No había pasado por tantas calamidades para acabar como un pendejo de una perdigonada accidental.
Aunque parte de su cuerpo pugnaba por dejarse morir de una vez, otra, la más fuerte, le gritaba desde lo más profundo de su subconsciente que debía luchar y sobreponerse, pues ya tenía la salvación y la libertad al alcance de la mano.
«Piensa en Muriel. Piensa en aquel viaje a Galápagos, las últimas, ¡las únicas!, vacaciones de tu vida, bañándonos con las focas en la Bahía de Sullivan; correteando tras los albatros de la Isla de Hood; cabalgando sobre tortugas gigantes en Academy Bay…
»Piensa en las noches del “Hotel Quito”; jugando a la ruleta en el Casino; bailando solos en la terraza; haciendo el amor con la ventana abierta sobre la piscina, con la silueta nevada del Cayambe, allá al fondo, iluminado por la luna.
»Piensa en las largas excursiones al Caroní de Venezuela en busca de nuevos petroglifos, y en el mes que pasaste con los Yanohama, y en el estudio que aún aguarda a que lo termines, y que terminarás algún día si no te dejas derrotar ahora.
»Piensa en todo eso, y no te mueras, Arístides Ungría, que si te mueres, este viejo borracho te tira al río, y ni aun sepultura tendrás para tus huesos.
»Piensa en Muriel tendida en una cama semidesnuda, y dime si no vale la pena hacer un esfuerzo y seguir con vida…
»Piensa en ese maldito perro al que has liquidado, y no le des el gustazo de que te arrastre a la tumba con él…».
Pensó en todo aquello, y decidió continuar en este mundo.
Le costó una semana llegar a un acuerdo consigo mismo, y aún otro par de días encontrarse en condiciones de reemprender la marcha, pero al fin, a los diez días justos de la noche del accidente, y cuando faltaban más de dos horas para la salida del sol, el viejo Sebastián le condujo por las apartadas callejas y le hizo trepar a un desvencijado camión cargado hasta los topes de verduras frescas, en las que le enterró, a punto de asfixiarlo.
—Buena suerte —le susurró al oído.
—Gracias por todo.
—¡Adiós!
Desapareció como tragado por las sombras, y allí aguardó muy quieto, aspirando el aroma de repollos y lechugas, hasta que una puerta se abrió, un hombre orinó contra la esquina, subió a la cabina, puso el motor en marcha, caló el embrague, prendió las luces y enfiló el camino de tierra, rumbo a la noche.
Le durmió el suave balanceo y no despertó hasta ya muy entrado el día, cuando circulaban por una ancha carretera asfaltada, en la que veloces automóviles les adelantaban constantemente.
Les detuvo una alcabala y se enterró aún más profundamente al escuchar las voces de mando y advertir que husmeaban en la carga, pero todo fue pura rutina, y con la caída de la tarde comenzó a reconocer cada detalle del paisaje; las montañas, los ríos, los puentes e incluso cada restaurante y cada hotel escondido.
Muchos le recordaban viejos tiempos, citas secretas, noches de juerga, fiestas familiares… En aquellas montañas descubrió una increíble cueva de los shantas, y cuando la sequía vació por completo el riachuelo, encontraron grabados, en las piedras del fondo, dibujos que le revelaron una ignorada influencia de las primitivas tribus caribes en la región de los lagos.
Aquél era su mundo, y con la noche alcanzaron los arrabales dónde jugó de niño cuando no eran más que terrenos baldíos. Se zambulleron luego en el tráfico inhumano de la gran ciudad, y aprovechó un semáforo de una callejuela tranquila y solitaria para saltar al suelo y alejarse aprisa entre las sombras.
Estaba a salvo, y lo sabía. Atrás habían quedado el Campo, los sufrimientos, la huida, la muerte, e incluso la maldita bestia que le amargó la vida.
Caminó, por tanto, despreocupado, sabiendo de antemano cuál era su destino, y tras adentrarse decidido por un populoso barrio obrero que conocía bien, se detuvo ante un alto edificio, se cercioró de que nadie sospechoso rondaba por los alrededores, y al fin, tras diez minutos de espera, se coló dentro.
Quinto piso, puerta D.
Golpeó levemente. Dentro, una radio bajó de volumen, y una voz de sobra conocida inquirió:
—¿Quién es?
—La Pantera Rosa…
Advirtió un momentáneo desconcierto, pero al fin se entreabrió la rendija de la puerta y un ojo espió temeroso:
—¿Quién?
—Abre, Huascar. Soy yo…
Fue un abrazo largo, afectuoso, lleno de ternura y emoción:
—¡Oh, Ari, Ari…! ¡El gran Ari! Qué alegría ser el primero en abrazarte… Cómo te agradezco que te hayas acordado de mí.
—¿Sabías que había escapado?
—Corrieron rumores. Luego aseguraron que habías muerto.
—Incluso yo estoy por creerlo… De milagro he llegado.
—¿Tienes hambre?
—De lobo…
Puso sobre la mesa pan y salchichón, y comenzó a freírle un par de huevos en la cocinita que ocupaba un rincón de la humilde estancia, pero no apartaba los ojos de su amigo:
—Tienes mal aspecto. —Reparó en el brazo—. ¿Estás herido?
—Herido, mordido, arañado, tiroteado, casi ahogado, y dado por el culo por una cabra loca, pero logré sobrevivir… ¿Cómo va todo por aquí?
—Divididos, asustados, desconcertados, desilusionados y hechos la puñeta, pero logramos mantener la base de los cuadros a la espera de que surgiera un nuevo líder, o regresaras… Ahora todo será distinto.
Negó convencido:
—No por lo que a mí respecta… No pienso quedarme y que me atrapen de nuevo. No lo soportaría. Me iré al extranjero, y desde allí intentaré algo…
Colocó los huevos fritos ante él. Tomó asiento al otro lado de la mesa.
—No es el momento de discutirlo. Ahora come y descansa.
Comió con apetito, mojando enormes pedazos de pan blando y esponjoso en una yema amarilla y goteante, que le chorreaba por la hirsuta barba. El vino era barato, pero cálido y fuerte, y le reanimó el gaznate y el espíritu, ayudándole a reconciliarse con la vida.
—¿Qué sabes de Muriel?
Advirtió que la pregunta era esperada y temida al propio tiempo. Conocía lo bastante a Huascar, alias Olafo el Amargado, como para estar seguro de que la respuesta no sería agradable. En los primeros tiempos de la Organización, cuando se vieron en la obligación de buscar seudónimos a todos sus miembros, decidieron inspirarse en personajes de las historietas infantiles, y todos estuvieron de acuerdo en que Olafo el Amargado era el nombre que mejor cuadraba a Huascar. Como el famoso vikingo, era rudo, fuerte, simple y sin dobleces, incapaz de disimular sus sentimientos.
—¿Muriel? —repitió, tratando de ganar tiempo—. Hace tiempo que no la veo.
—¿Cuánto?
—Tres o cuatro meses…
—¿Qué hace entonces?
—Bueno… Ella estaba en esto por ti… No le interesaba la lucha. Es una mujer, y ya sabes cómo son estas cosas…
—Entiendo… Quieres decir que anda con otro. Eso ya me lo imaginaba… ¿Quién es?
—Un tipo… Un médico… —Hizo un gesto vago con la mano—. No lo entiendo… Puede ser su padre…
—¿Dónde puedo verla sin peligro…?
Huascar se inclinó sobre la mesa, extendió la mano y la colocó sobre su brazo sano. Había súplica en su voz cuando rogó:
—¡Olvídate de ella…! Hay muchas cosas que hacer. Tenemos que volver a la lucha… —Hizo una pausa—. Y no te gustará verla…
Advirtió el tono de su voz.
—Está preñada.
Le hizo daño. Le hizo mucho daño, pese a que en los últimos tiempos estaba acostumbrado a sufrir. Jamás, ni en sus peores momentos, le había pasado por la imaginación algo semejante. Estaba hecho a la idea de que Muriel perteneciera a otro hombre; podía incluso imaginarla besada y acariciada con la misma intimidad con que él la besó y acarició. Tal vez no le hubiera sorprendido saber que tenía un hijo, pero la forma en que Huascar pronunció la palabra preñada tenía algo de obsceno, de terriblemente ofensivo porque significaba que dentro de ella estaba engordando el semen de otro hombre.
Lo que siempre procuraron evitar, un hijo, estaba ahora formándose allí en lo más recóndito de un cuerpo que consideraba suyo, y, sin embargo, no era su hijo.
—Algún día lo tendremos —le había dicho siempre—. Aún eres joven, y los tiempos se presentan difíciles. Te juro que el mismo día que acabemos con Anaya, lo encargamos. Se llamará Héctor.
Pero fue Anaya quien acabó con él, y ahora había un hijo de otro en el lugar que debía ocupar Héctor.
Hacía daño. De verdad que hacía mucho daño.
Concluyó de comer, rebañó el plato con la última miga de pan y sorbió el vino despacio.
—¿Va casarse con ella?
—¿Casarse? ¡Ja! —Su tono era amargo—. Es un viejo millonario, con hijas de su edad. —Revolvió en la herida—. Muriel no es más que su querida, ¿entiendes? Su «que-ri-da»… Le compró un apartamento y un auto, y le pasa una cantidad mensual… Eso le da derecho a hacerle un hijo.
Su mano voló hasta el cuello de Huascar, le atrapó por la solapa y lo atrajo hacia sí, furioso:
—¡No te lo consiento! —gritó—. ¡Eres un maldito embustero y no te lo consiento…! Todo es mentira… ¡Tiene que ser mentira!
Se miraron fijamente. Aún le sujetaba, y estaban muy cerca el uno del otro. Había compasión en los ojos de uno, y profundo dolor y tristeza en los del otro, que aflojó la presión de su mano.
—Perdona —rogó—. ¡Cuesta tanto creerlo…!
—¿Y crees que a mí no…? Yo la quería como a una hermana. Era una compañera dulce y valiente, y te amaba… Era Mafalda, el alma del grupo y tu mujer… ¿Qué crees que sentí al ver que mientras tú te pudrías picando piedra en el infierno, y los demás andábamos jodidos, escondiéndonos y pasando hambre, ella cenaba en el Club 28 en compañía de un viejo abortador que se hizo rico a base de todo lo peor que tiene este sistema asqueroso que luchábamos juntos por cambiar…? También me costó creerlo, pero es cierto, y no se lo perdono.