17

TIM

Esto es confidencial

Duncan sabía qué había puesto en marcha Tim. ¿Por qué no podía encenderse una enorme luz roja parpadeante cuando alguien toma una decisión equivocada o, como en este caso, una decisión desastrosa? Un aviso o algo que nos diga que debemos volver atrás y empezar de nuevo. Era tan frustrante que contempló la posibilidad de arrojar los cedés por la ventanita redonda y quitárselos de la cabeza. Había pasado por eso una vez, ¿por qué se hacía eso a sí mismo? Lo que menos le convenía era repetir la experiencia. Pero era tarde y Daisy estaba durmiendo, así que no le distraía nada. Y podía oír la áspera voz de Tim que le daba las gracias por escuchar. No quería volver a decepcionarle. Eso ya lo había hecho.

Empezó un ir y venir de avisos. Deduje que funcionaba así. Llegaba una información rápida que luego desaparecía. Luego otra, que desaparecía también. Para mí nada de aquello tenía sentido. Siempre había una palabra que faltaba o estaba fuera de su sitio. El primer aviso decía SE CONVOCA JUEGO FUERA, TODO EL MUNDO DEBE PARTICIPAR, LLAMANDO A TODOS LOS ALUMNOS DE ÚLTIMO CURSO, PERMANECED SINTONIZADOS PARA

Estaba colocado en el pasillo y los aseos. Lo leí, pero cuando más tarde volví para fijarme bien por si había pasado algo por alto ya no estaba. Fui al pasillo, donde había estado otro de los avisos a primera hora del día, y este también había desaparecido.

Dos días después apareció otro: EL JUEGO ESTÁ AHÍ FUERA, PASEAR POR GUSTO, JUGAMOS TODOS, SE HARÁ LISTA.

Para entonces ya estaba intrigado. Se repetía la palabra «fuera», como si se tratara de un código para «excursión». Pero parecía muy evidente. Si yo podía descifrarlo, lo harían también los profesores, ¿no? Por otro lado, estos no estaban al corriente de mi conversación con Patrick en los servicios. Quizás una excursión era algo inusual y a nadie se le ocurriría una cosa así.

Una noche Patrick llamó a mi puerta.

—Qué tal —dijo ahí de pie, luciendo una camiseta blanca toda llena de agujeritos, vaqueros y zapatillas a cuadros Black Watch. Hice lo que pude para mantener una expresión neutra. No tenía idea de qué quería de mí.

—Qué tal —respondí con aire inexpresivo.

—¿Estás ocupado?

—La verdad es que no mucho —dije, y luego pensé que no debía haberme delatado tan deprisa. ¿Y si luego necesitaba una escapatoria?

—Estupendo —dijo—. Me irá bien tu ayuda.

—¿Para qué?

—Para hacer las invitaciones —dijo con orgullo.

—¿Qué invitaciones?

—La excursión —dijo—. Está todo planeado. Solo tengo que comunicar a la gente cuándo y dónde.

Era muy extraño que me pidiese ayuda a mí teniendo colegas a montones, prácticamente todos los tíos de nuestra planta.

—¿Todo el mundo está ayudando? —pregunté intentando tener una idea más clara de lo que estaba pasando.

—No —contestó—. Creo que podemos hacerlo nosotros solos. Pensé que esto te permitiría comprender mejor lo que es ser popular, pues probablemente no tienes ni idea.

Hasta que hubo dicho esto, estaba casi seguro de que se trataba de una broma. A lo mejor quería atraerme hasta su habitación para luego emplumarme o algo así. Pero tras ese comentario, supe que se trataba solo de su mezquino ego, y, debo admitirlo, sentí curiosidad. También estaba un poco aburrido. Ese día no me había tropezado con Vanessa ni una sola vez.

—¿Dónde las hacemos? —pregunté.

—En mi cuarto —dijo, indicándome con la mano que lo siguiera—. Tengo todo el material necesario, pero si tienes rotuladores, tráelos, ¿vale?

—Vale —dije, y me incliné hacia el escritorio y cogí una bolsa Ziploc llena de rotuladores de colores. También las tijeras, por si acaso.

Seguí a Patrick por el pasillo hasta su habitación. Había mirado dentro alguna vez al pasar por delante, pero no había entrado nunca. Abrió la puerta y extendió la mano para hacerme pasar. El cuarto era mucho mayor que el mío, quizás el doble, y se me ocurrió que acaso fuera el más grande de la planta. Patrick había pintado de color verde hierba la pared más alejada, a la que estaba arrimada la cama. Sobre la cama había un edredón a cuadros a juego; también una alfombra del mismo estilo en el suelo. Entonces advertí las fotos. Estaban pegadas a la pared con celo: una de Vanessa en el comedor riendo; otra de Vanessa al aire libre, quizá detrás de la escuela; otra, deliciosa, en que Vanessa tomaba sorbos de un batido mientras miraba a un lado. Patrick me miró sin decir nada. Yo quería aparentar que me daba igual, que ni siquiera había reparado en ellas. Junto a la lámpara de la mesilla había una de los dos juntos: él le hacía cosquillas, y ella intentaba rechazarlo, pero sonreía, y yo la conocía lo bastante bien para saber que era una sonrisa auténtica. Miré a Patrick como diciendo «¿y ahora, qué?». Como si no notase una gruesa capa de soledad arrojada sobre mí que me impedía respirar bien.

—Eh, tienes que ver esta —dijo entonces Patrick, que abrió la portezuela del armario. En la parte posterior se veía una foto que había sido ampliada hasta un tamaño situado entre el póster y la portada de revista. Vanessa posaba con un bikini verde mostrando su cuerpo bello y esbelto. Me fijé en las curvas de las copas.

—Es buena esta, ¿eh? —dijo Patrick en tono burlón—. Fue tomada la primavera pasada, justo después de que terminase el curso, cuando ella vino de visita.

Pensé por un instante si eso había sido antes o después de que muriese su madre. Sería después. Quizás ella quería que él se sintiera mejor. Entonces me pregunté si Vanessa estaba al corriente de esa foto y de lo grande que era, o si Patrick la tenía en el armario para que ella no la viese. Lo miré sin expresión; no quería darle ninguna satisfacción. Pero él sabía. Se le fue extendiendo por la cara una lenta sonrisa y después meneó la cabeza.

—Mejor empezamos —dijo, y cerró la puerta, que atrancó encajando el respaldo de una silla bajo el pomo para que no pudiera entrar nadie. Seguramente vio mi semblante alarmado.

»Esto es confidencial —señaló, y acto seguido abrió el cajón lateral de su escritorio y sacó un montón de cartulinas de colores y rotuladores. Los suyos eran Sharpie. A lo mejor, antes de que yo pudiera escapar, iba a escribir encima de mí cosas como «perdedor» o «idiota». Por un instante me imaginé andando por los pasillos con todo lo escrito en mí y me pregunté si sería peor eso que lo que siento cada día, aunque por supuesto la respuesta era afirmativa. Con un gesto me indicó que me sentara en el suelo.

»Bien, se me ha ocurrido lo siguiente —dijo mientras se sentaba en el otro lado de una tabla que había sacado del armario. Cruzó las piernas como un niño pequeño y se acercó un poco—. Las invitaciones han de tener la forma del pie. Pensando en lo de meter el pie por la puerta y entrar por las bravas.

Lo miré con cara de no entender. Sin duda hablaba en serio, al margen de lo que fuera aquello.

—Siempre se me olvida que es tu primera vez —dijo—. Eres un novato. Bien, pues esto funciona así. Yo soy el presidente…, supongo que ya te lo imaginabas. Me corresponde a mí organizar el Juego, que como sabes no será ningún juego sino una excursión. Se trata de juntar a todos los del último curso e invitar a algunos de tercero para que lleven la antorcha el año que viene. Una especie de iniciación. ¿Me sigues?

Asentí con la cabeza.

—Ah, me dejaba lo más importante: aunque lógicamente los profesores esperan que se organice el Juego como cada año, la clave, la verdadera medida del éxito, es pillarlos totalmente desprevenidos. No han de sospechar nada.

Volví a asentir.

—Y en cuanto a la excursión, los vamos a excluir por completo, lo cual me entusiasma, te lo digo yo —señaló Patrick, que luego miró alrededor como si hubiera perdido el hilo.

—¿Las invitaciones? —sugerí.

—Exacto, pues las invitaciones han de ser grandes y crípticas, quiero atraer la atención de todo el mundo, pero aquí la cuestión está en contarles lo que haremos sin decirlo realmente; así, si por casualidad un profesor consigue una, no será capaz de descifrarla.

—Me parece bien —dije, y luego cogí una cartulina verde.

—Espera. Primero hemos de tener claro qué queremos decir —dijo.

Miré por la habitación para hacerle creer que estaba pensando, aunque a decir verdad todo aquello me daba igual. Estaba pensando en Vanessa. ¿Dónde había estado ella hoy? ¿Cómo es que no me había tropezado con ella en ningún momento? Y de pronto me pasó por la cabeza una idea atroz seguida de una oleada de amargura. ¿Y si ella hubiera estado pasando de mí adrede? ¿Y si ya no iba a encontrarse conmigo nunca más? ¿Y si por algún motivo había cambiado de actitud?

Y de súbito, milagrosamente, como si Patrick hubiera estado leyéndome el pensamiento, miró la foto pegada con celo en la pantalla de la lámpara y dijo:

—Hoy Vanessa está enferma. Según Eve, una de su pasillo, esta mañana ha tenido arcadas en los aseos y ha regresado a la habitación y al parecer no ha vuelto a salir. Espero que esté mejor; desde luego no quiero contagiarme. Pensaba que debía hacer algo, seguramente ella espera algo de mí, ya sabes, ir a verla o llevarle ginger ale y galletas, no sé. Quizá podrías venir conmigo cuando hayamos terminado con esto. No aguanto estar cerca de enfermos.

«¿Ni de Vanessa?», quise preguntar.

—Sí, claro —dije con una sensación de alivio que aún estaba difundiéndose por mi interior. Me sentía vigorizado… feliz incluso. ¡Ella no pasaba de mí! ¡Yo todavía le gustaba! No tenía muy claro cómo iríamos a verla, pues su pasillo estaba en zona prohibida, o dónde íbamos a conseguir ginger ale, pero supuse que Patrick ya tendría algún plan. Así que, en ese momento, lo único que se cruzaba entre Vanessa y yo eran las invitaciones.

»Podría ser de ayuda que yo supiera dónde será la excursión —señalé.

—Bien pensado —dijo él, extendiendo el brazo y juntando cuidadosamente unas cuantas cartulinas—, aún no se lo he comentado a nadie, pero he aquí lo que pienso. Muy pronto habrá un miércoles que será la primera noche de marzo. Creo que los despistaremos si lo hacemos una noche entre semana, pues por lo general los Juegos se celebran los findes. Quiero organizar una excursión de medianoche para ir en trineo… en esa increíble colina del bosque. Supongo que alquilaré los trineos en las dos semanas próximas, haré una buena provisión de chocolate caliente, necesitamos termos, desde luego, y quiero conseguir Kahlúa y licor de menta, y además tengo bourbon. En cualquier caso… todo el mundo debe estar allí cuando en el reloj den las doce, y nos divertiremos hasta las dos. Será la fiesta más guay del último curso de toda la historia.

—¿Cómo sabes que habrá nieve? —pregunté. Patrick me miró pensativo, como si jamás le hubiera pasado por la cabeza tal posibilidad. Luego asintió para sí.

—La nieve es la guinda del pastel —dijo—. Esto no tiene nada que ver con la nieve, ni siquiera con montar en trineo, sino con hacer una fiesta loca.

Mientras hablaba, fue cambiando de posición hasta quedar en posición de rodillas frente a mí, y volví a reparar en que era mucho más grande que yo. Cuando terminó de hablar, se sentó sobre los talones y sonrió.

—¿Qué te parece, pues?

¿Qué me parecía a mí? Pues que él estaba loco. Pero ¿se lo dije? No. Supe que se refería a esa colina por la que Vanessa y yo estuvimos corriendo aquel día en que me quedé ciego por momentos. A decir verdad, me daba igual. Ir en trineo, jugar al corre que te pillo o una fiesta del barril de cerveza; para mí todo era lo mismo a menos que pudiera estar a solas con Vanessa.

—Suena chulo —dije—. ¿Por qué no hacemos las invitaciones con la forma de un copo de nieve o de un trineo?

—No —dijo Patrick en tono amable—. Sería demasiado obvio. Estaba pensando en el yeti.

—¿El yeti? —dije.

—Unos pies grandes como los que tendría el yeti —aclaró muy satisfecho consigo mismo—. Y creo que debería poner lo que voy a decirte. Y en todas exactamente igual.

Sacó un rotulador Sharpie negro y se puso a escribir, poniendo mucho cuidado en doblar el papel de ese modo y ese otro. Una vez hubo terminado, lo sostuvo en alto.

—Vale, aquí tenemos el pie. Y aquí va un árbol —dijo señalando el dedo gordo—. Escribe aquí «Primer premio», que todo el mundo sabe que significa «número uno». Así, esto es el primero de marzo. —Esta vez indicó el centro del pie.

Patrick estaba tan cerca de mí que le olía el aliento: una combinación de caramelos y menta con un dejo de algo oscuro y malvado. Me aparté con la máxima discreción posible. Por lo visto, no se dio cuenta.

—Vale, ya saben que es una excursión por mis otros carteles. A ver qué se nos ocurre para dejar claro que es a medianoche.

—¿Y si dibujamos una calabaza? —sugerí—. Podría surtir efecto.

—¡Sí! —exclamó entusiasmado—. ¡Gran idea!

—Gracias —dije yo, sorprendido al notar mi sonrisa.

—Tenemos el día y la hora. Creo que si dibujamos una colina así —dijo, y se inclinó sobre un trozo de papel y repasó una pequeña colina que ya había dibujado y que en realidad parecía una U al revés—. La verdad es que pueden pedirme detalles en privado, así que no hace falta más información.

—Pues muy bien —dije pensando en la ridiculez de todo aquello y en que el esfuerzo que estábamos haciendo sería mejor dedicarlo a otras cosas, aunque de todos modos, ¿qué más daba? Por si no lo habías pillado, por muchos aires que me diera yo, desde luego me gustaba estar metido en algo.

Estuvimos callados un buen rato mientras recortábamos los pies. Al cabo de unos minutos, Patrick encendió su iPod, conectado a unos auriculares diminutos. Empezó a sonar «Don’t Stop Believin’», de Journey.

—Hemos de recortar cincuenta y tres de estas —dijo Patrick, hablando sobre mi trozo preferido de la canción, donde dice «nacido y criado en el sur de Detroit». No sé por qué me gusta tanto. Bueno, supongo que sí. Tengo primos en aquella zona. No en el mismo Detroit, sino en una ciudad pequeña llamada Farmington Hills. Cuando era pequeño íbamos a visitarlos. Hubo una época en que, según mi madre, para mí era realmente importante conocer a mis primos. Creo que todo empezó cuando cayó en la cuenta de que yo iba a ser hijo único. De manera que cuatro o cinco veces al año íbamos a Chicago a verlos. Siempre me gustó, pero al cabo del tiempo mi madre se cansó y comprendió que ellos jamás harían el esfuerzo de ir a vernos a nosotros pese a que ella los invitaba una y otra vez. Dejamos de ir. Nunca entendí muy bien por qué dejamos de ir bruscamente, por qué no redujimos las visitas a una o dos.

Después acabé viendo a mis primos el Día de Acción de Gracias y de vez en cuando en algún viaje estival organizado por mis abuelos. Pero recuerdo esas visitas, y recuerdo estar en su sótano oscuro, el que mi tío había pintado y decorado con una alfombra de interior/exterior y un equipo estereofónico que era flamante en 1970, antes de que hubiera nacido ninguno de nosotros. Apagábamos todas las luces y poníamos la música a tope. Nadie podía verme. Me decía a mí mismo que eran mis primos y que en cualquier caso debían aceptarme. Creo que es por eso por lo que siempre quise tener un hermano, pues habría tenido que aceptarme en cualquier caso. Pero esas noches, con mis primos en ese sótano oscuro donde nadie podía ver la cara de nadie, esperábamos el comienzo de la canción y todos cantábamos ese verso a voz en cuello: nacido y criado en el sur de Detroit. Sé que es de veras triste y lastimoso, pero si miro atrás, es uno de mis mejores recuerdos de infancia.

Tan pronto hube perdonado a Patrick por haber estropeado mi parte favorita de la canción, le pregunté por qué necesitábamos cincuenta y tres. La clase de graduación tenía exactamente cuarenta y tres alumnos. Me sabía la cifra de memoria; era algo que se decía una y otra vez de un modo u otro. Antes de llegar yo eran cuarenta y dos. Convertí el cuarenta y tres en mi número de la suerte.

—Porque —dijo sin alzar la vista—, como te he dicho antes, invitamos a unos cuantos de tercero. Si quieres aprender algo aquí, has de prestar atención.

—Muy bien —dije sabiendo, sin que nadie me lo dijera, que Patrick era uno de esos alumnos de tercero que el año anterior habían sido escogidos para jugar con los mayores.

—¿Quién decide cuáles son esos de tercero? —pregunté.

—En cierto modo, yo —contestó Patrick.

—Y ¿cómo lo haces? —pregunté.

Patrick pensó un instante. Parecía tomarse muy en serio mi pregunta.

—Ya lo verás —dijo.