Tardó en recobrarse de su aturdimiento, y más aún tardó en comprender que continuaba milagrosamente vivo.
El agua corría ahora a sus pies, mansamente, pero por un instante llegó a temer que nunca saldría de allá abajo, y que la maldita bestia continuaría clavándole los colmillos en el hueso hasta que ambos se ahogaran irremediablemente.
—Unos segundos más, y no la cuento —dijo.
Se observó el brazo, desgarrado y sangrante, y advirtió que comenzaba a dolerle en serio, ahora que la excitación del momento había pasado. Cerca de la muñeca se alcanzaba a ver el hueso, y la carne aparecía abierta, con la piel colgante y la sangre manando a chorros.
Dirigió una corta ojeada intranquila al animal, que tosía y escupía allá enfrente:
—¡Casi lo consigues, coño de tu madre! —le gritó—. Y casi consigo ahogarte… —Le mostró el brazo—. ¿Estás satisfecho? A poco me dejas manco.
Arrancó una de las mangas de su camisa de presidiario, y como pudo se la anudó en torno a la herida en un tosco y casi inútil vendaje.
—Espero que lo que tenga es ira y no rabia —masculló—. Si me agarra la garganta, me arranca la cabeza… ¡Maldito animal!
Amaneció, y por primera vez tuvo tiempo de echar una ojeada a su alrededor. Suspiró entre preocupado y satisfecho cuando distinguió allá, muy lejos aún, río abajo, una tosca cabaña que se alzaba en una especie de cortada sobre el río.
—Tendré que decidirme a pedir ayuda —comentó—. Empiezo a creer que hasta el mismísimo Abigail Anaya me parece bueno si logra quitarme de encima esta fiera.
Emprendió tranquilamente la marcha, agotado por el cansancio, el hambre, la falta de sueño y la pérdida de sangre. Podría pensarse que en el transcurso de veinticuatro horas, desde que llegó por primera vez a la orilla de aquel maldito río y el Perro lo alcanzó, había envejecido diez años.
Encorvado, vacilante, con los pies llagados de andar descalzo, el brazo en cabestrillo y la cabeza gacha, se abrió paso por entre la maleza, rumbo a la casa, sin apartarse nunca de la protección del agua, volviéndose de tanto en tanto a comprobar que el animal le seguía del otro lado, con el mismo aspecto de cansancio y derrota, pero inquebrantable en su decisión de matarle.
Tardó casi tres horas en alcanzar la choza y se detuvo, alarmado, cuando dos furiosos mastines le salieron al paso ladrando escandalosamente mostrando amenazantes los colmillos.
Retrocedió lentamente hacia el agua hasta que, junto a la puerta de la casa, apareció una mujer que le observó sorprendida.
—¿Qué pasa? —gritó—. ¿Quién es usted?
—Necesito ayuda, señora… —replicó sin perder de vista a las bestias—. Estoy herido… Por favor… ¿podría calmar a los animales?
—¡Niño! ¡Perla! Vengan acá…
Los mastines obedecieron al instante, y se aproximaron sumisos y en silencio, buscando refugio a sus pies. Avanzó más tranquilo, y apartó el vendaje mostrando su herida.
—¡Dios Santo! —exclamó la mujer—. ¿Qué le pasó?…
Se volvió y, con un gesto de la cabeza, señaló hacia el Perro que les observaba, muy quieto, desde la otra orilla, a unos doscientos metros.
—Me mordió…
La mujer dio un paso atrás, preocupada.
—¿No estará rabioso…? El «mal», en esta parte del país, no tiene cura… No hay hospitales cerca…
—No, puede estar tranquila. Sólo me persigue… Quiere matarme.
Pareció reparar entonces en su uniforme de presidiario, dudó un instante, pero los mastines parecieron darle confianza y le franqueó la entrada.
—Pase. Veré qué puedo hacer por usted.
Era muy alta, de huesos grandes y fuerte complexión. Facciones bastas pero con una cierta nobleza en los gestos, hermosos ojos oscuros, una piel que hablaba de sus antepasados negros y un pelo largo y lacio de su ascendencia india. Rondaría los cuarenta, pero aún conservaba cierta vivacidad y juventud en sus gestos, y sus enormes manos callosas delataban trabajos muy duros, y toda una vida de lavar ropa a la orilla del río.
—No tengo más que ron como desinfectante —advirtió.
—Mejor eso que nada.
—Beba un trago antes.
Obedeció, sintiendo que le quemaba la garganta y las entrañas, y tuvo que apretar los dientes y hacer un sobrehumano esfuerzo para evitar un alarido cuando le volcó el resto de la botella sobre la herida.
Lo vendó luego con un paño limpio, le colgó el brazo en cabestrillo y se sentó frente a él, al otro lado de la tosca mesa.
—Es todo lo que se me ocurre —dijo—. ¿Tiene hambre? —Sonrió ante el rápido gesto de asentimiento, y comenzó a trastear en la pequeña cocina de barro y leña—. En un momento le preparo algo…
—Gracias…
Al hablar de nuevo lo hizo de espaldas, evitando mirarle para no descubrir si mentía, afanada entre ollas y potes:
—¿Por qué lo metieron preso?
—Política… No me gusta Anaya…
—Son muchos…
De improviso se volvió y lo miró de frente, con detenimiento. Chasqueó la lengua.
—Ya me decía yo que tenía vista su cara. Mi marido me enseñó una vez su foto… él sabe leer —añadió, orgullosa—. Usted es… Julio Castrejo, el líder campesino.
Sonrió sin poder evitarlo:
—No. Castrejo era mucho más viejo que yo, y ya murió… Lo fusilaron hace tres años…
—¡Lástima! Gran tipo ese Castrejo… Mi marido siempre hablaba de él, y mi hijo mayor quería unirse a su guerrilla. Tuve que darle una paliza.
—¿Dónde están ahora?
—Por esos montes de Dios, persiguiendo vacas serreras y cuatreros hijos de puta… Se roban el ganado, y luego el patrón la toma con nosotros…
—¿No es suya esta tierra?
—¿Nuestra…? Ni la silla que calienta… Esto es todo del coronel Cedilla…
—¿Cedilla? ¿El Comandante de la Policía Estatal?
—Ése… El «Compralotodo»… Dicen que se pone histérico cuando hay algo que no le pertenece…
Concluyó su faena, llenó hasta los bordes un plato de barro, y lo colocó ante él, que comenzó a devorarlo ansiosamente. Le sirvió agua, y luego se asomó a la puerta, atraída por el escándalo de los mastines, que habían reiniciado su algarabía de ladridos.
Se volvió hacia dentro.
—Ese perro amigo suyo ha cruzado el río…
Se puso en pie de un salto, alarmado:
—¿Tiene un arma?
Le observó con sorpresa:
—No. Ninguna… ¿Tanto miedo le tiene?
—Es una fiera… No parará hasta matarme…
—¿Por qué?
—Cuando escapaba, maté a su amo; un guardián…
—¡Vaya…! Bueno… Mis animales lo alejarán… ¡Niño! ¡Perla! ¡Vayan por él!…
Los mastines no esperaban más que la orden, porque se lanzaron de un salto hacia delante, a la busca del Perro, que al verlos venir pareció estudiar sus probabilidades de triunfo. Calculó su posición, de espaldas al río y en espacio abierto y, por fin, con un giro brusco, dio media vuelta y salió huyendo. La mujer sonrió:
—Ésos lo corren hasta la montaña.
Volvió dentro, vio que el plato ya estaba vacío y lo llenó de nuevo. Al colocarlo sobre la mesa, se inclinó, sus pechos grandes y aún atractivos quedaron a la vista, y captó la larga mirada que él les dirigía. Cuando sus ojos se encontraron, el hombre pareció avergonzarse.
—Lo siento —se disculpó—. Perdone…
—No hay de qué… ¿Cuánto tiempo lleva sin ver a una mujer?
—Cinco años…
—¡Dios bendito…! No se le debe hacer eso a un hombre. Con razón se vuelven fieras…
Le observó mientras comía, guardó silencio un instante y al fin preguntó:
—¿Qué ocurrirá si lo agarran?
Se llevó la mano al cuello en ademán de degüello.
—Maté a un vigilante.
Él concluyó de comer, se recostó en la pared y se observaron en silencio.
La vio venir, grande, fuerte, impetuosa, y se esforzó por conservar la calma y recordar cuanto había aprendido en situaciones semejantes.
El lugar era bueno, con la espalda contra la pared, protegido su flanco izquierdo por una cortadura del terreno, y había logrado lo que se propuso desde un principio: distanciarlos; conseguir que las acometidas vinieran por separado, aunque fuera tan sólo cuestión de un instante.
Lo peor era tenerlos a los dos enfrente, ladrándole y acoplándose para saltarle a un tiempo, pero ahora, ella —sin duda la madre— le saltaría encima antes de que el macho, más pequeño e inexperto, los alcanzara.
La vio venir, aguardó tranquilo y en el último momento quebró el cuerpo, se echó a un lado y dejó que pasara de largo y fuera a estrellarse contra el terraplén. Sin darle tiempo a recuperarse del aturdimiento, se precipitó en avalancha contra el macho que llegaba en ese instante y que no tuvo tiempo de salir de su sorpresa al encontrarse de atacante en atacado.
Quiso frenar su ímpetu, pero el segundo que duró su desconcierto sobró a su enemigo para atraparle la garganta, cerrar sus poderosas mandíbulas y voltearlo en el aire, muerto antes de caer al suelo.
El Perro se volvió ahora a la madre y se estudiaron. En cualquier otra circunstancia, nunca la hubiera atacado, y ni aun se hubiera atrevido a hacer frente a una hembra. Iba contra su instinto y sus costumbres, pero ella estaba allí, intentando interponerse entre él y el Hombre, y eso era algo que no iba a consentir a nadie, porque su amo le había dado una orden: «¡Mátalo!», y aún no la había cumplido.
Gruñeron al unísono, y ella avanzó despacio a olisquear el cadáver de Niño. Lanzó un corto lamento y se diría que aún no acababa de abrirse paso en su mente la idea de que lo habían matado en tan corto espacio de tiempo. Cuando se volvió a mirarlo, podría creerse que en sus ojos había una cierta mezcla de odio, miedo y admiración. Un animal que decide una pelea tan limpiamente, no era un animal cualquiera.
Se enseñaron los dientes. En ella era amenaza; en él, advertencia. Perla dudó, pero al fin su furia pudo más que su prudencia, y tiró la primera dentellada.
Sus colmillos encontraron el aire, y su paletilla izquierda encontró los colmillos del Perro, que agitó la cabeza, desgarrando la carne, y se apartó luego velozmente, antes de que ella pudiera repetir el intento.
Se estudiaron de nuevo y sintió lástima. No era más que una pobre perra campesina, buena para perseguir conejos y venados. Nunca había tenido un amo especializado en enseñar animales, ni había pasado por un duro entrenamiento en la Escuela de Perros Policías. Era simple, instintiva y sin malicia, y su enorme cuerpo y su fiero aspecto no le servirían de nada en una lucha como aquélla.
Recordó a su amo cuando le ordenaba: «¡Amaga! ¡Esquiva! ¡Ataca ahora! ¡Échate a un lado…!», y comprendió que se sentiría orgulloso si pudiera comprobar hasta qué punto había asimilado sus lecciones.
La perra estaba ahora furiosa, fuera de sí, y eso la colocaba en mayor desventaja. Atacó de nuevo ciegamente, con los ojos inyectados en sangre, y con un nuevo quiebro esquivó sus mandíbulas y le atrapó la pata trasera, que le quebró de una sola dentellada.
Luego la dejó marchar, cojeando, aullando de dolor y llorando de miedo, a buscar refugio bajo las faldas de su ama.
Saltó de la cama, desnuda como estaba, y corrió, con los grandes pechos balanceándose, a abrir la puerta, ante la que Perla gimoteaba.
Se inclinó sobre ella; horrorizada, temblorosa e incrédula, y acarició compasiva el maltrecho cuerpo sangrante.
Luego su vista recayó en el Perro, que a no más de cien metros, la observaba altivo, desafiante y con la boca aún roja de sangre.
—¡Ese animal es una fiera loca! —comentó—. Entra, pequeña. ¡Entra!
La arrastró como pudo al centro de la estancia y buscó trapos y agua con los que curarle las heridas.
El Hombre, desnudo también, acudió en su ayuda, y aunque no servía de mucho con tan sólo un brazo, hizo lo que pudo.
—Lo lamento —se disculpó—. Debí advertirle que no es un perro cualquiera…
Fuera resonó un ladrido corto y seco, como una llamada. Se asomaron a la ventana y lo vieron allí, a no más de tres metros de la casa, feroz y desafiante, retador y pendenciero.
—Le creo capaz de tumbarme abajo el rancho —comentó ella—. Si al menos tuviéramos un machete de cortar caña… Pero se lo llevó mi marido al monte.
—¿Cuchillo…?
—El de la cocina… Poca cosa para esa fiera, y menos con su brazo inútil…
—Siento haberla metido en esto… Será mejor que me vaya…
—¿A dónde, hombre de Dios? Si pone el pie fuera, ese bicho lo mata…
—Me basta con llegar al río. En el agua estoy a salvo…
—No puede pasarse todo el tiempo en remojo. —Súbitamente pareció tener una idea—. Entre aquellos matorrales esconde mi hijo su curiara… —señaló—. ¡Llévesela! Río abajo encontrará un pueblito. Sebastián, el dueño de la taberna luchó con la guerrilla de Castrejo. Él le esconderá. Entréguele la embarcación, y ya iremos a buscarla.
—No quisiera causarle más molestias…
—¡Bueno, m’hijo…! —rió—. ¿Ahora somos amantes, no? El único que he tenido en veinte años… Es lo menos que se puede hacer por un amante.
Y le acarició el lacio cabello, y se encaminó a la gran cama de hierro. Comenzó a vestirse, pero ella le interrumpió con un gesto y le lanzó un remendado par de pantalones.
—Tire ese uniforme. Le denuncia a una milla… Lo que no tengo es calzado… Ya sabe: aquí la gente pobre va «pata en el suelo».
Concluyó de abrocharse los pantalones, sujetándoselos con la misma cuerda que le servía de cinturón al uniforme, y cuando se consideró dispuesto, se asomó a la ventana y observó al Perro.
—Distráigalo un momento, mientras yo salto por atrás —pidió—. Si me alcanza antes de tirarme al agua, me jode…
Lo besó con afecto en la frente:
—Suerte, hijo…
—¡Gracias por todo!
—¡Eh, bicho! Ven acá, bicho piojoso, animal de mierda. ¡Pulguiento garrapatoso!
Abrió el ventanuco, saltó fuera y corrió enloquecido hacia el agua. A los pocos instantes sintió a sus espaldas el jadear de la bestia; por un momento se sintió perdido, pero sacando sus últimas fuerzas de donde no las tenía, dio las últimas zancadas y se tiró de cabeza al río.
Volvió sobre sus pasos, se detuvo ante la cabaña y observó unos instantes a la mujer, que continuaba en la ventana, siguiendo atenta todas las incidencias de la persecución.
Sabía que su enemigo estaba momentáneamente a salvo en el río, pero se sentía satisfecho de haberle obligado a salir de la casa, donde él no hubiera logrado entrar.
Experimentaba un extraño respeto o temor hacia las casas. Nunca le gustaron, y odiaba verse encerrado entre cuatro paredes, bajo un techo que en cualquier momento podía venírsele encima, abrumado de extraños olores, sin aire para respirar ni espacio para moverse.
Ni aun a la casa de su amo había logrado acostumbrarse, y prefería dormir siempre fuera, bajo la ventana, desde donde escuchaba su respiración o sus ronquidos, pero donde, al mismo tiempo, nada le atosigaba.
Allí hacía fresco, el porche le protegía de la lluvia, y cuando no tenía sueño paseaba sin que nadie le riñera por moverse.
Ahora contempló la cabaña, aspiró los olores ofensivos a su olfato, estudió su construcción basta y rudimentaria. Y paseó la vista, casi sin verla, sobre la mujer que le insultaba.
Sus ojos repararon al fin en lo que le interesaba, un frágil enrejado adosado a uno de los costados, donde cacareaban media docena de gallinas histéricas.
Se aproximó despacio y lo estudió. Había una puerta de malla metálica y marco de madera, y una tranca simple que giraba sobre sí misma y ajustaba a un pestillo.
El cacareo aumentó hasta convertirse en un auténtico pandemónium cuando las cagonas le vieron hurgar la puerta, y la mujer chilló con más fuerza e incluso le arrojó un par de objetos que no llegaron a alcanzarle. Enseñó los dientes, amenazador, y luego, con la pata, abrió el hueco justo para su cuerpo, se introdujo dentro y se lanzó, hambriento y feliz, sobre las aves.
Sació su feroz apetito de todos aquellos días, se cubrió de sangre y plumas, y regresó a la orilla. Buscó al Hombre en la margen opuesta, pero se sorprendió al distinguirlo ya muy lejos, en el centro de la corriente, navegando lentamente sobre una liviana embarcación de madera que impulsaba dificultosamente con el único brazo que le quedaba sano.
Aquello era lo que más le admiraba y desconcertaba de los hombres; su capacidad de valerse de los objetos, e inventar a cada instante nuevas formas de defensa o ataque, lo que les proporcionaba una variedad tal de formas de lucha, que se consideraba incapaz de asimilarlas.
Un jaguar era siempre un jaguar, y sabía de antemano lo que podía esperarse de él y cuáles eran sus mañas. También eran lógicos los perros —incluso los mastines— y los venados, los cunaguaros y hasta los temidos cerdos salvajes que atacaban y se defendían en manada. Pero los hombres no; los hombres podían ser terriblemente débiles e indefensos en un momento dado, y volverse invencibles y terroríficos al siguiente, por el simple medio de conseguirse un arma de fuego, subirse a un vehículo rugiente o inventarse cualquier otro extraño artilugio, como aquel pedazo de madera hueco en el que ahora se perdía de vista río abajo.
Lanzó una última ojeada a la casa, le ladró a la mujer como en un postrero insulto despectivo, se lanzó al trote, acompasadamente, tras la pequeña curiara que transportaba a su enemigo.