EPÍLOGO
El Toisón del olvido

«Médulas que habéis gloriosamente ardido…»

FRANCISCO DE QUEVEDO

La dolencia venía de lejos. Empezó a socavar su cerebro, el task force de sus neuronas, como una zapa silenciosa allá por 1979 o 1980, cuando se decretó contra él un implacable acoso y derribo. Como el príncipe de Viana decía de sí mismo, «me asedian por todas partes». Y era verdad. Los golpes bajos, las zancadillas, las cuchilladas le llegaban de fuera y de dentro: los americanos, los alemanes y suecos y noruegos de la Internacional Socialista, el impaciente PSOE, la derecha que le consideraba «un traidor de los nuestros», los generales y los almirantes, los banqueros, la gran tribu de los empresarios, la prensa. Y los barones de su propio partido. Éstos le apuñalaban sentados con él en Consejo de Ministros. Suárez, prietas las mandíbulas, callaba.

Sus leales, Abril Martorell, Rodríguez Sahagún, Lamo de Espinosa, y sus ilustres «fontaneros», que le veían de continuo, empezaron a advertir sus fallos funcionales, sus lapsus de orientación, sus momentáneas ausencias, sus baches depresivos, su derrotismo, su pánico escénico a comparecer ante la Cámara, su indisimulado temor a las ruedas de prensa, su avariciosa acumulación de dossieres, papeles para firmar, trabajos de Gobierno, que ni resolvía ni repartía. Le aconsejaron que se retirase unos meses, descansara, se recuperara y luego volviera a comerse el mundo. Pero pensó que le tendían una trampa para sustituirle. Y tal vez era así. Se recluyó en La Moncloa y allí se amuralló. Fue su fortín, su refugio, su prisión y su reino. «Aquí puedo moverme sin tomar precauciones, aquí no me dan puñaladas».

La mordedura cruel fue darse de bruces con el hecho de que también había perdido la confianza del Rey. «Me ve como un arroyo que no trae agua. Está hosco. Se ha cansado de mí y quiere que me vaya». Y a renglón seguido, saber que a sus espaldas urdían la Operación Armada. «Vienen a derrocarme, todos a una contra mí y no con armas lícitas. Del Rey para abajo, todos».

Entonces, argamasó coraje y, en frío, sin anestesia, se despojó del poder: «Dimito para que la democracia no sea un paréntesis… Me voy y que gobiernen los que no dejan gobernar».

Pero la zapa iba royendo su ánimo, a medida que le daban noticias de «las cloacas conspirativas». Sabía los nombres de todos. Conocía sus rostros. Soportaba sus apretones de manos fingidamente respetuosos.

El zarpazo fue el 23-F, a las 18.20. Lejos de hundirse, talló la estatua de su gallardía. Plantó cara a Tejero y le provocó: «Si me descerraja un tiro y me mata —pensaba en aquel instante—, el golpe será cruento y con magnicidio, y no lo aceptarán ni dentro ni fuera. Si me mata, el golpe no podrá triunfar. Así, al menos, mi muerte habrá sido útil»[1]. Y al día siguiente, les cantó las cuarenta a los altos mandos de la Guardia Civil y de la Policía, a los cuatro jinetes de la JUJEM… Y al Rey. Con quien nunca fue desleal. Al contrario, al Rey siempre le dijo las verdades más crudas a la cara, como un valiente. Pero a sus espaldas en toda ocasión se batió por él. Y no porque fuera un doméstico de La Zarzuela, que jamás lo fue, sino porque tenía bien claro que el Rey era la plomada vertical de la democracia en España.

Pasó el tiempo. El Rey le escribió una carta. Y volvieron a encontrarse. Se querían. Se tenían ley. Se conocían y se tuteaban desde que no eran nadie. Y habían construido juntos algo muy grande. La democracia no hubiera sido posible sin la venia del Rey; pero sin la determinación y la audacia de Suárez, tampoco.

Y un buen día, los españoles dieron en reconocérselo. Justo cuando Suárez había empezado a perder la pasión política, le pusieron en la cresta de la ola. Requerían su presencia aquí y allá prestigiando tal o cual evento. «¿Prestigiando yo, que he sido el hombre más desprestigiado de este país? ¿Necesario yo, que he estado de sobra en este país?» Y hacía un gesto expresivo entre abrumado y divertido.

Sin embargo, él ya estaba sin estar. Su colaborador en la penumbra, Eduardo Navarro, veía que Adolfo acudía a conferencias y homenajes con los folios del discurso que le habían preparado, sin siquiera echarles un vistazo. Los leía de primeras en el estrado. «Al perder la ambición política, ha dejado de tener interés por la vida. La enfermedad que tiene, la que sea, le está borrando la memoria y le está quitando la alegría. Este Adolfo de ahora es un hombre decaído y triste. Yo creo que lleva su alma a rastras»[2].

Pero es que entonces Suárez afrontaba el cáncer alevoso, que había entrado en su casa sin avisar, cebándose en Amparo, su mujer, y en sus hijas Marian y Sonsoles. Se metió a enfermero día y noche. «Estoy en deuda con los míos». Y no permitía que le sustituyeran, sobre todo con Amparo. A veces, ni tiempo tenía para rasurarse la barba. Él, que siempre fue un dandi presumido y coqueto.

La muerte de Amparo, el 17 de mayo de 2001, más que una amputación, fue como un hachazo descargado contra la raíz del roble. Adolfo siguió en pie, pero era ya sólo la figura de un árbol seco por dentro. El Rey le visitaba, le llamaba. La primera vez que fue se fijó en que Suárez había colocado, junto a una fotografía dedicada del Rey, otras dos: la de Fernando Herrero Tejedor, su padrino político, y la de su amigo, Chus Viana. «¡Menudos escoltas me has puesto!», le dijo el monarca, satisfecho por estar en el centro de los «inolvidables» de Suárez.

Algún día, el Rey se llevó a Santiago Carrillo y comieron los tres en La Florida. Por entonces, al Rey le preocupaban las novias y los ligues de su hijo: «Les hemos dado tanta libertad, y se han criado tan fuera de palacio, para que conocieran la vida real, que, claro, van adonde quieren, salen con quien quieren, y cualquier día el Príncipe nos suelta que se casa… ¡qué se yo!, con una corista o con una modelo o con una periodista… La Reina me dice que yo no me meta, que sus bodas son sus vidas. Hombre, vosotros podríais aconsejarle que escoja con el corazón, pero también con la cabeza». Carrillo se dio cuenta de que, mientras el Rey decía todo eso, «Adolfo estaba a mil kilómetros de allí… con cara de atender, pero metido en sí mismo»[3].

El primer indicio público fue en Albacete, en 2003. Un mitin, arropando a su hijo Adolfo que se presentaba a las elecciones autonómicas de Castilla-La Mancha. Se le traspapelaron las cuartillas. De pronto: «¡Uyyyy, Dios mío…! ¡Me he armado un lío de mil diablos con los papeles! Perdonad, no sé si esto lo he dicho ya y estoy repitiendo…» Miró al público, vio rostros cordiales, animosos: «Bueno, ¿para qué más discursos? Lo que os quiero decir es que mi hijo es una persona de bien y hará estupendamente su trabajo». Y esa misma noche lo supo España entera, por la televisión.

Poco a poco, se retiró de la política. Poco a poco, dejó de ir al despacho. Poco a poco, se aisló de la sociedad. Poco a poco, se fue olvidando de sus amigos, de sus enemigos… Poco a poco, se olvidó de sí mismo. O se dejó adormecer por la niebla de la desmemoria. La desmemoria, el refugio manso de quien no debe recordar porque sabe demasiado y puede resultar un testigo de cargo peligroso. Incluso, vivir él mismo en peligro. Es posible que su instinto de defensa le advirtiera y le guiara hacia los campamentos del olvido.

Empieza uno perdiendo las llaves del coche, y acaba perdiendo la llave de la caja fuerte de su propia historia. Y la de los otros.

«Mi padre no sabe quién es, ni quién ha sido», explicaba su hijo Adolfo.

Es un hombre sin identidad y sin historia. Un cero social. El vaciado de sí mismo. No sabe que entre el príncipe Juan Carlos, Torcuato y él fabricaron un Rey que «medio se heredó, medio se inventó, medio se sugirió…»[4] porque iba a ser la pieza imprescindible para apuntalar el futuro. No sabe que entre ese Rey y él demolieron una larga dictadura, sin verdugos ni víctimas, y edificaron un sistema de derechos y libertades, sin vencedores ni vencidos.

Siendo su vida entera un tramo esencial de nuestra historia, ha perdido su pasado y no tiene interés por el futuro. Vive replegado en su misterio interior, del que no da noticia. «Sólo responde al afecto, a la ternura, al cariño», decía también Adolfo hijo. Desorientado el pensamiento, sólo entiende las señas del amor.

El 8 de junio de 2007, el Rey le concedió el collar de la Insigne Orden del Toisón de Oro, nombrándole caballero. Deseaba el monarca dar una prueba de su aprecio al duque de Suárez, y reconocer públicamente «su dedicación y entrega al servicio de España y de la Corona»[5].

Toisón en premio a lo hecho, a lo padecido y a lo olvidado.

Un año después, el Rey habló con Adolfo hijo:

—Como tu padre no puede venir a Zarzuela, iremos la Reina y yo a llevárselo.

—Majestad, le advierto que no los reconocerá, ni sabrá qué es un Toisón, ni podrán tener con él un diálogo coherente.

Fueron a última hora de la mañana a casa de los Suárez en La Florida.

El Rey, muy expresivo, extendió los brazos para acogerle:

—¡Adolfo!

Suárez, pantalón beis y camisa de rayas tenues un poco remangada, se contrajo a la defensiva. No se dejaba tocar más que por sus hijos o por su cuidador. Como veía cierta expectación respetuosa en torno a los visitantes, sobre todo al hombre grandullón, le preguntó con recelo:

—¿Y tú quién eres? ¿Vienes también a buscar dinero?

—Sí, claro, vengo a buscar dinero donde sé que lo hay. —El Rey se echó a reír.

—Pero ¿quién eres?

El Rey tuvo un chispazo de intuición, una luz de alerta. Iba a decir «soy el Rey», pero no lo dijo. Hizo un quiebro rápido:

—Soy… tu amigo.

Le echó el brazo por los hombros y se le llevó hacia el fondo del jardín… Los dos hombres se alejaron juntos, solos. Suárez no le reconoció, no le identificó. Ese brazo del Rey rodeando los hombros y la espalda del caballero Suárez era como el collar del Toisón, pero de carne y hueso.

Si hubiese dicho «soy el Rey», quizá en la mente lisiada de Suárez y en sus capas profundas, donde los recuerdos y las impresiones duermen apaciguadas, o de repente se alborotan y luchan por recuperar su entidad, esas palabras dichas con la voz abolsada y resonante del monarca hubiesen podido desatar un turbión de emociones, de sentimientos, de historias… remover los rescoldos del olvido, despertar la memoria. Decir «soy el Rey» podría haber provocado una reacción impredecible. Mejor que fuera así.

Adolfo debió de sentirle amigo, porque se dejó llevar por aquel grandullón bien perfumado hacia ninguna parte.

El último servicio del caballero del Toisón es el olvido: no es memorioso, no tiene rencores ni números rojos; las heridas, los desgarros, dejaron una cicatriz que ya no duele, y ni siquiera recuerda quiénes se lo hicieron; ha extraviado la llave de su historia y… de la del Otro.

Esa gran desmemoria del testigo que sabía demasiado es la que le permite vivir una inocencia feliz, y al Rey le asegura dormir sin insomnios… y seguir siendo Rey.