CAPÍTULO 7
El Rey, en peligro

Suárez intenta revocar su dimisión

24 de febrero de 1981, 12.15 horas. En el patio del Congreso se ha firmado el «pacto del capó» para la liberación de los rehenes y la entrega de los asaltantes, exonerando a la tropa y a los suboficiales. Tejero comunica a Landelino Lavilla una de las condiciones pactadas: que salgan primero los diputados y ministros, y al final, los guardias civiles y los militares sublevados de la DAC Brunete. Como Lavilla le replica: «No, no, ustedes tienen que irse antes», Tejero insiste: «Lo han aceptado ellos y también nosotros; por favor, acéptenlo ustedes».

De pie, junto a su sitial del estrado, Lavilla indica el orden de salida:

—Salen primero los diputados, después el Gobierno, luego la Mesa. Por último, los guardias civiles.

Tejero saluda militarmente y se dirige al presidente de la Cámara:

—Gracias.

Santiago Carrillo no sale del hemiciclo por la calle, sino por el garaje del Congreso. Coincide con Felipe González, Alfonso Guerra y Nicolás Redondo, que van hacia sus coches, y oye que Felipe está diciendo a sus compañeros: «Ahora hay que entrar en el Gobierno».

Como no ve por allí a Isidoro, su chófer, se ofrece Nicolás Redondo a llevarle. En el trayecto, Santiago comenta con Nicolás la frase de Felipe:

—Sin ánimo de crítica —dijo—, creo que Felipe ha tenido que toparse con un golpe de Estado para decidirse a unir fuerzas con la UCD. Nos jugamos tanto, Nico, que no es hora de andar con melindres de si Calvo-Sotelo es un tío antipático o si es un burgués estirao.

—Estamos convocados para esta tarde…

—Pues anímalos en esa línea. Sería bueno para todos[1].

Nada más abandonar el Congreso, el primer cruce de palabras entre Adolfo Suárez y Paco Laína es:

—Me dicen que ha sido Armada quien ha arreglado nuestra liberación…

—Sí, ha sido él, pero…

—Pero ¿qué? ¿Estaba implicado… Armada?

—¡Hasta las cejas!

—Voy hacia La Moncloa, cuéntame algo por el camino, y luego vente y seguimos allí.

Antes de abandonar el Congreso ha citado a Arias-Salgado en La Moncloa: «Rafa, localiza a Pepe Melià, que quiero veros a los dos para un asunto urgente».

En ruta, por radioteléfono, Laína le informa sucintamente de los hechos en sus tramos más importantes. También en el trayecto se entera por Mariano Nicolás y por Aramburu Topete de las entradas y salidas de Armada, que intentó hablar a los diputados y proponerse como presidente de un Gobierno civil o de una Junta Militar, pero Tejero no le dio paso al hemiciclo; de los tanques de Milans por las calles de Valencia hasta las tantas de la madrugada; el gobernador civil de Valencia, retenido militarmente en su despacho; las actuaciones dudosas de unos y de otros… Durante la noche, a través de sus ayudantes, fue teniendo noticias aunque muy deshilvanadas. Ahora empieza a unirlas[2].

Suárez ya había cortado amarras y tenía montado un viaje para estar un mes en América descansando y estableciendo contactos para su futuro bufete privado. Después de dimitir se había quedado a gusto, con la sensación de haberse desprendido de una piel viscosa, y ahora estaba descubriendo una nueva vida. El «chusquero» de la política, funcionario de lo que tocase, ahora iba a ser un profesional liberal con las ataduras que él mismo quisiera ponerse. Su familia contaba los días que faltaban para embalar los muebles, hacer las maletas y dejar La Moncloa para siempre. Pero el 23-F sintió el deber moral de volver atrás, de recuperar la presidencia y emplearse a fondo en reorientar la marcha del país.

En La Moncloa sube un momento a la vivienda. Está con su mujer y sus hijos… Besos, abrazos, algunas lágrimas de las niñas, un puñado de noticias apresuradas hablando todos a la vez, y «a la hora de comer nos lo contamos todo despacio; bueno, me contáis vosotros a mí, porque yo ahora soy como un marciano que llega al planeta Tierra».

Baja al despacho. Se encierra con Arias-Salgado y Melià:

—Quiero revocar mi dimisión. Lo he pensado bien. Necesito, lo antes que podáis, un estudio técnico, la posibilidad constitucional y el procedimiento jurídico… De ser, tendría que ser con urgencia. Porque la investidura de Leopoldo es mañana, 25, a las seis de la tarde. Estudiadlo y luego lo vemos juntos.

Sin reaccionar de la sorpresa, Arias-Salgado y Melià ya han desenfundado sus bolígrafos y empiezan a garabatear algo sobre unos blocs de mesa. Suárez sigue hablando:

—Como habréis podido comprender, la maravillosa democracia que habíamos construido puede convertirse en un minuto en una grandiosa mierda, si llegan unos bárbaros con tricornio o con boina de tanquista y se lían a imponer la ley del miedo pegando tiros. Esto requiere echarle ganas y coraje. Hay mucho que hacer: limpiar, apuntalar, poner coto a los que quieren quitarnos la libertad… Así que, si legalmente puedo, volveré a tomar las riendas. Eso sí, respaldado por la más Grosse Koalition que pueda ligar.

Melià lanza un silbido largo, tremolado, intraducible. Luego, un «como esto salga, jefe, se nos ha jodido el viaje», porque él está apuntado a la excursión de «hacer las Américas» con Suárez. Y ya, subiéndose las gafas para hablar en serio:

—Lo primero que hay que ver es qué efectos vinculantes ha tenido tu dimisión. Eso fue el 29 de enero, ha transcurrido casi un mes.

—Sí, pero el cese en las funciones de presidente aún no está publicado en el BOE —apostilla Rafael Arias-Salgado—; y si no me equivoco, lo tiene Paco Ordóñez, firmado ya por Su Majestad.

—Estamos en plena fase de investidura… Hay que mirar bien si es posible interrumpir el proceso. Estudiadlo, revisad cómo se puede manejar todo esto. No tenemos precedentes de nada con la Constitución. Aquí todo es nuevo. Cada vez que movemos un dedo sentamos jurisprudencia política.

—Si no he entendido mal, presidente —Melià interviene otra vez—, tu idea o tu propósito es algo así como parar las manecillas del reloj, dar marcha atrás sobre tu dimisión…

—Lo has clavado, pero ¿cómo se hace eso?

—Jurídicamente, en este momento, cabe la posibilidad de cambiar de candidato, pero sólo en este momento —Rafael Arias-Salgado sujeta su bolígrafo en equilibrio vertical sobre la página del bloc—, puesto que Leopoldo no salió en la primera vuelta y por los tricornios no ha podido ser investido en la segunda… no ha llegado a ser presidente, está en fase de crisálida de candidato.

—¿Estás pensando en que se puede hacer el cambiazo? —Melià pregunta al estilo mayéutico, para avanzar en el estudio—. ¿Presentar a otro candidato del propio partido?

—Sí, aunque yo también lo veo dificilísimo. Misión imposible. Tendría que ser una decisión unánime o muy mayoritaria del comité ejecutivo de UCD, los treinta y cinco reyes de taifas… «Cada barón, una opinión». Y acordaos de lo que costó que se pusieran de acuerdo con la candidatura de Leopoldo. No es predecible cómo podrán reaccionar ahora.

—Os dejo, no os entretengáis mucho. —Suárez, que ni se había sentado, les habla camino de la puerta—. Subo, me ducho, me afeito y me cambio de ropa para ir a La Zarzuela. Bajo en media hora, a ver si puedo llevarme una cuartilla con una minuta breve.

Cuando ha salido, Melià y Arias-Salgado comentan: «¡Jo, está lanzao!» «Es como un toro: las banderillas de castigo le crecen». Siguen con el tema, tomando notas:

—Leopoldo jurídicamente no está investido y políticamente no parece el «hombre solución» que agrade a los descontentos. Ahí está la secuencia: primera votación, no consigue votos de apoyo para sacarla; segunda votación, le sacuden un golpe de Estado, y no precisamente las hordas marxistas contra un sobrino del protomártir CalvoSotelo.

—Lo ideal sería que alguien, no Adolfo, se lo hiciera ver, y que él mismo se retirase de modo voluntario. Vayamos a lo práctico. Plan A: que Agustín, como presidente del partido, le plantee a Leopoldo la conveniencia política de su renuncia. Si acepta, fenomenal, el camino queda expedito: el panorama ha cambiado y a nadie se le puede forzar a ser presidente. Plan B, más feo: dejar que Leopoldo afronte su segunda votación sin buscarle los nueve votos de refuerzo que necesita. Resultado: que no salga elegido. A partir de ahí, según el artículo 99 de la Constitución, «si efectuada la segunda votación en el plazo de cuarenta y ocho horas no se otorgase la confianza para la investidura, se tramitarán sucesivas propuestas».

—Sería entonces cuando Adolfo podría presentarse como candidato, con toda su liturgia de consultas regias, negociación de apoyos, etc.

Cuando vuelve Suárez, rasurado, peinado, perfumado y hecho un dandi, le explican lo que hay.

—Si no se te retira motu proprio, no buscarle el plus de votos para la segunda votación. Una simple omisión…

—¡Hombre, dejarle desarropado no me parece de buena ley…! —protesta Suárez.

—¿Qué va a ser de buena ley? Sería una posibilidad legal y una putada política.

—Mi idea es negociar los apoyos para un Gobierno de coalición con el PSOE, presidido por mí o por otro hombre de la UCD. O, mucho mejor para la actual situación, lograr un Gobierno de unidad, un gabinete macedonia, con el PSOE y con los partidos que quieran, y en el que entren suficientes hombres míos, sin estar yo…

—¿Y la presidencia?

—Moneda al aire, y a cara o cruz. Y dos vicepresidencias con buena cilindrada. Pienso en un Gobierno gestor de tres meses, en total sintonía con el Parlamento, que se pusiera la bata verde y la mascarilla, y metiera al país en un quirófano de urgencias[3].

Suárez, al Rey: «No he venido a hablarte de mi familia, he venido a hablarte de España»

Así recordaba Adolfo Suárez su enfrentamiento más duro con el Rey. Lo contó a muy pocas personas, recién ocurrido y doce años después, siempre lo revivía con las mismas palabras. No las olvidaba, no las atenuaba. Habían hecho muesca en su memoria:

Rafa Arias y Pepe Melià me dan un estudio técnico para anular mi dimisión y regresar al 29 de enero aun estando a 24 de febrero. Al salir del Congreso, ya había convocado al Consejo de Ministros para la una y media. Me voy a Zarzuela a ver a ese tío… No he avisado, y en control no saben qué hacer, dudan, pero como yo digo muy seriamente «voy a subir, vengo a ver al Rey», llaman a Sabino y me dan paso enseguida.

Arriba, en la puerta, me espera Sabino. Me da un abrazo. Yo se lo tomo. Al que no se lo puedo tomar es al «Otro». Entro en el despacho del Rey. Está vestido de uniforme. Es mediodía. Tiene allí a su perro pastor Larki, el que me atacó la otra vez. Estamos solos, le tuteo.

—¡Nos la has metido doblada!

—¿De qué me hablas?

—Hablo de que, alentando a Armada y a tantos, tantos otros, jaleándolos, dándoles la razón en sus críticas, diciéndoles lo que ellos querían oír de boca del Rey, tú mismo alimentaste el dichoso «malestar militar». No sé si era por amansarlos, o si era por la comodidad de no discutir y darle la razón a todo el mundo, o si era por miedo, pero… les hacías el juego. Con esos consentimientos, que tus visitantes tomaban en serio, has puesto en gravísimo peligro la democracia. Sabes cómo me las tuve tiesas con los generales desde el primer momento; y cómo entre el Guti, Agustín y yo hicimos trigonometría para desplazar al quinto moño a los generales golpistas, que tú a la semana siguiente recibías; y cómo me opuse al traslado de Armada…

—Pero ¿tú te das cuenta de lo que dices… y a quién se lo dices?

—¡Sé demasiado bien a quién se lo digo! ¡Esta situación la has provocado tú!

¡Nooo! ¡Al revés! ¡La has provocado tú y la he evitado yo!

—¡Nada de eso! Engañaste a Agustín y no paraste hasta salirte con la tuya y traerte a Armada a Madrid.

—Pues que sepas que Armada ofreció anoche su carrera militar y estuvo una hora intentando convencer al loco de Tejero para que os soltara; y esta mañana ha conseguido vuestra liberación…

—Tiempo habrá para que te enteres, con pruebas y testigos, de cuál era el juego de Armada, ya que por lo visto no lo sabes. Ahora el daño está hecho. Recluido diecisiete horas en el retén de ujieres y apuntándome tres metralletas, he podido pensar mucho en lo que verdaderamente vale la pena: mi alma, mi familia, España. De mi familia sólo puedo decirte que ha pasado miedo. Le cortaron las líneas de teléfono y se quedó incomunicada bastante tiempo, hasta que Cassinello habilitó una línea oficial y pudo hablar con el exterior. Sin previo aviso, se presentó una compañía de la Guardia Civil mandada por un capitán a «dar protección» a mi familia y al personal que trabajaba en Presidencia y en las dependencias anexas. Para los míos, que no sabían quién los enviaba, no fue precisamente muy tranquilizador, aunque luego resultaron leales; por si acaso, mi hijo atrancó las puertas, y puso escopetas y armas de caza por las habitaciones. Mi cuñado Lito buscó dinero, lo pidió, y contrató una avioneta en Sanchinarro por si había que evacuar a Amparo y a los chicos. Por la radio oyeron que me habían fusilado… Menos mal que un fotógrafo llamó a mi casa y dijo que yo estaba vivo. Pero de aquí, de La Zarzuela, ni una noticia, ni un enlace, ni una llamada, ni un ofrecimiento de ayuda… ¡nada! Hacia la medianoche, la Reina tuvo el detalle de llamar a Amparo.

—Lo siento. Aquí no dábamos abasto con los teléfonos, el télex… Mi padre me llamó desde Estoril, muy alarmado, en cambio a mí ni se me había ocurrido llamarle a él. Pero tienes razón y lo siento de veras.

—No importa, ya ha pasado. Y yo no he venido a hablarte de mi familia, he venido a hablarte de España. El miedo es libre y pudimos habernos tirado al suelo todos…, todos menos el candidato a presidente. La falta de gallardía de Leopoldo, la dignidad de la presidencia del Gobierno por los suelos… Eso se ha grabado en las retinas de todos los españoles, ¡y no se puede admitir! El pobre Guti, un anciano, cuatro huesos, ¡y cómo les plantó cara! Antes de que nos separasen me dijo: «Tenía que resistirme, aunque me asaran a tiros, porque si estos bestias me tiran al suelo, no caigo sólo yo, cae la dignidad del Ejército español, que es lo que hoy represento yo aquí». Y el otro, en cambio, a gatas debajo del escaño…

»Yo ya había cortado amarras con todo esto, hastiado de la baja política, y estaba ilusionándome con mi nueva vida privada, pero esta noche he visto claro cuál es mi deber, ¡ojo!, no mi deseo y no mi ambición: debo seguir al frente del Gobierno; así que quiero revocar mi dimisión. Traigo un estudio jurídico-constitucional del proceso…

Saco el folio del bolsillo y lo despliego; pero ni se lo doy ni se lo leo, me basta ver su cara de sorpresa, de contrariedad, de que no quiere… Ya se había librado de mí, y ahora voy y «resucito» a contrapelo. No me importa, sigo hablando:

—Como presidente del Gobierno en funciones, he convocado al Consejo de Ministros. Me propongo formar un Gobierno de unidad nacional o de coalición con el PSOE, y ya he enviado un mensaje a Felipe González. Presentaré mi candidatura ante el Congreso de los Diputados. ¿Tareas? Capear y tomarle bien las medidas al temporal, de modo que nunca más se repita; sacar el país del atasco económico; y en un plazo de noventa días convocar elecciones generales. En ese momento, tendrás que decretar la disolución de las Cámaras… Pero, antes que nada, como previo irrenunciable, poner al Ejército en su sitio de una pajolera vez. No son un poder, son unos funcionarios con una estructura de mando, una disciplina y unas armas entregadas por el pueblo, ¡y ellos se creen que esas armas son suyas! Tiene que entrarles en la mollera que se les prestan unas armas, numeradas por cierto, para que nos protejan y para que defiendan la Constitución, no para que zarandeen al vicepresidente del Gobierno, ni para que entren insultando y a tiros en el Parlamento, ni para que atemoricen a una ciudad con los tanques por las calles… ¡Y todo, en nombre del Rey, que ésa es otra! Te anuncio que pienso hacer depuraciones en el Ejército, sin ánimo de represalia, pero sin miedo, ¡ningún miedo!, llegando hasta donde haya que llegar.

—¿Me estás amenazando, so cabrón? ¿Te atreves a hablarme de responsabilidades a mí? ¡¿Tú… a mí?! Mira, ni tú puedes retirar ya la dimisión, ni yo voy a echarme atrás en la propuesta de Leopoldo. Le he designado y no pienso dejarle en la cuneta. El candidato es él y no hay más que hablar. Tiene que tirar p’alante. Además, tú no puedes seguir gobernando en España. ¡No puedes! ¡No te respalda nadie, no tienes a nadie! ¿Todavía no te has enterado de que es a ti a quien le han dado el golpe? A ti, a tu política o a tu falta de política, a tu pésima gestión… ¿Responsabilidades? ¡Tú eres el auténtico responsable de que hayamos llegado a esto! ¡Tú nos has acarreado esta situación!

El Rey ha ido alzando la voz, que normalmente es grave, pero esa mañana le sale aguda, varios tonos por encima de lo normal. Dicen que eso es de tensión nerviosa. Y puede ser, porque ni él ni yo hemos dormido desde el día 22, hemos pasado una tarde y una noche canutas, y estamos a mil. Ante los gritos del Rey, el perro se excita y se pone a ladrarnos a los dos, a él y a mí, a él y a mí, pero luego sólo a mí, encarado conmigo y cada vez más fiero. Suelto un par de tacos: «¡Coño, echa de aquí a este jodido animal!» El Rey lo sujeta. Bajamos las voces.

—Creo que tienes en puertas un largo viaje, ¿no? —me dice, después de una pausa.

—Sí, Estados Unidos de costa a costa. Y luego, Panamá y Contadora. Amparo y yo, con tres matrimonios amigos.

—Me alegro. Vete lejos y cuanto antes. Lo digo en serio. Si tú no abandonas España, y te empeñas en seguir llevando la batuta, yo tendría que plantearme… Esta misma noche, le he dicho a un teniente general laureado que aquí no soy yo el que sobra: que, si no le gusta cómo van las cosas, que se largue, que no enrede, que nos deje en paz, porque yo, así se lo he dicho, «ni abdico ni me voy». Y a ti te digo ahora que, tal como me hablas, y con tus pretensiones de controlarme y contrariarme, sin dar palo al agua, sin solucionar nada de nada, llevando el país a la ruina y, encima, irritando al Ejército…, yo no quiero tenerte aquí.

—¿Estás diciéndome que yo sobro aquí, en España, en mi tierra…?

—Estoy diciéndote que los dos no podemos seguir en el mismo país. Y muchísimo menos, en el mismo barco: yo al timón del Estado y tú al timón del Gobierno. O te vas tú o me voy yo. Y, ya te lo dije el mes pasado, yo no pienso irme. ¿Lo quieres más claro? Además, ¡pisa tierra de una vez, coño! No podrás formar ningún Gobierno de unidad porque nadie va a querer ir contigo… Políticamente, estás muerto.

Esas tres palabras «políticamente, estás muerto» me suenan como si clavaran un ataúd estando yo dentro. Me quedo hundido. El Rey se ha ido hacia su mesa de despacho. De pie, con la mesa en medio para crear distancia, me dice:

—No revoques la dimisión. No intentes volver. Tienes que saber poner punto final a tu propia historia.

Y por primera vez, en esta conversación, me llama por mi nombre:

—Adolfo, no quiero que sigas.

Viéndole así, en pie, con el uniforme de capitán general y al otro lado de su mesa, me doy cuenta de que es el Rey y acaba de cerrarme la puerta. Me trago todo lo que me saldría decir. Junto los talones, doy un cabezazo, paso al usted y le presento mis excusas:

—Disculpe, señor, me he excedido… En mi descargo, la tensión acumulada por las horas dramáticas que hemos vivido, la noche en vela, consciente de que Santiago Carrillo y yo éramos los que estábamos más en peligro. A mí me tenían aislado, sin testigos, prisionero de unos guardias cada vez más nerviosos y más perdidos, y yo era la bestia negra de Tejero. En fin…

—Discúlpame tú también. Ya puedes suponer que aquí tampoco hemos pegado ojo, sin un momento de respiro. Y aún nos queda bastante programa para hoy. Un baño caliente nos sentará bien a los dos[4].

No había vuelta de hoja. Adolfo tenía que irse de la política. Era la condición que impuso el Rey para otorgarle el ducado con grandeza de España. A través de Manolo Prado le mandó decir: «No quiero dar títulos a políticos ni a empresarios en activo, porque en sus vidas y en sus conductas puede haber cambios hoy impredecibles, cambios que se contradigan el día de mañana con las exigencias del título… Si Adolfo promete abandonar la política activa, se lo doy».

La enconada adversidad de los últimos tiempos los había puesto frente a frente. Suárez, aunque no dijera palabra, era para el Rey un reproche permanente, un testigo incómodo y un juez severo. No podían seguir navegando juntos. Tenía que irse.

Leopoldo no quiere retirarse

Cuando Suárez regresa de La Zarzuela, nada más entrar en La Moncloa, donde ha convocado al Consejo de Ministros, Calvo-Sotelo le sale al encuentro:

—Presidente, lo que ha ocurrido es un hecho muy grave. Tú conocerás mejor que yo el alcance que tiene…

Efectivamente, Leopoldo no puede hacerse idea de qué intereses y qué personas se movieron por delante, por detrás, por debajo y por arriba, muy por arriba, en la tramoya de lo ocurrido. Y eso que era vicepresidente del Gobierno. Tal vez tenía razón Carrillo, «es un político tan distante, que yo creo que pasa de la política». Pero Suárez no piensa explicárselo.

—Esto —continúa Leopoldo— necesita una revisión serena y profunda entre tú y yo de todo lo que habíamos hablado antes.

—Pero es que yo ahora no puedo, Leopoldo. —Mira la hora en su reloj—. Están todos los ministros esperando desde hace rato.

—A lo mejor, del análisis que hagas, se deduce por tu parte un cambio de actitud. —Leopoldo insiste, aunque ve lo inoportuno del momento—. Que sepas que yo en principio no me niego a hablar de nada; incluso, si lo crees conveniente, a replantear la presidencia.

Lo está diciendo sin convicción, como un formulismo de buenas maneras.

—Ya hablaremos.

—O que el Rey arbitre…

Suárez sabe que el Rey ya ha arbitrado —«no quiero que sigas»—, vetando a un ciudadano español en su derecho a ser elegible. Ese arbitrio ad hóminem, como todos los borboneos, no se plasmará en el BOE ni en ningún documento oficial, pero el hombre vetado siente ya en su garganta el amargor de los echados, de los excluidos, de los extrañados, de los puestos al otro lado de la puerta; el amargor seco, sin palabras ni lágrimas, de «estar de más» en su propio país. Al tal hombre vetado le han leído su acta de defunción —«políticamente, estás muerto»—, y hasta camina sin notar sus miembros, «hombre muerto andando», dead man walking. Podrá ir, venir, distraerse, reír, pero no podrá olvidar. Han sido palabras del Rey, de su viejo amigo el Rey.

Por parte de Suárez no hay una petición a Leopoldo, sino un esperar a que pase de las palabras a los hechos y renuncie a la segunda votación de investidura. Pero Leopoldo no renuncia. Es legítimo.

Rodríguez Sahagún habla con él:

—Leopoldo, no sólo comprendo el instinto de defensa, sino que lo comparto: yo estaba en la misma bancada que tú, escondiéndome como tú bajo el asiento; pero… yo no era el candidato a la presidencia. Pienso sinceramente que, por tu dignidad personal y por prestigiar el cargo de presidente, deberías renunciar a tu designación.

—He pensado en eso, y no precisamente por el «gateado» sobre la moqueta, sino por las circunstancias sobrevenidas… Pero, aunque no es Jauja la herencia que recibo, ni es halagüeño el horizonte de los juicios militares que se han de producir, yo también pienso sinceramente que no es momento de arredrarse. No me retiro. He pasado todas las pruebas: elegido por los sanedritas y los órganos de dirección de la UCD, proclamado en el II Congreso Nacional y designado por el Rey. Estoy en mi turno. Además, Agustín, el golpe no me lo han dado a mí, sino a Adolfo. O, por no personalizar, al desgobierno de Adolfo.

La reacción inmediata de Rodríguez Sahagún fue movilizar resortes del partido para que pasaran la bolsa y recolectasen votos entre los grupos parlamentarios. Bastaba la mayoría simple, 176 votos. Los consiguen con un decoroso superávit: 186. La resaca del amago golpista hizo que cambiasen sus intenciones de voto CD, Minoría Catalana y dos diputados de Grupo Mixto, Hipólito Gómez de las Roces y Manuel Clavero Arévalo.

Antes de hablar a solas con el Rey, Adolfo Suárez había enviado un mensaje —en forma de petición, de oferta o quizá de propuesta— a Felipe González para gobernar en coalición la UCD y el PSOE. Había escuchado a Felipe González decir en público: «Yo quizá me siente en un Gobierno de coalición con el partido de Suárez, pero no con Suárez». En el mensaje le hacía saber que estaba dispuesto a presidir o a no presidir, o ni siquiera entrar en ese Gobierno; dejando, eso sí, a uno de sus hombres en la cabecera.

Leopoldo tuvo noticia de esa oferta y poco tiempo después lo comentaba: «Sí, antes de mi investidura hubo un mensaje de Adolfo Suárez a Felipe González para formar Gobierno de coalición. Me consta que el mensaje existió, me consta que se envió, me consta que se recibió, y me consta que no hubo respuesta». Leopoldo silenciaba —aunque lo sabía— que no hubo respuesta por sugerencia del Rey[5].

Así fue. Felipe González informó al Rey el día 24 sobre su disposición y la de su partido —adoptada en reunión urgente con la ejecutiva del PSOE, el sindicato UGT y las Juventudes Socialistas— para formar coalición de Gobierno con la UCD. El Rey no le animó a cogobernar en aquellas circunstancias y con Leopoldo al frente. Asimismo, le indicó que la gobernanza de Calvo-Sotelo tenía fecha de caducidad en plazo breve, y el tácito compromiso de «no agotar la legislatura y dar paso limpiamente al PSOE». La razón de fondo que movía al Rey era bastante lógica. Felipe no podría cogestionar ninguna de las dos tareas que le esperaban a Leopoldo: la integración en la OTAN, ya anunciada, y el impredecible escenario militar de los juicios de guerra a los golpistas. No convenía al juego democrático que los dos grandes partidos se quemasen al mismo tiempo.

En ese intercambio de información, el Rey debió de anticipar a González que recibiría una oferta de Suárez. Y, tras el aviso, le dio un consejo pragmático: «La dimisión de Adolfo ya no tiene vuelta atrás, aunque él se empeñe. Su propia gente le ha disuadido. Se ha avanzado demasiado en la designación de Leopoldo, y debe culminar su proceso. Dile a Adolfo que no, que no quieres entorpecer la investidura de Leopoldo… O mejor, no le digas nada. Él entenderá que no le contestes».

Armada y Milans se conjuran

A última hora de la mañana del 24 de febrero, Suárez preside por última vez el Consejo de Ministros. Se sustancia ahí la orden de destitución y arresto de Milans del Bosch.

Mientras, el destituido teniente general ha viajado desde Valencia y aguarda en el palacio de Buenavista a que el ministro Rodríguez Sahagún le reciba. En esa espera, el jefe de servicios recibe una llamada telefónica del general Armada para Milans. Se la pasan al cuarto del oficial de guardia. Armada habla con rapidez, sin saludos ni rodeos, el mensaje escueto:

—Jaime, hay una cosa esencial en la que hemos de estar de acuerdo, decir los dos lo mismo y no salirnos de ahí: hasta el momento del asalto al Congreso por Tejero, ni tú ni yo sabíamos nada de que este hombre planeaba esa acción. Hasta ese momento, no sabíamos nada. A partir de ahí, sí. Y, a la vista de los hechos, ante la grave situación creada en Madrid, tú, Jaime, intervienes en tu región y yo intento remediarlo acudiendo al Congreso en nombre del Rey. Pero entre nosotros no había ninguna operación acordada, ni ningún plan en marcha. Entre tú y yo no han existido conversaciones anteriores ni reuniones de tipo alguno de preparación de nada. Hemos de estar muy de acuerdo, Jaime, por nuestro propio bien y por el de mucha gente a la que podríamos complicar si no.

Ese teléfono está intervenido y la conversación se registra[6].

La Junta de Defensa Nacional: la hora de las verdades

Después de escuchar el relato documentado y riguroso de Francisco Laína, como testigo y receptor de noticias al hilo de lo que iba ocurriendo dentro y fuera del Parlamento, en las diecisiete horas y media que duró el secuestro, Adolfo Suárez convoca una reunión extraordinaria de la Junta de Defensa Nacional para las cinco de esa misma tarde. En el palacio de La Zarzuela y presidida por el Rey. Asisten también el vicepresidente Gutiérrez Mellado, los ministros de Defensa e Interior, Rodríguez Sahagún y Rosón; los cuatro miembros de la JUJEM, tenientes generales Ignacio Alfaro Arregui, Emiliano Alfaro Arregui, José Gabeiras Montero y el almirante Luis Arévalo Pelluz.

Suárez requiere la presencia informativa de Laína, que en ese tiempo de vacío de poder provocado presidió la comisión de secretarios de Estado y subsecretarios, en sustitución del Gobierno.

Gabeiras propuso un «intercambio de información entre los que estamos aquí, para concretar, dimensionar y valorar lo ocurrido sin desorbitar los hechos», y entre él y el pre-JUJEM Ignacio Alfaro fueron trenzando una relación de capitanías y unidades militares donde «todo discurrió con absoluta normalidad, orden, disciplina y obediencia a sus mandos».

Gabeiras y Alfaro Arregui siguieron turnándose en el uso de la palabra:

—Sin ánimo de legitimar lo ilegítimo, ni de negar lo evidente, sí quiero decir que la «intentona», no caigamos en la exageración de llamarlo «golpe de Estado», ha sido un acto aislado del teniente coronel Tejero y sus hombres; hombres voluntarios, espontáneos, tomados de aquí y de allá, o sea, sin un mando natural. Y por lo que se vio y se ha sabido hasta ahora, sin una organización conspirativa previa.

—Muchos no sabían ni a qué tipo de servicio iban. Algunos creyeron que era para dar escolta a una autoridad militar que llegaría al Congreso. Otros, incluso, municionaron sus armas convencidos de que iban a defender a los diputados de un atentado de ETA…

Suárez, Gutiérrez Mellado, Rodríguez Sahagún y Rosón cruzaron sus miradas, estupefactos por lo que oían.

—Sí, al parecer hubo un malentendido —insistió Alfaro Arregui—. En alguna agrupación de la Guardia Civil se recibió noticia de un atentado de ETA en el Congreso, y eso puede justificar que un número equis de los guardias entrara como entró para desmantelar al supuesto comando etarra.

—Un malentendido que tardaron diecisiete horas y media en aclarar… Y, por lo visto, al primero que confundieron con un etarra fue a mí —dijo Gutiérrez Mellado con toda la sorna que su quebrantado estado de ánimo le permitía—. ¡Hablemos en serio, señores, y no digamos cosas peregrinas!

—En todo caso, creo que ése de Tejero, y sólo ése —subrayó Gabeiras, acotando con las palmas de las manos un imaginario espacio cuadrado y pequeño—, es el acto de rebelión objetiva al que cabe referirse, sin extrapolarlo a nada ni a nadie más.

—Y cuando el capitán general de Valencia, Milans del Bosch, sacó los tanques a la calle y los mantuvo patrullando hasta las cuatro y pico de la madrugada, ¿también buscaba a un comando de ETA? —Esta vez era Rosón con su retranca gallega.

—La intervención de Milans en su región militar —replicó Gabeiras— fue para remediar el posible vacío de poder, y el estado de desorden y alarma en la población, a partir del «suceso aislado» de Tejero. Por lo mismo que decretó el estado Diana alarma 2, para mantener el orden constitucional.

—¿Mantener el orden constitucional —saltó Suárez—, derogando varios artículos de la Constitución, imponiendo la censura previa, ordenando el estado de excepción, prohibiendo las reuniones y actividades de todos los partidos políticos en Castellón, Valencia, Alicante, Albacete, Murcia y Cartagena?

—Si la actuación sublevada de Milans fue, como dice el general Gabeiras, un «servicio de socorro» —Rodríguez Sahagún interrumpió las notas que iba tomando y se dirigió al Rey y a todos los militares sentados en torno a la mesa oval— y en defensa de la Constitución, ¿por qué acabo de notificarle personalmente su cese, arresto y detención en un centro militar, confirmando lo que Su Majestad ordenó a instancias suyas, general Gabeiras, en la misma noche del «golpe de Estado», que no «intentona»? Yo estaba secuestrado cuando ustedes estimaron que debían destituirle y arrestarle. ¡Ya me explicarán…!

—¿Y qué nos dicen de la actuación del general Armada? —preguntó Suárez—. ¿Por qué se mencionaba su nombre como una pieza clave entre los sublevados de Valencia, los de la Brunete y los del Congreso? ¿A qué fue al Congreso?

Como si fuese el abogado defensor de Armada, Gabeiras aseguró: «Armada estuvo toda la tarde y la noche junto a mí, y obedeciendo todas mis órdenes»; eludió responder por qué se mencionaba a Armada como pieza talismán; y justificó su ida al Congreso como «un ofrecimiento voluntario para remediar la situación creada por el “episodio aislado” de Tejero, a quien ofreció irse de España en unos aviones militares, si deponían las armas y dejaban salir a los diputados: fue autorizado para conseguir la liberación, la salvación de todos ustedes».

—¿Que Armada venía a salvarnos? —replicó Suárez—. ¡No, por ahí no paso! Salvadores de la patria, ¡fuera! ¡Ni civiles ni militares! Somos un pueblo soberano. Supongo que todos en esta sala entendemos lo que quiere decir que el soberano es el pueblo. Y que, en un Estado de derecho, son las leyes y no los sables los que protegen al pueblo. Señores, aquí, con la intención de lavar la cara a las Fuerzas Armadas, se está pretendiendo cierto «negacionismo» de unos hechos graves, cuyo calado aún desconocemos; enmascarar unas actuaciones ilícitas; y justificar «comprensivamente» lo que ha sido un intento de golpe de Estado, nada espontáneo ni sobre la marcha, sino muy largamente planeado. Con muchas reuniones, contactos, viajes, documentos de apoyo… Detrás de lo ocurrido y fracasado había no ya un ambiente de conspiración, sino una intensa dinámica de preparación, que habrá que explorar, en vez de echarle tierra encima.

»Señor Laína —le tenía sentado enfrente—, ¿quiere informarnos de lo que usted vivió o conoció fehacientemente en esas horas? Se trata de saber la verdad, y no de hacernos trampas en el solitario.

Laína hizo un relato pormenorizado y con datos, siguiendo el minuto a minuto de los hechos importantes. Incluyó la presencia anómala del general Torres Rojas en la DAC, la toma de RTVE, y de varias emisoras de radio y periódicos, la actitud «de sublevación solidaria, pero sublevación» de Pardo Zancada y sus capitanes. Expuso con cierto detenimiento a qué fue realmente Armada al Congreso y cómo reaccionó al enterarse de que el Rey se había pronunciado por la legalidad constitucional en su mensaje televisivo: «El Rey se ha equivocado —decía Armada—, se ha equivocado. Ha involucrado a la Corona, divorciándola de las Fuerzas Armadas. Él no tiene que meterse a resolver esto. Es una cuestión militar que debemos solucionar los militares. El Rey no debió intervenir por la televisión».

Al Rey se le iba ensombreciendo el rostro y cada vez tenía más acusadas las ojeras.

En ese punto, Laína activó una grabadora con amplificador de sonido para que escucharan varios fragmentos ya seleccionados de algunas conversaciones entre Tejero y Milans, Milans y Armada, Tejero y García Carrés. Oyendo esta última, cuando Tejero decía a García Carrés que Armada había ido al Congreso porque lo que pretendía era «una poltrona» y que «lo mismo entraba por un Gobierno con socialistas y comunistas que por una Junta Militar, si la presidía él», el Rey se tapó la cara con las manos. Intentaba ocultar sus lágrimas. Después sacó un pañuelo y se secó los ojos[7].

Adolfo Suárez, dirigiéndose a Gabeiras, le ordenó la inmediata destitución del general Armada como segundo JEME, «y mañana, el ministro de la Defensa decidirá si procede su detención».

—¡No, Armada no! —Se rebotó Gabeiras, buscando con la mirada el apoyo del Rey—. ¡Armada no!

La voz de Suárez, sentado en el otro lado de la mesa, sonó imperativa:

—¡General Gabeiras, no mire usted al Rey; míreme a mí, que le estoy dando una orden!

Ante esa decisión, intervino de nuevo el pre-JUJEM Ignacio Alfaro para sentar la misma tesis de autonomía militarista que acababan de oír dicha por Armada, la misma con la que, de haber prosperado en la tarde del 23-F, habrían dado un golpe militar desde la cúpula: «Esto es un asunto militar y hay que resolverlo entre militares».

—Los militares somos una gran familia en la que hay de todo. Y, como en las familias, la ropa sucia se lava en casa. Las infracciones que haya habido se resolverán por la jurisdicción militar y a tenor de nuestras Reales Ordenanzas. No conviene escandalizar, ni magnificar, ni meternos a hacer depuraciones. No conviene dar carnaza a la prensa, ni exponer lo que haya ocurrido en juicios públicos. Y desde luego, no conviene, y me opondré con todas mis fuerzas, que este asunto desemboque en un macrojuicio. El pueblo español, necesite o no salvadores, necesita confiar en sus Fuerzas Armadas. Y podemos decir, como hemos expuesto antes, que el 99,99 por ciento de los militares de los tres ejércitos están unidos, leales al Rey y a la Constitución, les guste poco o mucho o nada.

—No sé en qué estadísticas se basa el pre-JUJEM Alfaro, pero las que yo tengo, y actualizadas con periodicidad bimensual o mensual, no dicen eso. ¡Ojalá! Por citar algunas encuestas recientes, y no sólo entre militares veteranos, de devoción franquista, donde la gran mayoría se declara contraria al «todavía actual» Gobierno, a los partidos, a los sindicatos, a las autonomías, a la Constitución, etcétera, sino entre jóvenes cadetes y alféreces de las academias militares, sólo un 10 por ciento se pronunciaba en contra de un golpe. Y ese dato es de hace menos de un mes.

Laína tomó la palabra para referirse a unos informes policiales de meses antes del golpe «en los que se recogían comentarios de personas destacadas del mundo civil y militar según las cuales en sus visitas o audiencias o encuentros con el Rey, Su Majestad criticaba abiertamente al presidente Suárez y se mostraba a favor de su sustitución». «Y entiendo —agregó— que, a partir de esas reflexiones confidenciales del Rey, algunos, como Milans, Armada y otros, pudieran anclar ahí sus proyectos de provocar un cambio de Gobierno, sin importarles mucho los medios, en la confianza de que secundaban un deseo del Rey».

Al callar Laína, se hizo un silencio tenso y cerrado en la sala.

Suárez miró su reloj, aplastó el enésimo cigarrillo de la sesión y anunció «un diagnóstico, no un prejuicio, de lo acontecido».

Dijo que, desde hacía tiempo, él había advertido al Rey, con claridad e insistencia, «acerca de informaciones preocupantes que iban llegando a mi mesa, procedentes del CESID, de la Policía o del SIM, (Servicio de Información Militar) acerca de cenas, almuerzos, contactos y reuniones entre conjurados golpistas, militares y civiles». De memoria, sin afán exhaustivo, mencionó varios nombres y lugares de encuentros.

—No pretendían dar un golpe de Estado, sino de Gobierno —explicó—; y manejaban el nombre del Rey como una garantía o un salvoconducto. Esto no significa que el Rey les hubiera autorizado a usarlo. Pero al consentir sus comentarios críticos les daba a entender que convenía echarme. Entre los conspiradores más solventes y más involucrados, el destino del general Armada en el Cuartel General del Ejército en Madrid sería una señal de que la operación comenzaba a dar pasos adelante. El hecho es que, contra mi consejo y mi voluntad, el destino de Armada se produjo. No voy a aventurar si teniendo la venia del Rey o creyendo tenerla, pero lo cierto es que el general Armada se sintió llamado a reconducir el «desastre» de mi gestión, presidiendo él un Gobierno que negoció paso a paso, hombre a hombre, al margen de las urnas.

»Tal vez no sea superfluo recordarles que yo dimití voluntariamente, y que en mi despedida dije que me iba porque no quería «que el sistema democrático de convivencia fuese, una vez más, un paréntesis en la historia de España». Por algo lo dije: era más que una señal de humo, era un toque serio de atención. Había una operación en marcha, ésa, la de Armada y sus ramificaciones. Hasta las carteras del Gobierno de concentración estaban ya adjudicadas. Dimitiendo, intenté parar en seco esa operación. ¿Podía hacer algo más? Pero… los cabecillas estaban embalados y siguieron adelante. Resulta chusco, sin embargo es así: quien abortó esa operación no fue el Rey con su mensaje televisivo, sino el teniente coronel Tejero al no permitir que Armada pasara al hemiciclo a proponerse como presidente. No le gustó el Gobierno de Armada. Así de simple.

El Rey, tremendamente serio, escuchaba sin pestañear. Suárez, decidido a cantar las cuarenta al lucero del alba, aunque aquél fuese ya su canto del cisne, empezó a repartir estopa de reproches al director de la Guardia Civil, Aramburu Topete; al de la Policía Nacional, Sáenz de Santa María; a las autoridades con mando en plaza, «por su actuación negligente, irresoluta e ineficaz… o por su nula actuación».

Finalmente, mirando en derredor hacia los cuatro miembros de la JUJEM, se dirigió a ellos con tanto respeto como autoridad:

—¿Qué hicieron ustedes por arreglar las cosas, el «acto aislado» de Tejero y sus doscientos y pico guardias? ¿Les faltó coraje para presentarse en el Congreso, o para enviar al mando competente, con la Policía Militar, a detener a Tejero y desalojar militarmente a sus oficiales y guardias? Apliquen la misma pregunta al caso Milans. ¿Por qué enviaron a un hombre solo, el gobernador militar Caruana, a detenerle, sin guarnicionarle con la necesaria dotación de Policía Militar? Se trataba de algo tan simple como retenerle vigilado en su propio despacho.

»Sólo puedo pensar que o ustedes dudaron durante diecisiete horas, y eso es grave cuando se tienen todos los mandos en las manos; o fueron demasiado lentos, sin reflejos, sin creatividad, sin… iniciativa; o, pensando en las consecuencias de un enfrentamiento, se acobardaron. ¿Resultado? Ineptitud total.

»Por personas fidedignas que estuvieron en Vitrubio 1 en distintos momentos de la tarde y la noche de ayer, sé que se les veía a ustedes, y repito literalmente, «haciendo tiempo, sin hacer nada»; que «no hacían más que reunirse a estudiar la situación»… La única propuesta que se les ocurrió elevar al Rey en toda la noche era nada menos que un intragolpe militar, y hubo que rechazarla.

—Perdone, presidente —interrumpió Ignacio Alfaro, con energía—, pero protesto: si nosotros hubiésemos querido dar un golpe desde la JUJEM, nos habría bastado mover dos o tres palancas de las conexiones telefónicas oficiales, que están todas allí, en el sótano de Vitrubio…

—No era su intención, estoy totalmente seguro —continuó Suárez—; sin embargo lo que propusieron fue asumir ustedes el poder ejecutivo nacional, sin contar con la autoridad civil, ni con la Constitución. Y eso, debo decirlo, es algo que ustedes llevan dentro. Hoy ha planeado también en esta reunión: «Los temas militares se resuelven entre militares», se ha dicho aquí. ¡Pues no! Ni las Fuerzas Armadas son un poder del Estado, ni los militares son un pequeño Estado dentro del Estado. Son una organización con unas misiones muy honrosas, pero tasadas, y al servicio del Estado. Y con una jerarquía y una cadena de mando que pasa por el ministro de la Defensa y culmina en el presidente del Gobierno… no en el Rey. Convendría que esto se les inculcara a los alumnos de las escuelas y academias militares.

»Siento decírselo, señores generales, pero ayer el Gobierno y el Parlamento estuvieron humillados y en peligro, y lo afrontaron a solas. Ustedes, en cambio, no estuvieron a la altura de las circunstancias. ¡Y tenían todos los resortes y toda la autoridad potestativa del mando militar! ¡Reafirmado, además, al filo de los hechos con un télex personal del Rey!

Suárez, sabiendo que el Rey no quería que él siguiera en política, y menos aún después de todo lo que había dicho allí, se despachó con un corolario de despedida delante de todos, pero con intención de que lo oyese el Rey:

—A la vista de lo ocurrido, y de que aquí nadie apecha con sus fallos, nadie dimite, nadie renuncia a su cargo, creo que el que tiene una ética distinta soy yo, el que marca unas exigencias demasiado altas soy yo, el que resulta incómodo soy yo… por tanto, el que sobra soy yo. Sí, señores: me siento de más en este país, mi querida España.

Gutiérrez Mellado, sentado a la izquierda del Rey, miró a Suárez y, alzando las cejas sobre sus gafas de concha oscura, le transmitió con ese gesto una carga de enorme amistad.

La reunión había terminado. Excepto el Rey, todos se apresuraron a recoger sus folios y sus notas con avidez final. Rodríguez Sahagún leyó el acta que había elaborado tomando nota de lo que allí se había concluido respecto a los hechos del 23-F. Se la pasó a Suárez. La leyó rápido: «Esto es una falsificación de la historia —dijo—. Me niego a firmarlo».

No hubo firma. No hubo acta. No hubo más testimonio que la foto oficial de la reunión.

En cierta ocasión comentó Laína: «No hubo acta, pero hay memoria. Y como yo no era miembro de la Junta de Defensa, no estoy obligado al silencio»[8].

El Rey, a los líderes de los partidos: «Sé cuáles son mis límites; no me fuercen a salirme de mi sitio»

El 24 de febrero, día de la resaca del golpe, habían empezado ya las detenciones: Milans, Tejero, Pardo Zancada, doce capitanes y ocho tenientes. Y eso era el comienzo.

No se le iba de la cabeza —recordaba Sabino años después— la frase de Armada a Laína en la noche del 23-F: «El Rey se ha equivocado, ha divorciado la Corona de las Fuerzas Armadas». Eso le preocupaba. Él necesitaba recuperar la adhesión del Ejército, como antes del golpe. No quería que los militares pensaran que se había puesto enfrente, en «el otro bando».

Creo que ya estaban convocados los líderes parlamentarios al final de la tarde. Entonces lo que le aconsejé fue aprovechar ese encuentro para hacer una declaración oficial templada en la que él volviera a situarse en su papel constitucional, al margen y por encima, y con cierto tono de exigencia hacia los responsables políticos. Le redacté unas líneas. No se las aprendió y dijo que mejor las leería.

Estuvieron Rodríguez Sahagún, Felipe González, Santiago Carrillo, Manuel Fraga y Adolfo Suárez, como presidente del Gobierno en funciones. Ellos venían con deseos de agradecer al Rey su actuación, su mensaje; pero sobre todo con afán de saber qué había pasado, por qué la sublevación, cómo se logró el rescate, qué regiones habían sido más duras de pelar, qué riesgo de coletazos había… Ellos eran los agredidos, humillados y secuestrados por un tropel de guardias civiles.

El Rey templó muy bien la reunión. Primero les leyó el mensaje con toda seriedad. Y los líderes acusaron al instante los párrafos claves, los que no eran retórica, sino que tenían pólvora: «Sería muy poco aconsejable una abierta y dura reacción de las fuerzas políticas contra los que cometieron los actos de subversión en las últimas horas, pero aún resultaría más contraproducente extender dicha reacción, con carácter de generalidad, a las Fuerzas Armadas y a las de seguridad». O sea, cuidado, señores, no se engallen ahora, porque el sable sigue ahí; el Ejército no ha desaparecido, y no sería prudente mojarles la oreja a todos por lo que han hecho unos pocos.

Y otros fragmentos en los que les daba un toque de atención como dirigentes políticos: «De lo ocurrido será preciso extraer meditadas consecuencias, para determinar futuras normas de conducta»; y también, «invito a todos a la reflexión y a la reconsideración de posiciones que conduzcan a una mayor unidad y concordia». Es decir: legislen, gobiernen, dejen de pelearse por el poder, y aplíquense a mejorar la situación política, económica y social del país, que es la razón del descontento militar.

El Rey tuvo interés en dejarles claro que si hubiese otro golpe se lo tendrían que ventilar ellos, porque él no podría volver a actuar más allá de sus límites y bordeando la Constitución: «Todos deben ser conscientes de que el Rey no puede ni debe enfrentar reiteradamente, con su responsabilidad directa, circunstancias de tan considerable tensión y gravedad».

Luego, ya en un plan más desenfadado, en el tú a tú sin papel, que es donde el Rey lo borda, les advirtió: «Miren, al estar el Gobierno retenido en el Congreso, yo he tenido que actuar durante varias horas sobrepasando mis límites constitucionales; pero no debo volver a hacerlo… yo sé cuál es mi papel, y dónde está la raya roja que no debo rebasar, de acuerdo con la Constitución: no me obliguen ustedes a forzar ese límite y a salirme de mi sitio».

Y volvió a insistir, cuando les explicaba ciertos episodios procelosos de la noche. «De ésta hemos salido —les decía, más o menos—, pero no volvamos a poner en peligro la democracia y la Constitución. Procuremos entre todos no dar motivos ni pretextos para que otros se arroguen la tarea de reconducir la marcha política del país… No me endoséis el remedio final de todos los descontentos. ¡Yo no puedo ser el pararrayos continuo!»

Para el Rey, lo importante era que, con esas líneas de regaño a los políticos, él salvaba la cara ante los mandos militares[9].

Armada, detenido

Armada acababa de enterarse de su cese por una llamada telefónica de Gabeiras a las nueve de la noche —«no tengo buenas noticias… Alfonso, estás destituido; yo te he defendido, pero ha sido cosa de Suárez y Rodríguez Sahagún, ¡no sabes qué presiones he tenido!»— y no salía de su sorpresa. Alguien le transmitió la oferta de poner tierra y mar por medio, y él respondió con gran pundonor: «Yo ni me fugo como un desertor ni huyo como un cobarde».

La detención de Armada, su encausamiento, introducía elementos altamente perturbadores en la causa 2/81 recién abierta. Armada era una especie de núcleo radial del que partían conexiones tan sensibles como la conspiración militar, la trama política civil, los cerebros del CESID… Había que tener muñeca de relojero y pulso firme para atinar con esa decisión. Sobre todo, porque, a diferencia de Milans y de Tejero, Armada —igual que Cortina— se procuró coartadas para todos sus movimientos, evitó testigos de cualquiera de sus contactos, borró sus huellas. Actuó con la inteligente invisibilidad de los maestros del camuflaje.

El 25 de febrero era el día de la investidura de Calvo-Sotelo. Rodríguez Sahagún vivía su última jornada como ministro de la Defensa. Llamó a Laína:

—Vente, Paco, tengo citados a Quintana Lacaci y a Gabeiras. Aquí, en el palacio de Buenavista. Tú escucha y no hables, mientras yo no te pregunte.

Una vez allí, en el despacho del ministro, Rodríguez Sahagún pregunta a los dos generales su opinión sobre la actuación de Armada y si tienen argumentos, indicios o pruebas de su implicación en los hechos de rebelión militar del 23-F, si tergiversó o alteró la información que suministraba sobre regiones militares sublevadas, haciendo creer que el Ejército podía estar en riesgo de escisión, si le sorprendió el asalto al Congreso, si el proponerse como presidente fue algo surgido sobre la marcha o ya tenía previamente estudiados los artículos de la Constitución donde encajaría esa oferta suya…

Las contestaciones de Gabeiras eran muy vacilantes: «Hombre, bueno…, yo no sé si…» Hasta que saltó Quintana Lacaci. «¿Cómo que “yo no sé si…”? Armada estaba metido en el guiso, y lo del Congreso era su gran oportunidad y no la quiso dejar pasar de ninguna manera… ¡A ese tío hay que detenerle! Yo no me la he jugado para que ahora esto se quede así».

Gabeiras abrió con rapidez una carpetilla de piel clara, sacó un documento con membrete oficial y lo puso sobre la mesa:

—Pues aquí traía yo la orden de detención preparada, por si acaso hubiera que…

—No la firmes aquí —le atajó Rodríguez Sahagún—. Hazlo en su debido lugar: en tu despacho[10].

Armada es detenido ese mismo día, en su domicilio.

El Rey: «Ni depuración militar, ni caza de brujas»

El miércoles 25 era la investidura de Leopoldo. Los diputados volvían al salón de plenos después de la retención forzosa. Poco a poco iban descubriendo en la cúpula los impactos de las balas. Landelino Lavilla pronunció una aguerrida soflama para «reprobar enérgicamente hechos como el ocurrido, cualesquiera que sean sus motivaciones, declaradas o encubiertas», «exigir las responsabilidades en que se haya podido incurrir», «proclamar nuestra fe en el orden constitucional y declarar paladinamente que hoy un auténtico grito de “¡viva España!” no encierra una verdad distinta que la de “¡viva la Constitución!” y “¡viva la democracia!”…» No era la expresión de un patrioterismo exaltado, sino un deseo de devolver a los demócratas la palabra «España», monopolizada por los nostálgicos del viejo régimen.

Las ovaciones se sucedían con entusiasmo; pero, cuando Lavilla mencionó «el firme pulso de Su Majestad el Rey de España, que ha garantizado el orden constitucional y ha asegurado nuestra liberación», la Cámara puesta en pie restalló no ya en aplausos sino en gritos de «¡viva el Rey!», respondidos por los diputados de todo el espectro. Salvo dos señorías que permanecieron sentados y sin aplaudir, el independentista canario Fernando Sagaseta y el fuerzanovista Blas Piñar, el hemiciclo era un vehemente hosanna al Rey salvador.

Los discursos de explicación del voto fueron breves. El Leitmotiv, evidente: «No podemos decir que aquí no ha pasado nada: aquí ha pasado algo muy serio, muy peligroso, muy grave…» Minoría Catalana y CD se replantearon sus desapoyos al candidato «antes del 23-F» y ahora le prestaban sus votos. Con esa calderilla y el plus de dos diputados del Grupo Mixto, Hipólito Gómez de las Roces y Manuel Clavero Arévalo, Calvo-Sotelo logró reunir la mayoría simple y una propina de diez votos más. En total: 186.

Sin embargo, rechazó la oferta «sin condiciones» que, en el último minuto antes de la votación, le hizo Felipe González. «Ahora sí se ha encendido seriamente la luz roja de peligro para las instituciones —dijo Felipe desde la tribuna— y el PSOE invita al candidato a la presidencia del Gobierno a componer una invencible mayoría entre UCD, PSOE y los grupos parlamentarios que quieran arrimar el hombro a la acuciante tarea de democratizar profundamente el Estado y sus instituciones, democratizar la sociedad civil, y afrontar con valor la crisis económica»[11].

Su propuesta era un Gobierno transitorio y tótum revolútum, un gran potaje nacional. La solución Armada, sin Armada. Ahora bien, espantando el estereotipo malévolo del buitre ansioso de tajada de poder, aquella mano tendida de Felipe era un gesto de responsabilidad política, formulado en sesión plenaria «para que nadie pueda decir que no se oyó nuestra voz en este momento anunciando el peligro en el que estamos viviendo».

Extrañamente, ese ofrecimiento no mereció de Calvo-Sotelo ni la cortesía parlamentaria de levantarse y, siquiera desde el escaño, decir un simple «gracias, señoría».

Caben dos explicaciones para ese rechazo. Leopoldo accedía a la presidencia con unos compromisos que difícilmente podría consensuar con los socialistas: el ingreso en la estructura militar de la OTAN, la renovación del tratado defensivo con Estados Unidos, el sometimiento a las salvaguardas y controles de la OIEA, es decir, la renuncia práctica a ser un país con armamento atómico propio y, por tanto, a la utilización de nuestros yacimientos de uranio, instalaciones y reactores nucleares para uso militar. Y unos juicios militares, previsiblemente manipulados y con tongo, de los que quizá se desprendieran salpicaduras para notables miembros del PSOE. Todas esas «hipotecas» con que Leopoldo aceptaba gobernar le impedían compartir la tarea con los socialistas.

El Rey en persona se encargaría de amainar cuanto antes las impaciencias del PSOE, asegurándole que la previsión de Leopoldo era no agotar la legislatura y darle paso limpio en cuanto el patio estuviera apaciguado. Y así fue.

Al día siguiente, tras la ceremonia de la jura de Calvo-Sotelo en La Zarzuela, sabiendo el Rey que ésa iba a ser la última ceremonia oficial en palacio a la que Adolfo Suárez asistiría en razón de su cargo, y por balsamizar las asperezas en sus encuentros del 24 de febrero, se acercó y le felicitó por el ducado —«ha salido en el BOE de hoy»—. Suárez le dio las gracias y omitió decirle que, comparando el texto propuesto desde La Moncloa sobre los méritos que justificaban la otorgación del título y el que salió aprobado de La Zarzuela, se notaba que habían metido, más que una tijera, una podadora. A instancias del monarca, habían eliminado toda referencia a las iniciativas y al protagonismo de Suárez en la Transición, de modo que sólo constaba «su lealtad y espíritu de servicio y patriotismo en las misiones que le fueron encomendadas», como si su papel hubiese sido el de un mero actor obediente al dictado de otro[12]. Respondió que enseguida organizaría la preceptiva casa ducal.

Ni el Rey ni él querían mencionar la detención de Armada, ocurrida el día anterior. La tirantez no desaparecía. Las espadas iban a quedar en alto. Cambiando de tema y de tono, el Rey ensartó unas cuantas preguntas: «¿Qué piensas hacer? ¿Seguirás como diputado de UCD? ¿Cómo te quedas… económicamente? ¿Necesitas dinero?»

Suárez respondió vagamente y sin ganas: «Probaré cómo me va con un bufete de asesoramiento, consulting se dice ahora…» Luego, intentando bromear: «Consejos vendo que para mí no tengo. Quizá tendría que ser yo mi primer cliente». Los dos esbozaron unas risas forzadas. Empezaban el juego de olvidar el ayer.

Adolfo acompañó a Leopoldo a La Moncloa. Al llegar, no quería entrar, «es que salimos de viaje y ya me están esperando…». Leopoldo quería una sesión larga de tutoría y traspaso de papeles:

—Comemos, hablamos, me enseñas los resortes claves, en quién confiar, de quién no fiarme, la caja secreta de experiencias y asuntos que sólo tú sabes y no has compartido con nadie… En fin, el know-how de esto de ser presidente. Me siento un poco Robinson Crusoe en una isla desconocida.

—No exageres. Has sido el más veterano de todos mis Gobiernos. Y vicepresidente. No tengo ningún dossier reservado que entregarte, ningún secreto de Estado, nada que tú no conozcas ya… ¡Ah! A propósito de cajas secretas, verás una caja de seguridad en mi despacho. La empotraron estando yo en el Congreso de Palma; pero como ya estaba dimitido, no tuve nada que meter. La clave debe de estar dentro.

—¡Pues me haces una gran faena yéndote hoy mismo, tan lejos y un mes!

—Lito, mi cuñado, iba a venirse a estas vacaciones, pero se queda para explicar dónde está todo a Eugenio Galdón, o a quien tú digas.

Leopoldo, mirando en derredor el despacho que empezaría a utilizar al día siguiente, comentó con su pizca de mordacidad:

—Veo que dejas unos amplios ventanales, muchos teléfonos y ningún libro.

Adolfo hizo como que no le había oído.

—No te doy ningún consejo porque no te serviría. Tú, no sólo gobernarás distinto que yo, es que harás lo distinto. Estoy seguro.

Ya en el porche, un abrazo fuerte y un aviso final:

—Leo, tráete el piano, tráete libros, tráete cuadros que te guste mirar… Esto es una prisión. No quiero aguarte la fiesta, pero aquí llevarás una vida inhumana.

El mismo día de la jura de Calvo-Sotelo, cuando aún no tenía confeccionado del todo su Gobierno, Sabino quiso tratar con el Rey el tema que le desvelaba: las consecuencias del 23-F, el rechazo social a la Guardia Civil y al Ejército, los nuevos destinos militares y los juicios de guerra.

Después de reunirme con Mondéjar, el jefe de la Casa, y con De Valenzuela, jefe del Cuarto Militar —contó Sabino—, subí al despacho del Rey y le dije que sería muy oportuno que Leopoldo nombrase ministro de la Defensa a un militar. Primero, porque era en las Fuerzas Armadas donde había que poner paz y disciplina, y tener buena información de los movimientos conspirativos que todavía coleasen dentro del Ejército. Y segundo, porque la criminalización de los golpistas convenía hacerla con el máximo de dignidad y el mínimo de encarnizamiento social, limitando el número de encausados, implicando a los menos posibles, y tratar por todos los medios de excluir del proceso a los de la trama civil. Cuanto menos extensa fuese la mancha de aceite, menos pringaría. Y, desde luego, que todo se sustanciara en el ámbito estricto de la jurisdicción castrense.

Esto al Rey le gustó. ¿Cómo no iba a gustarle? Cualquier cosa, menos irritar innecesariamente a los militares. O, aún peor, exponerse a que los inculpados, por defenderse ellos, disparasen contra el Rey con peligrosas alusiones a si consintió y respaldó la Operación Armada.

Pero cuando esa misma tarde se lo propuso a Calvo-Sotelo, Leopoldo se negó: «¿Un ministro militar? La oposición no me lo consentiría. Y ante los ciudadanos daría la impresión de que el Gobierno estaba vigilado por el espadón, y desde dentro». Se le ocurrió una solución intermedia: «Yo ya tengo pensado nombrar a Alberto Oliart, que es un hombre inteligente, liberal, casi podría decir progre, que sabrá actuar con tacto y prudencia. Le diré que Sabino va a estar en contacto permanente con él, para orientarle y centrarle bien en todo lo militar». Y así lo hizo.

Me tocó seguir al pespunte la marcha del consejo de guerra, desde la fase de instrucción hasta el final, saliendo al paso en varios momentos de altísimo riesgo. Yo tuve mis observadores camuflados en la sala de juicios, en Campamento, que me informaban, mañana y tarde, al terminar cada sesión. Y a diario, recibía en Zarzuela una copia de las actas de esa jornada. Por cierto, ¡qué mal el Ejército!, ¡qué falta de compañerismo! Salvo contadísimas excepciones, como Pardo Zancada y algún otro que apecharon con su responsabilidad, ¡qué poca gallardía tuvieron los procesados…, y los que se libraron de una imputación penal! Allí cada uno iba a salvar su pellejo y su carrera, dejando al de al lado en la estacada. Y por supuesto, amparándose en la obediencia debida a sus jefes.

Cuando ya estuvo formado el Gobierno, el Rey despachó con Oliart. Le aconsejó «actuar con pies de plomo, porque este terreno puede estar sembrado de minas donde menos lo esperamos» y que no aumentase el listado de los implicados —«los que están, y ni uno más… y saca de ahí, saca de esa lista a todos los que puedas; que toquen sólo a los que no haya más narices que tocar»; «no interesa ni un macrojuicio, ni un proceso abierto más de un año: cuanto más rápido, mejor»; y «de caza de brujas, nada», «aquí no se va a hacer ninguna depuración militar»; «no conviene irritar y humillar al Ejército en su conjunto, y mucho menos que la sociedad la emprenda contra él».

El Rey le dijo también: «Ya iremos viéndolo, Alberto, y fijaremos un calendario, porque pienso intensificar este año mi presencia en actos militares. Quiero que me sientan cerca, exaltar su patriotismo y apoyarme en la lealtad que me han demostrado durante el 23-F. Es un hecho que si me obedecieron fue porque vieron en mí a su jefe natural. Si hubiéramos sido una República…, no sé yo»[13].

Leopoldo hace su Gobierno en el trono del Rey

El 26 por la tarde, Calvo-Sotelo volvió a La Zarzuela y tuvo una amplia conversación con el Rey. Desde los días de las consultas regias, las condiciones que Leopoldo debía aceptar para ser designado estaban claras. La más importante era la OTAN. Pérez-Llorca, titular de Exteriores, iniciaría sin demora los contactos entre los países socios de la OTAN para que España fuese admitida en el club defensivo.

Como dijo, muy contrariado, Yuri Dubinin, el embajador soviético en Madrid: «Si Calvo-Sotelo no hubiese sido atlantista, el Rey no le habría designado. Había una presión estadounidense muy potente para que España entrase en la OTAN: presión militar, económica, de política exterior y comercial. Fue también una de las causas subterráneas de la caída de Suárez. Y más en aquellos momentos, tras la invasión de Afganistán por la Unión Soviética, cuando Estados Unidos exigía el reequilibrio de los bloques incorporando a España»[14].

Otro de los mandatos era desnuclearizar España: que el Gobierno español cancelase los trabajos de producción de plutonio y de fabricación de su propio armamento atómico. Cuando todavía Suárez ejercía en funciones, sin contar con él ni con Gutiérrez Mellado, el ministro de Industria Ignacio Bayón —también en interinidad— autorizó a Luis Magaña, presidente de la Junta de Energía Nuclear, a enviar una carta oficial a Viena, sede de la OIEA, aceptando sus salvaguardas y sometiendo a su control todos nuestros yacimientos de uranio, instalaciones y reactores nucleares[15]. Es decir: España renunciaba a ser un país con su propia fuerza atómica disuasiva. La carta se escribió y fechó calculando que, cuando allí se recibiese, Leopoldo ya habría tomado posesión de su cargo presidencial. De hecho, llegó a Viena días antes del 23 de febrero. Ante el suceso golpista, la Junta de Gobernadores de la OIEA congeló nuestro ingreso, ya aprobado: «Se hará oficial en el momento oportuno»[16]. Estando el Gobierno en funciones y todavía no investido CalvoSotelo, ¿quién urgió?, ¿quién autorizó esa decisión, diametralmente contraria a la política nuclear que Suárez había defendido en todos sus mandatos?

Cuando el general Guillermo Velarde, de la Junta de Energía Nuclear, visitó en su domicilio a Gutiérrez Mellado y le dio la noticia, el ex vicepresidente no daba crédito: «¡Imposible! ¿Usted ha visto esa carta, Velarde? Eso se ha hecho a espaldas nuestras. Ni Suárez lo habría permitido, ni Rodríguez Sahagún, ni yo. Esa carta se ha enviado sin mi autorización. Ha sido una puñalada de pícaro…» Gutiérrez Mellado estaba muy disgustado: «Hemos entregado, porque sí, sin contrapartidas, no una posibilidad, sino una realidad presente de que España disponga de su propio arsenal nuclear. Y se ha hecho en nombre del Gobierno de España, pero sin contar con el Gobierno…»

El teniente general Alfaro Arregui, presidente de la JUJEM, partidario de que España tuviese su propio potencial atómico, fue también sorprendido por «una gestión de tal importancia y tan subrepticiamente realizada». «¿Quién lo ordenó —se preguntaba—, quién presionó, quién se aprovechó de la interinidad del Gobierno?»[17] Eran interrogantes que no pretendían respuestas: todos ellos sabían perfectamente «quién».

La desnuclearización era una parte del lote al que Calvo-Sotelo se había comprometido con el Rey para recibir la presidencia del Gobierno. El ingreso en la OTAN, sin referéndum, por mayoría parlamentaria simple, completaba el lote. Y también en eso se apresuró Calvo-Sotelo, anunciando ante las Cortes su compromiso de ingreso el 18 de febrero, una semana antes de ser investido[18].

Al concluir la audiencia, el Rey apremió a Leopoldo a «recuperar la normalidad», «cerrar el paréntesis de poder interino, abierto desde hace un mes con la dimisión de Suárez» y «dar a conocer el nuevo Gobierno cuanto antes».

—Señor —dijo Leopoldo—, si en esta casa me dejan una mesa, una silla y un teléfono, hablo con tres o cuatro personas, y termino de cuadrar el equipo.

—Aquí mismo —le propuso el Rey—, te quedas en mi despacho. Yo me voy porque tengo unas cosas que hacer.

Leopoldo se resistía, pero el Rey insistió:

—No, no, te quedas aquí. Además es muy cómodo, porque aquí está el teléfono rojo, por si tienes que hablar con algunos ministros para hacer permutas de carteras…

—Pero, señor, ¿cómo se va a sentar un monárquico de los que iba a Estoril desde los años cuarenta, en la silla del Rey, eso que antes se llamaba «el trono»?

—¿Cómo? ¡Pues sentándote…!

«Y con autoridad incluso física —recordaba Calvo-Sotelo años después—, me empujó y me sentó en su sillón de despacho. Y allí acabé de combinar el Gobierno».

Aquella «promiscuidad» entre la Corona y el Gobierno no era muy ortodoxa, pero… había prisa.

Leopoldo se jactaba después: «A mí, para ser presidente, no me eligió Adolfo; me eligió el Rey». Una jactancia que sólo se entiende cuando uno no puede decir «a mí me eligieron los ciudadanos en las urnas».

¿Consejo de guerra o simulacro de Estado?

Decía Calvo-Sotelo: «La decisión más importante que tomé fue acotar el problema de los juicios militares. Acotar en cuanto a las personas y al tiempo. Y resultó buena». Que el Gobierno decida a priori a cuántos y a quiénes se ha de procesar, y tase la velocidad y la duración de los juicios, es algo que atenta contra el sentido natural de la justicia, cuya fiabilidad radica precisamente en la ausencia de premeditaciones y prejuicios. Así pues, la decisión «previa» de Calvo-Sotelo inoculaba ya a los juicios un vicio de origen.

Ese «acotar» buscaba un banquillo de acusados reducido al mínimo. Era el consejo de Sabino al Rey, el encargo del Rey al ministro Oliart: «Que toquen sólo a los que no haya más narices que tocar». Los indisimulables. Los que dieron el cante: Tejero, Milans, Pardo Zancada y…, con guantes y pinzas, Armada.

Tácito o explícito, hubo un entendimiento: si «vosotros no extendéis la condena y el sentimiento de agravio a todo el Ejército»,[19] nuestros jueces militares sobrevolarán la trama civil de políticos, empresarios y periodistas enganchados en la Operación Armada, ignorando su existencia. Y funcionó.

Para el Rey y para el presidente del Gobierno, el juicio del 23-F no era un asunto más o menos preocupante, más o menos agobiante: era un asunto absorbente, era «el asunto». Y con motivos. Uno, porque podía encrespar a los militares y a sus familias. Dos, porque se preveía una ruptura entre la sociedad civil y el estamento castrense. Tres, porque el Rey no quería «perder» su liderazgo sobre los ejércitos. Cuatro, porque la expectación nacional y extranjera sobre los procesos era incontenible. Cinco, porque el resultado de los juicios sería el test de madurez de la democracia española ante Estados Unidos y las democracias europeas. El «tejerazo» bananero había puesto a España bajo sospecha de franquismo insepulto.

Calvo-Sotelo y Oliart vivieron en un ay de temor alerta mientras duró el consejo de guerra. Querían resolverle el problema a la Corona y al Estado. Consideraban que esos juicios eran la clave de la Transición y no debían cerrarse en falso. Pero el peligro golpista no había sido conjurado y la clase política alimentaba el síndrome de lo que se dio en llamar «democracia vigilada».

Calvo-Sotelo justificaba así su decisión de atarle las manos al juez togado instructor, el general García Escudero, para que no ampliase sus investigaciones y fuese comedido en el señalamiento de acusados: «Si se hubiera perseguido sañudamente la llamada trama civil y militar, por gradaciones insensibles, se habría llegado muy lejos. Sí, habrían aparecido hasta Felipe González y el PSOE en Lleida, en Madrid… Un día le dije a Felipe: “Yo no sé a ti, pero a Múgica desde luego le cita el juez militar, porque en el golpe blando, en el golpe constitucional, estabais muchos. Yo no lo sé, pero estabais muchos, y con este plural me refiero a una parte del PSOE…” Pues bien, si yo pincho con un compás en el centro de la trama y llego hasta Múgica y doy la vuelta, ¿a cuántos españoles metemos? Dos mil, ¿no?»[20].

Un argumento similar al del ministro Oliart: «Según mis cálculos, la lista de imputados hubiera podido ascender a más de tres mil o cuatro mil»[21].

Uno de aquellos días, el historiador Raymond Carr —que siempre planeaba por Madrid al olor de alguna presa importante— le preguntó al ministro Oliart:

—Alberto, habiendo tanto golpista potencial y tantos militares contrarios a la Constitución, ¿por qué no depuras a fondo el Ejército?

—Porque si depuro por ideologías… me quedo con veinte —le respondió el ministro con cierta calma fatalista[22].

La raya estaba trazada con premeditación. El Rey, ya lo dijo, no quería ni caza de brujas, ni macrojuicio.

En un receso del consejo de guerra, a media mañana de un día de abril, una periodista le comentó al fiscal togado Claver Torrente:

—Su estrategia de acusador es evidente: para usted, la mampara de cristal antibalas es la raya límite donde acaban los implicados. Y que nadie se empeñe en señalar más responsables, ni hacia abajo ni hacia arriba, porque el fiscal no entra en ese juego… ¿En serio cree usted que sólo estuvieron en el golpe esos treinta y tres hombres?

Antes de responder, el fiscal dibujó una circunferencia sobre la gravilla con la puntera de su zapato. Luego dijo:

—Más que una raya, yo he trazado un círculo. Sólo los que están ahí dentro y ni uno más. Si empezásemos a ampliar ramificaciones, que las hay, llegaríamos a los Urales[23].

La investigación judicial del 23-F distó mucho de ser ejemplar. Más bien, lo que resultó fue el ejemplo de lo que nunca debió ser. Nació ya como «el fruto del árbol envenenado» —en expresión clásica de la jurisprudencia—, por la premeditación de cargar lo máximo sobre los mínimos, implicar al menor número posible de militares y a ningún civil; si acaso, rellenar el hueco con el bulto orondo de uno sólo: el falangista García Carrés.

Se aceptó el «pacto del capó» —suscrito sobre el capó de un Land Rover de la DAC Brunete, aparcado en el patio del Congreso—, en el que Armada, como apoderado del consentimiento del Rey, canjeó la libertad de los diputados y del Gobierno por la rendición de Tejero, Pardo Zancada y los hombres a su mando. Bien hasta ahí. Pero la sustancia del pacto era la libertad inmediata y sin responsabilidad penal de los ciento trece soldados de la DAC Brunete, y de los doscientos veinticinco o doscientos cincuenta guardias civiles y suboficiales. Nunca se fijó el número, ni hubo ocasión de contarlos.

Se trataba de una intromisión del Rey en territorios del poder judicial y del poder ejecutivo, porque o bien impartía una amnistía colectiva, que está expresamente prohibida por la Constitución, o bien otorgaba de una tacada más de trescientos indultos personales. Indultos «personales» imposibles, por desconocerse las identidades de los indultados. Y porque cualquiera de esas concesiones de gracia hubiese requerido un proceso penal en toda regla: identificación del imputado, presencia del juez y del fiscal, encausamiento, juicio, sentencia y condena. Al no ser así —ni utilizando la tramitación abreviada del juicio sumarísimo en atención a la urgencia—, lo que el Rey autorizó con el «pacto del capó» fue, sin más, la libertad de ciento trece militares, y doscientos veinticinco o doscientos cincuenta guardias civiles que, so capa del anonimato, seguirían integrados en sus unidades, vistiendo sus uniformes y portando sus armas.

No se sustanció la actuación de la JUJEM durante las diecisiete horas y media del golpe.

No se investigó a los capitanes generales, ni lo que hicieron ni lo que hablaron con el Rey. Tampoco las rondas telefónicas de todos ellos con el monarca, con los generales Gabeiras, Quintana Lacaci, Sáenz de Tejada, Fernández Campo y Armada. Ni las conversaciones mantenidas entre ellos aquella noche, en las que intercambiaban información, opiniones, dudas, propuestas… De muchas de esas comunicaciones existían cintas. Según el CESID, desde la sede París —sita en la avenida Cardenal Herrera Oria, de Madrid— intervinieron numerosas llamadas aquella tarde-noche; entre otras, las de entrada y salida de la centralita de La Zarzuela, líneas estándares de Telefónica.

Al parecer, los jueces militares se conformaron con el certificado estereotipo que cada capitán general remitió al juez instructor. Y nada más.

Se quiso ignorar —y se ignoró— la identidad de los diecisiete asistentes a reuniones conspirativas organizadas por el teniente general Milans en el piso de General Cabrera 15, en Madrid.

Se pasó de puntillas sobre la actuación del CESID, implicado en el golpe como presunto «autor intelectual» y «cooperador material necesario» desde el momento cero más uno del proyecto hasta el penúltimo minuto de su ejecución. No se demandaron los vídeos y las cintas magnéticas sonoras de las reuniones conspirativas —tanto las de militares como las de civiles—, cuyo seguimiento se realizó durante meses. Ni las transcripciones de sobremesas de comidas en la Agencia EFE, con argumentos de conspiración golpista. Ni se fijaron los contactos entre el general Armada y el comandante Cortina. Ni se dio una explicación solvente a la triple casualidad de que, el 23-F, a primera hora de la tarde, tres vehículos del servicio de inteligencia, con sus agentes al volante, coincidieran en puntos distintos de Madrid con los tres autobuses de los guardias de Tejero y los guiaran a través de la ciudad hasta el Congreso de los Diputados, porque sí, como tres boy scouts ayudando a tres ancianitas a cruzar la calle.

Cuando las preguntas en la sala de juicios resultaban incómodas para el comandante Cortina, éste solía amurallarse en el sigilo de oficio, en la seguridad del servicio o en el secreto de Estado, negándolo todo a fin de no desvelar sedes, encuentros, personas, trayectos, operaciones, contactos… El repertorio de sus respuestas era tan parvo como terminante: no, nadie, nada, nunca. Si bien en otras ocasiones se lanzaba a hablar, hablar y hablar, aportando cantidades ingentes de minucias marginales a la cuestión. El fiscal Claver llegó a reprenderle: «Usted no hace más que hablar de lo que le da la gana, pero no me dice nada que interese a esta causa». En efecto, Cortina se aplicaba a sí mismo el método Ollendorf, utilísimo como autodefensa del espía sometido a un interrogatorio: aislar mentalmente el dato que se quiere preservar, no mencionarlo siquiera, y declarar profusamente sobre cualquier cosa accesoria, incluso banal[24].

Cierto día, cercado por las preguntas del fiscal, en cuanto se suspendió la sesión fue flechado a la hilera de teléfonos de monedas. Descolgó, marcó y, al habla con un jefe del CESID o con su abogado defensor, advirtió en un tono de rotunda amenaza: «Y diles que como este tío siga jodiéndome, ¡saco hasta lo de Carrero!» Cuando a primera hora de la tarde se reanudó la vista, el tenor de las preguntas era muy distinto, como si el fiscal fuera otro. El acoso había cesado[25].

José Luis Cortina tenía sus recursos no sólo para el escapismo en los interrogatorios, también para el escapismo final. Como explicaba poco después su hermano Antonio al ex ministro Otero Novas: «Si mi hermano Pepe, sabiendo todo lo que sabe, ¡todo lo que sabe y calla!, resultó absuelto, sin pruebas y sin cargos, fue porque en un determinado momento envió a…, a quien debía enviárselo, un mensaje bien claro: “Yo me juego la vida por España, pero no voy a jugármela por nadie más… Por nadie más”»[26].

El tribunal denegó el 90 por ciento de las diligencias de prueba, de la presencia de testigos y de los careos propuestos por las defensas. Una falta de garantías procesales inadmisible en un Estado de derecho, como si los encausados tuviesen por su condición militar una ciudadanía degradada. Con lo que los juzgadores incurrían en el contrasentido de exigirles que defendiesen una Constitución en la que no podían ampararse.

No se investigó la trama civil «democrática» —políticos, empresarios, banqueros, abogados y periodistas: los contactos civiles del general Armada—; ni se citó a declarar a quienes figuraban en el listado de Gobierno que Armada mostró a Tejero en el Congreso y que ninguno de los incluidos con cartera de ministro desmintió. Como tampoco se permitió a la doctora Carmen Echave aportar la prueba de ese listado de Gobierno, tomado a mano por ella mientras Armada se lo leía a Tejero, lista que luego cotejó con los nombres que también había apuntado un capitán de la Guardia Civil sublevado con Tejero. Nadie del tribunal interrogó sobre esa lista ni a la doctora ni al capitán, que se sentaba entre los acusados. La directiva era meridiana: ni una pregunta sobre la trama civil.

Así que temblaron los cimientos de la sala de vistas cuando a requerimiento de un buen número de letrados defensores se reclamó la presencia del diputado Enrique Múgica. Era el cabo de la mecha que podía deflagrar la bomba de la trama civil que pivotó sobre Armada. El presidente del tribunal, el teniente general Gómez de Salazar, a través del teniente coronel relator Jesús Valenciano, ofreció a Ángel López Montero, abogado defensor de Tejero, «la libertad inmediata, hoy mismo, y absolución en sentencia de los ocho tenientes y los ocho capitanes de la Guardia Civil imputados, a cambio de que no declare el diputado socialista Enrique Múgica». Los oficiales, uno por uno le fueron diciendo al enviado «no hay trato», «no hay trato», «no hay trato»…

En todo caso, tal como se deseaba, la declaración testifical de Múgica fue un viaje a ninguna parte. Un sketch de teatro del absurdo: el presidente del tribunal asumió el papel de defensor del testigo —figura que no se contempla en los procesos judiciales— rechazando toda pregunta de bisel peligroso. Y con ese paripé se dio por cumplida la excursión a la trama civil.

El ministro de la Defensa Oliart llegó a pedir al decano de la abogacía, Antonio Pedrol Rius, que retirase las licencias colegiales a los abogados defensores civiles que, con sus preguntas, reiteradamente intentaban involucrar al Rey.

En aquellos juicios se daba la paradoja de que eran los acusados, y no los jueces ni el fiscal, quienes querían indagar y llegar hasta el fondo, o hasta la cumbre. Unos con intención de esparcir las culpas y agrandar el parqué de los responsables; y otros —casi todos, treinta y uno de los treinta y tres—, con el legítimo deseo de saber si alguien usó el nombre del Rey en vano y ellos habían sido víctimas de un engaño.

El Leitmotiv de las cuarenta y ocho sesiones de la vista fue la invocación al Rey. Y no sólo por el afán encizañador de los abogados defensores; sino porque el patrocinio regio había sido la «razón de garantía» que puso en marcha la Operación Armada «por pasos contados»; la «razón» que convenció a una orla de dirigentes políticos y empresarios a embarcarse en un «Gobierno no emanado de las urnas»; la «razón» que ganó a Milans para controlar los preparativos golpistas del 2 de mayo; la «razón» para congelar los planes de Tejero; la «razón» para que el CESID fabricara un «detonante de gran efecto», el supuesto anticonstitucional máximo provocador de un vacío de poder… El patrocinio regio, o su aceptación a ojos cerrados, había sido lo que los impulsó a todos. Por mucho que ahora discrepasen entre sí, por muy enemistados y sin hablarse que estuvieran, todos los encausados eran unánimes al afirmar que, en conciencia, actuaron creyendo que obedecían al Rey.

Y para ninguno de ellos era igual haber sido utilizado con fraude por Armada y por Cortina que haber sido abandonado en el último momento por el Rey. De ahí que la apelación al «impulso soberano» fuese un sonido de fondo continuo en los juicios.

Un tajante mentís del monarca, leído en la sala de juicios, hubiese despejado de cara a la historia el trasfondo brumoso de una sospecha. Pero no lo hizo. Y el precio sería la sombra de una duda permanente.

Su mensaje televisivo, a horcajadas del 23 y 24 de febrero, mientras Armada intentaba convencer a Tejero, afirmaba la apuesta de la Corona por la democracia y la Constitución, pero no interfería en una sola sílaba sobre la solución Armada. Servía tanto si Armada conseguía postularse ante los diputados como si fracasaba en su gestión. Ese mensaje sólo condenaba el golpe de Tejero, el asalto al Parlamento.

La insistencia de los letrados defensores en que el Rey prestase declaración, no en la sala, pero sí recibiendo al instructor y al secretario judicial en La Zarzuela, o respondiendo a unas cuestiones por escrito, hizo que Sabino se ofreciera a declarar él, por escrito, en lugar de Su Majestad. Y lo hizo. Pero…

Al final, quien hubiera podido leer los catorce mil folios rectos y vueltos de la instrucción militar, al cotejarlos con las actas del consejo de guerra y con el texto de la sentencia, sacaría la impresión de que el gran protagonista del contragolpe, el Rey, había desaparecido, era el gran ausente. Como si alguien hubiera pasado una goma de borrar por cada lugar donde figuraba su nombre, sustituyéndolo por el de Sabino, o simplemente suprimiéndolo. Manipulación que a las generaciones futuras les podría dar pie a suponer que aquella noche el Rey no estuvo físicamente en La Zarzuela, pues sólo hay vestigio de su actuación donde quedó una constancia indeleble, pero «mecánica»: dos télex y un mensaje televisivo de un minuto. Dos comunicaciones que, a efectos probatorios, hubiesen podido realizarse desde las Chimbambas.

¿A quién atribuir esa «supresión del Rey»? Posiblemente a una solicitud de La Zarzuela o del Gobierno, y al exceso de celo de los redactores de la sentencia. Un trampantojo más. Un error más que añadir a un decepcionante juicio de guerra que pasaría a las crónicas como un solemne simulacro de Estado.

Gestando la glorificación del Rey

La voz de mando del Rey en la medianoche del 23-F fue el exorcismo que conjuró el golpe. El Ejército le reconoció como su jefe y le obedeció. Sin más abracadabra. Instintivamente, los españoles le «adoptaron» como el talismán capaz de domeñar cualquier amenaza del espadón. Hasta los intelectuales más díscolos con el sistema teclearon ditirambos al monarca. Uno de los primeros en lanzar salvas de honor fue Carlos Barral: en el artículo «Fidelis noster» a toda página, se confesaba converso al rey Juan Carlos, hipnotizado por su aparición nocturna en el televisor, daba por extinguida su emotividad republicana y se proponía «no cuestionar la forma de Estado monárquica, porque —como decía Maura— en política española, construir al margen de la Monarquía es construir con desconocimiento de la vertical»[27].

A partir del mediodía del 24 de febrero, se inició la glorificación del Rey. El efusivo agradecimiento de Carrillo en La Zarzuela «por haber salvado la democracia; y a mí, la vida». La ovación compacta de todos los diputados —excepto Sagaseta y Blas Piñar—, con vítores al Rey, el día 25 en el Congreso. La moción de apoyo al Rey de España en la Cámara Baja. Las felicitaciones públicas de todos los jefes de Estado y de Gobierno. La petición del Nobel de la Paz, suscrita por los alcaldes de las veinte ciudades más populosas de España, la Unión Sindical de Policía, los partidos de ámbito nacional, UCD, PSOE, PCE y AP, con sus organizaciones juveniles, etc. Homenajes, agasajos, doctorados honoris causa, galardones… La Guardia Civil y la Policía Nacional piden escoltar en adelante al Rey y a la Familia Real.

Y no fue cosa de un día ni entusiasmo momentáneo ese estado de gracia: nueve meses después, El País rebasaba el alcance de la Constitución, al interpretar el apartado h) del artículo 62, el catálogo de las funciones regias, asegurando que al Rey le corresponde el mando de las Fuerzas Armadas «no de modo simbólico, sino como atribución real». Peligrosa asignación de un caudillaje militar con capacidad de ordeno y mando, que hubiese convertido en norma lo que el 23-F fue irrepetible excepción.

Por su parte, el Rey se blindaba gastando buenos tramos de su agenda en actos castrenses: renovó el juramento a la bandera en la Academia General de Zaragoza; se reunió varias veces con el generalato; entregó despachos a los nuevos oficiales de Tierra, Mar y Aire; impuso fajines de Estado Mayor; asistió a maniobras y confraternizó a base de pincho de tortilla y tintorro español. Al Borbón, medularmente militar, ese mundo nunca le resultó postizo o ajeno. Le interesaba, lo entendía, lo disfrutaba. Y los mandos cuarteleros se sentían honrados, con el sello diferencial de pertenecer a un estamento especial cuyo jefe era el Rey.

Esto se producía al tiempo que los juicios de guerra, y los litros de tinta de linotipias empleándose a fondo día tras día contra el golpe militar. Batallas tipográficas en las que los ataques al monarca procedían de las barricadas ultras y fachas, o de los abogados defensores de los inculpados golpistas; mientras los demócratas replicaban con entusiastas apologías del Rey. Atacar al Rey o dudar de su actuación el 23-F equivalía a estar en el bando de los golpistas. «Su Majestad —declaraba enfático Landelino Lavilla en un pleno de las Cortes— es quien nos ha salvado y nos ha liberado».

El Rey, «cuya persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad», se convirtió tácitamente en un tabú: un ser blindado contra críticas, expresiones satíricas, befas, caricaturas y, no se diga ya, interrogantes de sospecha.

Esa intangibilidad duró muchos años. Cada 23-F, los periódicos reproducían la imagen de un Tejero tricorniado blandiendo su Astra, y el busto del Rey, inexpresivo y de uniforme, recuadrado por el marco de un televisor. Así año tras año, el pueblo español recordaba con gratitud la hogaza de libertades que el Rey les ganó aquella noche de las metralletas, los tanques y los teléfonos incandescentes. Aquella noche que podía haber amanecido como otro 18 de julio de 1936. Y fue así como se fraguó la leyenda de Mio Cid del 23-F.

Los pueblos, sean primitivos o civilizados, necesitan líderes a quienes seguir y héroes a quienes admirar. Le vino bien al Rey, porque el pueblo lo quiso, convertirse en el héroe de una noche. Y algo más importante: en patrimonio de todos los partidos del espectro político. Gracias al golpe de Estado, el Borbón consiguió lo que siempre había deseado: nacionalizar la Monarquía, hacer de ella «un bien común socialmente protegible». El 23-F fue para la Corona un «beneficio colateral»: a partir de esa noche, por exigencias del guion más que por idiosincrasia genética, el Rey de Franco se convirtió en el Rey de la democracia, el Rey que en diecisiete horas ganó su propia guerra civil contra los militares sublevados y sublevables. Y… «no investiguemos más».

La heroificación del Rey tuvo su movida espontánea, y también su estrategia dirigida. Actuó cierto sector del CESID, con su nuevo director, Emilio Alonso Manglano, general, demócrata y «monárquico de toda la vida». Y actuó Sabino, atento a los episodios procelosos de los juicios de guerra, y recibiendo cada tarde en su discreto apartamento del Centro Colón a un político, a un director de medios, a un personaje con influjo social. Té y apología. Así lo contaría el propio Sabino:

Yo hablaba con dirigentes de la oposición política, con Felipe González, Enrique Múgica, Gregorio Peces-Barba, Santiago Carrillo… y con personalidades capaces de crear opinión en sus ambientes sociales. Si ellos podían, yo los recibía en mi apartamento. Se trataba de aunarlos en defensa de la democracia y de la Corona para afrontar los embates y trallazos que descargaban contra el Rey los abogados defensores y los codefensores militares de los juicios de guerra, que se reunían y urdían estrategias conjuntas cuya diana era el Rey.

Como el 23-F yo había jugado un papel muy activo, y creo que decisivo, contra el golpe y por la democracia, muchos militares me tenían enfilado como a un enemigo. Incluso dentro del CESID, los oficiales de Marina. De hecho, me vigilaban y espiaban. Aquí, frente a este edificio de apartamentos, aprovechando unas obras, instalaron una furgoneta con unos rótulos que ellos mismos hicieron pintar. Por la «o» de un rótulo asomaba el visor de la cámara. Desde ahí fotografiaban o filmaban las entradas y salidas en mi apartamento. A uno de los políticos que fotografiaron de cara, saliendo de mi vivienda, fue a Santiago Carrillo.

La verdad es que los dirigentes de la oposición y los columnistas que derrotaban por la izquierda estaban más sensibilizados y más activos para oponerse a esos ataques de los golpistas y arropar al Rey que el propio Gobierno de Calvo-Sotelo. Y ya un día me harté… Descolgué el teléfono, hablé con Calvo-Sotelo y le insté a que defendiese al Rey de un modo más enérgico, y desmintiera pública y oficialmente las acusaciones que a diario se propalaban sobre si el Rey había estado detrás del golpe, si tardó en salir el mensaje de televisión porque dudaba de qué decisión tomar, si se grabaron uno o dos mensajes, si había una Operación Armada conectada con el Rey, etc.

—Hay que atajar de una vez todos esos rumores, porque en estos momentos el único personaje capaz de unir a todos los demócratas de este país es el Rey. Es el mástil que sostiene la carpa común. Y vosotros, como Gobierno, no estáis haciendo nada. El Rey es el Rey, está donde está, y no puede bajar a la arena de la confrontación a defenderse. Él tiene que oír y callar. Necesita protección. Y debes dársela tú, que eres el presidente del Gobierno… ¡Parece mentira, pero los socialistas y los comunistas están saliendo en su defensa más y mejor que vosotros!

A Leopoldo le pareció irrespetuosa mi protesta, mi demanda. Quizá se lo dije con sequedad. Lo tomó como una intromisión indebida y me contestó con altivez:

—Te recuerdo, general, que soy oficial de las Milicias Universitarias y sé muy bien lo que tengo que hacer en el área militar. Tú no eres quién para darme consejos o indicaciones, y menos para plantearme quejas. ¿O debo recordarte que, como presidente del Gobierno, la cadena de mando de las Fuerzas Armadas termina en mí?

Fue un encontronazo breve, pero tan duro que, después de tragarme el rapapolvo, le volví a llamar y le pedí disculpas[28].

Suárez planta cara a la sentencia militar

El 3 de junio de 1982 se conoció la sentencia del consejo de guerra. Adolfo Suárez rompió su silencio y reaccionó inmediatamente con un artículo a toda plana en cuyo título, «Yo disiento»,[29] había ya una carga de protesta que evocaba el «Yo acuso» de Émile Zola.

En un ambiente de disimulos timoratos, miedo reverencial al sable, recomendaciones de prudencia, autocensuras en la prensa, Gobierno encogido y sensación incómoda de incertidumbre y de «democracia vigilada», la réplica espontánea de Suárez al tribunal militar fue como una bocanada de aire libre.

Al margen de sus discrepancias con una sentencia que «produce desasosiego», aquel artículo volvía a hacer sonar su voz templada y valiente. Apuntaba más al fuero que al huevo, no se detenía en si eran pocos o muchos los años de condena, iba al fondo erróneo del veredicto, señalaba el criterio equivocado e injusto de los juzgadores al concentrar el rigor en unos pocos sin castigar adecuadamente a todos los culpables. Lo supiera o no, estaba clavando el estilete en el consejo que el Rey dio a Calvo-Sotelo y a Oliart, y éstos a los jueces militares: «Acotar, concentrar, tocar a los menos posibles».

Recuperaba Suárez su mensaje estimulante de repudio al miedo: «Sólo hay que tener miedo al miedo mismo». Y a partir de ahí, un silogismo diáfano: si sólo son sancionados los jefes de una rebelión, y quedan impunes los que también con armas y modos violentos los secundaron actuando fuera de la ley, los derechos del pueblo quedan desprotegidos. Cuando es demasiado «barato» participar en un golpe de Estado, porque se tiene la seguridad de que sólo castigarán a los promotores, entonces el propio Estado queda indefenso y a merced del miedo. «El miedo no puede determinar la política española […]. No hay libertad bajo el miedo, no hay derechos ciudadanos bajo el miedo, no se puede gobernar bajo el miedo […]. El miedo traería consigo la involución política». Y ahí alanceaba al estamento militar, sin nombrarlo, pero dando en la diana: «Los que son sólo elementos de un conjunto armónico pretenden constituirse como un todo, con desprecio a la mayoría, e imponen una presión institucional, cuyas consecuencias la historia por desgracia nos ha mostrado».

Le resultaba inadmisible la exoneración de los tenientes de la Guardia Civil, aduciendo la obediencia debida a unos mandos que dudaban y que —según los juzgadores, y esto era lo más grave— a lo largo del 23 y la madrugada del 24 de febrero no tenían muy clara la situación, y estaban a la espera de que otros mandos muy superiores se decidieran. Adolfo Suárez expresó su perplejidad porque unos tenientes desconocieran la Constitución y el Código de Justicia Militar… y por tanto sus deberes «legales». Y no podía dar crédito a esas «dudas de los mandos», puesto que la «situación no tenía que decidirse: estaba ya decidida por la Constitución». Y no había que esperar a que lo dijera el Rey. Aquí podía hasta sentirse su énfasis: «El Rey no puede realizar indicaciones contrarias a la propia Constitución, que es la norma que establece cuáles son sus competencias como titular de la Corona». Ahí quedaba eso.

Después de dejar claro que «en España no existe un poder civil y un poder militar: el poder es sólo civil», lanzó su afirmación más rotunda, la que de verdad le producía «desasosiego»: «No cabe admitir la peregrina idea de una unión directa, exclusiva y excluyente, entre las Fuerzas Armadas y el Rey; unión que no tendría otro objetivo que colocar al propio Rey y a la misma institución militar al margen de su instancia legitimadora: el pueblo español». Y el buen entendedor que entienda.

Adolfo Suárez había hablado con libertad y con autoridad. Fue un buen regreso.

Al día siguiente, el Gobierno de Calvo-Sotelo recurría la sentencia ante el Tribunal Supremo. Era necesario que la jurisdicción ordinaria dijese la última palabra. Y la dijo, agravando seriamente las condenas.

Suárez y el Rey, amigos de nuevo

El Rey estuvo satisfecho con Leopoldo en los primeros meses de su mandato, según le comentó a su amigo Jaime Carvajal y Urquijo a mediados de abril de 1981: «De la situación política dice [el Rey] que parece menos pesimista de lo que él hubiera pensado. Está contento con Leopoldo Calvo-Sotelo, por la autoridad con que gobierna»[30]. Pero año y medio después, en octubre de 1982, ya se había cansado de su jefe de Gobierno. Así se lo confiaba a Jaime Carvajal una semana antes de las elecciones que darían la victoria de los diez millones de votos a Felipe González. «Sabino, como lleva el libro, les da hora a los líderes políticos y provoca que yo los reciba; pero Leopoldo se opone. Me da igual. No pienso hacerle caso. ¡Empiezo a estar un poco harto de Leopoldo!»[31] El Rey ansiaba el cambio.

Suárez abandonó la UCD, que sin él naufragó, y no quedaron ni las ratas del barco para contarlo. Fundó otro partido, el Centro Democrático y Social (CDS). Era un buen proyecto de centro progresista, pero «la banca madrastra», como decía él con humor, no les fio el dinero suficiente para poder tener «suerte» duradera. Tal vez porque atraía militancia y votos de la derecha y de la izquierda, incordiando tanto al PP como al PSOE. En las elecciones de 1982, el tirón de Adolfo Suárez consiguió su escaño y el de Rodríguez Sahagún. Y en las de 1986 pegó un subidón situándose como tercera fuerza nacional, con diecinueve escaños, y una importante presencia en municipios, entre otros, la alcaldía de Madrid. Los pactos con la derecha del PP serán el «abrazo del oso» para el CDS, que inicia en 1989 su declive electoral y la dispersión de muchos de sus cargos. Ante los malos resultados en las municipales y autonómicas de 1991, la misma noche del escrutinio de votos, Adolfo Suárez presenta su dimisión. Se retiró de la política activa, pero ojo avizor, sin perderla de vista. Era un zoon politikon de raza.

En su momento, quisieron repescarle para que resucitase la UCD. También, años después, Felipe González le ofreció una vicepresidencia en su Gobierno, que Adolfo declinó[32].

Como ocurre con los vinos de buena cepa, el prestigio político de Adolfo ganaba solera con el paso del tiempo. Equilibró una rara mixtura de ausencia y presencia. No iba a saraos ni a bullangas sociales. Sí, en cambio, cuando se le reclamaba para presidir eventos, dar conferencias, recibir premios, escanciar consejos o encabezar marchas contra la guerra o contra el terrorismo… Poco a poco, fueron restituyéndole el copyright de su obra, la Transición, hasta convertirle en el icono de la democracia.

Desde que dimitió, el Rey había dejado de llamarle, y se disgustó mucho cuando fundó el CDS. Un día del verano de 1982, Don Juan Carlos se descolgó con una carta de cinco holandesas y media:

Querido Adolfo:

Hace mucho tiempo que no te escribo una carta larga…

El Rey le reconoce «cuántas veces tú estuviste acertado, como en aquel jodido Sábado Santo», admitiendo su error cuando se oponía a Suárez en la legalización del PCE. En otro tramo, sobre el 23-F, el Rey se refiere al «ejercicio de generosidad que tú tuviste que hacer —y también yo— para que, a pesar de nuestros mutuos aciertos y errores…».

Una carta con la que el Rey buscaba romper la muralla de hielo, hacer las paces, y que todo quedase en tablas[33].

Luego, paulatinamente, fue acercándose de nuevo a la vida de Suárez: los Reyes y el príncipe Felipe asistieron a la boda de Adolfo, el hijo mayor del duque de Suárez. Acudió muy amistoso a darle el pésame cuando falleció Amparo Illana, y poco después, al morir su hija Marian. Algunas tardes iba a visitarle en su casa de La Florida. Se presentaba por sorpresa, como le gustaba, conduciendo él mismo su coche, con atuendo sport elegante, pasaban un par de horas hablando de todo, de amigos comunes, de política, de batallitas que vivieron juntos, de los hijos…

La vieja amistad había reverdecido porque tenía raíces hondas de afecto verdadero y porque la lealtad de Adolfo era granítica. Lo había demostrado con hechos de servicio. Incluso cuando ya no estaba «de servicio», porque jamás licenció su sentido de estadista, jamás dejó de estar en vela para «salvaguardar el Estado permanente, es decir, al jefe del Estado». Así lo sentía y así se lo dijo más de una vez al monarca: «Entra en mis deberes proteger al Rey del propio Rey»[34].

Protegerle de amistades inconvenientes, de consejeros ambiciosos, de obsequios comprometedores, de «consultas» capciosas.

Protegerle de «cuidadores» palaciegos y de agentes de inteligencia que, so pretexto de blindar al Rey, espiaban y grababan hasta sus más triviales conversaciones; peritos en el arte de manipular cintas, cruzando voces, empalmando frases recortadas de aquí y de allá…

Protegerle de políticos sin escrúpulos que, por salvar sus responsabilidades penales, no habrían dudado en envolverse bajo el manto del Rey.

Una lealtad sin fisuras, fajada en la fortaleza de saber y callar. El servicio del silencio. Adolfo Suárez podía decir, como el Calígula de Camus: «He comprendido que hay dos verdades, y una de ellas debe permanecer oculta»[35].

Sin sacar pecho, era un patriota alerta, dispuesto en cualquier momento a prestar su «penúltimo servicio». Como reconocía Alfonso Guerra: «Ni un solo día ha dejado este hombre de pensar en España»[36].

Su «penúltimo servicio», sí, porque el último fue… olvidar.