Se despertó aturdido, con sabor de sangre en la boca, y tardó largo tiempo en saber dónde estaba, qué había ocurrido, cómo le habían golpeado.
Le dolía cada músculo del cuerpo, y le costó un tremendo esfuerzo erguirse y dirigir una turbia mirada a su alrededor.
Un ronco lamento se escapó de su garganta y se arrastró como pudo hasta llegar a su lado. Sollozó quedamente, y él abrió los ojos en los que pudo leer el opaco desvío de la muerte.
—¡Mátalo! —le ordenó con un hilo de voz—. ¡Mátalo!
Quedó en silencio, y percibió ahora el gorgoteo de la sangre en la herida, ronco murmullo por el que se escapaba una vida.
Le olfateó de cerca, le lamió la hirsuta barba en un desesperado esfuerzo por reanimarle, y advirtió que aquella piel, antaño tibia y sudorosa, no era ya más que una fría corteza inanimada.
Lloró de nuevo, y lloró de ira, dolor y desamparo; de tristeza y vergüenza; de odio y culpabilidad.
Era responsable, y lo sabía. Tal vez no tuviera inteligencia suficiente para discernirlo, pero su instinto le indicaba que por un instante, por sólo un segundo de su vida, no había cumplido con su obligación, y el resultado estaba allí, en su amo moribundo y el tremendo dolor que sentía en todo el cuerpo.
Los recuerdos pasaban confusos por su cerebro. No estaba todo claro, pero sí el conejo gris y blanco, y el Hombre que blandía un arma con la que le golpeó con furia la cabeza.
Luego, nada, y ahora su amo estaba allí, y no era ya el mismo, y un extraño olor se había apoderado de él; apenas pudo escuchar su voz cuando le ordenó: «¡Mátalo!».
No estaba despierto, pero tampoco dormía. No le hablaba, pero tampoco percibía el jadear tranquilo y monótono de su respiración a la que estaba acostumbrado desde que nació. El estertor de su garganta no era el brusco ronquido que a menudo le despertaba a medianoche y al que seguía siempre una exhalación larga y profunda.
Aquello era la muerte, y lo sabía. Había visto morir venados a los que él mismo remató de una dentellada, y liebres, perdices, conejos, y hasta tres tigres y un pintarrajeado cunaguaro. Todos ellos tuvieron una opacidad semejante en la mirada, todos emitieron un olor parecido, y sobre todos flotaba aquella especie de halo tembloroso que no podía verse, ni olerse, ni oírse, pero que le llegaba como a través de la piel y le erizaba cada vello de la garganta.
Apoyó la cabeza contra el hombro tan querido, y husmeó la mano que descansaba, como quebrada, sobre el pecho, junto a la herida. Estaba roja de sangre y sucia de tierra, y aún percibió en ella su propio olor de la última vez que le acarició la cabeza. Más allá, sobre la camisa destrozada, en los bordes de la apertura del pecho, el olor era más denso y picante, a pólvora; olor de sobra conocido, precedido siempre de un estruendo que le dejaba sordo largo rato.
Eran aquellos el olor y el ruido de la muerte, y al comprenderlo, tuvo la seguridad de que ya nada salvaría a su amo, y eso le obligó a lanzar un aullido desesperado.
Él debió de oírlo, porque, sin moverse, entreabrió los labios y susurró de nuevo, casi imperceptiblemente: «¡Mátalo!».
Después, nada; silencio; ni un estertor; ni un quejido; ni aun el gorgoteo de la sangre.
Aulló a la muerte, y su aullido se extendió por el valle y la colina, por las quebradas y los montes, por los riachuelos y los pantanales, y espantó a las aves, aterrorizó a los conejos, inquietó a los venados y alertó al jaguar en el fondo de su cueva.
Aulló a la muerte, y no fue el suyo un aullido de perro, sino que de lo más profundo de su alma, de lo más lejano de su estirpe, subió al cielo un aullido de lobo de las tundras, de fiera salvaje, de animal furioso que gritaba su dolor insondable, su ira y su deseo de venganza.
Aulló a la muerte, y si el Hombre hubiese podido escuchar su aullido, cada vello de su cuerpo se habría erizado de terror, porque había tanto odio y tanta decisión en aquel lamento, que no hubiera podido volver a encontrar la paz hasta lograr acallarlo para siempre.
Aulló, y continuó aullando la noche entera, tendido allí sobre el cadáver de su amo, y cuando, con el amanecer, los primeros zamuros y buitres vinieron a posarse en los árboles vecinos, saltó y ladró intentando alejarlos.
Y entrado el día se enfrentó al jaguar que acudió al hedor de la carroña, apartó con la pata las columnas de hormigas que llegaban atraídas por la sangre, espantó las nubes de moscas que zumbaban, y temió volverse loco de tanto luchar contra los mil enemigos que pretendían apoderarse del cuerpo de su amo.
Y perdió la batalla.
Bajaron los buitres y zamuros; se aproximó, prudente, el jaguar; avanzaron, incontenibles, las hormigas, y fueron nube rumorosa las miríadas de moscas.
Lanzó una última mirada al rostro amado, lamió en un postrero adiós la mano amiga, se embriagó para siempre del olor tan querido, y se alejó hacia la llanura.
Desde allí se volvió, observó cómo se iniciaba el macabro festín en que buitres, zamuros y jaguar se disputaban la carroña, y con un último aullido, aventó el hocico, atrapó la pista y se lanzó, veloz, en pos del Hombre.
En su cerebro ya nunca cabría más que una orden:
«¡Mátalo!».