Era un río profundo, ancho y claro.
Corría rápido y manso, por entre orillas tapizadas de espesa vegetación de un verde muy oscuro, gruesos cedros, altas serrapías, llorones sauces y aislados paraturos.
Era un paisaje idílico y tranquilo, de fresca sombra, leves rumores, olores densos y suavísima brisa, frecuentado por martín pescadores, ligeros colibríes, oscuras ardillas y loros parlanchines.
Era un lugar que invitaba a quedarse para siempre, pescando carpas, atrapando conejos, buscando huevos de tortuga, tumbando papayas.
Sonrió al verlo, comprobó que no había un solo ser humano en diez kilómetros a la redonda, dejó en seco armas y botas y se introdujo en el agua del remanso, donde se dio el más largo y agradable baño de que había disfrutado en muchos años.
Restregó luego con fuerza la camisa en vano intento de despojarla, sin ayuda de jabón, de la mugre de meses, y cuando se dispuso a colgarla de una rama para continuar la tarea con los pantalones, alzó el rostro y advirtió que un escalofrío le recorría la espalda.
Allí, en la orilla, erguido sobre sus armas y sus botas, mostrando los afilados colmillos, sin ladrar, pero con un corto gruñido naciéndole de lo más profundo de la garganta, le aguardaba el Perro.
Tardó en reaccionar, desconcertado, y su primer impulso fue echarse instintivamente atrás, a lo más profundo del río, buscando la protección del agua y la distancia. Luego nadó hasta la margen opuesta muy despacio, y ya en ella salió a tierra y observó directamente al animal.
Se miraron a los ojos como dos gladiadores que calculan sus fuerzas.
—¿Así que no estás muerto? —le gritó.
Le contestó un corto ladrido, seco y furioso.
Agitó la cabeza y sonrió levemente:
—Mal enemigo me he buscado —murmuró. Lo miró otra vez y agitó los brazos llamando su atención—. Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Voy yo o vienes tú?
El animal pareció comprender la pregunta, porque depuso su actitud. Se inclinó sobre las armas, las olfateó un instante, y luego, cuidadosamente, se colocó en la boca la correa del fusil, aferró con los dientes la culata de la pistola, y dando media vuelta, desapareció en la espesura.
El Hombre le vio hacer, realmente admirado:
—Me parece que este bicho me va a dar más problemas de lo que imaginaba —comentó en voz alta—. ¡Es listo el maldito!
Tomó asiento en un tronco, decidido a esperar los acontecimientos, sin atreverse a cruzar el río e intentar recuperar sus botas, ignorante de si el animal le aguardaba o no escondido en la otra orilla.
A los diez minutos, el Perro surgió en el mismo punto. Olisqueó las botas, y con un gesto despectivo las lanzó al agua una tras otra y observó cómo se iban hundiendo a medida que se las llevaba la corriente.
El Hombre renegó, fastidiado:
—¡Mira qué gracia has hecho! —le gritó—. ¿Me estás jodiendo mucho tú, eh?
El animal se limitó a mirarle. Luego, se introdujo lentamente en el agua y comenzó a nadar hacia él.
Se irguió de un salto y buscó a su alrededor una gruesa piedra o una estaca, pero la alta orilla de limo blando no ofrecía arma alguna que pudiera servirle de defensa, y al comprobar que su enemigo se encontraba ya a mitad de corriente, comprendió el peligro y echó a correr, tropezando, río abajo.
El Perro continuó su nadar sin prisas, tocó tierra, se sacudió un instante y se lanzó en silencio, decidido, tras su presa, que no le llevaba más de cien metros de distancia.
Pronto quedó claro que el animal era más rápido. El fugitivo también lo comprendió, porque cuando no más de una decena de metros le separaban de su perseguidor, dio un salto en el aire y se tiró al agua de cabeza.
El Perro saltó tras él.
Pero en el agua el Hombre tenía ventaja, y se alejó a grandes brazadas, ayudado por la corriente.
La bestia lo entendió a los pocos instantes, porque se apresuró a buscar la margen izquierda y por ella corrió velozmente hasta colocarse de nuevo a la altura del Hombre, al que siguió de ese modo, atento a cada uno de sus gestos.
Cuando el Hombre lo advirtió, nadó hacia la orilla opuesta, pisó tierra y se dejó caer, jadeando, sobre la hierba.
Se observaron de nuevo, de lado a lado del río.
—¡Bien! —comentó en voz alta cuando se hubo tranquilizado—. Podemos pasarnos la vida en este juego.
El animal también se encontraba fatigado se echó cuan largo era, con los ojos fijos en su enemigo y permanecieron así, como si buscaran una salida al atolladero.
El Hombre se alzó, luego estudió el terreno a sus espaldas y consideró arriesgado aventurarse lejos del río, donde no encontraría protección alguna.
—Puedo subirme a un árbol —murmuró para sí—. Pero este hijo de puta es capaz de quedarse esperando hasta que caiga como un coco maduro… el agua es, de momento, mi única defensa…
Echó a andar sin prisas, y casi inmediatamente la bestia se alzó e inició la marcha, paralelo a él, río abajo.
No pudo evitar una sonrisa, y le dirigió la palabra convencido de que le entendería:
—Estás dispuesto a vengarte. ¿No es cierto…? Quieres acabar conmigo, sea como sea y no puedes admitir que tu amo era un maldito hijo de puta asesino.
Marchaban al mismo ritmo, ambos muy junto al agua, y quien los hubiera visto se habría asombrado de tan extraña pareja, en la que el hombre discurseaba como si hablara a una persona, y el animal continuaba con la cabeza inclinada, sordo y mudo, pero sin perderle de vista un solo instante.
—¿Por qué no intentamos ser amigos, tú y yo…? ¿Eh? Yo sabría ser un buen amo para ti… Me gustas… ¡En serio que me gustas! Tienes clase, y está comprobado que también eres valiente, inteligente y fiel…
Tomó una rama caída y la lanzó a través del río, al agua, cerca del Perro.
—Lo pasaríamos bien juntos… al fin y al cabo, tu amo ya está muerto y no va a resucitar. —Hizo una pausa—. ¿Que yo lo maté? Él se lo buscó. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Se detuvo y lo miró de frente. El otro le imitó.
—¿Me creerás si te digo que nunca había matado a nadie? —añadió—. ¡Te lo juro! Ni volvería a hacerlo nunca… Yo soy un tipo pacífico y tranquilo, pero hay cosas que un ser humano no puede aguantar. —Reinició la caminata—. Tú tampoco lo aguantarías probablemente. —Hizo una pausa, y ahora hablando para sí mismo, con convencimiento—. Hay algo que se llama dignidad y respeto y justicia… —alzó la cabeza—. Muriel no quería que me metiera en esto… ¡Estás loco! —me dijo—. Acabarás mal, como todos. El Presidente Anaya es demasiado poderoso, y si nadie ha logrado derribarlo en quince años, ¿por qué vas a lograrlo tú?
Siguió hablando. El Perro se había ido retrasando, y cuando comprendió que se encontraba demasiado enfrascado en su charla y no le observaba, se echó al agua y comenzó a nadar sin ruido, cruzando el río directamente hacia su espalda mientras él seguía su camino atento a su cháchara y ajeno al peligro.
—Fue una estúpida presunción por mi parte, estoy de acuerdo —decía en ese instante—. Pero uno siempre cree que puede evitar los errores que otros cometieron… ¡Mentira! No somos más listos que los demás, te lo aseguro… Ni yo, ni nadie…
Se volvió a mirarlo, y reparó en su ausencia. Lo buscó, alarmado, y lo descubrió cuando ya estaba a punto de poner el pie en tierra, a no más de cinco metros.
Se lanzó de cabeza al río y lo atravesó todo lo aprisa que pudo. Desde el otro lado, aún chorreante, se volvió airado hacia el animal, que se había quedado muy quieto. Levantó el brazo, furioso, y le increpó malhumorado:
—¡Eso es traición, y nunca lo hubiera esperado de ti! —le gritó—. Creí que eras un animal noble, incapaz de jugar sucio… Si vamos con trucos, yo también sé algunos… ¿Entendido?
El Perro se limitó a mostrarle los dientes y emitir un sordo gruñido de odio. Los pelos del cuello se le erizaron, el morro se le contrajo y sus ojos brillaron más fieramente que nunca. Toda su expresión denotaba que, para él, aquello no era un juego y no admitía ninguna clase de tregua ni ningún tipo de entendimiento.
Lo comprendió así, y, furioso, buscó a su alrededor hasta encontrar una gruesa piedra, que le lanzó con todas sus fuerzas.
—¡Está bien! —aceptó—. Si la cosa es a muerte, será a muerte.
La noche les sorprendió en el mismo punto, uno a cada lado del río, y a medida que las sombras se cernían sobre ellos y se iba haciendo más y más difícil distinguir la silueta del animal, el Hombre se fue preocupando, temeroso como estaba de que, al amparo de las tinieblas, la bestia le atacara por sorpresa.
—Si me duermo, estoy muerto —murmuró—. Y aun despierto tengo pocas posibilidades de salir con vida si me enfrento a esa bestia…
Desgajó de un árbol la rama más gruesa que pudo conseguir y la blandió en el aire, pero en su fuero interno estaba convencido de que no le bastaba para defenderse de la fiera.
—Ya la golpeé una vez, y no me tiene miedo… O poco le conozco, o está decidido a dejarse la vida con tal de liquidarme…
Tomó asiento contra el tronco de un grueso roble y se dispuso a esperar, con los ojos fijos en la otra orilla, forzando la vista a medida que aumentaba la oscuridad.
Por fortuna, primero las estrellas y luego una tímida luna, acudieron en su ayuda, y su leve resplandor le permitió columbrar la confusa mancha oscura de la bestia, tan quieta, que se la creería muerta o dormida.
Sabía que no podía fiarse, y aquella inmovilidad no era más que un truco del animal que tal vez estuviera, en efecto, descansando, pero que con la capacidad de dormir y velar al mismo tiempo de los de su especie, podía lanzarse al ataque en el instante en que descuidase su vigilancia.
Luchando con el sueño, se preguntó a sí mismo qué diablos hacía él allí, fugitivo de los hombres, acosado por un perro enloquecido, comido de mosquitos y sin poder pegar un ojo tras un largo día de sol, carreras y sustos.
Recordó con nostalgia su pequeño despacho abarrotado de papeles, donde aún le aguardaba el inconcluso manuscrito de su magno estudio sobre arqueología precolombina de las tribus caribes, y trató de escudriñar en su mente, en vano intento de descubrir cuándo comenzó exactamente a desinteresarse del pasado remoto de su pueblo, para comenzar a preocuparse por su próximo futuro.
Le resultaba imposible encontrar una fecha exacta, un acontecimiento importante, incluso una charla significativa que marcara ese inicio.
Paulatinamente, sin él mismo darse cuenta, había comenzado a desarrollar una conciencia política cuyos gérmenes, quizás, habían dormido siempre en lo más profundo de su alma. La injusticia y la arbitrariedad de un hombre que cada cinco años se reelegía a sí mismo para gobernar el país por el sencillo método de declarar fuera de la ley a la oposición y encarcelar o asesinar a sus enemigos, socavó su indiferencia; sacudió su apatía; sacó a flote principios que permanecían enquistados.
—Si todos permanecemos callados; si consentimos que haga lo que le da la gana, acabará esclavizándonos… —dijo.
—Pero ¿no comprendes que resulta inútil luchar contra eso? —había respondido ella—. Nuestros países están condenados históricamente, ¡racialmente!, a soportar a esa clase de tiranos… Son como una dolencia crónica; una gripe, unas fiebres intestinales… Nada se consigue con cambiar a un Anaya, un Trujillo, un Somoza o un Pérez Jiménez… Hay que cambiar la psicología toda del pueblo, nuestra increíble capacidad de ser injustos y de permitir que sean injustos con nosotros… Es una batalla perdida…
—Bien —admitió—. Digamos que quiero empezar a cambiar esa capacidad de que sean injustos conmigo… Quiero que cada cinco años me den la oportunidad de remplazar a los que me gobiernan si no lo están haciendo bien… Quiero ejercer algún derecho, ya que son tantas mis obligaciones.
—No es ésa una teoría política muy brillante.
—Estoy de acuerdo, pero es más de lo que he tenido hasta ahora…
Más tarde, con el tiempo, fue evolucionando. Fue conociendo a otros descontentos que sí tenían teorías políticas importantes y que le fueron reafirmando en aquella primera idea que se reducía a una simple búsqueda de la libertad.
Los petroglifos, las excavaciones y las vasijas de barro dejaron de ser importantes, y pasó ahora más tiempo en cuartuchos atestados, respirando un humo denso que se pegaba al pelo y a la ropa, que en los viejos montes y las oscuras cuevas que constituían antaño toda su vida de buscador incansable.
Se adentró paso a paso por el mundo de la intriga, y fue el primer sorprendido al advertir que tenía dotes de mando; que su criterio era a menudo el más justo, y que otros con más experiencia en los avatares políticos le aceptaban como un dirigente nato, un sensato organizador capaz de poner orden donde antes sólo había caos.
En menos de un año, Arístides Ungría —Ari para sus amigos— fungió de líder, y en menos de otro, Arístides Ungría —Ari para sus enemigos— acabó con sus huesos en un campo de forzados, condenado a veinte años de trabajos por «Conspiración contra el Estado».
Durante largos meses aún mantuvo vivo el fuego de sus ideales y el convencimiento de que aquella no era más que una etapa triste de su vida, a la que seguirían tiempos de gloria. Pero los días son muy largos picando piedra al borde de un camino del último confín del mundo, y las noches muy vacías, encadenado a otros treinta presos en un barracón hediondo y asfixiante.
Las cartas de amor comienzan a espaciarse; los paquetes de comida desaparecen en manos de los vigilantes, y de pronto, una tarde, se descubre que a nadie le importa nada el destino de aquellos que quisieron luchar por un futuro mejor para su patria.
Los campos de concentración, las cárceles y los cementerios, están repletos de seres que se preguntan por qué diablos se emperraron en sacrificarse por un mundo de tan mala memoria, y sentado allí, al borde del río, muerto de sueño y sin poder dormir, Arístides Ungría —Ari para amigos y enemigos— sonrió con amargura al comprender que, en realidad, era uno de ellos.
—Abigail Anaya —comentó en voz alta—. Quédate tranquilo, que si salgo de ésta, no querré volver a saber de ti, y de tanto hijo de puta disfrazado… No hay nadie en este país que se merezca que me pase un solo día más picando piedra…
Le despertó un ligero rumor, y la sensación de peligro le alertó al instante.
Lo buscó en la otra orilla, y ya no estaba; tan sólo un levísimo agitarse del agua en el centro de la corriente le reveló su posición exacta.
Una pequeña nube había ocultado la luna, desdibujando los contornos del río y de los árboles, y comprendió que el momento que había escogido para echarse al agua era perfecto, y probablemente había estado aguardando esa nube toda la noche.
No le importó mucho, y dejó que se alejara corriente abajo sin apresurarse en perseguirlo. Ya había comprendido que en el agua el Hombre le aventajaba y debía buscar la forma de apartarlo de ella.
De algo estaba seguro: no podía pasarse el resto de su vida junto al río, y por su parte no tenía prisa.
La experiencia y su instinto le dictaban que aquel hombre era inteligente. Mucho más que él, sin duda alguna, y los humanos contaban, además, con infinidad de recursos que le estaban negados, como aquel de las armas de fuego que su amo le había enseñado, desde cachorro, a respetar sobre todas las cosas.
Los hombres le parecieron siempre seres superiores, y por eso aceptó que uno de ellos fuera su dueño y le obedeció ciegamente, sin dudar ni un solo momento sobre su mayor claridad de criterio. Pero, del mismo modo, el tiempo le había enseñado que los hombres no saben ser pacientes, ni tenaces, y que su memoria es frágil, y que jamás aprenden nada de los errores que cometen, y siempre recaen estúpidamente en ellos.
Él quizá no supiera mucho sobre el mundo de los hombres, pero sí comenzaba a saber bastante acerca del hombre que tenía enfrente: su enemigo.
Era listo, pero también era imprudente; era valiente, pero le temía a la muerte, y, sobre todo, le temía a la muerte ajena, porque —habiendo vencido— les dejó a él y a su amo vivos, sin tener presente que nadie está totalmente derrotado hasta que se lo han comido los gusanos.
Aún tenía en el lomo la cicatriz de aquella lección tan duramente aprendida. Entre cuatro acosaron a un jaguar, y su amo lo derribó de un balazo en el pecho. Se aproximó a disfrutar de la victoria, y el maldito gato aún tuvo tiempo de lanzarle un zarpazo que se llevó piel y carne por delante. En su cerebro quedó ya una marca para siempre: sólo es seguro lo que está muerto.
Mas esas cosas carecían de significado para los humanos, y él lo sabía. Tenían demasiada prisa por hacerlo todo, y nunca se preocupaban de los detalles. Por eso, a menudo los había visto tener que repetir un trabajo, y repetirlo mal.
Ahora, tumbado allí, con los ojos abiertos a la noche, observaba, paciente, cómo su enemigo se alejaba en silencio, y calculó que si no se movía, si le permitía creer que lo había engañado, pronto cobraría confianza, no sería capaz de sacrificarse pasando demasiado tiempo en el agua, y saltaría a tierra precisamente en la orilla en que se encontraba antes.
Por ello, cuando lo supo lejos, se introdujo a su vez en el agua, cruzó el río y se lanzó rápidamente y en silencio en persecución del fugitivo, al que pronto dio alcance.
Oculto entre la maleza lo vio pasar, nadando ahora a grandes brazadas, volviendo de tanto en tanto la cabeza para buscarlo en la margen opuesta, cada vez más fatigado y jadeante.
Y cuando, como había calculado, se cansó de estar en remojo y se consideró a salvo, se aproximó a la orilla y puso el pie en tierra exactamente en el punto en que él le estaba aguardando.
Quizá fue un gesto involuntario del otro al tratar de echarse el cabello hacia atrás; quizás, una rapidísima defensa instintiva al cubrirse el cuello en el momento de ver llegar la sombra que ya volaba por el aire; quizá, puramente mala suerte, pero lo cierto fue que su bien medido salto resultó fallido, y en lugar de encontrarse con la garganta entre los colmillos, decidido a cercenar de un solo golpe la yugular, se encontró un brazo sobre el que sus mandíbulas se cerraron con la fuerza de una trampa.
Su mismo impulso los lanzó a ambos al agua, y allí se debatieron desesperadamente durante largo rato, y tan sólo cuando advirtió que el otro le arrastraba al fondo del río, que el aire le faltaba y que sus pulmones estaban a punto de estallar, se decidió a soltar su presa y patalear ansioso buscando la superficie.
Nunca se había encontrado tan cerca de la muerte, y tosió y estornudó furioso, y tuvo al fin que arrastrarse como pudo hasta la orilla, donde se dejó caer, aturdido y confuso.