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TIM

A veces es difícil, si no imposible, calibrar la magnitud de una decisión hasta que todo ha terminado

No podía quitármela de la cabeza… la imagen de ese pequeño albino mirando desde detrás de la mesa. Ese pobre niño. Que debería vivir aguantando las miradas de todos, preguntándose qué tenía de especial. Y tan joven, con tantos años por delante. Supe que debía hacerme amigo suyo, pero no tenía el ánimo suficiente.

El miércoles por la noche, Patrick llamó a mi puerta después de que se hubieran apagado las luces. Yo estaba tendido en la cama, en calzoncillos y con mi primera camiseta de bulldog, negra, intentando ahuyentar el dolor de cabeza. Ya no era un dolor agudo, sino un fastidio de baja intensidad que había regresado exactamente cuatro horas después de haber tomado los analgésicos de la enfermería.

—¿Todo bien? —dije mientras él se deslizaba en mi habitación.

—Sí —contestó con cierta indiferencia—. Solo quería ponerte al corriente. He estado en el sitio.

—¿El sitio?

—Sí, el sitio de la excursión. La colina —aclaró con un punto de impaciencia.

—Ajá —dije asintiendo, lamentando no haber fingido que dormía.

—Necesito unos seis o siete tíos que me ayuden, y quiero que tú seas uno —dijo—. Ya he hablado con Kyle y Peter.

—¿Qué clase de ayuda? —pregunté para ganar tiempo, aunque la verdad es que ya estaba acostumbrándome a formar parte de su círculo íntimo. ¿Quién iba a hacerle ascos a eso?

—¿Aceptas? —dijo, enorme en mi habitación.

—Aún no he dicho nada. Antes de decidir, quiero saber qué tipo de ayuda —precisé—. ¿Por qué no te quitas el abrigo y te sientas?

—Vale —dijo, e hizo ambas cosas. Se sentó en el suelo frente a mi cama con las piernas cruzadas. Después miró alrededor como si no recordara muy bien qué había venido a hacer.

—¿Necesitas ayuda? —dije, induciéndole a hablar.

—Ah, pues sí —respondió—. El caso es que no puedo contarte los detalles a menos que me des tu palabra de que participarás. Es demasiado arriesgado.

—¿Por qué es arriesgado? —inquirí.

—¿Te apuntas, sí o no? —soltó Patrick. Su voz seguía siendo amable, pero tuve la sensación de que ya no debía insistir más. Sabía que iba a aceptar, pero en cierto modo me preocupaba no ser capaz de hacer lo que me pidiese… en un sentido literal. En ese momento comenzaba a preocuparme por cosas básicas como andar hasta el aula o hacer clase de gimnasia.

—Sí —contesté.

—Bien, estupendo —dijo, y se me acercó un poco—. Sabes que necesitamos trineos, ¿no?

Asentí.

—Y deben estar ahí cuando llegue todo el mundo. Pensé en que una serie de gente los arrastrara hasta allí esa noche, pero no saldría bien. De entrada, ¿dónde los guardamos entretanto? Y en segundo lugar, eso conllevaría mucho ruido y jaleo. Por tanto, han de estar ya allí, en lo alto de la colina, esperando. Necesitamos al menos diez, me parece.

—También puedes dejarlos en la entrada del camino, y así, a medida que vayan llegando todos, los pueden ir cogiendo —sugerí.

—Ya lo había pensado —dijo Patrick pasándose la mano por el cabello, alborotado por la capucha que había llevado puesta hasta hacía un momento—. Pero sería muy fácil que alguien los descubriera. Hay profesores que hacen footing por ese camino, niños que andan por ahí aun teniéndolo prohibido. Ya sabes cómo va eso. Por otro lado —añadió, preparándose como si fuera a decirme algo realmente sensacional—, lo bueno es que esta tarde he estado en la ciudad y he hablado con un tipo de la tienda de juguetes que se graduó en la Irving School hace tiempo, en 1979 o así, y le he contado lo de la excursión. Pues resulta que él fue el número dos en el Juego de su clase. Supongo que entonces lo hacían de otra forma… y, escucha, ¡su Juego fue el juego de las sillas! Por lo visto, creían ser la mar de innovadores cuando cogieron todas las sillas del Salón y las colocaron en el patio. Luego sacaron grandes altavoces y jugaron a eso. Parecía un abuelito contando batallitas de sus años de gloria en la escuela, pero en todo caso creo que nos va a echar una mano. Cuando le dije que este año yo era el representante de último curso y le expliqué el plan que se nos había ocurrido, enloqueció de entusiasmo. Se ofreció a ayudarnos en lo que hiciera falta. Va a dejar los trineos en la entrada del camino más alejada del campus, me entiendes, ¿no?, adonde se llega atravesando el bosque.

Asentí de nuevo.

—Los va a llevar ahí el lunes por la noche, dos días antes. Eh, ¿te has enterado?, parece que el fin de semana habrá una buena tormenta.

—Genial —dije—. Entonces, ¿qué quieres que haga?

—Ah, sí —dijo dándose una palmada en la frente como si fuera idiota—. Tienes que ayudarme a arrastrar los trineos desde la carretera.

Fue como si dijera «tienes que traerme otra hamburguesa para almorzar». Como si fuera coser y cantar. Habría podido… habría debido… decir que no, no me sentía precisamente de maravilla. Sé que me repito mucho, pero es importante para que entiendas por qué hice algunas de las cosas que hice: por primera vez en mi vida formaba parte de algo, de la Efeméride. Y lo deseaba. Por estúpido o insensato que parezca, no quise decir que no. También pensé que, cuanto más ocupado estuviera, menos tiempo tendría para pensar en Vanessa.

—Muy bien —dije.

—Pues entonces el lunes, después de que hayan apagado las luces, iremos a la carretera y llevaremos los trineos a lo alto de la colina.

—Fantástico —dije, pensando que al menos estaría oscuro y así no debería preocuparme del sol y de los ojos.

—Buenas noches —dijo, y abrió la puerta discretamente y miró fuera antes de salir a hurtadillas. Cerró la puerta sin hacer el menor ruido, y ahí me quedé, con los ojos abiertos de par en par, con el deseo de ser yo, no él, quien estuviera con Vanessa.

El fin de semana nevó, en efecto. El sábado ya nos despertamos con unos cuantos centímetros. Era precioso, y yo me sentía optimista. Por breves momentos pensé que no estaba siendo justo con Vanessa en lo referente al niño albino. Quizá debería darle la oportunidad de explicarse, o al menos relajarme un poco. Me dije que lo intentaría. Por Vanessa intentaría lo que fuera.

Mi plan era dedicar todo el fin de semana al Trabajo de la Tragedia. Había investigado un poco y pensado mucho en lo que convertía algo en una tragedia. No sabía si estaba en la misma onda que el señor Simon, pero empecé a pensar que de hecho no importaba demasiado siempre y cuando estuviera yo en alguna onda. Oí mucho ruido en el pasillo, así que me puse los vaqueros, me dejé puesta la camiseta con la que había dormido y salí.

—¡Hay tortilla paisana! —me gritaba Patrick desde el extremo del pasillo. Se ve que estas tortillas son especiales—. ¡Ven!

El comedor estaba mucho más concurrido que un fin de semana habitual, cuando está abierto de ocho a diez y la gente va apareciendo poco a poco a medida que va levantándose. La nieve había excitado realmente a todos.

Antes de entrar en el alboroto, Patrick se detuvo y me llevó a la ventana.

—¿Qué pasa? —pregunté. Comencé a lamentar al menos no haberme lavado la cara y cepillado los dientes. Cuando él se acercó y se puso a hablar tranquilamente, cerré la boca y traté de no respirar. De todos modos, me sentía bien. Había decidido hacerme cargo personalmente de la gestión de mi dolor. Se me había ocurrido un plan y estaría preparado para ayudar a Patrick con los trineos aquellos.

—He decidido cambiar la salida; lo haremos esta noche —dijo—. Sería una lástima no aprovechar toda esa nieve.

—¿Qué? ¿Estás de broma? ¿Tanta planificación y ahora lo cambiamos? ¿Y cómo van a saberlo los demás? ¿Cómo conseguirás los trineos a tiempo?

—Lo tengo casi todo resuelto —dijo—. Ahora mismo Kyle y Peter están diciéndoselo a todos los de nuestra clase y luego irán a avisar a los diez de tercero. Pero aún tienes que ayudarme con los trineos. He llamado a la ciudad y, tal como suponía, el tío de la tienda colaborará con mucho gusto. Ha dicho que los tendrá aquí hacia las dos. Mira ahí fuera, colega. Es flipante.

Surgió en mi cabeza la palabra «magnitud», y creo que por primera vez la entendí. Bueno, a decir verdad, creo que no la entendí bien hasta que todo hubo terminado. En cualquier caso, no dejaba de pensar que esa decisión tenía más magnitud de lo que Patrick creía. Era mi impresión. Pero ¿no pasa siempre lo mismo? ¿A menudo, al menos? A veces es difícil, si no imposible, calibrar la magnitud de una decisión hasta que todo ha terminado.

—Vale. Genial —dije—. Cuenta conmigo.

—Me esperas en el patio a eso de la una y media, y vamos para allá.

—Está nevando con ganas —señalé, mirando por la ventana de la habitación redonda—. ¿Seguro que es una buena idea?

—Sí, seguro —dijo volviéndose. Lo seguí al comedor. Había tres tortillas paisanas, cada una con una persona detrás vestida con atuendo y sombrero de chef. Eran como las que había visto en los hoteles, con montones de cosas distintas para hacer el relleno. Había queso cheddar, setas, pimientos, cebollas… todo cultivado o elaborado en la zona, sin duda. Pero yo había perdido el apetito, así que agarré un bagel y me lo llevé a la habitación.

Cogí los libros y bajé al Salón, ahora totalmente vacío pese a que las fechas de entrega se nos echaban encima, e intenté escribir. Tenía la mente en blanco. Solo era capaz de pensar en magnitudes. De modo que hice una lista de las cosas que a mi juicio tenían magnitud. Escribí un gran número uno, y a continuación: «Que nací albino». Y me quedé atascado. Parecía que, en mi caso, todo se basaba en eso… Desde luego era el rasgo más definitorio de mi vida… pero daba la impresión de que se me escapaba lo principal. Por mucho que quisiera cambiar eso, sabía que ser albino no era ninguna tragedia. Una tragedia era otra cosa. Alcanzaba a percibirlo, pero no me sentía capaz de plasmarlo en el papel.

Me di por vencido y regresé al cuarto para prepararme, y advertí que soplaba el viento y que habría nevado al menos otros quince centímetros desde que nos habíamos despertado. Busqué en el fondo del armario y saqué las gafas. Sabía que había estado tentando la suerte, pero en todo caso esperaba ir lo bastante tapado para que nadie notara nada. Las guardé en el bolsillo y bajé cansinamente, maravillándome de lo bien que tenía la cabeza y los ojos, congratulándome por haber abordado el problema.

Tío, allí fuera era increíble. Había chicos por todas partes, y me pregunté dónde estarían los profesores. Siempre solía haber unos cuantos adultos pululando por dondequiera que estuviéramos. Pero creo que ese día no vi a ninguno. Todo el campus había quedado cubierto por una gruesa capa de nieve brillante. Las copas de los árboles estaban rematadas de blanco. Y aún caían diminutos copos que formaban remolinos. Era como la noche del aeropuerto en que Vanessa y yo construimos el iglú.

En el patio había tanta gente arrojándose bolas de nieve y haciendo muñecos que tardé un minuto en darme cuenta de que Patrick ya estaba ahí. Me acerqué.

—¿Qué tal? —dije.

—Ah, vale, ya estás aquí —dijo.

Se volvió y empezó a agitar la mano hacia los que estaban delante, Kyle, Peter… básicamente los de la reunión en el cuarto de Patrick y dos o tres más. Todos asintieron y se sonrieron unos a otros, y yo sentí, tapado como iba, que pertenecía a algo. Habría hecho casi cualquier cosa para aferrarme a ese sentimiento.

Cuando nos volvimos y cruzamos el patio, aún llevaba las gafas en el bolsillo, pero como no notaba nada malo en los ojos, ahí las dejé. Me quedé en la parte de atrás del grupo. Caminábamos despacio, y cuando llegamos al edificio de ciencias y al sendero que se adentraba en el bosque, soplaba tanto viento y caía tanta nieve gélida que decidí ponerme las gafas. Me protegerían del aire y la granizada de copos.

—Adelante —dijo Patrick, y esperé que no nos hiciese parar para hablar, pues entonces me vería obligado a quitarme las gafas. Al entrar en el bosque todos miramos hacia atrás, sorprendidos de que nadie nos siguiera ni nos preguntara adónde íbamos. Seguro que todos pensaron lo mismo que yo: parecía demasiado fácil.

Traté de recordar dónde había estado con Vanessa el día en que me propuso que fuéramos juntos a correr, y estuve atento por si veía nuestra roca, pero con tanta nieve no hubo manera. Empecé a pensar si había estado equivocado desde el principio. No, quizá no era eso lo que pensaba. Quizá pensaba más bien que debía dejar a un lado mis ideas estúpidas y disfrutar del momento y de todos, Vanessa incluida. Quizá, de no ser tan monomaníaco —era yo el obsesionado con ser albino—, las cosas serían de otro modo. Si era capaz de superarlo, siquiera por un día, quizá podría ser feliz. Podría robar otro beso. Esa idea y mi cabeza despejada y sin dolor me hicieron sentir como Superman atravesando el bosque.

Aproximadamente a mitad de camino, Kyle empezó a ralentizar el paso sensiblemente. Al principio creí que estaba ajustándose la cremallera de la chaqueta o algo así, pero de pronto se apoyó en un árbol y se puso a gemir.

—Ya no aguanto más —dijo para sí, pero yo lo oí igualmente.

—¿Te encuentras bien? —pregunté.

Alzó la vista sobresaltado. Se figuraría que era el último de la fila. Por unos instantes su rostro pareció normal, pero acto seguido se inclinó hacia el árbol y se puso a vomitar. Los demás se encontraban a unos cinco o seis metros, tal vez más, caminando a duras penas por la nieve.

—Eh, tíos, ¿venís o qué? —gritó Patrick en tono de fastidio—. No hay que parar.

Kyle intentó reanudar la marcha, pero se apartó a un lado y volvió a vomitar.

—Habré comido un huevo en mal estado.

Le puse la mano en el hombro. Después de lo de Vanessa, el vómito de Kyle no me molestaba en lo más mínimo.

—Kyle está mareado —grité a Patrick—. ¿Llevas agua o algo?

Patrick no tenía madera de líder, todo hay que decirlo. Se quedó de pie un instante y luego meneó la cabeza.

—Se sentirá mejor si sigue andando —dijo—. Que intente no pensar en ello.

Ese fue todo el apoyo que procuró antes de continuar la marcha. Unos cuantos se rezagaban y farfullaban cosas, pero parecían tener miedo de quedarse atrás, así que seguían a Patrick. Yo me quedé junto a Kyle en la nieve y aguardé. Mis ojos estaban mejor de lo que habían estado en muchos días. Ya sé que no dejo de repetirlo, pero es que era alucinante. Las gafas me proporcionaban una sensación de protección, y lamenté haberlas rechazado tanto, aunque sabía bien que era muy distinto llevarlas bajo un sol radiante, sin sombrero ni chaquetón grueso.

—Conozco el camino —dije con delicadeza—. Por aquí llegaremos a la carretera antes que si volviéramos por donde hemos venido.

Kyle no dijo nada.

—Voy a devolver otra vez —dijo, y se apartó de mí e hizo arcadas sobre la nieve. Cuando hubo terminado, cogí un poco de nieve y se la ofrecí.

—Límpiate la boca con esto —dije—. Y si puedes ponte un poco en la nuca y en las muñecas… te hará bien.

Trascurridos cinco minutos, Kyle parecía sentirse algo mejor.

—¿Qué quieres hacer? —le pregunté.

—Quedarme aquí hasta que regresen y luego volver a la escuela —dijo muy serio—. ¿Qué alternativa hay?

—Esto no va a funcionar por varias razones —dije yo—. Primero, no estoy muy seguro de que regresen por este camino. Y cuanto más esperemos, más débil te vas a sentir. Además, está haciendo mucho frío.

Kyle asintió. Temí que dijera sentirse mal otra vez, pero no. Se agachó y cogió algo más de nieve que se llevó a la boca.

—Ven conmigo. Iré despacio. Cuando lleguemos al otro lado, preguntaré al tipo de los trineos si puede llevarte en coche. ¿Qué opinas?

Kyle parecía indeciso.

—¿Quieres intentarlo al menos? —propuse.

Kyle asintió y a continuación dio un paso. Anduvimos en silencio, y al rato oí un coche al ralentí; resultó ser una enorme camioneta de color rojo vivo llena de trineos. Cuando estuvimos más cerca, vi que eran largos, de madera, con esquíes a cada lado y un mecanismo de dirección en la parte delantera. No era lo que yo esperaba. Creía que serían cámaras de aire o anillos de plástico.

Patrick estaba hablando con el conductor a través de la ventanilla de su lado. El hombre se apeó, le estrechó la mano y se puso a descargar. Solo se me ocurría que Patrick estaba utilizándole como nos utilizaba a todos para una cosa u otra.

—No puedo hacerlo —masculló Kyle.

—No, claro que no —dije—. Estás enfermo. Le pediré que te lleve en coche.

Kyle parecía tener dudas.

—No, mira, los chicos van a pensar que soy un pelele —dijo—. Me aguantaré y regresaré con todo el mundo.

Lo miré. Kyle estaba pálido y reprimía los temblores.

—Escucha —dije en voz baja—, acabas de vomitar tres veces y has seguido andando por el bosque. Si alguien cree que eres un pelele, es problema suyo.

Me acerqué al hombre y le expliqué la situación. En cuestión de minutos, Kyle estuvo en la confortable cabina de la camioneta. Le prometí que iríamos todo lo rápido que pudiéramos.

Sacamos los trineos del vehículo uno a uno. Eran grandes y pesaban. No entendí por qué tenían que ser de madera y llevar esquíes. Pero el hombre aquel decía que eran los mejores que tenía y que para la excursión de los de último curso quería solo lo mejor.

En la camioneta había exactamente doce trineos. Hice la cuenta: eso significaba dos viajes. El primero, muy bien. Tardamos unos treinta minutos en llegar a la cumbre. Me sorprendió lo alto que estaba aquello.

El tipo de la tienda de juguetes, cuyo nombre nunca supe, se preguntaba en voz alta si los trineos quedarían sepultados en caso de nevar todo el día y toda la noche. Patrick pensó unos instantes y decidió que apoyáramos los trineos verticalmente en los árboles, lo que supuso más tiempo y esfuerzo. Cuando volvimos a la carretera a por el resto, estábamos todos extenuados. Miré a Kyle, cómodo y calentito en la cabina escuchando la radio. Esta vez tardamos casi una hora en llegar arriba. No habíamos traído agua ni comida, y la verdad es que comencé a preocuparme. Cuando hubimos regresado a la camioneta me sentí por fin relajado.

—Creo que deberíamos despedirnos aquí —dijo Patrick al hombre de los trineos—. Nosotros regresamos.

—Espere —dije yo—. ¿Puede llevarnos?

—Claro, coño —dijo. Pensé que más que nada seguramente él quería ser invitado a la excursión. Pero yo no estaba haciendo extensiva la invitación—. La camioneta es grande. Os puedo llevar a todos.

Patrick negó con la cabeza.

—Si aparecemos todos en el patio dentro de una camioneta, nos van a pillar —dijo—. No podemos arriesgarnos.

—Yo os cubriré, tíos —dijo el hombre poniéndose y quitándose la gorra sin parar. Me pareció que llevaba tiempo sin divertirse tanto—. Os llevo y os dejo junto al gimnasio. Todo irá bien, y luego solo tendréis que caminar diez minutos y no una hora o lo que sea con ese grueso de nieve.

—En este caso, sí —dijo Patrick, que me miró agradecido. Yo sonreí.

Unos cuantos chicos se amontonaron en la cabina junto a Kyle, pero a mí ya me pareció bien la plataforma.

Hicimos el trayecto en un santiamén. Una vez de vuelta, fue como si nunca nos hubiéramos ido: aún había montones de alumnos jugando y ningún profesor a la vista. Hicimos gestos de asentimiento mutuos pero no dijimos a nadie nada de lo que acabábamos de hacer, y cada uno se fue por su lado.

—Gracias —dijo Kyle una vez el grupo se hubo dispersado—. Te debo una.

—No pasa nada —le dije—. Me alegro de que estés mejor.

Al cruzar el patio, vislumbré un anorak azul lavanda y me volví. Vanessa estaba con sus amigos, todos al parecer muy ocupados. Mis ojos estaban bien, y me encantó ver que los colores de ella, lavanda y morado oscuro, eran todavía más brillantes junto a la nieve. Entonces vi lo que hacían. Construían un iglú, y Vanessa daba las instrucciones. Tuve ganas de ir hacia ella, pero Patrick se acercaba por mi espalda. Y quizá yo todavía estaba enfadado con el asunto del pequeño albino y todo lo demás. Así que no hice nada. Me volví y entré. Mientras pasaba por debajo del arco, alcancé a oír las risas de ella deslizándose hacia mí por la nieve.

Fui directamente a mi cuarto, agradecido a la minúscula ventana que me permitía sentirme lejos de la actividad y la ventisca. Me metí en la cama y dormí las siguientes cuatro horas.