TIM
Vanessa me buscó más tarde, tal como había prometido
Dormí unas horas, y al despertar me di cuenta enseguida de tres cosas. Ya había empezado la clase del señor Simon. No me dolía la cabeza. Y mi ojo no estaba ni mucho menos tan enrojecido como antes. Exhalé un enorme suspiro de alivio y fui a asearme. Como las clases ya habían empezado, todo estaba tranquilo y disfruté de cada uno de los instantes en los que estuve lavándome la cara y cepillándome los dientes, mirándome los ojos y viendo que estaban prácticamente bien.
Regresé a mi habitación, me vestí, cogí los libros y me encaminé a la consulta de la enfermera. Era el único medio para conseguir un justificante de mi retraso, y pensé que, aunque me encontraba mucho mejor, unos cuantos Advils no me harían ningún mal.
Me sorprendió ver a Vanessa en la sala de espera. Era la primera vez que la veía desde que estuviera en su cuarto dos días antes, y su aspecto me pareció magnífico: había recuperado el color y lucía un pelo bonito y brillante. Llevaba unos vaqueros desteñidos y una camiseta de bulldog azul turquesa. Nunca antes había visto la camiseta de ese color y por un momento me pregunté cuántos modelos habría en total.
—¡Qué tal! —dije, y caminé directamente hacia ella y me senté en la silla contigua.
—¡Hola! —exclamó ella con una amplia sonrisa.
—¿Cómo te encuentras? —pregunté con ganas de estar lo más cerca posible de ella, deseando besarla. Pero no lo hice. Sabía que no podría.
—Mucho mejor —contestó extendiendo la mano para juguetear con un mechón de su cabello—. De hecho, bien del todo. La enfermera Singer quería que viniera solo para una visita de control, de modo que aquí estoy.
Nos quedamos un rato en silencio, ambos mirándonos los pies. Vanessa llevaba unas Chuck Taylor azul turquesa. Me encantaron. Yo calzaba unas zapatillas viejas de toda la vida que, mientras las miraba, iban volviéndose vulgares por momentos.
—¿Cómo tú aquí? —dijo Vanessa, como si de repente se le hubiera ocurrido que a mí me pasaba algo.
—Me he quedado dormido —contesté, y Vanessa lo entendió, pues ella precisamente me había contado el truco del viaje a la enfermería para salir del apuro de no haberse despertado uno a tiempo—. Además me duele la cabeza —añadí.
—¿Todavía? —dijo mirándome ahora a los ojos más fijamente. Aunque habían mejorado mucho, distaban de estar bien del todo, bien lo sabía yo.
—¿Qué? —dije, como distraído.
—¿Te duele la cabeza? —dijo.
Lo pensé un momento y reparé en que sí. Volvía.
—Un poco —respondí.
En ese preciso instante salió la enfermera Singer a recibirnos y se llevó con ella a Vanessa. Yo me quedé esperando en mi silla, rezando para que mi dolor de cabeza no fuera a peor.
Regresaron al cabo de unos minutos apenas, sonrientes.
—Toma mucho líquido —dijo la enfermera con amabilidad.
—Lo haré —dijo Vanessa, que al instante me miró—. Me gusta beber sobre todo ginger ale.
—Perfecto —dijo la enfermera—. Y agua. El agua siempre va bien.
Tuve ganas de sumarme a la fiesta y decir «y también el hielo picado», pero me abstuve.
Al salir, Vanessa extendió la mano y me tocó la muñeca.
—Gracias —dijo.
La enfermera Singer estaba allí de pie, esperándome.
—De nada —dije yo.
Y entonces Vanessa pronunció las palabras mágicas.
—Más tarde te buscaré.
Asentí quizá más serio de la cuenta, pues ¿qué más podía yo pedir, qué más podía desear? Me buscaría más tarde. Era mejor que oír «más tarde te tocará la lotería».
—¿Qué pasa? —preguntó la enfermera en cuanto estuve sentado en el borde de la mesa de reconocimiento. Al principio pensé que me preguntaba qué pasaba con Vanessa. Casi se lo digo, pero enseguida caí en la cuenta de que solo quería saber qué hacía yo en su consulta.
—Anoche tuve un dolor de cabeza tremendo y esta mañana me he quedado dormido —dije—. Ahora estoy mucho mejor, pero no quiero que el señor Simon se enfade, y además podría tomar Advil, Tylenol o lo que usted considere oportuno.
Yo esperaba que ella me creería sin más, me daría las pastillas y me dejaría salir. Pero se dirigió al armario, sacó mi historial y se quedó un rato de pie mientras lo hojeaba. A continuación cogió la linterna y me miró los oídos, la boca y al final los ojos, que examinó un buen rato.
—¿Te duelen los ojos? —preguntó.
—Un poco —admití—. Pero nada del otro mundo.
—¿Te pones las gafas? —inquirió señalando mi historial—. ¿Sobre todo al sol?
—Antes sí —dije—. Pero las perdí —mentí.
—¿A veces te mareas? —preguntó con una ligera inquietud pintada en el rostro.
—A veces —contesté—. Pero no a menudo —mentí.
—Más tarde te enviaré a la ciudad para que te vea un oculista —dijo—. Tus ojos tienen mal aspecto, y eso unido al dolor de cabeza que comentas me hace pensar que no perdemos nada yendo a un especialista. Además, quizá te dé unas gafas nuevas.
Por el modo de decirlo —«no perdemos nada»—, entendí que gozaba de una buena oportunidad para hablar del asunto. Y eso hice. Le conté que estaba estresado por culpa del Trabajo de la Tragedia y que era eso lo que me provocaba el dolor de cabeza. Le conté que la noche anterior había notado una pestaña en el ojo derecho y había frotado demasiado, sin tener cuidado. Y le conté que ya tenía otras gafas, pero que no me gustaban. Prometí que me las pondría. Le dije también que esa tarde no podía perder más tiempo, que tenía previsto trabajar en lo de la tragedia, y que si no lo hacía aún tendría más estrés. Ella pensó unos instantes y asintió.
—Muy bien —dijo lentamente—. Pero si cambia algo, o sufres dolor fuerte o mareos, ven enseguida, a la hora que sea, de día o de noche. Y en cualquier caso, ven a verme a principios de la semana que viene para que te eche otro vistazo. Si no me gusta lo que veo, te mandaré yo misma al oculista. ¿Trato hecho?
—Trato hecho —dije, y salté de la mesa de observaciones.
La enfermera escribió algo en mi historial y aparte garabateó para mí una nota según la cual yo llegaba a clase tarde por una causa justificada.
La seguí hasta el armario de los medicamentos. Permanecí de pie mientras ella lo abría y sacaba una enorme botella llena de cápsulas blancas. Sacó dos y me las dio. Se volvió y cogió un vaso de plástico que llenó en un dispensador de agua. Me lo pasó.
—Gracias —repetí, y me tomé las pastillas.
—Y ahora a clase —dijo sonriendo.
La clase era el sitio al que menos quería ir, pero no tenía más remedio, y en todo caso ya solo quedaban quince minutos.
Vanessa me buscó más tarde, tal como había prometido. Ahora mismo estoy casi seguro de que solo quieres que siga sin demora. Seguramente has conjeturado algunas cosas y simplemente quieres que te las confirme. Sin embargo, he de hablarte de esa tarde… que al mirar atrás considero la peor y la mejor de mi vida por varias y distintas razones, algunas de las cuales no se me han ocurrido hasta hace muy poco. Al principio, acaso lo recuerdes, dije que Vanessa era la única persona que conocería la historia. Es verdad; le hice llegar los mismos cedés que Kyle dejó en tu escritorio. Me resulta imposible saber si los escuchó o los escuchará algún día, pero, por si hay una mínima posibilidad de que así sea, debo tomarme mi tiempo. Quiero que ella sepa lo mucho que eso significó para mí. Quiero que entienda cómo estuve razonando aquella semana: cómo ahora pensaba una cosa y luego otra. ¿Me atreveré a utilizar aquí la palabra «monomanía»? ¿Obsesionado con un objetivo? Bueno, esto depende de cuál sea el objetivo. También puedo ser más flexible con el significado de la palabra y considerar que se refiere a la obsesión con una cosa… Bien, a lo mejor.
Vanessa me sorprendió almorzando. Estaba muerto de hambre y me encontraba muy bien. Las pastillas que me había dado la enfermera habían obrado como una pócima milagrosa. Ese día en el menú había queso a la parrilla y sopa de tomate de huerta. Mientras dejaba caer las diminutas galletas redondas en el espeso caldo rojo, procurando no salpicar mi camisa de franela, Vanessa se acercó por detrás. Yo me habría esperado uno de sus habituales roces en el pasillo, alguna palabra mascullada que yo me pasaría el resto del día intentando descifrar. Pero vino directamente y dijo hola.
—Hola —dije yo.
Como le vi las manos vacías, supuse que acababa de llegar.
—¿Te vas a comer esto? —dijo.
Miré el plato: las galletas comenzaban a ablandarse en la sopa, tal como a mí me gustaba.
—Esa era mi intención —dije.
—¿Qué te parecería dejar de comer y venir conmigo? —sugirió.
Vacilé, pero solo por un instante. Comida en vez de Vanessa… ¿En serio?
—Fantástico —dije—. Voy a guardar la bandeja.
Como de costumbre, pensé que podía haber gato encerrado, pero tiré el contenido completo de mi bandeja esperando que nadie reparase en la cantidad de comida que desperdiciaba, y volví con Vanessa, cuya sonrisa se fue ampliando a medida que yo me acercaba. Cuando estuve a menos de medio metro, se volvió y echó a andar. La seguí. Atravesamos el vestíbulo principal y llegamos a la puerta, pasamos bajo el arco que ponía «Entra aquí para ser y encontrar un amigo» y salimos al patio interior. Pensé que pasaríamos frío, pues ni ella ni yo llevábamos puesto el abrigo. Pero me sorprendió el templado aire de finales de febrero, que era más bien una brisa suave y agradable; cerré los ojos e inspiré.
—¿Adónde vamos? —pregunté mientras la seguía por el camino que conducía a los edificios de los cursos inferiores.
—Ya lo verás —dijo. Me gustaba andar detrás de ella. La veía todo el rato… cómo caminaba; su coleta, sujeta con una cinta de goma azul turquesa, oscilando de un lado a otro; el modo de pisar, con los dedos vueltos ligeramente hacia fuera…, pero sintiéndome totalmente protegido porque ella no podía verme a mí. Mientras recorrimos el área de juegos hasta llegar al edificio principal me mantuve callado. Vanessa se encaminó directamente a las oficinas y dijo que ahí estábamos, incorporados al servicio.
Yo no tenía ni idea de qué pasaba, pero consentí de buen grado. Me gustaba ver a los más pequeños alrededor. Me gustaba estar un rato lejos de nuestra vida cotidiana; en un internado, es algo por lo general imposible.
—Me preguntaron si quería hacer arte o escritura, y escogí arte —dijo Vanessa.
—¿Arte o escritura…?
—Como tutora de niños —aclaró ella—. Hago esto unas cuantas veces al año y pensé que igual te gustaría venir conmigo. Es divertido.
Asentí reprimiendo la pregunta que estaba formándose en mi cabeza: ¿por qué no se lo ha propuesto a Patrick? Pero ya sabía la respuesta. Seguramente eso sería lo último que Patrick querría hacer. Estaría demasiado ocupado siendo un tío guay y practicando deporte y preparando —¿debería decir «amañando»?— la excursión del último curso.
Nos recibió un profesor. Parecía tan joven que tuve dudas de que hubiera estudiado los años suficientes para poder dar clase. Pero cuando habló, vi claro que era más mayor de lo que su aspecto indicaba. Vanessa nos presentó. Me encantó oírle pronunciar mi nombre.
—Gracias por venir, chicos —dijo el profesor—. A los niños les gusta mucho que haya estudiantes mayores con ellos. Trabajaréis con los de segundo. Tienen siete y ocho años… La edad que pediste, ¿no?
Vanessa dijo que sí con la cabeza; un poco tímida, me pareció.
—Estupendo —dijo el profesor, que acto seguido nos condujo por un largo pasillo lleno de proyectos artísticos de los niños: se veían móviles de papel en forma de espiral colgando del techo y lo que parecían contornos corporales sujetos a las paredes, y el suelo estaba cubierto de huellas de diversos animales.
»El proyecto que teníamos pensado es un collage del invierno —explicó—. Ya han recorrido el bosque y han recogido montones de cosas con las que trabajar, hojas secas, piñas, hojas de pino… Pero quiero que vosotros decidáis qué materiales usar del aula de arte para realzar el collage. Cualquier cosa de allí puede valer.
—Parece buena idea —dijo Vanessa en tono confiado.
El profesor dejó de andar e hizo un gesto hacia una puerta abierta. Dentro debía de haber una docena de niños sonrientes repartidos entre dos grandes mesas cuadradas cubiertas de papel marrón. Por un momento tuve miedo de que alucinaran conmigo. Cuando entramos, algunos nos saludaron con la mano. Otros dijeron hola. No advertí ninguna reacción de sorpresa ni que nadie me mirase fijamente. Si acaso, no le quitaban los ojos de encima a Vanessa.
—Os presento a Vanessa y Tim —dijo el profesor, y entonces caí en la cuenta de que no nos había dicho su nombre—. Portaos bien con ellos si queréis que vuelvan otro día. —Acto seguido se dirigió a nosotros—: Todos vuestros.
Vanessa entró de un salto. Pidió a cada niño por separado que se acercara y buscara en las papeleras y eligiera algo que pondrían sobre la mesa y que todos podrían utilizar. Así, explicaba ella, cada uno elegiría una cosa y sacaría provecho de las elecciones de los otros. Me asombró lo bien que se le daba el trato con los niños. Yo me quedé un tanto apartado, sin saber muy bien qué decir ni hacer. Había pasado tan poco tiempo con niños pequeños, que para mí eran como criaturas alienígenas.
Una niña escogió plumas y explicó que era un símbolo de los pájaros del bosque; un niño prefirió piedras de colores; un tercero se decidió por el confeti verde.
—Para la lluvia —dijo.
—Qué buena idea —dijo Vanessa—. Porque aunque hace mucho frío, en invierno hay también días templados, y entonces llueve. Se me ocurre una cosa. ¿Puedo escoger también yo algo y dejarlo sobre la mesa?
Todos asintieron, fascinados.
—Cogeré el confeti blanco —dijo—. ¿Sabéis qué va a representar?
—¡La nieve! —gritaron todos a una.
—Sí, la nieve, lo que más me gusta.
En ese preciso momento, un niño en el que no me había fijado antes miró a hurtadillas desde detrás de la mesa más alejada. Tenía el pelo de un blanco chillón y su piel parecía papel. Los otros no parecían reparar en él. A lo mejor es que siempre andaba por debajo de la mesa. Clavó sus ojos en mí, y al principio quise echar a correr: no quería ninguna relación con el pequeño que estaba demasiado asustado para salir de detrás de la mesa. Ese había sido yo… ¡toda mi vida! Pero cuanto más alzaba él la cabeza, más asombrado me miraba. Tenía el mismo tamaño que los demás niños, pero parecía más fornido. Sus ojos eran de un azul pálido.
—Me gusta la nieve —dijo con una voz más grave de lo que cabía esperar—. ¿Y a ti?
Me miraba fijamente. Sin pensarlo, me acerqué a él. Había una silla vacía junto a la que era suya pero no había ocupado. Me senté.
—A mí también me gusta la nieve —dije—. Pero no tanto como a Vanessa.
Con eso conseguí lo que me proponía, concentrar la atención de nuevo en Vanessa, que mantenía a la clase en plena actividad. Me quedé discretamente junto al niño albino, que dijo llamarse Nathan.
—Soy un poco como la nieve —dijo al rato—. ¡Como tú!
—Sí, es verdad —dije—. Y me parece que la nieve es una cosa muy especial.
Pasé el resto del tiempo sentado con Nathan. Imaginé que era eso lo que Vanessa tenía en mente, por lo que supongo que no la decepcioné. Aunque al pensar en ese día y evocar su cara, reparo en que, cuando nos miraba desde su sitio de la parte delantera del aula, su expresión era de sorpresa e inquietud. Al final los collages fueron increíbles: parecían hechos por niños mucho mayores. Si he de ser absolutamente sincero, me parece que yo no los veía con nitidez, pues para entonces tenía los ojos bastante fastidiados. Seguro que estaba perdiéndome un montón de cosas.
Al salir, los profesores nos dieron las gracias una y otra vez. Vanessa echó a andar hacia la escuela.
—¿Quieres dar un paseo? —sugerí. Había salido el sol y no recordaba haber visto nunca un cielo tan azul—. Hoy ya no tengo más clases, ¿y tú?
—Tampoco —dijo—. Vale, demos un paseo.
—¿Por dónde? —dije.
—¿Qué tal la ruta ecológica de los cursos inferiores? —propuso ella—. Es muy bonita.
En cuanto nos hubimos adentrado unos metros, le cogí la mano. Ella se dejó, y yo me sentí complacido. Su mano era suave y transmitía vigor. Ojalá Vanessa hubiera notado así la mía.
—Gracias por acompañarme —dijo—. Me gustan los niños. A veces creo que me gustaría ser maestra.
—Serías muy buena maestra —dije.
—¿Eso crees? ¿En serio? —exclamó. La inseguridad era algo tan chocante en ella que me eché a reír. Vanessa no necesitaba que yo le dijera que sería una buena maestra. Sin soltarle la mano, me volví y la atraje hacia mí. No opuso resistencia. Me incliné y la besé. Y ella me besó a mí, un buen rato. Fue mejor ese beso que el del ascensor. Mejor, mucho me temo, que todos los besos que haya podido dar en el pasado y que vaya a dar en el futuro.
De repente Vanessa se apartó ligeramente y me acarició el cuello con la cara. Yo la estreché más, y nos quedamos así unos minutos. Me escocían los ojos bajo el intenso sol, pero no quería que ella lo advirtiera, quería quedarme ahí para siempre. Se apartó un poco y, sin soltarse de la mano, se dirigió al área de juegos. No dijo una palabra. Cuando estuvimos otra vez visibles, la solté y regresamos calladamente a la escuela, cruzando el patio, pasando bajo el arco que ponía «Entra aquí para ser y encontrar un amigo», hasta llegar al vestíbulo principal revestido de paneles. Yo iba a seguir escaleras arriba, pero ella me detuvo.
—Solo quiero decir… —empezó. De pronto sus ojos miraron detrás de mí, me volví y ahí estaba Patrick. Supuse que Vanessa daría un paso atrás o pondría alguna excusa, pero no. Agitó la mano en dirección a Patrick, que se acercó hasta llegar a nuestra altura, completando el círculo.
—Hasta luego —dije tras una breve conversación. Observé que ella titubeaba. Pero ya no tenía sentido. Jamás lo había tenido. Al margen de lo que ella pretendiera con ese truco del profesor, con independencia de la generosidad y la nobleza incluidas, aquello me reveló una cosa. Vanessa siempre consideraría a Patrick el primero y a mí me tendría siempre por un albino: eso es todo lo que llegaría a ser yo para ella.
Duncan se recostó en la cama; luego se puso de costado y se acurrucó de cara a la pared. Antes de ver qué pasaba a continuación, esperó. Había demasiada información que procesar, y ahora, más que hablar con Tim, deseaba hablar con Vanessa. Parecía que a ella Tim le gustaba de veras, mucho más que Patrick, o cuando menos en un nivel más importante que el de Patrick. ¿Llevaría ella alguna vez a Patrick con los niños? Seguro que no. ¿Había llevado a Tim solo debido a la presencia del niño albino, o eso era una coincidencia?
Duncan conocía a chicas como Vanessa. O tal vez no, y solo lo creía, porque su comportamiento, o al menos el modo en que Tim lo describía, estaba lejos de lo que él habría supuesto. Entonces, ¿por qué seguir con Patrick? ¿Es que debajo de todas aquellas capas no había más que una muchacha superficial? Aunque lo pensara, no estaba muy seguro de creérselo. En su mente apareció de pronto Daisy, en pijama, con aspecto triste. Se incorporó pensando que iría en su busca, pero al ver la hora que era pensó que al día le quedaban muchas horas y desistió. Ya no podía seguir fingiendo que era feliz.