8

TIM

Para mí la hamburguesa de cheddar, una Coca-Cola y las patatas fritas con aceite de trufa

Lo primero que noté fue la espalda rígida. Y luego oí los golpes. Toc toc toc, silencio, toc toc toc, silencio. Ni idea de dónde me hallaba: estaba oscuro como boca de lobo salvo por la diminuta línea de luz que atravesaba la puerta, lugar del que supuse que procedían los golpes. ¿Me encontraba de nuevo en casa, en el cuarto ropero, escondiéndome de los nuevos propietarios? ¿Había perdido el conocimiento mientras iba al baño del avión? Baño… Claro. Estaba en el cuarto de baño del hotel, y la persona que llamaba en el otro lado de la puerta era Vanessa. Esa chica estupenda que había sido amable conmigo durante cinco minutos, que tenía novio, y a la que ahora debería ver cada día porque, cosas del destino, íbamos a ser compañeros de clase.

Me levanté demasiado deprisa y tuve que sentarme unos segundos en el borde de la bañera. Toc toc toc, silencio, toc toc toc.

—Un momento —grité.

—Vale —respondió ella a través de la puerta, y me sorprendió lo familiar que sonaba, como si la conociera desde hacía tiempo, no unas horas apenas. Si me paro a pensar, el día antes yo ni siquiera la había visto, ni sabía de su existencia en el mundo—. Pensaba que no estabas. O que te habías desmayado o algo.

Intenté ponerme en pie de nuevo pero esta vez encendí la luz, y el horrible resplandor me hizo parpadear. En cuanto hube ajustado los ojos, salí de la bañera y eché un vistazo. En la inmisericorde claridad, yo daba miedo, me daba miedo incluso a mí mismo. Y para colmo de males, tenía la ropa toda arrugada, y el pelo, húmedo de la nieve cuando me quedé dormido, era un puro revoltijo. Y mi aliento. Puaj.

Toc toc toc, silencio.

—Voy —dije deseando que hubiera alguna alternativa, una trampilla por la que escapar… una ventana, incluso. En todo caso, una ventana de una novena planta tampoco habría servido de mucho.

—Es tarde —dijo Vanessa desde el otro lado—. Casi las nueve. He llamado a la compañía, y me han dicho que hoy salimos seguro. Sal a ver. Ya no nieva. Hace un día precioso.

Me estaba meando, pero no sabía cómo hacerlo estando ella junto a la puerta, escuchando. Así que abrí el agua caliente de la ducha. Hice a toda prisa lo que tenía que hacer, me enjuagué y volví a ponerme la ropa arrugada. Utilicé el elixir bucal de la botellita ya abierta que había en el lavabo. Faltaba una cuarta parte del líquido azul. Quizá Vanessa había consumido un poco. Me gustó la idea mientras tomaba un trago. Ahora el problema es que no había cepillo para peinarme. Me pasé las manos por el pelo —no estaba tan mal—, inspiré hondo y abrí la puerta.

Vanessa estaba ahí mismo, todavía con la camiseta de bulldog y los pantalones del pijama. Llevaba el pelo alborotado pero tenía buen aspecto, un aspecto realmente magnífico.

—¿Qué estabas haciendo ahí dentro? —preguntó.

—¿Y tú qué crees? Tomando una ducha.

—No, quiero decir antes. ¿Has dormido aquí?

—Eh, esto… sí —dije tímidamente—. Es que me pareció más fácil.

—No tenías por qué hacerlo —dijo. Nos quedamos callados unos instantes y a continuación ella señaló la ventana—. Aún se ve tu iglú, pero ahora lo cubre más nieve. Oye, ¿pedimos el desayuno o comemos algo en el aeropuerto? Me tomaría una bebida tonificante, aunque la verdad es que he dormido sorprendentemente bien.

La luz era tan brillante que sin duda debía ponerme las gafas de sol. Seguro que tú nunca las viste porque me pasé el semestre entero sin llevarlas, pero las necesito para protegerme de los rayos solares. Otra ventaja de ser albino. De más está decirlo: no me las puse.

¿Por qué se mostraba Vanessa tan amable conmigo? Pero, claro, ella sabía muy bien que pasaríamos la mañana juntos, subiríamos al avión y en cuanto aterrizásemos en Nueva York cada uno seguiría su camino. No se imaginaba que yo seguiría estando ahí. Que tendría que tropezarse conmigo, enfrentarse a mí y, aún peor, enfrentarse a la ira de sus amigos, que, sin lugar a dudas, jamás entenderían por qué querría ser amiga de un friki como yo. Estaba seguro, créeme. He pasado por esto más veces de las que me gustaría admitir.

De modo que hice lo siguiente: decidí no decírselo. Decidí disfrutar del poco tiempo que nos quedaba para estar juntos. Salí resuelto del cuarto de baño y fui directamente a la ventana. Tardé un minuto largo en poder mirar realmente hacia fuera. Fingía hacerlo, pero la verdad es que tenía los ojos cerrados. A intervalos, los abría y los cerraba y los abría de nuevo. Y cada vez resultaba más fácil. Oía las palabras del médico en mi cabeza, diciéndome lo importantes que eran las gafas, que si no me las ponía mis ojos quedarían dañados sin remedio. Pero también oía la voz de Vanessa, más fuerte que la del médico, diciéndome que mirase el iglú que habíamos construido la noche anterior. Recordé que ella se había metido de espaldas hasta quedar a mi lado y que nos habíamos quedado así, pegados uno a otro. No era solo por haber estado tan cerca de una chica guapa, sino que nunca había estado tan cerca de una chica no albina. Mi madre me retorcería el pescuezo por dar a entender que una persona albina no puede ser hermosa. Pero para que quede claro —y no sé por qué pienso que debo confesarlo—, había habido solo una chica albina. Como si conociera montones de albinos.

Tan pronto hube ajustado los ojos, me volví hacia Vanessa, que daba la impresión de estar mirándome con recelo. Quizá yo no había sido tan sutil como creía. Pero no dijo nada.

—Entonces, ¿qué te parece? —preguntó.

—¡Una obra maestra! —exclamé, esforzándome por parecer lo más tranquilo posible mientras miraba por la ventana hacia el aparcamiento en el que habíamos estado por la noche—. Creo que somos unos maestros constructores de iglús. Ya conoces el dicho: «Los que construyen iglús juntos…»

—No, me refería al desayuno —dijo ella.

—Ah —dije, sintiéndome como un estúpido—. No sé, podríamos pillar algo en el aeropuerto —añadí, con la preocupación de que si nos quedábamos sin hacer nada yo pudiera llegar a revelar mi secreto, y estaba resuelto a hacer todo lo posible para no echar a perder el momento—. Me apetece dar un paseo.

—De acuerdo, paso de ducharme, ya lo hice anoche —dijo—. Dame unos minutos para vestirme.

Dio un paso hacia el cuarto de baño y de pronto regresó y se quedó a apenas unos centímetros de mí.

—¿Cómo es el dicho de los que construyen iglús juntos? —inquirió.

Vanessa se había puesto casi de puntillas. Estaba coqueteando conmigo descaradamente. Me encantaba. Expulsé de mi cabeza todos los malos rollos. No iba a dejar pasar ese momento. Y entonces ella se volvió y desapareció en el cuarto de baño. Oí correr el agua y el movimiento de un cepillo de dientes y en cuestión de lo que parecieron apenas unos segundos Vanessa salió tan limpia y fresca como el día anterior. Llevaba unos vaqueros y un jersey azul vivo. Se había hecho en el pelo una trenza que sujetaba con una cinta de goma del mismo color que el jersey. No era una chica verde y amarillo. Cambiaba cada día de colores. Eso me gustaba.

—Vale, estoy lista —dijo Vanessa, que revisó la cama una vez más y se echó la mochila al hombro.

—¿Tienes auriculares de iPod azules? —pregunté. No pude resistirme.

—Sí —contestó con una sonrisa—. ¿También tú vas a reírte de mí?

—¿Quién más se ríe de ti? —pregunté con verdadera curiosidad. No parecía ser la típica chica de quien se ríe la gente.

—Mis amigos —dijo.

—Vaya —dije.

—¿Tú también, entonces?

—No, claro que no —dije—. Bueno, quizás un poco sí.

—Pues adelante, me tiene sin cuidado —soltó—. La verdad es que esto comenzó como una apuesta… Una amiga de la escuela me retó a que combinara los colores de mi ropa cada día durante una semana, y me lo pasé bien haciéndolo. Y ahora ya es algo propio de mí.

Le miré los pies. Ajá, calcetines azules.

—Es propio de ti, está claro —dije.

Me dio un manotazo en el brazo, pero luego me envolvió suavemente la muñeca con los dedos y los dos nos quedamos así unos instantes. Yo fui el primero en moverme: cogí mi ropa y la metí en la mochila.

—Vale —dije—. Preparado.

Me volví y miré la habitación por última vez. Me llamó la atención algo del suelo y me acerqué. Era su monito de peluche. Me agaché y lo recogí con una mano. Era suave, y sin duda viejo: una de las patas estaba gastada casi del todo.

—Eh, te olvidas del tío este —dije tendiéndoselo.

Ella sonrió y lo cogió. Lo apretó unos segundos contra el pecho antes de guardarlo en la mochila.

—Gracias —dijo—. Habría podido ser un desastre.

Creo que oí el tilín de su móvil antes que ella. Ya estábamos fuera de la habitación. La puerta se había cerrado a nuestra espalda. Vanessa sacó el teléfono del bolsillo y toqueteó los botones y apareció un mensaje de texto, seguramente del novio que mencionara la noche anterior.

—¿Qué dice? —pregunté. No tenía nada que perder. En todo caso, dentro de unas horas ella me detestaría.

Alzó la vista con cara de sorpresa. Acto seguido, miró al suelo y pateó un zapato con el otro.

—Que me echa de menos —contestó—. Que se muere de ganas de verme.

—Pues muy bien —dije intentando no sonar mordaz—. Habéis hecho las paces. Entonces, ¿qué comida te apetece?

—Estaba pensando que, si ayer tomamos el desayuno como cena, ahora podríamos almorzar en vez de desayunar —explicó—. Me comería una hamburguesa, o algo de pasta. ¿Qué dices tú?

—Me parece una gran idea —dije. De hecho, pensaba que seguíamos con la tradición de las reglas no aplicables, pero no quise decirlo.

Ella sonrió, me cogió del brazo y me llevó pasillo abajo, como si fuéramos a ver al mago de Oz. Me cabreaba lo mucho que me gustaba, pues sabía que no duraría.

Llegó el ascensor y subimos. Vanessa dejó en el suelo su pesada mochila. Yo miraba los números de las plantas. Nueve… ocho… siete. Ella me miraba a mí, con expectación incluso. ¿Con qué contaba yo? Quedaba una hora, máximo noventa minutos, antes de que terminara todo. Dejé mi mochila al lado de la suya. Me acerqué y la besé en los labios. Los tenía carnosos, y me sorprendió encontrarlos acogedores. Durante unos segundos pareció simplemente lo correcto. Entonces se paró el ascensor y se abrieron las puertas. Los dos nos apresuramos a coger las mochilas, pero antes de regresar al mundo real Vanessa se plantó ante mí. Yo sentí la claustrofóbica urgencia de salir por si las puertas volvían a cerrarse. Pero no se cerraron. E hice el firme propósito de permanecer en el sitio.

—Tienes los ojos muy bonitos —dijo ella. Y eso fue todo. Salió y yo salí detrás.

En el vestíbulo, las cosas parecían haber vuelto a la normalidad. Las sillas y los sofás estaban ocupados por unas cuantas personas desperdigadas, pero no se veían multitudes ni se apreciaba desesperación en el ambiente.

—¿Te doy algo por la habitación? —sugirió Vanessa mientras regresábamos andando al aeropuerto, volviendo sobre nuestros pasos del día anterior—. Anoche me salvaste la vida.

—No, ha sido un placer —respondí con dificultad. ¿Mis labios habían tocado realmente los suyos?—. La verdad es que ya lo ha pagado mi madre. Así que tranquila.

Sabía que debía llamar a mi madre. De hecho, me sorprendía que no hubiera llamado ella para ver si todo iba bien. Pero yo no quería mentirle y desde luego no quería decirle que, en aquella habitación de hotel que ella había reservado para mí, había pasado la noche con una chica que acababa de conocer.

El aeropuerto parecía estar aún más abarrotado que el día anterior. Enseguida descubrimos un restaurante en el que nos acomodamos.

—Invito yo —dijo Vanessa con una sonrisa—. Te debo una. En realidad te debo dos, pues has encontrado mi monito. ¿O debo decir «primor»? —Miró alrededor—. Somos los únicos clientes. ¿Crees que la comida es muy mala?

—Mira… si es la mitad de buena que las crêpes de anoche, ya me doy por satisfecho —dije dándome cuenta con cierta sorpresa de que tenía hambre—. Pero es muy caro. Quizá prefieras retirar tu ofrecimiento; podríamos ir a otro sitio.

—No, me gusta —dijo Vanessa—. Tengo una tarjeta de crédito de emergencia. Entiendo que esto es una emergencia. Pide lo que quieras. Para mí la hamburguesa de cheddar, una Coca-Cola y las patatas fritas con aceite de trufa. ¿Y tú?

Estuve unos instantes distraído. Quería hablarle de Irving —a estas alturas tenía la impresión de estar realmente mintiéndole—, pero me mostré inusitadamente egoísta. En cuanto se lo dijera, estaba casi seguro de que nuestra conexión, que en ese momento habría llegado yo a calificar de milagrosa, se evaporaría. Vanessa extendió el brazo sobre la mesa para que le prestara atención y me tocó la mano. La energía que había sentido la vigilia se vio incrementada. Era como si me hubiera provocado una descarga con un desfibrilador.

En ese preciso instante apareció el camarero para tomarnos nota. Olía a humo de cigarrillo.

—¿Qué os pongo, chicos? —dijo. Tenía los dientes amarillos.

—Yo tomaré la hamburguesa de cheddar, poco hecha, y las patatas fritas con aceite de trufa. No, las normales, por favor —dijo Vanessa—. La trufa quizá sea demasiado para desayunar. Ah, y una Coca-Cola.

—¿Y tú?

—El bistec —dije—. Muy hecho.

El camarero asintió con la cabeza y volvimos a quedarnos solos.

Yo no podía perder tiempo. Me levanté y me senté a su lado. Ella se corrió un poco para hacerme sitio. Y así fue como tomamos nuestro almuerzo para desayunar. Fue el mejor bistec que he comido en mi vida.

—Oye, se me ha ocurrido una idea —dijo Vanessa después de que compartiéramos un enorme trozo de fudge de chocolate—. Tengo puntos extra y supongo que los aviones van a ir muy llenos, estoy segura. ¿Miro si puedes sentarte conmigo en primera?

De pronto lamenté haber comido tanto. Notaba la pesadez del bistec en el estómago. Y el pastel encima. No había pensado en el avión, dónde nos sentaríamos ni, lo más importante, qué haríamos a la llegada. Pero ahora comenzaba a pensar, a esperar, que la multitud actuaría en mi favor, que nos veríamos obligados a separarnos.

—No, no podría, mejor te guardas los puntos —dije.

Vanessa vaciló, se inclinó hacia mí unos instantes, pero entonces me levanté y regresé al sitio vacío del otro lado de la mesa.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Sí —contesté. Estaba cambiando mi estado de ánimo. Empezaba a sentirme atrapado. Quizá fuera para bien, me dije. Aquello en algún momento tenía que acabar.

Vanessa pidió la cuenta al camarero, que apareció al punto. Sonó su móvil, pero ella no hizo caso. Dejó de sonar. Vanessa sacó lo que parecía ser su tarjeta de emergencia y se la dio al camarero junto con la cuenta. El móvil tintineó y ella dio un salto.

—Buzón de voz —dijo tecleando su código. Advertí que mientras escuchaba le cambiaba el semblante.

—Patrick —dijo tranquilamente, fijos los ojos en el teléfono—. El tío del que te hablé. De esto tenía miedo yo.

—¿Qué? —dije.

—Ha estado bebiendo, lo noto —dijo—. A ver, son más o menos las diez de la mañana y sé que las clases todavía no han empezado, pero va a meterse en líos. Lo sé.

—¿Esto suele pasar? —pregunté alarmado. No era la imagen bucólica que me había formado de la Irving School.

—No. Bueno, a ver, los chicos beben. Sobre todo al principio de un semestre la gente saca alcohol de su casa a escondidas. Pero Patrick no. Simplemente no se comporta con naturalidad desde que el año pasado murió su madre.

—Vaya —dije.

Nos quedamos un rato callados.

—¿Vas a devolverle la llamada? —pregunté.

—A lo mejor —contestó, y se deslizó del asiento para levantarse—. Pero primero vamos a comprobar el vuelo.

—Gracias por todo eso —dije haciendo un gesto hacia la mesa.

—De nada —dijo ella.

Volvimos andando al atestado aeropuerto y nos abrimos paso hasta la entrada de la terminal. Había una cola corta para los pasajeros de primera clase, y otra cola más larga para los demás. Vanessa estuvo conmigo en mi cola, pero yo empecé a comportarme de una forma extraña, era consciente de ello. Estaba nervioso y ante todo quería esconderme en algún sitio. No sonreía ni asentía; solo daba pasos en mi espacio minúsculo. Al cabo de unos minutos sonó el móvil. Era mi madre. Habría podido no contestar. La habría llamado más tarde, o incluso enseguida. Pero contesté.

—Qué tal, mamá —dije al teléfono. Veía a Vanessa mirarme. Fingí no verla.

—Timmy —dijo mi madre—. ¿Cómo has pasado la noche?

Era una pregunta capciosa.

—Escucha, mamá —dije—. Estoy de nuevo en el aeropuerto, a punto de facturar. Te llamo…

Vanessa me hacía gestos con la mano. Quería que le diera las gracias a mi madre de su parte. Pero esto habría suscitado ciertas preguntas a las que yo no quería responder.

Al cabo de uno o dos segundos, Vanessa se dio por vencida. Aún recuerdo la expresión de su cara, una mezcla de confusión y tristeza. Quizá también un poco de enojo. Cogió su mochila, se la echó al hombro y abandonó la cola larga y se incorporó a la de los pasajeros de primera clase. Parecía nerviosa: daba continuos golpecitos con el pie y exhalaba largos suspiros. Sin duda no estaba acostumbrada a que la trataran así. Transcurridos unos minutos, volvió a mi fila. Yo todavía tenía el móvil pegado a la oreja pese a que no estaba hablando. Ella se inclinó hacia mí.

—Gracias por las últimas dieciocho horas —dijo. Habría podido decírselo entonces, debería haberlo hecho. Pero no lo hice. Y después ella se dio la vuelta y se alejó, y yo supe que ya no regresaría.

—Tim, ¿sigues ahí? —dijo mi madre al teléfono.

—Sí, aquí estoy —dije.

—¿Quieres llamarme tú? —dijo—. Solo quería asegurarme de que estabas bien.

—Vale, te llamo en cuanto lo haya resuelto todo —dije—. Adiós, mamá.

Dieciocho horas. Dieciocho horas. Casi un día entero. Pero lo más curioso —una pregunta que aún me formulo a mí mismo— es cuándo y por qué se había tomado ella la molestia de contar las horas que habíamos pasado juntos.