18 de febrero. Leopoldo Calvo-Sotelo expuso en el Parlamento sus líneas de Gobierno, si conseguía la investidura. En la bancada azul, el Gobierno saliente. En el escaño de cabecera, todavía Adolfo Suárez.
Un discurso enjuto y sobrio en la forma, descarnado en el contenido y haciendo sonar las alarmas de la muy grave situación de liquidez en caja en que nos encontrábamos. Estatuario, sin una sonrisa, sin un sorbo de demagogia, fue llegar, decir buenas tardes, «dimitido Suárez, la Transición ha terminado», y, sin más, volverse los bolsillos del revés para mostrar al país un empobrecimiento brutal y una inflación suicidamente disparada. Fue exponiendo las medidas que iba a aplicar para paliar el paro y enderezar la maltrecha economía: moderación salarial, estímulos a la exportación, liberalización económica, reconversión de la industria obsoleta y creación de industria nueva, apoyo a los desprotegidos sectores de agricultura y pesca. También, sin media promesa festiva, expuso su desacuerdo con el modo en que se venía desarrollando el proceso autonómico «porque se corre el riesgo de desmantelar España, como si el Estado fuese un almacén de competencias que se van transfiriendo a las autonomías hasta que sólo quede un conjunto residual». Informó de las negociaciones para ingresar en la Comunidad Económica Europea, pero no ocultó que eran difíciles porque no estábamos en condiciones de alcanzar ese listón y, por tanto, nos convenía formar paquete con Portugal, más pobre aún que nosotros. Dentro de la seguridad ciudadana, priorizó la lucha antiterrorista. Dio medidas policiales, judiciales y penales… y lanzó un envite a Giscard, nada colaborador por costumbre.
Al final, abrió la almendra de la cuestión: la OTAN. El precio que Suárez se había negado a pagar. Y el precio que él garantizaba, a cambio de llegar a la presidencia sin pasar por las urnas… y ganándole la carrera al candidato aspirante Armada. Pero esto muy pocos lo sabían.
Miró hacia las bancadas socialistas y se descaró sin rodeos ni razones: «Anuncio mi voluntad de que España se integre en la OTAN, y me dispongo a iniciar consultas con los grupos parlamentarios a fin de articular una mayoría, escoger el momento oportuno, y definir las condiciones y modalidades en que España estaría dispuesta a participar en la Alianza Atlántica». Ése era el salvoconducto. Con ello eliminaba —¿sabiéndolo?, ¿intuyéndolo?, ¿ignorándolo?— «la necesidad de un Gobierno fuerte de concentración presidido por un militar de prestigio», un Gobierno probeta que repartiera entre todos los partidos el indigesto marrón del «OTAN sí».
Los días 19 y 20 de febrero rugieron los debates. Calvo-Sotelo quiso, también en esto, enmendarle la plana a su predecesor, Suárez, quien todavía encabezaba el banco azul, y respondió uno a uno a todos sus oponentes. Pero sus ministros y longa manus negociando en los pasillos no lograban los 176 votos, mayoría absoluta, requeridos para ser proclamado en la primera vuelta.
El mediodía del 19, Martín Villa invitó a comer a José María Cuevas, factótum de la patronal. En el comedor privado del Ministerio de Administración Territorial, cinco ministros. Además de Rodolfo Martín Villa, Juan José Rosón, Jesús Sancho Rof, Manuel Núñez y Pío Cabanillas. Abiertamente le plantearon la necesidad de los votos de la minoría catalana. «Miquel Roca pide 50 000 millones de pesetas para determinada transferencia a la Generalitat. Lo hemos debatido en Consejo de Ministros, pero somos un Gobierno interino y no podemos dar ese dinero a los catalanes…» En otras circunstancias, quizá lo habrían hecho; pero ahora les parecería una indecente compra de votos. ¿Podría él convencer a Roca para que lograra el apoyo de su grupo?
Cuevas lo intentó por la tarde. No lo consiguió.
Horas después, desde la casa de Leopoldo, en Somosaguas, Pío Cabanillas llamó a Jordi Pujol con el mismo propósito:
—Jordi, no es un tema de prurito. Leopoldo saldrá investido en la segunda vuelta con la mayoría simple; pero a veces hay marejadas que no se perciben fácilmente, y… Créeme, es muy importante que deis vuestro apoyo a Leopoldo en la primera votación. Conviene acabar con esta sensación de vacío de poder cuanto antes, normalizar el panorama y no tener que ir a una segunda vuelta.
—¿Qué marejadas de fondo?
—Chico, no lo sé, pero aquí puede pasar cualquier cosa en cualquier momento.
—Pero ¿qué es lo que temes, Pío?
—Pues… un revuelo de entorchados[1].
Pujol no era hombre de sutilezas ni de metáforas oblicuas. Las marejadas y los revuelos de entorchados le parecieron «cosas de Pío, que habla para que nadie le entienda». Y no soltó los votos.
La votación fue el viernes 20. Landelino Lavilla no consiguió la mayoría absoluta por siete votos, de modo que levantó la sesión y emplazó a los diputados para la segunda vuelta. «El lunes 23, no antes de las seis de la tarde».
Y empezó el temido revuelo de entorchados.
El comandante Cortina, maestro en el oficio de la simulación, comentaba pasado un tiempo: «Si el CESID hubiese estado con el golpe de timón, es decir, con el golpe de Armada, lo habríamos dado el 20, sin esperar al 23-F. ¿Por qué? Porque, si un candidato tan serio, tan preparado, tan Calvo-Sotelo, con todas las connotaciones de ese apellido, y presentando un programa de Gobierno tan sensato, tranquilizador incluso para los más reacios del mundo militar y del empresarial, no lograba sumar la mayoría suficiente, sólo cabía una lectura: la situación de inestabilidad parlamentaria con que había gobernado Suárez seguiría igual. De modo que Leopoldo Calvo-Sotelo no valía como remedio. Y entonces ése habría sido el momento de proponer a la Cámara la solución Armada: un Gobierno coaligado y fuerte en el que, uniéndose todos, consiguieran hacer lo necesario para el bien de España»[2].
La marejada era cierta. Del viernes 20 al lunes 23, Cortina, Tejero y Armada vivieron en la trepidación. Milans del Bosch era otra cosa: una especie de «padrino moral» a distancia, el virrey en su palacio, un golpista con pedigrí familiar, que no pensaba morirse «sin haber sacado los tanques a la calle: sería deshonrar mi apellido». Estaba escrito. En sus genes.
El domingo 22 de febrero, el comandante Ricardo Pardo Zancada, de la DAC Brunete, fue llamado con urgencia por Milans para que se desplazara a Valencia. El saludo reglamentario y después un abrazo fuerte, muy fuerte. Toman café. Pardo ha estado en alguna reunión conspirativa. Milans le ha llamado a Valencia porque sabe que puede contar con él al ciento por ciento. Y algo más, Milans es para Pardo «su general mítico», el prototipo de «un glorioso general».
Sin florituras ni alambiques, en directo, Milans le imparte instrucciones:
—No va a ser un alzamiento como en el 36, ni un golpe cruento… Será una operación precisa y limpia, como de bisturí, para extirpar el cáncer de esta España desastrosa. Una operación a nivel nacional, algo parecido a lo de Primo de Rivera en el 23. Estamos en contacto con los capitanes generales de las regiones militares, bueno, de esto tú ya sabes algo. Se sumarán. El Ejército no se divide, ¡como una piña!
»Primer movimiento: mañana 23, por la tarde, Tejero entra en el Congreso con doscientos guardias civiles. Fuera, rodeando el edificio y calles adyacentes, quedan otros doscientos. Entra en nombre del Rey y de España. Interrumpe la votación de investidura de Calvo-Sotelo. En ese preciso momento, España está sin Gobierno. Suárez ya no es presidente, y Calvo-Sotelo todavía no ha llegado a serlo. Tejero es el detonante de gran magnitud que crea en el acto un vacío de poder. Les anuncia la llegada de «una autoridad militar que hablará a los diputados…»
»Segundo movimiento: lo inicio yo con un bando, declaro el estado de excepción, toque de queda, etc., para evitar incidentes y mantener el orden. Haré una ronda invitando a todos los capitanes generales a que se adhieran. Cuando hayan transcurrido dos horas, margen suficiente para hablar con los otros diez mandos, reconduciré la situación y la pondré a disposición del Rey. Todo esto, hasta aquí, el Rey ni puede hacerlo ni va a hacerlo, hay que dárselo hecho.
»Tercer movimiento: la «autoridad militar» llegará al Congreso de los Diputados debidamente acompañada, escoltada, por fuerzas del Ejército. Ahí vas tú, Pardo, mandando una columna motorizada de la DAC Brunete, tropa y oficiales, con la debida uniformidad. Releváis a los guardias civiles de Tejero, que entonces se retiran.
Milans ha dicho «Tejero entra en el Congreso», una forma descafeinada de decir «Tejero asalta». De su bando ha señalado unas medidas de excepción, pero no ha dicho que cancelará varios puntos de la Constitución, prohibirá la reunión de más de cuatro personas y todas las actividades de los partidos políticos, establecerá la censura en la prensa, etc. Sobre el papel que habrá de jugar la Brunete, la división acorazada más potente de España, y a tiro de piedra de Madrid, le ha dado a entender que serán una especie de cortejo de honor, de guardia pretoriana de la «autoridad militar».
Pardo Zancada apenas pudo tragar saliva antes de advertir que el grueso de las unidades de la Brunete se había desplazado a Zaragoza para unos ejercicios Beta en San Gregorio. Y al frente de esos contingentes, sus jefes. ¿Cuántos podrían quedar aún en Madrid? Un montón de chatarra, blindados viejos, con averías, sin lubricar y para pocos trotes, además Juste, el jefe de la división, no estaría… Y lo mismo pasaba en la Brigada de El Goloso, a quince kilómetros de Madrid, donde sólo quedaría, completo y en buen estado, el Grupo de Artillería Autopropulsada XII: dieciocho obuses de 155 mm, unos artefactos descomunales que en la «toma» de una ciudad tranquila sólo servirían para meter miedo o causar perplejidad por las calles. Salvo que se contemplase el bombardeo de edificios[3].
A Milans no parecían importarle mucho los detalles o los inconvenientes: la salida de la DAC Brunete sería «más bien testimonial, de apoyo a Tejero y sus chicos, algunos jeeps con soldaditos, un par de carros si fuera posible con cadenas, dejándose ver por Cibeles y Neptuno». «También yo sacaré unos tanques y otros efectivos artilleros a patrullar por las calles de Valencia, más que nada, por solidaridad: yo a esos muchachos no los dejo tirados».
Milans le explicó que las prisas de Tejero respondían a la necesidad de «actuar en una sesión de pleno de las Cortes», y esa ocasión la tendrían el lunes 23; y a que había «un comandante que empuja». Milans suponía que se trataba del comandante Cortina del CESID. A Pardo Zancada le extrañó que Tejero y Cortina pudieran formar equipo. Eran opuestos. Y, sobre todo, tiempo atrás, Cortina le había desmontado a Tejero su famosa Operación Galaxia, el intento de asaltar La Moncloa y secuestrar al Gobierno cuando estuviese reunido en Consejo de Ministros.
Por las explicaciones de Milans, Pardo entendió que suplantarían al general Juste para que tomase el mando de la Brunete el general Torres Rojas, que estaba en A Coruña. Un hecho gravísimo en la disciplina militar.
—¿Está avisado Torres Rojas?
—No, pero está en el ajo. Esta noche, cuando llegues a Madrid, le llamas. Mejor a su domicilio.
Lo que Milans enfatizaba con interés era: «Pardo, hay que amarrarlo todo bien para que el Rey pueda actuar. Armada lleva mucho tiempo detrás de todo esto y me ha dado información reiterada de que el Rey lo apoya […]. Una vez que esté controlada la situación, todo se pondrá a las órdenes de Su Majestad, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas y como Rey, y el general Armada será nombrado jefe del Gobierno»[4].
Pardo Zancada hizo unas cuantas preguntas, un chequeo de los «factores de la decisión», y enseguida se percató de que lo básico no estaba a punto: faltaba el acuerdo entre los capitanes generales, el conocimiento de la operación, las misiones, los efectivos que debían actuar, las contraseñas, la fecha, la hora… Y, dada la dispersión territorial, desde el Pirineo hasta las Canarias, se necesitaba urdir una malla de coordinación y un señalamiento claro del «jefe de la rebelión». ¿Armada o Milans? Estaba todo muy verde. Lanzarse así, improvisando, era un desatino. Lo que más escalofríos le produjo fue advertir que, faltando apenas unas horas, nadie estaba avisado, no había un engranaje de comunicación alerta. Y, más incomprensible todavía: Milans insistía en que para evitar indiscreciones «no se debía avisar a nadie». Decía que la baza del éxito sería «el factor sorpresa». ¡Y tan sorpresa! El general Torres Rojas, que debía tomar las riendas de la Brunete, no supo hasta las nueve de la mañana siguiente, ya 23-F, mientras hacía footing en Riazor, que tenía que salir zumbando al aeropuerto, coger el primer avión y estar a la hora de comer en El Pardo, cuartel general de la DAC Brunete. Una vez allí, se enteraría, por boca de Pardo Zancada, de las novedades.
Aquello no parecía encaminado a ser un golpe contra la forma de Estado, sino un golpe contra el Gobierno. Un golpe monárquico, no contra el Rey, sino «a disposición del Rey», pero cuyo objetivo final era que Armada se alzara con un nuevo Gobierno.
Se detectaban muchas anomalías, la improvisación, la falta de un diseño, la bicefalia, la diarquía, algo atípico en el mando militar, donde sólo cabe una voz de mando, aunque sea para dirigir una tabla de gimnasia a un pelotón de reclutas.
El bando de Milans y su desfile de carros blindados, como gesto de «solidaridad con esos muchachos», no tenía mucha lógica. Quizá respondiera a un truculento antojo exhibicionista de pasear los tanques por los puentes de Valencia.
Más tarde, mucho más tarde, sabría que para Armada, el auténtico «ingenio» director, la retención del Gobierno y de los diputados en el Congreso era el «incidente» necesario: una situación extrema de peligro, un supuesto anticonstitucional máximo, la creación de un vacío de poder a nivel estatal, que ofrecería el gran «pretexto» para una solución de emergencia, con un Gobierno de unidad…
De modo que la improvisación y la falta de efectivos, hombres y equipos en la DAC Brunete, la más potente de España y la idónea para «tomar Madrid», eran indicios inequívocos de que Armada y Cortina sólo pretendían que Tejero actuase tomando el Congreso. La situación creada por Tejero y sus guardias sería ya en sí misma el supuesto anticonstitucional máximo que justificase la intervención de Armada y su postulación para formar un Gobierno provisional.
El Spiderman tricorniado, Antonio Tejero Molina, era el único que lo tenía todo muy estudiado y muy entre ceja y ceja. Siguió su guion mandándose a sí mismo y realizó su papel de «incidente detonador». Con el asalto al Congreso en sesión plenaria y secuestrando a punta de metralleta a todo el Gobierno y a todo el corpus de diputados de la nación, Tejero generó lo que se pretendía: un vacío de poder. Sin derramar una gota de sangre, provocó lo que le habían ordenado, provocar una situación anticonstitucional máxima. Aparte de malas trazas, gritos, zafiedad, lenguaje soez, falta de uniformidad, tiroteos de intimidación y actitudes —en algunos de ellos— más propias de pistoleros del lumpen que de oficiales y números de la Benemérita, Tejero cumplió el encargo: creó el supuesto anticonstitucional máximo que justificaría la aparición de «la autoridad, militar por supuesto, que les dirá lo que hay que hacer».
«¡En nombre del Rey y por España!», Tejero tenía que poner en jaque al poder ejecutivo y al poder legislativo para que, sobre ese alfombrado de diputados y ministros besando el suelo, apareciese el general Armada y salvara la patria. Eso era todo.
Realmente, eso era todo. De ahí que la Operación De Gaulle a la española no precisara poner en pie de guerra a los capitanes generales. Más bien, tenerlos quietos y con sus tropas acuarteladas. No hacían falta más generales en danza. Incluso el protagonista, Alfonso Armada, el que iba a hacerse con la presidencia del Gobierno, estaba dispuesto a «hacer el sacrificio» de abandonar su condición militar y «civilizarse».
Uno de los militares involucrados en el golpe declararía en el proceso: «Deliberadamente, no quisimos que lo supiesen muchos, sólo los indispensables, en secreto y con rapidez. Movilización, la imprescindible para que el general Armada asumiera el mando y formase un Gobierno. Fue un planteamiento de mínimos».
Una actuación de mínimos tan contrarreloj y con tal repentización que era muy difícil que triunfase. En los cerebros de Armada, Cortina y Tejero todo estaba pensado y madurado desde hacía mucho tiempo. Pero entre ellos no sólo no hubo una puesta en común, sino que dos días antes ni se conocían siquiera. En la madrugada del 21 de febrero se vieron por primera vez Cortina y Tejero. Y al atardecer de ese mismo día, Cortina hizo las presentaciones entre Tejero y Armada. También a uña de caballo, aprovechando vehículos y radioteléfonos del CESID que estaban en otro servicio, se hizo la sincronización de rutas para que tres autocares llenos de guardias civiles atravesaran Madrid en plena tarde laborable y, viniendo de lugares muy distantes, llegasen puntuales al Congreso.
Y la captación de guardias civiles se montó en un fin de semana. Tejero tuvo que reclutar a lazo y deprisa guardias «prestados» de diversas agrupaciones: Valdemoro, El Escorial, Guzmán el Bueno… La entrada en el Congreso no pudo ser más estrafalaria. Allí se vieron anoraks, gabardinas, cazadoras, guerreras, ropa de camuflaje, gorros, quepis, teresianas, tricornios… Como una troupe de comparsas de guardarropía. Ese desharrapamiento, junto al «¡se sienten, coño!», los gritos broncogangosos de Tejero, «¡al suelo, todos al suelo!», «las manitas quietas o se mueve esto», mostrando el gatillo del cetme; el zarandeo con zancadilla al teniente general Gutiérrez Mellado; la pistola del cabo Burgos acariciando la mejilla de Suárez —«¿qué?, ¿te crees el más guapito?»— fueron los elementos «antiestéticos» que echaron para atrás a ciertos elegantes de La Zarzuela, entusiasmados en un primer momento —son los que pensaban que ya era hora— con la irrupción de los saboteadores de la democracia. Luego se quedaron demudados cuando sonó un disparo, y después una ráfaga de metralleta, y otra y otra y otra…, la cajita negra del transistor enmudecida, y el silencio seco, sobrecogedor, como si el hemiciclo hubiese desaparecido, o de repente se hubiera convertido en un imponente cementerio.
«¡Cuidado! ¡Cuidado…! No podemos emitir más… llevan metralletas», habían sido las últimas palabras de Rafael Luis Díaz, el periodista de la Cadena SER.
Efectos sonoros de pánico. Operativo limpio. Ni un rasguño. Gobierno y Parlamento humillados. «En el día de hoy, cautivo y desarmado…» El supuesto anticonstitucional máximo estaba servido. Perfecto.
«En aquel momento se manejaban varias hipótesis. Elegimos la que resultaba menos peligrosa. Es lo único que puedo decirte», fue la respuesta del comandante Cortina a su antiguo profesor, el teniente coronel José Romero Alés, que le visitó en Campamento, donde estaba detenido durante los juicios, y le preguntó cuál fue el papel del CESID en el 23-F[5].
Y el mismo Cortina, cerebro gris del CESID, dirá posteriormente:
Interesaba quitar a Suárez, porque el Ejército estaba muy irritado y podía irrumpir dando un golpe militar involutivo, con retroceso, incluso con anulación, de la democracia. Había varios planes golpistas en el ambiente desde hacía tiempo. La dimisión de Suárez fue un buen paso. Pero al no ser aceptado Calvo-Sotelo, a pesar de su respetabilidad personal, su adecuado programa de Gobierno y las connotaciones de su apellido, que ya salió por los pelos entre los de su partido y luego pinchó en la primera votación de su investidura, se pensó que convendría sustituirle antes de que apareciera alguien que aglutinara mayor respaldo en el Parlamento, que es a fin de cuentas donde se hacen las leyes para gobernar. Armada era una figura sobre la que había cierto consenso. Y eso es lo que se intentó[6].
Al filo de las cinco de la tarde del 23-F fueron acudiendo a El Pardo los mandos de las brigadas y regimientos dependientes de la DAC Brunete. Reunidos en el despacho del jefe de la división, el general Juste Fernández, aguardaban novedades. También Juste, avisado con urgencia cuando viajaba hacia Zaragoza para las maniobras en San Gregorio, había regresado sin saber qué ocurría. Entre los presentes estaba un extraño invitado, el general Torres Rojas. Juste se preguntó qué hacía allí. Había mandado hacía poco la Brunete. Implicado en ciertas maquinaciones conspirativas, fue destituido y destinado a A Coruña. Cuando ya estaban todos, se puso de pie el comandante Ricardo Pardo Zancada y les comunicó lo que Milans del Bosch le había transmitido el día anterior en Valencia:
—A partir de las seis de esta tarde, se producirá en Madrid un hecho sonado de extrema gravedad, que se conocerá por la radio y la televisión, y desencadenará reacciones diversas del Ejército… No habrá más remedio que garantizar el orden y la seguridad de la I Región… La III Región ya está lista y preparada, y el teniente general Milans probablemente declare allí el estado de excepción hasta que la situación se reconduzca. El general Armada, como director técnico de la operación, estará a partir de las seis en La Zarzuela junto al Rey para impartir las instrucciones precisas, porque todo se hará con el conocimiento y el consentimiento del Rey.
El general Juste retuvo tres datos como grabados a cincel, «a partir de las seis», «se conocerá por la radio», «Armada, en La Zarzuela».
En cuanto el transistor de mesa emitió el desconcierto, los gritos y los tiros del asalto al Congreso, Juste, sabiendo que en aquel despacho había gente hostil a él y decidida a secundar a Milans, venció el miedo a que le laminasen allí mismo y dijo en voz alta: «Bueno… esto ya ha explotado… lo del 36 también era para cambiar en unas horas toda la situación… ¡y tuvimos tres años de guerra civil!… Ahora, voy a llamar a Armada, a La Zarzuela». Lo intenta. Pide hablar con Armada. En la centralita de palacio no saben nada del general Armada. Solicita que le pongan con Sabino Fernández Campo. «Ha subido al despacho del Rey». «Pues que le den recado de mi llamada, por favor». Vuelve a intentarlo minutos después, pero la línea civil, de Telefónica, está saturada con La Zarzuela.
El Rey llevaba un chándal blanco. Había quedado para una partida de squash con Nachi Caro Aznar, uno de sus más discretos amigos, y con Miguel Arias, el «inventor» de la estación de esquí de Baqueira Beret, del Lodge de Sierra Nevada, dueño de Las Cuatro Estaciones en Madrid y del Flanigan de Portals, en Palma. Tiene puesta la radio, y apenas atiende a la monótona letanía de diputados votando… «Núñez Encabo, no». De pronto, un silencio, algo anómalo, unos comentarios del locutor que titubea. «¿Qué pasa ahora…? No sé qué ocurre…, hay gente que grita abajo y… se oyen ruidos…» Luego una voz estentórea grita: «¡Quieto todo el mundoooooo!», «¡sileeeencio!»… El locutor muy nervioso, vacilando, sin saber si son policías o guardias civiles… «¡Al suelo, todos al suelo!»
En ese momento, sin llamar, entra Sabino Fernández Campo como una tromba, pero ve que el Rey ya está pegado a la radio. Al instante pasan también al despacho dos ayudantes de campo y dos miembros del grupo de seguridad del Rey. Todos muy alterados, preguntándose unos a otros lo mismo: ¿qué pasa?, ¿quiénes son?, ¿es la Guardia Civil? Se ve que no llevan uniformes porque el locutor no los identifica… El Rey chista para que callen. Y, sin más, suena un tiro seco. Luego una ráfaga de metralleta, y otra, y otra…[7]
Sin reaccionar aún de la impresión, el Rey y todos estábamos confusos, porque desconocíamos los efectos de los disparos que habíamos escuchado en la radio —relató Sabino tiempo después—. En la Casa había mucha gente pesimista, sobre todo militares, que era la mayoría del staff del Rey, pero también civiles, amigos, parientes, personas de la confianza del Rey, que desde hacía tiempo venían hablando de un golpe de Estado. En Zarzuela existía una palpable inclinación o sensibilización hacia la necesidad de un golpe de timón.
Lo primero que quiso saber el Rey fue si había muertos o heridos en el Congreso. Después, si se había movilizado la DAC Brunete, que la teníamos en El Pardo, junto a Zarzuela, y en las inmediaciones de Madrid. Me dijo: «Sabino, llama tú a Juste, y entérate de si la Brunete está bajo control. Yo voy a telefonear al Cuartel General del Ejército a ver qué saben ellos». Nada más bajar a mi despacho, di orden de reforzar la guardia de palacio[8].
Sabino telefonea a Juste:
—Pepe, tengo aquí recados tuyos, perdona…
—¿Eres Sabino? ¿Ya está ahí Alfonso Armada?
—¿Alfonso Armada? ¿Aquí en Zarzuela?… No… Aquí no ha venido…
—¿No estará con el Rey?…
—No, vengo yo ahora mismo de su despacho.
—Pero le estáis esperando, ¿no?
—Pues, no, no… Ni está, ni ha estado, ni se le espera… Oye, Pepe, ¿por qué tanto interés con Armada? ¿Qué pasa?
—¡Ah…! Gracias, Sabino. Eso cambia las cosas. ¡Ahora ya veo claro![9].
Juste me contestó desde su despacho —recordará luego Sabino—. Yo noté que estaba con gente, y en una situación rara. Luego supe que tenía sentado enfrente a Torres Rojas, como convidado de piedra. Por lo insistente de sus preguntas, deduje que lo de que Armada iba a venir esa tarde a Zarzuela se había dicho entre ellos, entre los que más o menos estaban en el secreto. ¡Uy, uy, uy!, me puse en guardia, y subí rápido al despacho del Rey[10].
El Rey está hablando por teléfono con Alfonso Armada. Le llamó a su despacho, pero en el Cuartel General del Ejército le dijeron que estaba despachando con el JEME, y le pasaron con Gabeiras. El Rey, ya que tenía en línea al jefe del Estado Mayor, le preguntó:
—¿Qué pasa en Madrid…? ¿Qué ha ocurrido en el Congreso?
—Señor, sé lo que he oído por la radio. Acabo de enviar al comandante Aguilar Olivenza al Congreso para que se informe en persona. En cuanto sepa algo más le llamo.
—¿Está por ahí Armada?
—Sí, aquí conmigo. Precisamente, lo del Congreso nos ha sorprendido mientras trabajábamos juntos… ¿Quiere hablar con él, Majestad? —Gabeiras pasa el auricular a Armada que, para hablar con el Rey, se pone de pie respetuosamente.
—Alfonso, ¿qué es toda esta historia? —El tono del monarca ya no es el que tenía con Gabeiras. Ahora habla contrariado y con enfado—. ¡¿Qué diablos es lo del Congreso…?!
Se lo pregunta con acento de reproche. Es extraño. Quiere información, pero más bien parece que le pide explicaciones, como si Armada pudiera estar enterado o tuviese algo que ver con «toda esta historia» del asalto de los guardias civiles entrando a tiros en el hemiciclo. En aquel momento, el Rey no sabe que estén mandados por Tejero, y su mayor inquietud es si hay víctimas tras el tiroteo.
—Señor, si le parece, voy un momento a mi despacho, recojo unos papeles, subo a Zarzuela y ahí le explico…
Sabino llega en ese instante con la respiración alterada por la carrera escaleras arriba y advierte al Rey con un gesto que tape el micro del teléfono. En voz baja le susurra: «Se trata de Armada…»
—Espera un momento, Alfonso, que me pasan una llamada. No te retires.
El Rey ha tapado con la mano el auricular. Sabino, telegráficamente, le dice lo que acaba de saber por Juste. Y que tiene noticias del Congreso. El Rey, al ver que la explicación va a ser larga, vuelve a hablar con Armada:
—Te llamo luego.
En pocos minutos, Sabino le pone al corriente. De La Zarzuela habían enviado al Congreso a un miembro de la Guardia Real desde el inicio de la sesión. Acaba de llamar informando de que al frente de los guardias va el teniente coronel Tejero, el de la Operación Galaxia. Ha entrado al grito de «¡en nombre del Rey!». Los tiros han sido «de intimidación, al techo, con ánimo de no herir a nadie». Al parecer no hay muertos ni heridos. Y ha facilitado un número de teléfono y una extensión donde localizar a Tejero en el Congreso.
—Armada se estaba ofreciendo a venir y explicarme… y me parece buena idea, porque aquí estamos en ayunas.
—Señor, se lo desaconsejo seriamente. Que le explique lo que quiera por teléfono, pero desde su puesto en el Cuartel General. Allí van a tener hoy bastante trabajo… Y nosotros aquí no necesitamos a nadie, somos un batallón.
Llama el Rey a Armada. Lo que acaba de contarle Sabino y lo que antes se les escapó a Blanco y a Pastor sobre que eso «no era lo previsto», le han recalentado el enfado:
—¡Alfonso, están usando tu nombre y el mío en la Brunete y en el Congreso! ¡¿Por qué?! ¡¿Puedes explicarme de qué va esto ahora?!… No, no, no vengas. Si tienes una explicación, dámela ya. Si no, quédate ayudando a Gabeiras. Ahí vais a tener bastante trabajo.
Armada insiste en su ofrecimiento de subir «para estar cerca de Su Majestad, ayudando en lo que haga falta». Sabino, moviendo el dedo índice de izquierda a derecha, le indica al Rey que no[11].
Armada no hubiese podido estar en Zarzuela el 23-F tomando café —pasados los años, Sabino era rotundo en este punto—, porque lo tendría que haber autorizado yo; y yo… ya tenía la mosca detrás de la oreja. Tenía que autorizar su entrada y la de cualquier otra persona, debido a unas medidas muy severas de restricción de visitas, si no contaban con la expresa luz verde desde Casa de Su Majestad en cada ocasión. Y eso porque, días antes, los representantes de cierta compañía civil de seguridad, que habían pedido audiencia, cuando ya estaban dentro de Zarzuela nos hicieron un alarde, bastante convincente por cierto, de la falta de seguridad en nuestro puesto de control: ellos habían podido pasar y estaban ante nosotros llevando armas, grabadoras, micrófonos y una cámara fotográfica diminuta, todo oculto… A partir de esa demostración, eché los cerrojos para todo el mundo, por muy amigos que fuesen del Rey.
Las preguntas de Juste me abrieron los ojos. Desde ese instante, le dije al Rey: «Señor, bajo ningún pretexto debe venir Armada aquí». Yo entonces no lo sabía, pero Armada había dicho a Milans, y éste a los que conspiraban en esa operación: «Yo estaré en Zarzuela porque el Rey es voluble, y estando yo a su lado evitaré que vacile o que nos le hagan venir abajo con presiones». De ahí su interés en venir aquella tarde. Además, si él se hubiese instalado junto al Rey, manejando los teléfonos, los capitanes generales no habrían dudado de que tenía al Rey de su parte y compartiendo su juego. En realidad, eso era lo que él quería.
Armada volverá a ofrecerse al Rey una o dos veces más para subir a palacio a explicar, a ayudar… Yo me opongo a que venga por varias razones. Primera, porque debe estar en su puesto de mando, como segundo JEME, y más en un momento de crisis grave, coordinando con la JUJEM y con Zarzuela, la información de las capitanías generales, de lo que está ocurriendo en el Congreso y en las unidades militares que hay en Madrid. Segunda, porque los jefes militares no aceptan la autoridad de Gabeiras y, aun siendo el JEME, no es buen vehículo para dominar una situación de golpe de Estado; por tanto, Armada debe estar a su lado, como segundo JEME, porque con él sí hablan los generales. Tercera razón, porque, incluso por prurito personal y por amor propio, yo no acepto que el ex secretario general de la Casa de Su Majestad venga a dar órdenes y a decirnos qué hay que hacer o cómo debemos resolver. ¡Para ayudar al Rey ya estoy yo! Cuarta, porque la llamada de Juste preguntando «¿está ahí Armada?… Ah, ¿no? Pero ¿lo esperáis?», junto a la insistencia de Armada en subir a Zarzuela —«Señor, cojo unos papeles, voy ahí y se lo explico»—, me ponen en guardia. Y quinta, más tardía, cuando cerca de las diez de la noche Armada me dice que él está dispuesto a ir al Congreso a proponerse como presidente, se le escapa un dato: «Además cuento con el apoyo, con los votos de los socialistas». Entonces pienso que este hombre ha hecho previamente unos tanteos, ha maniobrado políticamente, ha conspirado… Todo eso junto me pone en ascuas[12].
Años después, charlando el Rey con José Luis de Vilallonga —que le entrevista en varias sesiones para su libro Le Roi—[13] razona su negativa a que Armada acudiera aquella tarde a La Zarzuela:
¿Quién se iba a creer que el Rey no estaba en el ajo, si Alfonso Armada se instala en los teléfonos de La Zarzuela? Sabino estuvo de acuerdo conmigo y decidimos que sería el Rey quien llamase personalmente, uno tras otro, a todos los capitanes generales, con el resultado que tú sabes[14].
Pero, dejando a un lado intuiciones o sospechas, el lugar de Armada aquel día tenía que estar, como segundo JEME, junto a Gabeiras, en el Cuartel General del Estado Mayor del Ejército, en el palacio de Buenavista, frente a la Cibeles y a dos pasos del Congreso. Allí, en el despacho de Gabeiras, se concentró a lo largo de la tarde y noche el generalato de todas las divisiones del Estado Mayor: Armada, Esquivias, Castro Sanmartín, Bonald, Arrazola, Lluch, Pérez Íñigo, Rodríguez Ventosa, Sáenz Larumbe, Álvarez-Arenas, y Aramendi. Como diría con sorna Milans en los juicios: «Conozco ese despacho: estarían los doce igual que en un tranvía». Enseguida comenzó una frenética sesión de télex, faxes, órdenes, contraórdenes, llamadas telefónicas hechas o recibidas en los siete teléfonos de la mesilla auxiliar de Gabeiras. Conexiones con capitanías generales, gobiernos militares, divisiones, brigadas, regimientos, bases aéreas…, transmitiendo la orden de «alerta 2 sin alarma» [equivalente a estado de excepción] por toda la España militar, de punta a punta, y controlando movimientos anómalos de tropas y efectivos, o la cambiante disposición de algunos capitanes generales. Era el centro neurálgico de la información y del mando militar, y había que repentizar medidas desde la incertidumbre y el desconocimiento de lo que podría estar preparándose en cualquiera de esos puestos.
Cuando el «¡todos al suelo!», y las ráfagas de tiros y la súbita desaparición de los cuerpos de sus señorías bajo los escaños, permanecieron en sus asientos Gutiérrez Mellado, Carrillo y Suárez, despreciando el miedo, prefiriendo la dignidad a la vida, y haciéndose estatuas de sí mismos. Adolfo Suárez estaba fumando un cigarrillo, al irrumpir Tejero. Entonces no era delito y se fumaba en el hemiciclo.
En pleno pavor colectivo, me pareció que debía hacer frente a quien estuviera al mando de aquella salvajada. Me abroché la americana y, antes de levantarme, como aún tenía el pitillo entre los dedos, quise tirarlo. Vi entonces que lo que yo tenía a mis pies, junto al cenicero metálico con arena, era… ¡la oreja de Leopoldo![15].
Suárez está en la puerta del hemiciclo que da a la galería curva, M-30. Dice con voz fuerte, pero sin gritar: «¡Quiero hablar con el mando!» Tejero entra al hemiciclo por esa misma puerta. Un ujier pasa también detrás de él. Algunos guardias civiles intentan que Suárez vuelva a su escaño. Pero él se desembaraza y sigue en pie junto a la puerta. Se detiene Tejero. Están uno frente a otro.
SUÁREZ: ¿Dónde podemos hablar?
Tejero no le contesta.
El ujier que se ha quedado ahí rezagado le indica a Suárez: «Presidente, aquí hay un cuarto…»
Van hacia allí. Vuelven a quedarse los dos de pie cara a cara.
SUÁREZ: ¡Explique qué locura es ésta!
TEJERO: ¡Por España, todo por España!
SUÁREZ: ¡Qué vergüenza para España! ¿Quién hay detrás de esto? ¿Con quién tengo que hablar?
TEJERO: Aquí no hay nada de qué hablar. Sólo obedecer.
SUÁREZ: Pero ¿quién es el responsable?
TEJERO: ¡Todos, estamos todos!
SUÁREZ: Como presidente del Gobierno de España, le ordeno que deponga su actitud.
TEJERO: Tú ya no eres el presidente de nada.
SUÁREZ: Le ordeno…
TEJERO: Yo sólo recibo órdenes de mi general.
SUÁREZ: ¿Qué general?
TEJERO: Milans. Y no tengo nada más que hablar.
SUÁREZ: Le insisto, soy el presidente.
TEJERO: ¡No me provoque!
SUÁREZ: Pare esto, antes de que ocurra alguna tragedia. ¡Se lo ordeno!
TEJERO: ¡Usted se calla! ¡Todo por España!
SUÁREZ: Le ordeno…
TEJERO: ¡Cállese y siéntese! Y usted, ujier, ¡fuera![16]
Es entonces cuando recluyen a Adolfo Suárez apartado de todos y bajo la vigilancia de tres guardias civiles en la salita de ujieres. También han hecho salir del hemiciclo a Manuel Gutiérrez Mellado, a Agustín Rodríguez Sahagún y a Felipe González. Los retendrán toda la noche en una sala amplia donde hay un enorme reloj con carillón. Minutos después llegarán también Santiago Carrillo y Alfonso Guerra.
Desciende Guerra por la escalerilla desde su escaño en el hemiciclo. Las manos en los bolsillos de su traje de pana color miel, el de «casi siempre». La reflexión, quizá algo mucho más veloz, la intuición de Alfonso Guerra sobre la «saca» de líderes, incluido él, fue «esto es para negociar algo… al dictado, claro». Pero cuando vio que, casi a la vez, otro guardia le hacía la misma seña de «venga conmigo» a Santiago Carrillo, su pensamiento hizo un zigzag. «No, de negociar nada, esto va a peor, a mucho peor…»[17]
De modo que para Guerra —que algo sabía de la Operación Armada y el Gobierno de concentración, aunque el «tejerazo» le hubiese pillado tan de sopetón como a casi todos—, el hecho de sacar a los líderes políticos era un indicio tranquilizador que, dentro de lo malo, le hacía suponer que algo se iba a pactar, a negociar. Claro que eso de «pactar con los líderes», y en tan dramática situación, sólo podía intuirlo quien tuviera datos para sospechar que aquel asalto al Congreso guardaba relación con la Operación Armada, y que ése era el famoso «incidente grave», el supuesto anticonstitucional máximo, que debía producirse para que fuese necesaria la llegada de un «solucionador». Armada, el De Gaulle español de 1981.
Sin duda, en la mente de Milans, Armada y Cortina, era así. Aparte de las retenciones de Suárez y de Gutiérrez Mellado, con quienes Armada no deseaba negociar nada, y que habían sido apartados para que no volvieran a crear conflictos de autoridad, los otros diputados retenidos en la sala del carillón eran precisamente los líderes de los tres partidos que habrían de entrar en el Gobierno de gran coalición. Rodríguez Sahagún estaba entre ellos, no como ministro de la Defensa saliente, sino como recién elegido presidente de la UCD.
A los «rehenes de oro» de la sala del carillón les hicieron sentarse de cara a la pared, separados, y les prohibieron hablar o comunicarse entre ellos. A lo largo de las horas, sólo rompía el silencio la carraspera de Gutiérrez Mellado, empedernido fumador. A altas horas de la noche, pensando en la inquietud que los del hemiciclo podrían tener por estos «sacados» y no vueltos a ver, Alfonso Guerra imaginó una manera de dar señales de vida y le dijo a uno de los guardias vigilantes: «Por favor, pida usted a algún diputado que nos consiga unos abrigos, porque esta sala es enorme, no debe de haber calefacción y tenemos frío… Pero no se olvide de decirles que es porque tenemos frío». Si no lo aclaraba, en vez de tranquilizarlos hubiesen pensado que eran para cubrir los cadáveres. Al poco, les entregaban dos abrigos, de Miguel Herrero de Miñón y de Emilio Attard.
Cuando llevaban casi dos horas de secuestro y la autoridad militar, «por supuesto», no aparecía, Alfonso Osorio, sentado junto al escaño de Manuel Fraga, le dijo: «Manolo, baja y dile a Tejero que llame a Armada».
Extraño mensaje, pero muy revelador.
Que Fraga tuviera cierto ascendiente sobre Tejero era posible: fue su ministro de Gobernación en el semestre de Arias y, como Tejero, pensaba que «con los comunistas, palo duro y tentetieso» y «no hay mejor terrorista que el terrorista muerto».
Que Osorio y Fraga estaban en el golpe de timón, en la Operación De Gaulle, en la Operación Armada, era un hecho sin vuelta de hoja. Fraga incluso figuraba en el Gobierno de Armada.
Pero ¿por qué pensaba o columbraba Osorio que convenía hacer venir a Armada? ¿Por qué pensaba o columbraba Osorio que Armada tendría paso franco en un Congreso tomado por Tejero? ¿Por qué pensaba o columbraba Osorio que Tejero conocía a Armada? Había que estar muy en las entretelas de todo aquello para saber que existía alguna importante relación entre dos personajes tan en las antípodas como Armada y Tejero. Pero existía. Y Osorio y Fraga lo sabían[18].
Múgica estaba tranquilo, leyendo, en su escaño. ¿Esperaba este asalto o algo similar? Semanas antes, Múgica decía: «Debe estar todo preparado y a punto, para cuando ocurra el incidente, que no llegará a ser un golpe de Estado, más bien al contrario, algo para evitar un golpe de Estado, un incidente que provoque la dimisión de Suárez. Debe estar todo ya concertado y listo, para que se dé paso inmediatamente a un Gobierno de unidad nacional que se haga cargo transitoriamente y convoque elecciones generales». «Estos comentarios nos llegaban a Moncloa de fuente directa; pero no sabíamos de qué naturaleza esperaban que fuese el incidente. Pensábamos que podría tratarse de un atentado muy convulsivo, o el asesinato de una personalidad relevante… Algo que justificara el decir: “Señores, hasta aquí hemos llegado”. Por otra parte, teníamos noticias y rumores de golpe todas las semanas»[19].
En el banco azul, Fernández Ordóñez, todavía ministro de Justicia, le dice a Rosón, todavía ministro de Interior:
—Tengo en el bolsillo la dimisión de Suárez firmada ya por el Rey, para su publicación en el BOE: voy a romperla.
—¡No! —Rosón echa mano al documento—. ¡Trae acá ese papel![20]
Un par de días antes, esos dos ministros se llevaban a matar por el asunto del etarra Joseba Arregi, brutalmente torturado con la «prueba de la bañera» mientras estuvo en las dependencias policiales de Interior, y muerto de bronconeumonía y shock respiratorio, una vez trasladado al hospital penitenciario dependiente de Justicia.
Pero lo sorprendente de ese diálogo es que Ordóñez, siempre crítico con Suárez, quisiera destruir su documento de dimisión.
Suárez seguía empalmando cigarrillos Ducados en su secuestro solitario. Observado de cerca por tres guardias civiles, se había ensimismado con el movimiento del péndulo del reloj de la pared de enfrente, allí, en la salita de ujieres, cuando entró la diputada de UCD Carmen González Páramo. Le llevaba un descafeinado de máquina y unas galletas:
—¿Cómo estás? Es lo único que he podido conseguir…
—Carmen, por favor, llama a Amparo, está enferma, tranquilízala, dile que yo estoy bien, estupendamente bien; y que le diga a Lito, a mi cuñado Aurelio, que se ocupe de… —Suárez hablaba deprisa, abreviando, con cierta ansiedad; le habían prohibido «visitas, mensajes y cualquier tipo de comunicación». En efecto, los guardias no le dejaron terminar el recado.
Retenido a punta de subfusiles Z-70 y con la frustración inmensa de que todo el trabajo hecho por construir una democracia se derrumbaba en un instante por la fuerza bruta de unos fanáticos iluminados, el razonamiento de Suárez era muy fuerte: «Ni culpables, ni cómplices, ni “ya os lo venía avisando”… Este golpe me lo han dado a mí. Les hice una “quedada en red” dimitiendo por sorpresa; pero ya estaban lanzados. Este golpe no es contra Leopoldo, es contra mí. Leopoldo para ellos es uno más entre la tropa de los trescientos cincuenta diputados. Y si tiene que haber alguna víctima he de ser yo, no la democracia, no España. Deben de tener órdenes estrictas de no hacer sangre. Por eso dispararon al techo. Si este hombre, Tejero, me pega un tiro y me mata, el golpe sería cruento, y con magnicidio. Difícilmente podría tener aceptación entre las democracias occidentales. El mejor servicio que yo podría prestar ahora a mi país sería encajar un tiro, evitar que el golpe triunfe, aun a costa de mi propia vida».
Pasaban las horas. Aunque miraba el reloj de péndulo, no se fijaba en las manecillas. Entró Tejero a la salita de ujieres. Se plantó delante de Suárez. Ambos hombres se taladraron con los ojos, en silencio. Si la mirada de Tejero a Suárez era de aborrecimiento y desprecio, la de Suárez a Tejero no era menos desdeñosa, ni menos altiva pese a ser su prisionero. Tejero acusó ese desafío mudo. Sin más, le puso su pistola Astra «a cañón tocante» en el pecho. Los tres guardias civiles palidecieron. Adolfo Suárez ni se movió ni bajó los ojos hacia el arma que sentía sobre su esternón. Sin pestañear, sin dejar de mirar los ojos ardientemente verdes de Tejero, dijo una sola palabra, tajante, con carga de autoridad:
—¡Cuádrese!
Tejero se desconcertó. Podía dejarle seco allí mismo, ¡claro que podía! El dedo índice combado en el gatillo… bastaba, simplemente, querer.
Desvió la mirada. Con el brazo extendido todavía y la pistola apuntando a Suárez, fue girando despacio, despacio, media vuelta y salió de la estancia.
Al poco rato, uno de los vigilantes de Suárez le comentó al guardia de al lado: «Este tío —señalaba con la barbilla a Suárez— manda más que el teniente coronel»[21].
En La Zarzuela se alarmaron al saber que Tejero había entrado en el Congreso invocando el nombre del Rey. Inmediatamente Sabino se puso al habla con él. Fue una conversación breve y áspera desde ambos extremos de la línea.
—¿Quién te ha autorizado a usar el nombre del Rey?
—Cumplo órdenes del general Milans.
—¡Pues yo te estoy llamando desde la Casa de Su Majestad, y te ordeno que acabes con esta locura!
La respuesta de Tejero fue un clic de teléfono colgado.
En la turbamulta de dudas y perplejidades de aquella interminable velada, Sabino se preguntaba: «¿Qué hace en el Congreso un miembro de la Guardia Real? ¿Quién es? ¿Quién le ha ordenado que esté allí? ¿Para qué…, si es una sesión de votación, con final cantado, si RTVE ni la está emitiendo en directo? ¿Qué contactos tiene ese guardia nuestro, para conseguir la extensión de línea donde podíamos localizar a Tejero?»
No se lo aclararon nunca.
Para el Rey, la gran sorpresa fue el «tejerazo». No sólo conocía la conexión Milans-Armada, sino que desde hacía meses había encomendado a Armada que templara los ímpetus golpistas del «virrey de Valencia». Armada iba poniéndole al día de sus conversaciones con Milans, y de las de éste con los coroneles del «golpe de mayo». De eso se trataba: neutralizar un golpe duro y cruento.
Pero el 23-F el Rey tuvo la evidencia del triángulo Milans-Armada-Tejero en acción conjunta. El general Juste fue uno de los primeros en dibujarle el cuadro, tal como Pardo Zancada lo expuso en la DAC Brunete: Tejero es el detonante; Armada, el director técnico de la operación; Milans, el jefe militar… y, como aval y talismán, el uso del nombre del Rey.
Aquella larga noche, los capitanes generales de las once regiones militares estuvieron en contacto con Quintana Lacaci, con Gabeiras y con el Rey; pero también, como en estéreo, recibían las incitaciones de Milans y de Armada en sentido contrario. De ahí que hubiese vacilaciones, respuestas ambiguas y titubeos, porque no pocos esperaban para definirse a que lo hiciera tal o cual capitanía. El temor en La Zarzuela era que Milans se hubiera adelantado convenciendo a sus compañeros de que su asonada y la solución Armada eran bien vistas por el Rey. En cierto modo, los teléfonos de una y otra banda funcionaban compitiendo en velocidad. Y se ha de tener en cuenta que en aquellas fechas no existían teléfonos rojos con línea directa de red oficial entre La Zarzuela y las capitanías. Se instalaron después. Todo hubo que hablarlo por las líneas estándares de Telefónica. «¡Ojo!, que son armas de doble filo —advertía Sabino durante aquella noche—, por lo que hablemos en uno y otro extremo, y por lo que nos quieran grabar».
Si el Rey se hubiese inclinado por cualquier tipo de intervención militar, vulnerando el alma de la Carta Magna, los mandos del Ejército le habrían secundado en bloque, sin fisuras: «A sus órdenes, Majestad, y en primer paso de saludo», como le dijo el propio Quintana Lacaci, considerado en el después de la historia «arquetipo de militar demócrata». Para los militares, de comandantes hacia arriba, la Constitución no era un texto precisamente «venerable», ni la norma de las normas; antes bien, la veían como «un invento de inspiración izquierdista y liberaloide, que está vaciando España de sus valores y despedazando su unidad». El Rey, y sólo él, fue aquella noche el punto de mira y el árbitro entre quienes querían salvar la democracia española y quienes querían darle la puntilla.
Una noticia importante fue que la I Región, Madrid, mandada por Quintana Lacaci, se declarase leal al Rey. A partir de ahí, y pulsada la disposición de la JUJEM, cumbre de los estados mayores de Tierra, Mar y Aire, empiezan a repartirse la faena de tomar el pulso a las once capitanías generales, una por una.
El capitán general de Burgos, Luis Polanco, llamó enseguida al Rey, como su jefe supremo, y le expresó su obediencia. Antonio Delgado, desde Granada, habló con Quintana y luego con La Zarzuela: se mantuvo leal todo el tiempo.
El Rey, bloc y boli, anotando lo que tenía que decir, lo que el del otro lado le contestaba, la hora, y… cruz o raya o interrogación, había iniciado muy pronto su ronda con los capitanes generales. Sabino, a su lado, le facilitaba líneas o retenía llamadas.
Poco antes de las siete de la tarde sonó el teléfono de Pedro Merry Gordon, en la Capitanía de Sevilla:
—Perico, buenas tardes. Soy el Rey.
—Buenas tardes, señor, a sus órdenes.
—¿Cómo está la cosa por ahí?
—Aquí no hay novedad… ni la habrá.
—¿Cuento contigo, Perico?
—Así es, señor, a sus órdenes.
—Muy bien, un abrazo[22].
En los informes que enviaron al juez instructor de la causa 2/81 todos los capitanes generales, son casi idénticos los párrafos donde uno tras otro reseñan: «Recibo una llamada personal de Su Majestad el Rey. Me pregunta cómo está mi región, si hay alguna anomalía, si se están cumpliendo las órdenes de la JUJEM de poner en marcha la Operación Diana, alerta 2… Quedo incondicionalmente a su disposición». Algunos explican que han intentado llamar ellos a La Zarzuela «pero las líneas estaban saturadas». Sólo en el informe del capitán general de Canarias, González del Yerro, puede leerse: «Llamé yo a La Zarzuela. Fue necesario estar marcando durante treinta o cuarenta minutos, pues las líneas estaban congestionadas».
En efecto, todos dicen «quedo incondicionalmente a su disposición», pero en el informe no hacen constar sus expresivas coletillas cuando hablaron con el Rey. «A sus órdenes, señor, pero… ¡es una pena!» «Para lo que Vuestra Majestad mande, en cualquier sentido». O como explicaba días después Quintana Lacaci, el capitán general de Madrid: «Yo soy franquista y adoro la memoria de Franco. Pero a mí el Caudillo me dio orden de obedecer a su sucesor; y como el Rey me ordenó tener a la gente en los cuarteles y parar el golpe del 23-F, lo paré; pero si me hubiera ordenado asaltar las Cortes, las asalto»[23].
Los más querían la intervención militar y un nuevo orden de Gobierno. Pero a contrarrey no se habrían sublevado.
Nunca hubo riesgo de división del Ejército y aún menos de enfrentamiento militar. Los capitanes generales, excepto Milans, uno tras otro se pusieron a las órdenes del monarca «para lo que hiciera falta». Y esperaron sus instrucciones.
La cuestión del orden constitucional era para ellos un «respeto» muy secundario. La mayoría de los militares veteranos y con mando activo no entendía la Transición más que como un traspaso de los poderes de Franco a Juan Carlos, a quien acataban como jefe del Estado y obedecían como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, en virtud de las Reales Ordenanzas. Esas Ordenanzas, con su pedigrí desde Carlos III, eran para ellos la verdadera Constitución.
El capitán general de Zaragoza, Antonio Elícegui Prieto, era uno de los «muy dudosos». Tenía aquel día en su territorio todo el potencial artillero de la DAC Brunete, que se había desplazado allí por las maniobras Beta en San Gregorio. Aquel día era, pues, una pieza tan valiosa como vulnerable.
Desde hacía meses, Elícegui solía asistir a reuniones conspirativas y pensaba que los militares debían estar listos para intervenir en el momento en que hubiese que parar en seco el terrorismo y el separatismo. Aquella tarde, después de recibir varias «sugerencias estimulantes» de sus propios generales y coroneles y de algunas capitanías vecinas para que se adhiriese a Milans, llamó a Quintana Lacaci: «Me preguntaba, ¿tú qué vas a hacer? Porque habría que hacer algo, ¿no te parece?» Estaba sometido a un bombardeo de presiones por parte de Milans. Desde Madrid, las contrarrestaba Laína, que cuando fue gobernador civil de Zaragoza trabó amistad con Elícegui. Laína, como Quintana, le instaban a mantenerse «quieto y neutral».
El Rey le llamó a las ocho de la tarde, y por una línea de la Compañía Telefónica Nacional de España:
—Elícegui, soy el Rey. Quiero que sepas por mí mismo que se está utilizando mi nombre en falso. Yo no he autorizado nada a nadie. ¡Nada a nadie! Resuelve las cosas trabajando con los gobernadores civiles y no recibas órdenes militares más que de la JUJEM. Si de alguna de ellas tienes duda, antes de cumplirla habla conmigo.
Pero aún tardó en superar sus vacilaciones y declararse a favor de la Corona.
¿Qué hacía Milans? Se había sublevado. Al principio mentía, disimulaba, decía que «esos tanques y esas tropas regresan de unas maniobras», que su alerta 2 y su bando eran simples medidas precautorias «para guardar el orden ciudadano». Milans estaba dedicado a captar adhesiones de los capitanes generales para lograr un alzamiento nacional, por «efecto dominó». Persuadido de que incluso Madrid se uniría: «Madrid siempre cae. La última, pero cae…»
Al primero que «invita» es a Manuel Fernández Posse, de la VIII Región con sede en A Coruña. Fernández Posse galleguea y no se define. Busca seguridad, llama al JEME Gabeiras y le informa:
Fernández Posse —explicó después Gabeiras— me telefoneó para decirme que Milans le había llamado pidiéndole que se uniera a un bando de pronunciamiento contra el Gobierno. Y que tenía en marcha unas aproximaciones de tropas y una Diana alerta 2. Entonces yo llamé a Milans. Me confirmó que eso era así. Acto seguido le dije: «Quedas relevado del mando; entrégalo inmediatamente al gobernador militar Luis Caruana». Su respuesta fue: «Gabeiras, no quiero saber nada de ti, ni hablar contigo. Sólo hablaré con Armada». Y colgó.
Llamé al Rey: «Majestad, Milans se ha sublevado, intenta captar a otras regiones. Yo le he relevado del mando. Señor, le pido que confirme mis órdenes». El Rey no vaciló, aunque todo esto era un procedimiento inédito para el Rey, para mí, para todos, y más en democracia. «No te retires del teléfono», me dijo. Y pude oír cómo marcó, habló enérgicamente a Milans, le confirmó mi orden y añadió «además, Jaime, quedas arrestado»[24].
Curiosamente, hasta ese momento, las ocho de la tarde, el Rey no había conseguido hablar con Milans. En Capitanía de Valencia estaban saturadas las líneas.
Sin embargo, a continuación debió de haber otra llamada del Rey a Milans o de Milans al Rey, porque cuando, al cabo de un rato, el gobernador Caruana entraba en el despacho de Milans oyó que éste se despedía afectuosamente del Rey: «… Y otro muy fuerte para vos, señor». El trago de destituir al jefe no era ni fácil ni grato para Caruana. Así que fue directo: «Jaime, vengo de parte del JEME a destituirte del mando y a que te constituyas en arresto». Milans, sonriendo displicente, señaló con el mentón un revólver Colt 38 que tenía sobre la mesa y al alcance de su mano: «¡Atrévete!»
No hubo relevo ni arresto.
En comunicaciones posteriores, el Rey ordenó a Milans —golpeando incluso con el puño sobre su mesa y endureciendo la voz— que replegara sus efectivos, retirase su bando y exigiera a Tejero el abandono del Congreso… Fue inútil.
La posición de Polanco en Burgos, «a las órdenes del Rey», influyó para que Fernández Posse se decidiera a comunicar: «A Coruña y yo no estamos con Milans, sino con el Rey».
Milans seguía al habla con todas las capitanías, excepto con Madrid, porque ya sabía que Quintana estaba en contra. Sin decir claramente que se había sublevado, ni que obraba contra la voluntad del Rey, informaba de sus aproximaciones de tropas a la ciudad, de su manifiesto, «que ahora mismo te envío por télex». Buscaba su deseado «efecto dominó». Hubo capitanes generales que al recibir la llamada de «toma de pulso» de Gabeiras, ya habían sido informados por Milans, tenían delante el télex con su proclama y estaban convencidos de que el Rey lo conocía y lo aprobaba. «Pues llama tú al Rey», les respondía Gabeiras. Queriéndolo o no, Milans iba sembrando desconcierto y provocaba indecisión entre los capitanes generales.
Algunos deseaban «aprovechar la ocasión y hacer algo», sin embargo no estaban por adherirse a la sublevación de Milans; en cambio, sí veían oportuna y constitucional la fórmula de Armada. Eso es lo que le ocurría con el capitán general de Cataluña, Antonio Pascual Galmés. Leal en última instancia, pero mantuvo en suspense al Rey y a Quintana Lacaci, que en sus anotaciones a vuela pluma le estimaba «problemático». Pascual Galmés, sabiendo que Jordi Pujol y Roca habían rechazado las propuestas de «un Gobierno de concentración presidido por el general Armada» hechas por Múgica al final del verano, sondeó en la tarde del 23-F al president de la Generalitat acerca de la solución Armada como «fórmula hábil de emergencia y dentro de la Constitución, para salir de la atrocidad de Tejero y su gente». Debió de convencerle, porque cuando Armada salía hacia el Congreso a parlamentar con Tejero, le estimuló con un expresivo «¡Alfonso, leña al mono!», y a continuación llamó a Pujol: «Hay buenas noticias, Jordi. La cosa está en vías de solución. Armada ha salido hacia el Congreso para negociar con Tejero».
El Rey no consiguió hablar con el capitán general de Baleares, Manuel de la Torre Pascual, amigo de Milans. Había preparado una proclama similar a la de Milans y estuvo a punto de leerla por radio. Echándole paciencia, Quintana Lacaci le disuadió.
Más preocupante era la actitud de Ángel Campano López, capitán general de Valladolid. No inspiraba confianza. Además, se había encerrado en su despacho y no se ponía al teléfono ni cuando le llamó el Rey. Hubo que recurrir a la mediación de terceras personas cercanas a él: su jefe de Estado Mayor, el coronel Rafael Gómez Rico, y los gobernadores militar y civil de Valladolid, Manuel María Mejía Lequerica y Román Ledesma[25].
Los hechos del 23 y 24 de febrero reunieron en La Zarzuela a la familia del Rey casi al completo: los Reyes y sus hijos, el príncipe Felipe y las infantas Elena y Cristina, que habían pasado todo el día «de vacaciones» en palacio; la princesa Irene de Grecia y las hermanas del Rey, Pilar y Margarita, con sus esposos, Luis Gómez-Acebo y Carlos Zurita. Desde muy temprano, estaban allí el esquiador y hotelero Miguel Arias, y Nachi Caro Aznar, amigos del Rey que habían quedado para jugar una partida de squash. Poco después de las siete llegó Manolo Prado y Colón de Carvajal, amigo multifuncional del Rey, embajador at large para asuntos exteriores especiales y administrador de las finanzas privadas de Juan Carlos de Borbón y Borbón, todo en una pieza. Fue bueno que en aquellas horas «sin manual de instrucciones» él estuviera allí.
La Reina aportaba calma, ambiente grato y catering…, muy en su papel de anfitriona. El Rey siguió vestido con el chándal todo el tiempo, hasta que llegaron los de la televisión. En el cajón central de su mesa de despacho tenía una pistola. Y quiso que su hijo Felipe, de trece años, estuviese allí todo el tiempo para ir transmitiéndole sin palabras lo que significaba ser el príncipe heredero.
El relato del ambiente en La Zarzuela, salpicado con mil detalles y exactitudes horarias, que Sabino conservó indeleble, como troquelado en su memoria pese al transcurso del tiempo, es un testimonio único del 23-F vivido en palacio y al lado del Rey. Por su valor histórico y por la sinceridad sin peaje de su contenido, importa que quede reproducido negro sobre blanco:
Hubo momentos de mucho jaleo, de mucho follón. Los teléfonos sonando a la vez y todo el mundo metido a telefonista. El teléfono fue el instrumento decisivo para detener el golpe… pero era un arma de doble filo. Te podían grabar. Con las capitanías no teníamos teléfonos rojos de línea directa blindada y con secráfono. Usábamos las líneas de telefonía comercial. Cuando varios capitanes generales llamaban o eran llamados por el Rey y coincidían en diversos teléfonos, yo les retenía las líneas: ganar tiempo era ganar tramos de la batalla, y evitar que entre ellos se enardecieran y se pusieran de acuerdo para actuar en apoyo de los sublevados.
Las llamadas eran de todo tipo: Juste, que a altas horas de la noche se sentía impotente para retener acuarteladas a varias unidades de la DAC Brunete; o Gabeiras, pensando declarar el estado de guerra; o una agencia de prensa internacional preguntando si era cierto que las infantas habían sido evacuadas a Londres y si el Rey había pensado en hacer las maletas…
Los mensajes, los recados más bien, que nos llegaban al despacho del Rey, desde la sala de estar donde se habían ido reuniendo los familiares y la gente amiga que subió a palacio, eran en muchos momentos irreflexivos, carentes de una lógica sensata, como si se les hubiese olvidado que en España existía una Constitución. ¡Opiniones para todos los gustos! Y, fuese por los nervios o por el deseo de ayudar, todos aportaban su solución o exponían su parecer. A veces, se creaba una densa atmósfera de confusión que podía influir en el Rey, ¡claro que sí! Pero no les iba a hacer callar, era gente de la Casa o eran de su familia.
Carlos Zurita, por ejemplo, defendía con empeño que entrasen los geos a tiro limpio, «en contraasalto» al Congreso. Cuando más adelante, por Paco Laína y por Carlos Holgado, el comandante jefe de los geos, supimos que podría haber unas doscientas cincuenta bajas, y que al menos cincuenta serían muertes, Zurita replegó velas y no volvió a insistir. Del mismo parecer era, y lo argumentaba técnicamente, el inspector de Policía encargado de la protección del príncipe. A la hora de grabar el mensaje del Rey para televisión, unos opinaban que con traje civil y otros que militar. Y sin que se les hubiera preguntado. El Rey nunca dudó de que debía aparecer como capitán general. Ése era el quid de su «autoridad» en aquella situación.
Había ayudantes de campo y miembros del Cuarto Militar del Rey que no estaban en contra del asalto al Congreso, querían un cambio político fuerte y se manifestaban a favor de la solución Armada. El teniente general Joaquín de Valenzuela, jefe del Cuarto, estuvo todo el tiempo tibio, entre dos aguas, sin saber en qué orilla quedarse. Pero su hijo, y Agustín Muñoz Grandes, y Guillermo Quintana-Lacaci júnior estaban rotundamente a favor de Armada y de que lograra su presidencia de Gobierno. El responsable de transmisiones, José Sintes, también era partidario. Y ascendiendo en el staff, al propio jefe de la Casa, Nicolás Cotoner, marqués de Mondéjar, se le veía confuso, vacilante y… asustado. Aquella situación le excedía. Dedicó buena parte de su tiempo a atender las llamadas de personalidades y jefes de Estado y de Gobierno extranjeros, que se produjeron en tropel en cuanto el Rey se «retrató» por la democracia en RTVE. Pero es justo decir que el Rey pudo aparecer en RTVE aquella noche gracias a Mondéjar.
Efectivos del Regimiento Villaviciosa 14, de Caballería Ligera, habían tomado las instalaciones de RTVE en Prado del Rey. El coronel que los mandaba, Joaquín Valencia Remón, no quiso obedecerme cuando le llamé diciendo que era de la Casa de Su Majestad, ni obedeció al general Juste, que era su jefe divisionario de la DAC Brunete, ni al capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, ni al JEME Gabeiras… Entonces se descolgó Mondéjar y habló con él. Se conocían por ser los dos de Caballería, y Mondéjar era superior en grado militar. La astucia de Mondéjar fue mostrarse ambiguo, sin mentir, pero sin aclarar en qué sentido se decantaría el Rey en su discurso. Me parece que la Reina le había recordado unos minutos antes que lo que hizo perder el trono a su hermano Tino, en 1967, cuando el golpe de los coroneles, fue definirse contra el golpe antes de tiempo. Los coroneles griegos le cortaron las comunicaciones y le aislaron. Así que Mondéjar se las ingenió con un decir sin decir, para que Valencia Remón pensara que el mensaje del Rey podía ser en apoyo al levantamiento. De ese modo consiguió que viniera un equipo de Prado del Rey a Zarzuela[26].
Yo pude apoyarme bastante en Manolo Prado. Pensaba con mente constitucional y democrática, sin fisuras, y era consciente de que los poderes del Rey eran muy limitados: muy inviolables, muy respetables, muy cimeros, muy supremos… pero simbólicos. Y aquella noche todas las indecisiones y todas las iniciativas pretendían apoyarse en el Rey, ampararse en el Rey. Pero el Rey no podía ni desatender todos aquellos reclamos, ni sobrepasar el símbolo que él era… Cada paso había que aquilatarlo bien.
El mensaje del Rey por televisión lo redacté yo, pero lo revisamos juntos, y él quitó y añadió algo con mucho acierto. Era un texto breve, que requería precisión de relojero. El Rey no podía quedarse corto, pero tampoco excederse. Éramos conscientes, y el Rey el primero, de que se movía en un equilibrio difícil, porque la situación militar en aquellos momentos era muy confusa, varias capitanías estaban indecisas y más bien con ganas de dar el paso al frente y adherirse a Milans. Eso sí, convencidos de que detrás de Milans estaba el Rey, y que al lado de Armada estaba el Rey. El panorama militar podía cambiar en un instante y producirse un vuelco. Además, en aquella misma hora, Armada intentaba conseguir del Rey la «luz verde» para negociar con Tejero. Lo que el Rey dijese a las doce y media de la noche podía quedar obsoleto en una hora. El clima era de incertidumbre total. Muchos interrogantes. Sin embargo, el Rey tenía que condenar los hechos del Congreso y decir a la ciudadanía civil y, sobre todo, a los militares sublevados o tentados a la rebelión, que la Corona apostaba por la democracia; que él no toleraría atropellos a la Constitución, y que nada de «vacíos de poder»: había una autoridad militar, la JUJEM, sometida a las autoridades políticas, y ambas funcionando coordinadamente. ¡Es que era así!
Sin fatuidad ni alardes de nada, en conciencia, creo que la batalla contra el golpe desde Zarzuela la di yo, y que la situación la salvé yo. Sobre todo, porque en momentos decisivos blindé al Rey de presiones y de influencias nefastas. O tuve «la lucecita» para advertirle: que no recibiera a Armada; que no entregase el poder a la JUJEM, que estaba a punto de tomárselo; que las órdenes a las capitanías se enviasen por télex y se les exigiera, también por télex, el recibido y la respuesta. Esto fue especialmente importante con Milans, porque se hacía el sueco, daba la callada por respuesta, o le decía al Rey: «Sí, Majestad, ahora mismo retiro el bando y los tanques», pero luego hacía lo que le daba la gana.
Mi papel durante el 23-F y el 24-F fue estar al lado del Rey. Lo tuve clarísimo. Pero a la vez debía controlar a personas de la Casa de quienes yo sabía cómo respiraban políticamente. Y una cosa es respetar las opiniones de todo el mundo, y otra cosa es que esas opiniones pretendan dejar su huella en telefonemas o télex o mensajes del Rey. Había que estar con mil ojos. El coronel Blanco y el capitán Sintes Anglada eran responsables de comunicación y de transmisiones, dos campos claves aquel día, por lo que recibíamos y por lo que emitíamos en Zarzuela. Pues bien, Sintes y Muñoz Grandes habrían podido armar una tremenda haciendo salir los faxes que hubiesen querido. Guiados por su entusiasmo patriótico, no lo dudo.
Yo estuve controlándolos. Aun así, Muñoz Grandes logró meter dos pifias de gran compromiso para el Rey. Una, en el télex último a Milans. Era un texto inequívoco y terminante, en el que el Rey le decía: «Afirmo mi rotunda decisión de mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente. Cualquier golpe de Estado no puede escudarse en el Rey, es contra el Rey. Hoy más que nunca estoy dispuesto a cumplir el juramento de la bandera… Te ordeno que retires todas las unidades que hayas movido. Te ordeno que digas a Tejero que deponga su actitud. Juro que no abdicaré […] ni abandonaré España; quien se subleve está dispuesto a provocar una guerra civil y será responsable…» Esto último era una carga de profundidad, que venía a decir: «Yo no voy a hacer lo que hizo mi abuelo Alfonso XIII». Ya se lo había dicho un momento antes de palabra, con toda energía, y con todo su dramatismo, teniendo sobre la mesa una chuleta que habíamos preparado: «Te juro, Jaime, que yo ni abdico ni me voy. No puedo, ni quiero, ni voy a apoyar un golpe de Estado. Estoy contra el golpe. El golpe es sin mí y en mi contra. Y, si queréis otra cosa, no podréis contar conmigo, ¡tendréis que fusilarme!»[27] Bueno, pues como el Rey acababa de dar su mensaje por televisión, o bien Muñoz Grandes o bien Sintes, en el télex, que es donde quedaba constancia oficial de lo dicho por el Rey, agregaron la frase «después de este mensaje ya no puedo volverme atrás», con lo que daban pie a que cualquiera se preguntase «pero, oiga, ¿es que antes del mensaje de RTVE, el Rey sí podía volverse atrás, no acatar la Constitución y encabezar un golpe de Estado?». Aunque también se podía deducir que, una vez emitido su mensaje a la nación, quedaba trazada la raya: si antes hubiese cabido una salida «de emergencia» fuera del orden legal, ahora ya no cabía ese derrotero. El Rey había quemado sus naves. Y los golpistas debían saberlo: cualquier golpe sería contra el Rey. Era el punto de no retorno.
La segunda pifia fue el 24 de febrero por la mañana. Antes del «pacto del capó» para las rendiciones de los asaltantes, el Rey envía un mensaje verbal a Pardo Zancada. Este comandante, desobedeciendo las órdenes de acuartelamiento, había salido a medianoche de la DAC Brunete con una columna de oficiales y soldados, y estaba en el Congreso. El Rey le ordenaba regresar a la división con sus hombres. Muñoz Grandes se lo dicta por teléfono al coronel José Ignacio San Martín, jefe de Pardo Zancada en la DAC: «Apelando a tu honor militar y pensando en tu amor a España, te ordeno que depongas tu actitud y te reintegres a la disciplina militar».
A San Martín le parece «muy duro», y propone redactar otro y que el Rey le dé el visto bueno. Al cabo de unos minutos, lee a Muñoz Grandes, que aguarda al teléfono en Zarzuela, el nuevo texto, donde ha añadido un par de líneas a las anteriores: «Al acatar la orden del Rey, salvas tu honor y tu patriotismo, toda vez que tu acción estaba impulsada por tu amor a España y tu fidelidad al Rey». Esa frase agregada no estaba cuando yo le pasé al Rey el primer mensaje, que era una recriminación y una orden. El que manipularon después parecía más bien un homenaje del Rey a Pardo Zancada. Su indisciplina queda amparada y justificada por su amor a España y su fidelidad al Rey. Un cambiazo total. Esa nueva redacción ni pasó por mis manos ni por la mesa del Rey. Se coció en el despacho de ayudantes; todo lo más, con la aprobación verbal del general De Valenzuela, el jefe del Cuarto Militar. Y aun así, cuando se lo llevan a Pardo Zancada, ya casi a las siete de la mañana del 24 de febrero, ni él ni sus cuatro capitanes aceptan la «invitación» del Rey a replegarse al cuartel general de la DAC Brunete. Se resisten hasta el final[28].
En un primer momento, los cuatro miembros de la JUJEM estimaron que, al tratarse de unos hechos de autoría militar y sin conocer aún el alcance territorial que tendría, debía resolverse entre militares, y se arrogaron el control absoluto de la situación. Involuntariamente, o por instinto de mando, era una absorción del poder civil por el poder militar, una suplantación de autoridades, lo cual equivalía —de hecho— a un golpe de Estado dado desde la cumbre militar.
Ya habían redactado el texto de «asunción de todos los poderes» por la JUJEM que pensaban publicar[29]. Sabino reaccionó, lo estudió con Manolo Prado por tener una opinión de contraste, y le hizo ver al Rey que eso supondría el reconocimiento del derecho de los militares a intervenir en las decisiones políticas. «¡Y a ver quién es el guapo que vuelve a desmilitarizar la cosa pública después! —decía Manolo Prado—. Porque los militares cuando toman una cota, hincan la bandera y no se retiran».
Fue entonces cuando arbitraron la fórmula que evitase el vacío de poder al estar los ministros secuestrados: asumirían sus funciones los cargos del nivel inmediato, «código verde», secretarios de Estado y subsecretarios de todos los ministerios, y en Presidencia, Francisco Laína, por ser el director general de la Seguridad del Estado. Establecieron su sede en el Ministerio del Interior, en la calle Altamirano.
En la secuencia del 23 al 24 de febrero, el Rey utiliza en primera persona la expresión «te ordeno». Por Constitución, cualquier orden, ley, decreto ley, concesión o ejercicio de gracia del Rey han de tener el endoso y respaldo del presidente del Gobierno, del ministro correspondiente o del presidente del Congreso para que sean válidos. Y en cuanto a la estructura militar, la cadena de mandos no culmina en el Rey, sino en el presidente del Gobierno. Ley en mano, pese a que la Constitución le atribuye el mando supremo de las Fuerzas Armadas, el Rey no puede dar una orden, por pequeña que sea.
Pasado el 23-F, hubo eminentes discusiones sobre si el mando supremo de las Fuerzas Armadas atribuido al Rey era algo simbólico, una alegoría, o si expresaba la capacidad real de dar órdenes con efectos prácticos: retirar unos carros de combate, destituir del cargo a un teniente general, anular una proclama militar, exonerar en el acto mediante el «pacto del capó» a unos suboficiales y soldados o guardias civiles sublevados, facilitar aviones para que Tejero y sus guardias escapasen de las responsabilidades penales y «se fugaran» al extranjero…
Concluido el golpe de Estado, el propio Rey les dijo a los líderes políticos que había tenido que actuar más allá de sus límites, y que eso no podría volver a hacerlo. «He quemado mi último cartucho… No me pongan ustedes nunca más en esta situación».
Un jurista agudo como Landelino Lavilla respondía a esa cuestión —al margen de que los ciudadanos celebraran con entusiasmo que, sin más espadón que el teléfono y el «ordeno y mando», el Rey desguazara el golpe—: «Los poderes del Rey son simbólicos, sí, pero… son poderes. Y el 23-F se vio. En virtud del artículo 62, el Rey no podía decir a Milans del Bosch: “Jaime, te ordeno que anules el bando, te ordeno que retires tus tanques y tropas”. Pero jerárquicamente sí podía, porque era capitán general. Tenía una estrella más. Y Milans, como teniente general, le estaba subordinado. El 23-F, el Rey jugó deliberadamente esa carta. Y aquella noche para hablar ante las cámaras, no apareció de civil, sino con uniforme de capitán general»[30].
Con todo, lo que el 23-F funcionó entre los mandos militares fue la auctoritas regia: la entraña del Ejército español nunca había dejado de ser monárquica, y esa veta de «militarismo dinástico» tradicional se proyectó en la obediencia al Rey. Y no sólo durante el golpe, también en los preparativos: si los golpistas se nuclearon no fue por el carisma de Milans, sino por la creencia de que detrás de aquello estaba el Rey.
Quedó patente que, pese a su devoción franquista, los altos mandos militares eran fervientes monárquicos. Todos querían la aquiescencia del Rey, ponerse a disposición del Rey, estar a las órdenes del Rey… Nadie le hubiese planteado al monarca «o mi golpe o abdicas», «o mi golpe o te exilias», «o mi golpe o al paredón». El «¡tendríais que fusilarme!» fue una sobreactuación del Borbón, puesto en la piel de su abuelo. La noche se prestaba al melodrama. Pero la realidad era otra: todos esos veteranos generales habían vivido la guerra y quedaban paralizados de pánico ante la mención del fantasma de 1936. Nadie quería volver a eso. Todos buscaron el soportal del Rey. Saliera bien o mal la gestión de Armada, el Rey no arriesgaba nada. En la maquiavélica opinión de Sabino: «El Rey no perdía nunca. El Rey ganaba en cualquier caso. Sólo tenía que esperar para ver de qué lado ponerse»[31].
En torno a las 20.30, Gabeiras sale del palacio de Buenavista, Cuartel General del Ejército, para asistir a una reunión de la JUJEM, en Vitrubio 1.
Armada, desde su despacho, y durante una hora, hace por su cuenta algunos sondeos telefónicos entre los capitanes generales que no se hablan con Gabeiras y detecta que Merry Gordon (Sevilla), Pascual Galmés (Cataluña), Elícegui Prieto (Zaragoza) y Campano López (Valladolid) están de acuerdo con lo de Milans en Valencia, aunque se palpan las ropas y esperan a ver qué hacen las capitanías vecinas; si encuentran «calor y animación», se sublevarán también. Pero Armada no quiere un vuelco involutivo. Sabe que eso no lo admitiría el Rey, nos cerraría las puertas en Europa, pondría el país en un estado de confrontación civil y, en todo caso, Estados Unidos, «desaconseja muy seriamente» el regreso a una dictadura en España, por sus propias conveniencias atlantistas. Lo ha tratado pocos días antes con el embajador Terence Todman. Tiene concertada para esa misma noche una cena con el general estadounidense Robertson… Una España gobernada por un Directorio o una Junta Militar quedaría otra vez marginada de las democracias europeas, y sería una baza perdida para la OTAN.
Lo que Armada intenta es que esos capitanes generales acepten su propuesta personal como presidente de un Gobierno de unidad, votado en el Parlamento esa misma noche, partida en dos la investidura de Calvo-Sotelo, por tanto con «sede vacante», a cambio de que Tejero y sus hombres abandonen el Congreso. Una transa que «sólo persigue remediar la situación, sin violencias y respetando la Constitución, y poniéndolo todo a disposición de Su Majestad».
Por esos contactos se entera de que el teniente general Ángel Campano no se ponía al teléfono cuando le llamaba el Rey. Y de que Merry Gordon, vestido de legionario, boina negra de tanquista y algún viejo emblema de la División Azul, celebraba la movida con traguitos de buen escocés. En un primer momento se disgustó con Milans, porque había asumido el mando del cuartelazo: «Mira, Jaime, a mí esto no se me hace, siendo yo más antiguo que tú. Y encima, informarme sólo una hora antes de un asunto así… ¡Eso sí que no, por ahí no paso! No cuentes conmigo, Jaime. Quedo enterado y tomo nota. Además, te adelanto que eso tuyo está condenado al fracaso». Pero luego le telefoneó para jalearle.
Además de esas llamadas, Armada comunica dos o tres veces con Milans. El sublevado de Valencia, viendo que las fichas del dominó siguen quietas, sin decidirse a dar el cuartelazo, hace una segunda ronda; pero esta vez propone la solución Armada para evitar una masacre, «porque el burro de Laína quiere meter a los geos a tiro limpio en el Congreso y para que no tengamos una división en el Ejército». Milans detecta vacilaciones, dudas, y los anima: «Armada se la juega yendo con esa papeleta, eh, y el hombre está dispuesto a dejar incluso su carrera militar… pero necesita sentir vuestro apoyo, acaba de decírmelo».
Estas conversaciones son ya pasadas las once de la noche, y sólo cuatro capitanes generales rechazan de plano la asonada de Milans y la fórmula de Armada: Delgado, De la Torre Pascual, Quintana Lacaci y González del Yerro.
González del Yerro, desde Canarias, intenta disuadir a Milans: «Jaime, ¡déjate de algaradas, echa el freno, y marcha atrás! Éste no es el momento de dar un golpe. Acaba de ser nombrado presidente un señor serio, respetable, con un apellido histórico que tanto a ti como a mí nos dice mucho, no por ministro de Hacienda de Alfonso XIII, sino por protomártir del alzamiento. Hay que darle una oportunidad». Era el mismo argumento que le dio al Rey por la tarde, cuando aguantó pegado al teléfono hasta que quedó libre una de las líneas estándares de La Zarzuela.
Mientras Milans busca arropos, Armada llama a La Zarzuela y habla con el Rey: «Señor, se ha ido Gabeiras, y yo estoy al mando del Estado Mayor». A continuación le informa de que Baleares, Cataluña, Valladolid, Zaragoza y quizá Sevilla se han unido a la sublevación de Milans. «Eso, si se consuma, es ya la temida división del Ejército. Yo no le veo más solución que irme al Congreso a resolver lo que es una peligrosísima situación de hecho, que nos reproduciría el escenario de 1936. Ir, hablar con Tejero y proponer a los diputados un Gobierno de concentración nacional, que yo presidiría… A varios capitanes generales les parece acertado y lo ven constitucional…»
Llegado a ese punto, el Rey le interrumpe: «Perdona, Alfonso, está entrándome una llamada que debo atender, te dejo con Sabino». Igual que hizo al comienzo de la tarde, recién asaltado el Congreso.
Sabino toma el auricular. Mientras, lo que hace el Rey es telefonear al presidente de la JUJEM, Ignacio Alfaro, y decirle «que Gabeiras se reintegre inmediatamente a su despacho en el palacio de Buenavista, porque allí las cosas no están nada claras».
Son las nueve de la noche. Armada vuelve a exponer sus argumentos a Sabino. Enumera los peligros y sus temores por un final sangriento:
—Si entran los geos, Tejero puede empezar fusilando a los líderes de los partidos: a Suárez le ha retenido en el despacho de ujieres; a Gutiérrez Mellado, Felipe González, Rodríguez Sahagún, Alfonso Guerra y Santiago Carrillo, si no ha encerrado a alguno más, los tiene en otro sitio, vigilados por una cuadrilla de guardias con sus cetmes. Por otra parte, en este momento yo acabo de tener contactos directos y hay varias, muchas capitanías dispuestas a levantarse y a apoyar a Milans. Varias, muchas, pero ni todas ni ninguna. Por tanto, ya tenemos la división del Ejército y la vuelta al escenario de guerra civil del año 36. Es necesario evitarlo. ¡Que no suceda!
—Bueno, aquí no tenemos noticia de que Milans haya conseguido tantos apoyos efectivos. De palabra y por teléfono, no te digo que no, pero de dar el paso y salir, no lo creo… Y tú, ¿qué le proponías al Rey?
—Yo la única solución que veo es irme al Congreso y abrir conversaciones con Tejero, en nombre del Rey, y realizar las gestiones precisas para liberar al Gobierno y a los diputados. Digo de ir yo, porque Aramburu me lo ha pedido. Ha tenido ya un incidente grave con Tejero, que quería pegarle dos tiros. Y por lo visto ha dicho que él sólo hablaba con Milans o conmigo.
—¿Abrir conversaciones con Tejero, en nombre del Rey? —Sabino repite para que el Rey se entere, porque le tiene al lado y quiere seguir la conversación sin ponerse al teléfono.
—Sí, y a cambio de que él y sus hombres abandonen el Congreso y cesen el secuestro, dándoles las facilidades equis que se consideren adecuadas, para restablecer la normalidad constitucional que se ha fracturado, yo a continuación, con la presidencia vacante como está, ofrecería a los diputados la formación de un Gobierno de coalición o de concentración con un presidente independiente de los partidos. Un militar, pensando en aplacar algo la situación del Ejército en estos momentos…
—¿Un presidente militar? ¿Has pensado en alguien concreto?
—He pensado que puedo ser yo… Bueno, más bien me lo han sugerido. Hace un rato, el propio Milans, que hablaría también con Tejero, porque tengo la impresión de que Jaime está deseando que esto termine de una vez… Esta aventura le pilla ya mayor.
Sabino se ha quedado muy silencioso. Ha repetido algunas frases para que el Rey las oiga. En realidad a ninguno de los dos les sorprende lo que dice Armada. Es una operación que conocen desde su génesis. Pero han de seguirle el paripé:
—Hombre, yo comprendo que no tengo las capacidades que se requieren para gobernar un país, soy bien consciente de mis limitaciones, ni soy político, ni soy economista… Y tendría que empezar renunciando a mi carrera militar, pero me sacrificaría por España.
—No, Alfonso, lo difícil y lo incierto de esa solución no es porque tú no valgas ni tengas condiciones, que las tienes para dar sopas con honda a muchos políticos, sino porque un Gobierno formado en estas circunstancias, bajo la coacción de las metralletas, sería ilegal, no tendría legitimidad democrática, la sociedad no lo aceptaría, no duraría nada… Sinceramente, pese a tu buenísima intención, esa propuesta me parece un disparate.
—No tan disparate, Sabino. Yo lo primero que tengo que obtener de Tejero es que retire a sus fuerzas y me deje hablar a solas con los diputados. Hemos consultado la Constitución y…
—«Hemos…» ¿Quiénes?
—Aquí, en el Estado Mayor, estoy con otros diez generales. Y en nombre del Rey se puede hacer una propuesta semejante. Hombre, para que sea democrática, los diputados tendrían que votarme…
—Pues ¡ésa es otra! No me imagino a los diputados de izquierdas votando como presidente a un general.
—Sabino, me votarán. Y no sólo el centro y la derecha: cuento hasta con el apoyo y los votos de los socialistas.
Armada querría no haber desvelado sus cartas. Acaba de poner de manifiesto que con antelación ha estado maniobrando y ganando adhesiones políticas.
Una vez dicho eso, Sabino le plantea un pacto:
—Alfonso, somos compañeros y amigos desde hace muchos años, hemos vivido muchas cosas juntos. Y yo sé que si estoy aquí es porque tú le hablaste al Rey de mí. Te propongo un pacto de amigos y caballeros: ocurra lo que ocurra, salga bien o salga mal lo que vas a hacer, yo jamás haré uso de esto que me has dicho, lo guardaré en secreto, si tú me das tu palabra de honor de que al negociar con Tejero y al dirigirte a los diputados, lo haces a título personal, sin meter para nada al Rey, ni escudarte en su nombre.
Invocando la vieja amistad, ambos se juramentan en silencio. Será un pacto de hierro que cumplirán los dos. No lo rompieron ni en el consejo de guerra[32].
El Rey ha seguido la conversación sin pestañear. También, asintiendo con la cabeza, el subrayado de Sabino «cualquier iniciativa que tomes, será por tu cuenta y a título personal, según te dicte tu conciencia y sin utilizar para nada el nombre de Su Majestad». ¿Cómo una decisión que afecta a la médula de la tenencia del poder del Estado puede ejecutarse «a título personal»?
Sabino estaba de vuelta. Por eso Armada con él pinchaba en hueso. Sabino había estado de acuerdo con la solución Armada. La conocía desde su instante cero más uno. En julio de 1980 ya sabía que estaba en marcha. Recibió y entregó documentos de constitucionalistas, de estrategas políticos y de analistas del CESID «de parte del general Armada para Su Majestad el Rey», que se encargó de vehicular hasta su destinatario, bien en mano, bien por valija de Casa Real hasta Marivent. A petición del Rey, y en su presencia, la explicó a amigos de gran confianza, como Paddy Gómez-Acebo y Jaime Carvajal y Urquijo. Pero se puso en contra cuando vio que el empecinamiento de Armada podía arrastrar al Rey hacia un derrape peligroso, fuera de la legalidad.
Ahí ya Sabino se desmarcó. Y el Rey también.
El Rey, en las consultas regias con los líderes de los partidos, intentó designar a Armada en lugar de Leopoldo; lo habría hecho abiertamente si hubiera habido más oferta de votos respaldando al general que al candidato de la UCD. Pero el instinto le advirtió. No lo vio claro.
Con todo, hubo otra tentativa: la de pedir a Leopoldo que incluyera a Armada en su próximo Gobierno como ministro de la Defensa con la distinción de vicepresidente. Lo sorprendente es que, al parecer, Leopoldo aceptó el deseo del Rey. Tras la primera votación, la del día 20 de febrero, Alfonso Osorio, que había dado su voto a Calvo-Sotelo y algo habría charlado con él, le dijo a un dirigente socialista «lo único seguro es que en Defensa estará Armada»[33].
Pero Armada pujaba con más ambición.
Yo, el 23-F, más que una mosca detrás de la oreja, tenía ¡una legión de moscas! —decía Sabino—. Y monté guardia permanente para que Alfonso Armada no subiera a Zarzuela. No eran celos profesionales o personales. Era ¡desconfianza en estado puro![34].
Sobre las 21.30, cuando Gabeiras regresa de la JUJEM al palacio de Buenavista, uno de los generales, Mendívil, le cuenta que en su ausencia Armada ha hablado con Milans dos o tres veces, y le ha dicho que hay una serie de regiones sublevadas, de espaldas al Rey; por tanto, eso ya supone de facto la división del Ejército. También le advierte que desde el Palace, el general Aramburu le ha pedido que vaya y hable con Tejero, porque si Laína ordena la entrada de los geos, aquello puede ser una masacre.
Años después, Gabeiras recordaba bien aquella escena:
Llamé a Armada a mi despacho y le pregunté: «Alfonso, ¿es cierto esto que me dicen?» Volvió a repetirme lo de las capitanías sublevadas, y me dio su teoría de apaciguamiento, nombrándose él jefe del Gobierno de concentración. No quise indagar de dónde le vino la idea, cómo la coció y cómo la rumió, allá él. Cogí el teléfono y llamé al Rey, porque yo estaba a punto de explotar.
—Señor, aquí tenemos esta situación: dice Armada que a usted no le obedece nadie.
—¡¿Cómo?! —dijo el Rey.
—Pues eso es lo que está diciendo Armada a todos los generales que tengo aquí en Buenavista: que casi todas las capitanías y casi todo el Ejército están del lado de Milans. ¡Y después de haberme visto hablar por teléfono y de que usted le contara a él que estaba también en contacto con los capitanes generales!
—Que se ponga —me dijo el Rey.
Armada se puso. Lo que hablaron no lo oí, pero me imagino que el Rey se despachó lo suyo. Cuando colgó, dijo: «El Rey no está de acuerdo». «¡Eso ya te lo hemos dicho antes!» Pero él insistía en que tenía que ir.
Durante un rato nos argumentó que su propuesta como presidente sería constitucional porque, según el artículo 1 de la Constitución, «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»; y que, habiendo en esos momentos un vacío de poder, si él se proponía a los diputados, como legítimos representantes del pueblo, y si le aceptaban, esa solución sería legal. Antes, él pediría a Tejero la retirada de los guardias, para que el Congreso deliberase y llegara a una fórmula de formación de Gobierno. «Porque lo que urge —decía— es solucionar la situación creada y volver a la normalidad. No hay situación más anticonstitucional que la que existe en este momento. El propio Parlamento tendría que presentar o comunicar al Rey la solución que hubiesen acordado. Pero lo importante ahora es resolver la emergencia en que estamos».
Volvió a llamar a Zarzuela. Habló con el Rey. Luego, más extensamente, con Sabino. Al fin, a eso de las once menos cuarto, autorizado por el Rey y por mí, decidimos: «Bueno, que vaya, pero exclusivamente para convencer a Tejero de que retire a sus guardias y se entregue». Es lo que me dijo el Rey antes de que saliera Armada. Yo, encerrados los dos en mi despacho, volví a leerle la cartilla y a insistirle en lo mismo, que no era cosa mía sino de La Zarzuela. Incluso le propuse, y se lo dije al Rey, acompañarle a las Cortes para que convenciera a Tejero, pero como una añagaza, y así yo tendría la seguridad de que, estando con él, no se ofrecería para ser presidente del Gobierno. La respuesta de Armada me pareció increíble: «¡Ni hablar! Nunca le he mentido a nadie y no voy a mentirle a Tejero». Le contesté: «Pues yo, por una cosa así, le mentiría hasta al sursuncorda. Y al final fue»[35].
Extraño malabarismo el de Armada con la Constitución y el vacío de poder. Si conseguía que Tejero y sus guardias se retirasen del Congreso, automáticamente quedaría restablecida la normalidad. ¿Qué necesidad habría entonces de formar un nuevo Gobierno?
Es obvio que Armada quería aprovechar el golpe de Tejero para dar su golpe de mano personal pro domo sua. Utilizar el escenario parlamentario, el maltrecho psiquismo de los diputados y el detonante militar para su operación política.
En todo caso, lo que no podía vestirse de licitud, con metralletas o sin metralletas, era suplantar al candidato en plena liturgia de investidura y ponerse él, porque había logrado convencer al Cuartel General del Ejército y a Su Majestad el Rey. ¿Negociar? Con Tejero, sí, el fin de la coacción. Pero, para presidir un Gobierno, con quien tendría que «negociar» sería con ese diputado que, sin estar retenido aparte junto con los «rehenes de oro», era el único que tenía todos los avales legítimos del poder: su señoría Leopoldo Calvo-Sotelo.
¿Era pensable que Leopoldo le cediera el turno? Tal vez sí, en aquellas tremendas circunstancias… Cuando llevaban un montón de horas de secuestro, modales zafios de los civilones y chulerías del capitán Muñecas desde la tribuna, Leopoldo se desahogó con los ministros que tenía más cerca, Pérez-Llorca, García Añoveros y Ordóñez:
—Si salimos de ésta, yo renuncio a la presidencia —lo dijo muy serio y como nauseado—. Lo siento, pero lo de los militares yo no lo entiendo. Es mejor que se haga cargo Adolfo.
—Pues yo, si salimos de ésta —remachó Ordóñez—, me largo de este país bananero que no tiene remedio y me voy a vivir al extranjero[36].
En el supuesto de que el candidato reafirmara esa renuncia, y retiradas las fuerzas de Tejero, al menos del hemiciclo, la fórmula de Armada se podría haber aceptado. Así lo admitía, venciendo su repugnancia, el diputado socialista Pablo Castellano:
Con la Constitución en una mano y el dictamen de los letrados de Cortes en la otra, la oferta de Armada hubiese tenido cabida legal: «Señorías, ante tan grave situación —ése iba a ser su discurso desde la tribuna—, yo sacrifico mi carrera militar y me ofrezco para presidir un Gobierno de amplia coalición que gestione imparcialmente las próximas elecciones. Acabo de hablar con los dirigentes políticos de sus partidos y cuento con sus votos positivos». Y eso, estando los líderes de los partidos más importantes retenidos en la sala del carillón, lo hubiesen aceptado todos los diputados. Más o menos a lo trágala, pero todos.
Según Armada, «la autorización para ir al Congreso me la dio Gabeiras, después de consultar con el presidente de la JUJEM, Ignacio Alfaro Arregui, y con el Rey. Más que autorización, fue una orden. Fui oficialmente. En misión. Me dijo: “Alfonso, resuelve la situación. Primero, que los diputados queden en libertad. Segundo, no impliques al Rey, tienes que ser tú el que asumas la responsabilidad. Tercero, ofrece a Tejero un avión o dos, que están listos en Getafe, para que pueda marcharse”. Eso es lo que hice. Y lo logré al día siguiente, sin víctimas, sin que nadie saliera herido. ¡Muy pocos han reparado en ello!»[37].
Armada omitía —selectiva memoria y selectiva desmemoria— que su gestión liberadora con Tejero se torció en cuanto le expuso su propósito presidencial. Era el motivo fuerte para entrevistarse con Tejero.
Armada acude al Congreso de los Diputados, autorizado a negociar la salida de Tejero y sus guardias, facilitándoles unos aviones militares, ya repostados y a punto en Getafe, para llevarlos a Portugal o Argentina o Brasil, al punto del extranjero que escojan, en una especie de extrañamiento. Y con el visto bueno para proponerse como presidente de un nuevo Gobierno, «a título personal», sometiéndose a la votación de los diputados. El JEME Gabeiras le despide en la puerta de su despacho de Buenavista cuadrándose y saludándole con la mano en la sien, y exclamando un «¡a tus órdenes, presidente!».
Cuando RTVE estaba todavía ocupada y bajo el control de los capitanes Merlo y Corisco, del Regimiento Villaviciosa 14, Sabino llamó a Fernando Castedo, el director general: «Fernando, ya sé cómo estáis ahora, pero di ahí que vayan preparando un equipo, porque pienso que en cualquier momento el Rey tendrá que hacer alguna declaración». Por la forma de decírselo, Castedo entiende que ni es algo perentorio, ni el Rey lo está pidiendo, sino que es Sabino quien prevé que será necesaria una intervención televisada del Rey en el momento equis, y eso conviene tenerlo a punto. Al cabo de una hora, vuelve a llamar Sabino, entonces ya para decirle que envíe al equipo: «El Rey va a dar un mensaje a toda la nación». Eso ocurría a las 21.50[38].
Mientras tanto, entre las dos llamadas, Mondéjar ha convencido al coronel Valencia Remón para que retire sus tropas y permita la salida del equipo técnico. La misión de este coronel era —según dijo en los juicios— «más que ocupar RTVE, protegerla y preservarla, de modo que estuviese en manos seguras cuando la autoridad necesitara hacer uso de ella».
A los cinco minutos, los periodistas Jesús Picatoste y Pedro Erquicia salen de Prado del Rey. Los cámaras y los técnicos con el equipo lo hacen media hora después, a las 22.30. Sin embargo, tardan una hora en llegar a La Zarzuela. Aunque apenas había distancia, van despacio, con precaución, porque no saben qué situación militar hay en aquella zona, y la DAC Brunete está a un paso. Al llegar al control de acceso por Somontes, les hacen un exhaustivo chequeo de seguridad, a ellos y a cada uno de los innumerables bártulos de rodaje. A las 23.30 ya están en el piso donde se ubica el despacho del Rey.
Don Juan Carlos se ha adelantado a su mensaje televisado con un télex a todas las regiones militares, mandos de Tierra, Mar y Aire. Ahí afirma ya la legalidad constitucional y se sitúa en la cúpula del mando dando órdenes a las autoridades civiles y a la JUJEM.
Después, para hacer tiempo y detener impulsos golpistas de otros militares, Sabino le pide a Castedo «que RTVE vaya anunciando que el Rey se va a dirigir a la nación, pero sin indicar cuándo ni en qué sentido».
Los técnicos prueban luces en la sala de audiencias, pero Fernando Gutiérrez, jefe de prensa, les indica que el escenario será el despacho del Rey: «Es un mensaje que requiere empaque oficial, y la imagen ha de ser el Rey detrás de su mesa, mandando».
Hacia las once de la noche, el príncipe Felipe se estaba quedando frito de sueño en una butaca y Manolo Prado se había ofrecido a llevarle a la cama.
—No, no, déjale aquí —le dijo el Rey—, y que esté atento, porque el día de mañana nadie podrá contarle lo que estamos haciendo… Conviene que lo vea por sí mismo.
El príncipe se espabila en cuanto se entera de que han llegado los equipos de RTVE. Sale flechado al lugar donde trajinan sacando cables, aparatos y chismes de unas enormes cajas negras. Merodea entre los focos, los micrófonos, las cámaras, las sombrillas plateadas para refractar la luz o amortiguarla… «¿Esto para qué es? Y esto, ¿cómo se llama? ¿Si enciendo el televisor de aquí, puedo ir viéndolo a la vez?»
Picatoste telefonea a La Moncloa y habla con Aurelio Delgado:
—Esto aquí está muy confuso. De momento, no saben siquiera si se va a dar mensaje o no. Mi impresión es que esperan a que se resuelva algo, o se despeje algo… El Rey está trabajando, va con chándal. Ha venido un momento a saludarnos y a pedir perdón por hacernos esperar… Me ha parecido sereno, pero preocupado, serio, con el ceño fruncido. Yo le he preguntado en abstracto «¿cómo van las cosas, Señor?», y ha hecho un gesto muy plástico: con la mano de canto y girándola a derecha y a izquierda, a derecha y a izquierda, nos ha dicho: «En estos momentos, así, así…» No sé si nos volveremos a Prado del Rey sin grabar nada, porque el Rey está dudoso, y a los demás tampoco se les ve muy decididos. El Rey ha dicho: «Tal como están las cosas, ¿cómo me voy a definir…? Si me precipito, puedo quemarme en vano. Y no creo que convenga que el Rey se queme, ¿no?» Tiene razón. Es la única baza que nos queda[39].
Ésa realmente era una hora incierta. El mapa militar seguía como un campo de minas. A la actitud sublevada de Milans se añadían las posturas indefinidas de Ángel Campano en Valladolid y Elícegui en Zaragoza, muy tentados a «tirar adelante y dar el golpe»; y las de Pascual Galmés en Barcelona y De la Torre Pascual en Baleares, que se mantenían «a la espera de cómo evolucionaban los acontecimientos». Fue necesaria una segunda ronda de intensa persuasión[40].
Los técnicos de RTVE ya han desplegado sus equipos, instalado las dos cámaras, la de grabar y la de filmar, los micrófonos, los focos, el monitor de seguimiento… pero el Rey sigue sin cambiarse de indumentaria. En La Zarzuela hay sensación de tiempo muerto. En esos mismos momentos, pero en el despacho acristalado de la zona nueva del Congreso, se está produciendo una conversación del más alto interés entre Armada y Tejero. ¿Aguanta el Rey hasta conocer el resultado de esa negociación? ¿Ha parado el cronómetro antes de pronunciarse en público? Lo pretenda o no, de hecho será así.
Por fin, pulsado el estado opinión en las capitanías dudosas, el Rey decide dirigirse al país. Ya se ha orientado. Ya sabe qué terreno pisa y cuál es el bando ganador, o hacia dónde se inclina la opinión militar. Desde Londres, su cuñado Constantino le ha dicho: «Yo no soy quien para darte un consejo; pero sí te recuerdo que mi error fue pronunciarme sin saber de qué lado estaban los mandos militares. Tú conoces mejor ese terreno, pero no des un paso sin vuelta atrás hasta que no tengas bien sujeto, ¡y bien seguro!, el control de la situación». Es decir, hasta haber desatornillado el último elemento golpista dispuesto a sublevarse. Constantino se manifestó por la Constitución y en contra del golpe. Quizá infravaloró el poder de los coroneles. Le cortaron las líneas telefónicas del palacio de Tatoi y le aislaron.
Esa noche, hablando con Erquicia y Picatoste, el Rey desliza un par de comentarios muy expresivos: «Quieren hacerme lo que le hicieron a mi cuñado, ¡pero yo no me dejo!»; y en otro momento, después de reiterarle a Milans la orden de repliegue: «Milans… ¡Joder, qué tío!»[41].
Alguien, por el teléfono de la línea interior, pregunta si el Rey ha de vestirse de civil o de militar. Desde el otro lado, Sabino le responde: «¿Cómo que de civil? En un momento como éste, eso ni se plantea: de capitán general, uniformidad de media gala, camisa blanca, corbata negra y pasadores sin condecoraciones. Puede ponerse el fajín, aunque sentado no creo que se le vea».
Tiempo después, Sabino explicaría:
Ya sé que se hicieron conjeturas con eso, pero justo aquella noche el Rey tenía que pronunciar su mensaje de autoridad y definición terminantes, con el uniforme de capitán general, como jefe del Estado y mando supremo de las Fuerzas Armadas. Tanto si era para doblegar y meter en cintura a los militares que habían roto la disciplina, como si era para proponer a Armada de candidato a presidente del Gobierno, a fin de salir de un intento de golpe, el Rey tenía que comparecer de uniforme militar. Se vistió tarde, hasta el último momento seguía con el chándal, pero la duda no era por el vestuario, sino por la información: el Rey demoró la grabación del mensaje por esperar a que se despejase algo más el panorama en las capitanías de Valencia y Valladolid —Milans y Campano—; y también por ver en qué acababa la gestión de Armada, que había ido a negociar la retirada de Tejero; pero por lo visto discutían y discutían, y el tiempo se nos echaba encima sin conocer el resultado final. Así que redacté el texto del mensaje sin alusiones concretas a lo que estaba ocurriendo.
El Rey en su discurso no corta ningún camino, ni niega ninguna posibilidad a lo que está intentando Armada. No le menciona ni para apoyarle ni para censurarle. Lo que condena y reprueba es el asalto al Congreso.
Un mensaje aséptico, «atemporal», aun enmarcado en aquellas circunstancias; pero lo suficientemente ambivalente y vago como para amparar cualquier solución que Armada hubiera conseguido, siempre que fuese constitucional. No se hacían menciones concretas ni a Tejero ni a Milans, ni se pedía unidad al Ejército. Era sólo afirmativo en la apuesta de la Corona por la Constitución. El Rey quedaba como un faro.
Con el mensaje del 23-F, además de tranquilizar al pueblo español diciéndoles, «eh, que yo estoy con la Constitución», el Rey se dirigía a los militares todavía en la duda de si adherirse o no al pronunciamiento de Milans y al golpe de Tejero. Después de ese mensaje, el Rey trazó la raya, cruzó su Rubicón[42].
A las doce menos diez, el Rey sube a cambiarse de ropa. Antes, se acerca a Erquicia y a Picatoste, y les da un par de holandesas mecanografiadas. Arriba, en azul intenso, el sello de la Casa Real. Es el mensaje. «A ver, ¿os parece largo?» Erquicia le echa un vistazo rápido y le indica al cámara: «Cuando Su Majestad llegue aquí, yo te aprieto el hombro para que le acerques el plano, y lo mantienes ahí hasta que yo afloje la presión».
Los focos encendidos. Las cámaras, emplazadas frente a la mesa de trabajo del Rey, una reproducción de Robert Adam. El Rey se sienta, unas pruebas de luz y de sonido. No se maquilla, sólo polvos mate para quitar los brillos.
En silencio, detrás de las cámaras, la Reina, el príncipe Felipe y las infantas Elena y Cristina. En la toma siguiente se unirán la princesa Irene y Manolo Prado.
A las doce y diez de la noche se inicia la grabación.
Al dirigirme a todos los españoles con brevedad y concisión en las circunstancias extraordinarias que en estos momentos estamos viviendo, pido a todos la mayor serenidad y confianza, y les hago saber que he cursado a los capitanes generales de las regiones militares, zonas marítimas y regiones aéreas la orden siguiente. Ante la situación creada por los sucesos desarrollados en el palacio del Congreso, y para evitar cualquier posible confusión, confirmo que he ordenado a las autoridades civiles y a la Junta de Jefes del Estado Mayor que tomen las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente. Cualquier medida de carácter militar que, en su caso, hubiera de tomarse deberá contar con la aprobación de la Junta de Jefes del Estado Mayor. La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum.
Termina. La Reina dice: «¡Ha salido estupendo, muy bien!»
Erquicia y Picatoste se miran. El Rey no ha estado ni natural ni suelto; demasiado envarado. Se enganchó y tartamudeó un par de veces. En un momento así, con todo el país expectante, y tratándose de un mensaje breve, de impacto, de espoleta, para afirmar autoridad y solidez, debe salir perfecto en la imagen y en la dicción. Con ese discurso de minuto y medio, el Rey tiene que disipar todas las brumas, todas las dudas y dar una orden firme de ponerse todos bajo la ley, bajo la Constitución.
En ese minuto y medio se juegan cosas muy importantes para todos: resolver el aplastamiento del golpe y el triunfo de la democracia. El Rey, «la baza que nos queda», no puede equivocarse, no puede balbucir, no puede tener un tartamudeo.
Picatoste se atreve: «Señor, convendría repetirlo entero, dos veces, la segunda nos servirá como copia de seguridad».
Al Rey le parece bien. Cuando van a empezar de nuevo son las 00.27.
En cuanto terminan, el Rey le dice a Picatoste: «¡Venga, y ahora emitirlo a toda leche!»
Salen de La Zarzuela a las 00.30, fuertemente escoltados por miembros de la Guardia Real que bajo sus gabardinas blancas llevan metralletas Uzi, negras y compactas. Van en distintos coches y por caminos diferentes. Unos toman la salida de Somontes, otros la carretera de El Pardo. Se encuentran con tropas sublevadas: la columna de jeeps de la DAC Brunete mandada por Pardo Zancada, en marcha hacia el Congreso. No los identifican ni les interrumpen el paso. Picatoste en un coche, sentado encima de las cintas. En otro vehículo, Erquicia y Fernando Gutiérrez han camuflado la copia de seguridad dentro de una caja de cables. Los de la furgoneta del equipo técnico llevan dos cintas vírgenes en fundas rotuladas «Mensaje de S. M. el Rey, 23 febrero 1981».
El trayecto de regreso es lento porque por precaución —temen encontrarse tropas de solistas— dan rodeos por vías secundarias, y en varios tramos conducen despacio con los faros apagados. Tardan una hora, cuatro veces más de lo habitual.
Hasta la 1.23 no se emite el mensaje.
En ese momento, el general Armada sale del Congreso. Su última palabra a Tejero es: «Volveré».
Armada, que ha ido al hotel Palace con la intención de entrar luego en el Congreso, hablar con Tejero y proponerse como presidente del Gobierno, si bien a título personal, sin invocar el respaldo del Rey ni el del Alto Estado Mayor, encuentra a la task force de los leales en el pequeño despacho lateral que el director del hotel Palace les ha cedido. Son siete u ocho personas: los generales Aramburu y Sáenz de Santa María, que viste de paisano; el gobernador civil de Madrid, Mariano Nicolás; el coronel de la Policía Nacional, Alcalá Galiano; los comandantes Ostos y Moreno, y el coronel Vázquez, todos de la Guardia Civil. Demasiada gente. Armada tiene que ceñirse estrictamente a los límites que Gabeiras y La Zarzuela le han marcado: «Esta gestión es mía. El Rey queda al margen».
ARMADA: Antes que nada, quiero que conste una cosa: vengo aquí como Alfonso Armada. El Rey no tiene nada que ver… Está absolutamente al margen de mi gestión. Voy a hablar con Tejero. Trato de encontrar una solución para resolver esta situación sin daños irreparables. Y lo hago bajo mi exclusiva responsabilidad, tanto si sale bien como si fracaso… Si aquí ha de haber un sacrificado, ése seré yo.
SÁENZ DE SANTA MARÍA: ¿Crees que vas a conseguir algo con Tejero? Está muy cerrado al diálogo… Ya se ha intentado ¡y nada!
ARMADA: Tengo un par de aviones dispuestos en Getafe, por si acepta una salida de España, a Chile, a Argentina… adonde sea.
ARAMBURU: ¿Un par de aviones? ¿Para que se vayan todos los guardias civiles y oficiales que están con él?
ARMADA: Sí, claro. Yo voy a decirle que retire sus tropas y cese la presión de las armas ahí dentro. Como contrapartida, una salida… y ¡que se vayan todos los que quieran, adonde quieran!
(Armada calla. Parece que no va a decir nada más. Los ocho del Palace task force le miran en silencio y expectantes).
ARMADA: A continuación, pienso dirigirme a los diputados para ofrecerles una solución, porque esto hay que resolverlo, ¡ya!
NICOLÁS: Una solución, que… ¿será militar?
ARMADA: Naturalmente.
NICOLÁS: Eso significa que… ¿va a mandar un militar?
ARMADA: Pues, sí.
NICOLÁS: Perdona, mi general, que te lo pregunte así «tan por la directa», pero todo esto es muy nuevo, muy desconocido. Ese militar… ¿vas a ser tú?
ARMADA: Si me eligen… sí.
(Nicolás refleja en su rostro una mezcla de sorpresa y estupor por lo que acaba de oír. Entonces, el general Armada se extiende algo más para explicar sus intenciones:)
ARMADA: La solución que voy a proponer es la vuelta a la normalidad y a la legalidad; que sigan en vigor ambas Cámaras, y que se forme un Gobierno en el que tenga cabida, quizá como presidente, algún militar…
NICOLÁS: Bueno… Estamos hablando de España, del Rey, de la situación comprometida en que nos encontramos… Todo eso está muy bien; pero, mi general, se te olvida una cosa llamada Constitución.
ARMADA: No, no se me olvida. La solución que yo quiero proponer engarza perfectamente en la Constitución.
SÁENZ DE SANTA MARÍA: ¿Y con qué apoyos cuentas, Alfonso, apoyos militares? Porque, por lo que yo sé, Tejero está ahí solo. Salvo Valencia…
ARMADA: Hay algunas capitanías generales que seguirían mi propuesta: Sevilla, Barcelona, Zaragoza, Valladolid y, por supuesto, Valencia.
NICOLÁS: ¿Y Canarias?
ARMADA: ¿Canarias? (La pregunta parece haberle confundido). ¿Quién está en Canarias?
NICOLÁS: González del Yerro.
ARMADA: ¡Ah, sí! ¡No, no…! ¡Canarias no, nada!
Extraño lapsus, que Armada se haya olvidado precisamente de González del Yerro, el único teniente general que, con un prestigio muy superior al de Milans, podría liderar una sublevación y le seguiría casi todo, si no todo, el generalato. Sin embargo, González del Yerro fue el primero en posicionarse ante el Rey «contra este golpe, en este momento, y… con esos dos jefes».
Sáenz de Santa María y Aramburu se miran perplejos por la revelación de Armada. Unos minutos antes, habían comentado la información de primera mano, suministrada por la Policía Nacional después de chequear todas las circunscripciones militares: absoluta normalidad en todas partes, excepto en Valencia; y las noticias directas que les había dado Laína sobre los contactos personales del Rey con los capitanes generales. Estas novedades de Armada no cuadran con lo que ellos saben. O Armada viene mucho mejor informado, o…
Armada se aparta un poco del grupo, hace una señal a Aramburu y a Sáenz de Santa María, que se le acercan. Saca del bolsillo derecho de su guerrera un papel bastante sobado y se lo muestra. Es una lista de Gobierno. Entre los nombres leen: «Presidente, general Alfonso Armada; vicepresidente para Asuntos Políticos, Felipe González (PSOE); vicepresidente para Asuntos Económicos: José María López de Letona (banca); ministro de Asuntos Exteriores, José María de Areilza (Coalición Democrática, CD); ministro de la Defensa, Manuel Fraga (AP); ministro de Justicia, Gregorio Peces-Barba (PSOE); ministro de Economía, Ramón Tamames (PCE); ministro de Trabajo, Jordi Solé Tura (PSUC)…» En la antepenúltima línea pone: «Ministro de Autonomías y Regiones, general José Antonio Sáenz de Santa María».
—¿Y a mí por qué me pones de ministro de eso? —pregunta Sáenz de Santa María.
—Porque has estado destinado en el País Vasco y te conoces aquello —responde Armada[43].
Dando por concluida la conversación, Armada toma su gorra, que dejó sobre la mesa. Aramburu se ofrece a acompañarle. Va tras ellos Mariano Nicolás. Sáenz de Santa María se queda en el despacho, pegado al teléfono, para verificar esos hipotéticos apoyos que las regiones militares citadas por Armada le dan al pronunciamiento de Milans… y a la solución Armada.
Mariano Nicolás se siente abrumado: «¡Este hombre a lo que viene es a consumar el golpe!» En ese momento no se acuerda para nada de la Operación De Gaulle, tan cacareada en los periódicos durante varios meses. No cae en la cuenta de que Armada pretende hacer exactamente eso mismo.
Aramburu se ha enganchado con el tema de los aviones y la salida al extranjero de sus subordinados sublevados. Calcula, ¿doscientos, trescientos…?
Sáenz de Santa María, mientras marca y espera línea, le da vueltas al alcance de la frase «si aquí ha de haber un sacrificado, ése seré yo». Al final, se pregunta «¿y quién coño te manda sacrificarte?, ¿no vienes porque te da la gana?, ¿o eres el chivo de Otro?»
Ya tiene a Laína al habla. Le informa de las nuevas de Armada, y Laína le dice:
—Cuando Armada salga de hablar con Tejero, dile que quiero verle. Es necesario e imprescindible que venga a mi despacho.
—Bueno, eso si no le sacan a hombros los diputados, porque… ¡no veas en qué plan viene!
Aunque luego Armada, en los juicios posteriores, negase «haber llevado al Congreso o haber redactado siquiera una lista de Gobierno», la lista la llevó, la vieron Aramburu y Sáenz de Santa María, la vio Tejero y la comentó en dos conversaciones telefónicas que hizo después desde el Congreso, y que Telefónica registró desde el cuarto de escuchas por orden de Laína. La doctora Carmen Echave, una joven médico, militante de la UCD, que pasó el 23-F en el Congreso ayudando cuanto pudo, tuvo la ocasión de escuchar el recitado de nombres y ministerios, y la sagacidad de anotarlo a vuela pluma con abreviaturas y letra de velocidad. Armada, al mentir, se acogía a su derecho de no declarar en su contra. Y caballerosamente protegía a los implicados en su operación.
La lista es un señalamiento de los «escogidos» entre los que dijeron sí a su Gobierno de concentración. Otra cosa es que hubiese consultado o no con cada uno la adjudicación de tal o cual cartera. Pero no estando todos los que son, sí son todos los que están. Es una representación de la trama civil que conspiró en la Operación Armada, llámese golpe blando o golpe de timón… «constitucional, por supuesto». Y no sorprende ver en esa relación a Felipe González con rango de vicepresidente político, a Fraga ¡en Defensa!, a Múgica, a Javier Solana, a Luis María Anson, que se lo ganó a pulso. No sorprende ver a críticos de la UCD como José Luis Álvarez o Herrero de Miñón. O a empresarios que patrocinaban el invento: Ferrer Salat, Garrigues Walker… Eran los mismos que jugaban a derribar a Suárez con una moción de censura constructiva. Y leyendo en el listado al camaleónico Pío Cabanillas —un pie en el Gobierno de Leopoldo y otro en el de Armada, o en el tranvía que pase hacia el poder— se entiende que ya el 19 de febrero asustara a Pujol con «revuelo de entorchados»[44].
Esa lista comprometía seriamente a un montón de personas vips. Por eso, cuando Carmen Echave, dispuesta a aportar su hoja de agenda como prueba en el juicio de guerra, le mostró el listado a Juan José Rosón, se quedó helada al oír «el consejo» del ministro: «Carmen, eso complicaría a mucha gente. Y a ti misma te crearía dificultades. Sé prudente».
Por otras vías, esa lista se conoció en el consejo de guerra y la hicieron pública los periodistas en sus medios; sin embargo, ninguno de los mencionados en la relación del Gobierno de Armada se atrevió a desmentir que su nombre figuraba en ese papel y que, por tanto, Armada contaba con él para aquella o para cualquier otra cartera, si la operación salía bien. Sólo Anson, treinta años después, dijo que a él Armada no le había consultado para esa cartera. Es sabido que las consultas y los encuadres para confeccionar el puzle de Gobierno son tarea posterior, antes está el ser nombrado. Y Armada no tuvo ese «antes».
A las 23.55 Armada llega a las verjas del Congreso. Está de guardia el capitán Abad. Se cuadra. Armada responde al saludo llevándose apenas dos dedos enguantados al extremo de la visera, mientras dice:
—Buenas noches… «Duque de Ahumada».
—Ah, sí, pase mi general…
—No, no. Avise al teniente coronel Tejero.
El capitán Abad se va rápido hacia el Congreso, en la zona antigua localiza a Tejero:
—Ha llegado un general, creo que es Armada, dice «duque de Ahumada», pero no pasa. Pide que vaya usted.
Tejero enfunda la pistola, arroja el cigarrillo en un cenicero de suelo, se cala recto el tricornio y sale a paso ligero hacia el patio exterior. Llega a la verja.
Los dos hombres, Armada y Tejero, se encuentran cara a cara, a través de los barrotes. La noche es fría.
—Soy el general Armada.
—Sí, ya le conozco. ¡Sin novedad, mi general!
Caminan los dos por la acera que flanquea el patio, dirigiéndose al edificio antiguo, donde está el hemiciclo. Van hablando. Aunque el tramo es breve, hacen un par de paradas: se ve que intercambian preguntas y respuestas.
—Tejero, retire usted a sus hombres —le ha dicho Armada nada más empezar— y reintegre al hemiciclo a los dirigentes de los partidos que tiene retenidos aparte. Yo voy a dirigirme a los diputados, pero tiene que ser sin la presión de las armas… Traigo garantías de que a sus hombres y a usted mismo no les pasará nada, siempre que no haya víctimas… Las cosas fuera se han complicado, se han endurecido: están dispuestos al contraasalto del Congreso y esto puede llegar a ser una masacre irreparable.
—¡Pero mi general…! —Tejero se le encara con energía—. ¿Por quién me toma usted…? ¡Aquí no ha habido ni va a haber violencia ninguna, ni sangre, ni masacres!
—Voy a proponer a los parlamentarios una fórmula constitucional: formar un Gobierno, que podría ser provisional, hasta que las cosas en España se reconduzcan por sus cauces debidos. Un Gobierno en el que lo interesante sería que estuviesen representadas e involucradas todas las fuerzas políticas de derecha, centro e izquierda…, o las más posibles.
—¿Y de qué viene Milans del Bosch?
—No, Milans del Bosch no…
—Pero ese Gobierno, ¿será militar, supongo?
—No. Ese Gobierno será de civiles, de políticos. Militares ninguno, sólo yo, si los diputados me eligen. Se lo voy a proponer justo ahora, que es el momento en que la presidencia está vacante…
Tejero se ha detenido en la acera, casi a la altura de la puerta de molinillo que da acceso al edificio antiguo del Congreso. El gesto hosco. Siente una tremenda decepción, que le sube a la garganta, a punto del grito. Traga saliva y se reprime:
—¡Mi general, eso no era lo tratado…! Nos habíamos comprometido a otra cosa, a hacer esto mío de aquí, para otra cosa… Yo sólo acepto lo que se me dijo: una Junta Militar, y nada de parlamentarios, ni de Parlamento, ni de democracias…
Tejero, lince de los que ven crecer la hierba, en un instante se ha hecho con la situación: «¡Este tío lo que quiere es aprovechar mi toma del Congreso y que todos los políticos, a su disposición y con el canguelo en el cuerpo, le voten a él presidente… A toda esa gentuza, que no ha hecho más que jodernos la patria, meterlos en un Gobierno… y todos contentos!» Le sale decir por las claras lo que piensa: «¡O sea, que todo ha servido para que, en vez de a Calvo-Sotelo, le elijan a usted, mi general!»; pero se contiene. Mira el rostro impenetrable y adusto de Armada: ni le gusta su monarquismo, ni le gusta él, ni se fía un pelo de sus intenciones.
Armada, a su vez, en esos segundos de observación mutua, capta, y así lo reflejaría más tarde en su «documento punta azul»:[45] «No me ve ni como jefe, ni como la autoridad que esperaba, ni siquiera como elemento afín a la conspiración previa. Me echaría de aquí ahora mismo, si no fuese porque no tiene otro clavo al que agarrarse. Me considera un enviado de los que están enfrente. Para él, yo estoy en el bando contrario. Incluso, puede que ya me haya calificado de traidor».
—Bueno… y esto ¿quién lo manda? —El jefe tricorniado rompe el silencio con una pregunta de quicio, para situarse.
—Como le he dicho, las cosas se han complicado… Hay que ponerse en el momento presente en que estamos, no en lo que le dijeron o le dejaron de decir. La realidad es que el Gobierno en funciones y el Congreso de los Diputados están secuestrados bajo las armas. La situación es muy grave. Y el Ejército, a punto de dividirse: varias capitanías apoyan esta fórmula mía, que respalda el general Milans del Bosch; pero otras la rechazan… Yo vengo a hacer una oferta, que me parece la única viable, y vengo a título personal.
Armada sabe bien que la gestión debe hacerla «sin mencionar para nada al Rey»… Pero Tejero está duro como el granito.
Tejero suelta lo que tenía pensado:
—Mire, mi general, para cambiar el nombre de Calvo-Sotelo por el suyo, podían haberlo resuelto ustedes desde un despacho, sin necesidad de armar todo esto. —Es un reproche meridiano. Le está diciendo que todo ese berenjenal no lo ha montado él solo: se lo han hecho montar. Y continúa, pero a voz en cuello, indignado—: ¿Ahora resulta que me he jugado los bigotes… para una chapuza?, ¿para que todo siga igual?
Bobis, otro de los capitanes de Tejero, ha entrado hace un momento en el despacho acristalado y pregunta al teniente coronel si puede evacuar a un diputado que se ha puesto enfermo. Tejero le dice que sí, «por supuesto». Al ver los rostros descompuestos de los dos jefes militares, Bobis pregunta:
—¿Ocurre algo?
—¡Nada…! Que un avión y ¡hala, al extranjero!
—Pero ¿es que ha habido alguna contraorden nueva…?
—¡La otra noche me dio la orden de entrar en el Congreso…!
No terminó la frase. Se refería a la noche del sábado 21, cuando Armada y él se vieron por primera vez. El comandante Cortina fue el presentador: los llevó a las oficinas de Aseprosa, una asesoría de seguridad utilizada por el CESID y dirigida por Antonio Cortina, hermano del comandante, en el 5 de la calle Pintor Juan Gris. Ahí Armada le fijó la hora de hacer el asalto y la contraseña «duque de Ahumada» que acreditaría a la «autoridad militar» que debía llegar. Durante los juicios, Armada negaría una y otra vez la existencia de tal encuentro, y que él hubiera dado orden o contraseña alguna a Tejero. Palabra contra palabra.
Pero no sólo Bobis, otros tres capitanes asaltantes —Acera, Abad y Pérez de la Lastra—, declararon en los juicios que esa frase —«la otra noche, Armada me dio la orden de entrar en el Congreso»— la repitió Tejero el 24 de febrero, finalizada ya la ocupación del Parlamento, cuando iban juntos y detenidos, en un Seat 1500 negro, matrícula PGCR0188, para reintegrarse a la Dirección General de la Guardia Civil.
Aún continúan un buen rato Armada y Tejero discutiendo dentro del despacho acristalado. Telefonean a Milans. No se han dado cuenta de que al entrar en ese recinto el teléfono no tenía línea exterior, y ahora la tiene. Queda registrada la conversación entre los tres: Armada, Tejero y Milans.
Por lo que dice Tejero, se ve que Armada ya le ha enseñado el listado de Gobierno: «¡No, si ahora va a resultar que, porque yo he entrado aquí cumpliendo una orden, ya tenemos a Fraga, a Felipe y a la gente de Carrillo en La Moncloa! ¡Tiene su gracia eso…! […] Pero, mi general, ¿cómo me voy a fiar de un general del Ejército que en vez de decir «España» dice «país»? ¡Me ha dicho no sé cuántas veces ya país! Y quiere contentar a todos los partidos dándoles a cada uno un par de carteritas […]. No, no, no, yo sólo acepto un Gobierno militar presidido por vuecencia, mi general».
Ante la cerrazón de Tejero en el Gobierno Militar, Armada le pregunta: «Y ese Gobierno militar, si lo presido yo, vosotros ¿qué?, ¿aceptaríais?»[46]
Esto se registrará de nuevo poco después, cuando Tejero, hablando con su amigo el falangista Juan García Carrés, desde un teléfono también intervenido, le cuente a brochazos su desencuentro con Armada. Es una conversación también «a tres», porque Carrés tiene en una línea a Tejero y en otra al teniente coronel Pedro Mas Oliver, el ayudante de Milans del Bosch, en Valencia. Tejero está nervioso, enfadado, en un momento de tensión límite, y lo mismo intercala palabras soeces de desahogo que ríe a carcajadas. La conversación es larga, pero en estos fragmentos se refiere a su gestión con Alfonso Armada:
GARCÍA CARRÉS: ¿Cómo ha ido esa conversación…? ¿Con Alfonso, también?
TEJERO: Sí, quería hacer una chapuza el tío…, quería meternos a la gente de Carrillo y al ministro no sé qué…
GARCÍA CARRÉS: ¿Cómo?
TEJERO: Sí, y hablar él a los diputados…
GARCÍA CARRÉS: ¡Un momento, no cuelgues, eh!
TEJERO: ¡Yo no cuelgo! (Habla consigo mismo). ¡Estoy pasando un rato cabrón! […]
GARCÍA CARRÉS: (Repite algo que le dicen desde Valencia para Tejero). Que tú, con la moral levantada… (García Carrés informa a Valencia). Oye, Pedro, el que ha ido allí, sí Alfonso… ¡Muy mal!
TEJERO: Pero eso ya lo saben ellos, se lo he dicho yo al general, a Milans, que es un chapucero el general Armada ese…
GARCÍA CARRÉS: (Sigue transmitiendo a Mas). ¿Eh? Sí, sí, pero ¡nada de nada! ¿No ves que me lo está diciendo él por el otro lado? (A Tejero). Oye, Antonio, me dice Pedro que aquí «firmes y en el primer paso de saludo».
TEJERO: Sí, pero dile a Pedro que le diga a Milans que no se fíen nada de Armada, que lo que quiere es ser presidente como sea… ¡al precio que sea!
GARCÍA CARRÉS: (A Pedro Mas). Dice que no te fíes demasiado del que ha ido allí…
TEJERO: ¿Demasiado? ¡Ni un pelo!
GARCÍA CARRÉS: (A Pedro Mas). Dice que no te fíes ni un pelo de aquel señor que ha ido allí. Que ha dicho… dice…, espera, dice que «es vergonzoso»… ¡Un abrazo! (Carrés cuelga la comunicación con Valencia. Sigue sólo con Tejero).
TEJERO: Juan, Juan… Dile que no entraba por eso de un Gobierno militar, porque lo tenía que presidir Milans del Bosch. Oye, pero me dijo: «Y vosotros, si lo presido yo, ¿qué?» De modo que, fíjate tú, el tío entraba hasta por un Gobierno militar ¡con tal de presidirlo él! ¡Éste lo que quiere es una poltrona! […]
GARCÍA CARRÉS: ¿Sabes lo que ha dicho el secretario de Estado norteamericano? Que él no se mete contra España. Que ésos «son asuntos internos de España».
TEJERO: ¡Ah! ¡Me parece muy bien Norteamérica!
GARCÍA CARRÉS: ¿Lo entiendes…?
TEJERO: ¡Que no se meta! ¡Que esto lo arreglamos nosotros![47]
Este fragmento de conversación se escuchará al día siguiente en la reunión de la Junta de Defensa Nacional. Si el Rey todavía mantenía alguna fe en la lealtad de su antiguo preceptor y secretario, el castillo se le vino abajo ante una prueba tan incuestionable. Acodado en la mesa de juntas, ocultó la cara entre sus manos. O quería que las autoridades allí presentes le vieran llorar[48]. Como él mismo confesaría después: «Fue el momento más amargo de todo el 23-F»[49].
Desde el momento del asalto, Laína ordenó al delegado del Gobierno en Telefónica, Julio Camuñas, que se pusiera al mando del control de las llamadas que entraran o salieran del Congreso. Se hicieron dos operaciones. Una fue la del efecto closed, cortando sucesivamente setenta y nueve de las ochenta líneas del Parlamento con el exterior. Sólo permaneció hábil todo el tiempo la del despacho del presidente del Congreso. Pero Tejero no lo sabía y, cuando necesitó hablar, lo hizo desde el radioteléfono del coche del presidente Suárez.
La segunda operación fue interceptar y grabar todas las llamadas desde el cuarto de escuchas de Telefónica en el sótano de Gran Vía 24. Se registraron también todas las conversaciones por líneas estándares —no las de líneas blindadas, malla cero, malla verde y teléfonos rojos—; de modo que quedó grabado cuanto se habló aquella tarde y noche desde las capitanías generales, divisiones, brigadas, cuarteles, departamentos marítimos, gobiernos militares y civiles, Cuartel General del Ejército y, por supuesto, palacio de La Zarzuela. El monstruo captador del cuarto de escuchas no era selectivo.
Preguntado en su día el presidente de Telefónica Salvador Sánchez-Terán por el destino y paradero de esas cintas, respondió: «No lo sé. Yo estaba secuestrado. Sí sé que ese cuarto de escuchas funcionó todo el tiempo que duró el secuestro. Pero nunca he tenido esas cintas, ni las he visto, ni sé cuánto ocupan… Lo legal y lógico sería que Julio Camuñas las hubiese entregado en depósito al ministro del Interior, y que éste las pusiera a disposición del juez togado instructor de la causa 2/81. Eso era, en definitiva, un aparato probatorio de un valor incontestable. Literalmente, la caja negra del golpe»[50].
Los mandos del CESID también se atribuyeron «haberlo grabado todo desde la base París, centro operativo de la Agrupación Operativa de Misiones Especiales (AOME); y que «una vez escuchadas las conversaciones, las cintas seleccionadas por su interés se depositaron en la caja de seguridad del CESID en un banco de Union Bank of Switzerland (UBS), en el cantón italiano». Al menos en 1991 allí continuaban guardadas.
Desde el Palace, Armada llama a Gabeiras: «He fracasado en mi gestión de liberar al Gobierno y a los diputados. Este hombre está loco, es irreductible». Gabeiras traslada el parte a La Zarzuela: «Tejero no ha permitido que Armada se dirija a los diputados, ni menos aún acepta el avión para salir de España». Es la 1.20. Tres minutos después, se emite por RTVE el mensaje del Rey.
Tejero, a quien encomendaron que activara «el detonante», fue finalmente el artificiero que lo desactivó. No fue el Rey, fue Tejero quien se cargó el golpe. El verdadero golpe. El de Armada con su pretendido ritual parlamentario. El golpe palaciego de guante blanco y sin sangre; el que hubiese sacado de la chistera un presidente y un Gobierno, burlando las urnas; que se habría validado en La Zarzuela, en el Parlamento, en los partidos, en el Ejército, en la banca, en las cancillerías de Occidente, en la OTAN… Sí, pero al carísimo precio de envenenar una vida democrática donde, en adelante, todos serían turbios cómplices trabados con pactos de silencio.
Armada escucha el mensaje del Rey en el coche que le lleva del Palace a Amador de los Ríos 7, donde Laína le espera[51]. Y entra diciéndole muy alterado:
—¡El Rey se ha equivocado! ¡Con ese mensaje ha disociado la Corona del Ejército, la ha separado! Éste es un asunto militar y hay que arreglarlo entre militares, con las leyes militares y las autoridades militares.
La misma peligrosa idea que tuvo la JUJEM por la tarde del 23-F. Y la misma que Armada tenía ya en 1975, antes de la Transición, cuando le decía al diplomático José Joaquín Puig de la Bellacasa, del staff de La Zarzuela: «De la restauración de la Monarquía ha de encargarse el Ejército, como siempre se ha hecho». ¡El militarismo monárquico! La saga de los espadones restauradores: Espartero, Narváez, O’Donnell, Prim. Quizá ya entonces pensaba Armada en añadir su ilustre apellido a esa orla de generales sustentadores de reyes.
La segunda vez que el comandante Fernando López de Castro visitó a Suárez, ya eran casi las dos de la madrugada. El Rey había aparecido en RTVE a la una y cuarto. Suárez estaba sereno, dominando la situación, sin descomponer su figura —«el presidente inarrugable», solían decirle en broma—, ni siquiera se había aflojado la corbata; pero muy serio y poco hablador.
—Vengo a traerte tabaco, presidente, aunque veo que tienes cuatro paquetes de Ducados…
—Me los ha conseguido un guardia, un chaval muy simpático.
—También te traigo noticias. He estado en La Moncloa, he visto a Amparo, están todos bien, y protegidos por Guardia Civil «de fiar». De todos modos, Lito ha hablado con Tapia, un amigo de Sanchidrián que alquila avionetas, para que tenga una a punto, por si hubiera que sacar fuera a tu familia. Pero no parece que vaya a ser necesario… Aquí, en la calle, Laína está haciendo una operación psicológica para disuadir a los guardias civiles de que continúen: van a instalar en la calle unas pantallas gigantes de televisión con megafonía a todo decibelio, y que se emita una y otra vez el discurso del Rey y lo oigan los guardias que están dentro y los que están acordonando el Congreso. Es importante desengañarlos de una puta vez y que se enteren de que el Rey ya se ha pronunciado en contra del golpe y a favor de la democracia… ¿Necesitas algo?
—No, gracias, nada, nada.
Suárez estaba como ausente, muy concentrado en sus pensamientos.
—Bueno, me voy. ¿Ordenas algo, presidente?
—Fernando —intentó sonreír—, yo en estas circunstancias… no puedo ordenar nada.
—Tú eres el presidente del Gobierno y puedes ordenar lo que quieras, a mí… y a este guardia. —Miró al guardia civil vigilante—. ¿A que sí?
—Sí, mi comandante —contestó el guardia—, lo que él me ordene…, siempre que esté en mi mano.
Aquél fue quizá el único toque balsámico que tuvo Suárez en las diecisiete horas de su secuestro de apartheid.
Entre las muchas cosas que pensaba Suárez durante aquellas horas, aparte de sus vaticinios sobre el golpe y sus premoniciones sobre Armada, dos imágenes duras le venían a la mente: las fauces fieras de Larki, el perro del Rey, abalanzándose contra él, y la oreja de Leopoldo; Leopoldo, «el candidato», en el suelo. Y punto y seguido, se le alzaba como una pértiga la idea fuerte de revocar su dimisión y seguir al frente del Gobierno. Le sublevaba la estampa nada gallarda de Leopoldo echándose al suelo.
«El miedo es libre, sí, y el instinto de conservación también —pensaba—. Pero hay libertades que no se las puede permitir el candidato en su investidura como presidente del Gobierno. Yo mismo podía haberme tirado al suelo, y cualquiera de los trescientos cincuenta diputados. Cualquiera, menos Leopoldo»[52].
Sin embargo, también Leopoldo tuvo su momento heroico. Quiso hablar con Tejero. Los guardias se lo denegaron. Le envió un recado: «Yo ofrezco mi persona, incluso a todos los ministros del Gobierno en funciones, a cambio de que dejen ustedes en libertad al resto de los parlamentarios».
Ni le respondieron.
Uno de los ayudantes de campo de Suárez, el oficial de Marina Cristóbal López Cortijo, consiguió entrar en el Congreso y llevar a La Moncloa información de cómo estaba Suárez: «Está vivo, tranquilo, hecho un valiente, templado, ¡y fumando como una chimenea!» Les comentó también que a los guardias civiles se los veía desfondados, acusando el fraude en que los había enrolado Tejero. Los que vigilaban a Suárez en la salita de ujieres le habían dicho: «Presidente, esté tranquilo porque no vamos a dejar que entre aquí nadie contra usted. ¡Menudo puro nos ha metido el cabrón de Tejero!»
Suárez pedía noticias del Rey, de Laína, de los otros rehenes… Y de su familia. Se extrañó cuando uno de los ayudantes que le visitaron le dijo que diez o doce minutos antes del asalto al Congreso y hasta media hora cortaron todas las líneas de teléfonos en el complejo de La Moncloa, en INIA, en Presidencia y en la residencia familiar: desconectaron el gabinete telegráfico. La Moncloa estaba incomunicada. Salvo el teléfono rojo oficial: el de llamar al Rey, a los ministros o a la JUJEM. Hasta que Cassinello posibilitó que les instalaran una línea de malla cero. Quien ordenó eso «antes» del asalto sabía que éste se iba a producir y a qué hora.
Le contaron que su hijo mayor, Adolfito, había repartido las escopetas de caza por distintas habitaciones de la casa para defender a la familia… Suárez se echó a reír: «Es un valiente, y está jugando a Fort Apache».
¿Cómo se habría producido la designación e investidura del general Armada, si Tejero le hubiese dejado pasar al hemiciclo y subir a la tribuna?
El procedimiento constitucional no es llegar y autopostularse candidato. No habría bastado la mención del elefante blanco, que Armada dijera desde la tribuna de oradores: «Señorías, tengo la autorización de Su Majestad, y ahora les pido sus votos», si antes no se hubiesen producido las consultas de los líderes con el Rey. Era necesario que los «rehenes de oro» —Rodríguez Sahagún por la UCD, González y Guerra por el PSOE y Carrillo por el PCE—, con quienes se tenía que negociar la suma de votos y su cuota de participación en el nuevo Gobierno, despacharan personalmente con el Rey. Es decir, el Rey tenía que estar con los líderes. Era la clave, según la Carta Magna.
Pero ¿cómo hacerlo, estando retenidos en el Congreso?
Aunque los doscientos cincuenta guardias civiles con sus metralletas se retirasen al patio del Congreso, «a fin de evitar la coacción de las armas», los líderes seguirían sin libertad para desplazarse a ver al Rey. Ellos no podrían acudir a las consultas con el Rey en La Zarzuela, pero el Rey sí podría atender esas consultas en el Congreso. «Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña». Y qué precavido fue quien dio a Tejero la orden de que estuvieran ya fuera del hemiciclo, y no a la vista de todos, aislados en la sala del carillón. Una vez allí, el Rey los citaría uno a uno en el despacho del presidente Lavilla, o en cualquier saleta de aquel palacio. Excepcionalmente, este trámite de consultas podría hacerse por teléfono. Y la línea blindada del despacho de Lavilla, la única que no se había cortado desde el exterior, hubiese sido de gran utilidad.
Ahora bien, «en tan gravísimas circunstancias…», de haber llegado el elefante, estando ya el Rey en el Congreso, sería anómalo, pero pertinente, que el jefe del Estado en persona se dirigiera a la Cámara para expresar su asentimiento al candidato designado, que a continuación se sometería a la votación de investidura. Un calco idéntico a la Operación De Gaulle.
En todo el proceso del 23-F y sus vísperas, sólo una persona mencionó al elefante blanco: fue el comandante Cortina, hablando con Tejero el sábado 20 de febrero por la noche.
Cortina me dijo que, después de haber entrado las fuerzas en el palacio del Congreso, a las H + 2, llegaría una autoridad militar «a la que acompañarás, para que hable a los diputados, y seréis relevados por otras fuerzas. No te extrañes si al entrar este jefe militar en el hemiciclo se levanta el portavoz de algún grupo parlamentario, acallando a los demás y diciéndoles que lo que está ocurriendo allí es necesario y hay que aceptar la propuesta que se les va a hacer…[53]. Ni siquiera los socialistas darán guerra. Cuando oigan la contraseña “ha llegado el elefante”, aceptarán lo que se les proponga».
Poco antes, Cortina le había dicho también a Tejero que «el mando de la operación es bicéfalo, pero la cabeza del águila de Armada es mayor, más gorda que la de Milans».
Al asegurar a Tejero que la mención del elefante, o de la llegada del elefante bastaría para que todos los diputados comprometidos dieran su aprobación a la propuesta, Cortina le estaba indicando que, sólo con oír ese nombre, entenderían que se trataba de alguien cuya autoridad, fuera de discusión, era por sí misma el aval de crédito, la garantía de la seriedad de la propuesta. Para no revelarle a Tejero el secreto más valioso de la operación, Cortina aludió con ese símbolo a la persona que todos considerarían facultado para dar un resello estatal y una validez constitucional a lo que allí se les proponía[54].
El juez instructor de la causa 2/81, José María García Escudero, escribía trece años después algo realmente sorprendente: «Adolfo Suárez declaró que sólo dos personas conocían la identidad del elefante blanco. Y una era él. Aunque diez abogados defensores, de los acusados del 23-F, le requirieron para que diese el nombre de la otra persona, con él se ha quedado». No, más que «quedarse con el nombre», Suárez lo estaba señalando como algo obvio: la otra persona que sabía quién era el elefante, porque habían acordado que acudiría a darle el espaldarazo oficial, sólo podía ser Armada, el general candidato. Y eso lo dijo Suárez declarando como testigo, por tanto, bajo juramento[55].
Desde que Tejero sacó a relucir al misterioso paquidermo —por cierto, el jefe de los sublevados nunca habló del color del elefante, sino de que llegaría o habría llegado—, no hubo español que no tejiera su hipótesis, su especulación o su adivinanza. Sabino Fernández Campo hizo también su conjetura sobre esa pieza intrigante, y quizá necesaria para que el dispositivo funcionase.
Como el Rey no iba a evacuar esas consultas por teléfono, por mucho que hubiera una línea a punto, me inclino a pensar que el plan incluía que el Rey se personase en el Parlamento para reunirse con los líderes y ponerlos de acuerdo en torno a la candidatura de Armada; luego —una vez retirada la coacción de las armas—, y después de que el presidente del Congreso, Landelino Lavilla, notificase el nombre del designado, que el propio Rey desde la tribuna se dirigiera a la Cámara, «dado lo excepcional de la situación».
Con lo cual, se habría presentado ante los diputados y ante la nación como «el jefe supremo de los Ejércitos», «el vencedor del golpe», «el restaurador de la democracia», «el Rey que tenía la solución»… Unas aureolas que Adolfo Suárez se había empeñado en arrebatarle.
En definitiva, si tenía que llegar alguien por encima de la autoridad, militar, «por supuesto», que era Armada; si de verdad se esperaba como colofón a un elefante blanco, ese hombre, en mi opinión, sólo podría ser el Rey[56].
Reflexionando años más tarde sobre lo visto y vivido en todas aquellas horas a la vera del Rey, Sabino Fernández Campo, que aun no siendo todavía jefe de la Casa de Su Majestad sí era la mano derecha del monarca, recordaba que desde el primer instante «el Rey estaba aturdido y confuso por la situación que se había creado en el Congreso».
El Rey esperaba algo —seguía rememorando Sabino—. Y por supuesto, esperaba a Armada; quería que Armada estuviese a su lado, en lo que hubiera de suceder. Sé que tuve que imponerme para impedir que Armada subiera a La Zarzuela las dos veces que lo intentó. Y si no me pongo severo, entonces Armada sube.
Armada aquel día no le daba soluciones; antes bien, le asustaba diciéndole que, al haber en el Congreso doscientos y pico guardias civiles armados, aquello podía desembocar en un enfrentamiento y en una masacre, como entrasen al recate las fuerzas de intervención rápida, los geos. Con lo cual, se bloqueaba el Rey y se paralizaba cualquier salvamento. Además, cada vez que llamaba era para darle noticia de unas capitanías generales que se adherían al golpe y otras que no. ¿Era verdad? ¿No lo era? Armada le metía zozobra al Rey: «Señor, esto va a provocar una división del Ejército. Vamos otra vez al enfrentamiento militar y a una guerra civil como en el año 36». ¿Qué pretendía al agitar ese fantasma? Lo que consiguió es que el Rey se fuera sobrecargando, hasta que llegó un momento en que no pudo más. Un rey no es un superhombre.
El Rey se hundió en un bache de pesimismo, de abatimiento, de derrota… Serían las cuatro y cuarto de la madrugada. Ya habían emitido su mensaje por radio y televisión. La gestión de Armada había fracasado y el Rey esperaba mucho de ella. Los guardias de Tejero seguían allí dentro, Tejero en trance de resistencia numantina, y la situación de secuestro pudriéndose. Laína enviaba indicios inquietantes de mucho estrés dentro del Congreso. El último, que por orden de Tejero iban a hacer una pira en el hemiciclo. De la DAC había salido una columna de catorce jeeps con ciento trece soldados y varios oficiales, mandados por Pardo Zancada, que se había sublevado para unirse a los guardias civiles. Con Milans ya no valían télex ni órdenes del Rey, de palabra y con voz enérgica: sus tropas y sus tanques seguían patrullando por las calles de Valencia. Varias regiones militares velaban las armas, dispuestas todavía a sumarse al golpe.
El Rey se había jugado la Corona, sin embargo, el panorama de rebelión y desaire al jefe del Estado no podía ser más desolador. Esa noche, había palpado la falta de unidad entre los jefes militares… En el fondo, Armada tenía razón cuando le metía miedo con la división del Ejército. «¿Y ése es mi fuerte —se preguntó en cierto momento—, en el que yo tengo que apoyarme, si van cada uno por su lado?»
Se desfondó. No pudo reprimir la tensión, los nervios, el disgusto… y se puso a llorar. Eran sollozos fuertes, de rabia, de decepción tremenda, de no ver salida: «¡Esto no tiene arreglo, Sabino, esto está perdido!» Lloraba, no como un niño al que le rompen un juguete, sino como un hombre al que le rompen su único juguete, lo que más quiere en este mundo: la Corona. Él la vio perdida. Fue su hora baja.
Todo se le juntaba: la situación impresentable del Ejército; lo malparadas que podían quedar la democracia y la paz civil en España; los tiros en el Congreso, la zafiedad bochornosa de Tejero, un jefe de la Guardia Civil con esa ordinariez y ese odio a los políticos; las trazas de matones de algunos guardias… Y lo que era una noticia bochornosa, lo nunca visto en el mundo entero: todos los diputados y todo el Gobierno secuestrados, y el Estado sin poder hacer nada… ¡Qué mal quedaba España ante el exterior! El Rey lloraba con sollozos, con lagrimones…
Pero lo que yo detectaba en el fondo de todo eso era que él mismo se sentía abrumado, perdido, no veía una solución clara, y temía muy en serio por su propia persona, por la Monarquía… Miedo al futuro. Ése era su gran miedo. El sesgo que podrían tomar los acontecimientos era muy impredecible.
Poco antes de amanecer, el Rey se quitó la guerrera del uniforme y se puso su cazadora negra de piloto. Después, abrió el cajón de la mesa de despacho, sacó la pistola y se la metió bajo el cinto del pantalón[57]. Hasta las 6.10 del 24 de febrero no se replegaron los tanques de Milans en Valencia. La situación se despejaba. El Rey envió a la cama a su hijo Felipe, que se había quedado dormido en un sofá.
Mediada la mañana del 24, cuando Armada ha conseguido la liberación de los rehenes, firmando con Tejero el «pacto del capó», el Rey se abraza a Sabino: «¡Lo hemos conseguido! ¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!»
No es un plural mayestático, es un plural de equipo. Pero enseguida, sin mediar una pausa: «Sabino, espero que no te hayas equivocado… con Armada».
Ese singular alza otra vez la barrera entre el Rey y cualquier otro. Ese singular es un dedo índice que empieza a señalar ya un posible error, un posible malentendido, un posible culpable… Concluida la noche borrascosa de dudas y reveses y órdenes que se estrellaban contra las rebeldías; concluida la noche sobresaltada por la telefonía urgente y los peligros, la noche lívida de miedos y silencios y lloros compartidos; concluida la noche de brumas en que los traidores parecían leales y los leales se encerraron en sus casas pegados al transistor; concluida la noche, aquí no ha pasado nada, ese singular lo borra todo, ese singular «que no te hayas equivocado» vuelve a poner al Rey en su egregio sitio y a Sabino en el suyo: secretario universal pero secretario, edecán distinguido pero edecán, lo más alto del personal del servicio, pero servicio.
«Espero que no te hayas equivocado». Los años de pupilaje cerca de Franco hicieron de Juan Carlos un perito en el arte de no quedarse nunca sin cartas que jugar. El Rey se está guardando ahora el último naipe dentro de la manga. Marca así su diferencia con el resto de los mortales. Un Rey nunca se equivoca[58].