16

TIM

Si eso era el orden o el caos

Cuando Duncan hubo regresado a su habitación, pensó en saltarse los cedés. Estaba listo para meterse en la cama, leer un poco y apagar la luz. Pero no pudo resistir la tentación. Quería tumbarse y pensar en Daisy, pero la cabeza se le iba una y otra vez hacia Tim y Vanessa. Volvió a encender la luz y se puso los auriculares. Tenía el portátil junto a la cama. Cerró los ojos y escuchó.

No sé si recuerdas eso mucho o poco, o acaso nada, ni si entonces me prestabas atención siquiera, pero pasó más o menos una semana hasta que la gente dejó de mirarme como si yo fuera un extraterrestre. En general erais realmente muy sutiles. Sin duda te habrán enseñado que mirar fijamente es de mala educación. Pero ninguno de vosotros tenía demasiada pericia. Manteníais la mirada baja pero en el último instante la levantabais, o fingíais mirar algo más allá de mi hombro. No me refiero a ti en concreto, pues no tengo recuerdos tuyos de esa época, sino a todo el mundo en general.

Intenté no hacer caso y centrarme en las clases, que, debo admitirlo, me gustaron más de lo que había imaginado. Me preocupaba que, pese a lo que me había dicho Sid, los profesores fueran estirados y las materias aburridas, pero no fue el caso ni mucho menos. Precisamente todo lo contrario. Y de pronto la gente parecía haberse acostumbrado a mí.

He dicho que me concentré en el estudio. Pero en realidad eso era solo otra manera de escapar de algo: Vanessa. Empecé a adaptarme a una rutina. Iba a clase y al comedor, y oía hablar mucho sobre el Juego y lo que debería ser. No sabía si algún día se tomaría una decisión o si a la gente tan solo le gustaba hablar de ello y lanzar ideas por ahí sin optar nunca por ninguna.

Al principio me emocionaba que Vanessa compartiera algunas de mis asignaturas, incluyendo literatura inglesa de último curso. Pero al cabo de un par de clases totalmente distraído por ella, comencé a pensar que quizá no fuera algo tan bueno y procuré no despistarme más. Fue en la tercera clase cuando el señor Simon se puso a hablar del Trabajo de la Tragedia.

Yo ya sabía algo, desde luego, pues el señor Bowersox lo había mencionado en el coche tras recogerme y había oído a otros alumnos hablar de ello. Pero ese jueves por la mañana en concreto el señor Simon entró en el aula, se subió a un pupitre y aguardó a que todos se acomodaran. ¿Ha hecho alguna vez esto en tu clase? Ignoro si hace las mismas cosas todos los años.

Vanessa se sentó a mi derecha, y en el último momento Patrick se colocó bruscamente a su lado.

—La tragedia —dijo el señor Simon en voz alta, y todos refunfuñaron. El profesor paseó la mirada por el aula y la posó en mí—. Por desgracia, señor Macbeth, no tiene usted la ventaja de haber pasado el primer semestre preparándose para esto, la tarea más importante de su joven vida hasta la fecha.

Unos cuantos soltaron risitas; también se percibieron risas disimuladas.

—Aunque con su nombre imagino que estará usted muy familiarizado con Shakespeare —añadió.

Vanessa me miró y sonrió, y de repente me sentí transportado al hotel del aeropuerto, al momento en que mi vida comenzó a cambiar.

—¿Le gustaría a alguien ayudar al señor Macbeth a ponerse al día? —preguntó el señor Simon, integrándome en la clase de literatura inglesa.

Por lo visto, nadie tenía interés.

—¿Qué dice usted, señor Hopkins? —dijo el señor Simon. Patrick, que había estado inclinado hacia delante escribiendo algo en un papel en el pupitre de Vanessa, alzó la vista, pillado por sorpresa.

—¿La tragedia? —dijo con voz insegura.

El señor Simon asintió con la cabeza y Patrick se aclaró la garganta.

—Bueno —dijo enderezándose—. Una tragedia es una pieza u obra literaria en la que el personaje principal, que sería el héroe trágico, sufre muchísimo y acaba hundido. Por lo general, el sufrimiento y el fracaso se deben a los propios defectos o puntos débiles del personaje principal y a su incapacidad para afrontar todo lo que le viene encima.

Patrick mostró la sonrisa más petulante que había visto jamás. Tuve ganas de hacerle bajar la mirada, pero no fui capaz. Miré al suelo, sin estar muy seguro de por qué me tomaba de forma tan personal lo que él había dicho. Estábamos hablando de obras escritas siglos atrás, ¿no?

—Muy bien, Patrick —dijo el señor Simon, que a continuación se bajó del pupitre y se quedó delante del mismo con los brazos cruzados—. A ver, por favor; si dejan de enredar con el vecino podremos seguir.

El señor Simon se pasó el resto del tiempo hablando de la logística del trabajo, de lo largo que debía ser, de cómo tenía que estar estructurado. Nos despidió con la tarea de comenzar a pensar sobre la introducción y un esquema. Y luego: «Ahora id y difundid la belleza y la luz».

Cuando salíamos por la puerta, Patrick chocó conmigo. Como tenía la cabeza vuelta hacia un lado, parecía no haberse dado cuenta de que yo estaba allí, y acto seguido sacó el codo y me dio en el costado.

Me figuré que así iban a ser las cosas. Por eso me sorprendió tanto que la siguiente vez que lo vi se mostrara tan amable. De todos modos, seguí sin fiarme. Supongo que no me fie nunca. Me fijaba en su semblante cuando apartaba la mirada de mí. Lo veía con Vanessa por todas partes: el comedor, el patio interior, andando hacia el aula. Pero había algo curioso: ella se las arreglaba no sé cómo para encontrarse conmigo en algún momento del día —sabría cuándo Patrick estaba ausente—, y establecía contacto visual o me tocaba el brazo con discreción. Era todo muy sutil, y Vanessa lo hacía muy bien, como un hada descendiendo en picado o una gota de lluvia abriéndose paso hasta un espacio pequeño. Podía pasar por mi lado seis veces en un día dando casi la impresión de no conocerme, y luego había ese momento especial. Yo nunca sabía cuándo sería, pero empecé a anhelarlo. No obstante, muy pronto reparé en que no estaba esforzándome por conocer a nadie más. Tras la primera semana o así, la gente se portaba bien conmigo, pero sinceramente me daba igual. Me sorprendía porque eso era precisamente lo que yo quería: tener algunos amigos y pasármelo bien. Pero en ese momento Vanessa lo significaba todo para mí. Y créeme, verla no siempre era un placer.

Un día que iba andando a mi habitación, vi a Vanessa y Patrick hablando, apoyados en el umbral de debajo del arco. Él estaba de cara y ella de espaldas. En cuanto Patrick me vio, aunque nuestras respectivas miradas no se cruzaron, se inclinó hacia ella y empezó a besarla de forma agresiva. Yo estaba demasiado lejos para ver la reacción de ella, pero me costaba creerlo. Estaban a la vista del público; podía pasar cualquiera por su lado. Vanessa emitía sonidos apagados. Era imposible saber si se debían a que estaba contenta o incómoda. Tenía ganas de arrancarme las orejas para no oírles. Patrick movía las manos por debajo de la blusa de Vanessa. Y en el preciso instante en que yo cruzaba la puerta, ella abrió los ojos y me miró. Su mirada duró lo suficiente para que me llegara el mensaje de sus ojos diciendo lo siento. A lo mejor esto estaba solo en mi cabeza; quizás era sobre todo lo que yo quería que ella pensara. Pero cuando Patrick la empujó ligeramente, Vanessa cerró los ojos de nuevo, y él reemprendió la labor estrechándola con más fuerza. Yo me esforcé al máximo para seguir caminando. Pero no pude evitarlo: miré hacia atrás, y Patrick había dejado de besarla y me miraba fijamente, sonriendo.

Al cabo de unos días, una tarde especialmente lluviosa en que todos estaban sentados en los pasillos y vestíbulos sin ningún sitio adonde ir, Vanessa se me acercó y se quedó de pie a mi lado, estando yo sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, y extendió la mano para coger algo de la repisa de la ventana que había encima de mi cabeza. Al retirarse, me acarició el pelo suavemente, dejó allí la mano unos instantes y desapareció. No la había visto desde el día en que Patrick estuvo besándola y yo tenía ganas de estar enfadado, pero me deleité en su caricia. En otra ocasión, en la cola del almuerzo —ese día había macarrones con queso de una granja autosostenible de Pocantico Hills y el mejor pan recién rallado de un horno del Bronx—, no sé cómo se coló detrás de mí, y yo no supe siquiera que ella estaba allí hasta que apretó su cuerpo contra el mío. Si no la hubiera conocido, habría podido pensar que alguien la había empujado. Pero a estas alturas ya la conocía lo suficiente.

Y de pronto las cosas volvieron a cambiar y Vanessa empezó a decirme cosas, a mandarme mensajes crípticos incomprensibles para mí mientras caminábamos uno al lado de otro.

«Esta noche va a nevar», dijo una vez que se colocó a mi lado en el pasillo principal.

«Para cenar hay albóndigas, la receta de la madre del señor Bowersox —dijo en otra ocasión—. He oído que en la mesa de los condimentos habrá parmesano recién rallado».

Todo era tan tranquilo, tan impersonal, que podía fácilmente pasarse por alto o pensar que iba dirigido a cualquier otra persona. Incluso los roces y caricias se habrían podido tomar como algo involuntario, un simple error. Incluso un gesto de compasión. Con independencia de lo que fueran, empecé a desearlos. Eran siempre distintos y acabaron siendo mis momentos favoritos del día. Los repasaba mentalmente una y otra vez, fantaseaba con ellos en clase, los imaginaba cuando me dormía por la noche, siempre más tarde que los demás alumnos porque, como me había prometido el señor Simon, nunca se me pidió que apagara la luz a la hora establecida. Los retenía conmigo, miraba al techo y recordaba lo verdes que tenía ella los ojos ese día, o la suavidad de su mano en mi antebrazo, o la dulzura de su voz cuando hablaba del mal tiempo, de la cena o de un libro que se podía pedir en préstamo en la biblioteca.

Fue en esa época cuando comencé a distanciarme de mi madre y de Sid. Todavía no sé por qué. Me habían apoyado mucho, habían mostrado interés en lo que estaba haciendo yo. Habíamos acordado un horario para hablarnos a través de Skype una vez a la semana, y al principio a mí me hacía ilusión. Las primeras semanas utilizaba el micrófono para grabar mi voz y contarles cosas sobre las asignaturas, las clases, lo que leía. Una vez incluso llevé el portátil al comedor para que oyeran el follón. Luego lo pasaba todo a cedés, como hice contigo, y se los mandaba a Italia. Pero de pronto dejé de encender el ordenador a la hora fijada, ya no me tomaba la molestia de devolverles las llamadas y no grabé más cedés. Mi madre me mandaba e-mails que reflejaban preocupación, pero a mí me daba igual. Notaba que estaba metiéndome en una burbuja, preocupado por si desequilibraba el extraño universo en el que vivía si me mostraba franco con ellos. No quería que supieran nada.

Empecé a esperar más de Vanessa, que me propusiera salir otra vez a correr o que nos viéramos en algún sitio. A veces me preguntaba a mí mismo qué sucedería si le proponía que quedáramos para hacer algo. Me imaginaba escenarios: ¿vendría conmigo a la ciudad si yo iba a comprarme unas zapatillas? ¿Me ayudaría con un proyecto de ciencias que requería un compañero? De vez en cuando iba a correr, incluso por el bosque prohibido, con la esperanza de tropezarme con ella. Pero esto no pasó nunca, y cada vez que me sentía con el coraje necesario para proponerle hacer algo conmigo, volvía a verla con Patrick. Parecían felices, andaban cogidos de la mano o se besaban cuando se creían a salvo de miradas de profesores. Así que no me atrevía; esperaba que viniera ella a mí. Me convencí de que unos segundos al día bastaban. Y seguro que en algún momento ella querría hablar conmigo otra vez. Pero pasaban las semanas y nada. Quizá te preguntes si eso era el orden o el caos. Sé lo que era para mí.

Un día de febrero, me vio en la biblioteca. Cuando miré, caí en la cuenta de que ella se había cruzado conmigo esa mañana y había farfullado algo sobre una nueva novela basada en la Odisea que se podía pedir en el mostrador principal. Como de costumbre, yo disfrutaba de todos los segundos de su atención, pero no pensaba nada más al respecto. Lo que sucedía aquella tarde es que, como todas las mesas del Salón estaban ocupadas, me había metido en la biblioteca, contento por tener un rato de tranquilidad y un sitio donde esconderme tras los estantes de libros.

De repente la vi de pie a mi lado.

—¿Has visto el libro? —preguntó.

No tenía ni idea de lo que me decía.

—¿Qué libro?

—El basado en la Odisea —aclaró—. El que te he dicho esta mañana.

—Ah, no —dije—. Es que tenía mucho que hacer de mates.

Últimamente, los ojos me habían estado causando problemas. Unas veces enfocaban bien y otras no, y perdía un montón de tiempo esperando poder leer o ver bien los números de la página. Pero resulta que ese día mi vista era muy buena, y la verdad es que no quería desaprovechar la ocasión.

Sin embargo, cuando Vanessa me propuso dar un paseo juntos, lo que más había estado deseando desde hacía semanas, vacilé. No tenía muy claro cómo estarían mis ojos dentro de quince minutos, no digamos ya tras levantarme, salir afuera y regresar. En todo caso, ¿cómo es que ahora se atrevía ella a hacer eso?

Para ser sincero, y aquí creo que debo serlo, algo había cambiado. Yo había forjado en mi mente multitud de gestos que significaban mucho, y ahora estaba seguro de que ella sentía algo por mí. Estaba convencido de que Vanessa no era más abierta al respecto porque no sabía cómo librarse de Patrick. También imaginaba que, pese a sus sentimientos hacia mí, no estaba del todo preparada para afrontar la humillación de ser vista en público conmigo. Estaba prácticamente seguro de que la gente se había habituado a mi persona —ya casi nunca me encontraba con expresiones horrorizadas cuando caminaba hacia alguien—, pero esto no cambiaba las cosas. Patrick era alto y guapo, y tenía una piel perfecta. Gustaba a todos, y todos consideraban lógico que Vanessa estuviera con alguien así. Ese era el orden mundial correcto (¿o debo decir caos?) de la Irving School.

Con todo, había algo.

Ese día de la biblioteca me levanté y la seguí al exterior. Hacía frío y viento. El cielo estaba gris, y me alegró que la luz no fuera fuerte. Vanessa no se paró sino que siguió andando hasta el campo de deportes. Seguí detrás pese a no haberme puesto el abrigo. No llevaba las gafas, naturalmente; no las tocaba desde hacía semanas.

Se detuvo detrás del gimnasio. Lucía un anorak de esquí azul lavanda y vaqueros. Llevaba el pelo rubio suelto y ondeando de un lado a otro, en su cara, en la mía. Estuvo todo el rato intentando recogérselo sobre los hombros.

—Hola —dijo por fin.

—Hola —respondí.

—Nunca quedas conmigo cuando te lo propongo —dijo, con el labio inferior sobresaliéndole a modo de mohín. Se le habían pegado unos cabellos en el labio superior, y yo alargué la mano y se los aparté con delicadeza.

—¿De qué estás hablando? —dije con voz áspera. Me aclaré la garganta sabiendo que durante el día casi no hablaba. No había muchas personas con las que hacerlo, lo cual, debo reconocerlo, seguramente era culpa mía.

—Bueno, informo de que en la biblioteca hay un libro nuevo, voy y espero y no apareces —dijo. El viento arreciaba, se oía su silbido entre las copas de los árboles—. O esa vez que te hablé de las albóndigas y el parmesano entre los condimentos; ¡quería que nos viéramos en la mesa de los condimentos!

—¿Cómo iba yo a saberlo?

—Porque estaba dándote pistas —dijo ella, claramente exasperada—. Trataba de ser ingeniosa.

Una rama se rompió y cayó a unos metros de nosotros. Vanessa dio un salto, estiró la mano y me cogió de la muñeca. Fue como si me hubiera recorrido el brazo un pequeño relámpago. Acto seguido, apartó la mano y sacudió la cabeza.

—A veces deseo que me pase algo, como que me caiga una rama en la cabeza; entonces ya no tendría que enfrentarme a nada de esto —soltó.

—Pero ¿qué estás diciendo? —dije. Era consciente de mi voz. Me sentía fuerte y seguro de mí mismo. Seguía siendo el mismo en lo concerniente a los demás, pero sabía que con Vanessa podía ser realmente yo. Era una sensación extraña. La verdad es que me gustaba el tono de mi voz cuando hablaba con ella.

—Ya te lo conté, todo el rollo de la universidad —dijo—. Por cierto, ¿sabes tú algo? Al final nunca te he preguntado.

—Iré a Northwestern —contesté—. Me admitieron hace tiempo.

—Qué guay —dijo ella—. Claro, como eres de Chicago…

Tras decir eso, se le pintó en la cara una sonrisa radiante; yo sonreí también. Era como si estuviéramos compartiendo una broma privada sobre Chicago y el aeropuerto.

—Sí, pero también es una buena escuela —señalé—. Y de hecho, bueno, ya sabes, mis padres ya no viven allí, así que no tiene nada que ver. Pero como es donde estudió mi padrastro, lo tuve más fácil para entrar.

—¿Te hace ilusión? —preguntó Vanessa, que estaba de pie en la colina, enrollándose en el dedo un largo mechón de cabello del lado izquierdo de la cabeza, con un semblante de lo más serio.

—¿Quieres ser periodista o algo así? —pregunté.

—¿Qué? ¿Por qué?

—No sé —dije—. Es que de repente te ha dado por hacer muchas preguntas.

En ese momento pasaron por nuestro lado dos profesores que nos saludaron con la cabeza. Creo que eso la puso nerviosa, pues empezó a mirar alrededor. De repente señaló otro lugar colina arriba, detrás de la capilla. Era uno de esos sitios realmente bonitos que uno ha visto un millón de veces al pasar y que transmitían la falsa impresión de estar en un lugar remoto. ¿Sabes de dónde salió el banco de hierro? Pues fue un regalo de un curso de graduación. Vanessa se sentó y yo me senté a su lado.

—Me siento atrapada —dijo, y luego me miró—. No sé cómo salir de esta. A ver, una cosa es que Patrick tenga habitualmente una conducta agresiva. Pero es que su madre se acaba de morir. Es de todo punto imposible que ahora yo le haga daño. Lo he intentado unas cuantas veces, y, en serio, no consigo articular las palabras.

No dije nada. Como solía pasarme con ella, tenía miedo de que desapareciera, de que se esfumara.

—No me entiendas mal —dijo—. A veces me gusta estar con Patrick. Si quiere, puede ser muy cariñoso.

Me reí por lo bajo y ella me dio un manotazo en el hombro.

—Si solo fuera cuestión de acabar el curso hasta la graduación, podría aguantar, no pasa nada. Pero otros cuatro años no. Creía que la universidad supondría por sí sola la solución. Que trataríamos de hacer lo que te dije, ¿recuerdas?

—Sí, sí, recuerdo —dije.

—Pues entonces supuse que intentaríamos eso, pero en el fondo yo no quería… no quería que fuéramos a la misma escuela, ni siquiera a la misma ciudad.

—¿Y qué ha pasado? —pregunté.

—Pues resulta que los dos vamos a Nueva York.

—¿A la misma escuela?

—No, pero sí a la misma ciudad.

—Nueva York es muy grande —dije, aunque en realidad mi experiencia con la ciudad era escasa. De todas maneras, habría que ser de otra galaxia para no saber que en un sitio así es fácil perderse.

—Pues ahora me parece que no es lo bastante grande. Vamos a ver, yo estaré en la parte de arriba y él en la de abajo, pero ya está hablando de compartir un apartamento en el centro —explicó—. No entiendo cómo he acabado metida en este lío.

—Pues se trata de salirse y en paz —dije yo—. ¿Es la única escuela que te ha aceptado?

Se le iluminaron los ojos por un momento y sonrió. Y luego extendió la mano en el banco y la posó en mi muslo. La noté como si fuera lava ardiendo. A mi alrededor todo se detuvo, y su mano en mi pierna era lo único que ocupaba mis pensamientos, lo único de lo que era consciente. Vanessa se inclinó, me besó en la mejilla y se fue.

Me quedé allí sentado un buen rato. Sentía el beso, quería más, la quería a ella, quería ser como Patrick, no quería ser ese albino desahuciado del amor cuyos ojos empeoraban por momentos. Regresé a la biblioteca, bajé la cabeza al papel y repasé minuto a minuto todo lo que había acabado de pasar, deseando repetirlo, preguntándome cuándo volvería a hablar con ella.

A la hora de cenar la vi sentada con Patrick, feliz como si nada. Nada hacía pensar que deseara estar en cualquier otro sitio o que se sintiera atrapada; nada la ponía en evidencia. Yo me había sentado solo a una mesa redonda de la parte de atrás. De vez en cuando gozaba de la compañía de algún inadaptado social, que aceptaba yo de buen grado. Pero esa noche no apareció nadie. Mientras tragaba cucharadas de sopa de calabaza con nuez moscada miraba a Vanessa y Patrick hacer manitas y reír; en un momento dado creo que se pusieron a cantar juntos. Perdí el apetito en el acto y subí a mi habitación.

A la mañana siguiente, Patrick volvió a abordarme en los aseos. Sí, prometí no hablar mucho del cuarto de baño, pero esto también es importante, así que ten paciencia conmigo.

Como cabe imaginar, pensé al instante que estaba perdido, que él o algún otro me habían visto con Vanessa el día anterior. Me encontraba frente al lavabo intentando sacar la poca pasta de dientes que quedaba en el tubo, renegando por haberme olvidado de ir a la tienda de la escuela mientras aún estaba abierta, cuando noté su mano en mi hombro. De hecho, no era una mano, sino una especia de zarpa que me apretaba. Di un salto y el tubo de dentífrico cayó a la bolsa de basura. Él alargó el brazo y lo sacó.

—Aquí tienes —dijo. Yo no era capaz de interpretar su tono para nada, pero preveía lo peor—. Lo siento.

Cogí el tubo de sus manos, temeroso de que me hiciera algo horrible, pero se limitó a descargar sus cosas en el lavabo contiguo y procedió a ocuparse de lo suyo. Solo pensar en los Kleenex sucios y demás porquería que lo había cubierto, no me atreví a coger el tubo otra vez, de modo que volví a tirarlo a la basura. Patrick alzó la vista y me dio el suyo.

—Toma, coge del mío —dijo. Habría podido pensar que estaba envenenado o algo así, pero el caso es que él había acabado de sacar un poco y estaba limpiándose descuidadamente los dientes, por lo que hice un acto de fe y extendí un poco de pasta en mi cepillo. Nos quedamos así los dos unos minutos, limpiándonos los dientes uno al lado del otro, yo esperando que él explotara, o que me empujara a un retrete y me hundiera la cabeza en la taza, o me dijera lo feo que era, pero no hizo nada de todo eso. Estuvo tan solo tarareando y cepillándose la dentadura.

—Esto… una cosa —dijo muy serio.

—¿Sí? —dije yo pensando «vale, por fin, ahí está».

—Sé que parecerá una estupidez. Nunca antes hemos hecho nada así, pero ¿qué tal si en vez de un juego hacemos una excursión?

Lo miré como si me hubiera propuesto que pintásemos los servicios de rojo.

—Me refiero a una excursión chula de verdad. Una excursión secreta. Algo en lo que estemos todos involucrados, que planifiquemos juntos. —Llegó un momento en que parecía hablar para sí mismo, como si elaborase mentalmente una idea—. Algo que a Vanessa le encantará. ¿Qué opinas?

Yo había estado mirándolo todo el rato, pensando en lo bien que le quedaba el pelo aunque seguramente no se había peinado todavía, en su rostro impecable… No tenía que esforzarse mucho para tener ese aspecto, para que la piel tuviera el pigmento adecuado… Entonces, ¿por qué su vida debía ser mucho mejor que la mía?

—Como quieras —dije volviéndome para irme.

—No, te pregunto qué piensas tú —dijo, y por primera vez pareció sincero, no el musculitos de instituto de uno de mis cómics—. Pero hay algo más. Yo… bueno, ¿has hablado con Vanessa últimamente?

Ahora iba a soltármela, pensé. Esperé.

—Es que no puedo hablar con sus amigos, y no creo que ella quiera dar a entender que hay problemas entre nosotros. Pero estoy notando algo, no exactamente que yo le interese menos, es algo más sutil —explicó—. Pensaba que a lo mejor… Como probablemente no le importa lo que tú opines de ella y eres una especie de amigo suyo, quería saber si te ha dicho algo de mí.

—No, apenas hablo con ella —dije—. Además, ¿por qué iba a decirme a mí lo que piensa de ti?

Patrick asintió.

—Supongo que tienes razón —dijo—. Serán imaginaciones mías.

—Seguro —dije—. Anoche, en el comedor, estabais muy acaramelados.

Asintió de nuevo, esta vez con una sonrisa.

—Es verdad —dijo—. No sé cuál es el problema. Las chicas me quieren.

¿Qué quería decir con «las chicas»? ¿Es que Vanessa era solo una chica más?

—Entonces, ¿qué te parece mi idea?

—¿Qué idea? —dije. Me costaba pasar por alto el hecho de que Patrick no considerase a Vanessa la chica más guapa e increíble del campus.

—La de la excursión en vez del juego —dijo, claramente molesto al ver que se me había olvidado una cosa tan importante—. La gente depende de mí.

—Creo que lo de la excursión es una gran idea —dije. En ese momento, como es lógico, no tenía ninguna pista de lo que yo había puesto en marcha.