TIM
¿A santo de qué tu camiseta de bulldog?
Del orden al caos y otra vez al orden. ¿El señor Simon lo ha explicado ya? Cómo debe hacer esto una tragedia literaria: se pasa del orden al caos, y luego, una vez el héroe trágico encuentra su destino, a veces la muerte, se restablece el orden. Tened esto presente mientras escucháis: ¿hubo orden alguna vez, de entrada? ¿Vino a continuación el caos? ¿Llegó a restaurarse el orden? Yo sé lo que pienso.
Vanessa y yo regresamos y cruzamos el vestíbulo del hotel. Ahora ya éramos expertos, la mirada baja, los pasos rápidos, las manos aferradas a los bolsillos que contenían las llaves de la habitación, directos al ascensor vacío. Estábamos mojados y fríos, ella cojeaba porque le dolían los pies, y yo tenía la nítida sensación de que estábamos prácticamente solos. No era algo malo… Yo no tenía miedo. Si acaso me sentía libre. No nos miraba nadie. Nadie podía fastidiarnos, si vamos a eso.
—Cuando esté de nuevo en casa, voy a construir un iglú con mis hermanos —dijo Vanessa, que tenía las mejillas de un rojo brillante; me recordaban las manzanas de caramelo—. Qué raro que no lo hayamos hecho antes.
—Ahora ya tienes experiencia —dije yo—. Pero no creo que os salga uno tan perfecto como el nuestro. Esto, ¿pedimos chocolate caliente?
—Vale —contestó—. Los pies me están matando.
Para entonces estábamos ya en la puerta, así que saqué la llave con la mano roja, en realidad descolorida por el frío, pero hice lo que pude para ocultarla en la manga. Metí la tarjeta llavero en la ranura, pero no la cogía. Repetí la acción, pero esta vez me temblaba la mano. Con suavidad, Vanessa puso su mano cálida, de un color maravilloso, sobre la mía y la apartó. Sostenía su tarjeta; no la había visto sacarla. La deslizó hábilmente en la ranura de la puerta, y la luz roja se puso verde. Me dejó bajar la manilla, con lo cual fui el abridor oficial.
—Permitidme, mademoiselle.
Vanessa se quitó enseguida la ropa mojada. Yo me dirigí de inmediato al teléfono y llamé al servicio de habitaciones. Sonaba y sonaba. Marqué el número del mostrador de recepción.
—Llamo de la habitación nueve cinco seis —dije con seguridad, me parece—. ¿Hay en el hotel algún sitio donde podamos tomar una bebida caliente?
—Podemos subirles café o té —dijo el hombre con tono alegre—. El restaurante está cerrado y el servicio de habitaciones no reanuda su labor hasta las cinco.
—¿Y chocolate? —pregunté.
—Supongo que sí —respondió el hombre—. Llamaré a administración.
—Fantástico —dije—. Gracias.
Vanessa desapareció en el cuarto de baño llevando solo una camiseta sin mangas y los vaqueros mojados.
—Espera —dije, y acto seguido lo lamenté. ¿Qué pensaría ella? ¿Que quería entrar yo también?
Vanessa asomó la cabeza y levantó las cejas.
—Solo quería decirte que no te metas debajo del agua caliente con los pies congelados; te dolerán. Has de calentarlos despacio. Primero los mojas con agua templada, ¿vale? Ni siquiera templada; mejor tibia.
—¿Tibia? —dijo ella con una sonrisa que se le extendía por la cara.
—Sí, eso, tibia. Entre fría y caliente pero más fría que caliente.
—Ya sé qué significa «tibia» —dijo sin dejar de sonreír.
—Ah, bien —dije esperando no haber hecho el ridículo. Y entonces…
—No eres para nada como pensaba que serías —dijo, y cerró la puerta del cuarto de baño.
Nunca le pregunté qué había querido decir con eso. ¿Era yo mejor o peor de lo que pensaba ella? Pero me parece que no tenía por qué hacerlo. Le vi la mirada cuando lo dijo. Oí el tono de la voz. Ojalá también tú hubieras podido hacerlo.
Oí correr el agua en la bañera, luego hubo silencio mientras ella seguramente se mojaba los pies y por fin salió el agua por la ducha. Tuve en el estómago una sensación extraña que ignoré con todas mis fuerzas.
Yo seguía estando mojado, pero no tenía ni idea de qué hacer al respecto. No me atrevía a empezar a cambiarme. ¿Y si salía entonces ella de la ducha? Al final oí al mismo tiempo el ruido de la llave del agua al cerrarse y los golpes en la puerta. Pasé frente al baño, donde a unos centímetros estaba ella secándose con la toalla, y abrí la puerta. Una mujer de edad avanzada me dio una bandeja y se volvió. Supe al instante que era café por el olor. Quería para Vanessa chocolate caliente, quería que tuviera lo que quisiera, en serio. Recordé que en la bolsa me quedaban dos chocolatinas Hershey; las saqué y las desmenucé en las humeantes tazas.
Cuando Vanessa salió del cuarto de baño, le di una taza. La cogió, olió y sonrió. Llevaba el pelo cepillado y húmedo. Se había puesto una camiseta azul lavanda y unos pantalones de pijama floreados. La imagen de su camiseta era muy conocida… Yo no podía ubicarla. Un bulldog solitario; ¿dónde había visto eso antes? Y de pronto me acordé. El bulldog era la mascota de la Irving School.
A lo mejor había otras escuelas con la misma mascota. Un bulldog era algo bastante habitual, ¿no? Probablemente era la mascota de un montón de escuelas de la costa Este. O acaso ella tuviera un amigo en la Irving. Muy posible. La camiseta era chula. Si yo visitase a alguien que fuera a esa escuela, la compraría como recuerdo. No recuerdo cuánto tiempo estuve ahí intentando encontrar una explicación convincente para la casualidad del bulldog.
—¿Pasa algo? —preguntó Vanessa, titubeando en la puerta del baño.
—No —contesté. Mi mente me decía que le preguntase sin más, que quizá yo estaba sobreactuando. Pero no fui capaz. Supongo que en el fondo no quería saber—. De hecho he de confesar algo. Esto no es chocolate caliente, sino café con una tableta Hershey disuelta.
—¡Moca! ¡Perfecto! —exclamó, y luego tomó un sorbo.
La observé mientras ella dejaba la taza junto a la cama, revolvía en su bolsa y sacaba un monito de peluche. A continuación, se sentó con la espalda recta y las piernas cruzadas y la cabeza contra la almohada, que había apoyado en la cabecera.
—Un primor —dije. Una prima mía tenía un pequeño elefante gris que llevaba a todas partes consigo y al que siempre llamaba «primor».
—Gracias —dijo Vanessa con voz somnolienta—. Oye, estaba pensando a qué hora hemos de volver al aeropuerto mañana. Pensaba llamar a la compañía. ¿Tú te levantas temprano?
—Normalmente, sí —dije.
—Bueno, no te vayas sin mí —dijo ella.
—No lo haré, descuida —dije sonriendo para mis adentros. Era lo más divertido que había oído en toda la noche.
—Gracias —dijo entre bostezos—. Estoy muy cansada. —Parecía adormilada de veras. Me sorprendía que pudiera sentirse tan cómoda. Pero también era un alivio. Eso facilitaba las cosas. Se quedaría dormida y entonces yo podría ducharme y leer. Podría tomarme mi tiempo para dormirme. Sería casi como estar solo, pensaba yo.
—Eh —dije en voz baja, por si ya estaba dormida. No quería despertarla; podía preguntarle por la mañana.
—Qué —respondió. Tenía los ojos cerrados y parecía la mar de tranquila. Estaba abrazada a su monito. Tuve el impulso de decirle que se tumbara, que yo la arroparía.
—¿A santo de qué tu camiseta de bulldog? —pregunté.
—Ah… es de mi escuela. Ahora voy para allá. Soy estudiante de último año —respondió. Seguía con los ojos cerrados—. Por una parte me da miedo y por otra me muero de ganas de llegar. Tuve una fuerte discusión con mi novio y quiero que las cosas se arreglen entre nosotros cuando esté de vuelta. Todo se ha complicado. Últimamente, él no ha tenido un comportamiento normal. Ya está allí. Ha llegado hoy. En principio íbamos a vernos esta noche. Le he mandado un mensaje de texto contándole lo de la tormenta y todo eso, pero no ha contestado. Puaj. No quiero ni pensar en ello. —Vaciló un instante y confesó—: Tengo algo suyo.
Se agachó y revolvió en su mochila. A continuación, con orgullo y quizá también de mala gana, me enseñó un brazalete. Era una especie de hilo trenzado.
—Muy bonito —dije. No obstante, en mi cabeza estaba teniendo una conversación muy distinta. Ella tenía un novio, desde luego. Las chicas como ella siempre tenían novios. Y esos novios nunca eran gente como yo.
—¿Cómo se llama tu escuela? —pregunté.
—Irving School —contestó con toda tranquilidad, y tomó otro sorbo de la taza.
Así que nuestro tiempo compartido no había terminado. Y yo había dicho y hecho todas aquellas cosas estúpidas; me sentí como un idiota. Y ella tenía novio. Bueno, ¿qué más daba? Yo no pretendía ser su novio ni nada de eso. De pronto el olor procedente de la taza empezó a molestarme.
—¿Y adónde vas tú? —preguntó ella. Esta vez apagó la luz de su lado, dejando la mía encendida, y se acomodó en la cama. Se tapó hasta arriba con la colcha y cerró los párpados.
Al ver que yo no respondía, abrió los ojos.
—¿Vas a la escuela? —intentó de nuevo.
—De momento solo voy a Nueva York. Debo resolver unos asuntos —contesté. No podía decírselo.
—¿Dónde en Nueva York?
Su móvil pitó avisándole de un texto. Lo cogió, miró y luego gruñó. No sería el que estaba esperando.
—Eh, dame tu móvil —dijo.
—¿Por qué?
—Así puedo darte mi número —dijo incorporándose un poco.
Me levanté despacio y fui hasta la mochila, cogí el teléfono y se lo di. Ella tecleó un rato y me lo devolvió. Vi que en mi lista de contactos había escrito su nombre todo en mayúsculas —VANESSA—, como si se tratara de alguien importante o algo así. Pensé en borrarlo. Yo sabía que ella no querría estar en mi móvil cuando llegáramos a la escuela. ¿Cómo iba a explicar a los demás que se había hecho amiga mía? Pero lo dejé ahí. Me di la vuelta y lo guardé en la mochila, y cuando me volví, ella volvía a tener los ojos cerrados. Increíble.
Me puse en pie, recogí mi montoncito de ropa seca y entré en el cuarto de baño. Aún había algo de vapor de cuando la ducha de Vanessa, y alcancé a oler el jabón y el champú que utilizaba. Unos minutos antes, me habría gustado la idea de meterme en la ducha de la que ella acababa de salir, y de usar el mismo jabón que había tocado su cuerpo hacía unos instantes. Pero no me permití pensar en ello. Cerré la puerta, me quité la ropa mojada y me metí en la ducha. No llegué a abrir el agua. Lo que hice fue salir y ponerme la ropa seca. Cogí una toalla limpia del estante y sequé la bañera. Y en la bañera pasé el resto de la noche.