DUNCAN
¿No estoy en un lío, entonces?
Llorando casi todo el rato, Duncan se lo contó todo al señor Simon. Viéndolo en retrospectiva, seguramente fue de ayuda, si bien Duncan no habría podido planearlo ni provocarlo aunque hubiera querido. Sus lágrimas eran de verdad.
Duncan sabía que iba a recibir una reprimenda, que incluso podía ser expulsado, así que no tenía nada que perder. En su relato utilizó las palabras que habían estado arremolinándosele en la cabeza: «magnitud», «error trágico», «caos y orden», «catarsis». Contó la historia de Tim y la suya propia, que entrelazó con Vanessa y Daisy. Hizo referencia a Hamlet, El rey Lear y Romeo y Julieta.
Cuando hubo terminado, se recostó. Ya no lloraba. El señor Simon se quedó mirándolo con expresión de asombro en el rostro. Duncan pensó en lo que estaría haciendo Daisy: si le daba miedo lo que fuera a pasarle, la posibilidad de perderlo todo.
El señor Simon se aclaró la garganta.
—Necesito tiempo para procesar todo esto —dijo por fin.
Duncan titubeó. De nuevo consideró que no tenía nada que perder.
—Daisy y yo no estábamos haciendo nada —soltó—. No la he llevado a mi habitación para acostarme con ella ni nada de eso.
Tan pronto lo hubo dicho, le pareció inaudito haber hablado así a un profesor. Pero era preciso que lo supiera.
«Yo también he sido joven», fue todo lo que dijo el señor Simon, que se levantó, abrió la puerta y despidió a Duncan. Duncan oyó a su espalda cerrarse la puerta y correrse el pestillo.
Lo que más deseaba en el mundo era ir en busca de Daisy, desde luego. Pero no se atrevía. Ni siquiera le mandó mensaje alguno por si más adelante eso se podía usar como prueba de algún tipo. De modo que fue a la sala redonda, se sentó en la silla que había junto a la ventana y esperó. Pensó que podría dedicar un rato a su Trabajo de la Tragedia…, subir a toda prisa y conectar el portátil… pero decidió que, si al final iban a expulsarle, sería una pérdida de tiempo.
La gente pasaba y saludaba. Duncan saludaba a su vez, pero apenas podía apartar los ojos de la escalera, esperando ver a Daisy. La echaba de menos.
Por fin apareció el señor Simon. Al principio hizo el gesto de dirigirse a la escalera, pero en el último instante entrevió a Duncan.
—¿Quiere venir conmigo, por favor? —dijo empleando un tono mucho más amable que el de antes.
—Claro, ¿adónde? —Duncan se levantó.
—Al despacho del señor Bowersox —dijo el señor Simon.
Ay, ay, ay.
—¿Qué tal Daisy?
—Daisy está bien —dijo el profesor, afable.
—¿Se ha metido en un lío?
—No —contestó.
Duncan notó una oleada de alivio; pensó que igual tenía que sentarse otra vez, pero consiguió mantenerse en pie.
—Gracias por decírmelo —dijo, y siguió al señor Simon más allá del comedor, en dirección a las oficinas. El señor Bowersox salió a recibirles.
—Hola, señor Meade —dijo en tono también afable. Duncan no entendía qué pasaba.
—Hola, señor Bowersox —dijo.
—Adelante, por favor —dijo el director.
Duncan aguardó a que el señor Simon escogiera una silla y a continuación se sentó a su lado. Se sentía torpe, resignado. Mientras Daisy se encontrara bien y no estuviera en un apuro, podría manejar cualquier cosa. Daba la impresión de que llevaban largo rato sin hablar.
—El señor Simon me ha puesto al corriente de todo —dijo el señor Bowersox mirando a los ojos a Duncan, que asintió con la cabeza. Duncan interpretó que el director sabía lo de haber metido a Daisy a escondidas en su habitación, seguro. Era cierto…, no iba a negarlo.
»El señor Simon está preocupado —dijo lentamente, con su estilo de director.
Duncan asintió otra vez. El señor Simon estaba preocupado, claro. Para Duncan eso era razonable.
—Señor Simon, ¿quiere hablar usted o me lo deja a mí? —dijo el señor Bowersox.
—Mejor usted —dijo el señor Simon—. No estoy seguro de qué decir.
Ahora Duncan se sentía confuso. Le extrañaba que el señor Simon no estuviera seguro de qué decir. A lo largo de los años habría lidiado más de una vez con esa clase de situaciones. Duncan miró al señor Bowersox.
—Pues muy bien —dijo el señor Bowersox—. Al señor Simon le preocupa haber llevado el asunto de la tragedia demasiado lejos.
Duncan miró al señor Bowersox y luego al señor Simon, que estaba sentado con las manos cogidas delante y la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Duncan.
—Me ha hablado sobre la conversación que han tenido ustedes, y claro, sé que podríamos discutir más sobre ello, pero tiene la impresión de que esta idea de la tragedia quizás ha acabado demasiado incrustada en su modo de razonamiento, señor Meade.
Duncan no sabía qué pensar. Eso no era ni mucho menos lo que esperaba de esa reunión.
—Me ha contado su implicación con Tim Macbeth, su relación con Daisy Picket, pero lo más perturbador para él es el modo en que es usted capaz de utilizar esas palabras, las relacionadas con una tragedia o un suceso trágico, su facilidad para manejarlas, como si hubiera estado realmente pensando en ellas, identificándose con ellas. ¿Cree que esto se ha convertido para usted en un problema?
Duncan pensó durante unos instantes. Había sido Tim quien había planteado la idea de que su historia estuviera conectada con el concepto de tragedia, no el señor Simon. Y lo ocurrido el año anterior no era culpa del Trabajo de la Tragedia. Tuvo unas ganas tremendas de hablar con Tim; ojalá pudiera decirle lo que pensaba. A lo mejor podía llamarle. Podía averiguar el número de teléfono de sus padres y ponerse en contacto con él. No obstante, sabía que eso tardaría demasiado; tuvo el presentimiento de que esa preocupación del señor Simon se desvanecería con el tiempo, y en ese preciso momento sintió que gozaba de cierta ventaja. Y eso le gustó.
Además, se dio cuenta de que en realidad no tenía por qué hablar con Tim: ya sabía lo que este le diría.
—Ha sido un curso fabuloso y también duro, y desde luego el Trabajo de la Tragedia ha sido una especie de amenaza sobre mí, sobre todos, desde el primer día —dijo Duncan—. Pero no echo la culpa al señor Simon, ni a lo que nos ha enseñado, de nada de todo aquello tan horrible que pasó. Si acaso, le considero un profesor alucinante que me ha ayudado a organizar un poco todo esto, a entenderlo.
El señor Bowersox sonrió.
—Eso es exactamente lo que pienso yo —dijo.
El señor Simon alzó la vista.
—Gracias —dijo—. Y si al señor Bowersox le parece bien, me gustaría aceptar la conversación que hemos tenido como su Trabajo de la Tragedia. A mi modo de ver, es tan válida como la defensa de una tesis.
El señor Bowersox cabeceó.
—¿No estoy en un lío, entonces? —preguntó Duncan.
—No —respondió el señor Simon—. Y no vuelva a llevar a Daisy a la habitación, no quiero enterarme de si ha estado o no con ella; pero hemos decidido dejarlo correr en vista de todo lo que ha pasado.
—Gracias —dijo Duncan, que no pudo reprimir la sonrisa. Esperaría al pie de la escalera hasta que Daisy lo viera. Le diría lo mucho que ella significaba para él y que tendría esto presente cada día. Y si ella quería, le ayudaría a redactar su Trabajo de la Tragedia: al parecer, era un experto en la materia, por fortuita que fuera la cosa.