TIM
Si a una chica le das una crêpe…
En el tiempo transcurrido desde que ella me llamó hasta que entré en la habitación algo había cambiado. Hasta el momento Vanessa se había mostrado bastante amable. Tal vez era parte de su plan, pero la verdad es que no lo creo. Quizá sintió de repente la misma incomodidad que yo. ¿Quién sabe? Nunca llegamos a hablar de eso; no era un tema habitual.
Vanessa ya había tomado posesión de la cama más próxima a la ventana y estaba desenrollando el cable del iPod y colocándose los auriculares en las orejas. Me dirigí a la ventana pasando por su lado y miré hacia fuera. La imagen de aviones aterrizando habría sido increíble si no hubiera nevado tanto o si hubiera habido aviones. Amainaba el viento. A cierta distancia una bandera ondeaba apenas, pero la nevada parecía intensa: la nieve ya alcanzaba un grosor de entre doce y quince centímetros, y seguía cayendo.
—¿Tienes hambre? —pregunté al tiempo que me volvía hacia la habitación. ¿Cómo iba a superar la noche con ella tan cerca? No sería capaz de relajarme, y no digamos dormir. Debería haberme quedado en el pasillo.
Vanessa no respondió. Le di unos golpecitos en el pie y reaccionó con un leve respingo. Bajó de mala gana el volumen del iPod y me miró expectante; tuve la clara sensación de que estaba molestándola.
—¿Tienes hambre? Podemos pedir servicio de habitaciones.
—Vale —dijo, y apagó el iPod aunque se dejó puestos los auriculares—. ¿Hay un menú?
Encontré uno en la mesa y se lo di. Vanessa olía a limón mezclado con detergente. Yo no tenía demasiada hambre, pero sentí el impulso de estar ocupado en algo.
—¿Qué tal un bocadillo de dos pisos y patatas fritas? —sugirió ella.
—Vale —dije yo—. ¿Tienen bistec… filet mignon o algo así? Parece algo adecuado para pedir al servicio de habitaciones.
Ella miró.
—Ajá.
Cogí el teléfono y marqué el número de la operadora. Vanessa volvió a su música.
—Eh, espera —dijo antes de que nadie respondiera mientras se quitaba los auriculares—. Tengo una idea mejor.
—¿Diga? Servicio de habitaciones —dijo alguien a mi oído. Me sentí como un ciervo paralizado por los faros de un coche. ¿Qué debía hacer? ¿Colgar? ¿Ceñirme al plan inicial?
—Hola, estamos en la habitación novecientos sesenta y cinco, y queríamos pedir servicio de habitaciones, por favor —dije no sé cómo—. ¿Puede aguardar un momento? —Tapé el micro del pesado teléfono—. ¿Qué idea es esta?
—Pidamos el desayuno para cenar, me encanta hacer esto —dijo—. Crêpes, beicon, salchichas… todo. Ah, ¿tienen bollos de canela?
Sonreí para mis adentros porque eso encajaba con la fantasía que estaba creciendo a toda prisa en mi cabeza: aquí no funcionaban las normas habituales; registrarse en un hotel con una chica guapa, desayunar en vez de cenar. ¿Qué otra cosa iba a significar eso?
Me aclaré la garganta y pedí todo el menú del desayuno.
—¿Querrá también café, señor? —preguntó la voz.
—Claro, cómo no —dije yo.
—Entonces, en una media hora estará todo, señor —dijo la voz.
—Muy bien, gracias.
Encendí el televisor y esperé. Cuando por fin llamaron a la puerta, di un salto de casi un metro.
—¿Quién es? —preguntó Vanessa alzando la vista.
—El servicio de habitaciones —contesté azorado.
Tan pronto estuvo todo dentro, Vanessa se puso en pie y levantó todas las tapas de plata. Había un enorme montón de crêpes humeantes rezumando mantequilla y azúcar blanco en polvo, beicon, salchichas y una carne en forma de hogaza que no supe identificar, una tortilla con minigofres y una bandejita con bollos de canela.
—¿Qué te apetece? —preguntó ella. Me acerqué unos pasos a la mesa portátil. Olía toda la comida, pero intenté captar el aroma superpuesto de Vanessa. Fingí mirar el surtido de manjares, pero imaginé que notaba la energía que surgía de su brazo, como si fuera eléctrica o algo así. La absorbí durante un minuto y retrocedí.
—Elige tú —dije intentando respirar con normalidad.
—¿Qué tal si compartimos? —dijo ella con una sonrisa.
Cogió la bandeja de las crêpes y cortó el montón por la mitad. Con sus manos perfectas confeccionó dos platos perfectos con un poco de todo. ¿Cómo sería que te tocase una de esas manos? Cuando me pasó el plato, estoy seguro de que estaba ruborizándome, lo cual, como cabe suponer, en mi cara equivale a un incendio desatado.
—¡Ñam, ñam! —exclamó, y se sentó en el borde de la cama y comió con avidez, derramando sirope en la manta y su blusa. Su actitud desinhibida me intimidaba.
Yo me senté a la mesa. Estaba todo delicioso, y una vez hube empezado a comer ya no pude parar.
—Entonces, ¿qué te gusta hacer? Cuáles son tus aficiones, quiero decir —dijo. Yo no podía menos que reír. Vanessa estaba intentando entablar una conversación de mesa.
—Me gusta leer —respondí, y al instante me di cuenta de que sonaba un tanto ridículo—. Y correr. Campo a través. —No le expliqué que para mí correr era uno de los mejores medios para escapar y estar solo. Pero sí le dije que me hacía feliz.
—¡A mí también! En la escuela estoy en el equipo de atletismo —dijo levantando los ojos. Le goteó un poco de sirope en la pierna. Vio que yo miraba, y para limpiarse se valió de un dedo que acto seguido se metió en la boca.
»Oh, lo siento, soy una cerda. Es que todo esto me encanta —dijo—. En la escuela hacen esto una vez a la semana… tomar el desayuno a la hora de la cena. Gofres, tortillas, frittatas, quiche, bollos de canela. Algunos lo aborrecen, pero a mí me gusta un montón.
—¿Dónde…? —empecé a decir al comprender que no tenía ni idea de adónde quería ir a parar. Pero me cortó.
—A que no sabes de qué tengo ganas ahora —dijo ella con el semblante más feliz que yo le había visto—. ¡De jugar en la nieve!
—Estás de broma, ¿no? —solté—. He reservado la última habitación de hotel en un radio de treinta kilómetros y lo único que se te ocurre es salir afuera.
—Ya, lo entiendo —dijo sonriendo—. Pero después volveré encantada.
—Vaya alivio —dije—. Por un momento me ha parecido que lo había hecho todo en balde. Por cierto, hace un tiempo de perros.
Vanessa dio un salto y se acercó a la ventana.
—No hay para tanto —dijo ella—. Justo aquí abajo hay un aparcamiento que parece estar vacío. ¡Podemos hacer un muñeco de nieve!
Me puse a su lado en la ventana y miré. Nuestras respectivas manos colgaban una al lado de la otra. La energía otra vez.
—Podríamos hacer una estatua del hombre que se encontró mal en el avión —sugerí yo.
Me miró como si yo estuviera loco.
—Una especie de muñeco de vudú —expliqué—. Quizás así se sentiría mejor.
Nos reímos; qué bien nos sentó aquello.
—A saber qué le pasó —dije.
—Creo que un aneurisma cerebral —dijo ella con toda naturalidad.
—Vaya, pensaba que había sido solo deshidratación o algo de eso —dije serio.
Vanessa volvió a reírse. Yo no pretendía ser gracioso, pero habría aceptado su risa de cualquier modo. Me quedé pensando en qué otra cosa le parecería divertido.
—Entonces, ¿cómo es que después de comer crêpes te entran ganas de jugar en la nieve? —pregunté por fin, desesperado por romper el silencio.
—En invierno, cuando estoy en casa, mi madre nos prepara crêpes en las mañanas nevadas, como estas de beicon y sirope, y luego mis hermanos y yo pasamos el resto del día jugando en el patio. Es uno de mis días de descanso preferidos.
—¿Cuántos hermanos tienes? —pregunté para ganar tiempo. No estaba seguro de querer ir afuera.
—Venga, menos rollos —dijo ella leyéndome el pensamiento—. Tengo tres hermanos. ¿Estás listo?
—Sí —dije.
Empezamos a sacar cosas de las mochilas. Decidí seguir con los vaqueros y ponerme los pantalones del chándal cuando volviera a entrar. ¿Tenían agujeros? ¡Que no tengan agujeros, por favor!
Vanessa ya estaba envolviéndose el cuello con una bufanda y poniéndose el abrigo. Al ver que yo no me movía, se paró y me miró.
—No voy a abandonar —dijo—. Si no vienes, supongo que puedo ir sola. ¿Conoces el libro Si le das un bollo a un alce? Pues en este caso sería Si das una crêpe a una chica en una tormenta de nieve… Soy imparable.
Me lanzó la chaqueta y me la puse mientras la miraba seguir enrollándose la bufanda verde alrededor del cuello de modo que las trenzas quedaran aprisionadas. Sentí el impulso de acercarme y liberarlas de su cautividad… pero no hice nada.
Al cabo de unos instantes, salimos por la puerta al mismo tiempo, casi atropellándonos uno a otro como en un gag humorístico, y ella soltó una risita. Di un paso atrás dejando que pasara ella primero y luego la seguí.
—Entonces, qué, ¿muñeco o pelea con bolas de nieve? —preguntó mientras estábamos en el ascensor. De tan concentrado que estaba en ella, por un instante olvidé adónde íbamos—. Si eliges pelea, hemos de acordar la cantidad de tiempo que tiene cada uno para construir un fuerte y acumular munición. Pienso que en general bastan siete u ocho minutos; mis hermanos suelen pedir diez.
—Pues vaya, sí que os lo tomáis en serio —dije—. Pero se me ocurre algo mejor.
—¿Qué? —preguntó Vanessa justo cuando se abrieron las puertas y vimos el abarrotado vestíbulo. Se rompió el hechizo. Permanecí callado mientras salía del ascensor detrás de ella. Todos los rostros se volvieron hacia nosotros, pero no parecía que estuvieran observando mi rareza ni la belleza de Vanessa. Las miradas eran calculadoras y un tanto desesperadas.
—Me da la impresión de que alguien se nos va a echar encima para quitarnos la llave —susurré a Vanessa mientras nos dirigíamos deprisa hacia la puerta, que se abrió emitiendo un soplido. Ya en el exterior, ambos exhalamos un suspiro de alivio.
—Bien, ¿cuál es esa idea? —volvió a preguntarme.
—¿Y si construimos un iglú? —propuse. Ni siquiera ahora sé cómo se me ocurrió aquello. Cuando era pequeño, nunca me dejaron hacer ninguno porque mi madre creía que eran peligrosos (y, ya puestos, también los túneles de arena). Nunca lo entendí. Siempre puedes encontrar la salida a empujones, ¿no? Además, en este momento molaba la idea de quedarme enterrado en la nieve con ella.
Vanessa inspeccionó la nieve calculando su espesor y se agachó para coger un puñado y ver la textura.
—Buena nieve, compacta —concluyó—. No he hecho nunca un iglú. ¿Cómo se hace?
La verdad es que no tenía ni idea, pero ahora no había vuelta atrás.
—Te haré una demostración de la técnica para construir un iglú, Vanessa Sheller —dije con seguridad—. Hay que empujar la nieve y formar un montón grande, quizá por ahí, y luego vaciarlo. Después podemos prensar por dentro, y así ya debería aguantar.
—Parece un buen plan —dijo ella, pero no hizo movimiento alguno para comenzar a construir nada—. Vaya, aquí fuera se está de muerte. —Vi que alzaba la cabeza al cielo y luego vislumbré unos cuantos copos en su lengua. Sin embargo, lo que de veras me fascinó fue el modo en que la nieve se le acumulaba en la punta de las botas. No sabía si le llegaba a los tobillos y los enfriaba. Y después me imaginé sus calcetines. Arriba en la habitación no me había fijado en ellos, y ahora lo lamento. ¿Eran de rayas? Quizá verdes y amarillos; esta parecía ser su combinación de colores. ¿Y las uñas? ¿Las llevaba pintadas? De pronto reparé en que con toda esa nieve me sentía asombrosamente como si en vez de destacar pasara desapercibido.
—¿A qué esperas? —dije, y me puse a arrastrar nieve con los pies hasta un rincón del vacío aparcamiento, justo a un lado del hotel. Vanessa se apuntó y empezó a coger brazadas de nieve húmeda que iba añadiendo al montón. Trabajamos así un buen rato, y al final paré para intentar secarme. Tenía los vaqueros empapados y la chaqueta blanca. Como no llevaba gorro, el pelo también estaba húmedo, pero esto me gustaba, pues sabía que cuando tenía el pelo así, sobre todo en la oscuridad, parecía casi castaño.
Me impactó una bola de nieve procedente de un lado, alcé la vista y vi a Vanessa que me sonreía.
—Muy gracioso —dije intentando actuar con normalidad sin que se notara que apenas podía respirar y sabiendo que recordaría durante mucho tiempo esa sonrisa y la sensación de la bola de nieve.
—Eh, no has terminado tu lado del iglú —dije.
—Eres un verdadero tirano, ¿eh? —dijo, pero lo dijo con tono amable.
—Eras tú quien querías salir y jugar en la nieve —señalé. Vanessa se había ido al otro lado de la estructura que estábamos haciendo y no podía verme, por lo que tuve tiempo de fabricar seis bolas de nieve.
—Aquí la palabra clave sería «jugar» —dijo.
Guardé las bolas en la chaqueta y rodeé el iglú hasta la parte delantera fingiendo examinar nuestros progresos. Y de repente le arrojé una bola tras otra. Para cuando le había lanzado la sexta, ella estaba riéndose tanto que tuvo que sentarse en la nieve. Esa risa… era como una droga. Cuanto más tenías, más querías.
El montón se había convertido ya en una minimontaña, así que me tumbé boca abajo y me puse a vaciar el interior. Tenía las manos congeladas, pero igualmente seguí sacando nieve. Casi sin darme cuenta ya había hecho una pequeña habitación. Me metí de espaldas en el espacio.
—Eh —grité desde dentro—. Ha funcionado.
Vanessa se acercó y miró escéptica. Se volvió y fue metiéndose hasta quedar a mi lado. Era un espacio minúsculo, por lo que ella estaba prácticamente encima de mí. La mitad izquierda de su cuerpo estaba pegada a la mitad derecha del mío. Su pelo mojado despedía un aroma a lavanda o romero que yo no había olido antes. Cerré los ojos y aspiré.
«¿Me atreveré a besarla?», pensé.
Cinco horas antes aquel era el último lugar del mundo en que pensaba que iba a estar yo. Era como si, tras entrar en el aeropuerto, alguien me hubiera dicho que dentro de cinco horas estaría en una playa de arena rosada de las Bahamas balanceándome en una hamaca tomándome una piña colada. No me lo habría creído. Desplacé la mano a la parte superior de su mitón.
—¿Tienes las manos calientes? —pregunté.
—Sí, estos mitones son fantásticos —contestó bajando la vista a sus manos y, supongo yo, a mi mano desnuda—. La verdad es que son de mi hermano Joey. Los metí en la bolsa en el último momento… Va a ponerse furioso.
—¿Por qué no te quitas uno? —me oí decir—. Tengo la mano congelada.
—Oh… claro —dijo, y se lo quitó—. Toma, póntelo un momento. —Me dio el mitón, pero yo meneé la cabeza.
—No, me refería a si podía dejar mi mano fría junto a tu mano caliente, para entrar en calor —dije sonriendo—. ¿No es esto lo que hay que hacer cuando uno está congelándose? ¿El contacto corporal?
Vanessa puso los ojos en blanco, pero también aprecié un esbozo de sonrisa. Extendió la mano, y yo se la cogí. Tenían que ser unos mitones fabulosos, porque era la mano más cálida que he sentido jamás. Nos quedamos así un rato; un par de minutos, a lo mejor tres. Cuando empecé a apretar un poco, ella retiró la mano y salió del iglú. Permanecí inmóvil un largo segundo y luego seguí sus pasos.
—Hemos de volver a la habitación —dijo—. Pero gracias por haber salido conmigo. Ha sido de veras divertido.
—¿Hemos de volver? —pregunté.
Ella se detuvo.
—Para empezar, eras tú quien no quería salir —dijo con buenas maneras—. Pero la verdad es que tengo ganas de entrar. Se me están congelando los pies.
Yo no quería que se le congelasen los pies.
—Vale, entonces entremos —dije—. Y para que conste, y eso que normalmente no admito errores ante personas que conozco hace apenas unas horas, tienes razón. Ha sido divertido. —Lo que no dije fue que me preocupaba que acaso fuera lo más divertido que iba a pasarme en mi vida.