I

El Hombre observó al Perro, inmóvil y jadeante, fijos los ojos en su amo, aguardando una orden que nunca llegaría, porque el Guardián se había enzarzado ya en una charla intrascendente con sus compañeros, olvidando al animal que permanecería allí, estatuario, hasta que el violento sol del trópico le achicharrara el cerebro.

Era una fiera y bella mezcla de pastor alemán y lobo, de pelaje castaño rojizo en el lomo que iba aclarando hacia las patas; unas patas gruesas y fuertes de color casi dorado. El negro hocico destacaba, afilado e inquieto, sobre una quijada de hierro por la que asomaban la agitada lengua y los largos y amenazantes Colmillos, todo ello dominado por unas orejas siempre enhiestas y unos enormes y brillantes ojos, vivos e inteligentes.

Le recordaba a Barrabás, su cachorro, al que mató un camión, y se preguntó si Barrabás habría llegado alguna vez, con el tiempo, a convertirse en una bestia semejante, capaz de ejecutar una orden apenas apuntada por un gesto de cabeza o de permanecer inmóvil bajo el sol porque no le habían dado permiso para buscar cobijo.

Sonrió tristemente recordando su pena el día que Barrabás cruzó la calle en busca de su último destino. Durante meses se sintió culpable por no haber sabido enseñarle dónde estaba el peligro, y autos, motos y camiones no eran cosas de juego a las que perseguir ladrando alegremente, sino máquinas infernales e invencibles, contra las que nada podía un estúpido cachorro.

Nunca quiso que le regalaran otro, y quizás fue ese día, en que aún no había cumplido doce años, cuando comenzó a forjarse su carácter de hombre solitario, porque tal vez fue la muerte de Barrabás la que dejó en su mente el convencimiento de que los seres que se aman se pierden, y resultaba menos doloroso no amar a nadie.

Doce años es una mala edad para perder a alguien muy querido. Ya no se es niño, que olvida fácilmente, ni se es un hombre, capaz de sobreponerse y razonar. Doce años es una mala edad cuando no se tiene más que a un perro tonto, y ese perro se deja matar por un camión de refrescos.

A partir de ese instante, la vida se vuelve un constante esperar que un nuevo camión doble la esquina para llevarse la felicidad por delante.

Cerraba los ojos y le volvía a la mente una escena donde sangre, naranjada, limón y cola, se mezclaban con cerveza y vidrios rotos, rodeando a un pobre cachorro que gemía angustiado, incapaz de comprender que se moría.

Se arrodilló junto a él, clavándose en la pierna los pedazos de cristal y trató de alzarlo inútilmente, insensible a que la sangre del animal se mezclara ahora con su propia sangre.

Lo arrancaron de allí a rastras, y aún le quedaba en la pierna una blanquecina cicatriz, recuerdo de aquel día.

Contempló de nuevo al Perro, que más parecía pintado que vivo, y su vista resbaló distraída por la fila de forzados, el grupito de guardias armados que parloteaban a la sombra de un copudo samán, y la larga llanura de corta hierba, donde la faja de la pista de tierra destacaba como un arañazo sanguinolento sobre una piel aceitunada.

Tierra roja bajo la hierba verde, duro contraste enmarcado en un cielo azul que de tan pálido parecía blanco, sin una nube y con un sol absorbente dominándolo todo.

Cuarenta grados y ni un soplo de viento, ni la más leve brisa, y allí estaba el perro, sin la protección del sombrero de paja de los presos o el samán de los guardianes, envuelto en su gruesa piel y muy abierta la boca, buscando refrescarse a través de la larga lengua temblorosa.

Resultaba inhumano dejar que se achicharrara de aquel modo, pero le constaba que no se movería un milímetro mientras su dueño no se lo ordenara expresamente, pues llevaba meses observándolos a ambos, y había llegado a admirarse del dominio casi divino que aquel sucio Cabo llegaba a ejercer sobre la bestia.

Saltar, correr, rastrear, ocultarse, atacar, retroceder, amenazar, matar. Bastaba una orden, una palabra, y el perro obedecía ciegamente, y ciegamente se hubiera lanzado a un abismo o bajo un camión de refrescos si su dueño lo pidiera.

Y como ovejas espantadas manejaba la bestia a los forzados, pues le bastaba un gruñido o un enseñar los dientes, para que el más rebelde se acallase, y nadie se permitía con él las bromas y libertades que a veces soportaban los otros a cambio de un buen hueso.

Aquél era el Rey de la jauría, y a menudo recordaba al héroe de una novela que le había impresionado profundamente en su infancia. Hablaba de un gran perro condenado para siempre a tirar de un trineo en permanente lucha con los lobos y con sus compañeros, de los que llegaba al fin a convertirse en caudillo, gracias a su fuerza, su nobleza y su ferocidad.

Tendido a su lado, abotargado por el calor y la fatiga, el viejo Diputado Aranda siguió la dirección de su mirada y contempló al animal durante largo rato.

—¡Ojalá se le seque el cerebro a esa maldita bestia! —masculló.

No respondió; el viejo Aranda guardaba en la pantorrilla el recuerdo de los colmillos del animal, y había jurado vengarse. Un par de veces le puso al alcance trozos de carne entremezclados con vidrio molido, pero el Perro se limitó a olisquearlos, pues no aceptaba comida que no viniera de su amo, por mucha que fuera su hambre.

Se alegró de que la trampa no hubiera resultado. Aquel bicho era demasiado noble para morir con el estómago perforado, y le constaba que si alguna vez mordió a Aranda, probablemente éste se lo habría merecido.

Vio cómo el dueño del animal se apartaba del grupo de guardianes, orinaba al borde de la pista, y al regresar reparaba en el perro inmóvil.

—Está bien —le oyó conceder—. ¡Échate allí!

Luego se volvió hacia ellos:

—¡Ustedes! ¡Basta de vagancia! Agarren las herramientas y a trabajar.

La columna de forzados, una veintena escasa, comenzó a moverse perezosamente, pero una patada aquí y otra allá y los gruñidos de los canes que mostraron los dientes, acabaron por ponerlos de pie, y uno por uno fueron apoderándose de picos y palas para reiniciar la inútil tarea de construir una carretera que iba de parte alguna a ninguna parte.

Clavó la pala en la tierra y alzó el rostro un instante. Desde su puesto, el gran perro le observaba fijamente, como si estuviera tratando de leerle el pensamiento o buscara, quizás, algún perdido recuerdo en su memoria.

A la caída de la tarde llegó el camión y en él se apretujaron formados, perros y guardianes, y durante la larga hora de trayecto, estuvo observando al altivo animal, que a diferencia de sus compañeros, no buscó echarse y soportar así los baches y bamboleos, sino que permaneció muy firme sobre sus patas, con la cabeza alzada, recibiendo en el morro el viento, con los oscuros e inteligentes ojos clavados en la distancia, allá delante.

—¿Cómo se llama?

El Guardián le contempló, desconcertado, y siguió la dirección de su mirada. Se encogió de hombros.

—Perro.

Luego desvió la vista, como si le interesara el polvo del camino, rompiendo toda posibilidad de continuar el diálogo, y comprendió, por el tono de su voz y su expresión, que, pese a que lo hubiera educado y criado, aunque pasase junto a él la mitad de su vida, no le tenía afecto; no era su amigo; no significaba para él mucho más que el arma que colgaba de su hombro o su gorra de plato.

La bestia, sin embargo, parecía responder a esa indiferencia con un amor y una sumisión sin límites, y a cada instante desviaba ligeramente la cabeza, como para cerciorarse de la proximidad reconfortante de su amo.

Constituían una extraña pareja; el animal hermoso, elegante, noble e inteligente, y su dueño, malencarado, tosco, zafio y brutal, y, sin embargo, se diría que el perro admiraba y reverenciaba cada gesto suyo, y se podía tener la absoluta certeza de que, sin dudarlo, ofrecería su vida por la de él.

Bajó la noche, y la llanura de gramíneas, salpicada de palmeras moriche, acacias y samanes, comenzó a dejar sitio al chaparral y la colina, mientras la tierra roja y suelta se retiraba ante el asalto del pedregal ocre y reseco.

Nubes de mosquitos llegaron en avanzada, feroces y despiadados, y se escucharon palmadas y denuestos, pues todos se esforzaban por sacudírselos de encima, pero estorbaba la acción la mano encadenada al vecino.

—¡Vaina de plaga! —masculló el viejo Aranda—. De día el sol, y de noche los mosquitos… ¡Mierda de país!

Le interrumpió una explosión, el vehículo dio un bandazo y se detuvo tres metros más allá, inclinado sobre su costado derecho.

—¡La madre que lo parió! ¡Todos abajo…!

Saltaron de dos en dos, encadenados por parejas como iban, y fueron a sentarse al borde del camión bajo la atenta vigilancia de perros y guardianes, mientras el conductor manipulaba el gato hidráulico elevando el camión.

Los mosquitos cayeron con más saña sobre cautivos y soldados, y todo se fue en un agitar de piernas y un manoteo desatado, hasta que el viejo Aranda, que golpeaba el suelo con más fuerza que nadie, lanzó un alarido de dolor.

—¡Me mordió! ¡Me mordió la hija de puta! —aulló, aterrorizado.

El haz de una linterna buscó entre sus pies, y allá corrió, sinuosa y asustada, agitando los cascabeles de su cola.

Todo se fue en saltos, huidas y gritos, e incluso alguien disparó a ciegas a riesgo de matar a más de uno, y no se tranquilizó la montonera hasta que el ofidio desapareció en la noche seguido por el gruñido y el ladrar furioso, pero prudente, de los canes.

Tan sólo entonces pudieron prestar atención al viejo, que se revolcaba entre gritos y llantos, aferrándose la pierna izquierda con el brazo libre y dando bruscos tirones del hombre al que le unía la gruesa cadena.

—¡Estoy muerto! Estoy muerto… —sollozaba—. Muerto como un perro al borde de un camino y comido de mosquitos.

Formaron círculo en su torno, y las linternas alumbraron sus convulsiones y su babear, dando un aspecto aún más dramático a su rostro chupado y anguloso, terriblemente pálido, y a sus ojos, muy azules y hundidos, brillantes y espantados.

El Hombre, arrodillado junto a él, y a él encadenado, alzó a su vez la vista hacia los guardianes, hasta que uno acudió con las llaves, liberó la esposa que aprisionaba la mano derecha del viejo y tiró de él buscando instintivamente un lugar seguro al que encadenarlo.

—Sube al camión —ordenó.

El preso lo hizo, y el guardián le siguió, pero en el mismo instante en que puso el pie sobre la caja, recibió una coz en el rostro que lo lanzó rebotando hacia el camino.

De un limpio salto, el hombre cayó de pie al lado opuesto del vehículo, dejándolo entre él y los que rodeaban al viejo Diputado, y, alzándose como si un resorte le impulsara, cruzó la pista de tierra y se adentró en la espesura de matojos y zarzales.

Atrás quedaron voces de mando y gritos, ladridos y algún disparo inútil, pero no les prestó atención, pues todos sus sentidos estaban puestos en la huida; en la feroz carrera sin más fin ni principio que dejar atrás a sus perseguidores.

Corrió y corrió, acuciado por los ladridos y las voces, y no se sintió aliviado hasta que cruzó el segundo riachuelo, por el que siguió largo rato con el agua a la rodilla, buscando así desconcertar a los perros.

Se dejó caer entonces en el centro de la corriente, permitiendo que el agua calmara sus nervios, y cuando el corazón dejó de latirle con la fuerza de un tambor, bebió despacio, se sintió reconfortado y tendió el oído hacia la noche.

Gruñidos, voces y llamadas; agitarse de ramas y jadeos, y allá, muy lejos, las luces del camión alumbrando unos metros de camino.

Al otro lado, delante, la noche amiga y un paisaje hostil e ignorado.

—¡Bien! —se dijo—. Creo que he vuelto a cometer una estupidez, y acabarán cazándome… Pero ya que estamos en ello, veamos qué pasa.

Reanudó la marcha escurriendo agua, sintiendo cómo los pies le chapoteaban dentro de las raídas botas y el áspero uniforme de forzado se le pegaba al cuerpo; abriéndose paso por entre los matojos del chaparral agreste; olvidándose la piel y los jirones en los zarzales; obsesionado por la idea de dejar muy lejos, a sus espaldas, las luces del camión, que continuaban alumbrando tontamente la noche.

Tres horas después se supo completamente solo, y cuando la brisa comenzó a levantarse, no le trajo ni voces, ni ladridos, ni rumor alguno.

Siguió adelante, y el amanecer le sorprendió en la caminata, de cara ya a la montaña oscura y espesa, húmeda y acogedora; montaña en la que ni un ejército podría encontrarle, y donde los mil riachuelos y la lluvia constante esconderían fácilmente su rastro.

—Si la alcanzo, que me echen un galgo —comentó en voz alta—. Y cuando dejen de buscarme, cruzo el país, y a la frontera…

Se volvió y observó el ondulado chaparral a sus espaldas. A la incierta luz de la madrugada aparecía gris y sombrío, inmóvil y tranquilo, como petrificado, y tan sólo una gallinaza se agitó allá, muy lejos, hacia el Oeste, tal vez espantada por el último cunaguaro de la noche; tal vez asustada por el primer halcón del día.

—Tal vez alarmada por el paso de un perro… —aventuró, y continuó su camino hacia la montaña.

El sol brillaba muy alto cuando inició la ascensión, pasaba del cenit cuando se detuvo a medio camino de la cumbre y contempló desde la altura el agreste paisaje.

Sentado en una roca dejó que su vista vagara lentamente en busca de un síntoma de vida; cualquier movimiento que delatara la presencia de sus perseguidores.

Pasó así un largo rato, y una dulce sensación de seguridad comenzaba a invadirle, cuando un resplandor le hirió en los ojos, reclamando su atención hacia el punto por el que guardián y perro comenzaban a trepar por la montaña siguiéndole el rastro.

—¡Malditos sean!… —rezongó—: Quieren que nos matemos caminando…

Despegó desganadamente el trasero de la roca, alzó el rostro como tratando de calcular la distancia hasta la cumbre, y reanudó la marcha, resbalando y maldiciendo, resoplando y escupiendo.

Llegó a la cima minutos antes que las nubes del atardecer, que se aproximaron deslizándose sobre la ladera como blanca y silenciosa amenaza intangible. Las empujaba un viento constante y frío, y apenas le quedó tiempo de admirar la magnificencia del panorama, antes de que la densa neblina le invadiera, calándole de humedad hasta los huesos y la lluvia mojara las copas de los más altos árboles.

Cuando el rumor de esa lluvia llenó el paisaje, y el agua, en diminutas cataratas, comenzó a resbalar vertiente abajo arrastrando hojarasca, cadáveres de insectos y grumos de barro, enfangando el terreno y empapando la corteza de los árboles, sonrió tratando de imaginar el rostro de sus perseguidores cuando se convencieran de que aquel agua había borrado su rastro para siempre.

—Y ahora, abajo, donde ellos menos imaginen…

Se dejó resbalar, la lluvia, la hojarasca o los grumos de barro, deteniendo aquí y allá la libertad de su caída contra un tronco o un matorral, satisfecho al comprobar que la huella de su paso quedaba pronto cubierta por el agua que caía; hambriento y cansado, empapado y sudoroso, pero tan alegre que hubiera roto a cantar de tener resuello suficiente.

—Abigail Anaya… —susurró de buena gana—. Empieza a preocuparte, que estoy de nuevo en danza.