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TIM

… Por fin llegó la hora de irse

En primer lugar, gracias por decidir escucharme. He pensado muchas veces en nuestro último encuentro, y en que ojalá hubiera tomado yo otra decisión. Al final, la mayor parte de lo sucedido no habría cambiado… ya estaba todo hecho. Pero para ti tal vez sí habría sido distinto —suponiendo que algo de esto haya tenido en ti algún efecto—. Me atrevo a suponer que sí.

Te imagino en mi escritorio, tuyo ahora, toqueteando estuches de cedés, y la idea de que estás ahí escuchando mi historia me consuela. De hecho es el único consuelo que me queda, aparte de figurarme un modo de volver atrás y empezar todo de nuevo, lo que nunca podrá ser. De modo que ahí lo tienes: he hecho lo posible para darle un poco de sentido a todo. Intentaré recrear lo ocurrido, pero primero has de conocer los antecedentes; también es importante. Las conversaciones que oirás son bastante fieles a la verdad, pero en cualquier caso algo sí es seguro: recuerdo todas las palabras que llegó a decirme Vanessa y todas las palabras que yo llegué a decirle a ella.

He pasado mucho tiempo intentando decidir por dónde empezar a contarte mi historia. Ahora comprendo que, en muchos aspectos, el lugar donde esto empieza es realmente el final de muchas otras cosas.

El día que fui a Irving, yo era el último que abandonaba mi casa, y no para pasar el día fuera sino para siempre. Mis padres —mi padre había muerto cuando yo era un bebé, por lo que estoy refiriéndome a mi madre y a mi relativamente nuevo padrastro— ya se habían mudado a Nueva York. Sus cosas también habían sido trasladadas allí, en todo caso; estarían seis meses en Italia poniendo en marcha una sucursal de su agencia de viajes. De modo que pasé dos noches solo en la casa. La verdad es que no me importó; me gusta la soledad. Con el portátil y el micrófono me entretuve grabando los sonidos familiares, pues sabía que nunca volvería a oírlos. Por la noche los pasaba a cedés para llevarlos conmigo. Dormía en un saco de dormir en el suelo de mi habitación. Por fin llegó la hora de irme. Después de cerrar la puerta y echar a andar hacia el taxi, traté de no mirar atrás. Miré una vez, lo reconozco.

El taxista no habló mucho, y me pasé todo el rato observando unas densas nubes grises que cubrían el cielo. Me gustó el trayecto al aeropuerto: estar fuera de la casa era un alivio, pero yo siempre había preferido estar recogido en algún sitio, no a la intemperie. Para volver a estarlo, solo tenía que cruzar el aeropuerto y llegar a mi asiento.

Cuando lo pensaba realmente, suponía yo que estar recogido significaba para mí estar todo lo ausente que fuera posible. Como sabes, me resulta harto difícil pasar desapercibido, y cuando alguien me ve por primera vez, se me queda mirando… casi siempre. A lo largo de los años, he intentado muchas cosas para no desentonar: maquillarme, lo que solo me hace parecer un gótico en ciernes; o teñirme el pelo y las cejas de negro, con lo que parezco un vampiro. Mi madre aborrecía todo aquello, y al cumplir quince años, yo también, de modo que decidí no hacerlo más.

¿Qué pensaste la primera vez que me viste? ¿Habías visto antes a muchos chicos albinos? ¿Corriste a tu cuarto, como imagino que hace la gente, a mirar en algún libro y averiguar qué lo provocaba y si era algo contagioso? Si no es así, te echaré una mano: no es contagioso, significa solo que carezco de pigmento en el pelo y la piel; por eso tengo el pelo blanquísimo y la piel más blanca aún. A veces tengo la sensación de que me ilumina un reflector mientras camino entre la multitud; así de descolorido creo que parezco. No paso inadvertido ni siquiera en un aeropuerto, rodeado de miles de personas.

El viaje al aeropuerto fue demasiado rápido. Cuando el taxista me preguntó en qué compañía aérea viajaba yo y se acercó al bordillo, no me moví. Para ser absolutamente sincero, necesitaba a mi madre. El muchacho adulto y normal que todos pretendían que yo era, y que yo aseguraba ser a mi madre y a Sid, estaba a punto de recorrer medio país para ir a una escuela en la que nunca había estado. A lo mejor debería haber comenzado la historia por aquí para que supieras por qué, de entrada, iba a Irving. Mi madre había conocido a Sid hacía unos tres años, y solo puedo decir que ojalá lo hubiera conocido antes. Hasta ese momento estábamos bien, pero siempre se notaba que faltaba algo. Como mi padre había muerto cuando yo contaba siete meses de edad, no recuerdo lo que era tenerlo cerca, pero mi madre sí, siempre. Cuando conoció a Sid, se sintió feliz desde el principio. Quería tomarse las cosas con calma, pero tanto ella como yo teníamos debilidad por él y me alegra decir que él tenía debilidad por nosotros. Al cabo de poco mi madre se interesó por la agencia de viajes de Sid, y él se vino a vivir a casa. Yo estaba en el instituto, avanzando a duras penas. Me gustaban muchas de las clases, pero a ver cómo lo digo con buenas palabras… Los chicos no eran santo de mi devoción. O quizá yo no lo era para ellos. El caso es que iba a la escuela cada mañana, regresaba a casa y esperaba que todo aquello terminase de una vez.

Hablé mucho de esto con Sid, que sabía escuchar. Sin embargo, me consta que no quería entrar mucho en nuestra vida ni asumir demasiados compromisos. A él le había encantado el instituto. A que no sabes adónde fue. Exacto: Irving. Así, llegó un momento, confesó más adelante, en que, sabiendo que tenía algo que seguramente me haría feliz, no podía quedarse sin hacer nada mientras yo lo pasaba mal. Mi madre estaba totalmente de acuerdo. Supieron que debían cambiar algo cuando la primera semana de mi último curso llegué a casa con un calendario en el que había marcado los días que faltaban para mi graduación. Sid habló con el señor Bowersox y llegaron a un arreglo. Para mi cumpleaños, en octubre, me regalaron una última oportunidad de disfrutar del instituto: pasaría el segundo semestre de mi último curso en la Irving School. Al final, esto tenía sentido para todos y dejaba libres a Sid y mamá para poder marcharse antes. Y la verdad es que yo no tenía nada que perder. O al menos eso creía.

Estaba ilusionado; no me entiendas mal. Pero para llegar a mi destino tendría que cruzar el aeropuerto, bajar del avión al final del viaje, buscar otro taxi, y a saber si una vez allí habría muchos sitios donde guarecerse. Bajé del taxi, agarré la enorme mochila —todo lo demás había sido enviado por adelantado—, hundí al máximo la cabeza en el pecho y dejé que las puertas automáticas me franquearan la entrada.

El aeropuerto estaba abarrotado. Como había imprimido electrónicamente mi tarjeta de embarque, fui directamente hacia la puerta. Pasé por el lavabo un momento para recuperar la compostura. Por suerte, cuando llegué a la puerta ya estaban embarcando. Dentro de nada estaría en el avión. Quizás hubiese alguien sentado a mi lado, pero daba igual: es solo el sobresalto inicial que detesto revivir una y otra vez. En cuanto los demás se acostumbran a mí, normalmente se puede aguantar.

Vi a Vanessa antes de que ella me viera a mí. Estoy completamente seguro, lo cual es algo que no suelo decir. Lo sé porque ella tenía los ojos cerrados. La vi al subir al avión, sentada en el primer asiento a mi izquierda, en primera clase. Se había formado un poco de cola, una especie de atasco porque en el pasillo alguien intentaba meter a la fuerza un bolso en el compartimento superior. Me fijé en ella de inmediato, no por las razones que explicaré sino por el simple hecho de que no estaba mirando en mi dirección. Es extraño no mirar a la gente que va a acompañarlo a uno en un viaje. Lo que quiero decir es que en la actualidad nos alientan a detectar actividades sospechosas. Y allí estaba ella, con los ojos cerrados y los auriculares del iPod en los oídos. Y me percaté de algo más. Llevaba el largo pelo rubio (muy rubio, pero desde luego no rubio albino) recogido en dos trenzas sujetas con dos gomas verdes. Por lo que alcancé a ver, los auriculares eran también verdes: el cable verde surgía del bolsillo de sus vaqueros y le recorría el ajustado jersey amarillo hasta incrustársele en las minúsculas orejas. Tenía a sus pies una mochila grande. Había extendido el abrigo de cabritilla de color caramelo y se había sentado encima.

Por lo general procuro no mirar. Es una de mis normas de conducta. No me vuelvo para ver al niño que está llorando en un restaurante; no miro a un tullido en muletas ni a nadie que lleve un parche en el ojo. En el aeropuerto, por ejemplo, solo unos minutos antes, había una mujer con el rostro desfigurado, bien que era algo sutil. ¿La habían quemado? ¿Alguna anomalía en los músculos faciales? Veía, o más bien notaba, que a mi alrededor todos la miraban intentando disipar la duda. Pero yo no. Miré al frente y seguí andando. De hecho, la causa de aquello daba igual. Eso no cambiaría mi vida en ningún aspecto, y bien sabía yo lo que era que te mirasen así.

De modo que cuando Vanessa abrió los ojos y me sorprendió mirándola me sobresalté. Apretó los labios ligeramente y abrió mucho los ojos, lo que hizo que yo bajase la vista. Sentí un empujón por detrás al avanzar la fila, y ella desapareció de mi campo visual.

Mantuve la cabeza gacha mientras me deslizaba en mi asiento de la parte trasera y a continuación miré el cielo cada vez más oscuro. El avión se desplazó un poco y se alejó de la puerta de embarque.

—¿Te encuentras bien? —gritó alguien detrás de mí. Varias cabezas se volvieron, pero yo seguí con la vista al frente—. ¡Robert! ¡Robert! —chilló; el tono era ahora de pánico—. ¡No me asustes!

—¿Hay algún médico por ahí? —preguntó otro—. ¡Que venga un médico!

Me concentré en no volverme. No quería infringir por segunda vez en menos de veinte minutos mi regla de no mirar. A esas alturas ya todos estaban pendientes de lo que ocurría en la parte trasera del avión. En muchos sentidos resultaba más interesante mirarlos a ellos. Estaba seguro de que podía sacar la historia de ahí. Unos se veían pálidos, otros agitados. Es curioso que unas personas detesten las situaciones críticas mientras que otras las disfrutan, las aceptan y tratan de cumplir con su deber, como quien dice. Aunque en realidad no creo que fuera eso lo que me pasó por la cabeza en aquel momento. Aún no había tenido esa revelación.

Las cosas no fueron bien. No te aburriré con detalles truculentos, pero los enfermeros tuvieron que sacar al hombre del avión. Recuerdo que mientras esperábamos me sentí vagamente mareado. Las emergencias nunca se me han dado bien. Oía frases y palabras sueltas —«dolor de cabeza», «parecía estar bien», «inconsciente»—, pero procuré no prestar atención. Fijé la mirada en la cortina que separaba la clase turista de la primera clase, que había sido pulcramente descorrida por si había que evacuar al pasajero. Y entonces volví a verla. Luego pensé que era la única persona sentada en primera clase; quizás estuviese sola. Vanessa permaneció en su lado de la cortina mirando hacia la parte trasera del avión con los ojos como platos.

Pese a todo el alboroto, me sentí más libre que de costumbre. Aquí no era yo el espectáculo friki, sino que a mi espalda estaba representándose uno de terror. El avión regresó a la puerta de embarque. Reparé en que nos habíamos apartado apenas unos metros, pero ese alejamiento me había parecido enorme, como si no hubiera vuelta atrás. Pero por lo visto a veces sí la hay.

Quería salir. Tengo tendencias claustrofóbicas. Es realmente extraño porque lo que más me gusta es estar en un sitio pequeño y escondido, pero ha de ser a mi manera. No me gusta que me tomen como rehén, y así es como me sentía yo. Creí que partiríamos de nuevo, pero de pronto empezó a nevar y nos invitaron a descender del aparato. Nos dijeron que, aunque en Chicago el tiempo aún no era del todo malo, se estaban cerrando todos los aeropuertos de la costa Este. Una vez más tuve que guarecerme, bajar del avión y aguardar en la terminal.

Encontré un asiento en un rincón frente a una pared y me puse a leer un cómic que había metido en el bolsillo delantero de la mochila. Tuve el fugaz pensamiento de que podía coger un taxi de vuelta a casa… y pasar allí otra noche. Pero luego recordé el mal tiempo y el hecho de que, a partir de la mañana siguiente, la casa ya no sería mía ni de mi familia. En ese momento comprendí que no tenía literalmente ningún sitio donde resguardarme: era un sin techo, al menos por el momento.

Duncan se quedó quieto un minuto, esperando, pero al parecer Tim había dejado de hablar. Miró alrededor, casi sorprendido de encontrarse en aquel lugar. Ahora el pasillo estaba más tranquilo, pero decidió dejar de escuchar y reunirse con sus amigos. Sacó el cedé, lo devolvió el estuche y echó un vistazo al siguiente. Lo introdujo lentamente en la disquetera diciéndose que lo escucharía solo un minuto.