19

TIM

¿Cómo voy a salir de aquí?

Entonces Duncan volvió a escuchar. Se imaginó sacando los cedés del armario y quitándoles el polvo y las telarañas, así de alejado se sentía de ellos, aunque en realidad estaban tan limpios como en el momento de guardarlos. No era capaz de organizar su propio Juego sin conocer los detalles concretos del año anterior, del Juego de Patrick. ¿De qué otro modo iba a estar totalmente seguro de que no tomaría las mismas decisiones erróneas? Así que nuevamente se remontó al otro año y dejó atrás el actual.

Patrick y yo nos pasamos varias horas confeccionando las invitaciones. Terminamos bastante después de que se apagaran las luces. Nos habían quedado muy bien, tuve que admitirlo.

—Ahora hay que sacarlas de aquí —dijo Patrick.

—¿Ahora? —dije mirando el reloj de la mesilla.

—Sí, es tan buen momento como cualquier otro. Además, queremos sorprender a todo el mundo, ¿no?

—Supongo —dije con poco entusiasmo. Era muy tarde. Yo tenía que levantarme dentro de tres horas, cuatro si me apuraba. Aún me quedaban cosas de la asignatura del señor Simon de la mañana, más de las que era capaz de hacer aun trabajando hasta la hora de clase. Había que tener hechas las primeras diez páginas del Trabajo de la Tragedia. ¡Las primeras diez páginas! Había escrito tres muy malas e iba a pedir una prórroga que a buen seguro lograría. Al fin y al cabo, todos me llevaban un semestre de ventaja. Hasta ahora el señor Simon se había portado muy bien al respecto.

—Vamos —dijo Patrick tras echarse un rápido vistazo en el espejo. Sonrió y se volvió hacia mí. Evité el espejo con todas mis fuerzas.

—¿Cómo lo hacemos?

—Bien —dijo dándome un montón de invitaciones del yeti—. Primero nuestro pasillo. La mitad cada uno —añadió—. Es cuestión de deslizar una invitación por debajo de cada puerta.

Tardamos unos diez minutos, y observé que Patrick estaba en lo cierto. Era la hora perfecta; todo tranquilo, sin profesores. Nos reunimos de nuevo.

—Ahora iremos a la zona de las chicas —dijo Patrick sin vacilar. Como si dijera «hay que ir a comprar leche» o «tengo que cepillarme los dientes».

—¿Estás seguro? —dije yo.

—Pues claro —dijo otra vez sin asomo de duda—. Pero primero bajaremos al comedor por si podemos agenciarnos galletas y ginger ale para Ness.

La utilización del sobrenombre me transmitió una fea sensación de soledad, como si Patrick tuviera algo que yo deseara por encima de todo pero que jamás sería mío. Lo había oído alguna vez al pasar, pero nunca en una conversación directa conmigo. Para mí era Vanessa.

—¿Me tomas el pelo? —solté, y volví a pensar que era una especie de broma. Quizás en el comedor me iba a encontrar con una emboscada.

—No, a ver, el comedor no es para tanto. Está el botiquín, ya sabes —explicó. Yo negaba con la cabeza—. En el rincón de atrás más alejado hay una nevera con Gatorade y ginger ale y galletas, hielo picado, me parece. En principio se puede coger cualquier cosa… Imagínate que alguien se pone enfermo en mitad de la noche o algo así. Tenemos perfecto derecho.

—Vaya, no lo sabía —dije.

—Sígueme —dijo—. Hay muchas cosas que no sabes.

¿Has estado alguna vez allí de noche? Es escalofriante. El suelo estaba helado; ojalá me hubiera puesto las zapatillas. Había sombras por todas partes. Seguí a Patrick hasta el rincón trasero del comedor, donde él cogió de la nevera un refresco frío y unos paquetes de galletitas saladas. Yo me hice con una copa de poliestireno, la llené de hielo picado y miré por si había algo más que pudiera serle de ayuda a Vanessa.

—Vamos —dijo, y fui tras él. Subimos la escalera y en la bifurcación doblamos a la derecha. Yo aguantaba la respiración, pero el caso es que la tranquilidad era total. Patrick me dio otro montón de yetis y con la cabeza me indicó una mitad del pasillo. Sin decir palabra, cada uno comenzó por un extremo y deslizó una invitación por debajo de cada puerta. Nos reunimos en el punto medio y me pregunté si iba a considerar superfluo dar la invitación a Vanessa, pero entonces me entregó las invitaciones sobrantes, se dirigió hacia la puerta de ella y llamó con suavidad.

—¿Y si está dormida? —susurré con apremio.

Patrick se miró la muñeca. No llevaba reloj, pero actuó como si lo llevara.

Me hizo con la mano un gesto de rechazo y volvió a dar unos golpecitos suaves, tan suaves que no oí nada. Aguardamos.

—Quizás ha ido a la enfermería —sugerí. Era una posibilidad. Una vez fui a buscar Advil para uno de mis dolores de cabeza y me pareció un sitio agradable, provisto de un catre y un televisor.

—Imposible —dijo Patrick, que llamó de nuevo, esta vez algo más fuerte. Yo comenzaba a ponerme nervioso. Alguien podía vernos u oírnos. Seguro que alguien iría a los servicios.

Patrick volvió a llamar.

—Yo me marcho —dije—. Si duerme profundamente, mejor darle esto por la mañana. También puedes dejárselo fuera, junto a la puerta. Ponlo aquí, así lo verá al levantarse.

Antes de que Patrick pudiera responderme, la puerta se abrió un poco con un chirrido, primero un par de centímetros, luego algo más. Dentro estaba oscuro, no se veía nada. Di un paso atrás. Pero de pronto la puerta se abrió más, y vi a Vanessa, con el pelo más alborotado que nunca, literalmente de pie en la parte de delante y en la de atrás. Tenía la cara pálida y los ojos enrojecidos. Llevaba unos pantalones de chándal grises y una camiseta de bulldog amarilla que yo no le había visto nunca. Rezongó en voz baja, abrió la puerta del todo y nos indicó que pasáramos. Patrick entró, pero yo vacilé.

—Por favor —dijo ella con una voz tan áspera que no podía negarme.

—Muy bien —dije, y entré en el diminuto cuarto.

Una vez estuvimos claramente dentro, Vanessa cerró la puerta. Fue entonces cuando me llegó el horrible olor. No servía de mucho pensar que, fuera lo que fuese, provenía de ella. Arrugué la nariz, intenté esconderla bajo la camisa y al final simplemente la cubrí con la mano e intenté respirar por la boca.

—Pero, bueno, ¿por qué apesta así? —exclamó Patrick.

Vanessa ya se había vuelto a meter en la cama, la cabeza en la almohada floreada que parecía vieja y me habría jugado algo a que procedía de su cuarto de niña. Vi el mono de peluche tirado a un lado de la almohada. Ella respiraba entre jadeos y gemidos.

—Toma —dije alcanzándole la copa de hielo. Vanessa alargó la mano débilmente y la cogió, pero la dejó sobre la cama, a su lado. No cabía duda alguna de que estaba deshidratada. Me acerqué con la intención de ayudarle a comer un poco de hielo, y entonces advertí de dónde venía el mal olor. Vanessa había colocado junto a la cama el cubo de basura de color verde brillante, ahora lleno de vómitos. Tuve que apartar la mirada unos instantes, con ganas de hacer arcadas yo también. Patrick vio mi reacción y sintió lo mismo, pero no fue nada sutil. Emitió un fuerte sonido de náuseas y se encaminó de nuevo hacia la puerta.

—Lamento que estés enferma —dijo con la mano en el pomo—. Tim tenía razón, es mejor dejarte descansar.

—Espera —dije, y fui hacia él por las galletas y el refresco. Se lo quitó todo de encima con mucho gusto, cogió de mis manos el resto de las invitaciones y abrió la puerta. El aire fresco del pasillo era el mejor que había olido jamás. Patrick salió y me esperó. Pero yo no lo seguí.

—¿Lo pillas? —susurró por fin tras controlarse un poco pero sin estar dispuesto a entrar de nuevo.

—Claro —dije, furioso al ver que la abandonaba en aquel estado de necesidad y que ella no quería abandonarlo a él—. Parece que necesita ayuda.

Entonces titubeó, me di cuenta. Vanessa tenía los ojos cerrados. No estaba nada claro que estuviera despierta. A lo mejor él se iba y ella ni se enteraba. Quizás estaba Vanessa tan inconsciente que no recordaría siquiera que habíamos llamado a su puerta. Quizás era así como él salía adelante en la vida: gracias a olvidos afortunados.

Patrick dio un paso hacia nosotros, pero el vómito le repugnó al instante. Tal vez era el tío más guapo, el de más éxito, en una pista de baloncesto seguramente me aplastaría, pero en el ámbito de los vómitos, yo era el más fuerte y quería ver si eso servía de algo. Aparte de que no podía dejarla así. Ni pensarlo.

Patrick no dijo nada más. Se marchó, y yo entré en acción. Lo primero que hice fue abrir la ventana. Pensé incluso en arrojar por ahí el vómito, pero la ventana quedaba solo entreabierta, y habría sido un jaleo tremendo. Así que cogí el cubo de la basura, aguanté la respiración y lo llevé a los aseos de las chicas. Menos mal que no había nadie.

Arrojé el vómito en un váter y tiré al instante de la cadena. Luego llevé al cubo a la ducha, eché un poco de champú que alguien se había dejado y lo limpié. Al regresar a la habitación de Vanessa, la puerta seguía abierta. La cerré y esperé a que me llegara de nuevo el impacto del hedor, pero esta vez no fue tan fuerte. Vanessa continuaba con los ojos cerrados. Me senté a su lado en la cama. A continuación le apliqué con suavidad en la frente unas toallitas húmedas.

Vanessa se removió y abrió los ojos despacio. Cogí un poco de hielo picado y traté de metérselo en la boca. Al principio mantuvo los labios cerrados y negó débilmente con la cabeza, pero luego lo aceptó y yo aguardé. No pretendo alargarme con esto, pero has de comprender que me gusta revivirlo; estar con ella esa noche fue algo que no había experimentado jamás. A decir verdad, habría podido quedarme allí sentado para siempre. Había desaparecido el mal olor. Yo me encontraba en la habitación de Vanessa. Ella estaba en la cama. Yo lamentaba que ella se encontrase mal, por supuesto, pero ni se me pasaba por la cabeza el deseo de estar en otro sitio. Eran las cinco menos cuarto de la mañana y sabía que esa noche no dormiría, pero ya me daba igual. De pronto ella gimió otra vez y cogí un trocito de hielo. Observé que tenía los labios secos, de modo que primero los rocé con el hielo y dejé que este se derritiera. Me demoré bastante en eso.

Cuando volví a mirar la hora eran las siete y media. Me había quedado dormido a su lado. Se me había caído la copa de la mano y había un charco en el suelo, lo que me recordó las bolas de nieve fundidas.

Me volví hacia Vanessa, y ella estaba mirándome. Y entonces sonrió.

—¿Me das un poco de ginger ale? —dijo.

—Claro —dije, y me levanté de un salto. El refresco ya no estaba frío, pero en cualquier caso para ella seguramente sería mejor así.

—Vaya, pues me encuentro mucho mejor —dijo tras beber de la pequeña botella.

—No tan deprisa —dije en el preciso instante en que llamaban a la puerta.

—¿Vanessa? —dijo una voz de chica.

—Hola, Julia —dijo Vanessa con un hilo de voz—. Aún estoy en la cama pero me siento mejor. Por favor, dile a la señora Reilly que me saltaré el desayuno pero intentaré ir a clase.

—Descuida —dijo la chica a través de la puerta—. ¿Necesitas algo?

Vanessa me miró y sonrió.

—No, gracias —contestó.

Vanessa recostó la cabeza y cerró los ojos. Se meneó un poco en la cama para ponerse más cómoda.

—Y ahora ¿cómo voy a salir de aquí? —pregunté—. No solo estoy lejísimos de mi pasillo sino que ahí fuera hay un montón de gente. Estoy jodido.

—No puedo creer lo que has hecho por mí —dijo Vanessa pasando por alto mi comentario—. ¿De verdad has vaciado mi vomitera?

—Alguien tenía que hacerlo.

—No lo tengo tan claro —dijo—. Y me has rehidratado. Iba a morirme.

—No exactamente —repuse—. Te habrías repuesto.

—Bueno, yo sentía que me moría.

—Pues para que conste en acta, me alegro de que no te hayas muerto —dije—. Bien, ¿puedes ayudarme? ¿Se te ocurre algo?

—¿Por qué no nos quedamos un rato así sentados? —sugirió—. Todavía estoy mareada.

¿Cómo iba a negarme a semejante petición?

—Bueno, me parece que esto pasará a la historia como mi momento más lamentable —dijo tras permanecer un rato callados.

—Pues estás recuperándote muy bien. Ha sido menos grave de lo que parecía.

—¿Cuál es tu momento más lamentable? —preguntó. Debía imaginármelo: el reconocimiento de un momento embarazoso suele preceder a esta pregunta. No obstante, me sentí en claro fuera de juego. ¿Se lo decía? ¿Inventaba uno? ¿Fingía no tener ninguno? También podía decir lo obvio sin más, que mi vida era una serie infinita de momentos lamentables.

—Cuando era pequeño. —Miré alrededor… Estábamos a salvo y solos, sentí que podía decir cualquier cosa…—. Creía que mi condición de albino era un superpoder.

Esperé, pero ella no se movió, ni parpadeó siquiera.

—Siempre me habían gustado los superhéroes, me gustan incluso ahora, lo que podría considerarse lamentable al ser tan mayor, pero me figuraba que muchos de ellos eran mutantes, ¿vale? Para mí era totalmente lógico que mi desgracia fuera en realidad algo bueno. Pasé mucho tiempo intentando averiguar qué era mi poder, pero nunca se desveló nada. Y un día, en una cafetería… estaba en primero, tenía unos siete años, creo… le dije a un niño que no se metiera conmigo porque tenía superpoderes, y entonces él dijo, en voz alta: «Sí, tu poder es ser el niño más feo de la escuela». Pensándolo bien, quizás esto me hizo más daño que la realidad de mi aspecto. De más está decir que no tengo ningún superpoder, y que esto, mi piel y la falta de pigmento, no es nada bueno, solo malo.

Vanessa se volvió hacia mí:

—Discrepo, y está por ver que no tengas superpoderes —dijo.

Los dos miramos el reloj a la vez.

Me sentía muy hecho polvo: no quería que ese momento terminara nunca y al mismo tiempo sabía que estaban a punto de pillarme. ¿Cómo diablos iba a salir del apuro? Por un lado me daba igual. Aparte de impedir mi graduación, ¿qué iban a quitarme? ¿Mi vida social? No había aquí mucho que perder. Aun así…

—En fin, no sé escalar edificios y no puedo volverme invisible. Dame alguna idea para salir de tu habitación sin que me vean —dije, aunque en realidad quería preguntar: «¿Puedo quedarme aquí para siempre?».

Vanessa retiró la colcha y se incorporó.

—Mira en el armario —dijo señalando con el dedo—. Hay una sudadera a cuadros rosas con capucha que pone «Difunde el amor» en letras bordadas. Es bastante grande. Te irá bien, creo.

La miré como si se hubiese vuelto loca, pero me obligué a levantarme y me dirigí al armario. Abrí, y me llovió encima la gama de colores más vivos que había visto yo en mi vida. Sonreí. Estaba lleno, abarrotado. No cabía nada más, y desde luego yo no iba a ser capaz de encontrar nada en aquel revoltijo. Pero lo intenté. Miré en las perchas y rastreé los estantes.

—Está en un colgador, a la derecha —dijo ella.

Pues claro, ahí estaba. Una sudadera a cuadros rosas tan grande que dentro cabían dos. La sostuve en alto para que la viera.

—Sí, esta. Póntela —pidió.

—¿Cómo? ¿Bromeas?

Vanessa miró el reloj.

—Dentro de unos siete minutos el pasillo estará tranquilo. Todo el mundo habrá bajado a desayunar; lo sé, tranquilo. Apostamos lo que quieras a que no te tropiezas con nadie. Pero, por si acaso, ponte la capucha y toma el camino trasero, hacia la salida de incendios. Antes de llegar a tu pasillo, quítatela y déjala por allí. La recojo yo luego. Llegarás a tu cuarto sin novedad.

Reflexioné sobre su plan. Era bueno. Y yo no tenía nada que perder. Me quedaban cinco minutos.

—¿Crees que podrás ir a clase? —le pregunté. Quería volver a sentarme en su cama, pero, de algún modo, una vez de pie y con el plan elaborado comprendí que eso ya no era posible.

—Hay que llevar estas primeras páginas del Trabajo de la Tragedia, y ya sabes cómo es el señor Simon —dijo—. Dúchate, te sentirás mejor.

—Espero que sí —dije. Nos quedaban tres minutos y medio.

—¿Has terminado las páginas? —preguntó.

—No —respondí—. Necesito algo más de tiempo. Hablaré con el señor Simon antes de clase.

—¿Te puedo ayudar?

Yo quería aceptar su ofrecimiento sin titubeos.

—Quizá —dije—. Si algo no marcha, te lo diré.

—De acuerdo —dijo—. Te debo una.

Quedaban dos minutos. Del pasillo ya no llegaba casi ningún ruido. Aún se oía a alguna rezagada, pero se había acabado el ajetreo.

—Ponte la sudadera —dijo ella—. Y cuando te diga ya, te vas.

—Da la impresión de que esto ya lo has hecho antes —dije.

Vanessa miró al suelo.

—Preparado —dijo casi en un susurro.

Me puse la sudadera y subí la cremallera. Me coloqué la capucha. Estaríamos juntos menos de un minuto.

—Quédate junto a la puerta —dijo.

Por mucho que no quisiera, hice lo que me dijo. Ahora no había ruido alguno; estaba tan tranquilo como a las cuatro de la madrugada.

—Ahora —dijo—. Vete.

Yo quería acercarme y abrazarla. Pero giré el pomo y, sin mirar atrás, salí de la habitación, tomé por el camino de la derecha y eché a andar deprisa. Una parte de mí deseaba que alguien me parase y me interrogase y que ella y yo nos viéramos juntos en un aprieto. Sin embargo, en el pasillo no había un alma, y el recorrido hasta la zona de los chicos estaba despejado. Cuando llegué al pequeño espacio que constituía territorio neutral, que no formaba parte del pasillo de los chicos ni del de las chicas, me quité la sudadera. Pensé en dejarla caer y dejarla ahí sin más, tal como ella había dicho. Pero no fui capaz. Lo que hice fue doblarla y colocármela bajo el brazo. Eché un vistazo al pasillo, comprobé que estaba desierto y regresé a mi habitación sin que me viera nadie.