10

DUNCAN

«Las tribulaciones del joven Tim»

Se oyeron unos golpecitos en la puerta, y Duncan se despertó de un sobresalto, los auriculares clavados en un lado de la cara. Se los quitó y abandonó la cama a rastras, arrugado y todavía vestido, y abrió la puerta. Antes de saber quién era, olió a canela.

—Qué tal, Duncan —dijo el señor Simon—. Estoy haciendo la ronda, primera mañana de clase y todo lo demás, pero quería empezar con usted y traerle este bollo. He probado una receta nueva y quería compartirlo. Me alegra que esté vestido, oiga. Siempre es difícil volver a la rutina. Le veré en mi aula en unos treinta minutos. Ah, ¿le gusta el café? Compré unas libras de Guatemala que he molido y preparado yo mismo. Tenga.

Dio a Duncan una taza llena de café humeante, sonrió, se dio la vuelta y echó a andar pasillo abajo. Se volvió y regresó.

—Escuche —dijo—, el último chico que vivió en esta habitación se llamaba Macbeth.

Duncan tomó aire. ¿Es que el señor Simon sabía por lo que estaba pasando Duncan? ¿Que Tim le había dejado las grabaciones? ¿Había el señor Simon escuchado a hurtadillas? No, no era capaz de imaginar algo así. Se quedó de pie sin más, sin saber qué decir.

—Ustedes dos no se llevaban muy bien —dijo—. Corre el rumor de que quiere matarle.

Duncan siguió callado y el señor Simon suspiró ligeramente.

—Lo siento. No he podido evitarlo —dijo—. Era un poco de humor shakespeariano. Pero, dadas las circunstancias, quizá de mal gusto. Por favor, perdone.

El señor Simon se inclinó y mostró una tímida sonrisa. Duncan lo vio caminar hasta el extremo del pasillo y luego bajar las escaleras. ¿Por qué le había traído el bollo y el café? Y entonces se acordó. Es lo que había dicho Tim: el señor Simon se compadecerá de ti y te traerá comida suplementaria.

Cerró la puerta y se sentó frente al escritorio. Se bebió el café a sorbos y se comió el bollo, todo delicioso. Normalmente no tomaba café por la mañana —era demasiado propio de adultos—, pero le gustaba de veras. Pronto sería como su padre, que si durante el día no tomaba café a cada rato tenía dolor de cabeza. Que comenzaba las vacaciones diciendo que esa semana bajo ningún concepto entraría en un Starbucks, sino solo en cafeterías locales. Y luego, tras unas cuantas tazas de café aguado, se alejaría kilómetros de la ruta siguiendo los letreros de Starbucks mientras Duncan y su hermana protestaban en el asiento de atrás. Esa idea también le gustaba. Le recordaba su reciente viaje al norte de Michigan. Y entonces echaba de menos a su familia, sobre todo después de escuchar el interminable viaje de Tim a la Irving School.

Tras engullir la mitad de la taza y comenzar a notar el colocón de cafeína, la dejó sobre el escritorio y sacó una camisa limpia de la maleta. Pero se dejó puestos los mismos pantalones con los que había dormido. Sabía que debía deshacer el equipaje y organizar un poco la habitación —el hecho de que fuera tan pequeña hacía que aún fuera más importante encontrar un sitio para cada cosa—, pero cada vez que estaba a punto de hacerlo, se sentía atraído de nuevo por los cedés, la voz de Tim y su historia.

Cogió el cubo con el jabón y el cepillo de dientes y se dispuso a asearse. Al entrar en el concurrido cuarto de baño —luminoso pero un poco deslucido, con azulejos blancos, tres lavabos y cuatro retretes, cada uno con una puerta batiente de madera pintada de blanco—, tuvo la misma sensación que al entrar por primera vez en la cafetería: que sería difícil acostumbrarse a eso después de haber estado en casa todo el verano.

Esperó paciente su turno para el lavabo, y tan pronto hubo llegado reparó en que se había olvidado la toalla en la habitación. Pensó en volver corriendo, pero entonces perdería el sitio en la fila. Agarró un poco de papel higiénico con el que intentó secarse, pero de tan fino que era se le pegaba a la cara.

Había dos puntos que conectaban el pasillo de los chicos con el de las chicas. Uno pasaba por detrás de las habitaciones, justo después de las últimas puertas, y conducía a la salida de incendios y a la escalera exterior que llevaba a la parte trasera de los dormitorios de último curso. El otro permitía a todos alcanzar la escalera principal que bajaba a la primera planta. La habitación de Duncan era la última, con lo que el pasillo de atrás pasaba justo por delante de su puerta. Estaba a punto de entrar cuando miró por casualidad a su derecha y vio a Daisy. No podía estar allí. A diferencia del pasillo delantero, donde uno podía toparse con alguien en cualquier momento, el trasero no se utilizaba casi nunca, apenas para simulacros de incendios y emergencias. Si no, el acceso estaba terminantemente prohibido. Un letrero en la puerta que daba a la escalera exterior decía que si se abría sonaría una alarma. Pero Daisy tenía la mano en la puerta, como si quisiera calibrar la temperatura, y no sonó alarma ninguna.

Duncan no estaba seguro de si Daisy lo había visto. El silencio era tal que ella tenía que haber oído los pasos de él o el golpeteo del cubo, pero Duncan se movió con rapidez y entró en el cuarto, cuya puerta había dejado afortunadamente abierta de par en par. Cerró, y ya se disponía a coger los libros y libretas para la clase cuando oyó que llamaban suavemente. Se miró al punto en el espejo y vio restos de papel higiénico en el mentón y debajo del ojo izquierdo. Utilizó frenéticamente las uñas para quitárselos. Como habían acabado secándose, se dejó brillantes señales rojas en los lugares donde había rascado para despegar los trocitos de papel. Otro golpecito.

Abrió la puerta. Increíble. Daisy estaba ahí delante. Le pasaron muchas cosas por la cabeza: que a Daisy podían castigarla como poco; que ojalá hubiera dejado un poco del bollo; que lamentaba haberse rascado la cara, aunque mejor eso que llevar trozos de papel pegados; que ella estaba preciosa.

—No deberías estar aquí —dijo él.

—¿Puedo entrar?

—No sé —contestó Duncan, que no solía infringir las normas.

—Vale, tienes razón —dijo ella—. No tenía que haber venido.

Se volvió y echó a andar deprisa por el pasillo en dirección a la zona de las chicas.

—¡Daisy! —gritó él en un susurro alto. ¿Por qué se había comportado así? Quería hablar con ella. Y ahora estaba poniéndose en ridículo cuando podía haberla dejado entrar tranquilamente y cerrar la puerta. Ella no había vacilado ni por un momento: siguió andando hasta desaparecer. Duncan quería darse cabezazos contra la pared. ¿Cómo había sido capaz? ¿Qué quería ella? Vio al señor Simon abandonar el pasillo para ir a su aula. ¿Por qué no había pensado en ello un instante antes? ¿Y, en todo caso, por qué tenía tanto miedo de meterse en líos?

No tenía narices de pasar junto al dormitorio de ella. De alguna manera, una chica en la zona de los chicos no quedaba tan mal como un chico en la zona de las chicas. Por otra parte, ¿cómo es que Daisy conocía la habitación de Duncan?

Miró el reloj. Era increíble, pero corría el riesgo de llegar tarde, y ni siquiera tenía por qué ir al comedor gracias al señor Simon, quien creía que Duncan estaba listo para ir a clase desde hacía rato. No tendría excusa.

Por un lado quería darse por vencido, quedarse en el cuarto y escuchar la siguiente entrega de lo que ya denominaba «las tribulaciones del joven Tim». Se moría de ganas de saber cómo trataba a Tim el señor Bowersox, que por lo general se mostraba distante y poco implicado en los asuntos de los alumnos. Era una persona amable —sonreía y saludaba cada vez que pasaba junto a alguien—, pero de hecho nunca trababa conversación con nadie. Parecía impropio de él ir a recoger a un estudiante al aeropuerto. Y, por supuesto, Duncan sabía que en algún momento Tim y Vanessa se tropezarían. Quería saber cuándo y cómo. Pero no tenía tiempo. Sabía que hoy el señor Simon comenzaría a hablar del Trabajo de la Tragedia; el primer día siempre lo hacía, pese a que antes del segundo semestre no solían avanzar gran cosa. Y a veces dejaba caer algún detalle importante, como que el trabajo ha de tener exactamente quince folios, o que debéis numerarlos en la parte inferior derecha, o que si marcáis el título con rotulador verde os daré diez puntos más, y en cuanto sonaba el timbre decía a todos que si revelaban el secreto a los tardones no sacarían provecho alguno. A veces incluso cerraba la puerta unos minutos tras haber sonado el timbre, con lo que excluía brevemente a quien no estuviera dentro mientras terminaba de explicar algún chisme importante a los que sí habían sido puntuales.

Duncan cogió los libros y echó a correr, atento todo el rato por si veía a Daisy. No tenía ni idea de quién habría en su clase, tan importante en la secundaria: literatura inglesa de último curso. Su clase de graduación la integraban unas cuarenta y cinco personas, por lo que supuso que tendría tres grupos, pues en el aula nunca había más de quince alumnos —uno de los principales atractivos de la escuela. Aunque quizá se equivocaba: en realidad, no sabía exactamente cuántas personas habían regresado después del verano, de modo que podían ser más y también menos. Lo que sí sabía era que habría al menos dos grupos, de modo que a lo mejor Daisy no estaba en el suyo. Las probabilidades se repartían al cincuenta por ciento, o quizá mejor al treinta y tres. Vaya, le gustaban más los números que las palabras. No sabía por qué no había tanta fanfarria en torno a su clase de matemáticas para él cálculo, no matemáticas de último curso—. Le gustara o no, conocía la respuesta, desde luego. Con respecto a las mates, cada uno tenía un nivel distinto, mientras que todos los de último curso, al margen de las circunstancias, asistían a la misma clase de literatura inglesa, lo cual este año significaba leer Moby Dick y participar en «el» proyecto Moby Dick. Les gustaba a todos porque era algo mucho menos rígido que el Trabajo de la Tragedia. De hecho, uno podía hacer cualquier cosa siempre y cuando tuviera que ver con una ballena. En épocas pasadas, la gente había hecho tartas, pintado cuadros, puesto en escena obras de teatro, escrito e interpretado temas de rap. Duncan no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Aquello le daba pavor. Luego venía Shakespeare y la lectura de varias obras, y a continuación Hamlet y la embarazosa representación del monólogo «Ser o no ser» frente a toda la clase. Y al final el Trabajo de la Tragedia, naturalmente.

Duncan bajó corriendo las escaleras y acto seguido tomó la dirección opuesta desde el comedor y recorrió deprisa el largo y estrecho pasillo que albergaba los despachos de los profesores y del orientador profesional, quien intentaría, bien que sin mucha convicción, ayudar a Duncan a decidir dónde quería pasar los cuatro años siguientes. Dobló a la izquierda y dejó atrás el Salón, donde todo el mundo escribía su redacción semanal y pasaba muchas tardes haciendo los deberes. A renglón seguido tomó el largo pasillo principal, ahora prácticamente vacío. Por lo general, antes de las clases había alumnos sentados en el suelo por todas partes. Pero en esos momentos estaba casi despejado salvo por la presencia de algunos rezagados. No podía creerlo: iba a llegar tarde.

Tras pasar por delante de la oficina principal, aflojó el paso para recuperar el aliento mientras el aula estaba cada vez más cerca. Vio la puerta que se cerraba. El señor Simon la estaría empujando, pero Duncan deslizó el brazo entre la hoja y el marco y la abrió de par en par. El señor Simon le sonrió, se inclinó ligeramente y le dejó pasar; a continuación cerró y corrió el pestillo.

—Me alegra que esté con nosotros, señor Meade —dijo el señor Simon.

Duncan echó un rápido vistazo al aula. Era grande, con pupitres formando un semicírculo frente a la pizarra. Lo primero que advirtió fue que Daisy no estaba. Lo segundo, que seguramente faltaban aún cuatro o cinco alumnos —en función de cuántos fueran realmente en la clase—, pues se apreciaban varios pupitres vacíos. El señor Simon aguardó a que Duncan escogiera su sitio, que acabó siendo el más lejano de la derecha, junto al de Tad. Duncan dejó con cuidado los libros en la mesa y sonrió a Tad, que le devolvió una sonrisa burlona y acto seguido hizo con la cabeza un gesto en dirección a la puerta, en cuya ventanita había tres rostros asustados mirando con los ojos abiertos como platos. Eran los que llegaban con retraso. Se habían perdido ya algo, si bien ninguno sabía todavía qué. Y acaso no lo supieran nunca. El señor Simon tenía fama de recordarlo todo. Sabía quién estaba y quién no, sin ninguna duda.

—Bien, ahora que todo el mundo se ha acomodado —dijo el señor Simon con calma, de espaldas a la puerta y a las caras alarmadas con ojos suplicantes—, quiero dar la bienvenida a todos los bulldogs a la experiencia académica más emocionante, estimulante y mágica que van a tener en su vida. Bienvenidos a literatura inglesa de último curso. —Hizo una pausa para conseguir un efecto dramático, y entonces se oyó en la puerta un desesperado toc toc toc. El señor Simon no parpadeó siquiera. Duncan alzó la vista y vio la cara de Daisy apretada contra el cristal. Seguramente había apartado a todos los demás. Lo que más deseaba Duncan era levantarse y dejarla entrar. ¿Por qué era tan inflexible el señor Simon? También podía haber empezado con esta locura el segundo día de clase, ¿no?

»No se apuren, no tengo intención de dejar a esos irrespetuosos y zoquetes estudiantes en el pasillo para siempre —dijo—. Pero permítanme que les diga una cosa… y harían bien en anotar esto… Si logran utilizar la palabra «magnitud», y espero que todos empezarán a pensar en esa palabra y en su importancia, si logran utilizar esta palabra, repito, en su Trabajo de la Tragedia exactamente siete veces, correctamente por supuesto, les subiré diez puntos la nota. Lo cual significa, jóvenes alumnos, que si hacen un trabajo merecedor de un excelente, obtendrán un crédito adicional. Bien, ya conocen las reglas: si alguno de ustedes revela esto a alguno de ellos —dijo volviéndose por primera vez ligeramente hacia la ventana de la puerta—, perderá todos esos puntos extra, ¿entendido?

El señor Simon anduvo un tanto errático hasta la puerta, descorrió lentamente el pestillo y abrió. A estas alturas, los rostros de ahí fuera ya no denotaban miedo, sino derrota. Sabían que se habían perdido algo importante, algo que ya no podrían recuperar. Daisy fue la primera en entrar.

—Yo puedo dar una explicación, si se me permite —dijo ella amablemente al señor Simon mientras escogía el asiento más alejado de Duncan.

—Lo lamento, señorita Pickett, ya conoce usted las reglas —dijo el señor Simon también con amabilidad.

Los otros alumnos ocuparon sus respectivos asientos, y al final resultó que el aula estaba llena: quince en total.

—Pues entonces, empecemos —le dijo el señor Simon, que se lanzó sobre Moby Dick sin un momento de pausa.

En otras circunstancias a Duncan le habría gustado ser partícipe del secreto. ¡Mencionar la palabra «magnitud» y conseguir diez puntos más! Eso equivalía a la diferencia entre un notable y un bien o entre un bien y un suficiente. Sabía que ese semestre habría algunas posibilidades más de incrementar la nota, pero como esa ninguna. Sin embargo, a medida que pasaban los minutos, lentamente, iba sintiéndose cada vez peor. ¿Cuál era la explicación de Daisy? ¿Era él culpable del retraso? Si la hubiera dejado entrar en la habitación, ¿habría sido todo distinto? Intentó varias veces mirarla a los ojos, pero sin éxito. Ella estaba totalmente metida en el tema, tomando notas, respondiendo a preguntas, sugiriendo ideas. Resultaba claro que aunque Daisy ya se había leído Moby Dick, estaba jugando contra el marcador. No era justo.

—Lean al menos los dos primeros capítulos antes de nuestra próxima clase —dijo finalmente el señor Simon. Y luego se quedó callado. Todos esperaban, en el borde del asiento.

»Ahora id y difundid la belleza y la luz —dijo, su habitual punto final, pero era la primera vez que se lo decía a ellos.

Unos cuantos chicos sonrieron; otros se reclinaron en la silla para disfrutar del momento. Y en un santiamén se vació el aula. Daisy era la más próxima a la puerta, y a Duncan le sorprendió verla salir disparada. Creía que intentaría dar explicaciones de nuevo. Cogió los libros y salió detrás. Tenía una hora libre y esperaba que también ella. Quizá pudieran dar un paseo o algo. Pero cuando la tuvo al alcance, se volvió y echó a andar hacia su cuarto. ¿Qué tenía que decirle, en todo caso? Además, Tim acababa de aterrizar en Nueva York. Quería saber qué pasaba a continuación.