15

DUNCAN

Quizás esta sería su oportunidad… si no seguía metiendo la pata

Duncan se tumbó en la cama preguntándose, como Tim, qué había querido decir Vanessa con lo de «hacer alguna locura». Conocía muy bien ese sendero del bosque, y por mucho que intentaba quitárselo de la cabeza no podía evitarlo. Había nevado mucho. Se encontraba entre el puñado de alumnos de tercer curso que tenían permiso. Habían bebido mucho. Duncan sabía que no debía beber; estaba muy oscuro y resbaladizo. Era un debilucho y lo sabía, pero no quería que lo supieran los demás. Aceptó una copa de plástico llena de whisky, o acaso se tratara de bourbon, e hizo los movimientos pertinentes para llevarlo a la boca y tragárselo. Pero cuando no miraba nadie, vertió un poco en la nieve y lo cubrió, preocupado por si el fuerte olor que escaparía al aire lo delataba.

Se preparaban todos para ir en trineo. Él tenía miedo. Pese a lo que dijeran, en la parte de abajo había árboles, lo sabía. Los estudiantes de la Irving School llevaban años haciéndolo, decían una y otra vez. No se habían perdido un solo año todavía.

Cuando sonó su móvil, Duncan tuvo la desagradable sensación de despertar de un mal sueño. Había procurado por todos los medios no pensar en esa noche; le reventaba hacerlo ahora. Cogió el teléfono. No reconoció el número pero le dio igual. Necesitaba con urgencia distraerse.

—¿Sí? —Sabía que sonaba grogui. Miró su reloj digital: las cinco menos cuarto de la tarde. Era una situación embarazosa.

—Soy Daisy.

Duncan se incorporó tan rápido que se sintió mareado y tuvo que tenderse de nuevo.

—Hola, Daisy, ¿qué tal?

—Justine me ha dicho que me buscabas.

—Así es —dijo—. Estaba preocupado.

—Bueno, no hay para tanto, estoy bien —dijo Daisy. Duncan alcanzó a oír un pitido y algo que sonaba por encima de un altavoz. La imaginó en una cama de hospital conectada a una sonda intravenosa, como le había pasado a él al operarle de las amígdalas.

—¿Estás en el hospital? —preguntó él. La parecía increíble estar hablando con ella, que ella le hubiera llamado.

—Estoy en el hospital —dijo en tono cansino—. Pero no ingresada.

—Ah, bueno —dijo Duncan elevando la voz más de la cuenta—. Menos mal.

Se quedaron callados unos instantes.

—Entonces, ¿por qué estás ahí? —preguntó él—. ¿Puedo ayudarte o algo?

—Ha sido un día largo —dijo ella.

—Cuéntame —dijo él—. Y perdona por no dejarte entrar esta mañana. ¿Tiene esto algo que ver con que estés ahora en el hospital?

Daisy vaciló.

—Habría podido ser diferente —dijo con cierta frialdad. Él lo tenía merecido, lo sabía. ¡Pero le había llamado! Quizás ahora sí que pudiera ayudar.

—En cuanto te fuiste, intenté hacerte volver —dijo Duncan sin importarle lo estúpido o desesperado que sonara—. Ojalá pudiera volver hacia atrás.

—Esta mañana he ido a pedirte ayuda. Amanda… creo que la conoces. Ocupa la habitación de al lado. Es la chica callada con el mechón de pelo azul vivo, ¿vale?

Daisy aguardó a que Duncan dijera que la conocía, pero lo cierto es que este no lograba evocar ninguna imagen de la chica. Pelo azul, Amanda… nada de eso le sonaba.

—Claro —dijo—. Creo que sé quién es.

—Bien, pues esta mañana se encontraba mal pero no quería ir a la enfermería; tenía miedo de que alguien se enterase, incluso la señora Reilly, de nuestra planta. Le he dicho que la señora Reilly ha visto de todo… borracheras, drogas, todo… y que siempre echa una mano. Sin embargo, Amanda insiste en que después de ayudar se pone furiosa y la alumna se ve en un apuro, y además la escuela acaba de empezar y no quería causar un problema tan pronto. Arrastraba las palabras, se consumía por momentos. He llamado a una puerta tras otra, pero todos estaban desayunando o en la ducha. De modo que he acudido a ti. Pero como no me has dejado entrar, no he querido correr el riesgo de toparme con el señor Simon, así que me he marchado.

—Un momento —dijo Duncan—. ¿Por qué estabas en la puerta de emergencia antes de venir a mi cuarto?

—Ah, me has visto —dijo ella—. Me lo imaginaba.

—Lo siento —dijo él.

—Quería ver si fuera hacía frío, y tras comprobar que sí, he llamado a tu habitación. Creía que entre los dos podríamos llevarla hasta esa puerta, que un poco de aire fresco podría venirle bien. En todo caso, era una idea insensata, pues ella no habría accedido.

—¿Y después, qué? —preguntó Duncan con impaciencia.

—He regresado a mi pasillo.

—No lo entiendo —dijo él—. Te he visto en clase.

—Lo sé —dijo ella—. Una vez de vuelta, he visto que Amanda se había metido en la cama y estaba durmiendo. Entonces he pensado que ya se encontraba bien. La he tapado con una manta, le he dejado un vaso de agua en la mesilla y he ido a clase. He llegado tarde por eso.

—Me ha sabido fatal —dijo Duncan—. Que hayas llegado tarde, quiero decir.

—A mí también —dijo ella—. En cualquier caso, después de clase todos han empezado a decir que no sabían nada de ella y que no abría la puerta. He dicho que se encontraba mal y que seguramente dormía. Pero me he quedado preocupada. De modo que he entrado… aunque ya sé que no se puede hacer sin permiso. Y ella estaba sin conocimiento. He intentado despertarla como he podido, pero en vano. He pensado que estaría en coma o algo así, por lo que al final he tenido que ir en busca de la señora Reilly, que ha llamado a una ambulancia. Y me he sentido tan culpable por haberla dejado sola que yo también he venido, y aquí sigo.

—¿Está bien ella? —preguntó Duncan.

—Bueno, por lo visto tomó demasiado Xanax de su madre, que robó del botiquín de su casa. Estaba tan tensa por el inicio de curso que se tragó media docena de pastillas. Le han hecho un lavado de estómago y parece estar mejor. Creo que pasará la noche aquí en el hospital.

Volvieron a quedarse callados. Duncan pensó en Vanessa y Tim sentados en la roca.

—¿Por qué has llamado, entonces? —preguntó él por fin. Sonó un poco altivo, pero no había sido su intención ni mucho menos—. Quiero decir si puedo ayudarte en algo. Me gustaría hacerlo.

—He llamado porque Justine me ha dicho que dabas pena —contestó ella—. Además ha sido un día muy duro y quería hablar con alguien.

—Déjame compensarte por todo… por no dejarte entrar esta mañana, por no llamarte en todo el verano —dijo Duncan—. Te lo pido por favor.

Ella titubeó. Él cerró los ojos con fuerza y esperó.

—Voy a tomar el autobús a la ciudad. Supongo que podemos vernos —dijo ella. Otro privilegio de los de último curso era que una vez a la semana tenían autorización para saltarse la cena en la escuela e ir a la ciudad, a tiro de piedra del campus, justo al final de una colina con el río Hudson siempre a la vista. Para Duncan habría sido fácil decir que no, encerrarse en la habitación y ver qué le pasó después a Tim. No obstante, aún le preocupaba esa mención de la roca en el bosque y no quería que le pasase precisamente lo mismo que a Tim: perder la oportunidad de estar con la chica que le gustaba.

—Sí, claro —dijo—. Firmo en el registro del señor Simon y te llamo. ¿Nos vemos dentro de media hora en Sal’s Pizza?

—Me parece perfecto —dijo ella—. Entretanto, echaré un vistazo en la librería.

Duncan encontró al señor Simon en el comedor.

—¿Qué tal va todo? —dijo mientras Duncan se acercaba.

—Bastante bien… No, estupendamente —dijo Duncan sonriendo—. Sé que estamos solo a principios de curso, pero quería saltarme la cena esta noche e ir a la ciudad.

—¿Y cuál es la finalidad de su odisea? —preguntó el señor Simon, y Duncan esbozó una sonrisa. Solo por estar cerca del señor Simon, uno se volvía más listo. Pensó en la pregunta. Podía decir muchas cosas: que necesitaba calcetines, que se moría de ganas de comer pizza, que tenía que comprar pilas.

—He quedado con Daisy —contestó—. No sé si sabe lo de Amanda…

—Algo he oído —dijo el señor Simon interrumpiéndole—. Parece que está descansando sin novedad.

—Sí, es lo que ha dicho Daisy —dijo Duncan—. Pero ella ha estado todo el día en el hospital, y tiene hambre y está cansada y me ha propuesto que quedáramos. ¿Cómo lo ve?

—Es el segundo chico de último curso que esta noche hace uso de su privilegio, y digo lo siguiente: mejor tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde.

Duncan se quedó allí sin más, mirándolo.

El señor Simon sonrió burlón.

—¡Esto significa «largo»!

—Gracias —dijo Duncan—. Muchas gracias, de verdad.

Duncan sacó el móvil y mandó un mensaje a Daisy mientras pasaba bajo el arco de piedra pensando «entra aquí para encontrar una novia». Quizás esta sería su oportunidad… si no seguía metiendo la pata.

Era una hermosa noche de septiembre, y las copas de los árboles comenzaban a volverse amarillas. Soplaba un aire frío. Se detuvo para respirar hondo y luego descendió por el serpenteante camino del campus hasta la calzada principal y puso rumbo a la ciudad.

Daisy no estaba sentada en Sal’s cuando Duncan pasó por delante. La mejor pizza del estado de Nueva York, se decía, aunque por buena que fuera todos sabían que no era del todo cierto con tantas pizzerías como había en el Bronx y Brooklyn y Lower Manhattan. Pero era su preferida, sin lugar a dudas. Sería por algo de la fina corteza, la salsa perfecta, el queso. Se le hacía la boca agua, pero siguió andando hasta la pequeña librería de la esquina. Allí vio a Daisy, sentada en una gran silla leyendo Heredarás la tierra.

—¡Hola! —dijo ella sonriendo al verlo.

—¡Hola! —respondió él, sintiéndose como si hubiera hecho un largo viaje y se encontrase por fin en el sitio al que pretendía llegar. Se sentó en la silla de al lado.

—¿Qué estás leyendo?

—Oh, es fantástico —dijo ella, incorporándose un poco—. La versión de Jane Smiley de El rey Lear. El señor Simon me ha dicho que podía leer este o la versión de Shakespeare, y me he decidido por este.

—¿Cuándo te lo ha dicho? —dijo Duncan—. No recuerdo que haya dicho nada al respecto.

—Después de la clase he ido a verlo aun sabiendo que detesta las explicaciones —aclaró ella—. O sea, habría podido decirle que había estado tres días enferma e incapaz de levantar la cabeza y él me habría dicho «bueno, esto no te impide leer o arrastrarte a la clase».

Duncan se echó a reír.

—Sí, es verdad —dijo—. Pero al final es un tipo que no te falla.

—Así que le he hablado de Amanda. Esto antes de saber lo que le pasaba realmente y que la historia todavía no había acabado. Y entonces él me ha dicho que leyera esto o la obra para compensar lo de haber llegado tarde, y que pensara en ello en términos de tragedia, desde luego. Parece que va a ser un libro bueno de veras.

—¿Tienes hambre? —preguntó Duncan.

—¡Un hambre canina! —exclamó ella cerrando el libro—. En el hospital apenas he comido nada. Es cierto lo que dicen de la comida de ahí. Espera, voy a pagar esto.

Duncan la siguió hasta la caja registradora. Vio a Daisy sacar dinero de su pequeño monedero bordado con cuentas. Tenía las manos largas y elegantes. En el meñique izquierdo llevaba un minúsculo anillo de plata con una margarita. Al ver que la miraba, apartó la vista.

—¿Quieres una bolsa? —preguntó el joven del mostrador.

—No, gracias —contestó Daisy, que cogió el libro y se lo puso bajo el brazo.

Salieron juntos y sin decir palabra se encaminaron hacia Sal’s. A medida que iban acercándose, alcanzaban a oler la masa que se cocía. En el preciso instante en que ella alargó la mano para abrir la puerta, Duncan le agarró el codo del otro brazo.

—¿Qué? ¿No veníamos aquí a comer? —dijo ella.

—Desde luego que sí —dijo él—. Pero antes quiero hacer algo.

Daisy se dejó llevar por Duncan y ambos doblaron la esquina y bajaron unas manzanas hasta el río. Era precioso. El sol estaba poniéndose y se reflejaba en el agua, picada debido a la brisa. Al otro lado se veían las Palisades. Siguieron andando hasta llegar lo más cerca posible del río.

—Quería preguntarte algo —dijo él intentando mantener la voz estable.

—Claro, lo que quieras —dijo ella.

—El año pasado, en el comedor, yo… bueno, he de preguntarlo: ¿por qué de pronto te mostraste tan amable conmigo?

Daisy ladeó la cabeza y lo miró a los ojos. La sonrisa le cubría toda la cara.

—Porque tú eras amable conmigo —dijo pensativa.

Vale, se dijo, quizás era tan sencillo como eso. Contó mentalmente hasta tres —«uno, dos, tres»— y a continuación le tomó la suave cara entre las manos y se inclinó para besarla. Ella se inclinó hacia él sin dejar de sonreír. Duncan oía pasar coches y detrás el claxon de lo que le pareció un autobús. Oía a gente hablar y los últimos chirridos veraniegos de los grillos. Pero lo único que sentía de veras eran los labios de Daisy, lo único que olía era el aroma de su piel, una mezcla de sandía y vainilla, pensó. Ella se soltó.

—¿Cómo es que has tardado tanto? —preguntó Daisy en un tono tan dulce y tierno que Duncan tuvo ganas de hundir la cara en el hombro izquierdo de ella y quedarse ahí para siempre.

—Sí —dijo él, sonriendo—. ¿Cómo es que he tardado tanto?

Duncan le cogió la mano lamentando que debían regresar a toda prisa a comer. El toque de queda era a las ocho, y quien lo infringía perdía el privilegio para el resto del curso. Duncan no quería que pasara eso, y menos ahora.

—Entonces, ¿quién dices que es Amanda? —preguntó él.

—Ya me he dado cuenta de que no la conocías —dijo ella dándole un manotazo en el brazo.

—Creía conocer a todos los de último curso. No sé por qué pero no me viene su cara.

—Bueno, llegó el año pasado —explicó Daisy—. Y es muy callada. Mira, siempre lleva un sombrero de paja y el mechón azul así. —Se acercó a la cara el lado izquierdo del pelo.

—Vale, ahora ya sé quién es —dijo él—. Tenías que haber mencionado antes lo del sombrero de paja.

—La verdad es que hay más gente con sombreros de paja que con el pelo azul —señaló Daisy—. Pensaba que la información sería suficiente.

—Mis dos abuelas tienen el pelo azul —dijo Duncan con su mejor voz falsamente seria—. No es nada especial.

Daisy inclinó la cabeza hacia el pecho de Duncan y convirtió el gesto en un abrazo. Duncan no se lo podía creer: de alguna manera el abrazo transmitió más intimidad que el beso.

—Entonces, ¿cómo estaba Amanda cuando la has dejado? —preguntó él al notar que ella empezaba a soltarse.

—Mejor —contestó Daisy—, pero creo que volverá a su casa unos días. La he oído hablar con su madre por teléfono.

—Te has portado muy bien con ella —dijo Duncan.

—Bueno, no lo tengo tan claro —dijo Daisy—. No debía haberla dejado dormir. No he dejado de pensar en ello: ¿y si hubiera tomado más pastillas y hubiera entrado en estado de coma? Quiero decir que habría podido ser mucho peor. —Se cubrió el rostro con las manos.

—Oye, has hecho todo lo posible —dijo Duncan—. A veces no se puede hacer más.

—¿Desde cuándo eres tan sabio? —dijo ella ya cerca de Sal’s.

Duncan no respondió. No quería que sus palabras sonasen así. No se sentía precisamente sabio, él menos que nadie. Extendió la mano hacia el pomo de la puerta, pero esta vez lo detuvo ella a él. La miró.

—Esta vez va a ser diferente, ¿eh? —dijo Daisy.

Duncan sabía qué quería decir, por supuesto. También sabía que, el año anterior, tras una declaración así habría echado a correr. Y la semana anterior seguramente también. Confiaba muy poco en sí mismo y no le gustaba depender de otra persona. Pero era tan fácil y agradable estar con ella. Y Daisy tenía todo el derecho del mundo a decir aquello, conjeturó. Aun así, no sabía qué decir.

—Me refiero a que, si seguimos la misma pauta, volveré a verte en diciembre —añadió.

Duncan hizo el cálculo rápido. Habían sido tres meses y, sí, en diciembre serían otros tres. Le asombraba que ella tuviera tan a mano esa información. Se acordó de Vanessa, cuando le dio a Tim las gracias por las últimas dieciocho horas.

—Es igual, déjalo —dijo ella por fin, y él cayó en la cuenta de que no le había contestado.

—No, perdona, estaba en ello —dijo—. No era mi intención que fuera tanto tiempo. Este verano he pensado en ti. Mucho. Me preguntaba qué estarías haciendo y si tú pensabas en mí. —Advirtió que ella se relajaba un poco—. Quiero verte, siempre. ¿Te parece bien?

—Me parece fabuloso —dijo ella.