DUNCAN
Aquello fue entonces y esto es ahora
Duncan echó un vistazo a su diminuta habitación y se quedó sorprendido al ver que en el exterior estaba oscureciendo. Miró el reloj y vio que eran poco más de las seis. Ya llevaban media hora sirviendo cenas. Solo pensar que la historia del albino le había absorbido tanto, le daban ganas de darse cabezazos contra la pared. Deseaba acabar con todo aquello y no pensar siquiera en la clase de último curso del año anterior. Se había prometido a sí mismo que no permitiría que nada de eso le afectase ahora. Este año sería mejor. Fabuloso, incluso. Como tenía que ser. Pensó en lo que decía Tim de que ir a Irving era su última oportunidad para que en la secundaria le salieran bien las cosas. No quería compararse con Tim, pero se daba cuenta de que también esta era su última oportunidad en la enseñanza media. No dejaría que ningún obstáculo lo impidiera.
Sin embargo, Duncan no podía evitarlo, y le asombraba el hecho de que solo unos minutos antes de entrar en la habitación estuviera pensando en ese estúpido Trabajo de la Tragedia y que luego terminase enganchado al tesoro que Tim le había dejado. Era algo bastante friki, y también enigmático. Era como si Tim estuviera leyéndole el pensamiento. Dedicó otro minuto a recordar la última vez que vio a Tim y acto seguido intentó borrar la imagen. Duncan siempre le consideró raro, y para colmo recordaba efectivamente haber oído hablar de asuntillos con esa chica mona, Vanessa, cosas que no se confirmaron nunca pero sobre las que se especuló mucho después de lo sucedido. Había algo que Duncan no recordaba bien, sobre algún enredo o un enamoramiento. No, no era eso… pero habían corrido rumores acerca de una competición entre el chico albino y Patrick, el novio de Vanessa, que daba la casualidad de que era uno de los tíos más populares de la escuela. El que había dejado el bourbon a Tad. También era casualidad que Tad ocupara ahora la antigua habitación de Patrick. Con todo, se dijo, no quería preocuparse, no necesitaba saber. Aquello fue entonces y esto es ahora.
Duncan paró el cedé, se quitó los auriculares, se inspeccionó la cara y el pelo en el borroso espejo del tocador y abrió la puerta. Tan absorto había estado en los cedés de Tim, que tuvo la impresión de haber permanecido en una cámara insonorizada. Tuvo que sacudirse la sensación de encima. No obstante, mientras caminaba por el pasillo seguía pensando en Tim y Vanessa en la nieve y en que esa primavera pasada, el último día de clase, él y Daisy Picket habían acabado siendo las dos únicas personas en la mesa del almuerzo y se habían quedado allí sentados durante horas porque ni uno ni otro tenía que ir a clase alguna, hablando y riendo, y al final de la tarde se habían mutuamente dado masajes en la espalda mientras el personal de cocina lo preparaba ya todo para la cena.
Pensó que este iba a ser para él el punto de inflexión, el momento de su etapa secundaria en que por fin conseguiría todo lo que quisiera, principalmente después de estar tan cerca de perderlo todo. Tras aquella asombrosa tarde, había contemplado la posibilidad de proponer a Daisy dar un paseo, o desayunar juntos a la mañana siguiente. Los del segundo semestre del tercer año tenían permiso para esas cosas, y él siempre había querido aprovecharse de ello. Pero empezó a darle vueltas al asunto, a pensar por qué de repente ella estaba siendo tan amable con él. ¿Le daba lástima? ¿Le gustaba debido a la nueva posición de él en la clase? O peor aún: ¿sentía ella solo curiosidad? ¿Intentaba acercársele para que le hablara al respecto?
Cuando volvió a verla aquel fin de semana, las cosas habían cambiado —no entendía muy bien cómo ni por qué— y después, el martes, todo el mundo se fue y Daisy regresó a Connecticut y él volvió a Michigan y eso fue todo.
Al pasar, Duncan asomó la cabeza en la habitación de Tad y le alegró verlo allí.
—Eh —dijo.
—¿Dónde has estado, colega? —soltó Tad—. He llamado a tu puerta y nada.
—¿En serio? —dijo Duncan, turbado—. Pues estaba dentro.
—No sé, hermano, pareces colocado —dijo Tad dándole palmaditas en la espalda. Tenía que relajarse. Lo último que quería ahora era que la gente empezara a preguntarle si estaba bien.
—No, colega, no pasa nada —dijo Duncan con toda la indiferencia de que fue capaz—. Pero tengo hambre. ¿Has cenado?
—No, creo que ponen desayuno como cena. Algo que aborrezco. ¿A quién se le ocurre cenar crêpes? Antes he pasado para preguntarte si querías pedir una pizza de Sal’s. He estado todo el verano pensando en su pastel de cebolla y pimienta —explicó Tad, sentado en su cama perfectamente bien hecha y con el móvil en la mano.
Otra casualidad: desayuno en vez de cena. Ni en broma quería eso Duncan. Se sintió como si ya lo hubiera vivido. No obstante, quería ver a Daisy, y sabía que el comedor era el mejor sitio para tropezarse con ella.
—Si empiezo pidiendo pizzas la primera noche, voy a tener problemas —dijo Duncan—. Aparte de que quiero ver a la gente.
—¿Sabes una cosa? Tienes razón —dijo Tad, que guardó el móvil en el bolsillo delantero de los vaqueros y se puso en pie—. No quedaríamos muy sociables.
Posó la mano en el hombro de Duncan y lo acompañó a la puerta.
—Eh, más tarde organizo una partida de póquer. Apartaré la cama de la pared y la utilizaré como mesa. ¿Vendrás? Recuerda que tengo bourbon.
—Sí, mola —dijo Duncan.
Bajaron las escaleras y cruzaron una sala redonda con vidrieras de colores hasta llegar al concurrido comedor. Se pararon un momento. Tras un largo verano de haber comido en la tranquila cocina con la familia, suponía una cierta conmoción. Pero inspiraron hondo y entraron en la bulliciosa estancia. Duncan tenía una rutina: primero inspeccionar el plato principal y luego, si no le convencía, el bufé de las sopas y ensaladas, y, como último recurso, un bocadillo de jalea y mantequilla de cacahuete. El caso es que, en la Irving School, la comida era muy buena. Procuraban contar con productos locales frescos, y como estaba cerca de la ciudad de Nueva York y del valle del Hudson, había mucha variedad. Una noche a la semana se servía pasta fresca de Arthur Avenue, en el Bronx. Otra, chuletas de cordero de una granja situada carretera arriba. Por lo visto, las verduras también eran de la zona. Pero Tad estaba en lo cierto: era un desayuno, lo que tampoco era del agrado de Duncan. Esa noche había crêpes —solas o con arándanos—, como había dicho Tad. Las servían con sirope de arce, que según un letrero cercano escrito con tiza procedía de una granja de Poughkeepsie.
Duncan deambuló por el bufé de las sopas, mirando distraídamente las distintas opciones, entre las que estaban el bisque de tomate y el chowder de maíz, cuando vio a Daisy en el otro lado de la sala. Le sorprendió su reacción física: perdió por completo el apetito y sintió una tremenda necesidad de sentarse porque le fallaban las piernas. Al mismo tiempo no podía apartar los ojos de ella. Daisy estaba en la cola de las crêpes, con una camiseta de bulldog lila claro y unos pantalones grises de chándal ajustados que le resaltaban las curvas. A Duncan no se le había ocurrido nunca que los pantalones de chándal pudieran ser tan elegantes. Y la camiseta la recordaba del año pasado. Era la de la escuela: un simple bulldog delante, sin palabras. De todos modos, cada año se ponía de moda un color. El año anterior había sido el lila y lo llevaban todos, chicos y chicas. Se preguntó por un momento cuál sería el color que se impondría este año.
Echó a andar hacia la cola de las crêpes. Esta noche comería crêpes. Tampoco había para tanto. Escogería las sencillas y las acompañaría con el sirope de arce de Poughkeepsie. Hablaría con Daisy. Lo tenía todo planeado: diría hola y le preguntaría qué tal el verano y luego podrían hablar de las camisetas y del color que se llevaría este año. El naranja podría funcionar, diría él. A decir verdad, el color de las camisetas le daba igual, pero sabía que a ella no. En todo caso, no podía hacerlo. Ella estaba con sus amigas: Violet, Sammie y Justine. Todas llevaban camisetas lilas y pantalones de pijama, una tradición de Irving entre los alumnos de último curso cuando se servía desayuno como cena. Miró alrededor. La mayoría de las chicas del último curso llevaban puesto una forma u otra de pijama, pero los chicos no. Vio a Raymond Twinkle en el otro extremo de la sala y se rio. Lucía un simple pijama rojo de franela. Pero los otros llevaban vaqueros o caquis.
—¿No tienes hambre? —preguntó Tad, que se le acercó por detrás. Su bandeja rebosaba de todo: crêpes y beicon, sopa, ensalada, además de los bollos de canela que estaban en la sección de postres.
—Creía que no te gustaban los desayunos como cena —dijo Duncan señalando la bandeja.
—Un tío ha de comer —soltó Tad—. ¿Qué haces aquí como un pasmarote? ¡Pilla algo!
—Es que aún no me he decidido —dijo Duncan—. Nos vemos en la mesa.
Duncan se sirvió rápidamente chowder de maíz y cogió algunas galletas. Miró de nuevo la cola de las crêpes en busca de Daisy, y ella ya no estaba. Mientras se dirigía a la mesa de Tad, vio allí a los otros. Algunos le saludaron con la mano y le sonrieron. Sin embargo, se sorprendió a sí mismo pensando en Tim y Vanessa. ¿Cómo había sido la primera noche de Tim en el comedor? No se sentó con el grupo, Duncan ya sabía eso; seguramente se sentó solo en una de las mesitas redondas del rincón, junto a los ventanales. Qué curioso. Duncan había estado ahí todo el tiempo pero no le había prestado atención. Hasta el final, al menos.
Al sentarse, Duncan tuvo la inequívoca sensación de que había interrumpido algo. Juraría que Tad había hecho callar a Jake. Pero se dijo que no debía ponerse paranoico. Se esforzó por participar en la conversación desenfadada de la mesa, y contó lo que ahora —con cierta perspectiva— era una divertida historia sobre una excursión de pesca con su familia al norte de Michigan a principios de agosto. De todos modos, le costaba mantener la concentración, y cuando llegó a la parte sobre lo que su familia denominaba «la interminable caminata», apenas era capaz de continuar. De algún modo, aunque en ese momento no fuera del todo así, le recordó aquella terrible noche del febrero anterior.
—Mi padre iba como quinientos metros por delante —explicó. Todos los ojos estaban fijos en él, luego ahora ya no podía parar—. Mi madre prácticamente se había dado por vencida. Estaba sentada en una roca con los ojos cerrados. Llevábamos horas andando, cada uno culpando a los otros por no haber mirado bien el mapa. Las cañas de pescar pesaban. No teníamos comida. De pronto mi padre dobló una curva. Y cuando volvió, estaba riendo. Nos gritó que lo siguiéramos. Y justo ahí, al final de una larga ladera, ¡había un inmenso centro comercial con un Target y un Burger King! Y nos creíamos perdidos en territorio salvaje.
—¿Y luego qué hicisteis? —preguntó Tad.
—Tomamos un Whopper —contestó Duncan, y todos se rieron. Sin embargo, él se sentía vacío. Las excursiones a la naturaleza no suelen terminar así. Todos los sentados a la mesa lo sabían, pero Duncan había sido el único en verlo; los demás solo habían oído hablar de ello. Vio el momento en que las cosas pasaban de ser buenas a ser malas. Vio la sangre en la nieve. Meneó la cabeza para intentar enviar la imagen de nuevo a los rincones más recónditos de su mente, en los que no era tan accesible. Durante los últimos meses había pugnado por lograrlo.
Cuando todos se levantaron con el propósito de encontrarse con la mayor discreción posible en la habitación de Tad en diez minutos, Duncan ya sabía que él no iría. Tenía que averiguar qué había sucedido en aquella habitación de hotel en la nevada Chicago ocho meses atrás. Necesitaba saber qué había dado lugar a aquella noche espantosa.