18

DUNCAN

Cinco días… enteros, en realidad, cuatro

Duncan comprendió que la cuestión importante era esa. También se dio cuenta de que quizás, en realidad, él no quería saber. Antes de que Tim tuviera posibilidad de proseguir, sacó el cedé del ordenador, lo añadió al montón y los guardó todos en el escondrijo del armario.

«Y ahora os quedáis aquí», dijo, y acto seguido se sintió como un estúpido. ¿Con quién estaba hablando? ¿Con Tim? Si pudiera, pediría perdón por no continuar y escuchar el resto de la historia. Pero llegó a la conclusión de que estaba haciendo exactamente lo que dijo que no haría: dejar que los sucesos del año anterior echaran este a perder. Ya no podía más. Lo sentía mucho, pero ya no podía más.

Para Duncan, el resto del otoño solo pudo ser calificado como dichoso. En especial octubre. El aire se volvió frío y luego más frío aún, y aunque los alumnos se negaban a quitarse sus chaquetas de verano, sí se ponían jerséis, cada semana más gruesos y voluminosos. Era algo que Duncan no recordaba realmente de los años anteriores, pero de algún modo le gustaba. Él y Daisy estaban siempre juntos; pasaban encerrados el menor tiempo posible. Cuando iban a sus respectivas habitaciones, dedicaban la noche a mandarse mensajes de texto, a planear cuándo y a qué hora se verían a la mañana siguiente.

«7 horas +», escribía Duncan en cuanto llegaba al cuarto.

«dmsia2», respondía Daisy.

«¿y 6?».

«¿ke tal 5?».

«No, deskansa —escribía Duncan—. No kiero ke mañana sts tmbien kansada».

«T kiero».

«Tmbien T kiero».

Duncan siempre procuraba ser el que esperaba al pie de la escalera por la mañana. Le encantaba ver cómo se iluminaban los ojos de Daisy al verlo. Lo de ver quién llegaba antes acabó siendo un juego. Cuando ganaba ella, Duncan siempre sentía un leve remordimiento, como si de algún modo la decepcionara.

El día antes de marcharse con motivo de la fiesta de Acción de Gracias, puso el despertador a las cinco de la mañana. Cuando sonó, pensó simplemente en ignorarlo y seguir durmiendo, pero le vinieron a la cabeza las imágenes de las oportunidades perdidas de Tim. No quería cometer los mismos errores. Sin duda ya estaba haciéndolo todo un millón de veces mejor que Tim, pero tenía la continua sensación de que podía hacer más. Se lo debía a sí mismo, y a Daisy… y en el fondo pensaba que se lo debía a Tim y Vanessa.

Se obligó a levantarse. Llevaba un tiempo planificando esa mañana, así que tan pronto hubo abandonado su acogedora cama se sintió lleno de vigor. Había pedido prestado un hornillo eléctrico a un chico del mismo pasillo, pese a que en los dormitorios esos aparatos estaban prohibidos. El día anterior había ido a la ciudad de compras. Lo mejor que se le había ocurrido fue harina de avena con azúcar moreno y nata, que había conservado cuidadosamente en hielo toda la noche. Sabía que a Daisy le gustaba porque en el comedor siempre escogía eso si estaba en el menú, aunque solía quejarse de que no le ponían nata, solo leche. Duncan lo preparó, lo colocó en un cuenco de plástico muy floreado que había comprado asimismo en la ciudad el día anterior, y luego le mandó un mensaje de texto en el que le pedía que abriera la puerta. Pasó un minuto; Duncan pensaba que ella dormiría profundamente. De pronto apareció el «OK», y fue para allá.

Cuando hubo doblado la esquina, la vio esperando, somnolienta en su pijama amarillo vivo. No dijo una palabra pero le dejó entrar y cerró la puerta. Ambos se volvieron y se miraron. En ese momento Duncan estuvo seguro de que nunca sentiría nada así por nadie. Jamás. Comenzaron a besarse. Ella se mostraba afectuosa y olía de maravilla. Él cayó en la cuenta de que era la primera vez que estaba con Daisy antes de que ella se hubiera duchado o cepillado los dientes, y retuvo esa idea pensando que así sería estar casado.

Entonces ella se metió en la cama y levantó un edredón de flores azules para invitarle a hacerle compañía. La avena llevaba rato olvidada sobre el escritorio. Duncan no podía creerse lo adormilado que se sintió de golpe, como si quisiera desconectar y quedarse allí para siempre. Y, a continuación, en vez de pasarse la siguiente hora jugueteando, se durmieron. Duncan no había dormido así de tranquilo en su vida.

Cuando por la tarde debieron despedirse, fue mucho más difícil de lo que Duncan había imaginado. No tenía por qué ser tan duro superar cinco días… enteros, en realidad, cuatro. Pero para Duncan cada segundo lejos de Daisy era casi doloroso.

Una vez en casa, Duncan puso el máximo afán en pasárselo bien, pero resultaba imposible. Llamaba cada día a Daisy a Connecticut, le mandaba cartas de forma perfectamente calculada para que le llegaran cada día que estuviera allí. Se enviaban correos electrónicos y mensajes de texto sin parar, pero a él le encantaba la idea de las cartas, cartas que él había tocado solo unos días antes.

Cuando hubieron regresado a Irving, empezaron a pensar con terror en las largas vacaciones que se avecinaban. Primero les quedaban diecinueve días para estar juntos, luego dieciocho, diecisiete… Los padres se oponían a que uno y otro redujeran el tiempo con las respectivas familias para visitarse mutuamente durante las casi tres semanas de descanso: los adultos parecían coincidir en que los chicos ya pasaban suficiente tiempo juntos en la escuela. No obstante, Duncan y Daisy juraron llamarse cada día… dos veces, incluso tres. Y entonces repararon en que, igual que habían temido la cuenta atrás hasta las vacaciones, ahora en casa se habían puesto a contar, esta vez con anhelo, el tiempo que faltaba para volver a estar juntos: diecinueve días solitarios, dieciocho, diecisiete…

Durante ese período, Duncan no volvió sobre la historia de Tim. Para empezar, estaba demasiado ocupado. Entre exprimir hasta el último segundo con Daisy, salir con los colegas, hacer alarde de sus habilidades matemáticas y leer a Aristóteles y Shakespeare, no encontraba tiempo para sentarse y escuchar. Pero había algo más, y Duncan lo sabía. La última vez que había escuchado el relato de Tim, se había sentido fatal. Recordó cosas que no quería recordar. Dejó los cedés en el compartimento secreto del armario y trató de no pensar en ellos ni en el posible significado de escuchar el resto del curso de Tim. De vez en cuando pensaba en hablar con Daisy de ello, en contárselo todo, pero de repente pasaba algo o hacía una prospección de futuro y se veía incapaz de imaginar la reacción de ella, y entonces decidía no hacer nada. Y así fue siempre.

Enero dio paso a febrero. Un día, estando con unos colegas a altas horas en la habitación de Tad escuchando música que había grabado el hermano de Hugh con la esperanza de hacerse famoso, Ben se dirigió a Duncan y lo cambió todo… otra vez.

—Entonces, ¿qué hay del Juego de último curso? —dijo—. Confío en que lo manejarás mejor que Patrick el año pasado.

Esas palabras perforaron los oídos de Duncan. Nadie le había hablado del Juego de último curso. En parte porque no se debía hablar de ello abiertamente sino en privado, entre los amigos. En todo caso, Duncan consideraba algo deliberado el hecho de que hasta ese momento no se hubiera planteado el tema. Nadie le habló nunca de lo sucedido. Para él era algo habitual entrar en una conversación, sobre todo al principio del curso, y notar como si hubiera interrumpido algo; sabía que estaban hablando del asunto. No obstante, le daba la impresión de que en realidad sus amigos lo estaban protegiendo, y él se había acostumbrado. Sabía que no podría evitarlo, bien que una pequeña parte de él esperaba que, considerando todo lo sucedido, el Juego se suspendiera definitivamente. Ahora las excursiones estaban prohibidas, desde luego, pero al parecer la administración admitía que el corre que te pillo o la captura de banderas eran aceptables.

—Sí, Dunc, ¿qué hay del Juego? —metió baza Tad.

Duncan tragó saliva. Menos mal que en ese momento la luz estaba apagada. Seguro que su cara estaba adquiriendo una alarmante tonalidad rojiza. Tenía la certeza de que lo del año anterior había sido un gran malentendido. Quizá no exactamente un malentendido, pero sí algo que nunca había sido confirmado, que se podía revocar. No albergaba duda alguna, sobre todo después de lo ocurrido. Pero si los chicos esperaban que él organizara el Juego, sería que el resto de la clase de último curso también estaba esperando.

—Estoy en ello —dijo con toda la confianza en sí mismo que fue capaz de exhibir—. Descuidad.