DUNCAN
Cada puerta era de un color distinto
Duncan quitó el cedé. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para volver a concentrarse en este año y dejar de revivir el año anterior.
Tan pronto llegó al pie de la escalera supo que pasaba algo. La gente estaba hablando de un incidente en la planta de las chicas. De último curso. Nadie parecía saber de qué se trataba, pero era algo. Duncan tenía serias dificultades para concentrarse en las primeras clases del año. Iba a mates, su favorita, pero no lograba lucirse de la manera acostumbrada. Pretendía que desde el principio los demás supieran lo bueno que era, pero la verdad es que ya lo sabían. Hacía años que iban a la escuela con él.
Entre matemáticas y ciencias —lo que suponía recorrer un pasillo, luego otro que llevaba afuera y por fin bajar un camino bordeado de árboles hasta el edificio de ciencias—, mantuvo los oídos atentos. Oyó las palabras «enferma» y «fuego» y «ratón» y «ambulancia», pero ignoraba si alguna de ellas correspondía a algo sucedido en el pasillo de Daisy. También mantuvo los ojos abiertos por si la veía: tenía que estar en algún sitio. Pero ni rastro. Lamentó no haber hablado con ella la noche anterior en la cena y no haberle pedido su horario de clases. Es más, lamentaba no haberla dejado entrar esa mañana. Daría cualquier cosa por volver a ese momento y tomar la otra decisión. Se dijo a sí mismo una y otra vez que la siguiente vez que la viera le pediría perdón. No obstante, transcurrió la mañana entera y Daisy no apareció por ninguna parte. Justo antes del almuerzo vio a Abigail, una chica que la conocía aunque no estaba muy implicada en la vida social como la mayoría de los amigos de Daisy; de todos modos, le preguntó si la había visto. Y la respuesta fue que no; Abigail tampoco sabía aún qué había sucedido en el pasillo esa mañana. No fue de ninguna ayuda. Duncan pensó en preguntar a otros dónde podía estar Daisy, pero no quería que todos empezaran a hablar de él, de por qué estaría repentinamente tan interesado en ella.
Al no ver a Daisy en el comedor —y había uno de sus menús preferidos, hamburguesas de res alimentada con forraje del valle del Hudson—, comenzó a inquietarse. Envolvió la comida con servilletas y se fue. Como le quedaba casi una hora hasta su siguiente clase, pensaba ir a su cuarto a escuchar un rato más a Tim. Sin embargo, al llegar a lo alto de la escalera, cometió una imprudencia: se desvió hacia la zona de las chicas. No podía creer lo que estaba haciendo aunque realmente estaba haciéndolo. Intentó dar la impresión de que era de la casa, lo cual era ridículo, pero de algún modo así se sentía mejor. Dispuesto a todo, dobló la esquina y se detuvo de golpe. El pasillo estaba vacío, pero lo que más le sorprendió es que tenía un aspecto totalmente distinto del de los chicos.
La moqueta era de un azul vivo pero no hortera; en las paredes amarillas había pintadas aquí y allá vides y flores. Junto a una ventana había un asiento que ellos no tenían en su zona, con una almohada a cuadros y un montoncito de libros encima. Cada puerta era de un color distinto: verde menta, naranja fuerte, azul lavanda. Aquello le recordó un poco al doctor Seuss, y aunque era mucho más bonito que los deprimentes grises y marrones de la parte masculina, no estaba muy seguro de que le hubiera gustado vivir ahí.
Desde luego no parecía que aquella mañana hubiera ocurrido ningún desastre en el área de las chicas. Inspeccionó la moqueta por si había restos de sangre y las paredes en busca de señales de incendio, aunque ya se daba cuenta de que era una estupidez. La mayoría de las alumnas estarían almorzando, pero uno de los privilegios de los de último curso era que uno podía volver a su habitación en cualquier momento si hacía falta o si así lo deseaba siempre y cuando no se perdiera ninguna clase ni ninguna otra actividad importante. Así que si alguien quería almorzar en su cuarto, no pasaba nada. Con todo, daba la sensación de que no andaba nadie por ahí.
Duncan recorrió el pasillo despacio y reparó en que no sabía cuál era la puerta de Daisy. Las distintas puertas estaban decoradas con imágenes, pegatinas y lazos de gran tamaño, pero nada de nombres. A saber cómo reconocerían las chicas sus habitaciones. En la parte de los chicos, casi todas las puertas tenían los nombres puestos todavía. En ese momento, Justine, amiga de Daisy, salió de su cuarto, el de la puerta de color morado, no azul lavanda sino morado intenso. Miró con tal sobresalto a Duncan que a él le pareció que iba a gritar. Ella abrió la boca, pero la cerró de golpe sin llegar a decir nada. Quedaron uno frente a otro.
—Hola, estoy buscando a Daisy —dijo él por fin con una voz demasiado aguda y chillona.
—Ya, me lo imaginaba —dijo ella.
Duncan se esforzó por no sonreír. Si Justine ya se imaginaba que él estaba buscando a Daisy, entonces no era disparatado pensar que entre Daisy y él había cierta conexión. Y otros lo habrían visto también.
—No está —dijo Justine.
—¿Está almorzando? No la he visto en el comedor.
—No —dijo Justine—. Está en el hospital.
—¿Cómo? ¿Está…? —No sabía qué decir—. ¿Está enferma?
—Tal vez —dijo ella mientras se volvía para irse. La verdad es que Justine nunca le había caído bien a Duncan.
—No, espera —dijo Duncan, que estiró el brazo y la agarró de la muñeca. Ella se dio la vuelta y se soltó—. Tengo que saberlo, por favor.
—¿Y por qué tienes que saberlo? —preguntó—. Llevas meses sin hablar con ella.
Justine tenía razón. No hablaba con Daisy desde hacía meses, sin contar la breve conversación de esa mañana, cuando él prácticamente le había cerrado la puerta en las narices.
Se miraron fijamente durante unos segundos.
—¿Qué hay para comer? —preguntó Justine, como si justo un momento antes no hubieran estado hablando de una amiga ingresada en el hospital.
Duncan recordó su hamburguesa y señaló la comida envuelta que llevaba en la mano.
—No lo he tocado —dijo—. Kétchup, mostaza y encurtidos.
—Como a mí me gusta —dijo ella. Duncan observó que Justine tenía los ojos un poco enrojecidos, como si hubiera estado llorando o algo así. Llevaba el pelo castaño perfectamente cepillado formando una coleta alta y una camisa madrás y vaqueros desteñidos. Era guapa, pero no tanto como Daisy.
—¿Me lo estás ofreciendo? —dijo ella.
—Oh, sí —dijo él, dándoselo—. Perdona.
—Gracias —dijo ella, que cogió la hamburguesa y se la llevó a la nariz para olerla—. Me muero de hambre.
—¿Puedes decirme al menos si Daisy está enferma? ¿O si se ha lastimado? —suplicó Duncan de nuevo.
Justine no contestó. Se volvió hacia su puerta morada. Duncan pensó por un momento si el interior sería también morado. Todo eso era otro mundo. Con la mano en el pomo, Justine volvió la cabeza.
—Más tarde hablaré con Daisy —dijo—. ¿Quieres que le diga algo de tu parte?
Duncan pensó. Había muchas cosas. Que lamentaba haber estado tanto tiempo sin hablar con ella. Que se arrepentía de no haberla ayudado aquella mañana cuando apareció ante su puerta y esperaba que eso no tuviera nada que ver con el hospital. Que nunca antes había sentido esto por otra chica. Que muchas noches de verano había estado tumbado en la cama preguntándose qué estaría haciendo y si ella pensaba en él alguna vez.
—Que espero que esté bien, solo eso —dijo. No aguardó a que Justine hiciera ningún comentario; se dio la vuelta sin más y echó a andar hacia la parte trasera de la residencia, al pequeño pasillo que conectaba las dos zonas. Casi alcanzaba a oír las risillas de Justine cuando dobló la esquina y desapareció trotando. En cuanto hubo pasado al lado de los chicos, tuvo miedo de tropezarse con el señor Simon. Pero al final logró llegar al cuarto, cerró la puerta y se sentó en la cama para recobrar el aliento. Tardó un minuto en darse cuenta de que no comería nada hasta la hora de cenar y que aún no sabía cuál era la puerta de Daisy. Y entonces recordó lo del compartimento oculto que Tim mencionaba en su carta.
Duncan sacó la carta de un cajón del escritorio y siguió las instrucciones que lo condujeron al espacio oculto. Lo abrió poco a poco. Esperaba encontrarlo vacío, pues al leer la nota —ahora daba la impresión de que habían pasado semanas— supuso que era solo una concesión por haberle tocado ese cuarto que, admitía Duncan, cada vez le gustaba más.
Sin embargo, el espacio no estaba vacío. Duncan se percató de ello al instante. Se arrodilló para ver mejor. Era una abertura muy pequeña, entre quince y veinte centímetros, pero vio que más allá había un espacio sorprendentemente grande, quizá de medio metro por medio metro, o incluso mayor. Duncan empezó a sacar despacio las cosas de ahí dentro y a dejarlas en el suelo. Había un fajo de papeles con renglones doblados por la mitad. Advirtió que tenían algo escrito, pero todavía no se paró a leer. Había una bufanda verde. Y unas gafas raras que parecían envolverle a uno la cabeza. Duncan se las puso y se las quitó al instante. Le daban escalofríos. Las dejó junto al montón. Había un pequeño libro en rústica, el Hamlet de Shakespeare, con un pósit que, en letra garabateada, decía lo siguiente: «Lee esto… y que no se te pase lo más importante». A esas alturas Duncan estaba seguro de que la nota era para él, de que todo aquello era para él.
Por último, en la parte posterior del espacio había un llavero con tres llaves. Para cogerlo, Duncan tuvo que estirar el brazo casi hasta la pared, y aun así resultó complicado. El llavero parecía un souvenir de Chicago: ponía LA CIUDAD VENTOSA y se veía la imagen de un lago batido por un fuerte viento. Las tres llaves eran diferentes. Una era de plata y en la parte que encajaba en la cerradura tenía un dibujo complicado; otra recordaba a un esqueleto, y la tercera, que era pequeña y de cobre, verdeaba en los bordes.
Duncan introdujo la mano en el espacio y la movió de un lado a otro, tocando todas las superficies para asegurarse de que no se dejaba nada. Podía hacer conjeturas sobre la bufanda, pero sobre todo quería saber acerca de las demás cosas. A lo mejor Tim no las había dejado allí todas. Quizás algunas correspondieran a los ocupantes anteriores. Puede que se tratara de una tradición, aunque Duncan nunca había oído hablar de ella. Cogió los papeles doblados con la esperanza de que le dieran alguna pista, pero enseguida vio que eran notas sobre la tragedia, seguramente el trabajo de Tim. Había palabras seguidas por definiciones. Duncan leía las palabras, pero lo siguiente había sido escrito, borrado y reescrito tantas veces que no se entendía nada. Leyó despacio para sí: «Monomanía, catarsis, ironía, error de juicio, error trágico, piedad, miedo». Duncan fue pasando hojas en busca del borrador del trabajo de Tim, pero no lo encontró.
Echó un vistazo al escritorio, donde estaban los cedés amontonados. No había comido, no había resuelto el misterio de lo sucedido en la zona de las chicas, Daisy estaba hospitalizada por alguna razón desconocida, pero lo único que quería era escuchar la historia contada metódicamente por Tim. En su realidad tenía muchas cosas que averiguar y hacer, pero resultaba más fácil pulsar Play, recostarse en la cama con las sábanas rojas de franela que la semana pasada aún estaban en la cama de su casa y escuchar.