa uniformidad, esa repetición, lo que daba sentido a su vida. Saboreaba las pequeñas variaciones, las graduales mejoras, atún en la ensalada en lugar de pavo; dos repeticiones más en el levantamiento de pesas en banco. Todo lo que hacía tenía un objetivo. Mientras se preparaban físicamente, Schwartz recitaba frases de sus filósofos preferidos, Marco Aurelio y Epicteto —sus Aparicios personales—, y Henry tenía la sensación de que lo entendía. «Cada día es una guerra». Sí, sí que lo era. «La clave está en buscar sólo la compañía de personas que te levantan el ánimo, cuya presencia haga aflorar lo mejor de ti». Hecho: sólo había uno así. Estaba convirtiéndose en un jugador de béisbol.
Para cuando empezó el segundo curso, Henry había ganado cinco kilos. Aún era uno de los más menudos del equipo, pero el bate le producía una sensación distinta en las manos, le parecía más ligero y animado. Bateó con un promedio de .348 y lo nombraron parador en corto del equipo ideal de la Conferencia Atlética de las Universidades Menores del Alto Medio Oeste. En treinta y un partidos no cometió ni un solo error. Seguía siendo tímido en el aula y en el campus —nunca iba a bares y rara vez asistía a las fiestas, pues tenía mucho trabajo que hacer—, pero junto a sus compañeros de equipo se crecía. Adoraba a aquellos chicos, se sentía a gusto entre ellos, y ahora que era indiscutiblemente el mejor jugador del equipo, se convirtió en una especie de líder. No era estridente como Schwartz, pero todo el mundo atendía cuando él hablaba. Los Arponeros acabaron con un .500 por primera vez en una década.
Ese verano, impulsado por el éxito, trabajó con mayor ahínco todavía. En lugar de empezar a las cinco y media, se levantaba a las cinco. En lugar de cinco comidas al día, tomaba seis. Tenía la mente limpia y despejada. La pelota salía como una exhalación de su bate. Comenzaba a entender ciertas partes de El arte de la defensa de otra manera, desde dentro, como si ahora el gran Aparicio no fuese tanto un oráculo como un igual.
Además, acogió a un protegido, Izzy Avila, un jugador que Schwartz había reclutado en su antiguo barrio del sur de Chicago. Schwartz adoraba Westish, adoraba y a la vez detestaba su lugar de origen, y deseaba ayudar a otros a marcharse del barrio y asistir a la universidad. Izzy era el candidato perfecto, un deportista con talento y un estudiante aceptable que, a pesar de ello, necesitaba ayuda. Sus dos hermanos mayores también habían tenido talento para el deporte; ahora uno vivía con su madre y el otro cumplía condena. «Está un poco verde —dijo Schwartz—. Este año puede calentar banquillo, aprender alguna que otra cosa. El año que viene, cuando Ajay se licencie, podrá jugar en la segunda base. Y cuando tú te vayas, será el nuevo parador en corto».
Izzy temía y respetaba a Schwartz; pero veneraba a Henry. Cuando practicaban sus bolas rasantes diarias, intentaba imitar sus movimientos. Cuando Henry hablaba sobre las sutilezas de la colocación en el cuadro, Izzy, a diferencia de otros Arponeros, lo comprendía. Y lo que no comprendía lo estudiaba hasta comprenderlo. Practicaban pases intermedios, rundowns, toques de bola, fintas, pick-offs, doble plays. Henry le regaló un ejemplar de El arte de la defensa para su cumpleaños.
Sin embargo, Izzy no estaba preparado, ni mental ni físicamente, para las sesiones más duras de Henry. Éste entrenaba la velocidad con Starblind, el más rápido del equipo; la fuerza con Schwartz, el más fuerte. Cuando los otros dos se iban a casa, asistía a clases de yoga con Owen. Después entrenaba un poco más. Defendía bolas rasantes en su mente hasta que el sueño lo vencía. Se levantaba a las cinco y vuelta a empezar.
Al inicio de su tercera temporada allí, se había convertido en algo que el Westish College nunca había visto: una promesa. Hizo un home run en el segundo partido del viaje a Florida, otro en el cuarto partido y un tercero en el sexto. Para entonces, los ojeadores ya merodeaban por allí con sus gafas Ray-Ban, detrás de la valla backstop. También aparecieron los fans, aficionados locales que habían oído hablar del chico del guante mágico, a quien era obligado ver. Al final de la semana, el equipo contaba diez victorias y dos derrotas, Henry bateaba .519 y estaba a un solo partido de alcanzar el récord de Aparicio Rodríguez en la NCAA del mayor número de encuentros consecutivos sin errores. El vuelo de regreso a Wisconsin fue una larga celebración.