Eran casi las doce de la noche. Henry aplicó el oído a la puerta. Los ruidos procedentes del interior, tan sonoros que se percibían claramente por encima de la palpitación de la música, evocaban imágenes de sudor y jadeo. Él sabía qué estaba pasando allí dentro, aunque sólo fuera vagamente. Parecía doloroso, al menos para una de las partes implicadas.
—Aay… aay… aaay…
—Vamos, chico. Vamos…
—Uuuy…
—Así, chico. Así toda la noche.
—Aayggrrnnrjj…
—Ahora más despacio. Despacio, despacio, despacio. Sí, chico. Así.
—Uuuyrrrrggg…
—¡Qué grande! ¡Qué pasada, joder!
—Rrrruuaaarjrraaaaj…
—¡Dame! ¡Vamos! ¡Acaba!
—Raaa… raaa… ¡ARJ…
—¡Sísísísísísísísísí!
—… ARRRJNAAAAAAAAAH!
La puerta se abrió desde dentro. Henry, que estaba apoyado en ella, entró a trompicones y topó con el pecho sudoroso de Mike Schwartz.
—Skrimmer, llegas tarde. —Schwartz le dio la vuelta a la gorra roja de Henry, la de los Cardinals, para colocarle la visera hacia atrás—. Bienvenido a la sala de pesas.
Después de concluir la conversación telefónica con sus padres, Henry cogió la cazadora y salió a deambular por el campus a oscuras. Reinaba una quietud extraordinaria. Se sentó al pie del pedestal de la estatua de Melville y contempló el lago. Cuando llegó a su habitación, el contestador automático parpadeaba. Sus padres, seguramente: se lo habían pensado mejor y habían decidido que era hora de que volviera a casa.
«¡Skrimmer! La temporada de fútbol ya ha acabado. Ahora empieza la de béisbol. Ven a reunirte con nosotros en el CDU dentro de media hora. Encontrarás abierta la puerta lateral, al lado del contenedor. No te retrases».
Henry se puso un pantalón corto, cogió a Cero del estante del armario y echó a correr en la noche no demasiado fría hacia el CDU, el Centro Deportivo Universitario. Hacía tres meses que esperaba la llamada de Schwartz. A medio camino, ya sin aliento, aminoró el paso. A lo largo de esos tres meses, su esfuerzo físico más agotador había sido lavar platos en el comedor. Lamentaba que la universidad no le exigiese emplear más el cuerpo, recordar más a menudo que la vida se vivía en cuatro dimensiones. Quizá deberían enseñar a los alumnos a construir sus propios muebles para la habitación, o cultivar sus propios alimentos. Pero, en lugar de eso, todo el mundo se pasaba el tiempo hablando de la vida del espíritu, un concepto, como muchos de los que había conocido recientemente, que a él se le antojaba tan sugerente como inasequible.
—Skrimmer, te presento a Adam Starblind —dijo Schwartz—. Starblind, Skrimmer.
—Así que tú eres el chico del que Schwartz no para de hablar. —Starblind se secó la palma en el pantalón corto para estrecharle la mano—. El mesías del béisbol.
Era mucho más bajo que Schwartz, pero mucho más corpulento que Henry, como se vio cuando se quitó la reluciente chaqueta de chándal plateada. Dos pictogramas asiáticos adornaban su deltoides derecho. Henry, que no tenía deltoides, lanzó una nerviosa mirada a su alrededor. Amenazadoras máquinas permanecían agazapadas en la penumbra. Llevar allí a Cero había sido un grave error. Procuró mantenerlo oculto a la espalda.
Starblind arrojó a un lado la chaqueta.
—Adam —observó Schwartz—. Nunca he visto una espalda tan tersa en un hombre.
—Pues menos mal —repuso Starblind—. Acabo de hacérmela.
—¿Hacértela?
—Ya me entiendes. A la cera.
—No me jodas.
Starblind se encogió de hombros.
Schwartz se volvió hacia Henry.
—¿Te lo puedes creer, Skrimmer? —Llevándose su manaza a la cabeza, se frotó el cuero cabelludo casi rapado, donde se advertían ya unas entradas muy pronunciadas—. Yo que me las veo y me las deseo para conservar el pelo, y resulta que Starblind despilfarra el dinero de su abultada cuenta bancaria.
Starblind, con tono burlón, se dirigió también a Henry.
—Conservar el pelo, dice. No he conocido a hombre más peludo que él. Schwartzy, si Madison echara una ojeada a esa espalda tuya, cerraría el chiringuito.
—¿El que te depila la espalda se llama Madison?
—Trabaja bien.
—No sé qué pensar, Skrim. —Schwartz negó con su gran cabeza con expresión de pesar—. ¿Te acuerdas de cuando era fácil ser hombre? Ahora se supone que todos tenemos que ser como el Capitán Abercrombie, aquí presente: tableta de chocolate en el abdomen, tres por ciento de grasa corporal, toda esa mierda. Yo personalmente siento nostalgia de otros tiempos más sencillos —se dio unas palmadas en la cintura gruesa y robusta—, aquellos en que una espalda peluda realmente significaba algo.
—¿Una profunda soledad? —sugirió Starblind.
—Calor. Supervivencia. Ventaja evolutiva. En aquellos tiempos, la mujer y los hijos de un hombre se refugiaban en el vello de su espalda y esperaban a que pasara el invierno. Las ninfas le hacían trenzas y lo ensalzaban con sus cantos. Dios, en sus arrebatos de cólera, dirigía su ira contra las tribus lampiñas. Ahora todo eso se ha olvidado. Pero os diré una cosa: cuando llegue la próxima glaciación, los Schwartz ocuparán una posición privilegiada. Muy privilegiada.
—Muy propio de Schwartz. —Starblind bostezó y se inspeccionó la vena lateral del bíceps izquierdo en uno de los muchos espejos de la sala—. Vivir de glaciación en glaciación.
Schwartz tendió su manaza. Henry comprendió que estaba pidiéndole el guante. Desde hacía siete u ocho años, quizá más, nadie había tocado a su Cero. Ni siquiera recordaba quién lo había hecho por última vez. Con una muda plegaria, depositó el guante en la palma de su corpulento compañero.
Schwartz lo lanzó hacia un rincón por encima del hombro.
—Túmbate en ese banco —ordenó.
Henry se tendió. Schwartz y Starblind, con la premura de los mecánicos de un equipo de boxes, retiraron de la barra los pesados discos del tamaño de ruedas que Starblind había estado levantando y los sustituyeron por otros del tamaño de platos de café.
—¿Nunca has levantado pesas? —preguntó Schwartz.
Henry negó con la cabeza.
—Estupendo. Así no tendrás ninguno de los malos hábitos de Starblind. Pulgares por debajo, codos pegados al cuerpo, columna relajada. ¿Listo? Adelante.
Media hora más tarde Henry vomitó por primera vez desde la infancia: un chorro de puré de pavo sobre el suelo revestido de goma.
—¡Buen chico! —Schwartz sacó un llavero del bolsillo—. Vosotros seguid trabajando.
Volvió arrastrando un cubo amarillo con ruedas lleno de agua jabonosa y una fregona. Silbando, limpió el vómito.
A cada nuevo ejercicio, Schwartz hacía unas cuantas demostraciones de cómo se realizaba correctamente; después, profiriendo insultos e instrucciones, observaba a Henry y Starblind ejecutar sus series.
—El entrenador Cox no me permite levantar pesas antes de la temporada de béisbol —explicó—. Eso me saca de quicio. Pero la verdad es que si me desarrollo demasiado de aquí —se dio una palmada en el hombro—, no puedo lanzar.
La sesión acabó con la serie del rompecráneos.
—Vamos, Skrim —gruñó Schwartz cuando a Henry ya empezaban a temblarle los brazos—. Haz un poco de ruido, maldita sea.
—Hum —dijo Henry—. Grr.
—¿A eso lo llamas ruido?
—Brazos grandes —lo animó Starblind—. Hazte grande.
A Henry se le separaron los codos, y la barra curvada se precipitó hacia un punto entre sus ojos. Schwartz la dejó caer. A Henry el golpe sordo contra la frente casi le resultó agradable. Percibió en la lengua un sabor fresco de limaduras de hierro, sintió la palpitación del inminente hematoma.
—Rompecráneos —dijo Starblind con tono de aprobación.
Schwartz le arrojó el guante a Henry.
—Has trabajado bien esta noche —dictaminó—. Adam, dile a Skrimmer qué se ha ganado.
Starblind sacó un enorme bote de plástico de un rincón en penumbra.
—«SuperBoost nueve mil» —recitó con la voz de barítono de un presentador de concurso televisivo—. «El método de eficacia demostrada para liberar el potencial de tu cuerpo».
—Tres veces al día —decretó Schwartz—. Con leche. Es un suplemento, lo que quiere decir que suplementa tu dieta habitual. No te saltes ninguna comida.
Al día siguiente, a lo largo de su turno de lavaplatos y las clases de la mañana, Henry sintió que las agujetas iban en aumento. Cuando regresó a la habitación, con un vaso de leche en cada mano, Owen, sentado a su mesa y vestido de blanco, sacaba ramitas rotas de una bolsa de plástico.
—¿Y eso qué es? —preguntó Owen señalando el bote, que Henry había dejado encima de la nevera.
—SuperBoost nueve mil.
—Parece salido de un taller mecánico para coches trucados. Ponlo en el armario, ¿quieres? Detrás de las toallas para invitados.
—Como quieras —contestó Henry. A Owen no le faltaba razón: el bote de plástico negro no armonizaba precisamente con la decoración. Las letras del rótulo, formadas por rayos e inclinadas al frente, dejaban un reguero de fuego y envolvían una foto estilizada del brazo más grotescamente musculoso que Henry había visto en la vida—. Pero primero tengo que probarlo.
Owen lamió el borde de un pequeño papel.
—¿Cómo vas a probarlo?
—Mezclando una cucharada bien colmada de SuperBoost con un cuarto de litro de agua o leche.
—¿Vas a comértelo?
Henry desenroscó la tapa y arrancó el brillante cierre hermético de aluminio. Dentro, semienterrado en un polvo blancuzco como un juguete abandonado en la playa, había un medidor de plástico transparente. Vertió los dos vasos de leche en su tazón conmemorativo de Aparicio Rodríguez, con capacidad para un litro, que Sophie le había comprado en eBay por Navidad, y añadió dos cucharadas colmadas de SuperBoost.
El polvo, en lugar de hundirse y disolverse, quedó flotando en la leche, formando una pila obstinada. Henry sacó un tenedor del cajón de su escritorio y empezó a revolver, pero el polvo se adhirió a las púas. Batió cada vez más deprisa. El tenedor tintineaba en la taza.
—Tal vez podrías hacer eso en otro sitio —propuso Owen—. O no hacerlo.
Henry dejó de remover y se llevó la taza a los labios, decidido a beberse el contenido de un trago, pero la mezcla fangosa parecía aumentar de volumen en su estómago. Cuando dejó el tazón, seguía casi lleno.
—¿Ves liberarse el potencial de mi cuerpo?
Owen se puso las gafas.
—Estás poniéndote un poco verde —observó—. Quizá ése sea el paso intermedio.
Al cabo de dos meses, cuando empezaron las pruebas, Henry no se veía mucho más corpulento en el espejo, pero al menos ya no vomitaba, y las pesas que levantaba eran algo menos pequeñas. Llegó al vestuario una hora antes. Ya estaban allí dos de sus posibles compañeros de equipo en el futuro. Schwartz, sin camisa, se hallaba sentado ante su taquilla, encorvado sobre un grueso libro de texto. En el rincón, alisando un pantalón colgado de una percha, vio a…
—¡Owen! —exclamó Henry, asombrado—. ¿Qué haces aquí?
Owen lo miró como si fuese tonto.
—Las pruebas de béisbol empiezan hoy.
—Lo sé, pero…
El entrenador Cox apareció en el vano de la puerta. Era de la misma estatura que Henry, pero de pecho más robusto, y una mandíbula fuerte y angulosa con la que en ese momento trituraba goma de mascar. Vestía pantalón corto de deporte y una chaqueta de chándal con el emblema del equipo de béisbol de Westish.
—Schwartz —dijo con aspereza a la vez que se acariciaba el bigote negro bien recortado—. ¿Cómo van esas rodillas?
—No del todo mal, entrenador. —Schwartz se levantó para saludar a Cox con una combinación de apretón de manos y abrazo—. Quiero que conozca a Henry Skrimshander.
—Skrimshander. —Cox asintió al tiempo que le estrujaba dolorosamente la mano—. Según me ha contado Schwartz, piensas hacer sudar tinta a Tennant.
Lev Tennant, un estudiante de último curso, era el parador en corto titular y cocapitán del equipo. Schwartz le repetía una y otra vez a Henry que podía quitarle el puesto; se había convertido en una especie de mantra en sus sesiones físicas de cada noche. «¡Tennant!», vociferaba Schwartz inclinado sobre Henry, goteando sudor en la boca abierta de éste mientras forcejeaba con la barra en la serie de rompecráneos. «¡Quítale el puesto!». Henry no entendía cómo Schwartz podía sudar tanto cuando ni siquiera estaba levantando pesas, y desde luego no entendía cómo iba a quitarle el puesto a Tennant. Había visto la fluidez de tiburón con que Tennant se movía por el campus, devorando las sonrisas de las chicas.
—Me esforzaré al máximo, señor —dijo.
—Eso espero. —Cox se volvió hacia Owen—. Ron Cox.
—Owen Dunne —se presentó Owen—. Defensa derecho. Confío en que no se oponga a tener a un gay en el equipo.
—Sólo me opongo a que Schwartz juegue al fútbol —contestó Cox—. Es perjudicial para sus rodillas.
Las pruebas se desarrollarían en el CDU, pero antes Cox ordenó al grupo allí reunido que saliera al frío.
—Un poquito de carretera —anunció—. Hasta el faro y vuelta.
Henry intentó evaluar los cuerpos de los otros mientras desfilaban hacia el exterior, pero ninguno paraba de moverse, y además no sabía cuántos de ellos llegarían a formar parte del equipo. Corrió más rápido que nunca en su vida y completó los siete kilómetros en el grupo de cabeza, junto con Schwartz, sorprendentemente veloz, y sólo por detrás de Starblind, que les había sacado ventaja en los primeros cien metros y se había perdido de vista. El segundo grupo incluía a la mayoría de los jugadores ya asentados en el equipo, entre ellos Tennant y Tom Meccini, los capitanes. El compañero de habitación de Schwartz, Demetrius Arsch, que pesaba al menos ciento veinte kilos y fumaba medio paquete de tabaco al día entre el final de la temporada de fútbol y el principio de la de béisbol, cerraba la marcha. O al menos todos lo pensaban hasta que apareció Owen a lo lejos.
—¡Dunne! —bramó Cox.
—¡Entrenador Cox!
—¿Dónde demonios te habías metido?
—Un poquito de carretera —le recordó Owen—. Hasta el faro y vuelta.
—¿Estás diciéndome —preguntó Cox, plantando una mano entre los omóplatos de Arsch, que estaba inclinado y respiraba agitadamente— que no eres capaz de superar en una carrera a Carne, aquí presente?
Owen se agachó hasta quedar cara a cara con Arsch, la de éste húmeda y ostensiblemente morada, la suya serena y seca.
—Seguro que ahora sí podría ganarle —dijo—. Se lo ve cansado.
Pero cuando empezaron las prácticas de bateo, Owen devolvió un tiro recto tras otro sin desviarse ni una sola vez de la línea central de la jaula. Sal Phlox, que introducía las pelotas en la anticuada máquina, tenía que agacharse una y otra vez detrás de la pantalla protectora.
—Sal de ahí, Dunne —gruñó Cox—, antes de que le hagas daño a alguien.
Henry nunca había recibido bolas rasantes en césped artificial; era como vivir dentro de un videojuego. La bola nunca daba en una piedra ni en el reborde donde terminaba la hierba, pero las fibras sintéticas a veces producían un efecto retorcido. En los cuatro días que duraron las pruebas no se le escapó ni una sola bola. Cuando se dio a conocer la lista de jugadores seleccionados, cuatro estudiantes de primer curso habían sido incorporados al equipo: Adam Starblind, Rick O’Shea, Owen Dunne y Henry Skrimshander.