CAPÍTULO 5
Suárez, el Rey, un perro, una pistola…

El Rey: «Adolfo, uno de los dos sobra en este país»

A mediados de enero, algunos dirigentes del PNV, predio entonces de Xabier Arzalluz, le dieron a entender al presidente Suárez cierta «incómoda extrañeza», porque se iban enterando «a retazos, y casi con los hechos en puertas, de la visita oficial de los Reyes a Euskadi: las fechas ya clavadas, el programa de actos resuelto… y, caray, que vienen a nuestra tierra, a nuestra casa, y entre Marcelino Oreja y Rodolfo Martín Villa lo están montando todo prácticamente en secreto, sin contar con nosotros». Y un par de diputados vascos, sobre la misma cuestión, le precisaron: «Aunque nosotros no somos muy de monarquías, estamos encantados de que vengan; pero nos parece que las fechas más adecuadas de la visita serían tras aprobarse los conciertos económicos en las Cortes. No decimos que entonces el pueblo se vaya a echar a la calle a vitorear y a dar las gracias, porque en definitiva es devolvernos algo históricamente nuestro que Franco nos quitó; pero, vamos, que tampoco se verían graffiti de protesta, ni gestos hoscos…»

La visita de Suárez en diciembre, aunque muy aperreada en la calle, había sido de gran eficacia política en las conversaciones de interior y cara a cara, pues entre él y Garaikoetxea lograron desbloquear los dos contenciosos que tenían de uñas al Gobierno vasco: el concierto económico y la Policía autónoma.

Los burukides del PNV preferían que todo eso quedara sancionado en el Congreso de los Diputados antes de la visita real. Suárez opinaba lo mismo, de modo que la estancia de los Reyes fuese una celebración, una ospakizuna, como ellos decían.

Pero el Rey no lo entendía así: «¡Es que para poder ir yo allí, tengo que pagar peaje!», exclamaba.

Además, Marcelino Oreja y Rodolfo Martín Villa se coordinaban entre ellos y con la Casa Real, pero no con La Moncloa ni con el Gobierno vasco. Funcionaban con gran eficacia, pero como francotiradores. A Suárez, como a los del PNV, le llegaban ondas de que Marcelino Oreja había planificado «un programa amplísimo, precioso, como para que los Reyes se estuvieran allí una semana, pero tendrán que hacerlo todo en tres días y a uña de caballo»; y de que Rodolfo, por la cuestión de seguridad, habría pedido ayuda a Rosón para que hubiera policías a manta, peinándolo y registrándolo todo de tapadillo. Los vascos lo consideraron «como si en tu propia casa vinieran a husmear en tus mansardas y tus bajeras sin decirte para qué; la gente se mosquea».

A esos comentarios se unieron unos teletipos que circulaban desde el día 20 de enero expresando la sorpresa en Ajuria Enea y la extrañeza entre los dirigentes del PNV, ante la posible visita de los Reyes al País Vasco.

El jueves 22 de enero, Suárez subió a La Zarzuela, como solía hacer las vísperas de Consejo de Ministros. A solas con el Rey, le informó sobre algunos trámites de Gobierno, interrumpieron para el almuerzo y siguieron luego en el despacho tomando café.

Suárez empezaba a estar griposo, pero tenía una reunión con la ejecutiva de la UCD y después un viaje rápido a Sevilla para cenar con el presidente de México, López Portillo, que hacía escala en una tournée privada. Quería que fuese un despacho rápido, y no pensaba entrar en el tema vasco, que ya había ocasionado entre los dos una discusión muy correosa hacía apenas diez días. Sin embargo, el Rey volvió sacarlo.

—No sólo falta aprobar aquí en las Cortes los conciertos económicos y la creación de la Policía autónoma, está pendiente todavía la negociación de la transferencia de la Seguridad Social —argumentó Suárez—. Insisto, pues, en que conviene demorar la visita y que tengamos la fiesta en paz, sin fricciones.

—A mí me dieron unas fechas —protestó el Rey—, y yo he combinado un montón de asuntos contando con esa estancia allí. Luego tengo el viaje a Estados Unidos para la visita a Reagan… Empalmo con varios compromisos. El viaje a Noruega…

Suárez sacó su agenda del bolsillo interior de la chaqueta y escribió algo rápido. Como respuesta y con acopio de paciencia dijo:

—Allí tienen que ponerse de acuerdo el Gobierno vasco, el PNV, HB, los otros partidos, Makua y los junteros, para el acto en Gernika. Hay que ver si en el acto cultural intervienen sólo las tres provincias vascas, Euskadi sur, o nos meten también a Lapurdi, Nafarroa y Zuberoa. En lo religioso, si se va a Begoña o a Loyola… Altos Hornos, los arrantzales de Bermeo o de no sé qué otro puerto, etc. Hasta el momento, a mí nadie me ha dado un guion claro del programa. Y por lo que leo en los teletipos de esta misma mañana, allí hay un despiste descomunal. Dicho en cristiano: alguien ha largado a las agencias unos teletipos en los que se anuncia ya la «inminente visita de los Reyes», cuando ni la Casa Real, ni el Gobierno español, ni el Gobierno de Ajuria Enea han dicho esta boca es mía… O sea, están dándonoslo hecho. Alguien juega raro, y lo raro no me gusta.

El Rey volvió a la carga con su otro pleito: el destino de Alfonso Armada al Estado Mayor en el Cuartel General del Ejército.

Suárez sabía que, pese a sus negativas duramente razonadas, el Rey había planteado el asunto a Gutiérrez Mellado, que también se opuso. Después lo habló con Gabeiras, que estaba muy conforme. «A mí me vendría muy bien, y a los militares más cercanos al Gobierno les interesa tenerle con ellos, porque saben que Armada es un hombre muy próximo al Rey», dijo a Suárez. Y en los últimos días, había sondeado al ministro Rodríguez Sahagún. Estaba dispuesto a salirse con la suya buscando caminos oblicuos.

De pronto, el Rey soltó:

—Últimamente, no sé si te habrás dado cuenta, tu relación conmigo es «a ver qué dice el Rey, que me opongo»; y eso, un tema tras otro, resulta cansadísimo, insoportable.

—Yo diría más bien lo contrario: es como si el Rey tratara de llevarle la contraria por sistema a su jefe del Gobierno.

—O el jefe del Gobierno se empeñara en controlar y torcer todas las iniciativas del Rey, ya se trate de un viaje, de unas audiencias, de un nombramiento, de un mensaje de Navidad… que no te dije nada, pero era mi mensaje, ¡y menuda tijera le metisteis!

Entraron en una esgrima de reproches, con alusiones veladas que uno y otro entendían, y acusaban el toque. Desde hacía más de un año, la divergencia era cada vez mayor. El presidente se sentía desatendido, no secundado por el Rey. «Consulta, escucha y hace caso a cualquiera antes que a mí», se quejaba Suárez. El Rey, por su parte, veía a su jefe del Gobierno como sin rumbo político, sin un norte ilusionante; le notaba agostado, desmotivado, sin ideas ni soluciones; corroído quizá por las termitas de su propia gente, y sin aquella sonrisa llena, sin aquella alegría entusiasta de antes…

No hacía falta gran perspicacia para adivinar lo que el Rey estaba pensando. Suárez, castellano de cuna y crianza, sabía que los reyes, como Castilla, facen a sus homes e los desfacen… Los usan, los gastan, luego se cansan de ellos, los tiran y los olvidan. Pasan del embeleso al hastío.

—Hablemos claro, señor. Yo no estoy en el cargo de presidente del Gobierno porque me haya puesto ahí Su Majestad el Rey de España, ni los once capitanes generales de nuestras once regiones militares, ni el almirantazgo de los departamentos marítimos, ni la JUJEM, ni los siete grandes banqueros, ni la CEOE, ni los sindicatos, ni el alto o el bajo clero… Yo estoy encargado de la gobernación de este país porque así lo quisieron, hace menos de dos años, 6 268 593 españoles, y luego mi partido me eligió en el Parlamento.

El Rey le quitó la funda a un habano Hoyo de Monterrey Doble Corona y escuchaba sin dejar de atender al ritual de cortar la punta y encender su cigarro. Suárez empalmaba un cigarrillo Ducados con otro.

—Yo tengo un contrato popular y parlamentario que dura cuatro años, cuatro —continuó Suárez—; y me siento comprometido a cumplirlo, salvo que mi continuidad lejos de ser un bien fuese un mal para España. Por tanto, sólo hay tres modos de que yo abandone ese encargo: por muerte o invalidez, por una moción de censura que me derrote y ponga a otro en mi lugar, o… preguntándole al pueblo si quieren que siga o que me vaya. Ellos me pusieron y sólo ellos pueden deponerme. ¿No gustar a los militares o a los banqueros? Puede ser poco grato, pero no es una razón para abandonar. ¿Discrepar del Rey? En una Monarquía absoluta sería determinante; en una Monarquía parlamentaria puede ser triste y molesto, pero no es un problema para el jefe del Gobierno, en todo caso lo sería para el Rey. Y no estoy diciendo ninguna impertinencia, sino el a, e, i, o, u…

—Interrumpo: lo que no es normal, por muy legítimo y legal que sea, es que yo diga blanco y tú impepinablemente digas negro. Las cosas han llegado a un punto en que o se hace lo que quieres tú, o se hace lo que quiero yo… y cada vez coincidimos en menos temas.

—Al menos, en eso coincidimos: la falta de sintonía, la divergencia, la falta de entendimiento y de confianza del Rey en el presidente del Gobierno, todo eso va cada día a más. Y hacia el exterior, me temo que empezamos a dar la impresión de dos jefaturas que en lo importante discrepan.

—Tú estás porque te ha puesto el pueblo con no sé cuántos millones de votos. Yo estoy porque me ha puesto la historia. Con setecientos y pico años… Soy el sucesor de Franco, sí, pero soy el heredero de diecisiete reyes de mi propia familia. Y resulta que no discrepamos en bagatelas. Discutimos si atlantismo o neutralismo, si OTAN sí u OTAN no, si Israel o Arafat, si pleitesías a Giscard o «no vuelvo a pisar el Elíseo», si entenderse con Hassan o plantarle cara cada vez, si Armada es bueno o Armada es peligroso. Eso, por citarte sólo asuntos de Estado. Y como no veo que tú vayas a dar tu brazo a torcer, la cosa está bastante clara: uno de los dos sobra en este país. Uno de los dos está de más. Y, como comprenderás, yo no pienso abdicar.

Suárez iba notando el subidón del catarro. Pidió otro café muy caliente y aspirinas.

Habían dejado el florete y blandían ya el sable.

—¿Abdicar? ¡Ése sería el mayor fracaso de todos mis empeños! —Suárez lo dijo a media voz, para sí mismo, mientras aplastaba el cigarrillo en el cenicero; pero el Rey lo oyó—. Bien, aunque las encuestas no soplan ahora a favor de UCD, y es bastante probable que el despacho que están remodelando y pintando en La Moncloa lo estrene Felipe González, la única fórmula de recambio de mi persona es preguntarle al pueblo: aunque me quede media legislatura sin gastar, disuelvo las Cámaras y convoco elecciones generales. Y que el nuevo presidente salga de las urnas. De las urnas… no de un conciliábulo, ni de una negociación palaciega, ni de algo más espurio y más tramposo, que me callo.

—¿Disolver las Cámaras? ¡Me niego en absoluto! ¿Tú estás loco? ¿O no te das cuenta de que este pueblo, en estas circunstancias…? Mira, Adolfo, yo no puedo ni pedirte ni impedirte que dimitas. Lo sé. Pero sí puedo apelar a tu prudencia política y decirte que éste no es un buen momento para dejar vacante la presidencia. Primero, y sería lo de menos, porque sabes que tengo programados tres viajes oficiales importantes. Segundo, porque este país, con una parálisis de Gobierno de mil pares de narices, y perdona que te lo diga así de crudo, y con una crisis económica que no sé si vamos a poder contarla, con un descrédito exterior que no hay quien invierta aquí un duro…, no está precisamente para meterlo en una nueva campaña electoral y en un nuevo parón de Gobierno, de medidas, de leyes… y mítines a la gresca. ¡Eso no hay quien lo aguante! Aquí lo que hace falta es un Gobierno fuerte, cohesionado, y no una jaula de grillos peleándose, un Gobierno que cuente con una mayoría estable y gestione de una jodida vez. Por tanto, y tercero, yo no voy a firmar el decreto de disolución de Cámaras.

—¿Cómo…? ¿He oído bien? ¿Cómo que no va a firmar? Le recuerdo que, por Constitución, el Rey no puede ni imponer ni negar una disolución de Cámaras. Esa firma es preceptiva, y la decisión no corresponde al Rey, sino al presidente del Gobierno, «previa deliberación del Consejo de Ministros, y bajo su exclusiva responsabilidad»: artículo 115 de la Constitución. Disolución que, una vez decidida por el presidente del Gobierno, «será decretada por el Rey». No dice «podrá ser o no ser…», sino «será decretada». Imperativo obligante. El Rey no puede negarse[1].

—También dice ese artículo 115 —contraatacó el Rey— y espero recordarlo de memoria, que «la propuesta de disolución de Cámaras no podrá presentarse cuando esté en trámite una moción de censura».

—Bien, ¿y qué? No hay en trámite ninguna moción de censura… ¿O sí?

El Rey había sido indiscreto. Se le escapó inconscientemente lo que daba vueltas dentro de su cabeza: una dimisión repentina de Suárez invalidaría el plan de derrocarle por la vía «intachablemente parlamentaria» de la moción de censura. Y una disolución de las Cámaras, lo mismo, dejaría la Operación Armada en papel mojado. El único modo de que esa Operación Armada siguiera su curso sería adelantando la moción de censura. Por tanto, Suárez no debía dimitir ni disolver las Cortes… todavía. La pieza que había que derribar no podía desaparecer de la escena.

La precipitación del monarca puso en guardia a Suárez.

Por la fiebre, por la aspirina, o por constatar que las maniobras que le contaban eran ciertas, a Suárez le brillaron los ojos de repente como centellas.

—Adolfo, si tomas esa decisión de dar cerrojazo a las Cámaras, que sepas que no la pienso firmar. Me pondré enfermo, me iré de viaje… ¡estaré ausente el tiempo necesario!, pero no pienso estampar mi firma en esa disolución.

Otra indiscreción, otro desliz: «Estaré ausente el tiempo necesario». El tiempo necesario… ¿para qué?, para organizar ¿qué?

El Rey seguía en sus trece:

—Convocar elecciones ahora sería malo para España, ¡y no pienso firmar!

—Es un deber. Es un imperativo legal. Tiene que hacerlo, si no quiere actuar en contra de la Constitución… al margen de la ley de leyes. ¡El acabose!

La discusión se había ido tensando y subiendo de tono. Llegaron a alzarse la voz con tal rudeza que el perro del Rey, Larky, un pastor alemán de pelaje marrón y beis, que estaba allí tumbado sobre la alfombra, percibió la agresividad, se excitó, rompió a ladrar rugiendo y se arrojó contra Suárez. Juan Carlos se puso en pie de un salto y lo sujetó agarrándolo entre sus brazos con energía para reprimir su ataque[2].

Salvar España de los salvapatrias

Suárez presidió una reunión de la ejecutiva de la UCD, preparando el Congreso del partido en Palma de Mallorca. Listas abiertas, candidaturas, ponencias… Luego salió hacia Barajas. Cuando ya estaba a punto de subir al avión, un ayudante de campo le avisó de que le llamaban de La Zarzuela. El Rey quería hablarle. Fue una conversación breve.

—¿Adolfo? Soy el Rey, ¿cómo va tu trancazo? ¿Te quedas a dormir en Sevilla?

—No, volveré a mi casa, aunque será ya muy de noche; prefiero, porque lo que he agarrado parece gripe, y mañana tenemos Consejo de Ministros.

—Dale recuerdos míos al presidente López Portillo. Ah, oye, y no te preocupes por lo de Alfonso Armada.

Extraña llamada. ¿Era para balsamizar la bronca tremenda que habían tenido hacía un rato? ¿O para confirmar que Suárez estaría ausente hasta bien entrada la noche?

El Rey citó inmediatamente a Agustín Rodríguez Sahagún en La Zarzuela. Con todos los argumentos habidos y por haber, más el pressing de su deseo personal, le convenció de que pusiera en marcha cuanto antes la orden de nombramiento y destino de Armada: «En definitiva, Agustín, sólo depende de tu ministerio».

En el Mirage oficial, regresando de Sevilla a Madrid, amodorrado por la febrícula y el cansancio, Suárez ni siquiera se quitó el abrigo. Pidió un café cortado y se enzarzó en sus pensamientos. Durante la cena en el Alfonso XIII estuvo como zumbado. El presidente mexicano iba con su hijo hacia la India, en una «escapada cultural», y tenía ganas de parlotear. Suárez escuchaba y sonreía sin atender apenas. La mente muy lejos de allí.

El desliz del Rey le había confirmado que eran ciertos los informes que Laína y Cassinello venían suministrándole con más y más acopio de datos: se estaba urdiendo una moción de censura contra él. Primero fue un vector: La Zarzuela-CESID. Enseguida, un triángulo: el Rey-Cortina-Armada. Y en cosa de días, semanas, un cuadrilátero: La Zarzuela-CESID-Armada-PSOE. And company, agregaban Laína y Cassinello. «¡Pero mucha company, eh, se rifan las papeletas para entrar en la operación!»

En otoño de 1980, Suárez había tenido una conversación muy ácida con el Rey. Recordaba bien la escena de entonces. El monarca llegó a soltarle aquella vez: «Pues vete». Poco después, Suárez habló con Felipe González. Le dijo: «Estamos estrenando el sistema. Todos. También el Rey. Y conviene, hoy a mí, mañana a ti, luego al siguiente, crear juntos el precedente de que el Rey no puede echar a los jefes del Gobierno; que sólo el Parlamento o las urnas pueden cambiarlos». Felipe no estuvo receptivo a la sugerencia. Silbó y miró al techo, como si oyera llover y aquello no fuese con él. El cuadrilátero estaba ya en plena acción, y lo que Felipe quería era que Suárez saliera y entrar él, incluso en un Gobierno de aluvión y bajo el mando de un general[3].

Suárez solía prestar atención a las declaraciones públicas de Felipe González referentes al Rey, sobre todo en el último año. Eran un poco enigmáticas, pero leídas al trasluz desvelaban su mensaje. En julio de 1980, cuando los barones de la UCD reclamaron sus fueros en La Casa de la Pradera, Herrero de Miñón aglutinaba críticos, y en las «cloacas madrileñas» se empezaba a hablar de un Gobierno de concentración o de coalición. Aunque Suárez había ganado la moción de censura, Felipe González salió reclamando más libertad de movimientos y de arbitraje para el Rey. A Suárez le extrañó, sobre todo por decirlo un republicano intrauterino, partidario de que al Rey se le acotara la escueta baldosa donde podía moverse, pero de la que no debía salir. «Es conveniente —dijo González— que ahora tenga el Rey un poder moderador que sea como un fuelle, capaz de replegarse o de ampliarse según las necesidades. Sin que intentemos reglamentarlo, ni restrictiva ni abusivamente. Dar un reglamento a la Corona, hoy por hoy, me parecería erróneo. Al proceso político actual le conviene que el Rey tenga ese fuelle de poderes reales —reales, de “realidad”, no de “regios”—, y que siga moderando… ¡Por favor, no le encorsetemos!»[4].

La clave de esa repentina liberalidad del líder socialista hacia el monarca y su ejercicio arbitral llegó pocos días después. Al parecer, Felipe estaba zambullido ya en la Operación Armada, o De Gaulle, o golpe de timón, cuya estrategia pasaba lisa y llanamente por decapitar a Adolfo Suárez con una moción de censura. Permanecía al acecho para que Adolfo no tuviera el arranque súbito de disolver Cámaras y zanjar con un «señores, no hay censura porque se acabó la función». Reunido Felipe González por esos días con un grupito de periodistas, les dijo: «Yo me temo que, si Suárez se ve contra las cuerdas, ante el riesgo de perder la presidencia, quizá se lance a disolver las Cámaras y a convocar nuevas elecciones… ¿Puede hacerlo? Constitucionalmente, sí. Ahora bien, en estos tiempos y tal como está el país, ¿debe hacerlo? Yo, en conciencia, no disolvería las Cámaras —y agregó—: Yo, en su lugar, no disolvería las Cámaras sin el níhil óbstat del Rey»[5]. Una «venia» regia que no está en la Constitución, porque si estuviera convertiría al monarca en un Rey absoluto. Esa supeditación al níhil óbstat del Rey sonaba extraña en Felipe González. Cuando Suárez leyó la frase en un periódico intuyó que algo raro se movía en la trastienda, y que esa trastienda no estaba muy lejos de La Zarzuela.

Con aquella cautela de julio, González se anticipaba seis meses a la reacción que acababa de tener el Rey esa misma tarde, en su tormentoso despacho con Suárez, cuando éste aludió a una inmediata disolución de Cámaras. Es decir, a un inesperado cambio de escenario.

Con datos, intuiciones y su olfato político, Suárez supo aquella noche que, en cuanto sus adversarios tuvieran completa la colecta de votos, le plantearían la moción de censura. Necesitaba adelantarse, golpear primero y por sorpresa.

Cuando llegó de Barajas a La Moncloa era muy tarde. Subió a dar un beso a Amparo. Los chicos dormían. A Pepe Iglesias, el mayordomo, le pidió «café con leche, y si encuentras un Desenfriol o algo así, tráemelo, por favor, y vete a dormir».

En su despacho siguió pensando, combinando fechas, calculando el juego del contrario. ¡Los contrarios! ¿Estarían listos ya? ¿Qué tiempo necesitarían? El Rey, sin querer, con su ligereza le había dado unas pistas. A ver… dijo que si disolvía ahora, le partía por el eje tres viajes importantes: País Vasco, Estados Unidos y Noruega. Luego, ellos, los contrarios, no tenían pensado actuar antes de esos viajes. Abrió su dietario de mesa para precisar las fechas: País Vasco, del 3 al 5; Estados Unidos, del 9 al 18, visita oficial y estancia privada; Noruega, del 27 de febrero al 2 de marzo. Pero después de lo hablado con el Rey, todo se aceleraría. Y él tenía por medio el Congreso de la UCD en Palma.

Poco a poco, fue viendo con nitidez que la «salida» de unas nuevas elecciones, además de ser lenta, no le beneficiaba: le serviría en bandeja a Felipe la presidencia. La fórmula expeditiva, rápida y contundente sería dimitir. Eso sí que les cortaría el saque.

Y no sólo dimitir. Hacer que la UCD, partido legítimamente gobernante, siguiera en su puesto y eligiese de entre sus filas al sucesor. De ese modo, no habría ni un minuto de vacío de poder, y los que estaban con el hacha de la censura en alto se encontrarían sin cabeza de «hombre odioso» que decapitar. La Operación Armada se habría quedado en una mala tentación frustrada. Por salvar a España de los salvapatrias, valía la pena dimitir.

Tan embebido estaba en sus pensamientos que ni se percató de que Pepe Iglesias había entrado en su despacho, le había dejado una bandeja con dos pequeños termos de café y leche, un tubo de Desenfriol y una tortilla francesa. Ni que en voz baja le había dicho «por si luego le apetece, señor; y no se quede mucho rato».

«Has firmado el salvoconducto para que nos den un golpe»

Agustín Rodríguez Sahagún llegó a La Moncloa con unos minutos de adelanto y pidió al ayudante de campo ver al presidente un momento antes del Consejo de Ministros.

Unido a Suárez por amistad, paisanaje, algún lazo familiar, ideología —los dos eran hijos de padre republicano— y un sentido trascendente de la vida, no tenía reservas con Adolfo. Así que, sin rodeos, le contó lo ocurrido la víspera:

—Mientras tú estabas en Sevilla, me llamó el Rey. Fui. Me dio un montón de argumentos para que Armada viniera a Madrid a reforzar a Gabeiras, a romper el aislamiento en que le tienen sus compañeros generales y tenientes generales, y también para que fluyese más información por el despacho del JEME…

—¿Y te pidió que activaras la orden ministerial de su nombramiento?

—Sí. Me dijo que él personalmente tenía mucho interés y que Gabeiras se lo había pedido con insistencia…

—¿Y lo has tramitado? —La pregunta de Suárez sonó con tal dureza que Rodríguez Sahagún cortó en seco lo que estaba diciendo y arqueó las cejas con gran asombro.

—¿Por qué…? ¿Qué pasa…?

—¿Que qué pasa? ¿El Rey no te ha dicho que yo me he opuesto rotundamente cada vez que me lo ha pedido, desde hace meses? ¿Y que Manolo Gutiérrez Mellado no ha querido ni oír hablar de eso? ¿No te lo ha dicho? ¿Y tú no te acordaste de que yo mismo te lo he comentado? —Suárez no podía contener su indignación—. ¿La has puesto en marcha, de verdad?

—Sí. Además me dijo que le diera prioridad, porque no implicaba ascenso, sólo destino.

—¡Pues la has jodido, Agustín! ¡Eres un irresponsable…! Te lo había advertido varias veces: «Me quieren meter a ese tío de cuña en un puesto peligrosísimo, y se lo he dicho al Rey en su cara, que no y que no…, que no quiero a Armada con patente de corso enredando aquí en Madrid». Lo sabías, Agustín, lo sabías… Pero me doy la vuelta y, zas, a mis espaldas, me la clavas hasta la empuñadura…

—Adolfo, ¡es el Rey! Me dio mil razones, me lo pidió como un favor… Joder, yo no supe negarme.

—¿Y no te dijo que ayer mismo, ¡ayer mismo!, tuvimos una pelotera de…, bueno, menos llegar a las manos, de todo, por culpa del dichoso Armada? Y otra el 3 de enero en Baqueira, y otra el día 10, que vino aquí a La Moncloa para pedírmelo… Y siempre he sabido negarme, Agustín, siempre le he dicho que no, y ya sé que es el Rey. Pero si él tiene mil razones para que Armada venga, yo tengo una sola para que no venga. Una sola, pero probada y fundamentada. Fíjate en lo que te digo: con Armada en la jefatura del Estado Mayor del Ejército, hay un 80 por ciento de posibilidades de que se ponga en marcha cualquiera de los golpes que ahora mismo están en la cabeza de unos cuantos piraos. Has de saber que acabas de autorizar, o al menos acabas de dar el salvoconducto, para que en España se produzca un golpe de Estado. Y cuando veas a Armada al frente de los golpistas, te darás cuenta de que ha sido por tu culpa.

Rodríguez Sahagún, que había dejado sus negocios, sus empresas, su presidencia de la Confederación Española de la Pequeña y Mediana Empresa (CEPYME), sus clases en la universidad, su mundo artístico como coleccionista de pintura… por acompañar a Suárez en la aventura política, y era su amigo más sincero y su alfil más leal, se había quedado como derruido por dentro. Mientras Suárez le abroncaba a voz en cuello, fue alejándose de la mesa de despacho hacia el tresillo de visitas, frente a los ventanales. Allí, hundido en uno de los sillones, la cabeza entre las manos, se puso a llorar a lágrima viva, sin poder contenerse.

Adolfo miró su reloj de muñeca. Los ministros esperaban ya en la sala de consejos. Recogió unas carpetillas de la mesa y se dispuso a salir. Al llegar donde estaba Agustín se detuvo. Le dolía haberle hablado así. Había descargado sobre el ministro amigo su ira contra el Rey, contra la argucia final del monarca, cuando le llamó al aeropuerto el día anterior para decirle que no se preocupara por Alfonso Armada.

Le puso una mano en el hombro. Pero sólo pudo decirle:

—Agustín, ¡ojalá me equivoque de punta a punta y tenga que pedirte perdón algún día por todo esto que te he recriminado! ¡Ojalá![6]

Fue un Consejo de trámite, tedioso y largo. Duró cuatro horas. Suárez no se levantó de la mesa. No era lo más frecuente en él. Solía aprovechar que estaban allí todos los ministros para sacar a uno o a otro, y tratar algo a solas con él. Ese viernes, al terminar la reunión, le indicó en un aparte a Juan José Rosón que estuviese localizable durante el fin de semana. Lo mismo le dijo a Rafael Arias-Salgado[7].

Aquel viernes 23 de enero no iba a ser un día tranquilo. Iban a suceder cosas insólitas.

Adolfo veía ante sí demasiados flancos abiertos a la vez. Landelino Lavilla, que le había alanceado desde Diario 16 reprochándole «no un ejercicio arbitrario o abusivo de sus poderes, sino al contrario, el escaso ejercicio de los mismos», vacilaba ante la invitación de sus seguidores a encabezar en el II Congreso de la UCD una lista enfrentada a Adolfo, pero tampoco quería una candidatura de integración.

Entre bambalinas, algunos barones se agrupaban, hacían apuestas, intentaban calcular las adhesiones de cada competidor, o descaradamente se autopostulaban, como Leopoldo Calvo-Sotelo. Por su parte, Adolfo Suárez había dicho en público que no abanderaría ninguna facción, por muy ganadora que se ofreciera. O el partido era un ente unitario o no era un partido, sino una ensalada rusa. O peor, una orquesta en la que todos querían ser director y ninguno músico.

En el Gobierno y en el Parlamento, batalla campal entre socioliberales y democristianos por las leyes del divorcio y de la autonomía universitaria.

Junto a eso, otro capítulo de envergadura: con la llegada de Ronald Reagan a la presidencia, Estados Unidos empezaba a endurecer su actitud, hasta entonces contemporizadora, con España. Ni Gerald Ford ni Jimmy Carter habían apretado demasiado las tuercas, urgiendo una decisión sobre el acceso a la OTAN, o pidiendo al Gobierno que justificara el uso de los multimillonarios créditos destinados al uso industrial, y no militar, del uranio producido en España. Ahora en cambio, el nuevo secretario de Estado, el general Alexander Haig, apremiaba en todo ello. «Ya pasó el tiempo de deshojar la margarita», decía. Y señalaba varios capítulos pendientes: la renovación del tratado bilateral, que estaba a punto de expirar; la firma del Tratado de No Proliferación Nuclear; la entrega de salvaguardas de nuestras centrales e instalaciones nucleares; y algún gesto evidente de apertura de relaciones diplomáticas con Israel. La instantánea del abrazo de Suárez con Arafat se les había quedado pegada a las retinas, y el lobby judío seguía amenazando con sus boicots económicos…

En octubre y noviembre de 1980, estrenándose como ministro de Exteriores, José Pedro Pérez-Llorca abordó el tema de más envergadura, nuestro ingreso en la OTAN. Sabía que Suárez era contrario, pero quiso hacerle cambiar de opinión con argumentos «de conveniencia»:

Hablé con Adolfo Suárez y, por separado, con Agustín Rodríguez Sahagún y con Leopoldo Calvo-Sotelo —recordaría nítidamente Pérez-Llorca—. Les argumenté que nos interesaba ingresar en la OTAN, y además rápidamente, para consolidar nuestra democracia hacia dentro y hacia fuera, y para pisar firme cuando negociásemos la entrada en la Comunidad Europea. También les hablé de reforzar las relaciones con Estados Unidos con un tratado bilateral no hecho fuera de la OTAN, como el que teníamos, sino ya como socios del club defensivo. En términos coloquiales, les expuse que en realidad las bases, los mandos y los jefes de la OTAN estaban en España. Y España, de chacha. El Gobierno se lo planteó fríamente: «¿Qué hacemos, señores? ¿Echamos a los americanos y nos quedamos fuera del juego de la Alianza, como país neutral? ¿O les decimos que no queremos ser alquiladores del terreno, sino sentarnos a la mesa como los demás socios?» Esta última opción tenía entre otras ventajas que nuestra democracia, todavía frágil y con el dichoso ruido de sables, quedaría más guarnecida. También recomendé que pusiéramos dos condiciones previas: la no nuclearización del territorio español y decidir soberanamente nuestra modalidad de integración.

Adolfo me comentó que iba a tener un encuentro discreto, secreto, en La Moncloa con Leo Tindemans, presidente del Partido Popular Europeo y dirigente de la Internacional Democristiana (IDC), y luego me dijo: «José Pedro, vamos a entrar en la OTAN y vamos a integrarnos en la IDC, así se evitan aquí aventuras de futuro con el socialismo, en ambos frentes, el defensivo atlántico y el político europeo». De ese modo, cuando llegara el PSOE al poder, cosa que ya se veía inminente, España estaría anclada en la Alianza Atlántica y el partido UCD pertenecería a una formación internacional fuerte. Era una astuta jugada de Suárez para blindarse por la derecha.

Ese cambio de postura se adoptó con Suárez en la presidencia. Otra cosa es que él ni lo pregonó ni lo oficializó. Tal vez creía que aún le quedaba tiempo para hacerlo, sin intuir que los hechos iban a precipitarse traumáticamente, y que para él… ya se había hecho demasiado tarde.

Suárez se lo comunicó a Rafael Arias-Salgado, como persona de su intimidad; a Javier Rupérez, que era quien iba a traer a Leo Tindemans para gestionar el ingreso en la IDC; y a mí, como su ministro de Exteriores[8].

En la tarde de aquel viernes 23, Suárez recibió al belga Leo Tindemans y le aclaró que el «secretismo» de su visita obedecía a una medida de prudencia: «En estos momentos, la homologación de UCD en la IDC podría desencadenar protestas entre los socialdemócratas y los liberales de mi partido, y ya está demasiado alta la tensión, en vísperas congresuales».

Estando reunido con Tindemans y sus acompañantes, Rupérez y Arias-Salgado, recibió Suárez una llamada que no podía desatender: «Excúsenme, pero por ese teléfono con circuito cerrado y línea de alta seguridad sólo me llama el Rey». Al momento, regresó y les dijo que debía subir a La Zarzuela. Habían hablado también de la intención de integrarse en la OTAN[9].

«Algo debió de ocurrir en aquella subida a Zarzuela —comentó tiempo después Pérez-Llorca—, porque ya cambió el panorama: Suárez no volvió a decirme una palabra sobre su determinación última de entrar en la OTAN, ni habló más de la integración en la IDC. Y pocos días después, inesperadamente nos anunciaba su intención irrevocable de dimitir»[10].

Encerrona del Rey a Suárez… y un general sacó su pistola

Sí, algo ocurrió aquel viernes 23 de enero. Algo no banal. Por la mañana temprano, el Rey se fue a una montería en Lugar Nuevo, una espléndida finca de caza mayor en Sierra Morena, sobre el valle del Jándula, encomendada al Instituto para la Conservación de la Naturaleza (Icona). Estaba todo dispuesto para dos jornadas de cacería. Cien guardas forestales habían preparado trece armadas en una mancha batida de 2300 hectáreas: 1006 perros, pertenecientes a 42 rehalas, con sus podenqueros expertos. Asistieron 86 cazadores[11].

Se inició la distribución de puestos en la explanada de la casa forestal de Lugar Nuevo a las diez de la mañana. Al Rey le correspondió la armada número 5, el cerro de los Pedernales, y estuvo asistido por el guarda Cañones. Se cobraron 199 piezas, entre venados, gamos y jabalíes, y dieciséis zorros, aunque la calidad de los trofeos no fue la esperada. El Rey utilizó rifle de bala y tumbó tres bichos, su cupo de jornada.

En la memoria de la montería que el Icona remitió al Ministerio de Agricultura, bajo el epígrafe de «Incidencias» constaba textualmente:

Sobre las cinco de la tarde, los servicios de la Casa Real transmitieron una comunicación urgente de Madrid. Su Majestad el Rey descendió de su puesto a la casa forestal con gesto y actitud de preocupación, iniciando enseguida la vuelta a Madrid en helicóptero. Una vez a bordo, se despidió de quienes estaban cerca hasta el día siguiente: «Decid a todos que me excusen, ha surgido algo… Tengo que irme y no me puedo quedar a cenar; pero mañana continuamos». El inesperado regreso del Rey a Madrid provocó extrañeza, preguntas, comentarios y cierta sospecha. A primera hora del día 24, y en vista de que el Rey no volvía, los servicios de organización de la montería solicitaron información a la Casa de Su Majestad, ya que doscientas personas estaban pendientes de la iniciación de la segunda jornada […]. Desde La Zarzuela se comunicó que la cacería debía suspenderse debido a urgencias imprevistas[12].

En efecto, cuando los cazadores estaban disfrutando por las piezas abatidas, llegó el aviso inesperado y urgente del palacio de La Zarzuela. Entre sorprendido y preocupado, el Rey bajó rápido hasta el cortijo. Al teléfono, el ayudante militar Agustín Muñoz Grandes le indicó que convenía que regresara enseguida a Madrid.

Durante el regreso desde Andújar afrontaron una fuerte tormenta con viento a gran velocidad que bamboleó el helicóptero. En un momento de quietud, el Rey contactó por radioteléfono con La Zarzuela y le informaron con más precisión de lo que ocurría: en una sala de palacio le esperaban cuatro tenientes generales, Elícegui Prieto, Merry Gordon, Milans del Bosch y Campano López. Eran los mandos superiores de las regiones de Zaragoza, Sevilla, Valencia y Valladolid. Quizá, también un marino.

El helicóptero aterrizó en La Zarzuela en torno a las siete de la tarde, muy oscura ya porque era pleno invierno. El Rey, todavía con atuendo de pana y cuero de cazador, se plantó en dos zancadas donde aguardaban los militares. Entró preguntando muy serio: «¿Ocurre algo… algo especial?»

Milans tomó la palabra y blandiendo un ejemplar de El Alcázar empezó ensartando frases del editorial de ese día con sus propias quejas sobre «la calamitosa situación nacional» y «el bloqueo estéril del Gobierno». El retablo doliente de protesta y disconformidad con la Constitución, las autonomías, el desguace de España, el desenfreno de las libertades, la infiltración marxista, la inseguridad en las calles, el terrorismo campeando dentro y fuera del País Vasco…

Después de escuchar un rato aquella archisabida soflama, el Rey les dijo que le excusaran un momento y salió de la sala. Desde su despacho llamó por el teléfono de línea blindada a Suárez, que en aquel momento estaba todavía con Tindemans, Rupérez y Arias-Salgado.

—Adolfo, tenemos visita. Yo he interrumpido la montería de Lugar Nuevo, casi noventa invitados y más de cien personas empleadas, y he venido a toda leche, con una tormenta que casi nos derriba el helicóptero, porque se me han presentado aquí sin avisar los tenientes generales Elícegui, Merry Gordon, Milans y Campano. Me parece que hay también un almirante. ¡Quiero que te vengas inmediatamente y oigas lo que me están diciendo a mí! Yo puedo escucharlos, pero no puedo hacer nada más. Con quien tienen que hablar es contigo, por eso quiero que estés. Hasta ahora.

Su tono era seco, tajante. Sin dar opción a que Suárez dijese nada, colgó el auricular con golpe de enfado.

Se cambió de ropa a toda prisa. Y cuando llegó Suárez, el oficial Muñoz Grandes le acompañó al despacho del Rey. Sin cruzar palabra, el Rey y Suárez fueron juntos a la saleta donde esperaban los militares. El Rey mismo abrió la puerta. Sin soltar la manija, dejó que Suárez pasase y, cuando ya le vio frente a los generales, dijo:

—He hecho venir al presidente, para que le cuenten a él todo lo que estaban diciéndome a mí. Como ustedes saben, «el Rey reina, pero no gobierna».

Seguía con el picaporte en la mano. Cerró la puerta, los dejó solos, y él se quedó fuera.

Nada más salir el Rey, arreció el chaparrón crítico de los generales. Sin duda, pretendían hacer un remake del golpe «a la turca» del general Kenan Evren.

—Hemos tocado el listón: unos de la indignidad, otros de la paciencia y otros de la ineficacia. Señor Suárez —en ningún momento le dieron el tratamiento presidencial—, ha llegado el momento de que demuestre usted, no a nosotros, sino a todos los españoles, su talla patriótica dando paso a un Gobierno nuevo, distinto, con la capacidad de maniobra política que precise para tomar medidas enérgicas y reencauzar todo lo que a ustedes se les ha ido de las manos, desde la economía hasta la seguridad ciudadana.

Suárez no se había sentado. También los generales permanecían de pie.

—Señores generales —respondió con voz opaca y fría—, estamos en La Zarzuela, sede de la jefatura del Estado. Creo que se han equivocado de lugar. La presidencia del Gobierno tiene su sede en La Moncloa. Si ustedes quieren despachar algo conmigo, pidan audiencia allí, se les dará día y hora de cita, y yo los atenderé. Por supuesto, uno a uno, no en grupo ni en corporación.

En ese momento, Milans se encaró con Suárez:

—¡Por el bien de España, debe usted dimitir ya, cuanto antes!

—¿Puede darme alguna razón? —le preguntó Suárez.

Entonces, Pedro Merry Gordon sacó del bolsillo de su guerrera una pistola Star 9 mm, la puso sobre la palma de su mano izquierda y mostrándola dijo:

—¿Le parece a usted bien esta razón?

—Eso no es una razón. Eso es una amenaza.

Regresó el Rey y Suárez se dirigió a él:

—Señor, si no me necesita para algo más, me retiraría porque tengo asuntos pendientes de trabajo en mi despacho.

—Voy contigo un momento.

Ya en el rellano hacia el arranque de la escalinata, el Rey se detuvo:

—¡Te das cuenta de hasta dónde me estás haciendo llegar!

—Si a mí se me hubiesen presentado en La Moncloa así, en bloque, con armas, y sin haber sido llamados, esta misma noche quedaban destituidos.

—Adolfo, esto se está poniendo al rojo vivo. No te empecines. Si no quieres que nos den un golpe militar, la solución pasa por un cambio de Gobierno.

—No son ellos quienes tienen que disponerlo. ¡No son ellos! ¡Ni poniéndome delante una pistola! Creo que lo dije aquí mismo, tan lejos como ayer: a mí no me echan ni cinco ni cincuenta generales…

Al bajar las escalerillas del zaguán de palacio, vio que la noche se había echado encima. Por entre las ramas de los cedros de enfrente ululaba el viento. Se dejó caer en el asiento trasero del coche, cerró los ojos y sintió un cansancio de plomo[13].

¿Dimitir para evitar un golpe disfrazado de legalidad?

El fin de semana del 24 y 25 de enero, Adolfo Suárez lo pasó en La Moncloa, su hábitat natural. ¿Cuándo iba este hombre a un cine, o de compras con su mujer, o a los toros, o a tomarse una cerveza en un bar de barrio?

La noche anterior, el viernes 23, Adolfo Suárez se acostó muy tarde. El sábado no bajó a su despacho hasta media mañana. Era el despacho ampliado y retapizado, en el que abrieron un amplio ventanal de cara al Guadarrama. Aún no habían instalado los cristales antibalas y el frío se colaba por las rendijas de las cristaleras provisionales. Los cuadros cedidos de Patrimonio estaban sin colgar y la caja fuerte de seguridad vacía, sin secretos de Estado, sólo una cuartilla doblada con las instrucciones para fijar los números de contraseña. No había llegado a estrenarla. Justo para esas fechas, aprovechando la ausencia del presidente en Palma, irían los técnicos con una grúa para colocar los cristales en el despacho. Hasta ese momento, el plan de Suárez era continuar en La Moncloa[14].

Se acodó sobre la mesa —la misma de Narváez— y en una hoja timbrada de bloc empezó a tomar notas que pronto acabaron siendo garabatos de líneas, círculos, asteriscos, vectores, rectángulos… un informe muestrario de geometría mientras meditaba sus posibles salidas, sus reacciones, sus estrategias. Sin engañarse. Sin hacer trampas en el solitario. Su herida era el Rey. El Rey había actuado a sus espaldas y contra su criterio en lo de viajar al País Vasco y en el traslado de Armada. Se había salido de la disciplina de un monarca constitucional. Y le había dicho que estaba de más en este país, que sobraba.

Supo que había perdido al Rey. Presintió que el Rey podía haberse perdido. Temió que el Rey podía hacernos perder el sistema…

Pero él nunca se enfrentaría al Rey, nunca le plantaría batalla. Sin ser monárquico, era señor y dueño de sus lealtades libres, aunque otros no lo fueran.

Prefería desbaratarle el proyecto. Dimitir, salir de escena, irse, y que no hubiese operación. Quitarle así la tentación, el arma, el juego peligroso para la democracia, para la Corona.

«Yo nunca estaré enfrentado al Rey —pensó—. Antes me iré».

Pasó a otro jalón: «¿Cito mañana para el lunes a esos generales, uno a uno, los pongo firmes y los ceso en el mando de sus capitanías? Por mucho menos destituí al vicepresidente De Santiago y Díaz de Mendívil». Lo de éstos había ido más allá del desacato, rayaba en la rebelión. Le tentaba poner sus arrestos sobre la mesa y mandar a esos cuatro capitanes generales a situación de reserva, a hacer vainicas. A los cuatro de un golpe. Pero no estaba el patio para esos gestos autoritarios. Podía armarse.

«¿Dejo toda esta porquería de políticas de callejón y de espadones arrogantes, y me voy a vivir en paz y a disfrutar de los míos, que apenas me ven, y saben que tienen padre porque sale en los periódicos? ¿Disuelvo Cámaras y convoco elecciones? Mejor dicho, ¿disuelvo Cámaras y pierdo las elecciones? ¿Presento la dimisión?»

En realidad, continuaba devanando sus reflexiones de la noche anterior.

Convocar elecciones entonces sería regalarle estúpidamente el poder a los socialistas, y un daño irresponsable para la UCD. Él debía cuidar del partido, aunque el partido se empeñara en destruirse a sí mismo. Media UCD navajeando a la otra media, y ventilando sus pleitos en medio de la calle, montando comidas con los periodistas.

Se centró en la dimisión. Un precio duro. Pero si alguien tenía que pagarlo era él. Cuando se está en la cresta del poder, se está para las maduras y para las duras, para las mieles y para las hieles. Con la dimisión neutralizaría la moción de censura y el Gobierno tutti frutti de concentración, o lo que se estuviese tramando contra él. Pero tenía que anticiparse al calendario de los otros. Su impresión era que se habían dado como plazo todo febrero. Tenía que pillarlos en la ducha.

¿Dimitir para evitar un golpe disfrazado de legalidad, un fraude constitucional? Sí. Ni media duda. ¿Dimitir y retirarse a la retaguardia del partido para limpiar fondos, reorganizarlo en provincias, pedirles sus carnés a las termitas corrosivas, a los pringaos, a los traidores y a los enredadores? ¿Dedicarse full time a potenciar el pluralismo y el interclasismo, fortaleciendo la unidad en lo esencial: ¡los principios, en lugar de las ambiciones!? Esa tarea le ilusionaba. Y era el único modo de poder ganar las elecciones de 1983, incluso con más votos. Pero tendrían que decidirlo los compromisarios, los delegados de las bases en el Congreso de Palma.

Y volvía atrás en su disquisición: ¿dimitir de verdad, o amagar y no dar? Ahí es donde podía hacer trampas en su solitario. ¿Dimitir para ser reelegido a los tres días por aclamación en el Congreso de Palma y catapultado a la gloria, o dimitir en serio, quedarse como militante de base, igual que hizo Felipe González, y aguantar el tirón hasta ser reclamado y elevado al pináculo del liderazgo incuestionable?

Durante casi un año, Suárez pensaba amagar con el anuncio de una dimisión que podría ser un mero aviso para navegantes, un gesto de escarmiento para provocar en pleno debate congresual que los representantes de las bases le reclamasen «¡Adolfo, quédate!». Su agenda era informar a los barones de su partido, avanzárselo sin fecha al Rey, anunciarlo solemnemente en Palma, en la atmósfera inicial del II Congreso de la UCD, y que en los tres días de sesiones experimentasen el shock, el desconcierto, la orfandad… Es decir, meter el miedo a su gente, provocar una catarsis, un cambio de actitud y una reunificación. Si lo querían como líder, los votos serían el test de su fuerza. Y su aval para poner condiciones en el partido, en el grupo parlamentario y en el Gobierno, un Gobierno cohesionado que reflejase la realidad plural de la UCD, pero no el canon de poder reclamado por cada tribu. Si se producía un revival entusiasta, podría decirle después al Rey: «Tengo el respaldo del partido: no es necesaria mi dimisión».

Había sufrido hasta perder la alegría. Le afectó mucho el ver que no tenía autoridad entre sus diputados. Fue cuando, de noche a madrugada y por teléfono, se pusieron de acuerdo para elegir como portavoz del grupo parlamentario de la UCD a su más pugnaz enemigo, el ariete de los críticos, Miguel Herrero de Miñón. Fue un complot a sus espaldas. Eso le golpeó política y moralmente. Se le clavó como una espina. Luego, el juicio sin defensa en La Casa de la Pradera. A continuación, la marcha de Fernando Abril, y los recelos y la desconfianza entre los dos. Tenía enfrente a la banca, a los empresarios, al Ejército, a algunos miembros de la Conferencia Episcopal… no le agradaba, ni le dejaba indiferente, pero tampoco le producía insomnio. La presión de ciertos poderes fácticos más bien le hacía crecerse. En cambio, que fueran los suyos, la gente de la UCD, quienes le serraban los pies y las piernas, eso sí que le desmoronaba. O ver a su propia familia, desconcertada ante las críticas feroces, descarnadas, crueles que le hacían día tras día en la prensa. Era el blanco de todos los dicterios, del sarcasmo a la injuria. «Yo todo eso lo encajo, soy fuerte, aunque no soy de pedernal —le confesó a una periodista con quien tenía confianza—; pero lo que no puedo encajar, lo que me raja, es leer duda, juicio, decepción en la mirada de un hijo mío, Adolfito, que ya no es un niño, pronto cumplirá diecisiete años, y a quien no sé cómo explicarle que yo no soy ese canalla que día tras día pintan los periódicos». Y junto a tantísimos ataques, la presión de la familia: «Déjalo, no se lo merecen, déjalo todo y vámonos a casa»[15].

Le parecía de justicia esforzarse por renacer de sus cenizas, recuperar su prestigio, someterse a la decisión de las bases del partido que fundó y reivindicar su liderazgo. Sí, ése era su plan desde que empezaron a atacarle los caimanes dentro y fuera. Pero ahora una dimisión ficticia, por provocar un susto y una adhesión emotiva, no le parecía juego limpio. Sobre todo: ahora le había fallado la pieza clave del ajedrez, el Rey. Algo se le había roto dentro y ya no deseaba seguir.

Tiempo después, explicaría Rafael Arias-Salgado, su ministro más cercano: «Adolfo se planteó radicalmente la dimisión a causa del Rey. En su vida política todo se explicaba por su relación con el monarca. También su dimisión. Adolfo tiene hacia el Rey agradecimiento y lealtad: “El Rey se ha jugado el trono apostando por mí”, le oí decir varias veces. Esa gratitud y esa lealtad, ¡en absoluto serviles!, llevan a Adolfo Suárez a querer que su ejercicio político sirva para consolidar la Monarquía. Y si eso no es así, o si el monarca piensa que los fallos del Gobierno o los fallos de Suárez perjudican a la Corona, adiós, se acabó, carretera y manta. Para Adolfo es condición sine qua non tener la confianza del Rey. Y si no, no quiere seguir. Perder la confianza del Rey o arrastrarle con su propio fracaso, por la gran identificación que ha habido entre ellos, son motivos más que suficientes para retirarse»[16].

Dimitir del Gobierno, lo tenía claro. «Zarzuela-CESID-Armada-PSOE… and company», como decían Cassinello y Laína, la cabeza que buscaban era la de Suárez. Renunciar sería su último servicio a la democracia por la que luchó.

A primera hora de la tarde, acudieron Fernando Abril y Rafael Arias-Salgado. Hablaron del Congreso de la UCD que iba a celebrarse inmediatamente, del 2 al 4 de febrero, y acordaron intentar una aproximación a los críticos, con cesiones que atemperasen su hostilidad y rebajaran la tensión. Suárez no les dijo nada de la interrumpida montería del Rey. Abril se marchaba directamente a Valencia para trabajar con los delegados del partido por aquella circunscripción: «Hay problemas. Minucias, pero dan dolor de cabeza. Cuatro días de templar gaitas allí no me los quita nadie», dijo al despedirse.

Suárez había previsto redactar durante ese fin de semana los esquemas de dos discursos alternativos ante el Congreso de la UCD: uno presentando la dimisión y otro reasumiendo el mando, si salía reelegido. Después de la encerrona con los generales y todo lo hablado con el Rey, decidió que sólo habría un discurso: el de dimisión como presidente del Gobierno y del partido, en la apertura del Congreso de Palma. Discurso inicial y discurso final en una sola pieza: os saludo… y me despido.

Lo complicado era cómo razonar el adiós. No podía decir por qué dimitía.

No podía decir que se lo había pedido el Rey —y no una vez, ni dos, ni tres—, porque el Rey no podía pedir eso. Sería una denuncia muy grave. Tampoco podía decir que se lo había exigido un pool del generalato, en una encerrona en casa del Rey, a la que éste se prestó, y mostrando una Star 9 mm como argumento de convicción.

Y aún menos podía decir que, si no dimitía, si no desaparecía del planeta, vendría un golpe travestido de operación parlamentaria y constitucional; un golpe patrocinado o consentido o bien visto por el inquilino de la Real Casa, quien, para más inri, había tocado todos los manubrios hasta lograr que le trajeran a Madrid al protagonista del Putsch.

No podía decir nada de eso porque dos tercios del Parlamento estaban detrás de esa operación. Unos uncidos, otros untados y otros persuadidos de que hacían patria.

No podía decir la verdad, porque, si lo hacía, dinamitaba el juego artero de la oposición, la democracia ficticia, el trasteo que pretendían retorciendo la letra de la Constitución… ¿Y luego? ¿Se quedaba él «solo ante el peligro», con el Colt humeante frente a las instituciones chamuscadas?

No podía desvelar que, por miedo a un 2 de mayo arrasador, se estaba tejiendo un 21 de marzo menos cuartelero, incluso cívico militar, pero igual de pernicioso.

No podía decir nada de eso: saltaría por los aires el sistema. Y el sistema arrastraría la Corona.

Descartado también. Él nunca se enfrentaría al Rey. Él no moriría matando.

Por tanto, tendría que hacer un listado de razones ambiguas, etéreas, abstractas, que dijeran sin decir. Explicaciones jeroglíficas… en su estilo de letanía laica, como aquellas que le hacía Ónega, «puedo prometer y prometo», «puedo dimitir y dimito…», pero en clave de negación: «No me voy por esto, no me voy por lo otro…» Se lo encargaría a Pepe Melià que, como inteligente mallorquín, lo dejaría todo bien difuso. Y luego se lo pasaría a Rafael Arias-Salgado para que lo barnizara. Y a Pío Cabanillas, de modo que «en clave gallega» al final no se supiera si uno se iba castigado o castigando.

Se echó a reír y eso le distendió por dentro.

Subió a la vivienda. Estuvo un rato con su familia, cenaron. Alguien comentó que a las diez de la noche emitían en «Sábado Cine» la película Cabaret, protagonizada por Liza Minnelli y Michael York. Amparo y él, sentados frente al televisor, durante dos horas se metieron en otro mundo y se olvidaron de todo.

«Leo, yo a esto voy a darle una solución que ya tengo pensada»

El domingo 25, Suárez ha citado en su despacho a las doce de la mañana a los barones, la cúpula ejecutiva de la UCD: José Pedro Pérez-Llorca, Pío Cabanillas, Rodolfo Martín Villa, Leopoldo Calvo-Sotelo, Francisco Fernández Ordóñez, Rafael Arias-Salgado y Rafael Calvo Ortega. Trabajan hasta pasadas las tres de la tarde con asuntos del Congreso: estatutos, ponencias, listas abiertas, sistema mayoritario o proporcional para elegir los órganos de Gobierno… Suárez les dibuja unos planos de distribución en el auditorio. Tampoco a éstos les dice nada de lo que anda cavilando. A media tarde, con Gutiérrez Mellado, asiste a misa. La celebra Manolo Justel Calabozo, capellán de La Moncloa. Justel es un cura amigo con quien Suárez puede hablar de Dios y de política, echar buenas partidas de mus o ver una película de gánsteres.

Vuelve al despacho para repasar los bocetos de los discursos. Hay dos versiones. Pide la del «supuesto de dimisión», en la hipótesis de que Lavilla se presente y gane… Leyendo ese texto, se detiene en la frase «porque yo soy el primero que si, llegado el caso, en términos políticos estrictos hubiera que elegir entre UCD y Suárez, elegiría a favor de UCD». La repasa. Eso es cierto. La envuelve en un óvalo con rotulador: ha encontrado una percha para argumentar su dimisión sin apelar a «fuerzas mayores». Ésa será la línea.

Ya casi de noche, le pregunta a su mujer:

—Amparo, ¿qué te parecería si leyeras esta noticia: «Adolfo Suárez presenta su dimisión»?

—Me parecería muy bien —no lo ha dudado un segundo—, pero si salieras dando palos.

—No, si dimito no será para dar palos, sino para evitar que otros se los den entre ellos. Yo he mantenido, desde el principio, una unidad en el partido que parecía imposible, porque cada uno era, y es, de su padre y de su madre, y a nadie se le ha preguntado «de dónde vienes, qué eres, cuánto tienes, qué piensas»… Quizá ahora para que esa unidad siga siendo posible haya que prescindir de mí.

Amparo se va a otra habitación y llama por teléfono a su hijo Adolfo, que está cazando gamos y jabalíes en una finca de Burgos, en Retortillo, con la familia del dueño de ¡Hola!, Eduardo Sánchez Junco. Hablan un poco de cómo ha ido la montería y luego, con medias palabras, le insinúa algo. El comandante de caballería Lorenzo Cabanillas, ayudante de campo de Suárez, que está acompañando a Adolfito, detecta algo especial en la expresión pensativa del muchacho después de colgar.

El cura Justel, poniéndose su zamarra para irse, se queda mirando fijamente a Suárez: «¡Uuuyy, Adolfo! Me da miedo lo que intuyo. Sólo te pido una cosa: por favor, no dimitas»[17].

El lunes 26 por la mañana, Suárez y Landelino Lavilla tienen una conversación de más de tres horas. Un rato en el despacho y otro rato paseando entre la arboleda de La Moncloa. El pasado viernes 23, como abanderado de los críticos, Landelino le disparó una aviesa cerbatana desde Diario 16, y ya están en las linotipias del ABC otras declaraciones de agárrate que vienen curvas… Después de esta conversación, pide a Guillermo Luca de Tena que las retiren.

Suárez y él van a encauzar las diferencias partidistas. Era en lo que habían quedado para despresurizar el ambiente previo al II Congreso. Adolfo le da unas pistas suficientes para que Landelino comprenda que «el territorio de lo nacional, institucional, en fin, ya me entiendes, está peligrosamente minado». Y que «allí, en Palma, nos van a espiar hasta cuando estornudemos». A renglón seguido, le dice que va a dimitir. «De todo y del todo. Sólo lo sabéis Amparo y tú. Guárdame el secreto hasta que yo lo haya comunicado».

A partir de ahí, le convierte en aliado y cómplice, labios sellados. «Pero ayúdame a que éstos, los barones y los treinta y cinco de la comisión ejecutiva, dejen de portarse como cafres, y entre todos saquemos adelante una propuesta de candidato a sucesor que le quite la espoleta a la Operación Armada… Oficialmente, no te he dicho ni media palabra de mi plan de dimitir».

Landelino se portará. Incluso dará su voto al candidato comodín, convenido con los poderes fácticos y con Su Majestad: ni más ni menos que Leopoldo Calvo-Sotelo, el gentleman, currículo de diez, ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, que habla seis idiomas, toca el piano, se ha leído los varios miles de libros de su biblioteca, lo cual parece darle una visa para ser un sabelotodo, estirado y profesoral que, si alguna vez se concede contar un chiste, suena a un fragmento de Tucídides o de Jenofonte. Un hombre vertical, «caballero de la triste figura», ingeniero con rictus de juez, cuya mayor carencia es tan simple como no saber sonreír. O no haberlo intentado nunca.

A continuación, poco antes de las dos. Suárez recibe a Leopoldo. Comen juntos[18].

—La cosa pinta mal, no está el horno para bollos —empieza diciéndole Suárez—. Para mí es una incomodidad terrible sentir que soy la causa de las divisiones internas del partido y la diana de los ataques de todos los sectores sociales. ¡De todos! —Luego, con acento tristón—: Una cosa es que no me agradezcan nada, ni reconozcan siquiera que disfrutan de un sistema de democracia y de libertades porque algo de mi pellejo me dejé en ello, vale, no me metí en política para que me colgasen chatarra en el pecho; y otra cosa es que vean en mí al hombre que carga las tormentas.

Después, con el café y el cigarrito, la confidencia:

—Hace veinte días, al terminar el acto de la Pascua Militar en Palacio Real, cuando me pediste que os recibiera a unos cuantos del sanedrín, ¿recuerdas?, sin preguntarte qué queríais te dije: «Leo, yo a esto voy a darle una solución que ya tengo pensada, y os la comunicaré»; pues la solución que tengo pensada, y muy seriamente, es desaparecer por el foro.

Tarradellas: «Si no se da pronto un buen golpe de timón, habrá que meter el bisturí»

Leopoldo se va a su casa, una mansión de la calle Búho, en la zona residencial de Somosaguas, y anota en su diario dos palabras: «¿Querrá irse?» Ingenuas en apariencia, esas dos palabras plasman su desconfianza hacia la jugada que Adolfo planea. Piensa, como en adelante pensará todo el mundo, desde el Rey hasta el último chisgarabís de la UCD: será una dimisión con billete de vuelta. Suárez se lo ha dicho porque va a postular su nombre como sucesor. Y también, porque sabe que a las seis de esa misma tarde Calvo-Sotelo despachará con el Rey sobre el Instituto de Hidrocarburos. Así, seguro, el monarca se enterará, de extranjis, por persona interpuesta, y se irá preparando. Incluso hará que lo averigüen sus servicios personales de información, el coronel Sintes Anglada o el comandante Cortina y su staff especial. Tal vez, lo que Suárez busca con esa deliberada indiscreción es chequear a distancia y sin mojarse cómo le cae al Rey que el recambio pueda ser Leopoldo. Incluso es posible que el monarca, por su cuenta o por boca de ganso —Manolo Prado y Colón de Carvajal es pintiparado para ese juego—, haga sus sondeos entre los militares, los banqueros, los eléctricos, los arzobispos… A los americanos no hará falta preguntarles: Calvo-Sotelo es una criatura del Banco Hispano Americano. Y atlantista. Le conocen bien. Será sin duda su candidato ideal.

A esa misma hora, a los postres, tras una comida con periodistas en el restaurante Medinaceli, cerca de las Cortes, Miguel Herrero de Miñón dispara su veredicto contra Suárez, intentando modular su amenaza hasta servirla como lo más comprensible del mundo: «No se trata de cargarse a nadie. Es cuestión de cambiar de estilo: que alguien cambie de estilo… y si ese alguien no quiere o no puede cambiar, cambiaremos a ese alguien por otro alguien»[19]. Qué lejos está de saber que en ese momento están llegando a La Moncloa los notables de la UCD. Han sido convocados con urgencia, cada uno personalmente, no a través de los ayudantes, para que la cita no trascienda: Calvo Ortega, Arias-Salgado, Fernández Ordóñez, Martín Villa, Pérez-Llorca, Calvo-Sotelo y Cabanillas. Fernando Abril sigue en Valencia, y no le localizan a tiempo. Martín Villa interrumpe la sobremesa de un almuerzo con Tarradellas en el Ministerio del Interior, invitado por Juan José Rosón. Un almuerzo de los tres matrimonios, porque Tarradellas ha venido a Madrid con Antonia Macià, su mujer. Cuando el honorable fondea por Madrid, dedica su tiempo a visitar a «gente importante» y a soltar su mantra favorito: «Cataluña está tranquila, pero Madrid no, Madrid me preocupa. Si no se da pronto un buen golpe de timón, habrá que meter el bisturí».

La reunión con los notables empieza a las 17.15. Durará cinco horas y media. Poco antes de las seis de la tarde, Leopoldo se excusa: «He de subir a Zarzuela; luego vuelvo». Suárez aprovecha esa ausencia para comunicar a los barones lo que Leopoldo ya conoce:

Quiero deciros algo que ni siquiera sabe el Rey. Y os lo digo antes a vosotros, para que nadie atribuya a Su Majestad gestos, guiños, interferencias o borboneos. Es una decisión absolutamente mía, personal, libre y tomada a solas con mi conciencia.

Voy a anunciar ante el Congreso de la UCD mi renuncia a la reelección como presidente del partido y mi dimisión como presidente del Gobierno, como lo hago ahora ante vosotros. Quiero presentarme ante el Congreso del partido como lo que soy: un hombre que tiene conciencia de que algo ha de cambiar, y se dirige a los compromisarios de las bases pidiéndoles que se comporten y cierren filas en torno a las ideas y a los principios que justifican nuestra razón de ser como primer partido del país. […]

Que dejen de dar puñaladas a los fantasmas. Que se conserve la UCD como el partido de las libertades, que cree en la ética y en el humanismo cristiano, y eso se ha de notar en todos nuestros actos… Me duele este querido país, pero no soy un señor que se empecina. No me aferro tercamente. Yo he sufrido una erosión personal muy abrasiva, pero me voy sin agredir a nadie.

En este punto, Suárez desgrana algunos de esos agentes de erosión sobre su persona y su liderazgo:

La clase dirigente no me soporta, la oposición se ha cebado brutalmente conmigo: humillaciones, burlas, insultos, motes barriobajeros; los periodistas rebasan día tras día los límites más elementales del respeto a la dignidad de una persona con una crítica inhumana; los poderes fácticos —salvo el Ejército— me han ganado la batalla, y aunque no tengan el BOE, tienen el poder real y la influencia social: la banca, ciertas instituciones religiosas, la prensa, los empresarios…

Siento una gran preocupación de cara a unas próximas elecciones. ¿Qué margen de posibilidades tendría una UCD encabezada por mí? Sinceramente, creo que muy pocas. Los ataques sistemáticos y las descalificaciones han modificado profundamente la imagen que el pueblo tenía de mí. Yo creo que, hoy por hoy, esta situación es irrecuperable. […]

Nunca me he movido en defensa de posiciones personales. Nunca me han cesado de ningún cargo. Siempre me he ido voluntariamente. Yo he dimitido ya otras dos veces… Y debemos acostumbrarnos a que la renuncia voluntaria es una regla de honestidad política.

Yo podría inclinarme a pensar que la culpa la tienen otros; pero los datos son tercos: he ido perdiendo prestigio. En estas condiciones, ¿puedo conducir a la UCD victoriosamente a unas elecciones? No. Con mi rostro en el póster ya no se gana. […] La idea que se ha difundido de mí es que sólo me guía permanecer en la presidencia. En estas condiciones es evidente que mi liderazgo se ha resentido demasiado como para que tratemos de engañarnos a nosotros mismos. […] Se dice que hay que cambiar las estructuras. Y yo digo que hay que cambiar los comportamientos. ¿Tengo algún motivo para suponer que los cuadros de la UCD van a cambiar de comportamiento después del Congreso? Más bien, lo contrario. Entonces, ¿quién es el único que puede cambiar? Yo mismo. Lo primero, no engañarme: ser un tío importante ante mí mismo.

Tengo que dejar claro que me voy, diga lo que diga el Congreso. Y debo anticiparme, para que el gesto pueda ser útil… En resumen, yo soy el que ha fallado. Además, no valgo para dar puñaladas. Me gusta el juego limpio, ir siempre a las claras, con la verdad por delante. […] Por eso dimito simultáneamente de la presidencia del Gobierno y de la presidencia del partido. Tengo que cargar con todas las culpas. No puedo decir que han fallado los líderes. Eso sería imperdonable… Y no quiero arrastrar a nadie con mi desgaste. Que nadie sienta el «complejo de Suárez».

Hay, por tanto, una serie de hechos que me aconsejan adoptar esta decisión. Y tiene que ser en el Congreso o antes del Congreso, ahora, ya. Hacerlo dentro de cinco meses sería fatal para el partido, porque descalificaría todo el proceso de debate interno.

Quiero conservar ante mí mismo cierto liderazgo moral […] y que las críticas y exigencias que yo pueda hacer tengan la legitimidad de mi ejemplo…

Mientras les habla, está dictando mentalmente las líneas de fuerza de su discurso dimisionario ante el partido. O tal vez ante las cámaras de televisión, para informar a todos los españoles. En su cerebro, los dos sets, los dos escenarios.

Bebe un vaso de agua casi hasta apurarlo. Luego se calla.

La reacción primera de los barones es de sorpresa y estupor. Alguna mirada interrogante, desconcertada. Pero no hay expresiones de consternación, ni gestos de protesta. Como si a cada barón se le hubiera desplegado un airbag aislante, enseguida pasan a «estudiar el tema» —ellos llaman «tema» a lo que para Suárez es un desgarro que le rompe de arriba abajo—, y abriendo blocs y cuadernos acometen el análisis frío, la disección casi física: «Hoy, aquí, cada uno hemos de decir lo que de verdad pensamos, descarnadamente y sin recámaras». Exponen pros y contras, ventajas, inconvenientes, oportunidad, momento… como si se tratara del despido o la continuidad o la jubilación de un ejecutivo.

El presidente mira una serie de notas que ha estado manejando. Son papeles con esquemas de ideas, el plano del auditorio, la mesa presidencial y los asientos para la nueva ejecutiva.

Habla Pío Cabanillas, parco pero rotundo: «Es una decisión demoledora».

En tonos distintos, todos ellos agradecen la sinceridad del planteamiento. Reconocen que el problema es auténtico y que está planteado tanto en la calle como en el partido.

Pérez-Llorca dice que «convendría meditar la oportunidad de la decisión; pero ésta es la mejor oportunidad para la salida». Y con tono de afecto agrega: «Duela lo que duela (desde luego, a mí me duele), es mejor ahora que dentro de seis meses».

Ordóñez se pronuncia también con franqueza: «Yo pienso que es conveniente la sustitución, porque es cierto el desgaste. Sin embargo, no estoy tan seguro de que éste sea el momento oportuno». Si su firma avalando la moción de censura es una de las veintitantas de diputados de la UCD que se guardan en la caja fuerte del PSOE, es lógico que intente retrasar la dimisión de Suárez. Mientras se mantenga en activo encabezando el banco azul, es un blanco «censurable».

Martín Villa, en tono bajo, susurrante, y queriendo ser amable: «Te agradezco, presidente, la sinceridad y casi diría la desnudez del planteamiento que nos has hecho. Efectivamente, el problema es real y, porque es un problema real, hay que darle una solución real». Martín Villa comentó después: «Me ha impresionado que Suárez se haya dejado ver ante nosotros como un hombre fatigado, vapuleado, harto de casi todo y de casi todos».

Interviene Rafael Arias-Salgado:

—Comprendo tus razones personales, presidente, pero no comparto tus razones políticas. Tu dimisión nos conduciría inevitablemente a unas elecciones generales. Por tanto, tu renuncia es improcedente[20].

Suárez les advierte de que su decisión de dimitir no tiene vuelta de hoja: «No ha sido fácil de tomar, pero ya no hay quien la pare». No menciona las trifulcas entre ministros, ni el cainismo dentro del partido. No alude a Herrero de Miñón capitaneando la rebelión a bordo y pactando con Fraga por su cuenta como si fuera el capataz del grupo parlamentario de la UCD. ¿La Casa de la Pradera? Ni palabra. Como si la tuviera criando telarañas en el baúl de los olvidos. Al Ejército sólo se refiere con una frase de alivio para los que van a recibir el embolado de la herencia: «El mundo militar os lo dejo por lo menos encauzado y tranquilo»[21].

«Hacer tiempo», ¿para qué?

Cuando Leopoldo regresa de La Zarzuela, Suárez, sonriendo con ironía, le pregunta: «¿Qué, le ha interesado mucho al Rey tu plan de hidrocarburos?»[22]

Suárez da por supuesto que Calvo-Sotelo habrá comentado al Rey lo que han hablado en el almuerzo tête à tête: el hartazgo de recibir ataques por todos los costados, los reyezuelos de taifas dentro del partido, las pendencias entre ministros… y su tentación de mandarlo todo a paseo y dimitir. Y, siempre en esa hipótesis de Leopoldo «metiendo al Rey en el secreto del secreto», presume Suárez que le ha confiado al monarca «no sé cuándo lo hará público, o si aún tiene que madurarlo, o si va a preparar antes a los órganos del partido…; tal vez, teniendo nuestro Congreso Nacional dentro de seis días, Adolfo nos suelte la bomba en Palma».

De ser así, el Rey habría recibido dos primicias a la vez: una, la dimisión, que abortaría el golpe de timón, la moción de censura con Armada como candidato a presidente; y dos, la fecha del anuncio, el 2 de febrero. Demasiado próxima, muy poco tiempo para reunir los votos de una censura, la mitad más uno de la Cámara, preparar los discursos, también el debate de investidura, etc. En esa fecha, ni siquiera estaría Armada en Madrid.

Suárez mira a Leopoldo. Éste esquiva su mirada y se afana en escribir o hacer dibujos o rayas en su cuaderno de sobremesa. Suárez intenta trasladarse a la mente del Rey. ¿Qué estará pensando? De nuevas, de nuevas, no le llega. Es un tema recurrente en las conversaciones de los últimos tiempos. Pero puede haberle sorprendido, así, de sopetón, que sea algo inminente. El muy astuto de Adolfo ha vuelto a pillarlos con el pie cambiado. Habrá que intentar frenar ambas iniciativas: la dimisión y el anuncio tan rápido.

Si Calvo-Sotelo no se lo había dicho al Rey, podría llegarle enseguida por Landelino. O por cualquiera de los barones, sentados ahora mismo en torno a esta mesa. Por cualquiera, menos Agustín Rodríguez Sahagún y Fernando Abril, que todavía no se han enterado de la noticia, ni por Rafael Arias-Salgado y Calvo Ortega, «que son míos, míos».

Los barones se habían enzarzado en una discusión respetuosa, casi a media voz, como si hablaran de la herencia o de las pompas funerarias delante del muerto. Unos opinaban que sí había desgaste, otros que no tanto o no tan irrecuperable, otros que era la ocasión óptima de sacar la cabeza ofreciendo un recambio de consenso, aceptable por todos aunque no entusiasmase a nadie… Suárez se hacía el muerto. Realmente. Era una técnica escapista que había aprendido entre esta gente, sin apuntarse al cursillo. Los oía como un bisbiseo de fondo, sin interrumpir el hilo de su hipótesis: el Rey no habría tardado un minuto en descolgar el teléfono para comunicárselo a Armada, y éste a su staff inteligente, Calderón, Cortina, García Almenta… miembros todos del CESID. Un modo de frenar la dimisión sería que el propio Rey, cuando Suárez acudiera a La Zarzuela a comunicárselo, le dijera «piénsatelo unos días», o «guárdate esa decisión y no la hagas pública hasta que yo vuelva de Estados Unidos, porque no es bueno que estén las dos jefaturas vacías: yo, fuera de España, y tú dimitido y en funciones». Eso daría un margen de tiempo hasta el 18 de febrero, fecha del regreso de los Reyes. Pero… Suárez tiene ahora en Palma su Congreso Nacional; y lo que no hará, ni pensarlo, será el paripé de celebrar el Congreso, con sus debates, ponencias, listas, votaciones, nuevos cargos, etc., y todo en falso, callándose su plan de retirada, para soltarlo dos semanas después en Madrid; lo cual obligaría al partido a reunirse de nuevo, sin líder y partiendo de cero… La fórmula útil sería que la UCD aplazara su Congreso de Palma.

Ahí se acababa el carrete del hilo de las conjeturas de Suárez. Como un ajedrecista, tenía que calcular todas las posibles jugadas del otro. Y eso hacía.

Ya eran más de las diez y media de la noche. Los barones habían liquidado el catering que les dispusieron. Suárez tomó la palabra de nuevo: «Lo que os he comunicado va más allá de la confidencialidad, y os encarezco que lo mantengáis en secreto hasta que yo os diga. ¿Pacto de caballeros?» Levantó la sesión y Rafael Calvo, como secretario general de la UCD, les recordó que al día siguiente, el 27, volverían a reunirse allí mismo a las siete y media de la tarde, no sólo el sanedrín, sino los treinta y cinco del comité ejecutivo, para tratar asuntos concretos del Congreso. En un aparte, Suárez le pidió a Arias-Salgado: «Rafa, ¿por qué no localizas a Fernando en Valencia y le pones al corriente de lo que hay?»[23].

Algunos barones se fueron a cenar a Los Remos, en la carretera de La Coruña. En las oleadas de encuestas, la UCD descendía mes tras mes su nivel de aceptación. «Sólo falta que se nos vaya este hombre —dijo Leopoldo—. Adolfo es como el clavito que sujeta el varillaje de un abanico: el elemento de unidad. Si quitas el clavito, las varillas se desperdigan y el abanico no sirve para nada».

Rafael Arias-Salgado telefoneó a Fernando Abril, que seguía en Valencia, y le dijo lo que había. Abril regresó esa misma noche a Madrid.

Cerca ya de la una de la madrugada, se despidieron los que habían cenado en Los Remos. Pero Leopoldo y Rafael Arias-Salgado volvieron a La Moncloa para disuadir a Suárez. Fue inútil.

—No insistáis. Es una decisión sin marcha atrás. Hace un rato he telefoneado al Rey y le he dado un anticipo: «Majestad, tengo que decirle algo muy importante».

—Lo malo —dijo Arias-Salgado como para el cuello de su camisa— es que los dos sabemos que los verdaderos motivos de la decisión sólo los entenderían los más directos responsables, pero no la gente de la calle[24].

Así era. Suárez no podría decir toda la verdad ni a los dirigentes del partido, ni a los delegados del Congreso, ni a los españoles por radio y televisión. Lo que había dicho a los barones era verdad, pero no toda la verdad. Tenía que ocultarles la verdad más importante. No debía atravesar la línea roja donde una crisis de Gobierno se podía convertir en una crisis del sistema, en una crisis de Estado.

¡Qué largo aquel lunes 26! A las tres de la madrugada se declaraba una huelga de controladores aéreos. Disparatada por lo que exigían —un aumento salarial del 46 por ciento, casi la mitad del sueldo—, apresuradamente organizada, y respondiendo a una estrategia política que nada tenía que ver con las condiciones laborales de los controladores ni con la negociación que venían sosteniendo desde hacía casi dos meses. Fue una huelga inducida. Sin aviso, repentina, adoptada entre los comités sindicales de Palma, Barcelona y Madrid, y luego extendida a todo el espacio aéreo nacional. Tan sorprendido estaba —o eso decía— el ministro responsable de Transportes, José Luis Álvarez, como los propios controladores de vuelos ante la consigna de los de la UGT: «Aguantad, aguantad el tipo. Aunque os den el oro y el moro, no pactéis… Continuad, no cedáis, obtengáis lo que obtengáis… Vosotros, como los chicos del Mayo francés: ¡pedid lo imposible!»

Era un parón artificial, urdido entre el PSOE y la UGT[25]. Es interesante subrayar que, sin embargo, la huelga se suspendió, los vuelos se reanudaron en cuanto los maquinadores dieron la orden; y sin conseguir nada de lo que reivindicaban. Incluso sin saber exactamente qué reivindicaban. «A la hora de la verdad, los controladores pedían la luna o no pedían nada del otro jueves», explicaba un miembro del Gobierno[26].

Entonces, ¿cuál era la intención?, ¿qué pretendían? Algo tan simple y tan «político» como retrasar varios días el II Congreso de la UCD que debía celebrarse en Palma de Mallorca del 2 al 4 de febrero, impidiendo que llegaran a Palma desde toda España los 1290 compromisarios, más secretarias, ayudantes, servicios de seguridad, escoltas de los ministros, etc. El único modo de retrasar el Congreso, cuando todas las habitaciones hoteleras, los vehículos, los caterings y el auditorio estaban reservados, era provocar un impedimento insoslayable. El menos traumático, el menos lesivo: cerrar el tráfico aéreo durante equis días. Los necesarios para… hacer tiempo.

«Hacer tiempo», ¿para qué?

Adolfo Suárez hizo el primer anuncio de su dimisión sólo entre sus colaboradores íntimos de despacho y los barones de la UCD, instándolos a guardar secreto. Sí tuvo interés en que por un zigzag oficioso le llegase al Rey.

Era lógico para Suárez hacer la comunicación formal al inaugurar el Congreso de Palma, el día 2. Y así lo había acordado con los notables del partido. Ahora bien, quienes estaban detrás de la Operación Armada —más de medio Parlamento, altos barandas de la patronal CEOE, banqueros, agentes del CESID, militares del complot y el general Armada en primera persona— necesitaban tiempo para presentar en la Secretaría del Congreso de los Diputados la petición de la moción de censura contra Suárez, con sus treinta y cinco firmas de respaldo, recolectar los 176 votos y los restantes hasta 234 para investir al candidato de consenso, «el general independiente y de prestigio»; acordar el programa y los miembros del futuro Gobierno de concentración, preparar los discursos, repartir las intervenciones de los oradores… Y, sobre todo, que esa doble liturgia de censura e investidura pudiera celebrarse en sesión plenaria de Cortes. Pero se daba la circunstancia de que justo en aquellas fechas, y hasta el 10 de febrero, las Cámaras estaban inactivas, en período vacacional de sesiones. Ése era el quid que lo entorpecía todo.

Se especuló mucho con que la «mano negra» que organizó la huelga de controladores pretendía trastocar los planes que pudiera albergar Suárez, pues algunos se maliciaban que aquel simple anuncio dimisionario era una treta embustera del presidente para provocar un marasmo, una conmoción, un desconcierto ante la pérdida del líder en plena cita congresual, a fin de salir relanzado en olor de multitudes y, con esa exaltación por parte de su gente, empavonar su deteriorado prestigio, reafirmar su liderazgo sobre los críticos derechizantes o izquierdizantes, e impartir un nuevo código de comportamientos.

Para quienes pensaban así, el retraso del Congreso obligaría a Suárez a «retratarse»: pasar de las palabras a los hechos y oficializar ante el Rey la dimisión.

Para otros, que malpensaban en la misma línea, si Suárez decidía aguantar con su «amago de dimisión» hasta el día incógnito en que se reanudasen los vuelos y en Palma hubiera disponibilidad hotelera en tal cantidad, el mero paso del tiempo disiparía la conmoción inicial, amortiguaría el sentimiento huérfano, enfriaría el impacto, y dentro del partido empezaría el torneo entre los candidatos rivales. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Por tanto, el revival de Suárez por aclamación quedaría en «lo que pudo haber sido y no fue». El soufflé nunca sube dos veces.

Pero se equivocaban los malpensantes. Adolfo Suárez era el primer interesado en galopar tomándole la delantera al almanaque. El lapsus del Rey, discutiendo en La Zarzuela por la tarde del 22 de enero —«no se pueden disolver las Cámaras si está en trámite una moción de censura»—, unido a las noticias fragmentarias que había ido sumando, le situó ante la jugada de la moción de censura que le preparaban. Y desde ese instante empezó a calcular los plazos de modo que, cuando se reanudase la actividad parlamentaria, él estuviera ya muy lejos, de vacaciones en Panamá; o, en el peor de los casos, de figura decorativa, como presidente en funciones, dimitido voluntariamente y, por tanto, no censurable.

Y algo más tranquilizador aún: contando ya con un candidato natural para la presidencia del Gobierno, elegido entre los órganos del partido en el poder; no buscado en ningún zoco de ocasión, ni gestado en ninguna operación de los servicios de inteligencia sobre alfombras palaciegas.

Por todo ello, Adolfo Suárez era el único que tenía prisa en que su dimisión fuese un hecho en el BOE. Y sometió al comité ejecutivo de la UCD a sesiones maratonianas de debate y votación del sucesor. Tundas extenuantes de diez y quince horas, hasta las cinco de la madrugada, insomnios, ceniceros repletos y cafés cargados. Así, entre el lunes 26 y el jueves 29, se dio conocimiento formal de su renuncia, y de la persona elegida para relevarle como sucesor, a los órganos directivos del partido, a Su Majestad el Rey, al Gobierno, a los líderes de los otros partidos políticos, y al pueblo soberano con un mensaje televisado del propio Suárez. Literalmente, su cabalgada a galope tendido le ganó la carrera a los del espacio aéreo.

Armada y todos los que por esa gatera pensaban acceder oscuramente al poder, saltándose el turno y retorciendo la norma constitucional, se quedarían en el andén.

En estas estratagemas de artificio, es inevitable que algún personaje que pretendía moverse en lo gris, aparezca sin querer en la foto. Eso le ocurrió a José Luis Álvarez, titular del Ministerio de Transportes, del que dependían los vuelos y los controladores. Podía comprenderse que el ministro de Transportes no se enterase de la huelga hasta su anuncio público; pero no resultaba tan comprensible su carencia de recursos para remediarla, o para militarizar unos servicios mínimos, o habilitar unos jumbos en tiempos y rutas estratégicas reservadas para emergencias, mientras se negociaba el arreglo.

Álvarez, democristiano vitola de oro, crítico con Suárez desde las entretelas, estaba en la operación del golpe de timón que perseguía Armada. Su nombre aparecía incluso en la lista de Gobierno que Armada mostró a Tejero[27]. Y fue uno de los personajes civiles a quienes Armada, recién destinado ya en Madrid, visitó el día 12 de febrero: «Fui a verle en su despacho del ministerio, pues el ministro me había llamado y deseaba verme». Y eso, en una jornada de especial saturación para Armada. Según su agenda, por la mañana asistió en Barajas a la despedida con honores a los restos de la reina Federica, trasladados a Grecia. Allí saludó a los Reyes y a varios ministros. A continuación tuvo varias actividades oficiales; entre otras, su propia toma de posesión del nuevo destino en el Cuartel General del Ejército; luego, una reunión del Consejo Superior del Ejército. Y aún le quedó tiempo para acudir a la llamada del ministro de Transportes.

Eran los días en que Armada intentaba reimpulsar su operación e impedir la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo, pese a que ya era presidente in péctore, designado por el Rey. Sólo faltaba la votación en el Parlamento.

Otra figura que aparecía en la foto, aun moviéndose en lo gris, era la de Alfonso Guerra. Le delató su talento de estratega.

Tras el pistoletazo de la dimisión de Suárez, la reacción de los líderes políticos se centró en Suárez, su discurso, las causas y las consecuencias de su dimisión, si el Ejército habría presionado, si el Rey habría borboneado, si el ducado de Adolfo era un premium mayor o menor que el marquesado de Torcuato… Hablillas, en fin. Sólo un dirigente político salió por otro registro. Alfonso Guerra. Con esa dimisión a quemarropa, oficial y pública, la Operación Armada perdía su sentido… y su oportunidad. Salvo que un fracaso de Leopoldo Calvo-Sotelo en su investidura deparase la ocasión de investir al «general de prestigio» con su concentrado de ministros. Pero… el Parlamento estaba de vacaciones. Y, mientras unos afilaban sus jabalinas contra la nueva bicha, Calvo-Sotelo, «representante icónico de la derecha reaccionaria y centralista»[28] o los patronos catalanes del Foment del Treball, los amigos de Tarradellas, reclamaban «un Gobierno con autoridad en el que tomen parte figuras de probada experiencia económica y pertenecientes a la España real»[29], fue el lince Alfonso Guerra quien solicitó «la urgente convocatoria de la Mesa del Congreso de los Diputados para que la vida parlamentaria, suspendida por período vacacional, se reanude de inmediato». Obvio. Faltaba el escenario para la operación. A veces, el que se mueve sí sale en la foto[30].

«Sabino, que éste se va»

La estrategia dimisionaria de Suárez buscaba el efecto sorpresa y requería pulso en el control de los tiempos. Trabajo de relojería. Todo debía ocurrir antes de que las Cortes reanudaran su actividad. Al no poder mantener el tema en secreto sine díe, hasta que los controladores o los señores que mueven los hilos decidan que se puede viajar a Palma sin riesgo, Suárez se ve forzado a anunciarlo «en seco» al partido, al Gobierno, al Rey y al país, desde Madrid y a velocidad exprés. Setenta y dos horas.

Elige una fecha, el 29 de enero, jueves, a última hora de la tarde, cuando los diputados —de vacaciones y comenzando el fin de semana— estén dispersos en sus lugares de origen, y sea muy difícil que los de la Operación Armada recolecten no ya las firmas para presentar la moción de censura, sino los votos para respaldarla. Ha preparado el suministro de la noticia de modo que no trascienda de la cúpula del partido y de sus colaboradores de La Moncloa; pero sí quiere tener unos testigos, amigos y no tan amigos, que lo sepan con antelación de modo que el Rey no pueda jactarse de haber forzado su salida. Quiere que el Rey sea el último en enterarse, precisamente «porque nadie me echa, me voy yo». De ahí su insistencia en que «no digáis nada, porque aún no se lo he comunicado al Rey». Tampoco descarta, más bien lo espera, que en el momento de la verdad el monarca intente retenerle. Incluso por motivos prácticos. Como los señores de la huelga, «equis días», «hacer tiempo».

Alrededor de la una y cuarto de la tarde del martes 27, en un Mercedes negro blindado, Suárez sale hacia La Zarzuela. Llega a la una y media, cuando el Rey no ha regresado todavía del Palacio Real. Desea estar antes con Sabino y avanzarle la noticia. También ha comunicado su decisión a su ayudante de campo Cristóbal López Cortijo, oficial de la Armada, que está de servicio ese día.

No es extraño que Suárez suba a La Zarzuela un martes, almuerce con los Reyes y despache después con Don Juan Carlos.

El Rey tenía presentación de credenciales en Palacio Real —evocaba Sabino tiempo después—. Adolfo me llamó por la mañana para saber si se mantenía su almuerzo con el Rey.

—¿Sí? Pues voy un rato antes, porque quiero verte.

Ya en Zarzuela, pasó a mi despacho y me requirió como testigo:

—Sabino, he querido que lo sepas tú antes, por si fuera necesario hacer constar que vengo a dimitir, que me voy porque quiero, no porque haya recibido presiones o indicaciones del Rey. Es una decisión mía, libre, personal y muy pensada. Nadie me lo haya sugerido… Temo que luego el Rey alardee de haberme «invitado» a tomar el portante, como a Arias. Y no es así: a mí no me echan, yo me voy. Y no sólo te autorizo a que lo digas por ahí, sino que te agradeceré que lo hagas.

—Pero, Adolfo, no me puedo creer eso que dices… ¡Cómo vas a dimitir! ¿Qué ha pasado?

—Ha pasado que… he perdido todos los apoyos: fuera y dentro de mi partido, en el grupo parlamentario, en el Gobierno; los apoyos de la patronal, la banca, los sindicatos, un sector de la Iglesia, el Ejército, la prensa… Y últimamente he percibido de modo claro que hasta he perdido el apoyo y la confianza del Rey.

—Adolfo, mientras seas presidente del Gobierno, seguirás teniendo el apoyo del Rey. Uno, porque el Rey debe apoyar a quienquiera que sea su jefe de Gobierno, mientras no perpetre traiciones a la patria o actos delictivos contra el interés nacional. Y dos, porque la Constitución no contempla los caprichos, ni las simpatías o las antipatías del Rey[31].

En cuanto llegan los Reyes, pasan al comedor. Sabino no come con ellos porque tiene un compromiso en Madrid, pero regresará enseguida. Un menú muy casero: arroz a la cubana, ternera con salsa y quesos. La Reina detecta cierta tensión en el ambiente. Adolfo, que normalmente comenta temas de la actualidad, ese día está poco expresivo, silencioso y apenas prueba bocado. «Adolfo, ¿ocurre algo?», le pregunta la Reina. Él esboza una sonrisa y, disculpándose por no haber comido casi, dice: «Es que he pasado un gripazo de pie, y los desenfrioles y las aspirinas me han dejado el estómago changao».

El Rey y Suárez suben al despacho.

—¿Qué es eso tan importante y tan urgente que tienes que decirme?

—Que me voy, señor. Sí. He pensado muy seriamente que debo irme. Irme y, como decía Maura, que gobiernen… los que no me dejan gobernar.

El Rey le escucha en silencio, el rostro impávido, sin mover un músculo, la mirada opaca. En pose de Rey, no de amigo[32].

Suárez expone sus razones de «desgaste, críticas, falta de apoyo, demasiados frentes abiertos simultáneamente»…

Le comenta al Rey «lo difícil que es gobernar teniendo al enemigo dentro de casa, en el grupo parlamentario y en el propio Gobierno, rivales entre ellos y rivales míos. Íñigo Cavero me descubrió hace poco la última conspiración que urdieron Joaquín Garrigues Walker, poco antes de morir, Paco Ordóñez y Landelino Lavilla, dispuestos a apoyar una moción de censura del PSOE contra mí. Y no me extrañaría que esos mismos y un puñado más se apuntaran a la próxima…»

«Esto lo diría tirando con bala —recordaba Sabino años después—, porque Adolfo sabía que en aquellos momentos estaba en marcha una moción de censura encabezada por Armada; y que con su dimisión él la desactivaba, la descargaba, la hacía trizas. En cambio, Armada ya se veía como presidente de un Gobierno de concentración, protagonizando un momento histórico y heroico de salvación de España y de fidelidad a la Corona. Y, en el fondo, saboreaba su dulce venganza de Suárez»[33].

Al Rey no parece sorprenderle la noticia. Quizá porque la supo la tarde anterior, cuando recibió a Leopoldo para tratar del Instituto de Hidrocarburos. Y porque venían discutiéndola cada vez con más acritud entre Suárez y él.

—Lo que me contraría —le dice— es la inoportunidad del momento que has elegido, con tres viajes importantes en mi agenda inmediata: País Vasco, Estados Unidos y Noruega.

El Rey descuelga el telefonillo interior: «Sabino, sube, sube inmediatamente».

En cuanto entro en el despacho —continúa la evocación de Sabino—, me dice con voz fría, casi displicente:

—Sabino, que éste se va —y, sin tratar de disuadir a Adolfo, me pregunta—: ¿Qué hay que hacer ahora, qué pasos, qué disposiciones para oficializar la dimisión…? Es la primera, en democracia.

Ni un abrazo, ni un gesto.

Como si el Rey se sintiese liberado.

Mientras le acompaño al coche, Adolfo me comenta:

—¿Tenía yo razón o no? ¿Has visto qué frialdad?

—Hombre, Adolfo, no confundas la frialdad con la sorpresa… Le has pillado de sorpresa y no ha tenido reacción. A veces le ocurre. Tarda en interiorizar ciertas cosas y reacciona pasado un tiempo, incluso a destiempo.

Veo que Adolfo se ha quedado destrozado, hecho polvo. Subo donde el Rey y le digo que le llame cuanto antes para suavizar la sequedad… «Adolfo ha hecho muy bien muchas cosas, y con una lealtad y un coraje a prueba de bomba; no merece quedarse tan dolido, señor»[34].

El Rey le pregunta a Sabino:

—Oye, tú no pareces sorprendido, ¿es que sabías algo?

—Sí, señor. Suárez quiso verme antes de subir aquí, vino media hora antes y estuvo en mi despacho y me lo soltó: «Vengo a presentarle mi dimisión al jefe, y quiero que tú lo sepas antes que nadie, incluso que seas mi testigo si hiciera falta, para que nadie, ni el Rey, pueda decir que ha sido él quien me ha llamado y me ha echado».

—¡Hay que fastidiarse…![35].

Al cabo de un rato, a instancias de Sabino, el Rey llama a Adolfo, pero con tan escasa inventiva, o tan poca despensa de sentimientos de afecto, que le repite al pie de la letra las palabras de su secretario general. No se le ocurre nada distinto:

—Oye, me dice Sabino que te ha parecido que he estado muy frío contigo… Hombre, Adolfo, no confundas la frialdad con la sorpresa. Me has dejado de una pieza con tu decisión.

Suárez se da cuenta de que no son palabras sentidas por el Rey. Repite como al dictado. Lo único de su cosecha es agregar:

—Ah, te daré un título, así que vete pensando un nombre… Y otra cosa, Adolfo, prefiero que lo de tu dimisión no lo hagas público todavía. Y di a los que lo sepan en tu partido que de momento no digan nada. Espera a que yo haya vuelto del País Vasco. Además, habrá que buscar el momento más adecuado para dar una noticia de ese calibre[36].

Pasado algún tiempo, Adolfo le comentó a Rafael Arias-Salgado: «Para mí fue absolutamente desairado y doloroso, porque yo esperaba un último gesto del Rey reteniéndome, no sé, un “Adolfo, tómate unos días y piénsalo”. Pero no. Guardó un silencio absoluto. Quedó patente que el Rey aceptaba mi dimisión en el acto. Incluso, la recibió como un alivio»[37].

Lamo de Espinosa: «Yo no soy la persona idónea»

La noche de ese mismo martes 27, Fernando Abril se presenta en casa del ministro Jaime Lamo de Espinosa, en la calle Federico Abascal. Son amigos. Jaime acaba de llegar de Alemania y al día siguiente parte de viaje a Marruecos. Está en la inopia de todos los acontecimientos. Abril, muy quebrantado por el disgusto, se deja caer sobre un sofá y le informa de todo de un tirón:

—Adolfo ha dimitido. Es irreversible. Hoy se lo ha comunicado al Rey y mañana le lleva la carta para oficializarlo. Lo saben sólo los del sanedrín. Todo se está llevando en secreto. Vengo del comité ejecutivo y Suárez no les ha dicho ni mu. De cara a la calle y a la prensa, no ha trascendido nada. Ayer hubo una reunión de los barones y esta noche habrá otra para elegir ya al sucesor, y me parece que se han puesto de acuerdo en votar a Leopoldo. Pero yo no estoy conforme. Y vengo a proponerte que me autorices a usar tu nombre como candidato alternativo… Sobre todo teniendo convocado y en puertas el Congreso Nacional, que es el que debe decidir. Jaime, tú lo harías mejor que Leopoldo. Y te aseguro que te busco apoyos para el Congreso y, por supuesto, lo ganas.

—¡Ni hablar! ¡Deja, deja! Yo no soy la persona idónea.

—Lo eres. ¿Que Leopoldo es ingeniero? Tú también y además tienes dos carreras. Y eres catedrático de Economía. ¿Él sabe idiomas? Tú también. Cuentas con experiencia política y técnica de Gobierno. El Rey te conoce desde que era Príncipe y habéis hablado horas y horas allí en La Quinta. Estás muy bien visto por las bases del partido. Eres un tipo independiente que no ha entrado en el juego de los grupos. No tienes ni banderizos ni enemigos. Nunca te has casado con nadie… ¡ni siquiera conmigo!, y eso que como ministro de Agricultura dependías de mí, pero te las tenías bien tiesas para defender los asuntos de tu departamento.

—¡Que no, Fernando, que no! Pero si es que yo ni estoy en la flor y nata del partido, ni he politiqueado en mi vida, ni creo que me conozca la gente de la calle… Tú haces ahora una encuesta y pones mi foto, y la gente no sabe ni quién soy ni cómo me llamo.

—Insisto, Jaime, déjame postularte. Aquí la presidencia del Gobierno va a resolverse entre Leopoldo o Landelino. Y creo que al partido no le conviene ninguno de los dos. No van a ser eficaces. Leopoldo no tiene pegada de líder y Landelino no tiene fuste de gobernante. Por muy inteligentes que sean los dos. Y muy valiosos. No pierdes nada, Jaime. En cambio presentándote, cuando menos divides los votos de los otros aspirantes. Piénsatelo[38].

Jaime Lamo recordará más tarde que, a la mañana siguiente, el día 28, fue a La Moncloa:

Entré sin avisar. Adolfo estaba trabajando, sin corbata, con una chaqueta de punto sobre la camisa. No me esperaba y se quedó extrañadísimo: «¿No estabas en Bonn o en Rabat?» Empezamos a hablar, hasta que entró una secretaria trayéndole un dossier.

—Jaime, ésta es mi carta de dimisión formal que voy a llevarle al Rey. Aguarda un momento, me arreglo, te vienes conmigo a Zarzuela y hablamos en el trayecto.

Hablamos durante dos horas, yendo, volviendo, y un rato más porque, al llegar a palacio tenemos que esperar: Suárez repara en que la carta de dimisión lleva la fecha equivocada, pone 27 y estamos a 28. Como en Secretaría de Zarzuela tienen papel timbrado de Presidencia del Gobierno, se la reescriben y él la firma allí mismo.

Me da sus argumentos para dimitir, que son más bien una acumulación de razones. Ha llegado a un punto de inmenso cansancio. Está harto. Se ha sacrificado por la democratización del país dejando jirones de su vida, incluso de su vida familiar:

—Me traen al pairo los ataques de la derecha y de la izquierda, ¡era su juego, tenían que hacerlo, aliarse para mi acoso y derribo! Eso entra en el sueldo de la oposición, aunque no sé yo si el ensañamiento entra también. Pero paso. Como paso de que me aborrezcan la banca, los empresarios y el Ejército. Yo no debía darles lo que exigían. Y no hay otra razón, eh. A mí lo que me ha desmoralizado y me ha hundido es encontrarme con que no tengo el apoyo de los míos, los míos del partido, los míos del Gobierno: deslealtades, trampas, alianzas con la oposición a mis espaldas… La pérdida de Fernando Abril. Tú sabes que ha sido mi amigo íntimo, mi brazo derecho. Al margen de la edad, políticamente le he visto siempre como a un hijo…, y a ti como a un nieto. Y luego, la prensa. Se han encarnizado conmigo. He sido su pimpampum. Yo no sé si es que estaba malacostumbrado, y eso que sé encajar la crítica, por dura que sea, cuando es limpia.

—Ahí tienes razón, estabas malacostumbrado. En el franquismo, la prensa jamás criticaba al Gobierno ni a ninguna autoridad. Estaba prohibido. Luego, en la Transición te recibieron en palmitas: eras como el supermán del nuevo régimen.

—Pero la auténtica razón, Jaime, es que no tengo siquiera la confianza del Rey.

—En nuestra democracia, el presidente no necesita la confianza del Rey.

—Ya lo sé. Pero yo, Adolfo Suárez, no soy capaz de seguir si noto al Rey cada vez más frío, más distante, más contrariado con mi presencia. Eso es lo que me amarga por dentro. A mí el Rey no me ha pedido que me vaya. No puede hacerlo y él lo sabe. Pero, hablando con políticos, y esto me consta, les ha dicho bastante explícitamente: «Sois vosotros quienes tenéis que conseguir que Suárez se vaya a su casa… Yo no tengo poderes para quitármelo de encima».

—Presidente, todo eso puede ser más o menos así; pero tu dimisión cambia de tal modo el mapa político de España, nos lleva a otro mapa tan distinto, que yo no sé quién lo va a controlar. Vamos a dar un giro de ciento ochenta grados. Y, por supuesto, sin ti la UCD desaparece en una semana.

—Mira… —Nosotros estábamos saliendo de palacio y Adolfo me señaló un vehículo oficial donde llegaba Landelino Lavilla.

El Rey y Sabino sabían que Suárez iba a ratificar la dimisión a tal hora; y no les importó citar prácticamente a la vez a Landelino Lavilla. Lo llamaban para que, como presidente del Congreso de los Diputados, indicase los trámites que seguir en la ronda de consultas y en la nominación del sucesor. El Rey quería saber —pues era la primera dimisión de un presidente en democracia— si, a través de las consultas, él podía jugar el papel de árbitro; incluso, si podía revertir a los líderes la consulta sobre una terna de candidatos… que él mismo les presentara[39].

La Operación Armada estaba viva y no iba a darse por vencida así como así.

Regresando de La Zarzuela por entre la arboleda y los ciervos de Somontes, Jaime Lamo intenta disuadir a Suárez, pero es en vano. Como en su listado de razones apenas ha mencionado al Ejército, Lamo insiste sobre esa cuestión:

No me habló de la presión militar. Yo entonces tampoco sabía con la certeza con que luego lo supe que el día 23 de ese mismo mes hubo una encerrona de generales en Zarzuela: que el Rey llamó a Suárez y le dejó a solas con ellos. Pero sí me habían llegado algunos rumores, a raíz de que el Rey suspendiera la montería de Lugar Nuevo. Le comenté lo que yo había oído sobre «una tormentosa reunión con militares en palacio». Adolfo me escuchó con atención, no entró al trapo, pero tampoco lo desmintió ni me lo negó. Me contestó como hablando en hipótesis:

—Jaime, yo nunca me iría por una cosa de ésas… Todo lo contrario. Ante una situación de ese tipo, instintivamente yo me crezco. No me voy por ninguna presión de los militares, aunque sé que las ha habido y muy fuertes. Pero, créeme, de haberse planteado así, conmigo se habrían estrellado. Mi reacción habría sido exactamente la contraria: quedarme y luchar bravamente para supeditar el poder militar al poder civil. ¿Amenazarme con una pistola? ¡Sería no conocerme! Ya hace tiempo que estoy psíquica, mental y moralmente preparado para que me peguen un tiro en el pecho o en la sien[40].

Por la tarde, mientras Josep Melià, Pío Cabanillas y Rafael Arias-Salgado, siguiendo las ideas que les ha indicado Suárez, preparan un bosquejo del discurso de dimisión que ha de decir por RTVE, Suárez se reúne en su despacho con Gutiérrez Mellado y con Agustín Rodríguez Sahagún. Ellos —y sólo ellos— quedan alertados de la Operación Armada que, con su dimisión, trata de neutralizar. Hasta ese momento, era un conocimiento que no había compartido. Y nadie más del Gobierno o del partido ha de saberlo. Pero es la razón de que todo haya de hacerse con rapidez, con sigilo y con cautela: por tratarse de un golpe militar y civil, los implicados pueden estar sentados en nuestra mesa, compartiendo nuestros planes y deliberaciones. Entre los tres establecen las medidas adecuadas para intensificar controles precautorios en las regiones militares y departamentos marítimos, y evitar que se produjera alguna asonada en las fechas de «sede vacante», con el Gobierno en funciones, es decir, desde el anuncio público de la dimisión, el viaje de los Reyes al País Vasco, el Congreso de la UCD con todo el Gobierno en Palma, los días de las consultas regias, y los debates parlamentarios hasta que concluyese la investidura del candidato a sucesor. Un paréntesis con la apariencia del vacío de poder, peligrosamente largo. Conscientes de que, duro o blando, acechaba un golpe.

Suárez: «A Leopoldo no le elegí yo; le puso el Rey»

A las 24.30 de la noche de ese mismo miércoles 28 está convocado el sanedrín de los barones que representan a las diversas familias de la UCD para elegir al sucesor. Arias-Salgado, Martín Villa, Abril, Fernández, Cabanillas, Pérez-Llorca, Lavilla, Calvo Ortega y Calvo-Sotelo.

Suárez se entera de que a Landelino no se le ha avisado y, pasadas las diez de la noche, él mismo le llama por teléfono: «UCD es una y es de todos. Quiero de modo muy especial que tú, como líder del sector crítico, participes en la elección del sucesor».

Le envía un vehículo de incidencias, porque a esas horas el presidente del Congreso ya ha despedido a su conductor. Luego se entrevistan a solas, para revisar a los posibles candidatos, de modo que quien saliera elegido, teniendo aptitudes para gobernar, fuese aceptable por los diversos grupos y tendencias del partido. Más que un perfil concreto, buscan un hombre de consenso dentro de la UCD, que infunda confianza al mundo económico, tenga dotes de Gobierno y sea pararrayos de las iracundias militares.

Suárez deja sentado que él ni va a testar ni va a votar: «No soy el dueño del partido; por tanto, no puedo disponer de él nombrando heredero. Estoy fuera del juego».

Landelino por su parte se autoexcluye ya que, en el trámite del relevo de un presidente del Gobierno, la Constitución le encomienda la función de recibir, transmitir y presentar la candidatura final que el Rey le dé tras sus consultas con los líderes.

Hablan, pues, con la libertad de criterio de quien no está en la contienda.

—Landelino, en este trance, y como prueba de imparcialidad y juego limpio, yo preferiría que mi sucesor fueses tú, currículo y valores aparte, porque eres el abanderado de los críticos. Y eso, unido a mi dimisión, sería otro aldabonazo más para que nuestra gente reaccionara éticamente y con altura de miras.

—Sé que lo piensas así y te lo agradezco —le responde Landelino—. Pero esa solución crearía dos problemas: el rechazo de los socialdemócratas y liberales, por temor a una derechización del partido, y la provisión de un nuevo presidente del Congreso de los Diputados, si yo dejase ese puesto… Y las dos presidencias más importantes de la nación, vacantes a la vez. ¡Un grandísimo lío!

Cierto día, tiempo atrás, Adolfo le dijo al Rey: «Majestad, si a mí me ocurriera algo, un accidente mortal, un atentado de ETA, debe llamar inmediatamente a dos personas: Landelino Lavilla y Fernando Abril. Entre ellos, y de acuerdo con los órganos de UCD, decidirán quién se encarga del Gobierno y quién del partido». Pero no le dijo que llamase a Calvo-Sotelo[41].

Adolfo ha sondeado a los barones de la UCD y ha reflexionado sobre las características del personaje que se precisa para «las actuales circunstancias», expresión con la que él da por descrito el difícil momento. Después de esos tanteos, sugiere a Lavilla que el sucesor podría ser Leopoldo, «aunque yo no quiero ni señalarle, ni proponerle, ni mucho menos imponerle». Y entre los dos van enumerando las condiciones del personaje:

—De cara al exterior, no es líder, pero es un hombre que tiene presencia, vasta cultura, media docena de idiomas, brillante oratoria, experiencia política, tiene un currículo europeo trabajado sobre el terreno. Procede del mundo financiero y empresarial. No es un primerizo, sino un veterano que se conoce los pasadizos de la Administración del Estado. Es un Calvo-Sotelo, sobrino de don José, asesinado por los rojos, y eso tranquiliza a los militares y puede serenar al ciudadano de derechas, que es el que está encrespado. Partidario de la OTAN y monárquico, un doble plus para que sea bien visto por el Rey.

»Y de cara al interior de la UCD, si consigue aflojar su estiramiento, su aire engreído y su primer impacto de antipatía, puede lubricar muy bien las tensiones internas. Sabe escuchar, es flemático; no discute, razona. Por otra parte, Leopoldo no es gallito, no va a dar guerra. Y dentro de la lucha que hay entre los barones del partido, la gran ventaja de Calvo-Sotelo es que no pertenece a ningún grupo, a ninguna familia. Otro factor interesante: es mayor que casi todos ellos y tiene prudencia política y habilidad de gallego más que suficientes para saber capear el temporal.

Tanto Landelino como Adolfo coinciden en que Leopoldo será una solución de contingencia, de apurado consenso, para salir dignamente del paso, que no provocará ni entusiasmos ni repudios. Y que, llegado el evento electoral de 1983, no podrá ser el rostro del póster porque es soso, aburrido, sin brillo, sin punch, sin gancho popular. En cambio, puede ser el hombre adecuado para salvar el escollo de ese momento.

Leopoldo no era el candidato de Suárez. Entre ellos no había sintonía humana. Ni amistad personal. Suárez sabía que, desde el verano de 1980 en O Grove, y aunque le ascendió a vicepresidente, Leopoldo se estaba preparando para sustituir a Suárez en la presidencia. Pío Cabanillas le buscaba aliados, seguidores, patrocinadores y propagandistas. Incluso cerca de los oídos del monarca. Sin ir más lejos, el íntimo amigo del Rey, Manolo Prado y Colón de Carvajal, hacía el marketing de Leopoldo, en La Zarzuela y entre la jet económica y social que él frecuentaba, al tiempo que en esos mismos ambientes se oxidaba el liderazgo de Suárez.

Pasado algún tiempo, Suárez lo dijo: «A Leopoldo no le elegí yo; le puso el Rey»[42].

El amigo y hombre de confianza de Suárez era Agustín Rodríguez Sahagún. Sólo a él podía pedirle una disponibilidad total para un rol interino: cubrir el puesto de presidente del partido en aquella emergencia de transitoriedad.

Y le advirtió: «Agustín, no te pido que me guardes la silla, porque me voy con decisión de no volver, ¡ni aunque me saquen a hombros en Palma! Lo que sí te pido es que guardes el partido. Que no se desguace porque yo me vaya a un rincón como militante de base»[43].

Rodríguez Sahagún no aspiraba a ser presidente, pero estaba dispuesto a hacerle a Suárez el favor de cubrir su lugar en el Gobierno y en el partido, de modo eventual, mientras pasaba el ciclón golpista y se diluía la Operación Armada.

En cuanto a Landelino, lo chocante era que sus epígonos democristianos y la banda de los críticos —Operación Walesa se llamaban— tenían más ambición de poder y mando que el líder. De ahí sus vacilaciones y sus dudas a la hora de lanzarse desde el trampolín.

Leopoldo, en cambio, iba flechado a conquistar la presidencia. No dejó de autopostularse en ningún momento. Y repetía sin rubor: «El liderazgo no es problema, yo estoy disponible».

Estaba persuadido de que era el candidato de peso, el indiscutible.

Pérez-Llorca, ministro de Exteriores, que le secundará en su labor de Gobierno, recordaba años después esta expresiva anécdota:

En enero de 1981, cuando intuíamos que Adolfo estaba pensando en dimitir, Leopoldo ya se movía en busca de apoyos dentro de UCD. El 7 u 8 de enero, invito a comer en el palacio de Viana a Pío y a Leopoldo.

—No vamos a retenerle —dice Leopoldo—, ni a hacerle un homenaje de aclamación. Si quiere irse, que se vaya.

—Bueno, el problema no es que se vaya Adolfo —matizo yo—, sino «el día después»: después, ¿quién?

Estábamos ya sentados a la mesa. Los asientos eran sillas con brazos. Entonces, Leopoldo se levanta, como activado por un resorte:

—¿Quién? ¡No! —y cogiendo los dos brazos de su silla, la desplaza consigo mismo arrimándola más a la mesa, se sienta con brío, y concluye—: ¿Quién? ¡Yo![44].

Leopoldo, el sustituto inocuo

Suárez encarga a Rafael Arias-Salgado que prepare la votación del candidato a sucesor al frente del Gobierno, y que Agustín Rodríguez Sahagún se reserve para proponerle en el Congreso de Palma como candidato a presidir el partido. Se jugaría por primera vez la experiencia de la doble silla: dos presidentes. Suárez les ha dicho: «Tenéis que decidirlo entre vosotros. Y si hay votación, yo votaré en blanco o no votaré». Pero en un aparte, habla con Fernando Abril y Rafael Calvo Ortega y les indica que, según vean el panorama, voten a Rodríguez Sahagún, para arroparle, y que no gane Leopoldo por goleada. A Lavilla le ha convencido de que dé su voto a Leopoldo, «y no te lo calles; estos gestos de tender puentes son los que dan ejemplo de comportamiento generoso en tiempos críticos».

Están en el despacho de Suárez. Sentados en sofás y sillones, alrededor de una mesa baja de cristal sobre la que hay algunas cajas cigarreras y un gran cenicero de plata, el sanedrín en pleno: Lavilla, Ordóñez, Abril, Martín Villa, Arias-Salgado, Calvo Ortega, Pérez-Llorca, Cabanillas, Leopoldo y Rodríguez Sahagún.

Empiezan aportando nombres. Pérez-Llorca lanza el de Calvo-Sotelo. Ordóñez propone a Calvo-Sotelo, Martín Villa, Pérez-Llorca y Rodríguez Sahagún. Este último dice: «Leopoldo no es mi candidato». Lavilla añade el nombre de Ordóñez. Calvo-Sotelo apunta: «¿Por qué no Fernando Abril?» Algunos cruzan miradas entre sí: Leopoldo ha echado con descaro un balón fuera, porque Abril fue «el gran caído» en las disputas en La Casa de la Pradera.

Los propuestos se van autoexcluyendo, excepto Calvo-Sotelo que se declara disponible. Queda también hábil Rodríguez Sahagún, aunque Pío Cabanillas se opone: «Agustín sería una opción precautoria, no definitoria».

Se procede a votar con papelillos en el gran cenicero plateado. Leopoldo, seis votos. Agustín, dos votos. Landelino, un voto. Y una papeleta en blanco. Aparte de Suárez, alguien no ha querido votar. Nueve papeles y diez sanedritas. Alguien no ha votado. Entre ellos suponen que Suárez tampoco.

Ha ganado Leopoldo, el hombre sin filias ni fobias, sin seguidores ni detractores. La baza blanda. El sustituto inocuo.

Y todavía ha de superar la votación del comité ejecutivo de la UCD en su conjunto, los treinta y cinco. Será al día siguiente, 29. Una sesión ardua, agresiva, cargada de electricidad. Y larguísima, doce horas: desde las 17.20 de la tarde hasta pasadas las 5.30 de la madrugada del día siguiente. Con un solo punto en el orden del día: votar a Leopoldo, sí o no.

Una sesión que ha de interrumpirse tres veces porque los críticos no quieren «votar a ciegas a Leopoldo, sin que nos exponga qué piensa hacer si llega a gobernar, las líneas de su programa, si ha pensado coaligarse con algún grupo parlamentario, o formar coalición y con quién… en fin, algo de algo».

Suárez ha de reunirse a solas más de una hora con Miguel Herrero de Miñón y Óscar Alzaga, los cerebros díscolos e influyentes de la Operación Walesa; pasear con unos y con otros convenciéndolos, argumentándoles, pidiéndoles concordia, colaboración, amainar los rifirrafes y… «votad a Leopoldo, pues se trata de una solución de coyuntura».

Se prolongan las conversaciones deliberantes en grupitos de dos, de tres, sin llegar a un acuerdo. Están dudosos. No saben si todo es una parodia que responde a un maquiavelismo de Suárez, un juego chinesco de desaparecer para volver a aparecer en el escenario congresual de Palma, o si la dimisión es un hecho consumado y están pasando página a una época nueva. A las doce de la noche, Leopoldo, ofendido por el ostensible desacuerdo acerca de su candidatura, les dice con gesto despectivo: «Señores, me voy a dormir, ya me lo contarán».

También se ha ausentado discretamente Rodríguez Sahagún.

De pronto piden tiempo para pensar y se dispersan durante tres horas. El núcleo duro de los críticos cena en casa de Herrero de Miñón, en la calle Mayor frente a la plaza de la Villa. En el comedor, estrecho y alargado, con paredes recubiertas de madera oscura y luces ambientales indirectas, Herrero trata de reconducir la nominación hacia Lavilla. Landelino les confiesa que la noche anterior, cuando votó el sanedrín, él dio su voto a Leopoldo y se comprometió a apoyarle «porque es conveniente en las actuales circunstancias», dijo repitiendo las palabras de Suárez. También les dijo que él sabía de la dimisión de Suárez desde el primer momento. «Creo que fui el primero en saberlo. El 26 por la mañana». Sus seguidores están atónitos. Con esos dos sapos ya no necesitan probar la liebre con chocolate que les han servido. Después les dice: «No hay que descartar que Leopoldo sea sólo un presidente de transición, hasta que Suárez reponga pilas y regrese para las elecciones de 1983. Ganar elecciones, nadie lo duda, es lo que mejor se le da»[45].

En ese comedor hay algunas personas de la UCD comprometidas con la Operación Armada. La idea de un Suárez de ida y vuelta, y de un Leopoldo «tapadera» para dejar sin argumentos el golpe de timón no les hace especialmente felices.

Cuando ya en La Moncloa, a las cinco de la madrugada se decide que es hora de votar, Suárez telefonea a Calvo-Sotelo: «Todo arreglado, Leo, vente». Suárez los deja solos en el momento de la votación.

Siete del grupo crítico se ausentan de la sala, siete disidentes que no aceptan a Leopoldo[46]. Se decide a mano alzada: veintiséis votos a favor de Leopoldo. Lavilla se abstiene «por tender un puente de diálogo con el sector crítico». En reciprocidad, tres notables democristianos, Marcelino Oreja, José Luis Álvarez e Íñigo Cavero, apoyan a Leopoldo[47].

Leopoldo Calvo-Sotelo es una solución de compromiso no querida por nadie —comentaría Paddy Gómez-Acebo, que no estaba allí, pero tuvo información directa de UCD, de Moncloa y del Rey en persona—: el Rey no le señala, incluso tantea a otros, porque con Leopoldo no tiene química. Adolfo Suárez no le elige, no le sugiere; su candidato es Rodríguez Sahagún. El comité ejecutivo de UCD y los barones tienen una larguísima discusión que dura toda la tarde y hasta las tantas de la madrugada, con votación incluida y mucha polémica, muchos paseos, acuerdos y desacuerdos, hasta que al fin llegan a un nombre de compromiso, a gusto de nadie: el que menos deserciones y rupturas puede provocar, el que menos familias del partido tiene detrás arropándole, el que por no ser hombre de ninguno puede serlo de todos. Y ése es Leopoldo[48].

Sabino Fernández Campo supo también que «el primer nombre que Suárez dio al Rey para sustituirle ad tempus fue el de Rodríguez Sahagún, hombre de su total confianza. La elección de Calvo-Sotelo debió de obedecer a una sugerencia del Rey, buscando contentar a sectores sociales, económicos y militares. Alguien que, sin tener que buscar fuera de la UCD, tranquilizara a todos, ya que se iba a parar en seco la operación del Gobierno de concentración presidido por Armada»[49].

Aunque Calvo-Sotelo se jactaba después: «A mí no me eligió Suárez, a mí me eligió y me designó el Rey», lo cierto es que el Rey tardó en aceptar a Leopoldo, a pesar del buen cartel de condiciones que reunía y, sobre todo, a pesar de que era la propuesta oficial del partido gobernante.

Está acreditado que en los días de las consultas regias con los líderes de los partidos, aunque Suárez en nombre de la UCD propuso a Calvo-Sotelo, el Rey tanteó a otros dos relevantes miembros del partido: Jaime Lamo de Espinosa y José Pedro Pérez-Llorca. Y Adolfo Suárez lo supo: «Yo primero propuse a Agustín Rodríguez Sahagún y el Rey no quiso. Luego tampoco quería a Calvo-Sotelo. Trató de sondear a otros posibles: Pérez-Llorca, Lamo de Espinosa…»[50].

Al Rey le gustaba el estilo humano, la formación técnica y política, y la mentalidad de Jaime Lamo de Espinosa. Un biotipo de centro-centro. Le parecía un buen dato que no perteneciera a ninguna familia de la UCD. Y era incomparablemente más simpático y espontáneo que el almidonado Calvo-Sotelo. Así que, por su cuenta, preguntó e hizo preguntar qué aceptación tenía en los círculos de los influyentes sociales y económicos, en las cancillerías, en la prensa… Los militares no tenían nada contra él. Aunque llevaba ya tres años como ministro de Agricultura y Pesca, había viajado mucho por el extranjero y apenas estaba «visto» dentro. Para la inmensa mayoría era un rostro nuevo. También desde La Zarzuela se solicitó discretamente algún indicativo de su estimación dentro del partido. La respuesta obtenida venía a decir que Jaime era un hombre muy bien valorado, abierto, no alineado en ningún sector, sin camarillas, abierto, sin malquerencias. Y dos trazos interesantes: en el partido, «lo mismo va con unos que con otros»; en el Gobierno, «no es de plastilina: ha sido capaz de dimitirle a su ministro un par de veces, y Abril tuvo que darle razón».

Esa aceptación se vio sorprendentemente reflejada en el II Congreso de Palma, cuando se realizaron las votaciones con listas abiertas. De los 1290 compromisarios presentes, el más votado fue Adolfo Suárez: 1281 votos. Y a continuación, Jaime Lamo de Espinosa con 1245 votos, sin haber movido un dedo, porque no se presentaba a nada. Y aunque las comparaciones son odiosas, sirven como tabla de proporción. En esas mismas listas abiertas, Paco Ordóñez, líder socialdemócrata, dos veces ministrísimo, de Hacienda y de Justicia, barón y cabeza de un potente núcleo contestatario, apenas obtuvo cuarenta y dos votos.

Un día, sin que hubiera transcurrido mucho tiempo, alguien del entorno del Rey le dijo a Jaime Lamo: «Tú estuviste en el bombo para ser presidente del Gobierno, pero chisssssst…»

Pérez-Llorca hubiese sido otra opción liberal muy interesante. Iba de nadador solitario, rehuyendo que aquello recayera sobre él. Y recuerda esa tentativa del Rey:

Después de las reuniones de los sanedritas y antes del Congreso de Palma y de las consultas regias, en el entretiempo, cuando ya en UCD se había votado a favor de Leopoldo, aunque sin ningún entusiasmo, se ve que al Rey no le hacía demasiada gracia que el «sucesor solución» fuese Leopoldo. Monárquico, sí, pero de los de Estoril. Culto, elegante, experto en temas económicos e internacionales, pero estirado, engreído, protocolario, riguroso y nada simpático. El día 1 o el 2 de febrero, el Rey me llama por teléfono:

—José Pedro, ¿puedes venirte por aquí? Quiero que hablemos de este asunto del nuevo presidente.

—Señor, eso ya lo tenemos decidido dentro del partido.

—Bueno, pero todavía no hay una decisión oficial, falta lo que disponga vuestro Congreso y faltan las consultas de líderes aquí en Zarzuela; y yo querría verlo despacio contigo.

—No sé, Señor, pero yo creo que… es mejor que eso no lo movamos. Está decidido ya dentro del partido y no ha sido nada sencillo. Si voy, si subo a Zarzuela, se va a saber y pensarán que estoy enredando.

Para mis adentros me dije: «Eso, en el mejor de los casos; porque lo más comprometedor será que piensen y digan que quien enreda es el Rey». No fue un trago fácil decirle al Rey que no subía a verle. Y desde luego, lo que percibí muy claro fue que el Rey no quería a Leopoldo de presidente del Gobierno[51].

Suárez y un discurso en el que el Rey es nadie

El Rey le había encarecido a Suárez que esperase y no comunicara todavía la dimisión. Se enfadó cuando supo que, antes que a él, se lo había dicho a sus barones, lo cual era como darle tres cuartos al pregonero. También le había molestado que buscase en Sabino un testigo, un notario fehaciente de que iba a dimitir por su propia voluntad.

Como desde que Suárez le anunció al monarca su intención de dimitir, pasaron varios días, el Rey empezó a inquietarse por si Adolfo hubiese pensado otra cosa. Por su parte, también él se retranqueaba en su promesa de darle título nobiliario. En realidad, el Rey quería aceptar la dimisión sin vuelta de hoja, pero que no se supiera «hasta que yo diga».

Hubo en esos días otro signo externo que evidenciaba también el deseo regio de demorar la dimisión. En cuanto a la concesión a Suárez del título noble, el Rey encomendó la negociación a su íntimo amigo y embajador en «misión especial» Manolo Prado y Colón de Carvajal. Suárez propuso a Alberto Recarte, uno de los «hombres del presidente» con despacho en La Moncloa. La discusión estaba en que Suárez quería un ducado, y el Rey le ofrecía un marquesado; Suárez quería el ducado de Ávila, y el Rey contestaba que ése era un título de la Corona, sólo para miembros de la familia del Rey, que pensara en otro nombre; Suárez lo quería transmisible a sus herederos y con grandeza de España, y el Rey oponía la condición de que entonces debía abandonar la política, como hicieron Torcuato y Carlos Arias. Pero de pronto Manolo Prado pretextaba que le había surgido algo y no le era posible reunirse con Recarte. El Rey no debía de tener mucha prisa. Ni muchos deseos. A cierto ex ministro le confesó: «El título ducal, ¡tenía que dárselo, porque él me lo pedía, me lo pedía, me lo pedía como si fuera un derecho suyo!»[52].

Y de vez en cuando, el Rey protestaba —según contó Sabino—, como si se hubiera arrepentido de su promesa. «¿Y por qué tengo que dárselo?» Manolo Prado le contestaba: «Tiene que dárselo, señor: lo ha prometido, y eso es palabra de Rey». Un argumento que a Don Juan Carlos le ponía firme desde el talón hasta el último rizo de la cabeza: se lo habían inculcado su padre y su primer preceptor, Eugenio Vegas Latapié, desde que era un niño de cuatro años, y más adelante el general Martínez Campos, duque de la Torre: «La palabra de un príncipe, y no digamos la palabra de un rey, nunca puede ser de quita y pon, un rey se obliga con su sola palabra».

Estuvo inquieto el Rey toda la tarde del día 28 y la mañana del 29. «Sabino, ¿tú sabes qué piensa hacer Adolfo?»

Cuando nos llegó a Zarzuela la información «confidencial» de que la plana mayor de RTVE se preparaba para ir con equipos a La Moncloa, el Rey entendió que Suárez se disponía a soltar el notición. Y como le había dicho que lo guardara en secreto, se puso hecho un trueno. «¡Pues no le doy el ducado y que se joda!»[53].

Era chocante ese interés del Rey por silenciar una dimisión que venía deseando y, de hecho, había provocado. Sólo se explicaba en una estrategia de ganar tiempo, margen para que se formalizase la moción de censura que estaban maquinando y se pudiera plantear y ganar, con el presidente todavía en el cargo, forzando así su dimisión y el relevo automático por el «candidato consensuado». O para que entre las fuerzas parlamentarias amalgamasen un respaldo mayoritario, y que el Rey pudiera elegir a Armada en su ronda de consultas.

Eduardo Navarro, asesor del presidente Suárez, apuntaba otra posible razón: «Teniendo ya la dimisión firmada y guardada en un cajón, quizá el Rey quisiera retener a Adolfo sólo unas semanas, para hacer las cosas por pasos contados, dando tiempo a que Armada viniera a Madrid, a su destino, y se neutralizara el tema conspirativo militar del golpe duro. De ahí, tal vez, la afirmación reiterada de Suárez a sus barones y ministros, “la situación militar os la dejo arreglada”. Y también, dar un tiempo para consensuar con los poderes fácticos y con la oposición parlamentaria el candidato alternativo a Suárez, fuera Leopoldo, o fuera quien fuera… Lo que parece claro es que el Rey quería ser él quien llevase el control de la situación».[54].

Sabino se personó en La Moncloa para inquirir de parte del Rey cuándo se haría pública la noticia y conocer el contenido del mensaje. También quería saber cómo iba el texto para el BOE donde se justificaba la concesión del título ducal y estudiar con el equipo de Suárez la cuestión de las consultas del Rey. Pasó al despacho de Adolfo y leyó el texto de la concesión del ducado. Volvió a leerlo y luego comentó: «No sé, Adolfo, yo creo que los que lo han redactado deberían limar un poco el ardor de elogios hacia ti y mencionar algo más al Rey. Si no, queda como si todo lo hubieras hecho tú, y él no hubiese tenido arte ni parte en traer la democracia. Quizá convendría dejar constancia de cómo te designó al elegirte en la terna, porque aquello fue una apuesta de riesgo y de confianza, como tú mismo has dicho mil veces».

Le enseñaron también el discurso de dimisión que el presidente iba a pronunciar por RTVE esa misma tarde.

—¿Me las he saltado, leyendo de prisa —preguntó Sabino—, o no hay referencias al Rey?

—No, no hay ninguna —contestó Suárez—. Hay una mención importante de mi lealtad a la Corona.

—Sí, ya veo, pero entre una batería de lealtades: a España, a la democracia, a la UCD, a la Corona, y a tu propia obra…

Pidió una copia para el Rey. Iba verdaderamente de «censor real». Pero Adolfo, astuto, se había guardado algunas prendas en el depósito de su estilográfica. Luego las añadiría a mano.

El texto que se llevó Sabino era el que se había elaborado en La Moncloa. Pero, poco antes de la grabación televisiva, Suárez introdujo algunos cambios. En el original, se despedía con una referencia a Dios —«que Dios siga siendo generoso con todos nosotros y con España»—, y la cambió por otra más laica, que sonara menos a mensaje de Navidad, y más en la línea sencilla y civil de todos sus discursos televisivos o parlamentarios: «Muchas gracias a todos y por todo».

Y otras dos interpolaciones, éstas importantes, que darían mucho que hablar y mucho que conjeturar: «Me voy sin que nadie me lo haya pedido» y «yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España». Engatilladas entre líneas, de su puño y letra, porque quería decirlas[55].

Era un binomio lógico que al buen entendedor le aclaraba el porqué de su dimisión: «Me voy sin que me lo pida el único que podría atreverse a pedírmelo, el Rey. Y me voy para que mi permanencia no provoque a los únicos que podrían interrumpir y colapsar la democracia: los militares». Es decir: «Me voy para librarles a ustedes de algo nefasto».

Unos párrafos antes, Suárez confesaba que dimitir no era «una decisión fácil» pero que «hay encrucijadas, tanto en nuestra vida personal como en la historia de los pueblos, en las que uno debe preguntarse serenamente si presta mejor servicio a la colectividad permaneciendo en su puesto o renunciando a él». Y, tras ese examen de conciencia ético, se respondía en voz alta: «He llegado al convencimiento de que hoy, y en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la presidencia».

En la explicación de su adiós no decía por qué se iba, más bien enjaretaba una retahíla de razones que no eran la causa de su dimisión, sino una batería de «no razones»: «No me voy por cansancio, no me voy por haber sufrido un revés, no me voy por temor al futuro». Y en ese punto daba un quiebro: «Me voy porque las palabras ya no son suficientes y hay que demostrar con hechos lo que somos y lo que queremos». Un paso más: quiere que su renuncia sirva como «revulsivo moral» y haga posible un cambio de conductas en la clase política española.

Y tras punto y seguido, una gran pista: no quiere que el precio de su continuidad lo pague el pueblo; por eso su decisión de irse «es tan firme como meditada». Es decir, está dispuesto a pagar el precio él, con su renuncia. Pero el precio ¿de qué?, ¿por qué?, ¿para evitar qué? Y ahí, las dos «frases linterna» añadidas a última hora: «Me voy sin que nadie me lo haya pedido»; porque «no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España».

Ese «nadie» sólo podían ser los militares o el Rey. O los militares y el Rey. Podían, sin deber poder.

En ese juego de prestidigitación del político inteligente que no mostrando muestra y no diciendo dice, Suárez consigue que la gente entienda que se va porque un «nadie», quienquiera que sea, le ha pedido que se vaya. O que un «nadie», quienquiera que sea, se lo iba a pedir, y él se quita de en medio antes de que se lo pidan. Él paga el precio por evitar un doloroso destrozo. Es el heroísmo de la renuncia. El heroísmo de la retirada. «Una sola cosa tiene asegurada el héroe de la retirada: la ingratitud de la patria»[56].

El sexto sentido popular, malpensón y acertador, captó que ahí estaba la clave de la enigmática dimisión. Algo, y algo muy serio, había ocurrido entre Suárez y los militares, o entre Suárez y el Rey. O algo muy serio había estado a punto de ocurrir. Y sospechaban sombras de borboneo.

En verdad, el monarca se lo había puesto en bandeja, haciéndole sentir la presión de un descontento y una irritación militar que de un momento a otro podían desembocar en un golpe de Estado. Ésa era la revelación —y ése el aviso— que latía bajo la piel de su mensaje de despedida. «Me voy sin que me lo pidan… Me voy para que no se trunque abruptamente este sistema de libertades por el que he sufrido un tremendo desgaste… pero ha valido la pena». Raya y total: «Si mi sacrificio sirvió en su día para construir la democracia, éste de ahora ha de servir para que no la destruyan»[57].

Van a grabar el discurso. El despacho se ha convertido en un set lleno de focos, cables, micrófonos jirafa, cámaras y operarios. Cabizbajos y con caras de circunstancias, los espectadores de fila cero: Amparo Illana, su hija Marian, Fernando Abril, Rafael Arias-Salgado, Josep Melià, Rosa Posada y Calvo-Sotelo, que ha llegado tarde y, de puntillas, se ha sentado lejos. Adolfo ha dicho que no le maquillen. Quiere que se le vea como está, demacrado, ojeroso, exhausto y quizá craquelado por dentro. Pide un vaso de agua y se lo bebe entero antes de empezar. Sonríe a Amparo. Mira a los técnicos: «Cuando quieran ustedes». Son las cuatro y cuarto. Silencio. Respiraciones contenidas. El regidor dice: «¡Vamos!» Más espeso el silencio. Tensión. Suárez se saca un poco los puños de la camisa. Sobria la expresión, brillante la mirada, pasando del teleprompter que le sirve su texto al piloto rojo de la cámara. El rostro más anguloso que nunca y la nariz como una proa cortando la mar. Arranca:

Hay momentos en la vida de todo hombre en los que se asume un especial sentido de la responsabilidad… Hoy la responsabilidad que siento me parece infinitamente mayor.

Aunque el discurso ha tenido tres autores, Pío Cabanillas, Josep Melià y Rafael Arias-Salgado, Adolfo lo ha hecho suyo y lo dice de un tirón, como si en ese instante le subiera de las entrañas a la boca. No declama, habla en primerísima persona para la historia. Se está sacrificando, pero no quiere victimizarse, tampoco quiere acusar a nadie. Anuncia su dimisión irrevocable como presidente del Gobierno. Doce minutos.

«Perfecto. Vale todo. No hay que repetir», es de nuevo la voz del regidor.

Suárez, todavía deslumbrado por los focos, ve que Fernando Abril, sentado en el mismo sofá que Melià, se ha quitado las gafas para secarse los lagrimones.

Felipe González: «Espero que La Zarzuela no haya intervenido en esta crisis»

A las 17.15, Consejo de Ministros. No tocaba. Alberto Aza ha avisado uno a uno a cada miembro del Gobierno sin decirles que sí habrá: «El presidente quiere verte». Como algo personal.

Suárez les informa. Lo saben ya casi todos, unos porque son del comité ejecutivo de la UCD y otros porque Europa Press ha madrugado la noticia a las tres de la tarde.

El trámite es rápido, oficialista y escueto. «He presentado mi dimisión irrevocable a Su Majestad el Rey, y me la ha aceptado…» En diez minutos vuelve a recitar el albarán de las pérdidas del naufragio: «He perdido la confianza de los poderes fácticos, he perdido la aceptación en la prensa, he perdido la legitimidad ante la oposición, he perdido la credibilidad en buena parte de nuestro electorado…» Esta vez añade a la suma un motivo que como hombre y como político le atraviesa de arriba abajo: «He perdido a mi propio partido». Una vez más, la explicación es ambigua y poco convincente. Guarda su secreto.

Inoportunamente, Agustín Rodríguez Sahagún pide la palabra y anuncia el nombramiento de Armada como segundo JEME. Suárez le fulmina con la mirada.

—Presidente, sé que un destino militar se hace por orden ministerial y no ha de traerse al Consejo de Ministros, pero es que éste… ¡me lo ha pedido el Rey!

—Los nombramientos y destinos militares —le responde Suárez cortante— los decide el Gobierno, no el Rey. Y ya que ha salido el tema, quiero que conste mi disconformidad. —Mira a Rafael Arias-Salgado, a quien incumben las actas del Consejo, como ministro de la Presidencia—. Ese nombramiento se ha hecho a mis espaldas, sin mi consentimiento y en contra de mi criterio claramente expreso[58].

No hay abrazos ni apretones de mano. El Gobierno continúa en funciones. Lentamente y circunspectos van saliendo los ministros. Uno de ellos, Juan Antonio García Díez, que ni es sanedrita, ni barón, ni élite, es un simple ministro de Economía y Comercio, de los que curran y no politiquean, murmura para sí mismo: «¡Nos lo hemos ganado a pulso!»

Al terminar el Consejo, Suárez localiza a los líderes políticos para comunicarles por teléfono su dimisión y que Calvo-Sotelo es el candidato acordado por los órganos directivos de la UCD. No habla con Felipe González porque está en París y de ahí viajará a Barcelona. Informa a Alfonso Guerra, a Fraga, recién llegado de Venezuela, a Roca, a Carrillo…

—Adolfo, ¿te vas por presión de los militares? —le pregunta Carrillo. He oído algún rumor preocupante en ese sentido…

—¡Que no, Santiago, que no! —responde Suárez—. Te aseguro que los militares están tranquilos…

También en esa breve conversación, Carrillo le adelanta: «Dile a vuestro candidato Calvo-Sotelo que ya puede prepararse, porque no vamos a recibirle de rositas. Más bien le haremos la vida imposible, porque derrota hacia el partido de Fraga. Mi impresión es que pasa de política, o la mira desde lejos, sin intervenir, sin mojarse. Parece el pasota de la UCD. La verdad, lo tendríais todo “atado y bien atado”, Adolfo, pero yo a este señor no le veo como al jefe de Gobierno que pueda devolver la confianza al país».

Como hay buena sintonía humana entre los dos, Carrillo se permite darle un consejo político, que pocas horas después lo dirá en público: «Con esta crisis económica tan aguda y con el peligro latente de involución, aunque tú me digas que los militares están tranquilos, UCD necesita un gran refuerzo parlamentario: no deberíais negaros, no digo ya a un Gobierno de unidad, pero sí a una coalición de Gobierno con el PSOE. Nosotros desde fuera apoyaríamos»[59].

Felipe González interrumpe su estancia en Francia —debía asistir a un acto de intelectuales franceses e hispanoamericanos— y en Barajas, improvisando a bote pronto, declara a la prensa: «Creo y espero que La Zarzuela no haya intervenido en esta crisis». Confiesa que «no tenía ni idea de que Suárez pensara dimitir». Descarta «sinceramente, cualquier presión del estamento militar, o cualquier causa externa a la propia UCD». Recomienda «calma y serenidad», y que «quien se sienta tentado a aportar su solución para este momento, se la guarde en el bolsillo». Todo ello con cierto aire de superioridad y dominio. Pero como están en un pasillo de tránsito internacional, con mucho ruido ambiental y megafónico, concluye rápido valorando la noticia de la dimisión como «buena para la democracia; y no lo digo por oposición a Suárez, sino porque es normal que, cuando un Gobierno no funciona, y no funciona reiteradamente como éste, su responsable máximo tome la decisión de dimitir»[60].

Pero al día siguiente, después de reunirse con los mandos socialistas, da ya un diagnóstico de lo que debería o podría ocurrir a partir de ahora: «UCD es un partido dividido y en crisis, está en condiciones casi de incapacidad para ofrecer soluciones estables a un país que atraviesa una situación grave; por tanto, corresponde al PSOE, como partido mayoritario de la oposición, buscar y ofrecer al país la solución». Así, pues, el PSOE está exento del consejo de «guardarse su solución en el bolsillo» que el propio González había recomendado medio día antes en el aeropuerto. Y no deja en el tintero una sugestiva advertencia: «Es obvio que la candidatura de Calvo-Sotelo no es la que el PSOE puede ni debe apoyar. Pero he de aclarar que el candidato a la presidencia del Gobierno lo propone el jefe del Estado, el Rey, después de consultar con los grupos parlamentarios. Así que no nos precipitemos, Calvo-Sotelo no es más que una de las alternativas».

Parece muy esperanzado en la trigonometría que resulte de esas consultas regias. Incluso afirma con aplomo que piensa que tal vez el Rey le confíe el encargo de formar Gobierno[61]. Está preparando al paisanaje. No ha perdido un segundo en ofrecerse al monarca para empastar una coalición de Gobierno PSOE-UCD, presidiéndola él[62]. Y Alfonso Guerra le refuerza: «Con el encargo del Rey, Felipe obtendría el respaldo de más de doscientos diputados»[63].

Es evidente que el PSOE, por su avidez de gobernar, lo mismo traga un golpe de timón con un Gobierno de batiburrillo multicolor presidido por el general Armada, en operación alentada por La Zarzuela —flagrante contradicción con las palabras de Felipe en Barajas: «Creo y espero que La Zarzuela no haya intervenido en esta crisis»—, que ignora la voluntad de las últimas urnas, urnas en vigor, y que el turno legítimo de gobernar corresponde a la UCD. Por lo cual, en el caso de que se pactase una coalición, tendría que ser a iniciativa de la UCD y en torno a ésta, por ser el partido con más escaños en el Parlamento. La democracia no es carisma, es aritmética.

Nada más hacerse pública la renuncia de Suárez, se disuelve la huelga de controladores, como si el discurso dimisionario hubiera sido un sortilegio. Normalizado el tráfico aéreo, la UCD fija su II Congreso los días 6, 7 y 8 de febrero. No antes, para que el Gobierno permanezca en Madrid mientras los Reyes y el Príncipe de Asturias afrontan su imprevisible visita a Euskadi.

El Rey ha iniciado inmediatamente las consultas con los grupos parlamentarios, previas a la designación del sucesor. El 30 de enero recibe a Adolfo Suárez, que en nombre de la UCD presenta la candidatura de Calvo-Sotelo; a Felipe González, «dispuesto a asumir el Gobierno, si fuera necesario»; a Carrillo, «contrario a una coalición de UCD con la derecha, pero partidario de un Gobierno UCD-PSOE al que los comunistas ayudarían parlamentariamente»; y a Fraga, muy comedido, que ofrece su fórmula de siempre, «la colaboración de nuestro pequeño grupo para formar una mayoría natural con UCD en beneficio de España y de la Corona». El sábado 31, acuden a La Zarzuela las restantes minorías: Miquel Roca, de CiU; Marcos Vizcaya, por el PNV; Alejandro Rojas Marcos, del Partido Socialista de Andalucía; Juan María Bandrés, de Euskadiko Ezkerra; y Blas Piñar, de Fuerza Nueva, que pide «hacer otra Constitución y olvidarnos de este engendro».

Ante la confusa situación del partido gobernante —una palestra combativa de tendencias enfrentadas, y con un candidato controvertido desde el instante cero—, el Rey decide aplazar la ronda hasta que la UCD celebre su congreso «y entre ellos decidan a quién quieren apoyar como candidato». La reanudará y concluirá el día 6, cuando regrese de Euskadi.

Armada a Milans: «Recuerda, tú y yo no hemos hablado ¡nunca!»

La sorpresiva dimisión de Suárez y la consiguiente salida de Gutiérrez Mellado dejaron a los golpistas sin argumentos para una sublevación, y a Armada y sus secuaces sin adversario contra quien disparar la moción de censura. Desconcertado ante tal cambio de escenario, Milans del Bosch convoca para el domingo 1 de febrero a los que se juramentaron con él el 18 del mes anterior en el piso de General Cabrera número 15 en Madrid. Su exposición es muy breve:

—Señores, en vista de lo sucedido, la cosa queda congelada sine díe. Como ya no va a haber moción de censura, ¿a qué dar un golpe en las Cortes, si allí no habrá nadie?

Poco, o muy de pasada, había leído Milans la Constitución que pretendía abolir. De otro modo, sabría que a presidente depuesto, presidente investido; y esa sesión de debates para otorgar la confianza y la investidura requeriría que el pleno del Congreso se reuniese en breve plazo y como mínimo en dos sesiones.

Pero el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero no lo veía así. Él, en su paranoia de Comandante Cero tricorniado de charol, estaba empeñado en secuestrar los poderes del Estado asaltando el Parlamento. «Lo tengo todo pensado. Los planos, al milímetro… sólo necesito un pleno del Congreso para meter España en cintura».

Acabada la reunión, Milans le pregunta a su amigo el general Carlos Alvarado:

—¿Has venido en coche? ¿No? Pues te llevo hasta tu casa, porque me queda de paso para tomar luego la carretera de Valencia, y así te comento algo.

Ya dentro del vehículo:

—Carlos, esto no se lo he dicho a nadie, absolutamente a nadie. —Bajó la voz para que el conductor y el escolta no oyeran—. No sé qué va a hacer ahora Armada, ni qué le dirán que haga… ¿Me explico? Creo que el próximo presidente del Gobierno será él, y ya tiene hasta la lista de Gobierno hecha. Un Gobierno de concentración con gente de todos los partidos políticos, incluso varios socialistas y algún comunista, y dos o tres independientes. Hombre, a mí no me gusta mucho la idea de todos esos juntos; pero en fin, si ya se ha tomado esa decisión, yo la acepto sin más. Lo importante es que esto se arregle.

—¿Tú de qué vas en ese Gobierno?

—No, no, yo no voy de ministro de nada. A mí me nombran presidente de la JUJEM, dentro de los muchos cambios militares que va a haber.

Cuando están a punto de llegar a casa de Alvarado, Milans se gira un poco hacia su amigo y, en tono aún más confidencial, le dice:

—Lo que son las cosas, el único cargo que queda por cubrir es el de ministro de Defensa. A ti, Carlos, ¿te interesaría? Porque si quieres yo le hablaría a Armada.

—Muchas gracias, Jaime, pero la política no va conmigo. Yo soy militar-militar y prefiero estar al mando de unidades. Es con lo que disfruto. Además, no me puedo imaginar la escena: tú, como presidente de la JUJEM, tendrías que cuadrarte ante mí, si yo fuese tu ministro de Defensa. ¡Vamos, venga![64]

Ni en las declaraciones de Armada al juez instructor de la causa del 23-F, ni en las que hizo después durante los juicios de guerra, ni en su puntillosa agenda escrita con rotulador de punta fina azul, volcada luego en su libro de memorias Al servicio de la Corona, aparece rastro alguno de contacto personal entre Armada y Milans. Desde las conversaciones, interrumpidas por el almuerzo, en Capitanía de Valencia el 10 de enero, es como si no hubieran vuelto a verse, ni a comunicarse directamente, hasta el día siguiente al golpe, el 24 de febrero, por la tarde, en el antedespacho de Gabeiras, en el palacio de Buenavista, cuando se le iba a comunicar a Milans su destitución y arresto. Sin embargo, dirigían entre ambos una operación con «mando bicéfalo», según la expresión del comandante Cortina. Y Milans envió tres veces como enlace al coronel Ibáñez Inglés, para trasladar a Armada mensajes muy escuetos, telegráficos. Pero toda esa información «sensible» sobre la lista de Gobierno, sus apalabrados ministros, Milans la había recibido directamente de Armada: «Me lo ha dicho Alfonso».

La tarde del arresto de Milans —reveló años después Sabino Fernández Campo—, estando Milans ya detenido en el Ministerio de Defensa, en el cuarto del oficial de guardia, esperando a que le reciba el ministro, se produce una llamada de Armada a Milans. Ese teléfono está intervenido, y por eso se sabe lo que hablaron: «Jaime, tenemos que estar de acuerdo y ser unánimes en un punto esencial y no salirnos de ahí: entre tú y yo no había ninguna operación acordada, ni ningún plan en marcha; nuestra actuación se produce sólo cuando Tejero entra en el Congreso, motivada por la entrada de Tejero en el Congreso. Hasta el momento del asalto, ni tú ni yo sabíamos nada de que este hombre planeaba esa acción. Y, a la vista de los hechos, ante la grave situación creada en Madrid, tú, Jaime, intervienes en tu región, y yo intento remediarlo acudiendo al Congreso en nombre del Rey. Pero de todo lo demás, tú y yo no hemos hablado ¡nunca!»

El oficial de guardia escuchó la conversación y enseguida informó sobre ello[65].

El propio Armada, justificando que su menester era el de informarse de los golpes en preparación y dar noticia al Rey, escribió y declaró: «Yo fui un informador del Rey. Yo iba informándole de todos mis contactos, de lo que veía venir, de mis conversaciones con Milans…»[66].

Y ¿dónde tenían esas conversaciones, ya que los dos procuraban que pasasen inadvertidas? En un punto a mitad de camino entre Valencia y Lleida: San Carlos de la Rápita. En la calle que flanquea el puerto hay una casa vieja con bar. La planta de arriba es la vivienda de los dueños. Un piso pequeño. En el comedor de esos señores, a resguardo de la vista de la gente, ahí se encontraban y comían los dos generales[67].

Armada ya es imparable

Armada se enteró de la dimisión de Suárez durante una demostración de armamento en Campo de San Gregorio, en Zaragoza, atendiendo a unos saudíes interesados en la compra de armamento. Durante el almuerzo, un general le comentó que un piloto de helicópteros acababa de oír por la radio que Suárez había dimitido. Se dirigió al helicóptero y desde ese momento sólo estuvo atento a lo que fuera diciendo la radio. No esperaba esa noticia. ¿Se quebraba la burbuja de su ambición con el adiós a quemarropa de Suárez? ¿O tenía que ser así el «cambio de peones»?

El martes 3 de febrero, a las ocho y media de la mañana, cuando Armada entraba en su despacho del Gobierno Militar de Lleida repiqueteaba el teléfono por su línea directa. Se apresuró a descolgarlo.

—¿Alfonso? Soy Sabino. Estoy con Sus Majestades en Barajas haciendo tiempo hasta que despeje la niebla en el aeropuerto de Foronda… Sí, vamos a ver qué nos reservan los del norte. El Rey quiere hablarte, te dejo con él. Un abrazo.

—Hola, Alfonso, tengo una buena noticia y quiero adelantártela. Te vienes a Madrid de segundo JEME con Gabeiras. No lo digas ahí porque aún no ha salido en el BOE, pero ya está firmado el decreto. Saldrá mañana. Supongo que te imaginas lo que he tenido que bregar, pero me da mucha tranquilidad tenerte pronto aquí. Y Gabeiras, encantado el hombre. ¡Enhorabuena, Alfonso![68].

Después, le telefonearon sucesivamente el teniente general Gabeiras y el ministro Rodríguez Sahagún. Armada se hizo de nuevas, por no descubrir al Rey.

Rodríguez Sahagún le apremió: «Mira, tengo que irme a Palma, para nuestro Congreso de UCD, pero me gustaría verte antes. ¿Puedes venirte hoy mismo?»

También ese día 3 viajaba a Lleida en su Volkswagen el coronel Ibáñez Inglés para informar a Armada de que «visto el cambio del panorama, el general Milans nos reunió anteayer y nos dijo que todo quedaba suspendido o aplazado sine díe».

—Pues disculpa, Diego, que no te atienda como mereces, pero me pillas con un pie en el estribo: salgo ahora mismo hacia Madrid. Me llama el ministro…

—Milans quiere que te transmita que está teniendo noticias decisivas desde Madrid: lo de tu presidencia del Gobierno va. Es un hecho cantado.

—Sí, cuento con todos los apoyos fácticos; pero va a ser una papeleta difícil para mí. Así que, Diego, ¡rézale a la Virgen de los Desamparados!

Estaba exultante.

Lo importante que Ibáñez Inglés debía transmitir a Milans era que «la dimisión de Suárez, la caída impepinable de Gutiérrez Mellado, y mi destino como segundo JEME son los movimientos de peones que esperábamos. La operación del golpe de timón por pasos contados sigue su marcha».

Armada no iba a cejar. Dos días antes de que los Reyes salieran hacia Euskadi, hizo llegar al monarca un informe «importante y urgente», utilizando cuatro sucesivos «correos del zar»: el comandante José Luis Pérez Sánchez, los coroneles José Ignacio San Martín y José Ramón Pardo de Santayana y el general Sabino Fernández Campo, que es el buzón definitivo.

Pardo de Santayana por teléfono le resume a Sabino la sustancia del texto:

—Es un documento bastante largo… No lo hemos hecho nosotros. Sospecho que puede haber tenido alguna intervención Alfonso Osorio, pero no sé más. A San Martín y a mí nos parece que quien debe conocerlo es el Rey; y a ser posible, antes de viajar al País Vasco. En conclusión, el texto viene a decir que, aunque Suárez haya dimitido y UCD haya señalado a Leopoldo como sucesor, hay que buscarle una orientación distinta al próximo Gobierno, y nombrar presidente a Armada. Armada realizaría una evolución de la democracia por buenos senderos: en el tema económico, en las autonomías, en moral social, combatiría con más eficacia el terrorismo, pum, pum, pum, etc.

Ese «pum, pum, pum» es una onomatopeya del golpe de martillo, bastante expresiva de una acción autoritaria que «reconduzca» la democracia descarriada hacia los «buenos senderos».

—Dejádmelo en la caseta de seguridad de Somontes —respondió Sabino—. Yo lo recogeré. Me interesa muchísimo[69].

Sí, Armada ya era imparable.

Tampoco desistían los epígonos de Armada, ni los que recibieron sus ofertas y promesas. Ni su staff maquinador. No se rindió el comandante Cortina: «¿O acaso va a ser Suárez el contragolpe de todos los golpes, con un amago de dimisión, para que nada cambie y todo siga igual?» No se rindió. Arreció. Once veces subió Cortina a La Zarzuela a ver al Rey en ese mes urgente de febrero. Once veces. ¿Para qué? No, no se rindió. Metió la quinta en sus motores y aceleró. En las vísperas del golpe, el sábado 21 de febrero, Tejero le dirá a Milans por teléfono: «Esto hay que hacerlo, mi general: hay un comandante que empuja».

Armada debía de pensar que el respaldo a Calvo-Sotelo no era sólido y que, por la fragilidad interna de la UCD, no garantizaba estabilidad; en cambio, su propia opción podía ser mucho más fuerte con la suma de los votos de la derecha de Fraga, los socialistas, los comunistas y los de un puñado de diputados críticos de la UCD, democristianos, liberales y socialdemócratas. En días distintos, del 6 al 17 de febrero, antes y después de las consultas regias con los líderes, Armada presionará en el ánimo del Rey para que no se determine sobre la candidatura de Leopoldo. El 10 de febrero, cuando el monarca ya ha comunicado oficialmente a Landelino Lavilla, como presidente del Congreso, que el candidato elegido es Calvo-Sotelo, Armada está todavía convencido de que Leopoldo no será presidente.

Dos apuntes de interés sobre la convicción —y la resolución— que Armada tenía acerca de sus posibilidades presidenciales. El 9 de febrero, cuando el Rey reanudó las consultas con los líderes parlamentarios, Jordi Pujol ofreció a Armada una cena de despedida en el Palau de la Generalitat. En cierto momento, la anfitriona, Marta Ferrusola, le dijo: «Bueno, ahora ya Calvo-Sotelo será elegido presidente del Gobierno». Y el general le respondió con expresión adusta: «Lo dudo mucho, Marta. No creo que Calvo-Sotelo llegue a ser presidente del Gobierno[70].

A la mañana siguiente, Armada todavía en Barcelona, recibió al molt honorable Tarradellas en Capitanía General. Al anotarlo en su agenda, Armada indica que le recibe «por indicación del capitán general Pascual Galmés». Excusatio non petita… quizá porque el molt honorable era el urdidor y propagandista del golpe de timón y de los remedios fuertes. «La conversación que he tenido con Tarradellas —escribe Armada— me ha sido de gran interés, pues desde su experiencia ve el panorama político con claridad. Me parece un gran político». Paradójicamente, como corolario de lo que tanto interesó a Armada en su conversación política con Tarradellas, el molt honorable comentó al salir: «¡Este hombre está lanzado! Me preocupa»[71].

Pero no sólo Armada estaba lanzado. Los que, como Emilio Romero utilizaban sus columnas como púlpitos pregoneros de una «reconducción» con mano dura, seguían en su empeño, y no se conformaban con un relevo democrático y normal en la presidencia del Gobierno. La dimisión de Suárez, por sus parcas explicaciones, no les había resultado excitante. Calvo-Sotelo les hacía bostezar y no les parecía suficiente. Protestó. Parecía presagiar que el golpe encapsulado, el del general del Rey, tenía que irrumpir como irrumpió Pavía, como irrumpió De Gaulle, excitado todavía con el soplamocos final de su paisano Adolfo —«¡ahí os quedáis, y que gobiernen los que no dejan gobernar!»—. En esa línea ansiosa de un vuelco hacia la cuneta anticonstitucional, a los dos días de la renuncia de Suárez tecleó con furia como si aporreara las puertas de palacio: «Después de esta presunta normalidad, hay otro factor que no debo silenciar, y es que aquí están sucediendo cosas que obligan a una remodelación sustancial. Si para esto UCD no proveyera, existiría entonces la vía de “un hombre ajeno y políticamente bendecido”. Un tranquilizador neutral». En ese mismo párrafo, clavó el estilete justo donde dolía la herida de Suárez, exigiendo que el viniente «fuera hombre de clara confianza para la Corona, en primer lugar porque el Rey es el protagonista principal de la restauración democrática, y después porque la relación obligada entre el presidente del Gobierno y el jefe del Estado no autoriza sombras o recelos». Y, convertido en un zahorí de presidenciables, empezó a repasar el género en almacén: «Eché entonces un vistazo a los profesores y a los militares. De profesores me rendí. Los había, pero en la endosfera. Estimulé entonces la imaginación y encontré al general Alfonso Armada». Una vez dicho eso que es lo que le importaba, pontificó: «Hay una realidad que me consta, y es que lo que pasa es tan importante, o tan grave, que no es aceptable ningún continuismo. Un golpe de timón, en la versión Tarradellas, es un golpe de timón. No le demos más vueltas»[72].

Y como puestos de acuerdo —realmente, llevaban meses puestos de acuerdo—, el director de El Alcázar, Antonio Izquierdo, lo había expresado aún con menos sutileza el día anterior en su artículo «UCD busca un general». Tecleado mientras Suárez dimitía, reclamaba ya la inmediata destitución del vicepresidente Gutiérrez Mellado. Un general por otro.

El Rey, abroncado en Gernika

Al fin, el 3 de febrero abrió la niebla en Foronda y el Mystère del Rey despegó hacia el norte. Un viaje difícil, que no podía, que no debía demorarse. Era preciso afrontarlo. Y el Rey lo hizo echándole coraje. Ir a Euskadi era una gran asignatura pendiente. Era ir a la España esquizoide que en Loyola echaba las campanas a volteo y en Vitoria pintarrajeaba las paredes con graffiti de Erregeak Kanpora!, «Reyes fuera», a la calle. La España vasca que en la plaza de Moyúa aclamaba la presencia de los Reyes y dos calles más allá desplegaba ikurriñas gritando gora Euskadi ta askatuta! o «Reyes no, amnistía sí».

Era necesario ese encuentro cuerpo a cuerpo, fervoroso y hostil, con unos hombres que en los Altos Hornos de Barakaldo y Sestao se apretujaban para fotografiarse con el Rey, y que en Azkoitia y en Atxondo le exigían: «¡Danos las doscientas millas libres! ¡Suéltanos a nuestros presos!» Sí, era necesario que el Rey pisara con naturalidad aquel trozo de España, sin dar ni pedir nada, sin regalar indultos ni mendigar aplausos. Los «negocios» de un Rey en su patria y con su gente tienen que ser sencillamente eso: un encuentro pie a tierra con el pueblo, díscolo o amante.

Ir a Euskadi era un gesto de reinado. Nada más. Y el Rey tenía que hacerlo. Un rey es símbolo y presencia. Por eso reinar es estar. Y el Rey estuvo.

El macero gritó Erregeak! ¡Siglos que esa palabra allí no se decía! «¡Los Reyes!» ¡Cuántos años, siglos, que esas palabras allí no se decían! La Casa de Juntas, una herradura de asientos prietos y oscuros rezumando historia del señorío vizcaíno, se venía abajo de la ovación. La trompetería de miñones hacía sonar el «Agur jaunak», de salutación, como siglos atrás los antepasados de estos junteros de ahora recibían a los Reyes de Castilla, que al atravesar el umbral de «este sagrado recinto del árbol milenario…», y sólo después de jurar los fueros «so el árbol de Gernika» empezaban a ser señores de Vizcaya…

La Cámara los ovacionó en pie. Pero una veintena de junteros de Herri Batasuna permaneció sentada, y cruzada de brazos y con ropas de venir de arar. El Rey se fijó en ellos al entrar, mientras avanzaba hacia el estrado.

Luego sobrevino el incidente. Estaba preparado. Y el Rey lo sabía. No hubo sorpresa, pero afrontó el trago. Desde la víspera le habían preparado en folio aparte unas palabras para apaciguar el tumulto, si se armaba. Mario Onaindia y Ortzi Letamendia se lo dijeron a algunos periodistas: «¡Mañana habrá follón en Gernika! ¡Y bien sonao! Yo le plantearé al Rey el tema de los indultos». «Estaremos presentes, pero en actitud de rechazo. No a la persona del Rey, sino al Estado que él representa. Un Estado que no nos ha devuelto ni nuestras libertades ni nuestra soberanía».

El Rey se dirigió al atril. Apenas acababa de despegar los labios: «Siempre había sentido el anhelo de que mi primera visita como jefe del Estado a esta entrañable tierra vasca…», cuando la veintena de herribatasunos se alzó desde sus asientos. Puño en alto, inmóviles, mirando al techo como iluminados, rompieron a cantar el «Eusko gudariak», el himno antiguo y viril de los guerreros vascos.

Calló el Rey. Un escalofrío recorrió la herradura. La replica surgió inmediata. Dos o tres centenares de políticos de todas las «políticas» allí concentradas estallaron en una ovación caliente, incesante, que parecía sin fin: ocho, diez, doce minutos, con gritos de «viva el Rey», «viva España», «viva Euskadi», «viva Euskadi española y vasca». Una batalla sonora a todo volumen. Un parlamentarismo bronco donde luchaban a voz en cuello los del «Eusko gudariak» repetido una y diez veces, y los de los aplausos que arreciaban sin tregua.

No se alteró el rostro del Rey. Ni la Reina perdió la sonrisa. La silla del príncipe Felipe estaba vacía. En la incertidumbre, precavieron que no corriesen un mismo riesgo el Rey y su heredero. Enhiesto como un mástil, sereno, Juan Carlos capeaba el temporal. Al Borbón le salió un gesto de su casta, se giró hacia los bronquistas y, poniéndose la mano detrás de la oreja derecha, les dijo: «¡Cantad más alto, hombre, que eso es bonito y no os oigo!»

No fueron los policías de Rosón, sino los berrotzis, los ertzainas de Garaikoetxea, que ese día se estrenaban, los que sacaron fuera a los reventadores. Quienes tenían que dar la cara, la dieron. Y en aquel preciso instante, se hincó la frontera clara de la distinción entre los demócratas que saben discrepar en paz y los intolerantes que sólo saben imponer su razón. Y fue el Rey, por reales arrestos, quien con su presencia serena, enteriza, levantó el velo de la ambigüedad. Y sólo con ir. Y sólo con estar. Aquella mañana del 4 de febrero el Rey escribió una página crucial y difícil, que no podía quedar en blanco, en la historia de la nueva era. El Rey tenía que reinar también en Euskadi. Y desde aquel día reinó.

Ésa fue la valoración espontánea y coincidente de los cronistas nacionales y extranjeros que cubrieron aquellas cincuenta horas del Rey en las tres provincias vascas. Sin embargo, no faltó el escándalo y la indignación entre los generales de celo amargo que vieron humillación y afrenta donde lo que hubo fue un temple regio y un saber estar[73]. El domingo 8 de febrero, El Alcázar colgaba a toda plana en su pasquín metemiedos «Situación límite». Firmaba el teniente general De Santiago y Díaz de Mendívil, aunque los «negros» fueron Juan García Carrés y el general Cabeza de Calahorra. Un «hasta aquí hemos llegado», indignado y provocador: «En Guernica se insultó a España, al Rey, que ejerce el mando supremo de las Fuerzas Armadas y por tanto se ofendió a quienes nos honramos con sus uniformes»; además, la larga lista de secuestros y asesinatos de ETA son «la prueba evidente de que aquí no hay autoridad y, por tanto, hay que restablecerla». Instaba abiertamente a la solución militar: «Las cosas han ido demasiado lejos. Hay que rescatar y salvar a España…»

El ultimátum iba en serio.

Acabado el periplo vasco, el Rey conversó a solas con Calvo-Sotelo. Fue un examen de intenciones del posible gobernante, y una exposición de las encomiendas o «hipotecas» que, en interés del Estado y en aquellas circunstancias, tendría que estar dispuesto a asumir. Seguirían hablando a la vista de lo que resultase en el Congreso de Palma. Al día siguiente, concluyó la ronda de consultas que había interrumpido y recibió por separado a Joan Reventós y a Txiki Benegas, por el Partido Socialista de Catalunya y de Euskadi. Obedeciendo la consigna evacuada desde Santa Engracia, los dos expusieron el mismo ofrecimiento: «Una coalición de Gobierno fuerte, duradera y estable en torno a un partido, el PSOE, y encabezada por un líder, Felipe González».[74].

El inútil Congreso de Palma

Días 6, 7 y 8 de febrero. El II Congreso de la UCD en Palma será un evento inútil. Los barones, los críticos, los alfiles de las familias políticas ucedistas sólo discutían cuotas de poder y representación en los órganos de dirección del partido. No libraban sus batallas en el terreno ideológico de las ponencias, ni sobre temas concretos de «la política de las cosas». Allí nadie hablaba de política. De soluciones políticas.

Cuando Suárez tuvo que ausentarse y viajar a Madrid por dos hechos luctuosos, el asesinato del ingeniero José María Ryan, secuestrado por ETA, y la muerte repentina de la reina Federica de Grecia, en el auditorio y sus aledaños se produjo un impasse desconcertante. Nadie se atrevía a tomar una iniciativa por sí mismo. Entre tanto reyezuelo de taifa, allí nadie tenía autoridad moral.

Al volver, tampoco tenía cuerpo para meterse en fregaos. El compañero Adolfo, «militante de base», andaba por los pasillos como un alma ausente. No soportaba que le atosigaran si intentaba desplazarse de un lado a otro, agarrándole del brazo o echándosele al cuello sin dejar de preguntarle «¿por qué te vas?», «¿por qué te vas?». No podía, no debía y no quería responder a esa pregunta.

Se quitó de en medio. Se encerró en la suite 652 del hotel Son Vida, o en el despacho que le habilitaron en la planta novena del auditorio donde se celebraba el Congreso. No quería influir: «¡Que se las arreglen entre ellos, ya son mayorcitos! Yo ya he dimitido. Era lo que tenía que hacer. Ahora, que se enfrenten a sus responsabilidades de partido».

Abajo, seguía el mercadeo de puestos, de votos, de cargos, las listas alternativas.

En algún momento, como quien activa un mecanismo psicológico extremo, Suárez envió un recado a los notables, advirtiéndoles: «O dejáis de pensar en vosotros mismos y demostráis que sois capaces de entenderos, o yo me marcho inmediatamente a Madrid, y antes me doy de baja en UCD».

Al fin, el día 8, después de mucho tira y afloja, tras el exhorto de Suárez y el ultimátum de El Alcázar, se logró que el Congreso cerrara filas en torno a Calvo-Sotelo como «el hombre de UCD para la presidencia del Gobierno de España». Era un respaldo de compromiso, ni espontáneo, ni entusiasta, ni mucho menos clamoroso: el candidato más neutral y el que menos rechazos suscitaba.

Los «fontaneros» de Suárez, su gente de más confianza, Alberto Aza, Josep Melià, Lito Delgado, querían comunicarle los resultados de las votaciones, y le buscaron por todas partes. Al fin dieron con él: en la terraza de la novena planta. Pero no se atrevieron a turbar la quietud callada de Adolfo y Amparo. Escondidos de todos, se habían ido allá arriba para estar solos los dos.

«He conseguido salvar del naufragio mi dignidad, que unos y otros me dejasen ser un tío importante para mí mismo. Sólo quiero vivir en paz con mis principios». Fue lo último que dijo. Después, el silencio.

«Yo no soy el rey león»

Los Reyes y la infanta Elena subieron a Baqueira el 6 de febrero. Don Juan Carlos tenía reservada una mesa para cenar con Armada en un restaurante de Arties, cerca del parador Don Gaspar de Portolá. Cuando Armada llega, poco antes de las nueve de la noche, le espera el comandante Sintes Anglada, encargado de transmisiones en la Casa Real. Por radioteléfono han recibido aviso desde La Pleta: «Mi general, ha debido de ocurrir algo importante porque se suspende la cena. Su Majestad le espera en la casa». De camino, por la radio policial oyen que buscan a los miembros de las tripulaciones de los helicópteros. Ya en La Pleta, el Rey está en la puerta: «Alfonso, se ha puesto grave de repente la reina Federica. Le habían extirpado una verruguita en un párpado, nada importante, pero…» El marido de la infanta Margarita, Carlos Zurita, que es médico, ha explicado al Rey lo ocurrido. Al parecer, en la clínica La Paloma, y durante el postoperatorio de una intervención muy sencilla en un párpado, le ha sobrevenido un infarto de miocardio múltiple y ha fallecido en el acto. A la reina Sofía sólo le dicen que se ha complicado la operación, que su madre está mal y conviene que regrese a Madrid. Zurita se encarga de las gestiones: para evitar trámites burocráticos, la trasladarán en ambulancia a La Zarzuela y oficialmente se dirá que ha muerto en palacio.

Armada y el Rey acompañan a la Reina a Vilaller, donde aguarda el helicóptero. De ahí viajará sola a Lleida y ya en avión a Madrid. Resulta chocante que el Rey, sabiendo la verdad, en lugar de regresar con su mujer, se quede en Baqueira. Mucho interés debía de tener en conversar a solas con Armada. En La Pleta, la infanta Elena les hizo unas tortillas francesas y ensalada, y los dejó hablando hasta las tres de la madrugada[75].

Del mano a mano entre el Rey y Armada durante tantas horas no hay datos, sólo suposiciones. Era la primera vez que se encontraban después de un cúmulo de eventos: dimisión de Suárez, elección interna de Calvo-Sotelo muy a contra pelo del partido, reacción decepcionada de políticos y periodistas ante el continuismo que representaba Calvo-Sotelo, consultas regias, viaje al País Vasco, escandalera en Gernika… Y lo que más preocupaba al general: eliminada la estrategia que habían concebido basándose en la moción de censura contra Suárez, ¿cabía cierta cancha de maniobra en el arbitraje del Rey, al hilo de las consultas con los líderes, para que pudiera elegir entre una terna a la hora de designar al sucesor de Suárez, a tenor del artículo 99 de la Constitución? Felipe González y la ejecutiva del PSOE habían aludido a ese artículo nada más dimitir Suárez[76].

Según Sabino Fernández Campo, «el Rey le recordó a Armada que su deber constitucional era escuchar en esas consultas las propuestas de los jefes de los grupos parlamentarios, y ver en torno a qué candidato se sumaban más adhesiones, y si entre ellos acordaban hacer tal o cual coalición; pero que el turno legítimo de Gobierno correspondía a UCD, por mucha crisis interna que tuviera. Tenían que ver si ahora en Palma se tiraban los trastos a la cabeza o si se ponían de acuerdo en apoyar con unanimidad a Leopoldo, y aun así, UCD tendría que buscar refuerzos de los otros grupos para sacar adelante la investidura… Todo estaba en el aire»[77].

Sin duda alguna hablaron de la solución Armada. Desde que Suárez dijo adiós por la televisión, era un tema recurrente en tertulias políticas y en artículos periodísticos. El Rey solía decir de sí mismo bromeando: «Yo no soy el rey león». Nunca fue aficionado a la lectura. Así que Armada, que le conocía «de olivo», le comentó que los columnistas volvían a la carga con la tesis de «un general políticamente aceptado y en buena sintonía con el Rey». Casi de memoria pudo recitarle —o leérselo si lo llevaba consigo— el último zambombazo de El Alcázar, «La decisión del mando supremo», del colectivo Almendros, pero dictado por el teniente general Cabeza de Calahorra: un imperioso emplazamiento a que el Rey en persona, con «la fuerza de su prestigio», y al margen de la Constitución, hiciera posible «un Gobierno de regeneración nacional». De otro modo, argumentaban, «se haría legítima la intervención del Ejército».

A las tres de la madrugada, conduciendo el Rey su propio coche, llevó a Armada al parador Don Gaspar de Portolá, en Arties. A la mañana siguiente, el Rey se volvió a Madrid[78].

En La Zarzuela se instaló la capilla ardiente con el féretro de la reina Federica. Hubo que embalsamarla porque las autoridades griegas no autorizaban el traslado y entierro de sus restos en la sepultura de su antiguo palacete de Tatoi, en Atenas. La Familia Real de Grecia empezó a llegar a Madrid. El cadáver de la reina fue velado durante cinco días. Tras unas gestiones diplomáticas bastante desagradables, se consiguió que el Gobierno griego permitiera la presencia en Atenas del rey derrocado Constantino «el día 12, sólo durante una hora y bajo control policial».

El 11 de febrero se celebró en La Zarzuela con toda solemnidad el funeral ortodoxo por la reina Federica, córpore insepulto. Armada asiste con su mujer, Paquita, como invitado de los Reyes.

—Alfonso —le dice el Rey—, tengo mucho interés en que hablemos, ¿tú cuándo puedes?

—Señor, yo mañana tendré un día muy liado, con la toma de posesión y demás… Y antes pensaba ir a Barajas para despedir los restos de la reina Federica; pero pasado mañana podría a cualquier hora.

El Rey hace un gesto a Sabino:

—Sabino, mira a ver cómo tengo la agenda del 13, para estar un rato con Alfonso.

—No hay ningún hueco, está todo ocupado. —Sabino fue a buscar la agenda de visitas, «el libro», en el argot de la Casa, y le mostró al Rey que esa página estaba completa.

—Pues quita a alguien y pon a Alfonso Armada.

—Podríamos aplazar la visita de don Alfonso de Borbón y Dampierre, que estaba para las 10.30.

A Armada le pareció que «Sabino ponía pegas y fue el Rey quien tuvo que insistir». Y así lo corroboró Sabino más adelante. «Quité al primo del Rey y calcé ahí a Armada, porque el Rey quería y me insistió».

Al parecer, la conversación era importante para Armada y para el Rey.

El Rey quería decirle a Armada que su «operación» había terminado. No debía seguir.

Leopoldo al Rey: «Haré lo distinto de lo que hizo Adolfo»

Ese mes de febrero estaba como convulsionado por sucesos importantes. ETA había mantenido secuestrado durante siete días al ingeniero José María Ryan, de la central nuclear de Lemóniz, y después le había asesinado. La estancia de los Reyes en Euskadi coincidió con el secuestro. El Congreso de la UCD, como un zoco de mercachifles políticos, al fin se pronunció mayoritariamente por la candidatura de Calvo-Sotelo. Sin entusiasmo, pero con sentido práctico. Y eso predeterminaba el resultado de las consultas regias.

El día 9, el Rey mantuvo una conversación exploratoria con Calvo-Sotelo, pero partiendo ya de que era «el candidato»… salvo que las Cortes no le dieran la confianza. Alfonso Guerra había empezado a sugerir —poco después lo declararía públicamente— que «el PSOE no descarta en modo alguno una moción de censura contra el señor CalvoSotelo, si resultara investido presidente». La situación era pues muy fluida, nada estable.

El programa de Gobierno de Leopoldo pretendía ser «no sólo distinto, sino lo distinto de lo que hizo Adolfo». Definir una política exterior occidental, integrada en la Comunidad Europea y formando parte de la OTAN. Emprender medidas de lucha contra la inflación. Liberalizar la economía para que dinamizara la producción y las exportaciones, a fin de desahogar nuestra balanza de pagos. Forjar un concierto con los agentes sociales con el objeto de establecer cierta moderación salarial que permitiese crear nuevos puestos de trabajo, pues la tasa de paro era muy alta. Y aprobar unas leyes, pactadas con la oposición, para armonizar el Estado de las autonomías salvaguardando los tres principios constitucionales: unidad, igualdad y solidaridad.

Entrando ya en la letra menuda, pero muy importante por exigencias washingtonianas, urgía renegociar el tratado bilateral con Estados Unidos, la utilización de las bases militares en territorio español, «aunque eso convendría verlo ya con la perspectiva de la integración de España en la OTAN: España no debe ser un mero alquilador, y también habría que apretar a Estados Unidos en el suministro de armamento, plazos, cantidades y últimas tecnologías»; adherirse al Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), sometiéndonos a las salvaguardas de inspección y control de nuestros yacimientos de uranio, reactores nucleares y producción de uranio y plutonio, y renunciar a la fabricación de armamento atómico. E iniciar la apertura de relaciones diplomáticas con Israel. Todo eso sería exactamente lo distinto de lo que hizo Adolfo. Volverían a despachar el día 15 ya con la minuta del discurso de investidura. Esto no lo pidió el Rey; fue ofrecimiento de Calvo-Sotelo.

El monarca sabía, por informadores fiables, de una reunión discreta entre los alemanes —el canciller Helmut Schmidt, el ministro de Hacienda Hans Matthöfer, Willy Brandt como presidente de la Internacional Socialista, y Heinz Oskar Vetter, representando la DGB de los sindicatos—, con los empresarios españoles de la CEOE, para recomendar que, dada la crisis de la UCD, se diera paso ya a Felipe González; pero Carlos Ferrer Salat les respondió que éste no era el momento oportuno ni favorable para que el socialismo asumiera el poder en solitario o ejerciera la presidencia[79]. Algo muy similar supo dos días después por Armada, que había cenado en Logroño con el embajador de Estados Unidos, Terence Todman, a quien le parecía prematura la llegada del PSOE al Gobierno en solitario, en cambio veía con buenos ojos «una plataforma de entrenamiento»: que cogobernara en coalición o con un papel destacado, pero condicionado, en un Gobierno plural de concentración. Para Todman, lo interesante era que el PCE no tuviera plaza en ningún tipo de Gobierno, u ocupase un ministerio muy de tercer nivel.

Tal como habían acordado, el 13 por la mañana Armada sube a La Zarzuela. Durante una hora, intenta convencer al Rey de que «las cosas están muy mal, vuelven a estar muy mal». «Después de lograr que se detengan y queden congelados todos los movimientos de coroneles y de generales dispuestos a la acción, prometiéndoles un Gobierno fuerte presidido por un militar, yo, ver ahora que todo sigue igual, con el continuismo sin pulso de UCD, ha decepcionado a los militares, a los políticos y a los empresarios que ya estaban comprometidos en la operación del golpe de timón». Le dice que ha cenado con el embajador Todman[80] que, aun siendo un conservador del partido de Reagan, le parecía muy bien que el PSOE accediera ya al poder, en un Gobierno múltiple, con cierto protagonismo, pero no como dueño total de la situación. «Pero esta salida de Suárez dejando a Calvo-Sotelo como su lugarteniente o su guardasillas no arregla nada, lo tapona todo, Leopoldo no es solución satisfactoria… Las cosas seguirán en un penoso ir tirando y eso perjudicará todavía más al Rey. No tengo encuestas, pero tengo datos, oídos por mí: el prestigio institucional de la Corona y el de Vuestra Majestad están hoy en las cotas más bajas de aceptación, desde que empezasteis a reinar. Y después de lo de Gernika, por los suelos»[81].

Armada protesta, da un diagnóstico agorero de que algo peligroso puede ocurrir; y vuelve a instar al Rey a que reconsidere su decisión respecto a Calvo-Sotelo: «La solución Leopoldo no es solución. No ha desaparecido el malestar, ni las causas que lo provocan». Y como argumento final pronostica que «los coroneles siguen con las espadas en alto». Eso coincide con el documento que San Martín y Pardo de Santayana hicieron llegar al Rey antes de su viaje a Euskadi.

El Rey le escucha pensativo, pero se siente atado de manos porque han concluido las dos rondas de consultas. Entonces —¿zafándose?, ¿cubriéndose?, ¿endosando a otro la solución?— le dice:

—Alfonso, como ahora vas a ver a Gutiérrez Mellado, todo esto que me has dicho, cuéntaselo a él exactamente igual, de pe a pa, porque él es quien puede hacer algo, ya que como militar y como vicepresidente del Gobierno para Asuntos de la Defensa puede entenderlos, dimensionarlos y hablarlos con Suárez, que sigue en funciones, y con Calvo-Sotelo[82].

Antes de salir de La Zarzuela, Armada estuvo conversando un rato con Mondéjar, el jefe de la Casa. No con Sabino. Y de allí se fue a presentarse en su nuevo cargo a Gutiérrez Mellado, vicepresidente en funciones.

Armada repitió lo que acababa de decirle al Rey, sin evitar un tono exasperado: el creciente desprestigio de la figura del monarca entre las Fuerzas Armadas; que Calvo-Sotelo no era el remedio; que había golpes militares en máquinas; que algo muy gordo iba a ocurrir, y él no era un siembramiedos, sino un informante informado que cumplía su deber avisando a sus superiores. Le expuso «las fórmulas de reconducción, con el Rey mandando y detrás». Gutiérrez Mellado, tal vez nervioso y harto del alarmismo de Armada, le dijo agriamente:

—Usted no debe ir con esas historias al Rey. ¿Para qué va? ¿Para ponerle la cabeza como un bombo lleno de fantasmas? ¡Deje al Rey en paz! Y dedíquese a las tareas de su nuevo destino, en su despacho del Cuartel General del Ejército, sin cabildear ni meterse en cuestiones políticas.

Ante esa severa reprensión, Armada reaccionó enojado y en un tono prepotente.

—Insisto, mi general, en que el Rey debería dar marcha atrás en la designación de Calvo-Sotelo, que no servirá para nada porque se dedicará a guardarle el puesto a Suárez.

—¿Usted se da cuenta, Armada? Lo que me está proponiendo es dar un golpe no constitucional, cuando ya hay un candidato a presidente debidamente designado por el Rey, cumpliendo todos los requisitos que la Constitución ordena.

—Precisamente —recalcó Armada—, el error del Rey es empeñarse en aplicar mecánicamente la Constitución, prolongando así la crisis.

Gutiérrez Mellado, en su declaración testifical durante la causa 2/81 del 23-F, indicó: «Estuve a punto de arrestarle, por lo que decía y por el tono en que lo decía».

Años más tarde, refiriéndose a aquel agrio diálogo, Gutiérrez Mellado comentó: «Este hombre, por salvar la Corona según sus criterios, aceptaría incluso soluciones contrarias a la persona de Su Majestad el Rey»[83].

Ni Armada ni el Rey han desvelado en su integridad el contenido de aquella conversación del 13 de febrero en La Zarzuela. En el proceso del consejo de guerra, Armada pidió venia al Rey para usar en su legítima defensa algo de lo que hablaron aquel día, pero Don Juan Carlos le negó el permiso y le prohibió referir los contenidos de aquella conversación tanto en el juicio como en cualquier otro momento.

Transcurrido algún tiempo, Sabino relató cómo el Rey y él impidieron ese testimonio que Armada quería aportar en su defensa:

Durante los juicios militares por el 23-F, Armada escribe una carta al Rey, fechada el 23 de marzo de 1982, que pasa por mis manos y yo mismo entrego a Don Juan Carlos, poniéndole en guardia. Armada pedía el consentimiento del Rey para usar en el consejo de guerra la conversación que ambos mantuvieron en Zarzuela el día 13 de febrero de 1981. Inteligente y sagaz, Armada ponía al Rey en un brete. Y así se lo advertí: «Si Vuestra Majestad le dice que no, da pie a pensar que hablaron de algo non sancto, algo comprometedor, algo que no debe decirse. Y si le dice que sí y le autoriza, sin saber qué va a contar Armada y con qué sesgo, ¡menudo peligro!»

El Rey envió a Armada un emisario de su confianza que trabajaba en la Casa, el entonces teniente coronel Pablo Montesino-Espartero y Juliá —heredero del título de duque de la Victoria—, para que de palabra, sin llevar ninguna nota del Rey, le transmitiera este mensaje, a la gallega: «El Rey no puede decirte ni sí ni no»[84].

Suárez, el 20-F: «Si hay un golpe, Armada habrá sido el inductor»

Desde que toma posesión de su nuevo destino, el 12 de febrero, Armada despliega en Madrid una incesante actividad de visitas civiles y sobre todo militares, con el pretexto de saludar y presentarse como recién llegado al puesto. Aunque no deje constancia de todas —por ejemplo, elude sus encuentros con el comandante Cortina o las visitas en su despacho del coronel Ibáñez Inglés, su enlace con Milans—, sí menciona las suficientes como para darse cuenta de que «está imparable».

El 20 de febrero, visita de 11.30 a 12.00 de la mañana al teniente general Sáenz de Santa María, inspector general de la Policía Nacional, en su despacho de Fernando el Santo 19. «Se habló del secuestro de tres cónsules. Por teléfono, desde allí mismo, hablamos con Aramburu Topete, director general de la Guardia Civil», es el lacónico apunte de Armada en su agenda, posteriormente transcrito en sus memorias[85].

Pero hay otra versión menos escueta y bastante más expresiva: la de su interlocutor, Sáenz de Santa María, «el general que cambió de bando», y que pasó la tarde-noche del 23-F brujuleando por los alrededores del Congreso y el hotel Palace, vestido de paisano y con cara de no saber a qué carta quedarse.

Sáenz de Santa María plasma su impresión con trazos más críticos. «En primer lugar —dice— todas esas visitas al generalato no eran ni habituales ni necesarias, tratándose simplemente de un segundo JEME que toma su destino». Añade: «Armada me hizo preguntas que no venían a cuento: mostró mucho interés por aspectos del funcionamiento del Cuerpo Nacional de Policía y de su servicio de información». Ésas eran dos cuestiones delicadas. También hablaron «de la Guardia Civil y de su Servicio de Transmisiones, en el que Armada había estado».

«La Guardia Civil —dijo Armada a Sáenz de Santa María en esa visita— es la que mejor sabe lo que ocurre en España: tener una antena en cada pueblo le abre un campo enorme de información». «No me gustó —comenta asimismo Santamaría— la acidez con que enjuiciaba continuamente la situación, y la insistencia que manifestó en que había que “hacer algo para reconducirla”. Yo me quedé escamado, aunque no fui consciente de que detrás de eso pudiera haber algo grave». Curioso dictamen el del «general que cambió de bando», pues su nombre figuraba, y no porque hubiesen caído así los dados, en el elenco del Gobierno de Armada, como ministro de Autonomías y Regiones.

Sáenz de Santa María sitúa «un par de días después» —por tanto, el 22 de febrero, domingo— una conversación telefónica suya con Gutiérrez Mellado, que le preguntó por la visita de Armada y de lo que hablaron. Sáenz de Santa María se lo reprodujo, pensando para sí: «¡Joder, otra vez me cogió este cabrón en un renuncio!» Gutiérrez Mellado escuchó el relato completo y, antes de colgar, en tono frío le advirtió: «Pues, ojo con Armada, que a mí no me gusta nada»[86].

Aquel mismo domingo 22 de febrero, Alberto Recarte, uno de los asesores pretorianos de Adolfo Suárez, acude a La Moncloa a despedirse, porque cambia de trabajo; va a ser delegado de la Caja Postal de Ahorros y quiere echar un vistazo final a aquella casa donde tanto ha aprendido y tan frenéticamente ha vivido. Y sobre todo, va a darle un abrazo «al jefe», que aprovecha la mañana del último domingo en La Moncloa para empaquetar sus libros, sus papeles, sus chismes. Le pilla en mangas de camisa y faenando. Medio en broma le pregunta: «Y ahora, presidente, sin meterte en política, ¿a qué te vas a dedicar?» También medio en broma, Adolfo le responde: «Lo estamos pensando Lito y yo; probaremos qué tal se nos da debajo de un puente del Sena… Y si no sabemos hacer ni eso, abriremos un bufete… pero no de influencias». De pronto, cambiando el tono, y muy serio, confiesa:

—Alberto, me voy preocupado. El Rey sigue creyendo que Armada es la solución. Por no haberme hecho caso, Agustín ha puesto a la zorra a cuidar de las gallinas… temo lo peor. El Rey no se da cuenta de lo que ha hecho obligando a Agustín a firmar el nombramiento de Armada. No descarto que haya un golpe militar. Y si lo hay, Armada habrá sido su inductor.

Veinticuatro horas después, su sombrío vaticinio era una realidad[87].