20

TIM

Todo está conectado

A Duncan le gustaba la idea de usar una sudadera grande con capucha para escapar. A lo mejor él podría utilizarla también una mañana al salir del cuarto de Daisy. ¿Cómo no se le había ocurrido? Era algo lógico y a la vez genial. Entonces se dio cuenta de que Tim no estaba diciendo nada y miró el ordenador. Había un mensaje que le avisaba de que se había agotado la batería. Se le olvidaría enchufar el ordenador tras regresar a toda prisa para escuchar de nuevo. Se inclinó, estiró un poco el cable y lo conectó. La pantalla se iluminó al instante. Se sentó en la cama con la espalda apoyada en la pared y aguardó a que Tim reanudara el relato.

Me quedé en la habitación unos diez minutos. No era capaz de decidir qué hacer primero o qué parecería lo más normal —en el caso de que alguien hubiera estado prestando atención—. Iba a perderme el desayuno, si bien eso no era tan importante —lo hacía a veces, cuando el señor Simon me traía algo de comer—. Puede que hubiera algún problema si el señor Simon reparaba en que eso pasaba un día en que él no me había traído nada. De todos modos, resultaba improbable, sobre todo el día que para todos los de último curso era una fecha de entrega de parte del Trabajo de la Tragedia. El señor Simon vivía para esas cosas. Seguramente ya estaba en su despacho, esperando.

Pues ya tenía la solución. Me serenaría e iría a pedirle al señor Simon una prórroga. Si yo parecía alterado o atribulado, cabría esperar que él lo atribuyese a mi preocupación por no poder cumplir con el plazo establecido. De hecho, todo jugaba a mi favor.

Me quité la ropa sabiendo que estaba sucia —asquerosa, diría yo— y pensando al mismo tiempo en lo cerca que había estado de Vanessa cuando la llevaba puesta. Me puse unos vaqueros limpios y una camiseta, cogí la mochila y la delgadísima carpeta de la Tragedia y abrí la puerta. Patrick estaba de pie ahí fuera.

Lo primero que se me ocurrió fue echar a correr, o cerrar de un portazo. Era lógico que estuviera enfadado conmigo. Yo lo había puesto en evidencia. Había hecho algo mejor que él. Patrick no iba a permitir que me saliera con la mía.

Sin embargo, cuando le miré la cara, vi al instante que me estaba equivocando. Patrick tenía un aspecto magnífico, fresco y lozano. Parecía relajado, dispuesto a afrontar el día.

—¿Cómo está Vanessa? —preguntó, pero lo hizo como si ya supiera la respuesta: que estaba bien porque yo me había ocupado de ella, había hecho su trabajo sucio.

—Bien —contesté—. Mejor.

—¿Has vuelto ahora? —preguntó. Quizás empezaba a caer en la cuenta de la mucha ayuda que ella había precisado.

—Sí —respondí, sintiéndome un poco atrapado y, me atrevería a añadir, orgulloso. Patrick lo sabía. Era evidente que había estado buscándome. De todas maneras, lo último que quería yo era ponerle celoso y alimentar la ira que aparentemente estaba a punto de explotar.

—¿Has… estado… con ella todo el rato?

Habría podido mentirle. Habría podido decirle que no, que había ido al Salón a estudiar o a escribir todo lo posible sobre mi Trabajo de la Tragedia. Que había ido a dar un paseo, o que me había sentado en el patio interior, pensando. Pero no lo hice.

—Sí —respondí—. He limpiado un poco y le he dado hielo picado. Y luego me he quedado dormido. No era mi intención. Cuando me he despertado y he visto que eran las siete, me he quedado de piedra. Pero ella sabía exactamente qué hacer para que yo pudiera regresar. Solo he tenido que esperar el momento adecuado, cuando el pasillo estaba vacío, y ponerme una sudadera rosa con capucha.

Patrick asintió con una sonrisa de suficiencia pintada en la cara.

—Es un viejo truco —señaló, y luego me miró a los ojos y sonrió—. No sé cómo darte las gracias, tío. Es que era superior a mí. No podía aguantar aquel olor. Pero tú sí… has entrado por mí y lo has hecho. Te debo una. Ah, y te agradecería que esto quedara entre nosotros, ¿de acuerdo?

Yo estaba atónito. Y entonces recordé mi aspecto, algo en lo que no pensaba desde hacía horas. Patrick no me consideraba una amenaza, desde luego. Yo jamás había sido una amenaza para él. Y eso me cabreó.

—No lo he hecho por ti —dije—. Sino por ella.

Fue un movimiento atrevido, algo impropio de mí. Pero ¿cómo se atrevía a pensar que yo le sustituía, que era su hombre de la limpieza, su ayudante? De eso, nada. Pero entonces caí en la cuenta: «¿Por qué no dejar que lo crea?». Patrick parecía sorprendido y confuso. Eso no iba a durar mucho.

—Pero mejor olvidarlo —dije con calma—. No se puede negar que el olor era horrible.

—Sí, a ver, quién se imaginaría que un hedor así podría venir de una chica tan sexy.

Tuve que dejarlo correr. Me limité a asentir disimulando lo ofendido que me sentía.

—Ya me han llegado reacciones de algunos tíos del pasillo —dijo Patrick pasándose los dedos por el grueso y abundante pelo—. En todos ha calado lo de la excursión. Ahora hemos de preparar el resto de las cosas.

—¿En serio? ¿Ya? —exclamé. Empecé a pensar que no podría con todo.

Patrick me dio unas palmaditas en la espalda y se dirigió a los servicios. Menos mal. Ya no aguantaba su guasa. Me asearía más tarde.

Tomé la dirección contraria, la que conducía al despacho del señor Simon. Todo el mundo estaría disfrutando de los bollos de canela que había para desayunar, así que los pasillos estaban en calma. Aunque yo nunca le saqué demasiado provecho, en la Irving School se estaba bien a esa hora, y por un instante pensé en lo afortunado que era por estudiar allí.

Cuando asomé la cabeza por la puerta, el señor Simon miraba a través de un enorme montón de carpetas, y de pronto me preocupó que fueran de los alumnos que ya hubieran entregado su trabajo o, peor aún, que hubieran hecho más de lo debido. Las carpetas parecían bastante gruesas.

El señor Simon llevaba un jersey noruego de L.L. Bean, azul marino con puntos blancos, algo que un estudiante jamás se pondría. También llevaba unos vaqueros descoloridos y el pelo muy bien peinado.

—Disculpe, ¿señor Simon?

El señor Simon me miró unos instantes antes de registrar mis palabras.

—Sí, Tim, adelante —dijo en tono afectuoso.

—¿Qué es todo esto? —pregunté.

—Amigo mío, son los mejores Trabajos de la Tragedia a lo largo de los años. Los guardo en un cajón del escritorio, pero en días emocionantes como este, no puedo menos que sacarlos y leerlos. Escuche —dijo, y buscó en el montón de carpetas y cogió una—. Empieza así: «El tres de octubre del año pasado, un restaurante llamado Flying High se incendió y quedó reducido a cenizas. Murieron seis empleados que había dentro. Era el día que el restaurante iba a celebrar su septuagésimo quinto aniversario. Había planeada una fiesta. En cuestión de horas empezarían a llegar los comensales, que una vez allí se encontraron un amasijo carbonizado, ambulancias esperando por si en el caos se les había pasado alguien por alto, y a los propietarios sollozando en el aparcamiento. ¿Fue aquello una tragedia?». —El señor Simon dejó de leer y miró por la ventana. Seguí su mirada al patio interior, donde los árboles pelados se agitaban batidos por el viento de mediados de febrero.

—Vaya —dije sin saber muy bien qué decir. No era eso ni mucho menos lo que tenía en mi cabeza.

—«Vaya» es correcto —dijo el señor Simon, que volvió a colocarse frente a mí—. Me encanta esta pregunta: «¿Fue aquello una tragedia?».

—¿Lo fue? —pregunté.

—Ah, no pensará que es tan fácil como eso, ¿verdad, muchacho? —dijo—. Pero, por el bien de la discusión, ¿qué opina usted?

La verdad es que no estaba seguro.

—¿Quiere decir si es una tragedia en el sentido literario?

—Me alegra que haya venido a nuestra escuela —dijo el señor Simon provocando mi sorpresa—. Está bien contar en clase con una mente nueva, una perspectiva distinta. Es una pregunta excelente. ¿Fue una tragedia en el sentido literario? ¿Y cómo sería otra clase de tragedia?

—¿Un suceso trágico? —sugerí. Yo había estado en clase. Empezaba a conocer la jerga del profesor.

—¡Sí! ¿Y hay alguna diferencia? ¿Es posible separar las dos? ¿Hay algún motivo para hacerlo?

Se reclinó en la silla. Los pasillos estaban cada vez más concurridos. Eché un vistazo al reloj. Faltaban nueve minutos para que empezara la clase. El señor Simon meneó la cabeza.

—¿En qué puedo ayudarle? —dijo—. Tengo la impresión de que no ha venido a hablar de esto.

—Bueno, en cierto modo sí —dije—. Esta tarea me resulta… abrumadora. Creo que estoy retrasándome.

—Es comprensible —dijo en tono amable—. Los otros alumnos le llevan unos cuatro meses de ventaja. Debo entender que hoy no tiene el trabajo hecho, ¿estoy en lo cierto?

—Así es —dije, y de repente sentí que en realidad no me había esforzado lo suficiente. Estaba decepcionando al señor Simon.

—Muy bien, queda claro que está pensando en ello —dijo. Recogió las carpetas y las metió en el cajón de abajo. Se sacó del bolsillo una diminuta llave con la que cerró el cajón. Volvió a guardarla—. ¿Puede traerme las primeras cinco páginas el lunes?

Estábamos a miércoles, o sea que tendría todo el fin de semana. Mucho más de lo que habría pedido yo.

—Por supuesto… Fantástico —solté.

—Permítame unas palabras de despedida y luego vamos a clase —dijo—. No estoy diciendo que esté bien o mal, que sea necesario o no lo sea, pero hay aquí algunas cosas a tener en cuenta. Me ha oído hablar de ellas un poco, pero en otoño se perdió la cuestión clave. La piedad y el miedo. Un error trágico. Un revés de la fortuna que deriva o no de un error de juicio. Ironía. Catarsis. Monomanía… ¿Sabe qué es eso?

—¿Estar obsesionado con un objetivo? —dije. No sabía de dónde había sacado yo esa respuesta.

—¡Sí! —exclamó, y agitó una mano en el aire como si estuviera dirigiendo una orquesta—. Tenga presente también el paso del orden al caos y otra vez al orden —añadió.

—¿Como el restaurante que ardió? —señalé—. Había orden… una celebración planeada, la actividad diaria… y luego el caos con el incendio y las muertes y otra vez el orden. ¿Cómo resultó al final?

El señor Simon se puso en pie.

—Ah, aquí también se produjo un claro revés de la fortuna —dije con excitación—. A ver, estaban listos para organizar una fiesta, para celebrar todo lo que habían forjado, y luego todo quedó reducido a escombros. ¿Lo he dicho bien?

El señor Simon sonrió.

—Quizá más adelante, cuando haya entregado el trabajo, le dejaré leer el de antes para ver cómo acaba, para ver qué conclusión sacó esa alumna —dijo—. Pero le adelanto que me gustó que se basara en la vida real. Era un restaurante de la ciudad donde creció. Había comido allí toda su vida.

—Pero el trabajo ha de tener que ver también con la literatura —dije. Las cosas estaban más claras que nunca pero a la vez más confusas—. La tarea ha de tomar en consideración una obra escrita, ¿no?

—Sí, así es —admitió el señor Simon—. Pero que esto no le despiste. Todo está conectado, amigo mío, todo. Y deje que le diga solo una palabra antes de irnos. Es importante. Me ha oído mencionarla en clase. ¿Preparado?

—Sí —dije no muy seguro.

El señor Simon aspiró hondo.

—Magnitud —bramó—. Defíname «magnitud».

—¿Sustantivo correspondiente a «sensacional»? —sugerí.

—Sí, y mucho más —dijo sonriendo de nuevo y poniéndome la mano en la espalda para conducirme afuera—. Mucho más.