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DUNCAN

Entra aquí para ser y encontrar un amigo

Al pasar Duncan bajo el arco de piedra que conducía a la residencia del último curso tenía dos cosas en mente: el «tesoro» que le habrían dejado y su Trabajo de la Tragedia. Bueno, quizá tres: también le preocupaba qué habitación le tocaría.

De todos modos, intentaba convencerse a sí mismo de que, dejando aparte la segunda cuestión, contaba casi con el cien por cien de posibilidades de ser feliz. Casi. Pero ese trabajo —el equivalente de la Irving School a un proyecto de tesis— le absorbía al menos el treinta por ciento de su felicidad, una pena en un día tan importante. En esencia iba a pasar buena parte de los siguientes nueve meses intentando definir una tragedia en el sentido literario, como lo que convertía en tragedia El rey Lear. ¿Le importaba a alguien? Podía hacerlo de inmediato, pues cuando pasaba algo malo se producía una tragedia. Y pasaban cosas malas continuamente. Pero al profesor adjunto de literatura inglesa, el señor Simon —que daba la casualidad que ese año era el supervisor de los adultos—, sí que le importaba, y mucho. Y también le encantaba soltar palabras como «magnitud» u «orgullo desmedido». Duncan prefería los números a las palabras, y había oído hablar de algún que otro alumno de Irving que iba tirando sin hacer gran cosa. Quizás en el fondo lo único que debía hacer era conseguir que le pusieran un notable en el trabajo. No dejaría que esto echara a perder su último curso. Sobre todo después de los errores cometidos el año anterior. Pero cuando pensaba en ello, se daba cuenta de que estaría bien tener alguna distracción; mejor, sin duda, que pensar excesivamente en el pasado.

Duncan se esforzó por caminar con soltura bajo el arco: sintió una fuerte tentación de pararse y leer el mensaje grabado en la piedra. Pero llevaba tres años en esa escuela; ya sabía lo que ponía, desde luego. Sería una estupidez detenerse y leerlo, de modo que dijo para sus adentros: «Entra aquí para ser y encontrar un amigo». Había pasado muchas veces bajo esa declaración, por ejemplo, cuando se dirigía al comedor o al despacho del director. Y nunca le había prestado mucha atención. Sin embargo, ahora, bueno, ahora esperaba que tuviera algo de cierto, que todos aquellos fueran de verdad amigos suyos, con independencia de lo que significara eso. Después de lo que había tenido que pasar, iba a necesitar su apoyo más que nunca.

Los de último curso vivían justo en el patio interior, un bello espacio rodeado por los principales edificios de la escuela. Y las habitaciones equivalentes a las dobles en las que había vivido los tres últimos años con Tad estaban divididas por la mitad para que cada uno tuviera la suya. Sería la primera vez de su vida escolar que no compartiría habitación con otra persona. Los cuartos eran muy pequeños, como era lógico. Pero con tal de vivir solo y sobre el patio se habría instalado encantado en un armario ropero.

Entró en el edificio absorbiendo el familiar olor a comida procedente del comedor y, pensaba siempre, a papel, tinta y cerebros pensando con ahínco, y se dirigió a las escaleras. Vaciló, sabiendo que el esfuerzo de pensar y esperar la habitación que deseaba iba ahora a verse satisfecho, para bien o para mal. Sabía qué le haría feliz: uno de los cuartos que dieran al patio, en mitad del pasillo, y, ya puestos a pedir, cerca de Tad.

Se volvió al instante al notar una mano en el hombro.

—Vamos, tío, ¿qué estás esperando? —dijo Tad con una enorme sonrisa burlona en el rostro.

Duncan se inclinó para estrecharle la mano, pero Tad se retiró en el último instante, desafiando a Duncan a atraparle, y subió corriendo los peldaños de las escaleras de dos en dos. Duncan inició el movimiento de seguirle, pero se detuvo. La suerte estaba echada y en el fondo no quería saber. Los únicos que sabían qué estudiante conseguiría qué habitación eran los de último curso, y estaban conjurados —efectuaban literalmente un juramento cuyo incumplimiento suponía una reducción de su promedio de calificaciones (con la promesa de notificarlo a sus escuelas)— para no revelarlo jamás. El último día de escuela, cada uno escribía el nombre del alumno entrante y lo pegaba en la puerta, dejando atrás un «tesoro» para que ese estudiante lo encontrase el primer día del curso siguiente. Después los pasillos quedaban clausurados hasta el próximo mes de agosto. Muchos alumnos nuevos habían intentado llegar a esa planta, tratando incluso de sobornar al personal de limpieza que aparecía la semana anterior a la apertura de la escuela para eliminar los olores y el polvo del aire. Por lo que él sabía, nunca nadie lo había logrado.

Y el tesoro que le aguardaba podía ser cualquier cosa.

—Eh, Dunc —dijo Tad desde arriba—. Si no subes, robaré tu tesoro.

Duncan sintió el impulso de gritar y preguntarle qué cuarto le había tocado, pero no pudo. ¿Qué le pasaba? No había para tanto. Daba igual la habitación en que viviría o que le habían dejado; ¿qué importancia iba a tener eso realmente en su vida? En todo caso, le encantaría tener una buena historia que contar a la hora de la cena. Al menos eso le ayudaría a desviar la conversación del tema sobre el que, temía él, todos tendrían verdaderas ganas de hablar.

En el pasado, los tesoros habían oscilado entre una pizza asquerosa de tres meses y un cheque de quinientos dólares. Corría el rumor de que a algunos estudiantes afortunados les habían correspondido un par de entradas para un partido de los Yankees, una participación en cierta empresa famosa y un vale para uno de los restaurantes de moda de Westchester County. Y en una ocasión, según la leyenda, a alguien le tocó un cachorro de bulldog inglés (la mascota de la escuela). Al parecer, la dirección quería que el muchacho le encontrase un nuevo hogar, pero acabó permitiendo que se quedara el animal, al que todos llamaban Irving. En la biblioteca había una foto de él, pero cada vez que Duncan preguntaba a un profesor si la historia era cierta, no obtenía respuesta alguna. Había asimismo numerosas anécdotas de tesoros de poca enjundia: bolsas de chuches o libros al azar. Duncan subió despacio las escaleras. Pasaban por su lado a toda prisa otros alumnos de último curso que le daban palmadas en la espalda. Era la escalera utilizada tanto por los chicos como por las chicas, pero ellas doblaban la esquina de su largo pasillo, que daba al área boscosa de detrás de la escuela. Oyó a una chica gritar que había un conejito… ¿Cómo podía ser eso? Alguien se lo daría a los trabajadores de la limpieza y estos acordarían dejarlo ahí dentro, lo mismo que seguramente había pasado con el misterioso bulldog. Ojalá para él no hubiera ningún animal. Solo le faltaría eso.

Ya casi estaba arriba. Si miraba, sería capaz de ver las puertas todavía cerradas, de empezar a adivinar cuál era la suya. Pero el pasillo era largo. La mayor parte de las puertas de este lado estaban abiertas, o sea que sus ocupantes ya las habían encontrado. Veía puertas que se cerraban en el otro extremo, unas con cartulinas pegadas, otras con las letras de los nombres de la gente recortadas. Su nombre no se dejaba ver. En mitad del pasillo le pareció que iba a desplomarse. En ese preciso instante Tad salió por una puerta.

—Tengo el cuarto de Hopkins del año pasado —dijo—. Y ¿a que no sabes qué me ha dejado?

—¿Qué? —preguntó Duncan sin demostrar demasiado interés. Quería espabilarse. Tad estaba actuando con total normalidad, quizá nadie estaba siquiera pensando en lo sucedido el año anterior. La habitación en la que viviera Duncan, el tesoro que le correspondiese, todo estaría olvidado al cabo de uno o dos días. Se dedicaba más tiempo a hablar de los tesoros verdaderamente importantes. Y en cuanto al cuarto, se acostumbraría a cualquier cosa. En realidad, solo había una habitación que nadie quería.

—Entra —dijo Tad trayendo a Duncan de vuelta al momento presente.

Duncan entró de mala gana en el cuarto de Tad y echó un vistazo. Era más grande de lo que había imaginado. De hecho, parecía bastante amplio. Había una cama —más pequeña que una cama gemela, aunque cueste de creer— y un escritorio minúsculo, aun cuando la gente no trabajaba en las habitaciones sino que iba a estudiar al Salón. Tad abrió la puerta del armario e hizo un gesto hacia el interior. Duncan alcanzó a ver, al fondo de uno de los estantes, una botella —de algún tipo de bebida fuerte— con un enorme lazo dorado. Tad estiró el brazo y la cogió.

—Bourbon —dijo Tad con orgullo—. Del bueno. Pone que es un reserva de veinte años…

—Pues sí —convino Duncan.

—¿Quieres un poco?

—No, ahora no. Quiero encontrar mi cuarto —dijo. Y al cabo de un instante añadió—: Quizá luego.

—¿Aún no lo has encontrado? —preguntó Tad, incrédulo—. Anda, tío, búscalo.

Duncan regresó al pasillo. Había gente por todas partes, entrando y saliendo de las habitaciones, lanzando pelotas, poniendo música. Al día siguiente todo estaría tranquilo, pero por el momento casi todo estaba permitido salvo, probablemente, el bourbon. Duncan se encaminó hasta el final del corredor. Sabía qué era lo que había estado preocupándole: tenía la impresión de que iba a tocarle el cuarto del rincón, el que no quería nadie. Y estaba en lo cierto. Su nombre aparecía garabateado en un trozo de papel blanco con renglones. Abrió la puerta y recordó al punto por qué nadie quería esa habitación: apenas tenía luz, tan solo el diminuto círculo de una ventana que desde abajo parecía guay pero desde arriba para nada. Además, era mucho más pequeña que la de Tad. Duncan se dejó caer en la pequeña cama por hacer. Todas sus cosas, enviadas a primera hora, se hallaban pulcramente apiladas en un rincón. Estaba tan decepcionado que prácticamente se había olvidado del tesoro. En cuanto lo descubrió, empezó a sentirse incluso peor si cabe. En el exiguo escritorio había un montón de cedés. Fantástico. Música. Casi peor que la pizza podrida, pues no era nada interesante. Y en todo caso, ¿había alguien que todavía escuchara cedés? Sabía quién había vivido ahí el último semestre: un muchacho albino. Duncan no podía creerse su mala suerte.

Se inclinó sobre el escritorio; la habitación era tan pequeña que no había modo de recoger lo que fuese sin levantarse ni moverse. Los cedés estaban cuidadosamente colocados con una nota doblada encima. Desdobló el papel despacio: estaba mecanografiado y firmado con un garabato.

Querido Duncan:

Me imagino lo que estás pensando. Bueno, estarás pensando montones de cosas, pero la primera de la lista seguramente es que esta habitación es una mierda. Pues no. En el armario hay un compartimento secreto que no tiene nadie más y donde puedes esconder cualquier cosa: tercer estante, simplemente empuja la tabla y se moverá. Es difícil ver dentro desde la ventana, o por debajo de la puerta si vamos a eso, de modo que puedes dejar la luz encendida hasta más tarde que los otros y no pasa nada. El señor Simon se compadecerá de ti por tener un cuarto tan malo, por lo que te subirá comida suplementaria.

Dicho esto, en términos generales diría que el tiempo que pasé yo en este cuarto sí que fue una mierda, y creo que ya sabes por qué pero igualmente te lo explicaré. Te seré sincero: cuando me dijeron que vivirías aquí no me lo podía creer. Quizá ya te imagines lo que voy a decir, pero lo digo de todas formas. Es importante que sepas por qué, y exactamente cómo, ocurrió todo. Alguien debe… a lo mejor alguien es capaz de utilizar la información sin cometer los mismos errores que cometí yo. A lo mejor. Tal vez. No lo sé. Escucha mi relato. Pensarás que los cedés son un regalo idiota, teniendo en cuenta mi reacción ante ti en el comedor el año pasado y el modo en que sin duda te sientes, espero que sabrás valorarlos. Es de lo más fácil escucharlos en tu portátil.

No sé si conoces bien a Vanessa, pero es la única persona del mundo que tiene copias, y me resulta imposible saber si los escuchará o los ha escuchado. Espero que lo haga. O quizá no. Pero antes de dejarte con tu último curso, te diré una cosa que seguro que no esperabas: lo que estás a punto de oír —las palabras, la música, mi desmoronamiento, tu papel percibido o real en todo ello— te será mucho más útil de lo que habrías podido imaginar. En esencia, te doy el mejor regalo, el mejor tesoro que pudieras desear. Te doy la sustancia de tu Trabajo de la Tragedia.

Atentamente,

TIM

Duncan oía a los demás en el pasillo. Quería estar con ellos, pero debía admitir que sentía curiosidad y, a decir verdad, un poco de miedo. Sacó el portátil de la bolsa, lo colocó sobre el escritorio e introdujo el primer cedé. Se puso los auriculares y pulsó Play.