Le sorprendió la noche en el camino, y el día siguiente, y aun la siguiente noche, sin concederse un minuto de descanso, paso tras paso, como un autómata, preocupado tan sólo por no desviar su rumbo, siempre hacia el Norte, siempre alejándose de la frontera más cercana, buscando desconcertar a sus perseguidores.
Trepó luego a la más alta loma de las proximidades, y tumbado en su cumbre dejó pasar las horas ojeando los cuatro horizontes sin descubrir más vida que conejos, aves, y la mancha móvil de un jaguar que se deslizaba allá abajo, muy lejos, al acecho de una pareja de venados.
Al atardecer cruzaron dos jinetes arreando media docena de cebús de piel muy clara, y con la puesta de sol regresó la plaga, pero se encontraba tan agotado ya, que ni fuerza tuvo para espantarla, y allí mismo se tumbó, cara al cielo, disfrutando por primera vez en cinco años de la indescriptible sensación de encontrarse libre.
Trató de imaginar cuál sería su vida en adelante, exiliado en algún país amigo, ocupado tan sólo en dar conferencias y trabajar por la libertad de su patria.
—Será bueno descansar después de tantos años —murmuró para sí—. Será bueno despertar al día sin temor de que sea el último, porque el Presidente Anaya se ha levantado con mal pie esa mañana.
Contempló las estrellas, más cerca ahora de lo que habían estado en aquellos años de forzado, y recordó la primera vez que se tumbó en la arena a observarlas después de haber aprendido a hacer el amor sobre una playa de Oriente.
Fue una gran noche aquélla, bien aprovechada por una mujer casada a la que le caía en los senos un adolescente veloz y apasionado. Le dejó que mirara las estrellas, y comenzó a acariciarle suavemente, susurrándole al oído que hacer el amor era algo importante.
Desde aquella noche no pudo ya mirar nunca las estrellas sin recordarla, ¿cómo se llamaba?, y sin agradecerle su paciencia y su tacto, que tanto le habían servido para tener tacto y paciencia en tantas ocasiones.
—Será bueno hacer el amor de nuevo… Será bueno sentirse de nuevo un ser humano…
Dejó que los sueños de libertad le pesaran en los párpados, todo se convirtió en auténtico sueño, y nada turbó su descanso hasta que un sordo gruñir le hizo erguirse de un salto.
El cañón del arma, ante sus ojos, le mantuvo muy quieto, pegado al suelo, y la proximidad de los afilados colmillos y los ojos brillantes le erizaron cada vello de la piel, del tobillo al cogote.
—Mejor no se me agite —advirtió el Cabo—. El arma tiene el gatillo alegre, y al chucho le gusta la sangre…
Era como si el mundo hubiera concluido aquella húmeda mañana después de haber creído que la vida empezaba la noche antes. Contempló al Cabo y agitó la cabeza, incrédulo:
—¿Cómo pudo encontrarme?
Señaló con un gesto al animal:
—Encontraría a un sapo en un pantano… Nunca se le escapó nadie…
—Estuve a punto de lograrlo.
Negó convencido y sonrió:
—Una vez perseguimos a un tipo por dos meses… Al fin, desesperado, prefirió pegarse un tiro…
—¿Le gusta acorralar a la gente?
—Gano más por un fugitivo que capturo que por dos meses de vigilancia.
—Si me deja ir, puedo darle lo que gane en dos años.
—¿De qué me serviría también picar piedras?
Dio por concluida la charla, extendió las esposas y le obligó a ponérselas. Luego apartó a un lado el arma, que recostó contra el tronco de la ceiba más próxima, y encendió un cigarrillo, que fumó despacio. Cuando lanzó lejos la colilla, se echó la gorra sobre los ojos y se quedó dormido.
Esperó largo rato, y cuando no le cupo duda de que se encontraba en el más profundo de los sueños, inició un levísimo gesto, pero un gruñido ronco le obligó a inmovilizarse de inmediato ante unos colmillos firmes y afilados.
Sin abrir un ojo ni mover un músculo, el Cabo susurró en voz muy baja:
—Si intenta algo, lo mata, y me dan lo mismo por usted, vivo que muerto…
No le cupo duda de que lo que decía era cierto, y durante horas observó al animal, que parecía de piedra, muy abierta la boca y con la lengua colgante, clavados en él los ojos, pero con una expresión ausente, como si pudiera vigilarle y estar en otra parte al mismo tiempo.
Se dijo que había algo de humano en aquella bestia, más de lo que tenía su dueño, y no cabía duda de que la Naturaleza había trastocado en aquel caso los papeles, pues era el Perro quien debería hablar y dar las órdenes, y el Guardián, el encargado de ladrar y ejecutarlas.
Y sin embargo, había también algo en aquella capacidad de permanecer quieto y atento, sin mover un músculo, que no era ni humano ni animal; era cosa de seres que no estuvieran dotados de vida y no sufrieran por el calor del sol, las picadas de las moscas o los calambres de la inmovilidad.
«Si su dueño muriera de repente continuaría así horas y días, hasta que muriéramos también. Tiene una orden clavada en el cerebro, y se le diría hipnotizado. Todas sus funciones vitales han quedado reducidas a una: Vigilar…».
Era como un robot viviente, programado para una misión específica, y observando de cerca sus ojos vacíos de todo sentimiento, incapaces de reaccionar a los estímulos externos, podría pensarse que, en verdad, se le había privado de la capacidad de sentir o expresar.
Pasaron las horas. El Cabo roncaba suavemente, y el sol trepaba hacia su cenit calentando la tierra y aumentando con su fuerza el volumen del canto de las chicharras.
Las moscas comenzaron a zumbar más y más pegajosas en torno a su rostro y el hocico del Perro, pero mientras agitaba las manos tratando de espantarlas, el animal continuó tan estático, que en verdad podría pensarse que se había petrificado a no ser por la lengua que colgaba al aire, cada vez más larga y húmeda.
Llegó incluso a olvidarlo, asaltado por la idea de que aquella mañana había comenzado el fin de su historia, porque si no le mataban de una paliza en cuanto pusiera el pie en el campamento, su Excelencia el Presidente Abigail Anaya ordenaría que sufriera un accidente, que evitara cualquier nueva esperanza de fuga.
Nunca comprendió muy bien por qué lo había dejado vivo hasta aquel día, y el intento de evasión bastaría para colmar la escasa paciencia del tirano.
—Yo no tengo enemigos —había dicho en un tiempo—. Todos están muertos…
Pero desde aquella frase —original o plagiada— habían pasado muchos años, y quizá con el tiempo el viejo Anaya se había reblandecido demasiado.
Ahora, sus enemigos formaban legiones de forzados que construían caminos en los más remotos confines del país, pero muchos anayistas a ultranza opinaban que era hora de volver a los tiempos del paredón y las pocas palabras.
—Vea lo que se obtiene aflojando la mano —le dirían—. Tres días con el alma en vilo, esperando a que le echen el guante a ese maldito… ¿Tiene una idea, Excelencia, de lo que puede ocurrir si Arístides Ungría logra cruzar la frontera?…
—Sí, tengo una idea: podría unir a una oposición que ahora no es más que una chivera de cluecas enloquecidas…
Fue como un destello.
Por un instante llegó a creer que tan sólo lo había imaginado; pero permaneció muy atento, y al rato advirtió de nuevo aquel relampaguear de los ojos, movimiento instintivo que el animal logró dominar sobre la marcha.
Pero se repitió, y muy despacio, ladeó la cabeza para seguir la dirección de la ojeada. A no más de veinte metros, un conejo blanco de manchas parduscas había hecho su aparición a la puerta de una diminuta madriguera y correteaba entre rocas y matojos, ajeno por completo a la presencia del perro y de los hombres.
El jadear aumentó de ritmo y la roja lengua se agitó como el flamear de una bandera muerta que comienza a ser juguete de la brisa.
El conejo se aventuró al centro del claro y la inquieta naricilla olisqueó un matojo. Como reflejo inconsciente, el negro hocico se estremeció también y se le vio más brillante y húmedo que nunca.
Observó al Perro, y luego sus ojos fueron al fusil apoyado en la ceiba, junto al Hombre dormido, a no más de cuatro metros de distancia. Trató de calcular si estaría montado o no, porque el segundo que tardara en hacerlo podría significar la distancia entre la libertad y la muerte.
Corría un grave riesgo, y le constaba. El animal era muy rápido, y aunque intentara sorprenderlo, reaccionaría al instante echándosele encima. Lo más probable era que le saltara al cuello, y aunque no alcanzara a degollarle, daría tiempo a su amo a desenfundar la pistola y liquidarlo allí mismo.
No tenía, pues, mucho a su favor, pero menos tendría —y de eso estaba seguro— si permitía que le llevaran de regreso al campamento, donde estaba claro que nadie daría nada por su vida.
Decidió correr el riesgo y se volvió a observar de nuevo al conejo, que continuaba sus idas y venidas como si realmente estuviera tratando de seducir al Perro, como una turista coqueta ante un rígido centinela del Palacio de Buckingham.
Admiró la entereza del animal, al que hubiera bastado un salto para apoderarse de su presa, y se preguntó cuánto tiempo haría que su dueño no le proporcionaba algo tan exquisito como un tierno conejo de monte.
«¡Ve por él! —le ordenó mentalmente, en un vano intento de transmitirle la orden o el deseo—. ¡Vamos! ¿Qué estás esperando? Ve por él, y cómetelo con rabo y orejas… Piensa en la carne blanca; en la sangre escurriéndote por el morro; en los huesos que crujen al roerlos. ¡Decídete…!».
Pero continuó sin mover un músculo, limitándose a erguir más aún las rectas orejas, aventar el aire abriendo mucho las ventanillas de la nariz y reflejar en el fondo de su iris, de un marrón oscuro, la imagen en movimiento del inquieto roedor.
Aguardó, con los nervios tan tensos que casi le hacían daño, y en la única décima de segundo que el animal empleó en desviar la vista, sin advertir él mismo lo que hacía, se lanzó hacia delante, aferró el arma por el cañón, la blandió en el aire como una maza, y la descargó con todas sus fuerzas sobre la cabeza de la bestia, que ya se le venía encima con las fauces abiertas.
Sonó un crujido seco, y el Perro rodó pendiente abajo, lanzando aullidos, mientras su amo se alzaba de un salto llevándose la mano a la cartuchera.
Apenas tuvo tiempo de desabrochar la tapa de cuero que cubría la culata, porque resonó un seco estampido y cayó de espaldas con el pecho abierto por el impacto de la gruesa bala.
Se hizo un largo silencio en el que hasta las chicharras enmudecieron de asombro y él mismo se sorprendió al advertir que había vencido y sus dos enemigos habían quedado allí abatidos para siempre.
Se inclinó sobre el herido, rebuscó en sus bolsillos y encontró la llave de las esposas. Maniobró largo rato hasta liberarse, y se frotó las muñecas con alivio.
Observó al guardián; aún respiraba, pero el agujero en el pecho dejaba pocas esperanzas de que pudiera mantenerse con vida. Necesitaba un buen cirujano, y dudaba de que hubiese siquiera un dispensario en cuatro o cinco días de marcha a la redonda. Hubiera querido sentir lástima o remordimientos de conciencia, pero pensó en cuántos habría cazado en sus años de buscador de fugitivos, y se encogió de hombros.
—Unas veces se gana y otras se pierde —comentó en voz alta, como si pudiera oírle—. Esta vez te tocó la mala, amigo.
Recogió el fusil, se encajó la pistola entre la camisa y el pantalón y, echándole una última mirada al Perro empapado en sangre, descendió la colina y reanudó la marcha, siempre hacia el Norte.
Se alejaba ya cuando pareció recordar algo, y volviéndose agitó la mano con un ademán de despedida:
—¡Gracias, conejo! —gritó alegremente.