TIM
El universo no funciona bien
Es difícil no preguntarse qué habría pasado si las cosas hubieran sucedido de otra manera. Si el avión hubiera despegado a su hora o si yo no me hubiera aventurado durante unos minutos fuera de la zona de embarque. Pero eso es lo que hice. Ansiaba desaparecer. Así que dejé la enorme mochila en el asiento y caminé entre la multitud con la cabeza gacha, hacia el baño, atravesando el concurridísimo vestíbulo. Los aseos también estaban más llenos de lo habitual, pero por suerte el retrete del final —el destinado a personas en silla de ruedas— estaba libre. Cerré la puerta y me senté en la tapa del váter, solo respirando y tratando de no pensar en la cola que estaba formándose fuera. Cuando me sentí mejor, me lavé las manos y, siempre con la cabeza baja, salí a toda prisa y regresé a mi asiento.
Teniendo en cuenta que ando muy a menudo con la cabeza gacha, me sorprende que esto no ocurra con mayor frecuencia, pero el caso es que no suele ocurrir. Había dado dos pasos en el vestíbulo cuando noté el impacto, un cuerpo fuerte y pequeño que se estrellaba contra mi costado izquierdo seguido de un líquido helado en la camisa y el cuello. Creo que también recibí un golpe en la nuca. No es que me importase mucho que algo me golpeara o se me derramara encima, pero sí que detestaba la idea de tener que detenerme a hablar con un desconocido que, una vez superada la impresión, me miraría como diciendo: «¿Qué le pasa a este tío?».
—Lo siento, lo siento —dijo la chica. Enseguida supe que no lo sentía realmente. Estaba molesta. Mantener la cabeza gacha y los ojos fijos todo el rato en el suelo han fortalecido mis otros sentidos, sin duda, y una de las muchas cosas que he aprendido es que, en cuanto a lo que una persona quiere decir, el tono es mucho más elocuente que las palabras.
—No pasa nada —dije sin dejar de mirar hacia el lugar al que me dirigía. Veía al frente mi asiento (al menos creía que era el mío), que al parecer alguien había ocupado. No tenía que haber dejado la mochila ahí.
—Deja que te ayude —dijo ella, que se colocó delante de mí con un montón de servilletas estrujadas en la mano. Alcancé a ver los auriculares en sus oídos, y ante mí destelló el color verde, y después las trenzas, y el jersey amarillo. Era «ella».
—Estoy bien, en serio —dije sin mirarla a los ojos.
—Te he puesto perdido de Coca-Cola light —dijo—. Va a quedar todo pegajoso.
—¿La Coca-Cola light se vuelve pegajosa? —pregunté—. Pero si no lleva azúcar.
La chica parecía exasperada y me dio unas cuantas servilletas. Me pasé una sin ganas por la camisa y el cuello.
—Gracias —dije—. Debo volver. Creo que alguien me ha cogido la mochila mientras estaba en el servicio.
—¿La has dejado ahí? —preguntó ella.
Me volví para mirarla. A estas alturas ella ya habría notado que yo era diferente, así que ya no quise seguir perdiendo el tiempo fingiendo e intentando no ser visto.
—Sí, estaba todo tan lleno que no quería perder el sitio —dije.
—Pero es un aeropuerto —dijo—. En un aeropuerto no se pueden dejar cosas desatendidas. Alguien podría pensar que se trata de una bomba.
—Vaya, no había pensado en lo de la bomba. —Se me pasó por la cabeza preguntarle cómo es que tenía los ojos cerrados mientras la gente embarcaba si tan interesada estaba en la seguridad del aeropuerto, pero preferí no decir nada.
Empezó a oírse una voz por los altavoces, y ambos nos volvimos y echamos a andar al mismo tiempo. Yo me dirigí a mi asiento, que ahora estaba ocupado por un hombre de edad avanzada, y ella caminó directamente hacia la puerta de embarque. Cuando nos separamos, asentí con la cabeza.
—¿Había aquí una mochila cuando se ha sentado? —pregunté al hombre, que debía de tener como mínimo ochenta años y cuyo cabello era blanco y grasiento.
—Chist —dijo él llevándose un dedo a los labios. Con la otra mano señaló mi mochila, que estaba apoyada contra la pared. Luego hizo un gesto hacia la agente de embarque—. Va a decirnos algo.
La mujer nos dijo que se habían cancelado todos los vuelos. Todos y cada uno. El alivio de haber encontrado la mochila se vio rápidamente reemplazado por el pánico. Una noche sin absolutamente ningún sitio adonde ir —una noche en un espacio enorme, atestado, sin escondrijo alguno— era un escenario de pesadilla que no se me había pasado por la cabeza siquiera como posibilidad. ¿Cómo se me iba a ocurrir algo así? La situación me superaba. Hice lo que habría hecho cualquiera. Llamé a mi madre.
Como no cogió el teléfono, dejé en el contestador un mensaje en que le hablaba del mal tiempo y le preguntaba si podía conseguirme una habitación en el hotel conectado con el aeropuerto —que casualmente estaba afiliado a su agencia de viajes—, pues no tenía muy claro que pudiera conseguirla yo por mis propios medios. También mencionaba que le había mandado el montón de cedés que le prometí con los ruidos de la casa y el vecindario. La verdad es que aquello me entusiasmaba, pues había un pájaro que nos volvía locos y la tarde antes de marcharme fui capaz de grabarlo.
Calculé rápidamente que para ellos eran siete horas más tarde, es decir, casi medianoche. Podía pasar cualquier cosa en función de si ella recibía el mensaje hoy o mañana.
Después llamé al hotel. Tenía yo razón: mala suerte; no había habitaciones libres.
Colgué y cerré los ojos. Los abrí y miré al otro lado de la sala y vi a la chica, con el abrigo de piel de cabritilla extendido debajo como en el avión. A lo mejor era su arma contra los gérmenes y la suciedad del aeropuerto. Estaba de nuevo escuchando su iPod, pero ahora tenía los ojos abiertos. Y sin pensármelo demasiado dejé que los míos se cruzaran con los suyos. Ella sonrió al instante —de forma escueta, diría yo— y desvió la mirada hacia la ventana. El móvil vibró en mi mano.
—Hola, mamá —dije—. ¿O debo decir ciao?
—Hola, cariño —dijo. Ya la echaba de menos—. He mirado casualmente el teléfono por última vez antes de irnos a la piltra. Está todo arreglado; tienes una habitación esperándote. Diles solo tu apellido. Está pagada. Regístrate, pide servicio de habitaciones y mira una película divertida. Llámame por la mañana y explícame la situación de tu vuelo.
—Gracias, mamá —dije con la intención de no colgar todavía—. ¿Qué tal vosotros?
—Te echamos de menos, pero esto es bonito —repuso—. Nos encantaría que nos visitases en marzo. Todo el rato hablamos de las cosas que haremos juntos.
En ese momento deseé ir enseguida, olvidarme de la costa Este y largarme a Europa.
—Suena fantástico, mamá —dije.
—Adiós, cielo. Acuérdate de llamarme por la mañana —dijo—. Ay, se me olvidaba. Sid me ha dicho que te diga «¡adelante, Bulldogs!».
Por lo general yo respondía repitiendo «adelante, Bulldogs»; llevábamos diciéndolo uno a otro desde octubre. Pero no tuve ganas.
—Dale recuerdos —fue cuanto dije.
Guardé lentamente el libro en la mochila y me puse el abrigo. No quería pasar junto a la chica, pero habría tenido que abrirme paso entre dos apretadas hileras de asientos: demasiado evidente. Además no tenía nada que perder, por lo que caminé hacia ella y giré a la izquierda justo antes de su asiento. Ella parecía un tanto fastidiada.
—¿Adónde vas? —preguntó en voz alta.
Me detuve, sorprendido. Ella aún llevaba puestos los auriculares. Yo no sabía si había bajado la música, la había quitado o aún atronaba en sus oídos.
—Al hotel del aeropuerto —dije.
—Ahórrate la molestia —dijo—. He llamado y está completo. También he llamado a una empresa de taxis y al parecer las calles están prácticamente intransitables. Creo que nos hemos quedado atascados aquí.
—Tengo una habitación —dije yo.
—Es imposible —dijo ella—. He llamado antes incluso del último anuncio sobre el vuelo de esta noche.
—Esto… Bueno, tengo una reserva.
—Es imposible —repitió.
—La agencia de viajes de mi madre trabaja con el hotel —me oí explicar—. Ella ha llamado y por lo visto les quedaba al menos una habitación. Es para mí. Ahora voy para allá.
—Anda —dijo. Advertí que se le iluminaban los ojos. De repente se mostró más amable—. ¿Crees que tendrá dos camas?
—Quién sabe —respondí. Por algún motivo su pregunta no me sorprendió nada. Tenía la clarísima sensación de que el universo no funcionaba bien y que las reglas normales no eran de aplicación. Y de algún modo eso me gustó.
»Ven conmigo y veamos. Y si no… —Dejé que las palabras quedaran suspendidas en el aire. Ella frunció el ceño y puso los ojos en blanco, pero reaccionó recogiendo sus cosas. Por un momento pensé que iba a darme su abrigo para que se lo llevara, pero no lo hizo. Me alegré porque, a decir verdad, si me lo hubiera dado lo habría cogido.