29

TIM

Y entonces mis ojos dejaron de funcionar definitivamente

Desde que Duncan había pulsado Play, Daisy no se había movido, pero ahora se puso en pie de repente. Duncan había estado todo el rato sentado frente al escritorio. Su intención no era esa sino estar cerca de Daisy, pero la voz de Tim los había dejado como paralizados. Duncan se levantó y se le acercó. No estaba muy seguro de si Daisy iba a salir corriendo. Quizás ella no podía aguantar aquello como él. Pero lo agarró y acto seguido, sin decir palabra, le tomó la mano. Se sentaron juntos en la cama, uno al lado del otro, mirando al frente, y se prepararon para lo que venía.

Se me apagaron los ojos antes del golpe. Del todo… no alcanzaba a ver nada, imágenes, sombras, ni siquiera las linternas. Los gemidos de Vanessa se convirtieron en gritos de terror mientras se aferraba con fuerza a mí. Noté el impacto. Fue duro e implacable. Luego se hizo el silencio.

Ahora viene una de las partes más crueles. Aunque yo iba en la parte delantera del trineo y debía haber sido el más afectado por el golpe, no fue así. Como es lógico, en cuanto se me apagaron los ojos, estuve conduciendo a tientas, a lo loco. Por eso fue imposible evitar aquellos árboles enormes. Pero en el último instante, la parte trasera del trineo dio un viraje y golpeó uno con fuerza. Eso es lo que al final nos paró. Trascurridos uno o dos minutos, cuando los demás volvieron a moverse tras la conmoción, mis ojos recuperaron la visión. No por mucho tiempo, bien que el suficiente para ver que Vanessa había impactado contra el árbol: estaba tendida en la nieve y había sangre… mucha sangre.

—¿Alguien tiene un móvil? —oí gritar a alguien.

—¡Pedid ayuda! —chilló otro.

—¿Está muerta? —oí preguntar a una voz aterrorizada. Me resultaba conocida y se iba acercando. Patrick estaba inclinado sobre ella, empezaba a tocarla.

—No, no la muevas —dijiste. Eras tú, pero aparte de haber puesto yo todo mi empeño en convertirte en el representante de los de tercero, en respetar las reglas que los otros pretendían infringir, para mí aún no significabas nada.

Patrick no escuchaba; deslizó un brazo bajo la espalda de Vanessa. Estabas ahí, bien que lo sabes. Lo agarraste. Lo detuviste. Y la verdad es que, como eras el representante de los de tercero, los dos estabais juntos en cierto club: se supone que debía escuchar. Tenía que escuchar.

—Así puedes hacerle más daño —dijiste. Mis ojos volvían a funcionar. Intenté aguantar, pero estaba muy cansado. Durante unos instantes no entendí por qué no se me había acercado nadie, pero enseguida advertí que a mi alrededor había gente, personas a las que en realidad no conocía. Me hacían preguntas, pero lo único que oía era lo que pasaba junto a Vanessa.

—Unos cuantos han ido en busca de ayuda —oí que le decías a Patrick—. Si la mueves, puedes hacerle más daño.

Vanessa estaba totalmente inmóvil. Se veía mucha sangre: rojo intenso sobre blanco. Y de súbito, el mejor sonido que he oído en mi vida. De hecho, eso era lo que estaba yo pensando: «Que haga un ruido, por favor. Mientras haga algún ruido o se mueva, cualquier cosa vale. Cualquier cosa». Mi deseo fue satisfecho. Vanessa gimió. Oí literalmente a todos exhalar un suspiro de alivio. Patrick retrocedió un poco, como si accediera a no lastimarla más. Te vi darle unas palmaditas en la espalda. Y entonces mis ojos dejaron de funcionar definitivamente.

No perdí el conocimiento en ningún momento. No puedo permitirme el lujo de decir «lo siguiente que supe fue que me desperté en el hospital», o «lo siguiente que supe fue que habían pasado dos semanas y que los dos estábamos bien». No. No podía ver nada, pero sí oírlo todo. No estoy seguro de qué es peor.

Daba la impresión de que la ayuda tardaba siglos. Oía a Vanessa emitir débiles ruidos, de lo que deducía que no estaba muerta, pero, conforme pasaba el tiempo, más insoportable parecía su dolor.

Por fin oímos gritos y la voz del señor Bowersox. Eso es lo que peor me supo. Él se había portado de maravilla conmigo, me había dado la bienvenida a la Irving School, y yo había hecho la peor cosa imaginable. Había provocado ese accidente. Primero se acercó a mí.

—Tim, ¿puedes oírme? ¿Puedes hablar? —preguntó. Hasta entonces todos me habían hablado sin darme realmente la posibilidad de responder. Pero él esperó, y cuando comprendí que no iba a decir nada más hasta tener una respuesta, contesté débilmente:

—Sí.

Me dio unas palmaditas en el muslo.

—La ayuda viene de camino —dijo, y se levantó y se acercó a Vanessa. No preguntó si podía hablar, lo que confirmó mi temor de que ella hubiera salido mucho más malparada que yo. Oí algunos susurros, pero no logré descifrarlos. Sonaban sirenas a lo lejos. Había tanta nieve que costaba imaginar cómo iban a llegar hasta nosotros los enfermeros. Pero tampoco tardaron tanto. Trajeron tablas, no camillas, y fueron sorprendentemente rápidos. Yo no los veía, claro, pero parecían ser un montón. En cuanto hubieron llegado, resultó difícil tener alguna idea de cómo le iba a Vanessa. Muchos se aglomeraban en torno a mí: me tomaban el pulso, me levantaban los párpados, me hacían preguntas que yo contestaba lo mejor que podía.

—¿Puedes hablar?

—Sí.

—¿Te duele algo?

—La verdad es que no.

—¿Ves algo?

—No.

Hablaban unos con otros, diciendo que, aun sin estar del todo seguros, seguramente yo no veía porque me había dado un golpe en la cabeza. Yo no les dije… nunca se lo he dicho a nadie… que mi ceguera no tenía nada que ver con el accidente. Había «causado» el accidente, eso sí. Pero deja que siga y luego ya volveré sobre esto.

Después me trataron como si tuviera un traumatismo craneal. Me colocaron en una tabla a la que me sujetaron con correas, y me llevaron para abajo. Me sentía fatal. Si alguien me hubiera guiado por el bosque, yo habría podido andar. Pero no me habrían dejado, y yo no quise renunciar a mi estatus de persona necesitada de ayuda.

Para llevarse a Vanessa tardaron más. Primero tuvieron que estabilizarla y después trataron de detener la hemorragia, sobre todo de la cabeza, que al parecer sangra mucho. A mí me metieron en una ambulancia que arrancó antes que la suya. Nos llevaron al mismo hospital, pero pasaba el tiempo y no nos daban información. Como ya no veía nada, no tenía ni idea de la hora que era, si era de día o de noche. Estaba totalmente desorientado. Pero me tenían ahí debido a mi ceguera. De hecho, yo no me había golpeado con nada. Me encontraba perfectamente. Tardé un rato, pero al final lo tuve claro. Aunque mi ceguera llevaba tiempo de camino, al final la había provocado yo por mi propia cuenta. ¿Recuerdas el llavero, la llave de plata? Abre el armario de medicamentos de la consulta de la enfermera Singer, que guardaba un manojo de llaves en un cajón. No estaba muy seguro de si encajaría, pero se parecía a la que usaba ella, así que ese día, después de que el fármaco hubiera funcionado tan bien, la deslicé en mi bolsillo. Yo llamo la atención, lo he dicho desde el principio, pero nadie piensa nunca que voy a hacer algo malo. No sé por qué no valoro esto. Vaya desperdicio. Fue de lo más fácil colarme en la consulta y coger la llave; más tarde, por la noche, volví para ver si la llave iba bien. Encajaba a la perfección. Cogí unas cuantas pastillas del frasco. Ahora se me ocurre que, con las prisas que llevaba, habría podido cogerlas de otro. No sé si eso habría sido muy importante. Las que me llevé contenían aspirina. Había estado varios días tomándolas cada cuatro horas. A veces las horas eran solo tres, y al final se produjo una hemorragia interna. Lo deduje de lo que decían los médicos y de las pruebas que me hicieron. De todos modos, al final las pistas me las dieron realmente sus preguntas no contestadas. Nunca jamás sospecharon que fuera capaz de hacerme eso a mí mismo. Pero yo lo sé sin asomo de duda. No se lo he contado a nadie aparte de ti… y, si escucha estos cedés, Vanessa.

Al cabo de cinco días abandoné el hospital. Vanessa seguía aún en coma inducido. Sus posibilidades de plena recuperación eran de un cincuenta por ciento en función de cómo evolucionara la inflamación en el cerebro. Si empezaba a remitir, había buenas perspectivas. Si proseguía, bueno, entonces el problema podía ser gordo. Deberían efectuar enseguida una operación quirúrgica para mitigar algo la presión. Yo estaba prácticamente seguro de que al menos perdería parte de su precioso cabello. Aborrecía la idea de que su combinación de colores fuera ahora blanco y blanco.

Mi madre y Sid acudieron de inmediato, por supuesto. Cogieron el primer avión que pudieron desde Italia y enseguida estuvieron a mi lado. No se me escapaba que era más o menos la época en que se suponía que yo estaría visitándoles en Europa. Nadie lo mencionó. Estaban preocupados, horrorizados y tristes por el hecho de que me hubiera vuelto ciego. Todos echaban la culpa de ello al accidente. Ni siquiera lo ponían en duda. Yo estaba completamente seguro de que la enfermera de la escuela intervendría para decir que era un problema anunciado, pero no dijo nada. Quizá pensó que yo ya había sufrido bastante. O tal vez para ella todo aquello no tenía sentido. La gente puede ser muy estúpida. Es posible que la mujer supiera exactamente lo sucedido y no quisiera verse implicada, o que considerase que ahora no valía la pena. Nunca entenderé por qué esas llaves eran tan accesibles. Aunque me da la impresión de que ya no lo son.

Tan pronto se determinó que yo estaba bien salvo en lo referente a los ojos, cambiamos el chip. Faltaban unos dos meses para que terminara el curso. Debíamos decidir qué hacer conmigo. Yo estaba a punto de acabar la secundaria. Aparte de la vista, gozaba de buena salud. Mi madre quería que me quedara con ella. Como he dicho, ya había sido aceptado en la universidad, ¿qué importancia tenía eso, entonces? Pero yo insistí en que quería regresar. Tenía que estar cerca de donde había estado Vanessa. Me preocupaba no volver a tener esa oportunidad.

¿Había habido antes algún alumno ciego en la Irving School? El señor Bowersox nos aseguró que sí. En un momento dado, debería aprender una serie de destrezas nuevas: para desplazarme, leer braille, escribir sin ver el teclado pese a estar todavía utilizando el viejo. De vez en cuando comenzaba con la tecla equivocada y era todo un galimatías. Pero por lo general lo que escribía acababa estando bastante bien. Eso creo, al menos.

Ahora era una persona albina que me acercaba a ti con un bastón y muchas posibilidades de que chocáramos. Ya no recibía ninguna muestra de cariño. Estaba acabado. Mis padres y yo nos alojamos unas cuantas semanas en un hotel de Nueva York; el apartamento que iba a ser su hogar cuando volvieran de Italia estaba subarrendado. Vi a un grupo de personas de rehabilitación. Sé lo que estaban haciendo: querían que pasara el tiempo, que yo me graduara y saliera adelante. Nadie me echaba la culpa de nada. Pero no había manera. Todos me tenían lástima.

Kyle llamaba continuamente. Se portó muy bien. Ahora mismo es el único amigo que tengo. Así pues, cuando quedaban solo dos semanas de curso, regresé. Kyle se ofreció a ayudarme. Me acompañaba de una clase a otra y de un sitio a otro. Iba a buscarme la bandeja. Yo solo pensaba en lo estúpido que había sido, en lo distintas que habrían podido ser las cosas.

La imagen de Vanessa en la nieve con la sangre roja cubriendo lentamente lo blanco es la última que tendré de ella, pues nunca he vuelto a estar ni estaré nunca más en su presencia. Pero los dos sabemos que se encuentra bien. Que dejó de inflamársele el cerebro. Que a pesar de cierta pérdida de memoria a corto plazo, vuelve a ser la de antes. Lo sé porque me lo ha dicho el señor Simon. Pero Vanessa no volvió nunca. Fue ella la que acabó lisiada y traumatizada y no terminó el curso. La maldición que la alumna perdida en el bosque había echado sobre la escuela unos años atrás volvió a cumplirse. Vanessa acabó el curso en verano, y la Irving School le envió un diploma.

Vanessa no tuvo que redactar su Trabajo de la Tragedia. Le pedí a Kyle que lo averiguara por mí, y de algún modo lo hizo. Supondrían que ese año ella ya había sufrido suficiente tragedia. A veces me sorprende que no cancelaran la tarea del todo. Todas esas ideas de tragedia abrumándonos a todos durante todo el año. Pero ya sé que la cuestión no es esa. He hablado varias veces con el señor Simon: se atiene a su programa de estudios más que nunca.

A mi regreso, me preocupaba tropezarme con Patrick. De todos modos, comprendí que no me daría cuenta. No lo vería y no me cabía en la cabeza que él quisiera hablar conmigo. Por eso intenté relajarme. Pero al tercer día pasó algo. No me encontraba demasiado bien, siempre esperando que alguien me guiase, obsesionado con Vanessa y preguntándome a cada instante cómo estaría ella. Empecé a pensar que volver a la escuela había sido un error. ¿Por qué me empeñaba en pasarlo mal? Me había propuesto no quedarme todo el tiempo en mi habitación, pero esa tarde estaba preparado para darme por vencido. Tenía intención de cerrar la puerta… Planeaba quedarme sentado sin más y abandonarme al sufrimiento… pero cuando oí la voz de Patrick, comprendí que la puerta estaba abierta. Yo no quería llamar la atención, por lo que me quedé quieto y escuché. Patrick se hallaba unas puertas más abajo. El sonido de su voz era tan sorprendente que costaba creer que siguiera existiendo en el mundo como antes. A ver, tenía sentido que estuviera ahí antes, pero ¿cómo era posible que esa voz egoísta y despreocupada no hubiera cambiado tras todo lo sucedido? Y encima habiendo tenido él algo que ver. Era incomprensible, la verdad.

—¿Alguien ha visto hoy a esa cachonda de segundo en el comedor? —preguntó a alguien. Al principio no estaba muy seguro de con quién hablaba.

—¿Cuál? —dijo Peter.

—La del pelo largo y negro —dijo Patrick—. Lástima que esté a punto de graduarme. Aunque a lo mejor todavía tengo una oportunidad. ¿Cuántos días quedan? ¿Diez? Esta vez he decidido intentar algo diferente. Estoy cansado de rubias. Una morena me hará bien.

Peter se echó a reír y Patrick hizo lo propio. Tardé un segundo en reaccionar. Yo ni sabía lo que estaba haciendo. Me puse en pie, no sé cómo llegué a la puerta sin chocar contra nada y me dirigí hacia las voces. Me vieron. Se quedaron callados, pero se les oía respirar. Mi aspecto sería de impresión: la piel pálida, la mirada vacía que aún no soy capaz de imaginar. Empecé a extender los brazos por delante con toda la fuerza posible. Establecí contacto.

—¿Qué tal? —dijo Peter.

Me volví; sé que estaba agitando los brazos, intentando desesperadamente tocar a Patrick, hacerle daño. Me agarró las manos con una de las suyas y noté un fuerte golpe en el lado izquierdo de la caja torácica inferior. Me quedé sin aire, pero daba igual; eso no me detuvo. Forcejeé para zafarme de su mano, y de pronto me soltó. Esperé otro puñetazo. El primero comenzaba a doler; pensé que a lo mejor me había roto una costilla, pero seguía sin importarme. Si acaso, me gustaba. Llevaba tiempo sin sentir nada; el dolor era un alivio. Pegué, abofeteé y golpeé, y él se quedó allí sin más. No acudió nadie a sujetarme. La verdad es que, aunque hubiera habido una multitud, no me habría enterado; pero me parece que no había nadie.

—Te odio —le espeté. Acabé agotado. En ese momento supe que jamás iba a hacerle daño de veras y que él no volvería a hacerme daño a mí, no físico en cualquier caso.

De pronto, con gran sorpresa mía, se inclinó hacia delante. Noté su aliento caliente en el oído.

—Yo también te odio a ti —dijo; fue un murmullo apenas audible, pero lo oí perfectamente.

¿Qué más quedaba por decir? Dejé de forcejear y me quedé ahí quieto mientras ellos se alejaban. Los oí en la escalera, las voces más fuertes a medida que bajaban.

—Friki —dijo Peter.

—Siempre lo ha sido y siempre lo será —dijo Patrick.

Regresé a mi habitación dando traspiés, frotándome el dolor en el costado sin importarme que empeorase por momentos. Fue entonces cuando empecé a pensarlo: ¿Era eso? ¿Se había restablecido el orden? Lo hemos revisado una y otra vez, y yo sigo volviendo sobre ello: hubo orden, luego caos, ¿era esto de nuevo el orden? Y si lo era, ¿qué significaba para mí? ¿Y para Vanessa?

Nunca volví a decirle nada a Patrick. Aparte de Kyle, solo algunos chicos se tomaban la molestia de hablar conmigo. Seguramente era más fácil no hacerlo que tener que decir cada uno quién era y aguardar a que yo recordara. Pero tú sí que lo hiciste. El último viernes. Se habían terminado las clases. Yo estaba sentado a una mesa del comedor. Diría que era mi mesa habitual de la parte de atrás, pero lo cierto es que no tengo ni idea de cuál era. Oí tus pasos, y pensé que pasarían de largo, pero se detuvieron. Esperé. Supuse que sería Kyle con mi almuerzo. Ya sabes lo que dijiste, que eras tú, que lo lamentabas, que tenías que haberme detenido de algún modo, que pensabas en ello continuamente. Al no decir nada, me tocaste la mano y te alejaste. Más adelante me supo mal no haber dicho nada. Es increíble que tuviera la oportunidad y la desaprovechara. Por eso me he esforzado tanto para que te llegara todo esto. Hablar contigo me ha salvado. Dediqué a ello todo el verano. Kyle lo llevó a tu cuarto. El señor Simon le ayudó a llegar a la planta de último curso el día anterior a tu llegada: no creo que esto se hubiera hecho nunca antes, salvo quizás en el caso de los animales, pues se supone que los tesoros se dejan el último día del curso. Pero el señor Simon accedió a colaborar; lo hizo por mí y quizá también por ti.

Por lo que sé, Vanessa sigue en casa de sus padres. Allí es donde mandé los cedés. Era el único sistema que tenía de ponerme en contacto con ella. No ha contestado, y no creo que llegue a contestar jamás. Pero pienso en muchas cosas. ¿Cómo está? ¿Irá a Nueva York? ¿Crees que me ha perdonado?

Quiero hablarte sobre la última llave del llavero. La obtuve también a hurtadillas, y también fue fácil. Abre el cajón superior de la mesa del señor Simon, que a veces la dejaba en otro cajón. Una tarde la cogí y fui a la ciudad a hacer una copia. La devolví al cajón antes de que él pudiera echarla en falta. Fue arriesgado, claro, pero tampoco tanto. Son cosas que ya no seré capaz de volver a hacer. Me alegro de haberlas hecho cuando las hice. El cajón al que puedes acceder es donde están guardados los mejores Trabajos de la Tragedia. Te darán una percepción que nadie ha tenido jamás antes de realizar la tarea. Utilízalos con tino. Y si me lo permites, me gustaría darte las gracias por haberme escuchado. Mereces ser el representante de los de último curso. Tú sí. No fuiste culpable de nada de lo ocurrido el año pasado. De nada en absoluto. Yo sí lo fui. Y acepto toda la responsabilidad. Déjalo correr, por favor. Parafraseando al señor Simon, te pido que vayas y difundas la belleza y la luz. Para mí es demasiado tarde, pero para ti no.