Henry Skrimshander hacía cola bajo un flameante entoldado a rayas azul marino y crudo, en espera de que le asignaran habitación. Era la última semana de agosto, sólo tres después de haber conocido a Mike Schwartz en Peoría. Había pasado la noche entera viajando en autocar desde Lankton, y las correas de sus petates de lona formaban un aspa sudorosa en su pecho. Una mujer risueña, que vestía una camiseta azul marino con la imagen de un hombre barbudo, le pidió que deletreara su nombre. Con el corazón acelerado, Henry obedeció. Mike Schwartz le había asegurado que todo estaba bajo control, pero los instantes que aquella mujer risueña tardaba en hojear sus listados representaban una confirmación de lo que Henry, en el fondo, había sabido desde el principio: aquél no era lugar para él. Y ahora resultaba más evidente, en presencia del cuidado césped verde y los edificios de piedra gris que lo rodeaban, el sol recién salido por encima del lago brumoso y la fachada de cristal reflectante de la biblioteca, la grácil chica con una camiseta sin mangas que, detrás de él, tecleaba en su iPhone mientras dejaba escapar suspiros de un aburrimiento tan sofisticado que Henry era incapaz de imaginar nada concreto acerca de su vida: él no pertenecía a aquel lugar.
Había nacido diecisiete años y medio antes en Lankton, Dakota del Sur, una localidad de cuarenta y tres mil habitantes rodeada de mares de maíz. Su padre era empleado en una metalistería; su madre trabajaba a tiempo parcial como técnica de radiología en el All Saints. Su hermana menor, Sophie, cursaba su segundo año en el instituto de Lankton.
Cuando Henry cumplió nueve años, su padre lo llevó a la tienda de deportes y le dijo que escogiese lo que quisiera. Al chico la elección no le planteó la menor duda —en la tienda sólo había un guante con el nombre de Aparicio Rodríguez escrito en la palma—, pero, sin darse prisa, se probó todos los guantes, asombrado por el simple hecho de poder elegir. En aquel momento el guante le pareció enorme; ahora era poco mayor que su mano izquierda y se le ajustaba perfectamente. Le gustaba así: eso le permitía sentir la pelota.
Cuando volvía a casa tras los partidos de la liga infantil, su madre le preguntaba cuántos errores había cometido. «¡Cero!», respondía exultante, golpeando la palma de su adorado guante con el puño. Aún ahora su madre llamaba Cero al guante —«¡Henry, guarda a Cero, por favor!»—, y él hacía una mueca cuando la oía, abochornado. Pero para sus adentros nunca concebía ese guante con otro nombre. Ni permitía que nadie lo tocara. Si resultaba que Henry estaba en una base al terminar una entrada, sus compañeros de equipo sabían que no debían llevarle la gorra y el guante al diamante. «El guante no es un objeto en el sentido habitual —decía Aparicio en El arte de la defensa—. Que el jugador de cuadro se separe de él, aunque sea sólo de pensamiento, está en la raíz misma del error».
Henry jugaba de parador en corto, única y exclusivamente de parador en corto, la posición más exigente en el diamante. Al parador en corto le llegaban más bolas rasantes que a ningún otro jugador, y luego tenía que hacer el lanzamiento hacia la primera base, el más largo. También tenía que crear dobles jugadas, cubrir la segunda base cuando se robaba la bola, impedir que los corredores situados en segunda se adelantaran al lanzamiento para reducir la distancia entre su base y la tercera, y pasar la bola a los infílders intermedios para que completaran la jugada. Todos los entrenadores que había tenido Henry en las ligas infantiles le habían señalado la derecha del campo, o la segunda base, nada más verlo. O a veces ni siquiera señalaban hacia ningún lado, sino que se limitaban a responder con un gesto de resignación ante su destino, que les había endosado aquel renacuajo penoso, un calientabanquillos nato.
Si bien Henry no era audaz en ningún otro aspecto de su vida, en ése sí lo era: indiferente a lo que dijese el entrenador, o a lo que expresaran sus cejas, él se encaminaba al trote hacia la posición de parador en corto, plantaba el puño en la palma de Cero y esperaba. Si el entrenador le exigía a gritos que fuera a la segunda base, o al campo derecho, o a casa con su mamá, él permanecía allí, parpadeando y mudo, golpeando el guante con el puño. Al final, alguien le lanzaba una bola rasante y él demostraba lo que sabía hacer.
Lo que sabía hacer era defender. Se había pasado la vida estudiando cómo salía la pelota tras el impacto con el bate, los posibles ángulos y efectos, y por ello sabía con antelación si debía echar a correr hacia la derecha o la izquierda, si la bola que se acercaba a él, en el rebote, saldría alta o casi a ras de suelo. Atrapaba la pelota limpiamente, siempre, y la devolvía con un lanzamiento perfecto, siempre.
A veces, el entrenador insistía en colocarlo de todos modos en la segunda base, o lo dejaba en el banquillo, tan escuálido y lamentable era su aspecto. Pero después de varios entrenamientos y partidos —dos o doce o veinte, según la testarudez del entrenador—, acababa en el lugar que le correspondía, la posición de parador en corto, y desaparecía su humor sombrío.
Cuando llegó al instituto, todo siguió más o menos igual. El entrenador Hinterberg le contó más tarde que durante las pruebas iniciales su intención había sido, justo hasta el último cuarto de hora, excluirlo. De pronto, con el rabillo del ojo vio a Henry abalanzarse para atrapar una bola recta fulminante y, aún tumbado en el suelo boca abajo, lanzarla por detrás de la cabeza a las manos del pasmado segunda base: doble jugada. Ese año, el segundo equipo del instituto llevó un jugador de más, y ese jugador lucía una flamante camiseta de talla XS.
En su tercer año de instituto era el parador en corto titular del primer equipo. Después de cada partido, su madre le preguntaba cuántos errores había cometido, y la respuesta era siempre «Cero». Ese verano jugó en un equipo patrocinado por la delegación local de la Legión Americana. Se organizó el horario de trabajo en el supermercado Piggly Wiggly para poder viajar los fines de semana a donde fuera que se celebraran los torneos. Por una vez no tenía que demostrarle nada a nadie. Sus compañeros de equipo y el entrenador Hinterberg sabían que, incluso si no anotaba home runs —de hecho, jamás había anotado uno—, los ayudaría a ganar igualmente.
Sin embargo, mediada la temporada de su cuarto año, se adueñó de él cierta tristeza. Jugaba mejor que nunca, pero con cada entrada que dejaba atrás se acercaba un poco más al final. No albergaba la menor esperanza de jugar en la universidad. Los entrenadores universitarios eran como las chicas: se les iba la mirada detrás de los tipos más corpulentos y robustos, al margen de su verdadera valía. Ahí estaba, por ejemplo, Andy Tsade, el primera base en el equipo de verano de Henry, que iría a la Universidad Estatal de Saint Paul con una beca integral. Andy tenía un brazo nada excepcional y un juego de pies torpe, y en cada jugada miraba a Henry para recibir indicaciones suyas. No había leído El arte de la defensa. Pero era grande y zurdo, y cuando empuñaba el bate enviaba cada tanto una pelota más allá de la valla. Un día lo hizo en presencia del entrenador de Saint Paul, y ahora jugaría al béisbol otros cuatro años.
El padre de Henry quería que trabajara en la metalistería: dos empleados se jubilaban al acabar el año. Henry decía que quizá fuera a la academia de administración de Lankton un par de años para estudiar contabilidad y gestión. Algunos de sus compañeros de clase irían a la universidad para realizar sus sueños; otros no tenían sueños, así que conseguirían un empleo y beberían cerveza. Él no se identificaba con unos ni con otros. Su deseo siempre había sido jugar al béisbol.
El torneo de Peoría fue el último del verano. Henry y sus compañeros perdieron en la semifinal ante un equipo de Chicago formado por magníficos pegadores. Después, volvió a colocarse en la posición de parador en corto para recibir cincuenta tiros rasantes de práctica, tal como hacía siempre. Ya no tenía motivos para practicar, ninguna razón para esforzarse en mejorar, pero eso no implicaba que no quisiera hacerlo. Mientras el entrenador Hinterberg intentaba enviar la bola fuera de su alcance, Henry se imaginó la misma situación de siempre: jugaba de parador en corto para los Cardinals de Saint Louis en el séptimo partido de la Serie Mundial, contra los Yankees en el Yankee Stadium, con una carrera de ventaja, dos eliminados y corredores en todas las bases. Le bastaba una última jugada para ganar el encuentro.
Mientras guardaba a Cero en la bolsa, una mano lo agarró por el hombro y lo obligó a darse la vuelta. Se encontró cara a cara —o mejor dicho «cara a cuello», porque el otro era más alto y calzaba zapatillas de tacos— ante el receptor del equipo de Chicago. Henry lo reconoció al instante: era el mismo que en el partido le había chivado por dónde le llegaría la pelota en el último lanzamiento y después lo había insultado. También había conseguido un home run gracias a un batazo con el que había superado por más de diez metros la valla en la zona central del campo. En ese momento fijaba sus grandes ojos ámbar en Henry con feroz intensidad.
—Me alegro de haberte encontrado. —El receptor retiró su enorme mano sudada del hombro de Henry y se la tendió—. Mike Schwartz.
Mike Schwartz tenía el cabello revuelto y apelmazado. Churretes de sudor y tierra le surcaban la cara. La grasa negra de debajo de los ojos se le había corrido y le resbalaba por el pómulo entre una barba de varios días.
—Te he visto practicar con bolas rasantes —continuó—. Me han impresionado dos cosas. Primero, que estuvieras ahí en el campo dejándote la piel con este calor. Dios mío, yo casi ni puedo dar un paso. Para eso hace falta verdadera dedicación.
Henry se encogió de hombros.
—Es lo que hago siempre al final de un partido.
—Lo segundo es que como parador en corto eres realmente bueno. Tienes un primer paso excelente, una gran intuición. No me explico cómo llegas a la mitad de esas bolas. ¿Dónde juegas el año que viene?
—¿Que dónde juego?
—En qué universidad. ¿Con qué universidad vas a jugar al béisbol?
—Ah. —Henry guardó silencio, avergonzado tanto por no haber entendido la pregunta como por la respuesta que tendría que dar—. No voy a jugar.
Sin embargo, eso pareció complacer a Mike Schwartz, que asintió con la cabeza, se rascó la mandíbula oscurecida por la incipiente barba y sonrió.
—Eso es lo que tú crees.
Schwartz le explicó que los Arponeros de Westish jugaban de pena desde tiempo inmemorial, pero que con su ayuda iban a revertir la situación. Habló del sacrificio, la pasión, el deseo, la atención al detalle, la necesidad de luchar como un campeón a diario. A Henry esas palabras le parecieron hermosas; era como leer a Aparicio pero mejor, porque a Schwartz lo tenía delante. En el camino de vuelta a Lankton, apretujado en el asiento abatible del Dodge Ram del entrenador Hinterberg, lo embargó cierta desolación, pues daba por supuesto que no volvería a saber nada de aquel grandullón. Pero cuando llegó a casa ya lo esperaba una nota en la mesa de la cocina, escrita con la aniñada letra de Sophie: «¡Llama a Mike Shorts!».
Al cabo de tres días, después de tres largas conversaciones con Schwartz, mantenidas en secreto mientras sus padres estaban en el trabajo, Henry empezó a tener fe.
—Las cosas van despacio —explicó Schwartz—. En secretaría están todos de vacaciones. Van despacio pero van. Esta mañana he recibido una copia de tu expediente académico. Una excelente nota en física, por cierto.
—¿Mi expediente académico? —preguntó Henry, atónito—. ¿Y cómo te las has apañado?
—Pues telefoneé al instituto.
Henry no salía de su asombro. Quizá fuera evidente: si uno quiere un expediente académico, telefonea al instituto. Pero nunca había conocido a una persona como Schwartz, una persona que, cuando quería algo, daba los pasos necesarios para conseguirlo. Esa noche, en la cena, se aclaró la garganta y les habló a sus padres del Westish College.
Su madre se mostró complacida y dijo:
—Y ese señor Schwartz… ¿es el entrenador de béisbol de esa universidad?
—Hum… no exactamente. Es más bien un jugador del equipo.
—Ah, bueno. Hum. —Su madre intentó seguir mostrándose complacida—. ¿Y nunca lo habías visto antes de este domingo? ¿Y ahora todo esto? He de decir que me parece un poco raro.
—A mí no. —Su padre se sonó la nariz con la servilleta, dejando la habitual mancha de moco ennegrecido por el polvo de acero—. Seguro que el Westish College necesita dinero. Son capaces de meter a un centenar de incautos en su equipo de béisbol, siempre y cuando paguen la matrícula.
Ésa era la lúgubre sospecha que Henry se había esforzado por reprimir: que aquello era demasiado bueno para ser verdad. Tomó un sorbo de leche para calmarse.
—Y si es así, ¿qué interés iba a tener Schwartz? —preguntó.
Jim Skrimshander gruñó.
—¿Qué interés tiene cualquiera en algo?
—El amor —intervino Sophie—. Schwartz ama a Henry. Se pasan todo el día hablando por teléfono, como tortolitos.
—No andas muy equivocada, Soph. —Su padre apartó la silla y llevó el plato al fregadero—. Es el dinero. Seguro que Mike Schwartz se lleva tajada. A mil pavos el incauto.
Más tarde, esa misma noche, Henry le transmitió a Schwartz la esencia de aquella conversación.
—Bah —dijo Schwartz—. No te preocupes. Ya entrará en razón.
—Tú no conoces a mi padre.
—Entrará en razón.
Henry no supo nada de Schwartz durante todo el fin de semana y empezó a sentirse apesadumbrado, y como un estúpido por haberse hecho ilusiones. Pero el lunes por la noche, su padre llegó a casa y metió en la nevera la bolsa con el almuerzo intacto.
—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó su mujer.
—He comido fuera.
—¡Qué bien! —exclamó ella.
Henry había visitado a su padre a la hora del almuerzo muchas veces a lo largo de los años y, lloviera o tronase, los hombres siempre se sentaban fuera, en los bancos que daban a la calle, de espaldas al taller, a comer sus bocadillos.
—¿Con los demás?
—Con Mike Schwartz.
Henry miró a Sophie: a veces, cuando él enmudecía, su hermana hablaba en su lugar. Esta vez ella tenía los ojos tan desorbitados como él.
—¡Vaya, vaya! ¡Cuéntanos! —dijo.
—Se ha pasado por el taller a la hora de comer. Me ha llevado al Murdock’s.
Quizá «anonadado» no sea una palabra lo bastante contundente o extraña para describir cómo se sintió Henry. Schwartz vivía en Chicago, a ochocientos kilómetros de allí, ¿y se había presentado en el taller? ¿Para llevar al padre de Henry al Murdock’s? ¿Y luego había vuelto en coche, sin siquiera decirle nada a Henry y menos aún pasarse a saludar?
—Es un joven muy serio —añadió su padre.
—¿Serio en el sentido de que Henry puede ir a Westish, o serio en el sentido de que Henry no puede ir a Westish?
—Henry puede hacer lo que quiera. Nadie le impedirá ir a Westish ni a ningún otro sitio. Lo único que me preocupa…
—¡Yuju! —Sophie alargó el brazo por encima de la mesa y chocó los cinco con su hermano—. ¡La universidad!
—… es que entienda bien en qué se mete. Westish no es una universidad cualquiera. El nivel académico es alto, y el equipo de béisbol es un compromiso a jornada completa. Si Henry quiere triunfar allí…
Y su padre, que rara vez encadenaba cuatro palabras seguidas, y menos un lunes por la noche, siguió hablando el resto de la cena sobre el sacrificio, la pasión, el deseo, la atención al detalle, la necesidad de luchar como un campeón a diario. Se expresaba exactamente igual que Mike Schwartz, pero no parecía darse cuenta. De hecho también hablaba de una manera muy propia de él mismo, sólo que empleando muchas más palabras y, pensó Henry, con una actitud más generosa que de costumbre respecto al talento de su hijo. Cuando se levantó para llevar el plato al fregadero, le dio una palmada a Henry en el hombro y esbozó una ancha sonrisa.
—Estoy orgulloso de ti, muchacho. Ésta es una gran oportunidad. Aprovéchala.
«Es un milagro —pensó Henry—. Mike Schwartz obra milagros». A partir de ese día, siguió hablando con Schwartz por teléfono todas las noches, haciendo planes, ocupándose de los detalles, pero ahora abiertamente, en la sala de estar, mientras su padre rondaba por allí, con el televisor en silencio, el cigarrillo encendido, escuchando y haciendo comentarios en voz alta. A veces Schwartz le pedía que lo pusiera con Jim. Henry le entregaba el auricular a su padre, que se sentaba ante su escritorio y examinaba la declaración de renta de los Skrimshander.
—Gracias —dijo Henry por teléfono con cierto sentimentalismo el día que compró el billete de autobús—. Gracias.
—No tiene importancia, Skrim —repuso Schwartz—. Empieza la temporada de fútbol y estaré ocupado. Tú instálate. Ya me pondré en contacto contigo, ¿vale?
—Phumber cuatrocientos cinco —dijo la mujer con una sonrisa. Le entregó una llave y un plano y señaló a la izquierda—. El Patio Pequeño.
Henry recorrió un pasadizo umbrío y fresco entre dos edificios y fue a dar a una escena rebosante de luz y bullicio. Aquello no era la academia de administración de Lankton: aquello era una universidad de película. Los edificios creaban un conjunto armonioso: cuatro o cinco pisos de altura, sillares grises y achatados, gastados por la erosión, con las ventanas muy hundidas en el muro y tejados a dos aguas con mansardas. Los bancos y los soportes para las bicicletas estaban recién pintados de azul marino. Dos chicos altos con pantalón corto y chancletas avanzaban a trompicones hacia una puerta abierta transportando un gigantesco televisor de pantalla plana. Una ardilla descendió repentinamente de un árbol y tropezó con la pierna del hombre que caminaba de espaldas, que soltó un grito y cayó de rodillas, haciendo que el ángulo inferior del televisor se hundiera en el exuberante césped recién plantado. El otro se echó a reír. La ardilla se esfumó en el acto. Desde una de las ventanas de los pisos superiores llegaba el sonido de un violín.
Henry encontró Phumber Hall y subió por la escalera hasta el último piso. La puerta correspondiente al número 405 estaba entornada y por la abertura salía una música hecha de chirridos y pitidos electrónicos. Henry, nervioso, se detuvo un instante en el rellano. No sabía cuántos compañeros de habitación tendría, ni qué clase de compañeros serían, ni qué clase de música era aquélla. Si hubiese sido capaz de imaginar a los estudiantes del Westish College de alguna forma concreta, habría imaginado a mil doscientos Mikes Schwartz, enormes, míticos y circunspectos, y a mil doscientas mujeres como las que quizá Mike Schwartz elegiría para salir: de largas piernas, despampanantes, versadas en historia antigua. Pensar en todo eso lo intimidaba. Empujó suavemente la puerta con el pie.
La habitación contenía dos camas idénticas con armazón de acero y pares idénticos de mesas, sillas, cómodas y estanterías de madera clara. Una de las camas estaba perfectamente hecha, cubierta con un grueso edredón de color verde espuma de mar y un montón de mullidos almohadones. En la otra, un colchón desnudo mostraba una desagradable mancha ocre del tamaño y la forma aproximados de una persona. En las dos estanterías, ambas llenas, los libros estaban ordenados alfabéticamente por autor, de Achebe a Tocqueville, mientras que el resto, de la te a la zeta, se hallaba apilado en la repisa de la chimenea. Henry arrojó los petates sobre la mancha ocre y se sacó del bolsillo del pantalón corto su ajado ejemplar de El arte de la defensa de Aparicio Rodríguez. Era el único libro que se había llevado, el único que conocía a fondo, y de pronto tuvo la impresión de que quizá eso representase una gran carencia. Se dispuso a alojarlo entre Rochefoucauld y Roethke, pero, lo que son las cosas, resultó que ya había allí un ejemplar del libro, un bonito volumen en tapa dura con el lomo cuarteado. Lo sacó y lo examinó. Escrito con exquisita caligrafía, en la guarda ponía «Owen Dunne».
Henry había leído a Aparicio toda la noche durante el viaje en autobús. O al menos había mantenido el libro abierto en el regazo mientras quedaba atrás, trecho tras trecho, la monótona interestatal. En realidad, a esas alturas de su vida, leer a Aparicio ya no podía considerarse una lectura, porque prácticamente se sabía el libro de memoria. Podía abrirlo por un capítulo, el que fuese, y las formas de los párrafos breves y numerados bastaban para activar su memoria. Sus labios murmuraban las palabras mientras sus ojos, desenfocados, recorrían la página:
26. El parador en corto es una fuente de serenidad en el centro de la defensa. Proyecta esta serenidad y sus compañeros de equipo responden.
59. Defender una bola rasante debe considerarse un acto de generosidad y comprensión. Uno no se mueve contra la pelota sino con ella. Los malos defensas atacan la pelota como a un enemigo. Esto es antagonismo. El verdadero defensa convierte el camino de la pelota en su propio camino, y de este modo asimila la pelota y disipa el yo, que es el origen de todo sufrimiento y de una mala defensa.
147. Lanza con las piernas.
Aparicio había jugado de parador en corto para los Cardinals de Saint Louis durante dieciocho temporadas. Se retiró el año en que Henry cumplió los diez. Fue elegido para el Salón de la Fama en primera votación, y se lo consideraba el mejor parador en corto de la historia. Como jugador, Henry había imitado a su héroe en todos los aspectos, desde la manera fluida de defender las bolas rasantes a dos manos, hasta la forma de ponerse la gorra, bien calada para proteger los ojos del sol, o incluso los tres golpecitos que se daba en el corazón antes de entrar en el cajón del bateador. Y, por supuesto, el número en la camiseta. Aparicio atribuía un profundo significado al número tres.
3. Existen tres etapas. Ser sin pensamiento. Pensamiento. Retorno al ser sin pensamiento.
33. No hay que confundir las etapas primera y tercera. El ser sin pensamiento es asequible a cualquiera. El retorno al ser sin pensamiento sólo es asequible a unos pocos.
El arte, había que reconocerlo, contenía muchas frases y afirmaciones que Henry aún no comprendía. Así y todo, las partes abstrusas del libro siempre habían sido sus preferidas, incluso más que las descripciones detalladas y en extremo útiles sobre, por ejemplo, cómo mantener a un corredor cerca de la segunda base («coqueteo», lo llamaba Aparicio), o qué clase de tacos usar con la hierba mojada. Las partes abstrusas, por frustrantes que fueran, le daban a Henry algo a lo que aspirar. Algún día, soñaba, alcanzaría como jugador el nivel que le permitiría desentrañarlas y extraer su sabiduría oculta.
213. La muerte valida todo lo que hace el deportista.
Los blips y blops de la música lo arrullaban. Henry tomó conciencia de una especie de murmullo que parecía proceder de detrás de una puerta cerrada en un rincón de la habitación. Creía que era un armario, pero acercó la oreja y oyó correr agua. Llamó con delicadeza.
No obtuvo respuesta. Abrió la puerta y ésta dio contra algo sólido, al tiempo que alguien soltaba un chillido. Henry volvió a cerrar de un tirón. Pero fue una tontería: al fin y al cabo, tampoco podía huir. Volvió a abrir y de nuevo la puerta chocó contra algo.
—¡Ay! —exclamó alguien desde el interior—. ¡Para ya, por favor!
Resultó que la habitación era un cuarto de baño, y un joven más o menos de la edad de Henry yacía en el suelo de baldosas blancas y negras tocándose la coronilla con una mano. Tenía el pelo rubio ceniciento, cortado al uno, y entre los dedos de sus guantes de goma amarillos Henry distinguió un corte ribeteado de sangre. En la bañera corría el agua y el chico tenía a un lado, en el suelo, un cepillo de dientes cubierto de espuma de alguna clase de detergente.
—¿Estás bien? —preguntó Henry.
—Estas juntas están llenas de mugre. —Se incorporó frotándose la cabeza—. Ya podrían limpiarlas. —Su piel era color café con leche. Se puso unas gafas de montura metálica y examinó a Henry de arriba abajo—. ¿Y tú quién eres?
—Soy Henry.
—¿Ah, sí? —El chico enarcó las cejas—. ¿Estás seguro?
Henry se miró la palma derecha, como si allí pudiera encontrar alguna señal irrefutable de su identidad.
—Bastante.
El otro se puso de pie y, tras quitarse un guante, le estrechó la mano a Henry cálida y efusivamente.
—Esperaba a alguien más corpulento —dijo—. Por el factor béisbol. Yo me llamo Owen Dunne. Seré tu compañero de cuarto mulato gay.
Henry asintió con la debida propiedad, o eso esperaba.
—En teoría iba a disponer de esta habitación para mí solo. —Owen señaló con un amplio ademán el espacio ante él, como si abarcara una vista panorámica—. Formaba parte de mi beca, como ganador del premio Maria Westish. Siempre he soñado con vivir solo. ¿Tú no?
Henry, cuyo sueño siempre había sido vivir con alguien que tuviera el libro de Aparicio, preguntó, todavía sosteniendo el volumen en tapa dura de Owen:
—¿Juegas al béisbol?
—Hago mis pinitos —contestó Owen, y enigmáticamente añadió—: Pero no a tu nivel.
—¿Qué quieres decir?
—La semana pasada me llamó el rector Affenlight. ¿Conoces su libro, Los exprimidores de esperma?
Henry no lo conocía. Owen asintió con gesto comprensivo.
—No me extraña. Hoy en día no goza de gran aceptación académica, aunque fue una obra seminal, ¡ja!, en su especialidad. Para mí fue toda una inspiración cuando tenía trece o catorce años. El caso es que el rector Affenlight telefoneó a casa de mi madre en San José y dijo que un estudiante de gran talento se había incorporado a primero, y aunque eso era una excelente noticia para la universidad en su conjunto, planteaba un dilema para el departamento de asignación de habitaciones. Como yo era el único miembro de la clase con habitación individual, se preguntaba si estaría dispuesto a renunciar a uno de los privilegios de mi beca y aceptar a un compañero de habitación.
»Affenlight es muy persuasivo —prosiguió Owen—. Habló de ti en términos muy elogiosos, así como de las virtudes más abstractas del compañerismo entre quienes comparten habitación, tanto que casi me olvidé de negociar. Para serte sincero, considero la profesionalización del deporte universitario un fenómeno francamente despreciable. Pero si la administración estaba dispuesta a comprarme eso —señaló con el dedo amarillo de su guante el estilizado ordenador que había en su escritorio— y añadir una considerable dotación para libros, sin más motivo que convencerme de que compartiera la habitación contigo, tienes que ser todo un jugador. Me sentiría muy honrado si en algún momento pudiera lanzarte la pelota.
—¿Te pagan por ser mi compañero de habitación? —preguntó Henry, tan incrédulo y confuso que apenas registró el ofrecimiento de Owen. ¿Qué podía haber dicho o hecho Mike Schwartz para crear una situación en la que el rector de Westish se sintiera obligado a telefonear a alguien y hablar en términos elogiosos nada menos que de él?—. ¿Sería descortés…? O sea… ¿te importa si pregunto…?
Owen se encogió de hombros.
—Probablemente poca cosa en comparación con lo que te pagan a ti, pero lo suficiente para comprar esa alfombra de ahí, que es una alfombra cara, así que, por favor, descálzate para pisarla. Y lo suficiente también para financiarme marihuana de alta calidad durante el curso. Bueno, quizá sólo durante el primer semestre. O como mínimo hasta Halloween.
Después de ese primer encuentro, Henry apenas veía a Owen. La mayor parte de las tardes, éste entraba majestuosamente en la habitación, sacaba determinados cuadernos de su cartera y los reemplazaba por otros cuadernos determinados, o se quitaba su elegante jersey gris y lo sustituía por su elegante jersey rojo, y acto seguido volvía a salir majestuosamente, pronunciando una única palabra: «ensayo», «manifestación», «cita». Henry asentía y, durante el número de segundos que Owen permanecía en la habitación, se concentraba en la tarea que tuviera en ese momento ante él para no dar una impresión de inutilidad y desorientación absolutas.
La cita era con Jason Gomes, un estudiante de último curso que protagonizaba todas las obras de teatro que se representaban en la universidad. Los cuadernos y los jerséis de Owen no tardaron en emigrar a la habitación de Jason. Por las mañanas, cuando Henry iba a clase, los veía leer juntos en la cafetería del campus, el Café Oo, la mano de Jason sobre la de Owen, mientras alargaban su café y se recreaban con sus libros, algunos de título en francés. A la hora de la cena, mientras Henry, sentado solo en un rincón en penumbra del comedor, intentaba pasar inadvertido, Owen y Jason llegaban tranquilamente, cogían fruta y galletas saladas para matar el hambre durante los ensayos y volvían a marcharse con la misma tranquilidad. Pasadas las doce de la noche, cuando Henry bajaba las persianas para acostarse, los veía compartir un porro en los escalones de la entrada del edificio de enfrente, Owen con la cabeza apoyada en el hombro de su amante. No necesitaban comer ni dormir, o esa impresión tenía Henry: estaban demasiado ocupados, eran demasiado felices para que los perturbaran semejantes trivialidades. Owen había escrito una obra en tres actos, «una especie de Macbeth neomarxista ambientada en una oficina de planta abierta», como la describió una vez, y Jason interpretaba el papel principal.
Un par de fines de semana de ese otoño, Jason se fue en coche a su casa de Chicago o de un barrio residencial de las afueras. Para Henry esos fines de semana eran una fuente de alivio y alegría. Tenía un amigo, al menos hasta el domingo por la noche. Owen se pasaba la mañana leyendo y bebiendo té con su pijama a cuadros escoceses, a veces fumando un porro o mirando ociosamente la pantalla de su silenciosa BlackBerry, hasta que Henry, con afectada despreocupación, le preguntaba si le apetecía ir a comer. Owen lo miraba por encima de sus gafas de montura metálica y exhalaba un suspiro, como si Henry fuera un niño molesto. Pero en cuanto salían al aire otoñal, Owen —normalmente todavía en pijama, con un jersey por encima— empezaba a hablar, contestando a preguntas que a Henry jamás se le habría ocurrido plantear.
—Él se va con mi total consentimiento —decía, lanzando otro vistazo a su teléfono, que no había sonado ni una vez—. Mi total consentimiento y comprensión. Hemos establecido parámetros para lo que se considera un comportamiento admisible, y tengo la absoluta certeza de que él se atiene a ellos. Nos comunicamos con franqueza, como adultos. Y sé que si yo lo acompañara, se alteraría el carácter mismo de la experiencia.
Henry, que entendía quién era «él» y poca cosa más, asentía con actitud pensativa.
—Tampoco es que yo quiera acompañarlo. En realidad, no quiero. Y aprecio su sinceridad sobre lo que desea en estos momentos de su vida. Los dos somos jóvenes, dice, y eso no se lo puedo discutir. Pero me molesta de todos modos. Por dos razones, ambas indicios de mi sentimentalismo retrógrado y mi general inadaptación a la vida moderna, me temo. La primera es que su familia está allí, sus padres, su hermano, su hermana. Anoche cenó con ellos. ¿Te imaginas, otros cuatro seres humanos que se parecen a él y actúan de la misma manera? Deseo conocerlos, lo admito. De hecho me muero de ganas. Lo que quizá sea embarazoso, dado que hace sólo siete… no, seis semanas que nos conocemos. Dios mío, seis semanas. Lo mío es patético. Pero sé que si mi madre viviera a una distancia razonable de aquí para ir en coche, yo ya los habría metido a los dos juntos en una habitación, sólo por mi propio placer estúpido. ¿Me explico?
Henry volvió a asentir y se llenó el plato de tortitas.
—No deberías comer tanta harina —dijo Owen, cogiendo una tortita para él—. Ni siquiera cuando estoy colocado como mucha harina. La otra razón es, claro está, que soy un monógamo a ultranza. En la práctica, aunque no en teoría. No puedo evitarlo. ¿Soy consciente del carácter opresivo, reaccionario, de la exclusividad sexual? Sí. ¿Deseo esa exclusividad con desesperación para mí? También sí. Es probable que exista una manera de que eso no sea una paradoja. Quizá creo en el amor. Quizá sólo anhelo desesperadamente la aprobación de mi madre. Espera un momento. —Volvió al trote al mostrador de comida caliente, cogió otras cuatro tortitas con la pala y se las sirvió en el plato—. Perdona que parlotee así, Henry. Creo que estoy desmedidamente colocado.
Después de comer iban al centro estudiantil a jugar al ping-pong. Owen, incluso desmedidamente colocado, resultó ser un jugador de una calidad sorprendente. Sus golpes eran delicados, pero la pelota siempre daba en la mesa, y Henry, que no soportaba perder al ping-pong, tenía que dejarse la piel y gruñir y sudar la gota gorda para mantenerse por delante en la puntuación. Entretanto, Owen hablaba sin interrupción sobre el amor y sobre Jason y sobre las contradicciones de la monogamia, sin prestar atención perceptible al juego, y aun así se sacaba de la manga sutiles dejadas, que obligaban a Henry a abalanzarse sobre la mesa. De vez en cuando, Henry intercalaba un comentario, para demostrar que escuchaba y sentía interés, pero para él la monogamia no era tanto una contradicción como una meta glamurosa y posiblemente inalcanzable, la otra cara de su virginidad, y sólo hacía comentarios vagos. Su inexperiencia no lo había incomodado especialmente en el instituto —al fin y al cabo, sólo tenía diecisiete años—, pero allí en Westish, donde todo el mundo era más sofisticado, además de mayor, ya había empezado a parecerle una extraña dolencia, la cual, si bien no era muy difícil de sobrellevar, sería a la vez vergonzosa de revelar y difícil de remediar.
Aun así, era un placer moverse, jugar, y pronto Henry estaba en camiseta, sudoroso. Después de cada partida tenía la dolorosa certeza de que Owen dejaría la pala —se lo veía ligeramente aburrido—, pero en cambio, con la frente seca, todavía con el jersey encima del pijama, se limitaba a musitar: «Muy bien, Henry», y ejecutaba otro de sus sedosos saques. Jugaban hasta la hora de cenar, y después volvían al centro estudiantil para ver la Serie Mundial, Henry inclinado cerca de la pantalla para analizar los movimientos de los paradores en corto, Owen arrellanado en el sofá con un libro abierto. De vez en cuando, Owen, impulsado por un pensamiento sombrío, sacaba el móvil y lo comprobaba; luego volvía a guardárselo.
Henry dormía bien esa noche, cansado después de cuatro horas de ping-pong y en cierto modo apaciguado por los plácidos resoplidos de su compañero de habitación. Finalmente, el domingo por la noche sonaba el móvil y Owen volvía a desaparecer.
Incluso en ausencia de Owen, Phumber 405 transmitía su plena existencia de una manera tan palpable que Henry, sentado en su cama, solo y perplejo, a menudo se veía asaltado por la inquietante idea de que Owen estaba presente y en cambio él no. Sus libros llenaban los estantes, sus bonsáis y macetas con hierbas aromáticas se alineaban en los alféizares, y su exigua y entrecortada música sonaba las veinticuatro horas del día en su aparato estéreo inalámbrico. Henry podría haber cambiado la música, pero no tenía ninguna que poner, de modo que dejaba que sonase. La alfombra cara de Owen cubría el suelo; sus cuadros abstractos, las paredes; su ropa y sus toallas, los estantes del armario. Había un cuadro que a Henry le gustaba en particular, y se alegraba de que Owen casualmente lo hubiera colgado encima de su cama: un gran rectángulo, emborronado y verde, con finas vetas blancas que bien podrían haber representado las líneas de foul del diamante en un campo de béisbol. El humo de los porros de Owen permanecía en el aire, mezclado con los tonificantes olores a cítrico y jengibre de sus productos de limpieza ecológicos, aunque Henry no se explicaba cuándo fumaba o limpiaba, ya que rara vez pasaba por la habitación.
Los únicos rastros de la existencia de Henry, en contraste, eran la maraña de sábanas en su cama sin hacer, unos cuantos libros de texto, unos vaqueros sucios colgados de su silla y fotos de su hermana y Aparicio Rodríguez pegadas con cinta adhesiva. Cero ocupaba un estante del armario. «Instálate —pensaba—, y Mike ya llamará». Le habría gustado limpiar el cuarto de baño, en una demostración de buena voluntad, pero nunca encontraba una mota de suciedad. A veces pensaba en regar las plantas, pero las plantas parecían arreglárselas perfectamente sin él, y había oído decir que el exceso de agua podía matarlas.
Pese a que sus compañeros de clase teóricamente procedían de «los cincuenta estados, Guam y veintidós países extranjeros», como dijo el rector Affenlight en su discurso inaugural, todos parecían proceder del mismo instituto y formar una piña, o al menos haber asistido a una importante sesión orientativa que él se había perdido. Se desplazaban en grandes manadas, que permanecían en continuo contacto con las otras manadas vía SMS, y cuando dos manadas confluían, siempre se producía un profuso intercambio de abrazos y besos en las mejillas. Nadie invitaba a Henry a las fiestas, ni se ofrecía a lanzarle tiros rasantes, de modo que se quedaba en la habitación y jugaba al Tetris en el ordenador de Owen. Todo lo demás en su vida parecía escapar a su control, pero los bloques de Tetris encajaban limpiamente y sus puntuaciones seguían en ascenso. Consignaba los logros diarios en su cuaderno de física. Cuando cerraba los ojos por la noche, las angulosas formas giraban y caían.
Antes de su llegada a Westish, había imaginado la vida allí como algo heroico y magnífico, solemne y esencial, a semejanza de Mike Schwartz. En la realidad, estaba resultándole cómica y ociosa, familiar y defectuosa, algo más a semejanza de Henry Skrimshander. En sus primeros días en el campus, mientras vagaba en silencio de aula en aula, no vio a Schwartz por ningún lado. O mejor dicho, lo veía en todas partes. Alcanzaba a vislumbrar de reojo una silueta que por fin parecía Schwartz. Pero cuando, anhelante, se volvía hacia ella, resultaba ser otra persona, muy poco parecida a Schwartz, o un contenedor de basura, o nada en absoluto.
En el rincón sudeste del Patio Pequeño, entre Phumber Hall y el rectorado, se alzaba una figura humana de piedra sobre un pedestal cúbico de mármol. Pensativa, de poblada barba, no miraba hacia el Patio, como cabría esperar de una estatua, sino que contemplaba el lago. En la mano izquierda sostenía un libro abierto y con la derecha se acercaba un pequeño catalejo al ojo, como si acabara de avistar algo en el horizonte. Dado que estaba de espaldas al campus, exhibiendo ante los viandantes la grieta enmohecida que le atravesaba la espalda como un latigazo, a Henry se le antojó desde el principio una figura profundamente solitaria, atribulada por el peso de sus propios pensamientos. En la soledad de aquel primer mes sintió una peculiar afinidad con ese tal Melville, al que, como todo lo demás en el campus que fuera humano o de tamaño humano, había confundido varias veces con Mike Schwartz.