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Ese día de Acción de Gracias era el primero que celebraba lejos de casa. Lo pasó en el comedor, trabajando en su nuevo empleo de lavaplatos. El cocinero Spirodocus, al frente de los Servicios de Comedor, era un jefe severo, siempre de un lado a otro para inspeccionar el trabajo de los demás, pero a Henry le pagaban más de lo que había ganado en su vida en el Piggly Wiggly de Lankton. Hacía los turnos del almuerzo y la cena, y después Spirodocus le daba una pechuga de pavo fileteada para que se la llevara a la habitación y la metiese en la mininevera de Owen.

A Henry lo embargó una súbita alegría nostálgica al oír las voces de sus padres por teléfono esa noche, su madre en la cocina, su padre tendido de espaldas en la sala de estar, con el televisor sin sonido, el cenicero al lado, realizando sin gran convicción los estiramientos que le habían recomendado para la espalda. Henry imaginaba a su padre haciendo girar lentamente las rodillas flexionadas a un lado y otro, con las perneras caídas y las pantorrillas a la vista. Llevaba unos calcetines blancos. Imaginar la blancura de esos calcetines —la terrible nitidez con que era capaz de imaginarla— le arrancó una lágrima.

—Henry. —Contrariamente a lo que él preveía, la voz de su madre no expresaba la alegría propia del día de Acción de Gracias, sino que reflejaba inquietud, un mal augurio, algo raro—. Tu hermana nos ha dicho que Owen…

Henry se enjugó la lágrima. Tendría que haber supuesto que Sophie se iría de la lengua. Sophie siempre se iba de la lengua. Era tan aficionada a provocar a la gente, sobre todo a sus padres, como Henry a apaciguarla.

—… es gay.

Su madre dejó que la palabra flotara en el aire. Su padre estornudó. Henry esperó.

—A tu padre y a mí nos gustaría saber por qué no nos lo has dicho.

—Owen es un buen compañero de habitación —contestó Henry—. Es buena persona.

—No digo que los gays no sean buenas personas. Lo que pregunto es si ése es el mejor entorno para ti, cielo. Me explico: ¡compartís una habitación! ¡Compartís un cuarto de baño! ¿No te resulta incómodo?

—Espero que sí —intervino su padre.

A Henry se le cayó el alma a los pies. ¿Lo obligarían a volver a casa? Él no quería volver a casa. Su absoluto fracaso hasta la fecha —para entablar amistades, para sacar buenas notas, o incluso para encontrar a Mike Schwartz— lo inducía a aborrecer aún más la idea de volver a casa que si estuviera —como parecía estarlo todo el mundo allí— pasándoselo como nunca en la vida.

—¿Acaso te pondrían en una habitación con una chica? ¿A tu edad? Jamás. Jamás en la vida. ¿Por qué han hecho esto, pues? No lo entiendo.

Si había un fallo en la lógica de su madre, Henry no lo encontró. ¿Lo obligarían sus padres a cambiar de habitación? No sólo sería vergonzoso, sino un horror ir al departamento de asignación de habitaciones y pedir un cambio: sabrían de inmediato por qué lo pedía, ya que Owen era el mejor compañero de habitación posible, ordenado y amable, y casi siempre ausente. Sólo desearía librarse de Owen alguien que despreciara a los gays. Aquello era una universidad de verdad, un lugar ilustrado: allí uno podía tener problemas por despreciar a alguien, o eso sospechaba Henry. Y él no quería tener problemas, ni cambiar de compañero de habitación.

Su madre se aclaró la garganta, preparándose para otra revelación.

—Nos hemos enterado de que te ha comprado ropa.

Dos semanas antes, un sábado por la mañana, Henry estaba jugando al Tetris cuando entraron Owen y Jason, Owen tan tranquilo y alegre como siempre, Jason soñoliento y con un café en un enorme vaso de plástico. Henry cerró la ventana del Tetris y abrió la página web de la asignatura de física.

—Hola, tíos —saludó—. ¿Qué hay?

—Nos vamos de compras —respondió Owen.

—Ah, estupendo, que os divirtáis.

—Ese «nos» te incluye a ti. Cálzate, anda.

—Eh… esto… da igual —respondió Henry—. No soy muy aficionado a ir de compras.

—Pero tampoco eres un genio de las lítotes —comentó Jason. «Lítotes». Henry repitió la palabra para sus adentros con la idea de memorizarla y buscarla después en el diccionario—. Cuando volvamos, pienso quemarte esos vaqueros.

—¿Qué les pasa a estos vaqueros?

Henry se miró las piernas. No se trataba de una pregunta retórica: era evidente que a sus vaqueros les pasaba algo. Él ya se había dado cuenta cuando llegó a Westish, igual que se había dado cuenta de que les pasaba algo a sus zapatillas, a su pelo, a su mochila y a todo lo demás, pero no sabía qué exactamente. Mientras que los esquimales tenían un centenar de palabras para «nieve», él sólo conocía una para «vaqueros».

Fueron en el coche de Jason a unas galerías comerciales de Door County. Henry entró en los probadores y salió para someterse al examen de los otros dos, una y otra vez.

—Perfecto —dijo Owen—. Por fin.

—¿Éstos? —Henry se tiró de los bolsillos y de la entrepierna—. Creo que me quedan un poco justos.

—Ya cederán —dijo Jason—. Y si no, tanto mejor.

Para cuando acabaron, Owen había dicho «Perfecto, por fin» ante dos vaqueros, dos camisas y un par de jerséis. Una pila modesta, pero Henry sumó los precios de las etiquetas mentalmente y el total era más de lo que tenía en el banco.

—¿De verdad necesito dos? —preguntó—. Uno ya está bien para empezar.

—Dos —insistió Jason.

—Hum. —Henry miró la ropa con el entrecejo fruncido—. Hum…

—¡Ah! —Owen se dio una palmada en la frente—. ¿No te lo he dicho? Tengo una tarjeta de regalo para este establecimiento. Y debo usarla de inmediato. Si no, caducará. —Tendió la mano hacia la ropa que Henry sostenía—. Dame.

—Pero es tuya —protestó Henry—. Deberías gastarla en algo para ti.

—Eso ni hablar —dijo Owen—. Yo nunca compraría aquí. —Le arrebató la pila de prendas a Henry y miró a Jason—. Esperadme fuera.

De modo que ahora Henry tenía dos vaqueros que, si bien habían cedido un poco, seguían quedándole demasiado ceñidos. Sentado solo en el comedor, mirando pasar a sus compañeros de clase, había observado que se parecían a los vaqueros de los demás. «Estoy progresando», pensó.

—¿Es verdad? —preguntó su padre ahora—. ¿Ese tío está comprándote ropa?

—Hum… —Henry buscó una respuesta que no fuera falsa—. Fuimos a unas galerías comerciales.

—¿Por qué te compra ropa? —Su madre volvió a levantar la voz.

—Dudo que le compre ropa a Mike Schwartz —añadió el padre de Henry—. Lo dudo mucho.

—Quiere que me integre.

—La pregunta debería ser: ¿que te integres en qué? Cielo, sólo porque la gente tenga más dinero que tú no significa que debas acomodarte a sus ideas sobre la «integración». Has de ser tú mismo. ¿Queda claro?

—Supongo.

—Bien. Quiero que le des las gracias a Owen y que le digas que no puedes aceptar sus regalos. No eres pobre y no necesitas aceptar la caridad de desconocidos.

—No es un desconocido. Y ya la he usado. No puede devolverla.

—Entonces que la use él.

—Es más alto que yo.

—Pues que la done a alguien necesitado. No quiero seguir hablando de esto. ¿Queda claro?

Él tampoco quería seguir hablando de eso. De pronto tomó conciencia —hasta entonces estaba espeso, lento— de que sus padres se hallaban a ochocientos kilómetros de allí. Podían obligarlo a volver a casa, podían negarse a pagar la parte de sus estudios que habían accedido a pagar, pero no podían ver sus vaqueros.

—Queda claro —contestó.