TIM
Lluvia, nieve, bolas de nieve
Sí, créeme. El señor Bowersox fue a recogerme al aeropuerto. Se plantó en la recogida de equipajes con un cartel que decía MACBETH, como si pudiera confundirme con otro albino. Aún tenía el móvil en la mano esperando comunicarme con Vanessa y, como había venido pasando las últimas horas, en mi cabeza se repetía sin cesar una palabra, la más simple del mundo pero con un significado que todavía se me escapaba. Bien.
Al final me alegró que el señor Bowersox llevara el cartel, pues de este modo lo vi antes de que él me viera a mí. Seguramente a estas alturas estás tan habituado a él que ni siquiera piensas en ello, pero el hombre tenía exactamente el aspecto que cabría esperar de un director de escuela: jovial, con una corona de pelo rodeando una brillante calva, y una bufanda roja de tela escocesa al cuello.
—¿Señor Bowersox? —dije un tanto ansioso, antes incluso de haber llegado al final de la escalera mecánica. Estuve contento de verle. Encontrar un taxi y llegar a la escuela por mi cuenta me habría sacado de quicio, sin duda.
—¡Tim! —exclamó él tendiéndome su gruesa mano, que cogí sin vacilar y estreché con entusiasmo—. Bienvenido a Nueva York, bienvenido al Empire State, bienvenido a tu nuevo hogar —dijo con una amplia sonrisa—. Nos colma de felicidad que te hayas incorporado a la Irving School este semestre.
—Gracias —dije sintiéndome relajado por primera vez en lo que parecía una eternidad. Era extraño el alivio que suponía estar en presencia de una persona mayor. Me notaba realmente relajado.
—¿Vamos? —dijo mientras doblaba con cuidado el cartel y lo guardaba en el bolsillo del blazer—. ¿Llevas equipaje?
—Solo esta mochila —contesté señalándome el hombro—. Lo demás ya habrá llegado.
El señor Bowersox se sacó del otro bolsillo un sombrero del mismo estilo que la bufanda y se lo puso al tiempo que me avisaba del frío que hacía. Solo se me ocurrió que le convenía pasar un rato en un iglú. Estuvimos callados mientras nos acomodábamos en el coche. Después, él arrancó y condujo por las serpenteantes y complicadas rampas del aeropuerto. Y en un santiamén estuvimos en la autopista.
—Cenaremos algo de camino. Si te apetece, podríamos parar en un italiano —dijo el señor Bowersox—. O también podríamos ir a Westchester y buscar un italiano ahí. En Yonkers hay un sitio donde al parecer hacen unos ñoquis fantásticos.
—Suena genial —dije sin tener ni idea de qué era ni dónde estaba Yonkers.
Me preguntó por mi anterior escuela. Le hablé de mis profesores del primer semestre del último curso, y de que echaba de menos a uno en especial. Ese profesor elegía un tema cada mes y todo lo que hacíamos tenía que ver con el tema en cuestión. Era profesor de literatura inglesa, pero no se centraba solo en eso: incluía también gastronomía y en ocasiones ciencia e historia. De todos modos, le aseguré al señor Bowersox, tenía muchas ganas de probar algo nuevo.
Habrían pasado treinta o cuarenta minutos sin que me acordara de Vanessa, pero tras decir eso de probar algo nuevo tuve que callarme un rato; era como si me hubiera quedado sin aire. Supongo que no tenía tantas ganas de probar cosas nuevas. Lo había intentado durante medio día y una noche, o acaso solo durante cuarenta y cinco segundos en el ascensor del hotel. Y ahora quería volver atrás, a cuando aún no sabía cómo sería aquello; o a lo mejor a cuando aún no sabía lo que estaba perdiéndome. Más bien eso.
El señor Bowersox parecía tener verdadero interés en mí; me preguntaba por mis temas preferidos y, mientras yo le hablaba, me escuchaba de veras. Recuerdo haberle hablado de los dioses griegos que habíamos estudiado, y de que habíamos dedicado un mes entero a los productos horneados. Fue entonces cuando me habló del señor Simon.
—En tal caso, creo que te gustará mucho el profesor de literatura inglesa de último curso —dijo el señor Bowersox—. También es el coordinador de tu planta, así que acabarás conociéndolo bien. Se llama Clark Simon. No da las materias así… aunque seguramente estaría de acuerdo en enfocar la lección de Moby Dick así como dices; sí que introduce cuestiones de gastronomía y algo de ciencia y de historia… pero es más partidario de la inmersión plena en lo que se esté estudiando en cada momento. Verás que a veces baja a desayunar disfrazado de personaje de Shakespeare o decide comer cosas que solo el capitán Ahad habría comido en el Pequod, sin que yo sepa muy bien qué podría ser eso. Creo que en esas ocasiones termina con hambre.
Asentí e hice un esfuerzo para concentrarme y no pensar dónde estaría Vanessa en ese momento o, peor aún, qué pasaría si nos tropezábamos uno con otro.
—Entonces, ¿qué están estudiando ahora? —recuerdo que pregunté.
—Bueno, te has perdido la parte de Moby Dick y la introducción a Shakespeare. Antes del descanso leen El rey Lear y Macbeth. Creo que ahora pasáis a las tragedias griegas, pues quiere que estéis preparados para el Trabajo de la Tragedia.
—¿El Trabajo de la Tragedia?
—Sí, bueno, pronto oirás hablar de eso —dijo el señor Bowersox.
(A propósito, espero que esta parte te esté gustando. He puesto verdadero afán por imitar la voz del señor Bowersox, y creo que no me ha salido nada mal. Cierra los ojos y escucha. Me parezco a él, ¿sí o no?).
—Pretende ser la culminación de tu etapa secundaria…, la comprensión lectora, las destrezas de escritura, el método para analizar material y luego formular y comunicar los pensamientos —explicó—. Es muy divertido, en serio. He echado un vistazo a tu expediente académico. No te costará nada ponerte al día. Pero dejémoslo por ahora. ¿Tienes hambre?
Desde luego que tenía hambre. ¿Cuándo había comido bien por última vez? ¿El bistec de aquella mañana? Quizá si tragara un poco de alimento me sentiría mejor.
Nos quedamos callados un buen rato. De vez en cuando, el señor Bowersox señalaba algo destacado: un puente o un edificio alto a lo lejos. La autopista parecía diferente, pero si cerraba un poco los ojos acababa medio convencido de que estaba en Chicago y fingía que iba camino de casa. Al final cenamos muy bien en un pequeño restaurante italiano en un lugar al que el señor Bowersox seguía llamando Yonkers. Qué nombre más extraño para una ciudad. Yo pedí espaguetis con albóndigas preocupado por si lo ponía todo perdido. El señor Bowersox pidió los ziti al horno y se pasó casi todo el rato con hilos de queso fundido colgándole de la barbilla. Lástima no haber tomado una foto. Sería ideal por si un día hacía falta chantajearle.
Después todo se aceleró, y antes de darme cuenta estábamos de nuevo en el coche y la escuela era la siguiente parada. Pensé en serio en escapar, en echar literalmente a correr por la acera, lejos del señor Bowersox. A saber qué habría hecho él. ¿Me habría perseguido? ¿Habría llamado a la policía? ¿Habría rondado por Yonkers hasta dar conmigo? Yo sabía que era una locura. Doblaría la esquina y estaría solo, en una ciudad extraña con un nombre extraño que casi rimaba con «mochales». La escuela era la mejor opción.
Seguimos adelante unos veinte minutos más hasta que el señor Bowersox puso el intermitente y abandonó la autopista. En la salida hubo una confluencia extraña. Por detrás apareció un vehículo que entraba. Por un momento pensé que íbamos a chocar contra él, pero no pasó nada. Y al poco rato recorríamos unas callejuelas que ascendían por una colina.
En un letrero de tamaño considerable ponía IRVING SCHOOL. Divisé un campo de deportes a la izquierda y lo que me pareció el gimnasio. Continuamos por una carretera llena de curvas y de repente vi los edificios principales que había visto tantas veces en la página web de la escuela. El señor Bowersox señaló su casa. Y al final indicó la residencia del último curso.
Dio la vuelta al pequeño círculo y aparcó junto a un arco de piedra, hizo una pausa y me dejó asimilarlo todo despacio.
—Entra aquí para ser y encontrar un amigo —dijo en tono teatral.
—¿Qué?
—Entra aquí para ser y encontrar un amigo —repitió señalando la inscripción en la piedra situada encima de la puerta de madera—. Es uno de los principios rectores de la Irving School. Solo quería que no lo pasaras por alto.
Estuve todo el rato preguntándome la distancia a la que estaría de Vanessa. ¿A seis metros? ¿Treinta? ¿Trescientos? No andaría lejos. Si había llegado a la escuela, estaría en algún sitio. Todo parecía muy tranquilo. Se apreciaba el susurro de los árboles, pero por un momento pensé qué sucedería si me ponía a chillar su nombre. Me imaginé aporreando la puerta con los puños, llamándola a gritos.
Seguí al señor Bowersox adentro. Me fijé en las paredes con paneles de madera y la gran escalera enmoquetada enfrente. Subí detrás del señor Bowersox. Arriba, él giró a la izquierda e indicó a la derecha el lado de las chicas.
—Ya aprenderás las reglas de la casa —dijo—. Pero como probablemente habrás adivinado, está prohibido acceder a ese pasillo.
Volví a sentir el insensato impulso de hacer algo inesperado. Me entraron ganas de correr por el pasillo de las chicas gritando el nombre de Vanessa. Y esta vez tampoco lo hice. Seguí al señor Bowersox, dejando atrás una habitación tras otra. Estaba todo en calma y todas las luces parecían apagadas menos una; al pasar por delante miraba la parte inferior. En el extremo del pasillo vi una puerta abierta y luz que salía.
—Esta es, muchacho —dijo el señor Bowersox, que se paró y me dejó pasar delante. Entré en la habitación, en la que estarás tú ahora seguramente. Era muy pequeña y tenía una ventana redonda minúscula, pero no estaba mal. Me pregunté si tendría luz durante el día. Ambos sabemos la respuesta. La cama estaba hecha, lo que me causó sorpresa, y alguien había amontonado cuidadosamente mis cosas en un rincón. En el escritorio se veía una bandeja con galletas y un vaso de leche metido en un cuenco con hielo.
—Espero que sea de tu agrado —dijo el señor Bowersox, que entró y pareció inmenso en el diminuto cuarto—. No subo aquí con la frecuencia que debería. La verdad es que me gusta.
—Gracias —dije—. Es muy bonita.
—Bueno, que duermas bien —dijo.
Yo no quería que se fuera. No quería quedarme solo. Volvió a decirme que aún no se habían fijado los horarios de las clases, pero que al día siguiente habría algunas actividades de orientación. Prometió verme a la hora del desayuno. Nos estrechamos la mano y le di otra vez las gracias. Y él dijo esto:
—Me alegra que estés aquí, hijo —dijo—. Deseo que pases un semestre fabuloso.
¿Crees que dos meses después pensaba lo mismo?
Lo vi echar a andar pasillo abajo. En cierto momento se paró y se agachó para mirar por debajo de una puerta. Llamó con unos golpecitos.
—Apaguen las luces —dijo, y acto seguido desapareció.
Yo cerré mi puerta con cuidado. Por primera vez en el espacio de horas —días, incluso— estaría completamente solo. Tenía la luz todavía encendida, lo que di por bueno pues el señor Bowersox no había mencionado nada al respecto. Me senté en la cama y dejé vagar los ojos por la habitación. Consideré la posibilidad de deshacer el equipaje, pero llegué a la conclusión de que era demasiado tarde y me preocupaba no tener nada que hacer al día siguiente. Al menos así habría una excusa para quedarme en la habitación, aunque no tenía ni idea de quién podría ser el destinatario de mis justificaciones.
Mis ojos captaron algo verde en el suelo. Era un verde extraño, algo amarillento con aspecto de kiwi. «Amarillo verdoso», pensé. Exactamente el mismo verde de Vanessa del día anterior. Parecía una lluvia de papelitos o confetis que salían de debajo de la cama y llegaban al armario. Me agaché y miré. La lluvia verde se extendía hasta el rincón polvoriento más alejado. Ahí había algo. Metí poco a poco el brazo bajo la cama hasta que con la mano toqué lo que parecía un trozo de papel arrugado. Al principio me dije que se lo habría dejado el anterior estudiante. Pero, para ser sincero, sabía que el color verde era demasiada casualidad. El corazón me latía como un martillo neumático al deslizarme desde debajo de la cama y sentarme en el suelo con la bolita de papel en la mano. Lo desplegué lentamente y vi que tenía algo escrito. Mientras lo alisaba procuré no mirar. Luego empecé a leer.
En la parte superior ponía «Lluvia, nieve, bolas de nieve», escrito con rotulador verde. ¿Era algún tipo de poema sobre la naturaleza? Le di la vuelta, y en la parte posterior había escrito lo siguiente:
Querido Tim:
Es tradición de la Irving School que el alumno que ocupó el cuarto el año anterior deje lo que por aquí llamamos un «tesoro». Se hace el día de la mudanza, y a veces hay cosas curiosas; te explico. Este año, mi amiga Madison ha recibido un paquete de Omaha Steaks que ha acabado cocinando tras convencer a la gente del comedor. Ha estado bien. A otra amiga mía, Julia, le ha tocado una botella de vino de la chica que había estado antes porque sus padres tienen una bodega. Adivina qué me han dejado a mí. Pues mi tesoro es un Kit para hacer un muñeco de nieve. Una chica llamada Suzanne vivió en mi habitación antes que yo y sabía lo mucho que me gustaba jugar en la nieve. El Kit incluye una zanahoria de plástico para la nariz, un sombrero negro de copa y una bufanda roja.
No quería que llegaras y te perdieras la tradición. Echa un vistazo en el armario.
VANESSA
Procuré no desbaratar la hilera de papelitos verdes que conducían al armario. Quería que se quedaran tal como ella los había esparcido. Me encantaba la idea de tener ahí mismo algo que ella había tocado. Abrí la portezuela de madera y me encontré frente a un colgador en un lado y estantes en el otro. Al principio no vi nada más, pero al agacharme advertí un pequeño refrigerador bajo el estante inferior y una bolsita de plástico. Primero cogí la bolsita, en la que había una zanahoria de plástico, un sombrero de copa y una bufanda, solo que esta no era roja sino verde. Saqué el refrigerador y lo abrí. Dentro había tres bolas de nieve de forma perfecta.