CAPÍTULO 4 Armada «interpreta» al Rey

El poder de audiencia, un arma peligrosa

Tiene el Rey una potestad no escrita en la Carta Magna, aunque se entiende como instrumento necesario para su función de «arbitrio y moderación de las instituciones del Estado»: el poder de audiencia. Antes como Príncipe y luego como Rey, Juan Carlos lo ha utilizado a fondo. Unas veces, para informarse sobre la realidad circundante o tomar el pulso a los estados de opinión; otras, para mediar en un conflicto entre poderes, o conciliar a personas que estaban enfrentadas y debían entenderse; y otras, la mayoría, para ser pararrayos de iracundos y oidor de descontentos. También, en ocasiones, ha usado la audiencia para que le llegara a un tercero un mensaje suyo «por boca de ganso». Todo ello entra en el quehacer de un monarca que es Hispaniae moderator. En esas audiencias nunca ha habido más filtro ni selección que la necesidad de Estado, o su «real gana».

Así se lo dijo, destemplado y con lengua rota, a Adolfo Suárez, el 3 de julio de 1980. Estaba de visita oficial en España el primer ministro francés, Raymond Barre, con un nutrido séquito de ministros, entre ellos el antiguo embajador y amigo de Don Juan Carlos, Jean-François Deniau, ascendido a ministro de Comercio Exterior. Deniau se excusó de asistir a la comida que el Gobierno español ofrecía en el palacio de Viana. A Suárez le dio mala espina. Supuso que, con el pretexto de que era un apasionado de la navegación y de los barcos, podía haber ido a La Zarzuela a entregarle al Rey un libro o unos folletos de equipamiento de balandros o de turbinas de último modelo y, de paso, tratar entre ellos cualquier asunto bilateral, de parte de Giscard. Acabados los brindis y el café en Viana, Suárez le indicó a su chófer que enfilase hacia La Zarzuela. Dentro ya del recinto, en el camino asfaltado que llega hasta palacio, el coche de Suárez se cruzó con el vehículo, con matrícula diplomática, donde el ministro Deniau regresaba de su visita al Rey.

Irritado por el evidente puenteo, Suárez entró a ver al Rey espetándole sin más preámbulos:

—Acabo de cruzarme con Deniau, que salía de aquí. Su sitio y su cubierto han quedado vacíos en la comida oficial que yo he ofrecido en Viana. Mañana los periódicos se preguntarán por qué y la respuesta está aquí… ¿Puedo saber la razón? Me siento obligado a recordarle al Rey que en este país sólo hay una política exterior, sólo una, y la hace el Gobierno.

La conversación no fue precisamente suave como la seda; más bien, áspera y malhumorada. No aguantaba el Rey que Suárez le leyera la cartilla, así que a bote pronto le descargó unos cuantos reproches sobre «las diplomacias paralelas y extravagantes» que él trazaba por su cuenta…

—¿Quieres saber por qué Deniau se ha zafado de tu comida y ha venido a verme? Pues, te lo voy a decir, porque te vendrá muy bien saberlo: me ha traído un mensaje de Giscard. Me ha explicado los graves apuros presupuestarios de la Comunidad Europea, el cheque británico, las disputas por los fondos de cohesión… Lo que está impidiendo nuestra entrada no es un cerrojazo de Giscard, como creéis aquí. Me ha dicho, literalmente, que mi primo, el presidente Giscard, no me llama por teléfono desde hace siete meses, ¡siete meses!, «porque se ha dado cuenta de que es Suárez quien decide». O sea, hasta lo que es mi único recurso, descolgar el teléfono y hablar en directo con un jefe de Estado, me lo has bloqueado. Sí, sí. Y dejando aparte lo que a mí pueda cabrearme, es bastante perjudicial que Giscard perciba o piense que el Rey de España no toca bola.

Pero Suárez insistía en que «esas informaciones confidenciales entre primos, oficialmente no sirven para nada»; «si son temas de Estado, debe acompañar al Rey un miembro del Gobierno», y además «las audiencias del Rey no pueden ser un coto privado, ni La Zarzuela un lugar donde cualquiera entre como Pedro por su casa».

El monarca, harto ya, le soltó:

—Mira, Adolfo, La Zarzuela es mi casa, y yo en mi casa recibo… ¡a quien me sale de los cojones![1].

La democracia no es sólo un sistema de derechos y libertades, de igualdad de oportunidades, de garantías judiciales… es también, y de qué modo, un sistema de controles. El pueblo soberano controla cómo usa el gobernante el poder que ha recibido de abajo, cómo administra el dinero de los impuestos, qué utilidad tienen sus viajes y sus recepciones… En el nudo original de la democracia está la «desconfianza vigilante» del ciudadano, que con su voto elige a sus representantes y con sus tributos los mantiene, y eso le da el legítimo derecho de controlar, pedir cuentas y obtener información.

Control, contrapoder y transparencia son el abecé de una democracia. De ahí, lo anómalo y peligroso de un poder que carezca de contrapoder. Sin embargo, el poder de audiencia del Rey nunca tuvo control ni cortapisa. El Rey lo ejercía con omnímoda libertad. Pero era el Rey en todo momento. Era el Rey recibiendo en la sede de la jefatura del Estado. Y él no debía olvidarlo, porque quienes acudían a él lo tenían bien presente.

Después de escuchar las críticas al Gobierno que hacía un financiero, o un militar, o un político, las propuestas de cambio o de cambiazo de la situación, y las fórmulas para hacerlo sin recurrir a la violencia, incluso siguiendo «las generales de la ley», el monarca podía rebatir al visitante, disuadiéndole de su planteamiento; o aplacarle y templar gaitas, con gesto de comprensión y de «paciencia, aguanta, démosle tiempo al tiempo»; pero también podía no contraargüir, no templar, no reconducir a su cauce las proposiciones desmadradas que se desviaban de lo constitucional. Incluso, con su escucha silenciosa, podía dar a entender que… «quien calla otorga». Entre el asentir y el consentir sin palabras, sólo hay un brevísimo trecho: el sobreentendido, la traducción que el visitante haga de un silencio, de una mirada o de un gesto del Rey.

Esa falta de contrapoder tasador puede convertir el poder de audiencia en un arma muy peligrosa. De hecho, así ocurrió cuando los indignados, los quejosos, los promotores de «golpes de timón», de «golpes de bisturí», de «golpes a la turca», de «gobiernos de hierro presididos por un independiente», los salvapatrias, salían de La Zarzuela convencidos de que el Rey estaba de su parte y les había dado la razón. La horquilla de visitas era amplísima: de Tarradellas a Ferrer Salat, de Fraga a Carrillo, del tenista Santana al regatista Cusí, de Enrique Múgica a Alfonso Osorio, de Pío Cabanillas a Felipe González, del general González del Yerro al banquero Alfonso Escámez, de un torero a un hispanista… Y por la puerta trasera, visitaban al Rey sin control ni registro Manolo Prado y Colón de Carvajal, Zourab Tchokotua, Javier de la Rosa, José María Ruiz-Mateos, un jeque de Baréin, un tasador de joyas, una psiquiatra argentina, fray Bartolomé Vicens, el general Armada, el comandante Cortina del CESID… Las audiencias opacas. Gente de bien y gente de cuidado.

A primeros de julio de 1980, el Rey recibió a Santiago Carrillo. Se había producido ya la moción de censura, pero todavía no el ajuste de cuentas en La Casa de la Pradera. En ese ínterin, el líder comunista se mostró «muy preocupado por la crisis interna de UCD» y dijo que «pensando en la estabilidad de la democracia, sería necesaria una derecha fuerte, un partido conservador al estilo inglés, con buena parte de UCD más los diputados de Fraga, y presidido por alguien, un tercero afín, pero neutral, que no sea ni Suárez ni Fraga, porque no se pueden ver»[2].

Un par de días después, el Rey le contaba a su amigo Jaime Carvajal lo que Carrillo le había dicho. Hizo alguna referencia negativa y distante sobre Suárez y concluyó: «¿Sabes? Yo estoy pensando en la posibilidad de un independiente»[3].

Tras la premisa de que el patio interior del partido gobernante era una batalla campal de baronías, ¿quién sugirió a quién la solución de «un independiente»? ¿Carrillo al Rey? ¿El Rey a Carrillo? ¿O el Rey en solitario, digiriendo otras propuestas similares? Tan pertinente era la duda como impertinente que el Rey y Carrillo se metieran a arreglar la casa de los vecinos.

En una tenida de banqueros —el «club de los siete grandes»—, aquel mismo julio se vio la conveniencia de que «Suárez dejará de hacer equilibrismos y cayera de una vez», pero «sin llevarse por delante el sistema constitucional». Como uno de los siete acuñó con frase gráfica: «Movamos el alambre, pero no los postes». Pocos días después, Alfonso Escámez, presidente del Central y banquero de los «ahorrillos» del Rey, refería al monarca «lo que hemos pensado para sacar a flote la economía del país». Y en agosto del mismo verano, Adolfo Suárez, aplicado a renovar su Gobierno en el Pazo Atlántica, de O Grove, recibía a un amigo, emisario del banquero Luis Valls Taberner, con este mensaje: «Como parece seguro que Abril Martorell no estará en el nuevo gabinete, la gran banca vería muy bien, y cuenta con la anuencia de Su Majestad para sugerírtelo, sólo para sugerírtelo, que ocupase esa vicepresidencia económica uno de los nuestros, alguien del mundo financiero: Sánchez Asiain, Carlitos March, Botín hijo, o, mejor que mejor, el propio Escámez…» Las dudas saltaban de nuevo. ¿Hubo anuencia regia para interferir con ese mensaje en el momento de la selección de los ministros, competencia exclusiva del jefe del Gobierno? ¿O así lo «interpretó» Escámez en su visita al Rey a partir de un arqueo de cejas, una sonrisa, un «no estaría mal que la economía la llevase un financiero y no un agrónomo»? El mensaje llegó al Pazo Atlántica. Suárez se enteró, pero hizo caso omiso. Además, los «siete grandes», aun estimando los méritos del currículo de Escámez, el chaval que entró de botones y llegó a presidir el Banco Central, jamás le hubiesen propuesto como vicepresidente económico del Gobierno. Sin embargo, una vez más la duda sobre la «anuencia de Su Majestad» podía ser incómoda, pero era pertinente[4].

En términos de Estado, controlar al Rey no es coartarle, es protegerle.

Por lo demás, hay constancia abundante de que el monarca no escuchaba en silencio como un muro de piedra. Antes bien, durante el año 1980, incluso en los últimos meses de 1979, se solidarizaba con los argumentos críticos de sus interlocutores respecto a Suárez, a Gutiérrez Mellado, a la ineficacia del Gobierno, a la necesidad de un recambio… Políticos de la oposición que acudían a verle comentaban después que el Rey les había escuchado «con gran interés», que estaba «en la misma sintonía», que se le veía «disgustado, con el temor de que el desplome de Suárez acabe arrastrándole a él»; y más de uno repetía como frase oída al Rey: «Yo también pienso que Suárez debe irse; pero eso no está en mis manos»; o «Yo no tengo los poderes que tenía Franco para quitar y poner a un presidente; tendréis que hacerlo vosotros»; o «A mí, dádmelo hecho».

En las audiencias y visitas individuales —recordaba Sabino Fernández Campo—, sobre todo después de la moción de censura y la cuestión de confianza, cuando Suárez iba ya por el cuarto cambio de Gobierno sin que las cosas mejorasen en el país, el Rey escuchaba montañas de quejas y críticas; pero, lejos de cortar, disculpar o quitar hierro, hacía comentarios y gestos dándole la razón al que había ido a soltar leña o a desahogarse. A Zarzuela no sólo venían militares; venían dirigentes de la patronal, hombres de negocios, juristas, líderes políticos nacionales y autonómicos… y más veces de las que salían en los periódicos. A Felipe, a Fraga, a Pujol, el Rey los veía con cierta frecuencia. También a Carrillo. Creo que en el año 1980, que fue un año muy complejo, a Carrillo le recibió tres veces[5].

Y me consta —seguía rememorando Sabino— que en la audiencia de noviembre de 1980, después de la cuestión de confianza, el Rey le dijo a Santiago Carrillo: «Yo creo que Suárez no se da cuenta, pero está colapsado, sin ideas, sin iniciativas. No ofrece soluciones suyas propias para gobernar en solitario, y en cambio obstaculiza que se forme una coalición. Pero yo no puedo hacer nada para librarnos de él». Esto nos lo contó Carrillo años después, una tarde de verano en La Manga del Mar Menor, en la terraza de una cafetería, sentados a una mesa informalmente, él y Carmen, María Teresa y yo. Y agregaba Carrillo, con bastante sensatez: «Si eso el Rey me lo dijo a mí, dirigente comunista, y conociendo mi afecto y simpatía personal hacia Adolfo, ¿qué no les diría a un teniente general monárquico como Milans del Bosch, o a un general Armada con quien tenía toda la confianza del mundo, cuando iban a quejársele de Suárez y su Gobierno? Pues les diría lo mismo: “Tenéis que ayudarme a dar ese cambio, ese golpe de timón, y a reconducir la situación. Pero por vías pacíficas y legales”». Con lo cual, en vez de frenarlos, les ponía el motor en marcha. Creo que el Rey pudo haber sido muy imprudente en algunas conversaciones con jefes del Ejército al hablar de Adolfo Suárez, del que estaba ya muy distanciado. Igual que a mí me manifestó abiertamente su disgusto con él. Esos u otros comentarios críticos de Don Juan Carlos respecto a Suárez, pudieron dar pie a que ciertos personajes militares pensaran en un golpe o una maniobra de esa naturaleza[6].

Milans estaba muy disgustado porque él quería ser JEME, pero le destinaron a la Capitanía General de Valencia por orden de Gutiérrez Mellado —relataba también Sabino, con la fuerza del testigo presencial—. Y aunque había soltado unas declaraciones tremendas en el ABC, tenía un buen pretexto de protocolo para presentar sus saludos al Rey, y pidió audiencia en La Zarzuela. Del Gobierno me indicaron que aconsejase al Rey que diera largas y no le recibiera. Y eso hice. La callada por respuesta.

En otoño de 1979, acompañé al Rey a unas maniobras aéreas en la base de Alcantarilla, Albacete. Allí se me acercó Amparo Portolés, la mujer de Milans: «Sabino, Jaime está enfadadísimo porque el Rey no le recibe, y ya hace meses que se lo ha pedido. En cambio, recibe a toreros, a artistas, a futbolistas y a políticos comunistas… Hombre, mira a ver qué se puede hacer». Trasladé el mensaje, tal cual, al Rey. Me dijo: «Busca el primer hueco que haya en la agenda y cítale». Le recibió enseguida. Yo informé a Agustín Rodríguez Sahagún: «Ministro, he estado frenando la audiencia a Milans, pero ya se metió su mujer por medio y… tiene cita para hoy». Aquella mañana, Suárez y Rodríguez Sahagún estuvieron al tanto de la audiencia. Con todo lo que había disparado contra el Gobierno en el ABC, opinando sobre temas políticos que no eran de su incumbencia, y no se le amonestó siquiera, lo normal hubiese sido que el Rey le apretara las clavijas y le recordase la disciplina militar. Cuando le dije a Rodríguez Sahagún que la audiencia había concluido, quiso saber qué tal había ido y de qué habían hablado. Así que subí al despacho del Rey, le pregunté, y me soltó el tremendista discurso de siempre: «¡Que las autonomías van a romper a España, que el Gobierno de Suárez es un desastre, que los rojos se están haciendo con la batuta, que el terrorismo es una humillación para el Ejército, que la economía va mal y éstos no saben arreglarla, que así vamos a la hecatombe…!»[7].

«No usarás el nombre del Rey en vano»

El 29 de junio de 1980, el Rey recibía a Alfonso Osorio. Aunque había sido vicepresidente del Gobierno con Suárez, por discrepancias políticas e ideológicas dejó la UCD y se integró en la CD con Fraga. En aquellas fechas del verano, Osorio ya había empezado sus almuerzos, cenas y contactos con diputados socialistas, comunistas y centristas, preparando el golpe de timón recomendado por Tarradellas. Algo que todavía no tenía forma ni nombre, pero que Osorio y no pocos de sus interlocutores columbraban como una reacción política que requeriría «sumar y concentrar votos parlamentarios»; y cuyo punto de partida ineludible era expulsar a Suárez de la presidencia y arrebatar a la UCD su legítimo turno en el poder. Pretendían ser exquisitamente respetuosos con la Constitución, pero cualquiera de las fórmulas que barajaban hubiese sido un engendro no nacido de las urnas que constituía en sí mismo un estado de excepción. El nombre de Osorio aparecía día sí, día no, en los periódicos como «presidenciable». En su visita del 29 de junio debió de hablarlo con el Rey. Le aclararía, como hacía con políticos y periodistas: «Yo no he tenido arte ni parte, ni me he inventado lo del Gobierno de gestión, ni he movido un dedo postulándome para encabezar nada, ni he recibido llamada de nadie…, hasta el momento»[8]. Pero lo cierto es que, después de esa audiencia regia, cuando Osorio trataba del artificio de gestión o de concentración, incluía un nuevo elemento: «Además de implicar a todos los partidos políticos con representación parlamentaria, una vez conseguido el consenso se le debe exponer al Rey, que sabemos que lo va a aceptar»[9].

Con ese «sabemos que lo va a aceptar», o bien Osorio usaba el nombre del Rey en vano, o suponía y hacía suponer que el Rey estaba de acuerdo con tales maquinaciones, involucrándole en un juego peligroso que bordeaba la norma constitucional, donde las iniciativas para remover y para sustituir a un presidente del Gobierno tienen su protocolo bien acuñado y no se dilucidan en los restaurantes, ni yendo con «escuchitas» al Rey.

Meses después, el 22 de noviembre, era Fraga quien subía a La Zarzuela y en un «descargo de conciencia», que incluso llevó escrito para que constase ante la historia, le expuso al Rey un panorama catastrófico de España, un aguafuerte con negros nubarrones en todas sus esquinas: nacionalismos, empresas en ruina, terrorismo, paro, inmoralidad pública, disolución familiar… De Suárez, le dijo: «No tiene más política que la de ir tirando, y no puede afrontar los problemas graves nacionales desde la posición minoritaria en que está; por lo cual, señor, se hace necesario buscar cuanto antes soluciones de recambio». Le recordó que «sigue al frente del Gobierno el mismo hombre que Vuestra Majestad designó al comienzo de la Transición, a quien en todos los lugares se identifica como “el hombre del Rey”». Esta última frase martilleó sobre lo que ya era una preocupación obsesiva del monarca: que los yerros de Suárez no se volvieran contra él y contra la Corona.

Fraga informó también al Rey sobre lo que más resonaba por Madrid en aquellos momentos: «Un golpe que todo lo echaría a rodar»; una «apertura a sinistra»; «una coalición de UCD con PSOE o con PCE, que nada tiene que ver con los últimos resultados electorales»; «una disolución parlamentaria para aclarar las cosas»; y «la solución más lógica, que sería sumar los votos del centro y la derecha, la fórmula de la mayoría natural, que se hace en toda Europa, da plenas garantías contra un bandazo violento y podría relanzar la confianza en una nueva mayoría». Se ofreció «en nombre de CD y AP a cualquier sacrificio y colaboración que abra un nuevo período de actuación seria»[10].

Al terminar esa visita, el Rey llamó a Suárez y le dijo: «Fraga y Osorio están dispuestos a pactar contigo una mayoría natural».

Entre tanto, el 3 de diciembre Don Juan Carlos recibía en larga audiencia a Felipe González. En su facultad de arbitrio y moderación, desde hacía meses el Rey hablaba con unos y otros, escuchaba propuestas, discutía soluciones, movía los hilos, maniobraba.

En fechas recientes de octubre y noviembre, González, Guerra, Múgica y los hermanos Solana, la plana mayor del PSOE, parecían deshojar la margarita de un Gobierno de coalición con la UCD, dándole previamente un digno finiquito a Adolfo Suárez. En el Club Siglo XXI, con un llenazo de público burgués, Felipe González afirmó contundente: «Si el deterioro de la situación política y económica del país lo exige —y es muy difícil fijar objetivamente cuándo ha llegado ese momento—, los socialistas estaremos en la coalición, para gobernar… Ya dije, en la cuestión de confianza, que yo no me sentaría en un Gobierno con Suárez. Sólo la voluntad del pueblo o la de la Cámara pueden hacer que me siente en su lugar».

Y como aquellos días se comentaba con alarma el reciente golpe «a la turca» del general Kenan Evren en Ankara, silencioso y sin un tiro, González, apartando su postre de chocolate y pistacho, recordó, avisó o regañó a los comensales para hacerles caer en la cuenta de que el golpe de Estado militar en Turquía se había producido «¡por la torpeza y la falta de sensibilidad de unos políticos que no han sabido medir cuándo el país ya no soportaba más!».

Dijo también que en el debate de confianza no había querido clavarle la estocada a Suárez, «adrede, me guardé la dureza». Y explicó: «En estos momentos, lo que se necesita no es una oposición que acogote, sino que ofrezca soluciones con sentido del Estado. Mantener acosado al Gobierno nunca puede ser beneficioso para el país. Una cosa es mostrar la desconfianza hacia el Gobierno y otra cosa es querer, por el bien de la nación, que el Gobierno gobierne y se haga respetar. Por eso, y que nadie se escandalice de lo que voy a decir: pensando en mi país, ¡prefiero un Gobierno de derechas… a un Gobierno que no existe!»

También en esos días, Felipe González visitó la casa de ABC y una periodista le hizo allí dos preguntas:

—¿Qué es eso de negarle la confianza a Suárez en la Cámara y, a vuelta de correo, acudir en su auxilio a La Moncloa? ¿Están ustedes gobernando ya en coalición sin declararlo al público?

—Cuando se recibe una llamada del presidente del Gobierno —respondió González— para resolver un problema de Estado, en este caso, las autonomías, es lógico pensar que si te llama es porque solo no puede resolverlo. Por responsabilidad, no debes decir que no.

La segunda cuestión intentaba echar luz sobre aquella frase de Felipe en la cuestión de confianza, que casi repitió en el Club Siglo XXI: «Esté usted seguro, señor Suárez, de que yo no me sentaré con usted en un Gobierno de coalición».

—Un Gobierno de coalición no es ni bueno ni malo para la democracia. Y si, por evitar que la democracia se destruya, el país necesita un Gobierno de coalición, pues… ¡habrá que arrimar el hombro entre todos! Yo pienso que antes o después del 83, antes o después de cuando sea el próximo proceso electoral, aquí se va a requerir el sacrificio de un Gobierno de coalición.

Todo esto lo había ido diciendo Felipe González en la primera semana de octubre[11]. Y en el mismo mes, varios socialistas habían almorzado con Osorio, otros con Herrero de Miñón, y otros con el general Armada. Era lógico que el Rey quisiera pulsar por sí mismo —no por los periódicos— las disposiciones de González y de su partido. Para él, eso no era injerir en la acción política, ni borbonear, sino arbitrar, lo cual, decía, «entra en mi sueldo». Pero ¡es tan tenue la frontera entre arbitrar y entrar en el juego!

Con Alfonso Armada también mantenía contactos. No eran audiencias en sentido estricto, sino charlas caseras de apariencia informal, en el refugio de montaña de la Familia Real en La Pleta, una urbanización en Baqueira-Beret, y cenas con larga sobremesa hasta las tantas en Baqueira o en Arties. Armada subía desde Lleida, siempre que el Rey le llamaba. Subía al atardecer por respetar las horas de esquí. Cenaban juntos y luego el general hacía noche en el parador de Don Gaspar De Portolá o en cualquier otro cercano.

Desde el invierno de 1980, como Armada había sido destinado a Lleida y la Familia Real solía ir a Baqueira cuando había nieve, tuvieron más ocasiones de estar juntos. «Yo subía desde Lleida a Baqueira muchas veces —escribió más adelante el general—, siempre que el Rey me llamaba. El 8 de febrero de 1980, por primera vez. Después, en la primavera, dos veces para cenar con el Rey. Una, en el hotel Montarto, nos acompañaba un extranjero que había alquilado un helicóptero para desplazarse desde Zaragoza. La otra, estuvimos en la casa de La Pleta, entonces conocí ese modesto y simpático refugio de los Reyes. En el otoño de 1980, la nieve tardaba en llegar y los Reyes vinieron muy poco. Sólo subí una vez»[12].

Esos y otros encuentros, en Baqueira y en La Zarzuela, darían pie a influencias no inocentes, y ni siquiera un Rey estaba inmunizado para resistir a la tentación.

En el jalón de las visitas y las audiencias, importa decir que el general Armada tenía franquicia especial para entrar en La Zarzuela. Iba allí como uno de la Casa. Incluso, con más fácil entrada que cualquiera, porque durante veinticinco años había sido instructor militar, preceptor y consejero del príncipe Juan Carlos, y su secretario general desde que fue proclamado Rey.

Armada hubiese podido estar aquí el 23-F, con toda normalidad, como un día más —comentaría la Reina años después, recordando la vivencia del golpe de Estado en La Zarzuela—; podía haber venido a tomar café, ¿por qué no? Tenía confianza de sobra. Y si los golpistas esperaban encontrarle aquí como señal de que el Rey apoyaba el golpe, pues aquí podrían haberle encontrado… ¡facilísimamente!»[13].

El espía que entraba en La Zarzuela sin llamar

Desde que en 1977 Gutiérrez Mellado reorganizó los servicios de inteligencia y creó el CESID, se sucedieron tres directores en menos de tres años: José María Bourgón, Gerardo Mariñas y Narciso Carreras. Ninguno de ellos tenía la menor idea del complejo mundo del espionaje y de sus sofisticadas técnicas. En julio de 1980, ocupaba el puesto de director Narciso Carreras, un marino. Con toda dignidad y bonhomía, pero consciente de que su jefatura era interina y de que quienes realmente movían los resortes operativos de la casa eran el secretario general Javier Calderón y el jefe de Operaciones Especiales, José Luis Cortina. Como en todo servicio secreto estatal, su campo de acción no tenía fronteras, y bordear la legalidad era para ellos su manera habitual de moverse en lo gris.

Cortina, un cuerpo diminuto, una inteligencia inaudita y un rostro de los que se ven y se olvidan, como fabricado de encargo para un espía, era respetado por sus jefes y admirado por sus agentes. Capaz de montar un golpe de Estado haciendo creer que lo está desmontando, y en todo caso sin dejar huellas. O de secuestrar al Rey, burlando todos sus servicios de seguridad, escoltas y radioteléfonos de control, y manteniéndole como «rehén» durante tres horas en una sede del CESID. Habían hecho una apuesta y Cortina la ganó.

El comandante Cortina —Thor, dios del trueno, como alias secreto— era uno de los habituales informadores del Rey. Por supuesto, de sus visitas a La Zarzuela nunca quedaba rastro. Iba cuando tenía algo importante que transmitir. Sin pedir audiencia ni pasar por la caseta de control. Era el espía que entraba sin llamar. Él mismo reconocería que, durante el mes de febrero de 1981, el mes del golpe de Tejero, visitó al Rey en La Zarzuela once veces. Mucho que decirse, pues[14].

El Rey y él se conocían desde los años de la Academia General Militar, fueron compañeros de la XIV Promoción. Lazos jóvenes inolvidables que se mantuvieron con los años. Cortina subía a palacio, desembuchaba lo nuevo interesante, y el monarca le oía sin parpadear. Cada año, entre Armada y Cortina organizaban para el Rey una cena informal entre compañeros de promoción, tapeando por Madrid. Había desde tiempo atrás un curioso triángulo de empatía entre el Rey, el general Armada y el comandante Cortina. La fidelidad de Cortina hacia Armada era parangonable a la de Armada hacia el Rey.

En la primavera de 1980, poco después de la moción de censura contra Adolfo Suárez, Cortina expuso al Rey una panorámica cruda de la situación:

—Tenemos un muerto por terrorismo cada dos días, queman banderas españolas todas las semanas, la economía no remonta porque el dinero es miedoso, el país vive desfondado, el agotamiento del Gobierno pesa, lastra… En el Parlamento, más que una censura ha habido un ensañamiento y Suárez ha quedado muy tocado del ala, sin moral para mantenerse en vilo. Sabe que tiene a todos en contra. No cuenta ni con la gente de su partido, ¡una jaula de grillos peleándose entre ellos! Pero nada de eso, con ser malo, puede desestabilizar el sistema. Sólo el separatismo: que la codicia de las autonomías históricas y la envidia de las que han salido de fábrica a última hora puedan desguazar la integridad territorial de España. Entonces sí que se movilizarían las Fuerzas Armadas, porque es su competencia. —Cortina solía hablar mirando al frente, como si leyera su discurso en el teleprompter. Y si el Rey no le interrumpía con alguna pregunta, continuaba recto por su raíl sin andarse por las ramas—. Entre los militares hay un… estado de cabreo, que sólo es preocupante cuando en sus reuniones sacan papeles, extienden planos y hablan en voz baja. Hay reuniones de generales y de coroneles juramentados; hay algunas movidas más o menos sobresaltadas, pero sin continuidad; hay iniciativas locoides tipo Tejero, pero no tiene unidades, no tiene gente; y hay un grupo que se reúne con cierta periodicidad, que va teniendo organización, y que podría estar maquinando una asonada, un golpe de mano, algo gordo, aunque tomándose tiempo. En ese grupo, además de unos cuantos coroneles del Estado Mayor, con buen cacumen, se ha detectado la presencia de varios generales, Iniesta Cano, Alvarado, Cabeza de Calahorra, Torres Rojas y el teniente general Milans del Bosch: si de la fase conspirativa pasaran a la acción, podrían darnos un serio disgusto en mayo[15].

Quizá Cortina exageró deliberadamente o pintó el cuadro de los golpistas de mayo con unos perfiles demasiado abruptos, lo cierto es que el Rey se quedó bastante preocupado. Ya despidiéndose, rememoró la expresión de Tarradellas de que «convendría corregir el rumbo con un buen golpe de timón». Tocándose la sien, agregó: «Pensaré algo, Majestad… pensaré algo». Se cuadró, inclinó la cabeza y salió de la estancia.

De los archivos del CESID, Calderón y Cortina desempolvaron un grueso dossier rotulado Operación De Gaulle, que se elaboró en 1977 y 1978, cuando dirigía el centro el general Bourgón. Contenía una compilación de informes y transcriptos de conversaciones en almuerzos, cenas y tertulias de políticos, empresarios, banqueros y directores de periódicos, organizadas por Luis María Anson en la Agencia EFE, por Carlos Ferrer Salat en la sede de la patronal CEOE o en domicilios particulares. Los comensales variaban, aunque siempre en el varillaje de los very important persons con capacidad de influencia y de incidencia social: banqueros como Emilio Botín-Sanz de Sautuola, Carlos March, Alfonso Escámez, Luis Valls Taberner, Alfonso Fierro, Ángel Galíndez, Rafael Termes; hombres de empresa como Carlos Pérez de Bricio, José María Cuevas, José Antonio Segurado o el propio Carlos Ferrer Salat; políticos de centro y de derecha: Salvador Sánchez-Terán, Pío Cabanillas, José Luis Álvarez, Landelino Lavilla, Manuel Fraga, Alfonso Osorio, Carlos Argos, Gabriel Elorriaga… Invitados fijos en esas sobremesas eran los militares Faura Martín, y Peñaranda y Algar, miembros del CESID, cuyo cometido era escuchar para luego transcribir lo que allí se había hablado y, periódicamente, redactar un «análisis de situación».

El arco temporal en que se desarrollaron aquellos encuentros abarcaba los sucesos de la reforma política, la legalización del PCE y de los sindicatos, el cambio de régimen, la Constitución y el arranque de las autonomías. Y las conversaciones tenían un fuerte tono crítico hacia lo que algunos comensales consideraban «debilidades entreguistas de Suárez y su Gobierno», y se concretaban en una inquietud por la parálisis económica, el auge reivindicativo de los sindicatos y el riesgo de una deriva federalista de las autonomías. El cúmulo de todo aquel material, despachado «a espita libre», aun sin tener una urdimbre conspirativa, sí destilaba una atmósfera enrarecida contra la actuación del Gobierno. Con sinceridad o con hipocresía, nunca faltaban en esos coloquios ampulosas defensas de la Monarquía, como «el gran bien que hay que proteger».

Lo que Cortina y Calderón buscaban en ese mamotreto de papel no eran las conversaciones transcritas, sino unos folios añadidos en una carpetilla al final, titulados: «Estudio teórico sobre la posible aplicación en España de la Operación De Gaulle, como corrector del sistema desde el propio sistema».

El año anterior, en abril de 1979, estrenándose Rodríguez Sahagún como ministro de la Defensa, visitó el CESID, y fue entonces cuando se fijó en ese dossier. Lo hojeó por encima, mientras el director Bourgón le explicaba algo de su contenido, y al reparar en el título de la carpetilla adosada se puso muy serio.

—¿Qué significa esto de «corrector del sistema desde el propio sistema»?

—Es un ejercicio teórico, una de esas hipótesis de trabajo con que se calientan los sesos nuestros analistas —le respondió Bourgón, por no decir «no tengo ni idea».

—A juzgar por el peso, han gastado mucha sesera sus analistas haciendo esto. Envíemelo hoy o mañana al ministerio, quiero echarle un vistazo.

A la mañana siguiente, el dossier estaba en el despacho de Rodríguez Sahagún. Pero en el CESID quedó otra copia.

Suárez quiso leer algunas de las conversaciones. No eran lindezas las que ahí se decían de él. Le confirmó la animosidad que suscitaba entre los gerifaltes del capital y la hostilidad manifiesta de los directores de periódicos. Pero tanto a él como a Rodríguez Sahagún les preocupó la carpetilla: el recurso a un golpe militar para corregir el sistema, como corolario de lo dicho en todas esas cenas y comidas.

Citó a Anson y le llamó al orden muy severamente. No le cesó como presidente de EFE, pero le dijo con todas sus letras que una agencia nacional de noticias no podía seguir siendo un nido de conspiradores[16].

Por su parte, Rodríguez Sahagún hizo una limpieza drástica en la central de inteligencia: Juan María Peñaranda y Algar abandonó el servicio y se reintegró a la XII Brigada Acorazada de El Goloso como jefe del Batallón de Transmisiones y Zapadores; a Faura Martín se le invitó a pedir otro destino militar; y el director Bourgón López-Dóriga cesó de un modo discreto y consolador: ascendido a general de división, fue destinado bastante lejos, a la Comandancia General de Melilla[17].

Calderón y Cortina se enfrascaron en la lectura de la carpetilla «Estudio teórico sobre la posible aplicación en España de la Operación De Gaulle, como corrector del sistema desde el propio sistema».

Era una previsión «teórica» por si hubiese que remover de su puesto al presidente del Gobierno, por medio de una intervención militar correctora, sin violencia ni derramamiento de sangre, y sustituirle en el cargo por otro presidente no salido de las urnas. Para ello, era necesario generar un pretexto grave, simular una situación nacional de emergencia, una amenaza ficticia, que justificase «lícitamente» tal acción manu militari. Habría que provocar un estado de alarma, inventar una violación de la Carta Magna o un atentado contra alguna institución del Estado: un «supuesto anticonstitucional máximo» (en el argot, un SAM), que demandase un recurso a las Fuerzas Armadas a fin de forzar la renuncia o el cese del presidente Suárez, y conseguir la designación de un nuevo jefe de Gobierno. Todo en un mismo acto ensamblado y conjunto.

El estudio proponía, pues, un objetivo real: destituir a Suárez; pero utilizando engañosamente la coacción del Ejército al fingir una situación de peligro inexistente.

«Así fue la Operación De Gaulle…», seguía el texto del CESID.

No. Así no fue la Operación De Gaulle en la que éste se inspiraba.

No cabía comparación entre la España de 1980 y la Francia de 1958. El país vecino vivía en aquellos momentos en una depresión moral, económica y nacional tras la derrota francesa de Dien Bien Phu, la pérdida de Indochina, y la independencia de Marruecos y de Túnez; libraba la guerra de la independencia de Argelia y el Ejército se hallaba dividido por esa cuestión; y una tremenda polarización política enfrentaba entre sí a los ciudadanos. Además, la inestabilidad de la Cuarta República hizo que el presidente René Coty tuviera que cambiar de jefe del Gobierno tres veces en el último año…

En la Operación De Gaulle, cuyo código secreto era Operación Resurrección, la amenaza de golpe de Estado, de intervención del Ejército y de toma militar de París y otras ciudades francesas fue real. No una ficción. Los generales Jacques Massu y Raoul Salan, que comandaban las tropas francesas en Argelia, enviaron al presidente de la República un telegrama de advertencia, y después una carta con carácter de ultimátum, exigiendo la dimisión del primer ministro Pierre Pflimlin, amenazando con una sublevación militar si en un plazo de dos semanas el general Charles de Gaulle no era llamado a presidir el Gobierno.

Los conspiradores gaullistas no pretendían tomar el poder por la fuerza —«no hay que tomar el poder, basta con recogerlo», decía altivamente De Gaulle—; pero ¿acaso no era una fuerza coactiva la amenaza de un golpe de Estado? En esas condiciones, René Coty citó a los líderes políticos de diversos partidos y, excepto los grupos minoritarios radicales, socialistas y comunistas, la mayoría de los diputados aceptó el regreso de De Gaulle como «salvador de la patria» y le ofreció la presidencia del Gobierno con plenos poderes para elaborar una nueva Constitución, que derogaría la Cuarta República e instauraría la Quinta con él como presidente.

Eso sí, pese a ser una gravísima injerencia militar en las instituciones políticas, la «entronización» del general De Gaulle se revistió con los solemnes protocolos de la legalidad republicana. El 1 de junio de 1958, De Gaulle fue votado e investido primer ministro en la Asamblea Nacional.

Para aplicar la fórmula De Gaulle en España, el único punto de coincidencia era que en Francia los militares, los políticos y muchos ciudadanos de a pie querían echar al jefe del Gobierno Pierre Pflimlin e imponer al general De Gaulle; y que en España los militares, los políticos y muchos ciudadanos de a pie, o de trono, querían echar al jefe del Gobierno Adolfo Suárez. Todo lo demás habría que fingirlo, simularlo, inventarlo, o… provocarlo. Por supuesto, guardando las formas de la legalidad constitucional.

Cortina expone al Rey la Operación De Gaulle

Transcurridos unos diez días desde su visita anterior, el comandante Cortina volvió a ver al Rey. Fue entonces cuando le habló de la Operación De Gaulle. Le puso en antecedentes del grueso dossier elaborado en el CESID, que Suárez y Rodríguez Sahagún conocían. Y le dijo que esa Operación Resurrección a la francesa sólo muy remotamente podía servir de pauta.

—Bueno, ellos procuraron hacer las cosas legalmente, sin cargarse las fórmulas de su Constitución —dijo el Rey—; y aquí, se haga lo que se haga, tiene que hacerse así, sin salirse un milímetro de la Constitución.

—En nuestro caso, tenemos un hecho objetivo y un hecho circunstancial. —Cortina, sentado esta vez frente al enorme lienzo del gigante de Dalí, en el despacho del Rey, clavó sobre el óleo su mirada todo el tiempo de su disertación—. El hecho objetivo es que conviene a España que Suárez deje la presidencia del Gobierno. Conviene y, menos su familia y allegados, lo desea todo el mundo. Esa coincidencia general en querer la salida de Suárez es un factor nada desdeñable y facilitará muy mucho la operación. Y el hecho circunstancial es el posible golpe duro militar del 2 de mayo. Nos emplaza en el tiempo, nos obliga a actuar antes para neutralizarlo; pero a la vez nos sirve en bandeja la amenaza, la situación de peligro nacional, el supuesto anticonstitucional máximo que justificaría cualquier operación política «extraordinaria».

Para que los golpistas de mayo no entraran en acción, había que adelantarse un mes, mejor cuarenta días, con un antídoto, un contragolpe que saliera al paso de sus preocupaciones satisfactoriamente, y los dejase sin motivos para un alzamiento, quietos y «en su posición, descanso». ¿Qué antídoto satisfactorio? El golpe de timón, el corrector del rumbo: la dimisión de Suárez y… la formación de un nuevo Gobierno «especial» con un presidente también «especial».

Cortina abrió su portafolios, delgado, de color tabaco y con cierre de cremallera. Mientras sacaba unos folios y varias cuartillas sueltas, comentó casi en un susurro que había hecho «unas consultas jurídicas, constitucionales, en abstracto», y estaba «pendiente de otras más concretas», y siguió su exposición:

—Suárez está en su tiempo de ejercicio legal hasta marzo del 83 —siguió Cortina—. Puede atornillarse al sillón si le da la gana. De no producirse un accidente físico, sólo hay dos modos de provocar su desalojo: que en el Parlamento presenten contra él otra moción de censura, y esta vez la pierda; o que se marche por su propia voluntad. ¿Esto es posible? Esto es difícil, porque él se crece ante los cuernos del toro; pero no es imposible. Podría haber un plante compacto de sus barones y una petición firme… He oído que van a encerrarse juntos en algún lugar fuera de Madrid para poner las cuentas en claro. Ahí podría ocurrir algo. O quizá le organicen un cotarro los críticos en el próximo Congreso de UCD. Al parecer habrá más de una lista en competencia. Pero cabría también… —Cortina hizo una pausa, escogió una de las cuartillas que había sacado y leyó—: «Que Su Majestad el Rey jugase una carta, más allá de los poderes que le confiere la Constitución, pidiendo al presidente del Gobierno privadamente, con suave persuasión, su renuncia al cargo…»

El Rey frunció el ceño:

—Yo eso podía pedírselo a Carlos Arias, porque le había nombrado yo, y aun así no fue nada fácil. Y a Adolfo en el primer Gobierno, porque también le había designado yo. Pero desde las elecciones del 77, nanay.

—Bueno, exponiéndole la amenaza de que un puñado de fanáticos estén dispuestos a la voladura del sistema que él mismo ha construido, cabe una apelación a su sentido del Estado, a su patriotismo como gobernante, a la grandeza del sacrificio personal de una retirada, por el bien del país. Incluso, la concesión de un cargo de eminencia, un título nobiliario, una salida digna de su persona y de su historia…

—Sí, puedo hacerle una sugerencia… ¿cómo has dicho antes?, ¿con suave…?

—«Con suave persuasión». Él suele decir «me bastaría que el Rey me hiciera un gesto, un guiño, para salir por la puerta inmediatamente».

—Me parece más lógica la moción de censura; pero… y después, ¿quién?

—Exacto, ése es el meollo de esta operación. Quitar a Suárez, ¿para poner a quién? Si de lo que se trata es de parar en seco y cortocircuitar a los que preparan un gran golpe contra el sistema, el candidato que sustituya a Suárez no puede ser Felipe González, aunque le correspondería como líder de la oposición y es un hombre que tiene peso político, pero todavía está inmaduro, muy pegado al socialismo republicano, al populismo de izquierdas, a la pana… Sería una transición demasiado drástica. No tranquilizaría ni al Ejército, ni a la banca, ni a la Iglesia, ni a la gente más moderada. Esa moción de censura tendría que hacerse planteando a un candidato de otro perfil… Alguien que suscitase respeto, credibilidad, confianza, seguridad, que se le viera como a la persona capaz de empuñar el timón y dar el viraje. Como dije antes: un hombre especial para una situación especial.

Cortina apuntó ya la conveniencia de que fuese «una persona con prestigio, solvente, con auctoritas personal, independiente de los partidos y de la política… que podía ser tanto un civil —catedrático, economista, empresario—, como un militar demócrata». Y puesto que debía ser investido en el Congreso, lo prioritario era conseguir que lo aceptasen al menos 234 diputados, es decir, los dos tercios de la Cámara que tendrían que darle su voto.

Sin entrar en detalles, y siempre con la muletilla de apoyo «en opinión de nuestros analistas», expuso que la operación tendría tres fases sucesivas.

En la primera, se trataría de lograr que los dirigentes políticos y la gente de la calle tomasen conciencia de que se cernía la amenaza de un golpe de Estado, y que podían estar en juego la democracia y el sistema de libertades. Eso, en sí mismo, generaría un estado de alerta, incluso de alarma, favorable a la hora de aceptar una solución extraordinaria como sería un presidente del Gobierno extraparlamentario, porque probablemente no sería siquiera diputado ni senador. En esta primera fase, los periódicos podrían ser una bocina de gran importancia para crear ese estado de opinión.

En la segunda, habría que propiciar entendimientos personales entre los miembros de los partidos, que entonces estaban muy enconados, de modo que, llegado el momento, se pudiese componer un Gobierno de concentración, o de gestión, o de gran coalición, o de unidad; en todo caso, transicional. Este Gobierno tendría que trabajar mucho y en poco tiempo, pues debía garantizar que en 1983 se celebrarían las elecciones. Su cometido sería nada más y nada menos que sacar el país del atolladero: dureza a fondo contra el terrorismo, freno a la dinámica centrífuga de las autonomías y saneamiento estructural de la economía. Precisamente porque debía tomar medidas fuertes, incluso impopulares, era necesario que todos los partidos parlamentarios estuviesen comprometidos con ese Gobierno de transición y le dieran su respaldo.

En la tercera fase, cuando ya los líderes políticos hubiesen llegado a un acuerdo sobre el «hombre especial», la prensa podría volver a jugar un gran papel de marketing informativo, dando a conocer los rasgos y las virtualidades positivas de ese presidente in péctore.

El Rey había escuchado en silencio, sin salir de su asombro porque aquello estuviese ya tan ensamblado y tan estructurado en la mente de Cortina o, según él dijo, en la de sus «analistas». No opinó, sólo hizo unas advertencias:

—Todo dentro de la Constitución. Ni media coacción, ni media violencia. Y, aunque yo hablaré con el presidente Suárez… «con suave persuasión», sinceramente no creo que acceda a irse así como así. Por tanto, situados en el escenario de una moción de censura, lo que veo casi imposible es que estén poniéndose de acuerdo todos los diputados para votar en su contra, y a favor del que sea… y Adolfo, con todas sus antenas disparadas y sus radares de punta, y sin enterarse.

—Por supuesto, la censura tendría que pillarle en la ducha, y toda la negociación de votos debe hacerse muy sigilosamente: entiendo que es difícil hablar uno a uno con trescientos cincuenta tíos sin que haya filtraciones; pero tiene que ser, más que una operación discreta, una operación secreta.

Ese mismo día, a última hora de la tarde, el Rey comentó con Sabino Fernández Campo cuanto le había dicho el comandante Cortina.

A Sabino también le sorprendió que los del CESID tuviesen tan urdida ya la operación. «Prácticamente nos la dan hecha», dijo con cierta sorna. Y como notó al Rey bastante interesado y motivado, se permitió deslizarle un consejo:

—Es una jugada política de gran magnitud, pero es una jugada política. Cuanto más al margen se quede Su Majestad, mejor. Y sería bueno que todo eso del «independiente extraparlamentario» tuviese una buena fundamentación jurídica.

Sabino: «¡Por fin el Rey se ha caído del burro con Suárez!»

Poco después, el 5 de julio, tras visitar al Rey en La Zarzuela, Jaime Carvajal anotaba en su diario: «Encontré al Rey físicamente bien, más distanciado de Suárez y pensando en la posibilidad de un independiente (¿?)»[18].

También en julio, el general José Ramón Pardo de Santayana, fue a La Zarzuela para charlar un rato con Sabino Fernández Campo. Eran compañeros y amigos, y habían coincidido en palacio desde 1976 hasta 1979, mientras Pardo de Santayana era el jefe de Estado Mayor del Cuarto Militar del Rey. Solían intercambiar información y «ponerse a la última». En esa ocasión, Sabino le dio una sorpresa:

—José Ramón, ¡cuántas veces hemos comentado que no nos gustaba nada que el Rey estuviese tan amigado con Suárez…! Bueno, pues por fin el Rey se ha caído del burro.

—¿Qué ha pasado?

—No ha sido una cosa así, concreta, sino una sucesión de fallos, o de ir demasiado por su cuenta… El Rey ha estado muy condicionado por Suárez, influido por Suárez… hasta que se ha dado cuenta de que, desde hace algún tiempo, no está en lo que debe estar, o no tiene iniciativas, o se le han gastado las pilas. Sin quitarle ningún mérito a toda su gestión anterior; pero hay que vivir en presente, y al fin se ha dado cuenta de que Suárez ya no es el hombre que España necesita en estos momentos.

—¿Y qué puede hacer el Rey? No tiene los resortes de antes: quito, pongo…

—El Rey está pensando muy en serio que convendría que Suárez no siguiera. La solución es que se forme un Gobierno de concentración nacional o de coalición, presidido por un independiente. Ya hay una operación en marcha. ¿Quién te parece a ti que puede ser el presidente?

—¡Sabino, por Dios, no me hagas pensar! Yo de política ni sé ni quiero saber. No estoy en eso…

—Dada la situación, el presidente tiene que ser un militar.

—¿Un militar…?

—Armada.

—¡Ah, caramba!… Entonces, sí. Ése sí, porque es una persona que sabe de política, ha tenido mucha relación con políticos, lo ha hecho bien al lado del Rey, es muy inteligente… Y encima es gallego, una ventaja para saber por dónde vienen los tiros. Sí, Armada me parece bien.

—Pues mira, no lo cuentes, pero eso está hablado con muchos políticos. Hasta los socialistas estarían de acuerdo, aceptarían estar en un Gobierno presidido por Armada[19]. Y todos los líderes políticos acabarán entrando, porque se les pide que arrimen el hombro, sí, pero se les ofrece participar ya del poder, y a nadie le amarga un dulce.

De modo que, aparte de Sabino —que era miembro de la Casa—, dos testigos fiables y no concernidos, como el financiero Carvajal y Urquijo y el teniente general Pardo de Santayana, permiten afirmar que la primera noticia de un Gobierno de concentración, presidido por un independiente, y que éste fuera el general Armada, se dio en La Zarzuela y muy temprano, en julio de 1980, cuando Suárez todavía no había renovado el Gobierno de septiembre, ni había planteado y ganado su cuestión de confianza. «El Rey se había caído del burro…» Chusca expresión que describía el desencanto regio, la pérdida de confianza, el hastío, junto a la necesidad de pasar página y cambiar de protagonistas. En adelante, hiciera lo que hiciera Suárez, su ciclo político había terminado para el Rey.

Suárez, como bien describía Don Juan Carlos, «con todas sus antenas disparadas y sus radares de punta», conocía desde hacía meses los alientos a un golpe por parte de Emilio Romero, Josep Tarradellas, Luis María Anson, los tenientes generales Milans del Bosch, Merry Gordon, González del Yerro, Campano López; los generales Torres Rojas, Alvarado, Armada…; un grueso de los jefes y oficiales del Cuarto Militar del Rey; y el recién creado colectivo Almendros: una cofradía de personajes significados; la firma épica del teniente general De Santiago y Díaz de Mendívil; y un redactor de prosa tronante, el general Cabeza de Calahorra.

Había ordenado seguir la pista de aquel recado que Javier Pradera le envió desde El País: «Dentro del PSOE se está discutiendo la posibilidad de llegar a un acuerdo con los militares para quitar a Adolfo del poder, y eso si cuaja puede llegar a ser un golpe de Estado». Y Juan José Rosón, Andrés Cassinello y Francisco Laína le tenían al tanto de unos contactos atípicos entre la plana mayor socialista y militares del antiguo SECED y del nuevo CESID. Cuando tuvo algo más que indicios, soltó al aire el pistoletazo de denuncia ante el séquito de periodistas que le acompañaba en su viaje a Lima en los días últimos de julio:

—Conozco la iniciativa del PSOE de querer colocar en la presidencia del Gobierno a un militar. ¡Es descabellada![20].

La Operación De Gaulle estaba en marcha y bien engrasada. A La Zarzuela empezaron a llegar documentos, estudios jurídicos, políticos. Un informe de Laureano López Rodó sobre la «posible reforma del título octavo de la Constitución, armonizando los elementos de descentralización, cohesión y solidaridad en el Estado de las autonomías». Otro estudio, sobre «los modelos europeos de Gobierno de coalición con un partido bisagra», exponiendo la fórmula alemana de una gran coalición —Große Koalition—, aplicable en España si se coaligaban la UCD y el PSOE, con distintas opciones de apoyo, que equivaldrían a la «bisagra»: los diputados de CD-AP, o las minorías catalana y vasca, o el plus de un grupo de élite, personajes prestigiosos independientes a título personal, sin diputados, ni base militante, ni estructura de partido.

El CESID entregó un diseño de la Operación De Gaulle adaptada a las circunstancias españolas. Era lo que Cortina había expuesto ante el Rey. Subrayaba el papel alarmista que podrían jugar determinados periódicos, si se les proporcionaba un suministro informativo estimulante. Y proponía dos nombres para el candidato «independiente»: un civil, José Ángel Sánchez Asiain, por ser hombre de empresa, financiero, con una vasta agenda de relaciones en todos los campos sociales, y vasco, estudioso conocedor de sus tradiciones, sus valores y su historia. Y un militar, el general de división Alfonso Armada Comyn, marqués de Santa Cruz de Ribadulla, de perfecto engarce con La Zarzuela, el Ejército, las púrpuras eclesiásticas y el poder económico; prudente, honesto y nada amigo de aventuras; puente entre el poder civil y el militar, que podría ser «hombre de encuentro» entre las distintas tendencias políticas, sin sesgo hacia ninguna. Además, el ser militar podría favorecer el final de ETA, ya que ETA sólo quería «dialogar con un alto mando del Ejército».

«En su momento, si fuese necesario, por España y por la Corona, Armada estaría dispuesto al sacrificio de perder su condición militar para tomar las riendas de la gobernación del país». Esta última afirmación translucía que Armada ya había sido sondeado y daba su consentimiento[21].

La prueba del nueve llegaría aquel mismo verano:

Armada me envió un informe secreto, apócrifo, muy crítico contra la gestión de Suárez para que lo viera el Rey —explicó Sabino años después—. Me dijo que no lo había hecho él, que él era sólo el buzón, y que el escrito procedía «del Alto» [el servicio informativo militar del Alto Estado Mayor]. Describía la situación política del país y, entre las posibles soluciones para encauzar los problemas pendientes, se apuntaba la fórmula de una moción de censura pactada y un presidente neutral: un civil, independiente y prestigioso, o un general demócrata y monárquico. ¿Por qué los redactores de ese informe secreto destinado al Rey no lo envían a Zarzuela sino a Armada, que está destinado fuera de Madrid, en la División de Montaña Urgell IV, de Lleida? Sin duda, porque Armada late en el fondo de ese texto, y eso les garantiza que llegará a manos del Rey[22].

Armada ya le había dicho al Rey varias veces: «Señor, es necesario de todo punto que tengáis una línea caliente que os informe sobre estados de ánimo y planes golpistas militares. Eso podría cubrirlo yo mismo si me destinaran al Estado Mayor del Cuartel General del Ejército, en el puesto de segundo jefe que va a quedar libre». Suárez se negó en redondo a ese nombramiento cada vez que el Rey se lo propuso. Pero, en cuanto Suárez dimitió, al Rey le faltó tiempo para dar luz verde al deseo de Armada, porque también él quería tenerle cerca[23].

Sabino cuenta la solución Amada

Sin embargo, todavía faltaba el documento clave que se pronunciara sobre la licitud constitucional de la Operación De Gaulle a la española.

Felipe González, Gregorio Peces-Barba y Enrique Múgica invitaron a comer a Sabino en La Gran Tasca, un mesón típico de la madrileña calle Santa Engracia, cerca de la sede del PSOE. Mientras picoteaban unos aperitivos le preguntaron qué había de cierto en los rumores de golpes militares, cuántos había en marcha o en fase conspirativa que tuviesen cierta entidad. Sabino se salió por la tangente: «Rumores hay cientos… pero yo no sé nada concreto de golpes, ni de quiénes están detrás; si yo supiera nombres y lugares de reunión, lo habría denunciado». No obstante, ellos insistieron en que al menos había dos dispositivos golpistas: el de Tejero con «la banda borracha» y «el de los generales»[24].

Estaban bastante informados de lo que se cocía. Vislumbraban la caída de Suárez si ellos cooperaban en una moción de censura, y la puerta abierta a su entrada en el Gobierno «del brazo de otros». Aunque durante un rato jugaron a amagar y no dar, con medias palabras y sobreentendidos, llegó un momento en que se habló en plata. Felipe dejó claro que él prefería esperar a las elecciones y entrar en La Moncloa por la puerta grande, a adelantarse un año o dos y entrar «en mogollón»; pero que las cosas estaban muy mal, muy mal… y él era un político con sentido de España y con sentido del Estado; por tanto, estaba dispuesto a meterse debajo del paso, como un costalero más, y arrimar el hombro en un Gobierno de concentración que presidiera otro… por supuesto, no Suárez. Otro con un programa concreto y un tiempo tasado. Aquí bromas macabras de generales vitalicios, ni media más.

Entonces Sabino se mojó y lanzó un nombre entre interrogantes:

—¿El general Armada…?

No vio caras de sorpresa en ninguno de los tres socialistas.

—La figura del general Armada —dijo Felipe—, aunque personalmente no le conocemos, podría ser bien aceptada por nosotros.

—Pues a mi modo de ver —contestó Sabino—, la voluntad del Rey es que ese Gobierno de muchos, de cuantos más mejor, se forme en tiempo breve.

Sabino los vio muy interesados. Como si se acordara en ese instante, añadió:

—Claro, previamente habría que tener la seguridad jurídica de que eso es constitucional; no se ha hecho nunca con esta Constitución, y convendría disponer de un estudio riguroso antes de dar ningún paso[25].

Quizá por la sugerencia de Sabino de «disponer de un estudio riguroso», desde el PSOE le pidieron a Carlos Ollero, catedrático de Teoría del Estado y de Derecho Constitucional, un informe sobre la licitud de investir a un candidato extraparlamentario. Ollero era simpatizante del PSOE y ya les había echado una mano en otras ocasiones. Había sido senador real constituyente y mantenía buena relación con el Rey. Aunque estaba en Cádiz veraneando, se puso a la tarea. Ese informe podría haberlo hecho el propio Peces-Barba, padre de la Constitución, pero los socialistas preferían «una mano blanca imparcial». Un par de veces en la primera quincena de agosto, Peces-Barba y Múgica le apremiaron: «Carlos, ¿has hecho ya las gestiones con Marivent?» Esas gestiones consistían en que Ollero, con su informe pericial en mano, tenía que darle garantías al Rey de que el Congreso podía destituir a Suárez y poner en su lugar a un presidente designado al margen de los partidos, un independiente, que formase un Gobierno transitorio de gestión o de salvación nacional[26]. Mediado agosto, el informe llegaba a Armada, y no a La Zarzuela ni a Marivent… extraño zigzag. Armada metió en un sobre los cuatro folios y medio mecanografiados, y sin explicar de dónde procedían ni cómo le habían llegado a él, se los remitió a Sabino: «Recibirás un documento —le dijo Armada—, para que se lo pases a Su Majestad. Es la fórmula de la destitución de Suárez, o de moción de censura, con la propuesta de un candidato neutral, apartidista, un catedrático, un historiador, un economista, un militar demócrata… Alguien relevante y con prestigio social, que no tiene por qué ser diputado. Lo razona jurídicamente un importante constitucionalista español».

El texto exponía cómo se engarzaba esa propuesta en el articulado previsto por la Constitución para cambiar al presidente del Gobierno sin necesidad de nuevas elecciones. Se indicaban dos vías: la de la moción de censura, con un candidato alternativo, su propuesta al Rey y la posterior investidura de éste si conseguía los votos favorables de dos tercios de la Cámara; y otra no constitucional, por la que el jefe del Estado, «dadas las graves circunstancias nacionales», usaría su misión arbitral y propondría a la Cámara a un presidente no parlamentario para que fuese investido por los diputados y que en torno a él se nucleara un Gobierno de unidad nacional. Era un calco de la Operación De Gaulle, en la que también Ollero se inspiraba. La primera vía podía ser formalmente lícita, aunque no moralmente, porque desmesuraba —más bien, inventaba— el «estado de necesidad». Pero la segunda ponía al Rey y a todo el Parlamento extramuros de la Constitución.

El autor de los folios argumentaba también —aunque Sabino no lo había pedido— que, dada la penosa y grave situación política, económica, social y de agresión impune del terrorismo, y el desgaste del presidente Suárez, superado por los hechos, éste debía o bien ser destituido, o bien formalizarse una censura al Gobierno, con la propuesta alternativa de un personaje —entre líneas se leía el perfil de Armada— que, transcurridos cinco días, sometería su programa a los diputados y saldría elegido si obtenía los dos tercios de los votos de la Cámara. Y subrayaba la conveniencia de que, el candidato investido compusiera un Gobierno en el que estuviesen representados todos los partidos o grupos parlamentarios. Asistido por ese masivo respaldo legislativo, ese Gobierno podría actuar con la fuerza necesaria para desembarrancar al país. Y después, convocaría nuevas elecciones generales.

Ya desde febrero de 1980 —rememoraba Sabino—, cuando Armada fue destinado a Lleida, se reanudaron sus contactos con el Rey. Se veían en Madrid, él venía a La Zarzuela; o se veían en Baqueira, porque Armada subía a cumplimentarle desde Lleida, y esos encuentros resultaban naturales. Pero es a partir de ese escrito cuando Armada va acariciando más y más la idea de ser presidente.

El general Armada llamaba constantemente a La Zarzuela advirtiendo al Rey de que el cambio político del Gobierno Suárez estaba siendo demasiado radical, que el Ejército estaba muy molesto y que en el camino de la democracia había que ir con cuidado. Le insistía en que podía haber una debacle, porque a él le llegaban noticias de varios golpes, y era necesario abortarlos con un buen golpe de timón, de impronta constitucional. Y le reiteraba lo de la «fórmula hábil», la moción de censura. En cada llamada, le daba novedades de diputados de distintos partidos que iban decantándose a favor de un Gobierno de salvación, de todos y de nadie. Por lo que el Rey me comentaba, yo deducía que Armada en persona realizaba esas labores de captación; pero, estando como estaba casi en el Pirineo, debía de tener gente en Madrid moviéndose en su misma línea, haciéndole la campaña[27].

Así era. Desde el CESID, Calderón y Cortina crearon para Armada un staff político y de enlace que, además de tenerle informado, le alfombraba el terreno, proporcionándole contactos explicativos con parlamentarios; diseñando marketing sobre la operación y sobre el personaje Armada ante empresarios y banqueros, haciéndoles ver las futuras ventajas; suministrando información «tóxica» a periodistas bien seleccionados en casi todos —o todos— los periódicos, para que fuesen soltando spray de «golpismo a la vista», y resaltasen de vez en cuando el nombre de Armada entre un listado de posibles «generales de prestigio» o de «independientes aceptables por los poderes fácticos».

Integraban ese staff el propio José Luis Cortina, su hermano Antonio, del cuerpo jurídico militar y miembro fundador del Gabinete de Orientación y Documentación, S. A. (GODSA), una especie de think tank de ideas y estrategias creado en torno a Fraga antes de que en España estuviesen autorizados los partidos, donde cooperaban gentes próximas a éste y no lejanas a los servicios de inteligencia: Rafael Pérez Escolar, Florentino Ruiz Platero, Carlos Argos, Félix Pastor Ridruejo, Manuel Monzón, Gabriel Elorriaga, Gabriel Cisneros…

Muy pronto, Miguel Herrero de Miñón empezó a tener una conexión directa y fluida con Manuel Fraga, que se intensificó llamativamente desde que fue elegido portavoz de la UCD. Y en esos meses de otoño e invierno, hizo su labor de zapa ganando adeptos para la Operación De Gaulle, incluso cuando no tenía un rostro como mascarón de proa. Era una causa que le motivaba doblemente: acabar con Suárez y reencauzar la marcha política. ¿Con un militar al frente del escuadrón? ¿Por qué no?

Miguel Herrero habló con diputados de todos los signos, especialmente «jóvenes turcos» y democristianos de la UCD. Tenía dos instrumentos persuasivos: con unos empleaba su brillante elocuencia; con otros utilizaba algo más mercurial: «Tengo dinero para una operación política de mucho alcance». La patronal CEOE, a través de José Antonio Segurado, le respaldaba económicamente en gastos derivados de reuniones, almuerzos y viajes, y también para estipendiar la dedicación a la causa de quienes quisieran cooperar. En una de sus captaciones, preguntó por la directa al diputado Joaquín García Romanillos: «¿Cuál es tu precio?» Ante la cara de estupor de García Romanillos, Miguel le aclaró: «No intento comprar tu alma, Joaquín, sólo tu tiempo. Aparte de tu sueldo de diputado, ¿cuánto necesitas para vivir, sin dedicarte a otro asunto que a esta operación?»[28].

En sus charlas con el Rey —comentaba Sabino años después—, Armada defendía la estrategia de «un Gobierno de amplia coalición para hacer frente a un posible golpe militar». Y aunque dijera «presidido por un independiente, un apolítico, un neutral», él aspiraba y se ofrecía claramente a ser ese apolítico neutral, con Felipe González de vicepresidente.

¿Y el Rey? Al Rey no le parecía mal la solución Armada, en un momento tan difícil, con un Adolfo Suárez muy criticado y desprestigiado, aunque hasta entonces había sido tan eficaz. Lo que se barajaba, considerando que Suárez estaba quemado y desanimado, era un cambio de Gobierno pacífico. Y configurar ese Gobierno de concentración en torno a un hombre de confianza como era el general Armada, que sirviera de intermediario entre esta situación y la nueva, pues… era posible[29].

Ignorar el mandato de las urnas, darle al Rey la facultad de la destitución, convertir la Cámara en un foro de adhesión… ése era el camino de despropósitos —con o sin golpe duro, con o sin tricornios— que se había iniciado a partir de un Rey «caído del burro», o decepcionado por su jefe de Gobierno, o temeroso de que la ineficacia de un gobernante perjudicara su Corona; a partir de unos informes que trastocaban el espíritu y la letra constitucional; a partir de un PSOE demasiado ansioso por llegar al poder; y a partir de un general Armada imbuido de su misión de salvapatrias.

Felipe al Rey: «¿Qué pinta Armada en todo esto?»

Después de la comida con Sabino en La Gran Tasca, la dirección del PSOE se remangó para la tarea. El último día de agosto, domingo 31, Enrique Múgica, número tres en la dirección del PSOE y presidente de la Comisión de Defensa en el Congreso, se presentó a media mañana en el domicilio privado del president Jordi Pujol, en Premià de Dalt. Lo contó el propio Pujol: «Fue una conversación de dos horas. Múgica me expuso la necesidad de apartar a Adolfo Suárez de la presidencia del Gobierno para salvar la democracia. Me planteó la posibilidad de forzar la dimisión de Suárez, poniendo al frente del Gobierno a un militar de mentalidad democrática. Mi respuesta fue de desacuerdo total. Le dije con fuerza que ni hablar, que eso era antidemocrático. Aquella visita me hizo ver que los socialistas, o buena parte de los socialistas, tenían una prisa muy grande por llegar al poder»[30].

Múgica, en su tarea de conseguir votos para la investidura del «militar de mentalidad democrática», como encargado de relaciones sociales en el PSOE, mantuvo también un encuentro en octubre con el parlamentario de CiU, Miquel Roca i Junyent. Almorzaron en la Casa dels Canonges, sede de la Generalitat de Catalunya[31].

El 22 de octubre, y aprovechando que se celebraban unas elecciones sindicales, Enrique Múgica y su compañero socialista catalán Joan Reventós, fueron a Lleida.

El alcalde Antoni Siurana, también socialista, había simpatizado pronto con el gobernador militar, Armada, y colaboró con él facilitándole la traída de aguas para unas dependencias militares de la zona. Con ese y otro motivo, almorzaron y cenaron, solos o con sus esposas, en diversas ocasiones.

El 22 de octubre por la mañana, le telefoneó al Gobierno Militar:

—Alfonso, soy Antoni Siurana, ¿dónde almuerzas hoy?

—En el pabellón, en casa, con Paquita, mi mujer.

—Verás, han venido unos amigos, y creo que te gustará conocerlos, ¿quieres venir a comer a casa? Será una comida de hombres solos, sin mujeres. Paso a recogerte a las dos y te llevo a mi casa, que aún no conoces.

Armada se cambió el uniforme por un traje de paisano. Y una vez en casa del alcalde conoció a los «invitados sorpresa», Múgica y Reventós. Marisa, la mujer de Siurana les ofreció una copa de aperitivo y luego los dejó solos, «para que habléis de vuestras cosas».

Armada, al redactar su diario como elemento de descargo en el juicio de guerra posterior a los hechos, tuvo interés en subrayar que la comida era un suceso imprevisto y elogió a la dueña de la casa por su habilidad al improvisar el menú: melón con jamón, lubina a la vasca y postre de helados con tejas de almendras.

Sin embargo, aquel encuentro no era algo fortuito, sino muy preparado por ambas partes: Múgica tenía interés en conocer a Armada, Siurana se lo había recomendado, «como un general muy bien relacionado con las alturas, de mentalidad abierta, y que no traga a Suárez»; y Armada llevaba ya unos meses aplicándose a su propio marketing persona a persona, y deseaba «establecer un contacto discreto con dirigentes socialistas moderados». Así se lo había comentado a Siurana. Tanto al general como al alcalde les pareció «una ocasión muy natural, la presencia en la ciudad de Reventós y Múgica, con motivo de unas elecciones sindicales», así se descartaba cualquier interpretación de que los dos diputados se hubieran desplazado adrede hasta allí. En cuanto a la comida en sí, no tuvo nada de «improvisación casera», pues se sirvió por encargo desde el restaurante Sheyton, un establecimiento de Ramón Miralles, y con camareros que atendieron la mesa.

Armada, en su «diario de descargo», trató de no entrar en honduras sobre los temas de conversación, y se explayó recordando que hablaron de Lleida y la provincia, de la cría del ganado mular como una iniciativa que podría llevarse en conjunto entre los ministerios de Agricultura y Defensa, conveniente para los valles de la zona y para la División de Montaña Urgell IV, que él mandaba. Pero era ineludible que, además de las mulas, recordara que habían tratado otras cuestiones:

Hablamos del Ejército, y Múgica me hizo preguntas sobre algunos generales: Sabino Fernández Campo, Sáenz de Santa María, Aramburu Topete, Gabeiras y algún otro militar. Me dijo como dato que él conocía: «Usted va a volver pronto a Madrid». Me pareció muy informado y, sonriendo, me confesó que en el PSOE tenían dossieres de muchas personas. También salió el tema de la UMD, que yo sentía más que conocía. Les di mi opinión sobre este asunto. Hablamos de política en general, de lo mal que iban las cosas en aquellos momentos, de los problemas pendientes: economía, terrorismo, autonomías, etc. Creo que escuché más que hablé […]. No presentaron ninguna idea concreta sobre política española. Todo lo más que pudieron proponerse era conocerme. Sí, Múgica venía a conocerme. Él sabía que yo tenía muy buenas relaciones con el Rey y prestigio en las Fuerzas Armadas. Pero no capté ningún otro propósito especial. Me preguntaron si el Ejército estaba tranquilo y les aseguré que en Cataluña lo estaba[32].

La forma elusiva de Armada, que él mismo reconoció en otros momentos y también en su libro, consistía en no mentir, pero no decirlo todo; omitir unos elementos y referirse sólo, aunque detalladamente, a otros que recordaba. De modo que, al señalar que «se habló del Ejército» o «de la situación en aquellos momentos y de los problemas pendientes», no mentía, pero no decía que aquel día en la sala comedor de Vallalt 44, de Lleida, se expuso con tonos muy sombríos una panorámica inquietante de la realidad española y la necesidad de un revulsivo político, de una solución extraordinaria que conllevaría un Gobierno «prefabricado» bajo la presidencia de un general. Y en ese contexto se comprende también la afirmación de Armada: «Los socialistas vinieron a examinarme, a ver si yo servía o no»[33].

Si servía o no, ¿para qué? Seguro que no sería para dedicarse a la cría mular.

De hecho, al concluir aquel almuerzo, Armada, además de dar parte preceptivo de su asistencia al capitán general Pascual Galmés, de quien dependía, llamó a La Zarzuela y le contó al Rey lo más interesante que se había dicho en aquella reunión y sus impresiones personales. Después se lo refirió también, en sustancia, al comandante Cortina, coordinador de su staff. ¿Cómo no iba a hacerlo, si Cortina —y no Siurana— era el eslabón que provocó en Múgica y Armada el interés recíproco por conocerse? Y eso Siurana podía no saberlo, pero Armada y Múgica, sí.

El Rey le dijo a Sabino que, sin darle trascendencia al suceso, le comentase al ministro Rodríguez Sahagún que Armada había tenido esas visitas y esa invitación.

Por su parte, de vuelta en Madrid, Múgica informó oralmente a Felipe González de todo lo que habían hablado con Armada en casa de Siurana. Que se trató abiertamente de encauzar la grave situación de atasco político con un Gobierno de concentración presidido por un independiente, y allí quedó dicho y claro que lo presidiría Armada. Que el propio Armada indicó las fórmulas para conseguir la caída de Suárez: «Que vuestro partido le eche con una moción de censura, sumando votos de otros grupos parlamentarios, o que el Rey fuerce su dimisión». Múgica le había hecho saber al general que el PSOE estaba dispuesto a conseguir la salida de Suárez, y que aceptaban a Armada como candidato para que fuera elegido en el Congreso.

Felipe González, después de escuchar el relato —que nunca ha trascendido en su integridad— frunció el entrecejo, se quedó pensativo y dijo: «Enrique, ponme todo eso por escrito».

La ejecutiva del PSOE estudió detenidamente el Informe Múgica y lo contrastó con las impresiones que sobre aquel mismo almuerzo habían suministrado Reventós y Siurana. La conclusión que extrajeron, quizá demasiado simple, los alertó: «Armada ha chequeado al PSOE para saber si puede contar o no con nosotros en un hipotético Gobierno de coalición»[34].

El Informe Múgica nunca vio la luz, ni siquiera en los juicios de guerra. Aunque lo pidieron los defensores de los acusados, fue denegado como prueba. Allí se le preguntó qué importancia daba él a esa comida como para entregar un informe al secretario general de su partido. «Yo rendí ese informe —respondió Múgica— porque aquel almuerzo no era una iniciativa o una tarea mía estrictamente personal». Y, transcurridos muchos años, cuando se solicitaba en la sede del PSOE, invariablemente respondían «ese documento no se conserva».

Durante mucho tiempo, Múgica, de suyo locuaz y ameno conversador, enmudecía si se le mencionaba siquiera de pasada el «tema tabú» del 23-F, o sus relaciones promiscuas con militares y políticos de partidos rivales, o si se pronunciaban seguidas las palabras «Armada», «almuerzo» y «Lleida». Sus pupilas negras se encendían como carbones, tragaba saliva y apelando a la amistad, susurraba: «Tengo que administrar mis silencios».

Sin embargo, alguna vez dio licencia a esos silencios. Fue almorzando con Leopoldo Calvo-Sotelo en Ciriaco, en la calle Mayor de Madrid. Le contó que, en la comida de Lleida, Armada despotricó contra el Gobierno de Suárez, al que calificó de mero gabinete de relaciones públicas, atacó a Tarradellas y a Pujol, y expuso su idea de un Gobierno fuerte de unidad, de concentración. «Y empezó a preguntarse y a preguntarnos quién debería presidirlo. Entonces, Reventós le dijo: “¿Cómo que quién va a presidirlo? ¡Pues tú!”»[35]

Con el Informe Múgica en el bolsillo, Felipe González fue a ver al Rey. Le contó aquella conversación en la que «el preceptor» (Armada) se autoproponía como presidente. Le dijo «también han preparado una reunión para que Armada y yo nos encontremos, pero he preferido no acudir». Lógicamente, Felipe quiso oír de labios del Rey si todo aquello de la moción de censura contra Suárez, la candidatura de un general y el Gobierno de concentración, como «contragolpe», eran fantasías del marqués de Santa Cruz de Ribadulla o tenían la real venia[36].

La respuesta del Rey puede deducirse fácilmente por lo que sucedió a continuación: Felipe González envió una circular nacional a todo el PSOE descartando el Gobierno de coalición con la UCD, asunto sobre el que se venía discutiendo en el partido. «Los socialistas no pedirán esta salida a la situación política, sino que continuarán su estrategia de oposición responsable». Es decir, nada de aliarse con Adolfo Suárez; la estrategia consistía en derribarle[37]. Y un paso más: a partir del almuerzo de Lleida y de la conversación de Felipe con el Rey, la fórmula que utilizará la ejecutiva del PSOE en sus contactos con otros políticos ya no será «Gobierno de coalición», sino «coalición parlamentaria más un general»[38]. Felipe González sabía que no hablaba a humo de pajas cuando en adelante afirmase con imponente rotundidad: «… Y si se dieran tales circunstancias, yo podría sentarme en un Gobierno de coalición, pero no con Suárez».

Lo importante de aquel almuerzo en Lleida era que no se trataba de un informe escrito por un constitucionalista, con o sin firma, sugiriendo una operación para derribar al presidente del Gobierno al margen de los plazos y de los formatos constitucionales; ni de un plan de analistas anónimos del CESID con diversas fórmulas hábiles más o menos al borde de la ley; ni de un político que se lo proponía a otro político. Lo importante de aquel almuerzo en Lleida era que quien explicaba la operación del golpe blando era el general Armada, cuyo «prestigio y aval de aceptación» no era otro que su pretendida identificación como «el general del Rey».

De ahí que en el enorme hangar de Campamento, convertido en sala de los juicios por el 23-F, cuando se acercaba la fecha de citar como testigo a Enrique Múgica, el teniente general Federico Gómez de Salazar, que presidía el Tribunal Militar, trasladara un mensaje verbal al letrado Ángel López Montero, defensor de Tejero. Lo hizo a través del relator jefe, el teniente coronel Jesús Valenciano: «Tengo un mensaje del presidente: si renunciáis a la declaración de Enrique Múgica, esta misma tarde se pone en libertad a los tenientes de la Guardia Civil y en la sentencia saldrán absueltos». Tejero reunió a sus oficiales y les comunicó la oferta para que respondieran libremente. Se salió de la habitación y los dejó solos para que lo discutieran entre ellos, pero antes de irse les dijo: «Decidáis lo que decidáis, para mí seguís siendo hombres de honor». Uno tras otro, aquellos tenientes renunciaron al chanchullo. Múgica compareció como testigo. Y en su declaración, para estupor de todos los presentes en la sala de justicia, asumió el papel de «abogado defensor» el propio presidente del Tribunal. A cada pregunta que formulaban los letrados de los acusados, el general Gómez de Salazar se acercaba el micrófono de mesa y liberaba al testigo de responder: «No ha lugar». «No ha lugar». «No ha lugar»[39]. Elocuente.

Ruido de sables: esconder el golpe entre un bosque de golpes

A lo largo del año 1980, el español de ambiente urbano y lector de periódicos vivió en un estado medroso de amenaza de golpe. Sin datos concretos, rumores, conjeturas y noticias vagas, pero un año oyendo ruido de sables. Era parte de la estrategia de la Operación De Gaulle, de la Operación Armada. Cortina se lo había anticipado al Rey:[40] él y un equipo «selecto» alimentarían esa especie de alerta sorda, una murga de fondo como batir de huevos sobre operaciones militares en fases conspirativas, malestar de oficiales al ir o al volver de unas maniobras, algún berrido coreado en salas de banderas, encuentros de tres coroneles y dos generales… Todo ello, para ir generando una atmósfera de malestar, una inquietud entre políticos, empresarios y banqueros, que hiciera deseable la presencia de «alguien con arrojo y autoridad» que desarbolase cualquier sublevación en ciernes y, partiendo de la Constitución, acometiera la necesaria cirugía de reformas, de reajustes, de mejoras… «Porque la Constitución, como antes las Leyes Fundamentales, no es un dogma intocable, sino algo vivo y mejorable».

Lo de la cirugía era una plasmación del «golpe de bisturí», la última metáfora recomendada por el honorable gigantón Tarradellas. Demasiado frecuentador de La Zarzuela por aquel entonces, había evolucionado desde el remedio del timonel hasta el del cirujano de hierro. El demócrata republicano con aureola de santón liberal, antifranquista y catalán hasta los tuétanos, iba donde el Rey y salía al cabo de una hora diciendo que había que hacer lo que hizo él con el primer Gobierno de la Generalitat: todos en concentración, tots a una, i el que discrepi, al carrer. Y su mensaje se estampaba en la prensa del día siguiente como si fuese un edicto de la Corona.

Según la estrategia diseñada por los de inteligencia, la caja de resonancia del ruido de sables sería la prensa. Un frondor de soflamas, vaticinios, susurros sobre «reunión de altos mandos militares en…», «acuartelamiento de tropas este fin de semana», «suspendidas las maniobras de la división…», «amago de motín en una Academia Militar», «bochinche de protesta durante la imposición de fajas de Estado Mayor». Un morbo inquietante que actuaría como la música incidental y los efectos sonoros en las películas de suspense, estimulando las emociones del espectador, dirigiendo sus reacciones, marcándole cuándo estar muy atento, cuándo asustarse, cuándo no relajar los nervios porque el peligro se acerca.

Pero entre los efectos especiales inventados había también efectos auténticos, reales. Ciertos grupúsculos —militares y civiles— con poder de agresión o de intimidación encontraron en los periódicos su plataforma. Los periodistas, compitiendo por la primicia y el titular de impacto, les servían de megafonía.

Frases como metralla incitando a la intervención militar. Sondeos de estados de crispación en cuarteles y bases marítimas. Ultrajes a la bandera española. Necrológicas estremecedoras de atentados terroristas, «éste ha sido el año más sanguinario de ETA: ciento veinticuatro muertos». Estadísticas de aproximación elaboradas por el Estado Mayor del Ejército concluyendo que «ni en una guerra contra una potencia extranjera habríamos perdido tantos generales como los cobrados por los etarras». Ciertamente, ETA reservaba ya su «nueve largo» para militares de alta graduación. Chóferes, escoltas y ayudantes, muertos por la misma ráfaga, eran «daños colaterales».

En ese cragcrag de batir de huevos que los del CESID habían puesto en marcha, sonaba de pronto la arenga de un capitán general: «Ha llegado el momento de romper la inhibición suicida —bramaba desde Canarias González del Yerro—. El alud incontenible del sentimiento patrio hará que España recupere su auténtico camino». O el alegato político de Blas Piñar, asegurando que «donde hay Fuerzas Armadas se puede producir en cualquier momento un golpe militar; y yo personalmente le vaticinaría un fuerte respaldo social». Un diario vespertino profería: «¡Hay que desmitificar el golpe de Estado!» Y otro, matutino e igualmente reaccionario, lo apuntalaba en su artículo editorial: «Esta democracia ha fracasado, y para salvarla no le restan al liberalsocialismo otros recursos democráticos que el golpe de Estado desde el poder o la revolución desde la calle. Al parecer, por ahí se camina». Era evidente que la apología golpista tenía bula.

En una de sus queimadas con periodistas en La Criolla, Fraga propiciaba la actuación del Ejército en el País Vasco: «Tropas en las calles y estado de excepción, ¿por qué no? Si las metralletas valen, no pueden decirnos que los cañones no valen».

El precio del petróleo, la anemia industrial, los marcadores económicos de penuria, el paro, eran apenas etcéteras en sus discursos.

Lo que desvelaba al Rey en aquella hora no era tanto el terrorismo o la economía como una previsible fragmentación de España por la avidez de las autonomías. La unidad nacional. Eso era lo que tenía tensos a los militares. No habían leído más que una línea de la Constitución, justo la que les encomendaba «garantizar la soberanía e independencia de España y defender su integridad territorial». Y en cuanto veían izarse una ikurriña o tremolar una cuatribarrada ponían el grito en el cielo —«¡demasiadas banderas ocultan y oscurecen la única bandera!»— procurando que entre el grito y el cielo hubiese algún periodista con la libretilla abierta o la grabadora encendida para captar el vozarrón crudo y nasal del teniente coronel Tejero.

En la misma sintonía, pero desde el semanario O Tempo Português, Josep Tarradellas volvía a la carga: «Estoy convencido de que es inevitable una intervención militar. Las autonomías no constituyen una solución para España»[41].

El Alcázar, El Heraldo Español, El Imparcial y las revistas Reconquista y Fuerza Nueva eran los altavoces del dies irae, dies illa, los generadores del síndrome golpista, los que día tras día iban creando un ambiente del que no se hablaba o se hablaba tocando madera: la sublevación, el miedo ya asumido al golpe.

Un nuevo «terrorismo psicológico»: el golpismo de papel, que se retroalimentaba desde algunos casinos militares, residencias de oficiales y dehesas hípicas: reuniones con cierto tufo conspirativo de coroneles embravecidos y generales en la reserva. Éstos eran quizá los más peligrosos, porque ostentaban la credencial de sus medalleros por méritos de guerra, pero como ya no se jugaban el ascenso, ni el pabellón, ni el coche oficial, podían apostar temerariamente a su último minuto de gloria. Sin embargo, nunca pasaban de la palabrería enardecida —café, copa y puro— alrededor de una mesa.

En el otoño de 1980 se organizó el colectivo Almendros[42], una portavocía anónima de militares y civiles «indignados». Con lenguaje de proclama de cuartelazo anunciaban una tragedia nacional inevitable, una «patria desguazada que se precipitaba hacia el despeñadero», y cuya única panacea era el regreso al régimen de Franco. En realidad, el colectivo era el coro que electrizaba los ánimos y llenaba el tintero con rumores fiables —ni rumores, ni fiables, invenciones desquiciadas—; y el escribiente solía ser uno solo, el teniente general en la reserva Manuel Cabeza de Calahorra, aunque con un rewriter de lujo, Antonio Izquierdo, el director de El Alcázar, falangista él.

Pero una cosa era la retórica de bota y espuela de Almendros y otra las finas inoculaciones, diez gramos de verdad y noventa de ficción muy bien batidas, que los hermanos Cortina y algunos voluntarios como Antonio García López, Rafael Pérez Escolar, Emilio Romero o Luis María Anson escanciaban al oído de los columnistas más leídos de la prensa seria. Incluso Fernando Latorre, alias Merlín, de Heraldo Español, regalaba hablillas «oídas en las alturas, te doy mi palabra», que a él le sobraban.

Los apologistas del golpismo, enmascarados bajo seudónimos, hacían el tamtan de supuestos Putschs en marcha: el golpe de los coroneles, el de los generales, el de Tejero, el de «los Almendros en flor», el golpe de mayo, el golpe duro, el golpe «a la turca»… Algunos eran sólo quimeras, sombras chinescas que servían para crear confusión entre quienes debían vigilar esos intentos involutivos. ¿Dónde esconder un golpe mejor que entre un bosque de golpes? Y, sobre todo, esparcían una siembra de opinión, mentalizaban, creaban un pressing psicológico de que algo iba a suceder, y fomentaban en la gente un estado de zozobra a la espera.

El grupo golpista que parecía más organizado era el «movimiento de mayo». En él participaban tenientes generales, coroneles, tenientes coroneles, comandantes y elementos civiles, que hasta el momento proveían la intendencia económica.

El síndrome golpista alcanzó su clímax de tensión, en pasillos del Congreso y en redacciones de periódicos, cuando se supo —y no se publicó— que el presidente Suárez, cancelando otros compromisos, se había reunido varias horas con el vicepresidente Gutiérrez Mellado, los ministros de la Defensa y del Interior, Rodríguez Sahagún y Rosón, y con los cuatro tenientes generales de la JUJEM[43], sin nota para la prensa sobre el hecho de la reunión, ni siquiera la vacua retórica oficial.

Con informaciones fragmentarias que el CESID aportó, el Gobierno y la JUJEM tuvieron noticia de contactos telefónicos y reuniones de militares que presumiblemente planeaban «actuar el 2 de mayo de 1981». Su objetivo era la toma del Estado para invalidar la Constitución e instaurar una Junta Militar o un Directorio. Con el Rey, si el monarca aceptaba el plan; o contra el Rey, si se negaba a secundarlo.

Valoraron los datos de ese supuesto golpe duro, que en aquel momento aparecía demasiado nebuloso, quizá porque estaba todavía en una fase embrionaria. Y aunque los cuatro jefes del Estado Mayor no fueron unánimes en su estimación, y Gutiérrez Mellado no le prestó mucho crédito, acordaron extremar la vigilancia, controlar viajes y desplazamientos de los sospechosos e intervenir determinados teléfonos. En los sótanos de Vitrubio 1, sede de la JUJEM, estaba el nudo de la red de Control de Emisiones Radioeléctricas (Conemrad) —malla verde, malla roja y malla cero—, de todas las conexiones telefónicas militares, incluso las de las centralitas y los gabinetes telegráficos de La Zarzuela y La Moncloa.

También decidieron seleccionar a algún oficial «no quemado» del CESID o del Servicio de Información Militar (SIM), para que se introdujera como topo entre los estrategas golpistas del 2 de mayo. Medidas precautorias policiales y de espionaje militar; sin pasar de ahí, pues sólo partían de indicios.

Con todo, el foco se aplicó a determinados generales que, por sus propias manifestaciones de descontento, si no estaban en esa conspiración podían estar en otra: Milans del Bosch, Torres Rojas, Polanco Mejorada, Merry Gordon, González del Yerro, Iniesta Cano, Cabeza de Calahorra, De Santiago y Díaz de Mendívil. Asimismo, se vigiló a los ayudantes de tales generales.

Tanto Suárez como Gutiérrez Mellado recordaron a los miembros de la JUJEM que ni el Rey ni el Gobierno permitirían el menor «trasteo» a la Constitución. El Rey no quería acciones involutivas que pusieran en riesgo la democracia. Tampoco les interesaba ni a Estados Unidos ni a la Europa atlantista; pues, si España regresase a un régimen de autarquía militar, se le cerrarían las puertas de la OTAN y de la Comunidad Europea, y volvería al ostracismo internacional que padeció durante el franquismo. Habría que armonizar y serenar las autonomías, domeñando cualquier brote serio de independentismo, para no dar pie a que las Fuerzas Armadas intervinieran. Pero, si en un caso extremo tuvieran que hacerlo, inmediatamente se explicaría a todas las cancillerías que esa acción «en defensa de la integridad territorial» incumbía a las Fuerzas Armadas por imperativo constitucional.

Pero a Cortina, por su Operación Armada, le interesaba conocer desde dentro todo lo que hicieran los activistas del golpe duro. Por los seguimientos y observaciones a los ayudantes de los generales sospechosos, detectaron que Milans del Bosch elegía para sus reuniones comedorcitos reservados en restaurantes y arrocerías costeras por la zona de Levante. Cuando pasaba días en Madrid, no recibía visitas de militares en su residencia de La Moraleja. En cambio, localizaron un piso en Madrid, en el número 15 de General Cabrera, que pertenecía al teniente coronel Mas Oliver, ayudante de Milans. Aunque estaba deshabitado, se observaron entradas y salidas de hombres bien trajeados, de paisano. Algunos llegaban en taxi, otros solían aparcar sus vehículos en calles adyacentes. Las reuniones no solían durar ni menos de treinta minutos ni más de dos horas. Sirviéndose de fotos furtivas y de las matrículas de los coches, verificaron las identidades de los militares y civiles que acudían allí. Después, hicieron una entrada nocturna, un «control integral de registro», e instalaron un equipo de captación audiovisual activable desde el exterior. Esta operación, dirigida por el comandante Cortina, la realizó un equipo del servicio operativo de misiones especiales del CESID. De modo que en la «caja negra» del golpe del 23-F y sus antecedentes, tienen que estar los vídeos de las reuniones conspirativas que se celebraron allí en enero y febrero de 1981. Salvo destrucción intencionada por sabotaje. O por razones de Estado.

El golpe «a la turca» y una carta que no llegó a La Zarzuela

En noviembre de 1980 se alertaba desde El País acerca de un supuesto escrito, en el que altos mandos militares españoles exponían «un preocupado descontento, ampliamente compartido, ante la gravedad de la situación presente», y emplazaban al Gobierno de Adolfo Suárez a «adoptar drásticas medidas de cambio»[44].

Estaba muy reciente el golpe de Estado del general Kenan Evren en Turquía, cuyo único armamento había sido un escueto papel con un texto conminatorio, remitido desde el Estado Mayor del Ejército al presidente del Gobierno. Y aún circulaba de mano en mano el memorando «explicativo» de ese golpe, remitido desde Ankara por el coronel Federico Quintero, agregado militar en la embajada de España en Turquía. Y aunque no había confirmación de la existencia del tal escrito, ni las situaciones de Turquía y de España eran comparables, inmediatamente se produjeron reacciones de inquietud en los ambientes políticos por si, en caso de ser cierto tal «pliego de cargos» de mandos militares contra el Gobierno, pudiera desencadenarse un golpe «a la turca».

El Informe Quintero, sin llegar a la apología, sí parecía un manual de instrucciones para dar un golpe de guante blanco, incruento en su primer momento, con éxito y hasta con una acogida internacional favorable, pese a que el primer acto del general golpista fue derogar la Constitución, disolver el Parlamento, prohibir los partidos e instaurar una dictadura militar que se anunciaba «provisional». Bastó un previo aviso por escrito urgiendo al Gobierno y a los partidos políticos «a buscar en común, en el cuadro del régimen parlamentario democrático, unas medidas y unos remedios contra la anarquía, el terrorismo y el separatismo». Y, transcurrido un plazo de ocho meses sin que los políticos hubiesen allegado ningún acuerdo eficaz, el 12 de septiembre de 1980, la advertencia cuajó en un golpe militar. Sin encontrar resistencia, el general Evren, jefe del Estado Mayor, asumió todos los poderes[45].

Entre el aviso del general turco, en enero, y su golpe militar de septiembre, no faltaron en España articulistas imaginativos que «prestaron ideas» para que en nuestro país se fabricase algo similar a la coacción de Evren. Así, desde su columna de la Hoja del Lunes, el brillante Pedro Rodríguez aclaraba el 28 de julio que, para provocar un supuesto anticonstitucional máximo que justificase un movimiento militar, no hacía falta desempolvar al general Pavía con o sin su caballo, ni sacar tanques a la calle, bastaba «un diagnóstico técnico de la grave situación nacional, que llevase a los mandos de las Fuerzas Armadas a ponerse al habla con el jefe del Estado». ¿Se percataba Pedro Rodríguez de que con esa sugerencia convertía a las Fuerzas Armadas en fiscales de la acción del Gobierno y al Rey en su juez supremo?

De ahí el interés de los dirigentes políticos, aquellos días de noviembre, por averiguar si lo del escrito de los generales españoles era cierto o se trataba de un infundio más para aumentar el cragcrag del batir de huevos.

En la onda de esa inquietud, cenando en un reservado de Calycanto con tres o cuatro periodistas, Felipe González se enfrascó en un soliloquio de preocupación y de enfado:

—Estamos en una situación de crisis grave y de emergencia, que dura demasiado tiempo. Yo no sé cómo decirlo más claro, pero en este país se han encendido ya demasiadas luces rojas de alarma. Un golpe cerrado, «a la turca», un efecto involutivo tan contundente que podría acabar con la democracia… ¡sin sacar ni un sable a relucir, ni un carro de combate a la calle! Bastaría un simple papel de condiciones al Gobierno… o de condiciones de Gobierno al mismísimo Rey. —Aplastó con rabia la punta de su cigarro habano en el cenicero y continuó—: Discutimos sobre coalición sí o no, que es como discutir sobre galgos o podencos, ¡una estupidez!, cuando lo que hace falta es ponerse a hablar en serio de cómo coño sacar adelante este país, sobre un programa de Gobierno realizable y sin jugarnos la democracia… Los socialistas no tenemos que pedir ni ofrecer una coalición de Gobierno. No es nuestro papel. Las reglas democráticas legitiman al que está en La Moncloa para que esté allí. ¡Es él quien tiene la responsabilidad de gobernar! Y si no puede, o no sabe, ya es hora de que se lo diga al pueblo y deje el sitio libre… sin esperar a que el Rey le haga ningún guiño, ningún gesto, que es mejor que no los haga. Desde el punto de vista de la legitimidad constitucional, Suárez se mantiene en el poder, o se aferra apasionadamente, no lo sé; pero desde el pensamiento del ciudadanito de a pie y del ciudadano que lleva gorra con estrellas, Suárez está… ¡perdío! ¿Tan encerrado y tan ensimismado está ese hombre que ya ni se da cuenta de que a su helicóptero se le han encendido todas las luces rojas de alarma, y que esto no aguanta más?

Eso era en la noche del 4 de noviembre de 1980[46]. Podía tomarse como un desahogo de González con unos pocos periodistas conocidos. Pero a los tres días, en un espacioso salón atestado de público, volvía a lo mismo con una obsesión clarividente de que el panorama nacional era de «crisis grave», de «deterioro imparable», de «seria emergencia». Fue presentando el libro Una política exterior de España, del diplomático socialista Fernando Morán[47]. Felipe anunció que «el PSOE estaría dispuesto a asumir responsabilidades de Gobierno en coalición sólo en una situación de extrema gravedad».

¿A quién enviaba su mensaje de «estaríamos dispuestos»? ¿A los hombres de la UCD? ¿O a los que estaban moviéndose ya detrás del general Armada para frenar un golpe cerrado, «a la turca» o un golpe duro o una Operación De Gaulle?

Una periodista de firma diaria en ABC y en El Noticiero Universal se propuso indagar si existía o no aquel papel de contenido admonitorio suscrito por cinco capitanes generales y que, reglamentariamente cursado, estaba desde hacía un par de días sobre la mesa del presidente Suárez.

Los presuntos firmantes eran los capitanes generales Pedro Merry Gordon, Luis Polanco Mejorada, Ángel Campano López, Jaime Milans del Bosch y Jesús González del Yerro. Al parecer, en el escrito exponían al presidente Suárez sus discrepancias sobre la marcha política de la nación y a continuación indicaban lo que sin más demora debía hacerse. La periodista telefoneó a los cinco capitanes generales. Uno tras otro, negaron haber escrito o firmado «ningún texto dirigido al presidente del Gobierno». Milans del Bosch, desde Valencia, fue más explícito dentro de su negativa:

—Si existe tal documento, desde luego yo no lo he firmado. No me lo han presentado para la firma… Pero entiendo que, si unos jefes militares no están conformes con la manera en que se gobierna el país, no se dirigirán al jefe del Gobierno, que es el responsable de todo eso que los disgusta y que va mal: se dirigirán a quien puede hacer que las cosas cambien… ¿Me explico?

Se explicaba muy bien. Su tono de voz era más rotundo y enfático cuando pronunciaba las palabras «jefes militares», «no están conformes», «todo eso que los disgusta», «a quien puede hacer». Pero, sobre todo, aclaraba la cuestión: sus compañeros de generalato no mentían al decir que no habían escrito ni firmado texto alguno «dirigido al presidente del Gobierno». El error estaba en la pregunta. Porque, como apuntó Milans, el destinatario tendría que haber sido «quien puede hacer que las cosas cambien»: el Rey.

En el Ministerio de la Defensa informaron a la periodista con menos tamices: «Sí, cierto, hay algo de eso. Un escrito, reglamentariamente encauzado, pero no enviado al presidente Suárez, sino al Rey, en su condición de capitán general de las Fuerzas Armadas. Es decir, varios militares altamente cualificados se dirigen jerárquicamente a su capitán general».

El asunto iba tomando unos perfiles cada vez más inquietantes. Al pie de la letra, lo que meses atrás escribía Pedro Rodríguez para describir un supuesto anticonstitucional máximo: «Bastaría un diagnóstico técnico de la grave situación nacional que llevase a los mandos de las Fuerzas Armadas a ponerse al habla con el jefe del Estado».

Siguiendo río arriba sus pesquisas, la periodista llamó por teléfono al general Sabino Fernández Campo, secretario general de la Casa del Rey. No disimuló Sabino su contrariedad porque el tema de la carta hubiese trascendido y porque en Defensa no lo hubieran negado. Fue asturianamente hábil en su respuesta:

—Ese escrito, o no se ha producido, o al final lo han pensado mejor y no le han dado curso, o… no ha llegado a su destinatario. Y hay que congratularse porque, si se cursara un escrito de ese tipo, un pliego de condiciones de Gobierno dirigido a Su Majestad, los remitentes estarían poniendo al Rey en una tremenda alternativa: o disentir y tener que ordenar una fuerte sanción para los firmantes, por encumbrados que fueran; o consentir y… arruinar la vida democrática con ese consentimiento. Pero, insisto, ese escrito aquí no se ha recibido… que yo sepa[48].

También Fernández Campo se explicaba. Érase una carta que se perdió en el camino y nunca llegó a La Zarzuela.

Todos estamos conspirando

Ése era el clima. Incierto. Azogado. Impaciente. Electrizado. Murmurador. Y sospechando unos y otros de algún tejemaneje palaciego, una conspiración de terciopelo, de esas que se deslizan sin sentir.

En lo más crudo del crudo invierno, aquel diciembre del año 1980, reconfortaban las humeantes lentejas de Mona Jota. El vino era obsequio del marqués de Griñón. El postre, una artesanía golosa de la condesa de Montarco. El embajador inglés, Richard Edmund Parsons, miraba su reloj y preguntaba al comensal de al lado cuándo empezaría la tertulia, que ese día prometía ser muy sugestiva. En efecto, sentados luego en corro tomando el café, los invitados eran como una paleta de tan distintos colores, matices y contrastes que sólo verlos juntos suscitaba interés. Algunos empresarios de alto bordo, un militar de paisano, posiblemente del CESID, un par de embajadores, uno o dos periodistas, aristócratas elegantes luciendo diseminadas, y políticos de todas las tendencias. Antonio Jiménez Blanco, presidente del Consejo de Estado y liberal de la UCD. También de la UCD, Arturo Moya, José Manuel García-Margallo, José Miguel Bravo de Laguna, Daniel García Pita y Cecilio Valverde, presidente del Senado. Antonio Garrigues Walker, que era el cartel de sí mismo y hablaba sin censuras de partido. También sin filiación, pero con una inverosímil agenda de contactos, Antonio García López, alias el Canadiense, un bien informado. Un guapo postinero, José María Mohedano, comunista con jaguar descapotable, en trance de dar el paso del PCE al PSOE. El socialista navarro Carlos Solchaga. Quizá estuviera Miguel Boyer, solía ir. Fortuitamente, en una de esas lentejas de Mona J. conoció a Isabel Preysler. Y Alfonso de Borbón, duque de Cádiz, muy interesado y muy discreto: ni perdía ripio ni despegaba los labios. Por la rive droite, Alfonso Osorio, protagonista estelar en aquellas fechas: los recuadros y las columnas de algunos periódicos le situaban encabezando un prefabricable Gobierno de gestión que, al parecer, lo arreglaría todo.

El tema no podía ser otro que «¿cómo diablos salimos de este atolladero?» y así lo anunció Cecilio Valverde en su rol de moderador.

—¿De dónde surge lo de Osorio for president? —Fue la primera pregunta, de catón.

Osorio, recorriendo con la mirada a todos los presentes y captando la expectación, tomó la palabra:

—Aquí hace ya tiempo que hablamos, en reuniones, en cenáculos, en despachos, en pasillos del Parlamento y en los periódicos, de un Gobierno de coalición de tal o cual componente, de un Gobierno de concentración, de un golpe «a la turca», de un Gobierno de gestión… Como si fuera el menú a la carta de un restaurante. Este verano saltó el nombre de Areilza. Ahora el mío. También ha habido listas de empresarios, catedráticos y generales. La realidad es que las cosas no marchan bien. Estamos en un impasse. Y lo que parece el juego de los esperpentos, en el fondo, es el juego de las desesperaciones. Pero yo os puedo asegurar dos cosas: ni me he inventado la teoría del Gobierno de gestión, ni aceptaría entrar en ninguna operación fraguada fuera del Parlamento y forzando la Constitución.

—Pero, por mucho que pueda molestar el Gobierno de Suárez —intervino Jiménez Blanco con su simpático ceceo andaluz—, negociar para derribarle y sustituirle por un Gobierno de gestión, fuera de la res publica, es un atropello a las urnas, al Parlamento y a la Constitución… lo proponga quien lo proponga.

—O no —replicó Osorio—. Un Gobierno de gestión puede ser auténticamente parlamentario y constitucional si se genera, por ejemplo, a través de una moción de censura.

—La moción de censura ya la presentó el PSOE en mayo y la perdió —hablaba García-Margallo, de la UCD, con voz pastosa y bien modulada—. Y a los cien días, con un Gobierno renovado, Suárez planteó la cuestión de confianza en la Cámara y también la ganó. En cada una de esas pruebas buscó y obtuvo apoyos diferentes. Volver a la carga con otra moción de censura, aunque sea lícito, ¿no es forzar al Parlamento?

—Este Gobierno —Osorio tomó la palabra de nuevo— no tiene la mayoría estable que precisa. No puede mover un dedo por sí solo. Se pasa el tiempo pactando por necesidad, unas veces con unos, otras con otros… Gobierna mendigando. Ése no es el respaldo sólido que hace falta para resolver la parálisis económica, el paro, el terrorismo, la construcción del Estado autonómico. En mi opinión, sólo un entendimiento serio entre la izquierda y la derecha puede sacarnos de este atolladero. Y eso en mi tierra se llama Gobierno de coyuntura o Gobierno de gestión.

Era el recurso a la excepcionalidad, a la amalgama de los contrarios, al no partidismo, al «prietas las filas», al kaputt y al fin de la esencia parlamentaria: el control y la oposición. La fórmula Cortina-Armada-Zarzuela había prendido y ya rodaba sola. Buen marketing de intoxicación.

En ese momento, Antonio García López levantó su mano gordezuela de pastelera:

—Queridos contertulios, os guste o no, ese Gobierno de gestión, con Osorio o… con un militar a la cabeza, se va a votar en el Parlamento, ¡y con votos de todos los partidos! De todos. Al PCE también se le ha consultado.

Ahí saltaron las preguntas de los del corro: ¿cómo?, ¿quiénes?, ¿cuándo?, ¿quién mueve eso?

—Bueno, hay conversaciones que vienen de atrás, de hace meses. Ya en verano…

Osorio llegó a exaltarse en su flema exquisita cuando declaró:

—¿Que quién mueve eso? Yo he hablado con diputados de la UCD, del PSOE y del PCE. Sí… ¿Y por qué no? ¡Hay que salir de una vez de este callejón! ¡Y he hablado sin pedir permiso a nadie, porque tengo derecho de hablar con quien me dé la gana!

Mohedano aportó otra fibra de información:

—Yo sé que ha habido una comunicación, mejor dicho, varias, con los comunistas, aunque sin compromiso.

A un contertulio le pasaron una nota, la leyó y se la dio al de al lado. Decía: «Osorio ha hablado con Javier Solana, Enrique Múgica, Pablo Castellano, Gómez Llorente, con el comunista Jaime Ballesteros, etc».

Antonio Garrigues Walker pidió la palabra:

—¿Por qué se habla tanto de una salida sin el Gobierno de Suárez? Uno, porque los problemas que padecemos son auténticos. Dos, porque se palpa la sensación de que alguien o algunos, en el actual Gobierno, han llegado ya a su nivel de incompetencia. Y tres, porque el cuadro político español está forzado. Aunque UCD lo niegue, el Gobierno de gestión, si sale, saldrá con los votos y el apoyo de gente de UCD. Se ha acabado la cuerda de los consensos apócrifos. ¡Pero si dentro de la propia UCD los socialdemócratas, los liberales y los democristianos ya han llegado a un punto donde no hay diálogo posible: el divorcio! Además, seamos sinceros, al hablar de un acuerdo UCD-PSOE habrá que investigar antes cuánto socialismo marxista hay en el PSOE; porque el socialismo marxista ¿qué es, sino comunismo? El PSOE, o es socialdemócrata, o no hay pacto posible.

—Se está mencionando al PSOE, y me gustaría decir algo. —Era Carlos Solchaga—. Yo también me apunto a la salida de una coalición de Gobierno PSOE-UCD. En un decenio, aquí tenemos que convivir con los grandes problemas: crisis económica estructural, terrorismo y la incógnita de las autonomías… No son tres problemas del señor Suárez, son tres problemas de todos, y el Gobierno va a necesitar un buen colchón de apoyo parlamentario para atreverse con medidas legislativas fuertes. La izquierda necesita presentarse con la derecha para ser aceptada. Y la derecha necesita a la izquierda para controlar la situación con energía, sin temor a que los tilden de represores y no democráticos.

Otra vez pedía la palabra Antonio García López. Había soltado una bomba política, una bomba informativa —«ese Gobierno de gestión, con Osorio o… con un militar a la cabeza, se va a votar en el Parlamento, ¡y con votos de todos los partidos!»—, pero los del corro se aturdieron yéndose por las ramas. ¿Qué haría ahora, desactivar la bomba, o avisar de que iba en serio y podía estallar?

—Dije antes, perdonad que me cite, «o con un militar a la cabeza». Y añado ahora, ¿y si fuera un general bien visto por el Rey? Quiero decir, un general que goza del plácet del Rey. Y sigo añadiendo ¿y si ese mismo general ya se ha propuesto, o quien puede más que él ya le ha propuesto, a los partidos políticos, y los partidos políticos están dispuestos a aceptarle?

Un diputado de la UCD apuntó con mordacidad:

—No debería extrañarnos, el PSOE ya tuvo su experiencia de «alistarse con un general». Es historia: Largo Caballero, y Julián Besteiro y la UGT colaboraron con la dictadura de Primo de Rivera, ¿por qué no iban a volver a hacerlo ahora?

Una de las marquesas o condesas que parecían muñecas de lujo exclamó muy excitada:

—No sé si os dais cuenta, pero… ¡todos estamos conspirando!

Emilio Romero, que había estado observando con la barbilla alzada y un gesto de desdén, como si contemplara la escena desde su Olimpo, atronó:

—¿Conspirando? ¡Aquí el conspirador número uno es el poder, el Gobierno de don Adolfo Suárez González, que conspira sólo para mantenerse! Y ante su impotencia, se va a crear, y ya está más que en germen, una gran conspiración general para inventarnos cómo diablos salimos de ésta[49].

Aquella misma tarde, Jiménez Blanco le contó a Adolfo Suárez todo lo que se había dicho en las lentejas de Mona J. Carlos Solchaga hizo lo propio con Felipe González, que al día siguiente subió a La Zarzuela a ver al Rey.

A los pocos días, visitaba a Suárez el democristiano Fernando Álvarez de Miranda. Buena persona, pero sin arrastre ni liderazgo. Dijo que no iba en nombre de nadie; simplemente le parecía honesto y leal advertir al presidente de que… lo de las luces rojas del helicóptero no era un metemiedos de Felipe González.

—Pero no sólo las de tu helicóptero personal, Adolfo, ni sólo las del Gobierno. Están en rojo las señales de alarma de la democracia de todos. Y vengo para decirte que, dado lo que está en juego y lo que más o menos a escondidas se urde por ahí, no teniendo nuestro partido la mayoría absoluta en el Parlamento, no es ninguna vergüenza ofrecer y conseguir la coalición con el partido fuerte de la oposición.

Suárez miró a Álvarez de Miranda con la tristeza de un hombre abatido.

—Sí, ya sé que todos quieren mi cabeza. Te ahorro la enumeración. Todos. También los de dentro. Y ése es el mensaje que mandan hasta los socialistas: un Gobierno de coalición presidido por un militar, el general Armada. No aceptaré ese tipo de presiones, por muy alto respaldo que tengan… No lo aceptaré, aunque tenga que salir de La Moncloa en un ataúd[50].

Suárez había tenido noticia muy temprana del almuerzo de Armada con Siurana, Reventós y Múgica en Lleida. La información le llegó de La Zarzuela. Sabino se lo dijo a Rodríguez Sahagún, pues sabía que como ministro de la Defensa podría llegarle enseguida por otros conductos. Era un modo astuto de desmarcarse del hecho, dando a entender que La Zarzuela «reaccionaba» con perplejidad ante ese tipo de encuentros.

Por Andrés Cassinello, su hombre de confianza en el CESID, conocía también los contactos de Osorio con todo bicho viviente; los pactos continuos de Herrero de Miñón y Fraga a nivel parlamentario; los tanteos que Múgica, en nombre del PSOE, hacía entre políticos de la UCD: Alzaga, Herrero de Miñón, los ministros José Luis Álvarez, Fernández Ordóñez, González Seara, Oliart… A Oliart le preguntó con descaro: «Alberto ¿tú crees que la UCD, o la mayor parte de la UCD, apoyaría un Gobierno sin Suárez, presidido por Armada?» Y a José Luis Álvarez se lo había planteado el propio Armada.

Sabía que el PSOE tenía ya recogidas, guardadas y en espera de la fecha equis, las treinta y cinco firmas, requisito para la solicitud de una moción de censura. Y que más de veinte eran de diputados de la UCD.

Estaba al tanto de los movimientos de Pío Cabanillas, ayudado por Pérez-Llorca y algunos más, para relanzar a Leopoldo Calvo-Sotelo con la «buenísima intención» de «salir al paso de cualquier maligna estrategia de los partidos oponentes, y proveer nosotros mismos el recambio: Adolfo se quedaría al frente del partido, descansaría del Gobierno una temporada, que buena falta le hace, y volvería para ganar las elecciones de 1983, que es lo que él sabe hacer mejor». En el ínterin, «Leopoldo presidiría un Gobierno de transición. Podría dar sin escándalo algunos golpes de timón. Por ejemplo, formalizar rápidamente un pacto de legislatura con Pujol y Areilza sobre cinco o seis puntos concretos: entre ellos, la entrada inmediata en la OTAN y el reconocimiento de Israel»[51].

Tenía razón la aristócrata naíf: «Todos estamos conspirando».

Guerra ofrece en secreto al PNV la Operación Armada

Aún se vieron una vez más Múgica y Armada a solas, en los últimos días de diciembre de aquel año. El socialista se desplazó a Vedra, en A Coruña, y visitó al general en su Pazo de Santa Cruz de Ribadulla, donde cultivaba camelias y contenía su impaciencia. En esa visita invernal, además de embelesarse con el hórreo del siglo XVI, el paseo por el camino de los olivos cuatro veces centenarios, el estanque redondo y la fuente de Jovellanos, ya dentro de la mansión, Múgica volvió a asegurarle que podría contar con el voto socialista si se conseguía pactar un Gobierno de concentración. Y le dio noticias de los tanteos que desde el PSOE se habían hecho con algunos comunistas —Jaime Ballesteros, Ramón Tamames, Manuel Azcárate, Jordi Solé Tura, José María Mohedano…— y con democristianos —Alzaga, Lavilla, Julen Guimón, José Luis Álvarez…—, que los socialdemócratas de la UCD respondían muy bien.

Múgica parecía un poco desorientado sobre los contactos que mantenían Osorio y Fraga por su cuenta, y también como francotirador Miguel Herrero de Miñón, pero al general no parecían inquietarle, como si tuviera la clave de que todos esos movimientos confluirían en un mismo estanque. Dos días antes habían coincidido Fraga y él en el mismo vuelo de Madrid a Galicia. Fraga supo entonces que Armada era el gran tapado de la Operación Presidenciable. Así lo escribió pasado el tiempo en sus memorias, aunque, como solía, colocaba cada episodio donde le venía en gana. «Me llega información segura de que el general Armada ha dicho que estaría dispuesto a presidir un Gobierno de concentración»[52].

Comentaron que el día 20 de diciembre se casaba en Toledo Pepe Bono y asistirían muchos diputados, todos los miembros de la Mesa del Congreso y el presidente Lavilla. Sería una buena ocasión para hablar con unos y otros.

Múgica le contó al general sus visitas a Pujol y a Roca: «Los catalanes están reacios». Gastaron la broma típica: «Hasta que hagan cuentas y sepan qué ganarán a cambio». Armada preguntó: «¿Y los vascos?» Múgica le dijo lo que sabía: «Miguel Herrero está al habla con Xabier Arzalluz y Mikel Unzueta; Txiki Benegas va a hacer algo, y Alfonso Guerra ha dicho que, si en unos días no se pronuncian, él hará una gestión». Armada torció el gesto, con extrañeza, como queriendo decir: «Guerra, ¿una gestión para apoyarme? Lo dudo mucho».

Alfonso Guerra se había opuesto privada y públicamente a «gobernar en coalición con la UCD», explicando: «No soy de los que tienen prisa por gobernar ni de los que tienen miedo a gobernar»; pero a continuación agregaba «sólo entraría en coalición con otros partidos si se diera una situación extremadamente grave que pusiera en peligro el sistema democrático».

Un mes antes del 23-F, y como el PNV no había dicho ni sí ni no, Guerra llamó por teléfono al portavoz del Grupo Vasco, Marcos Vizcaya. Le encareció máxima discreción, «ya entenderás después que lo que te voy a decir sólo puedes hablarlo con el Buru Batzar de tu partido», le explicó la operación y, sin más rodeos, le preguntó: «¿Cuál sería vuestra disposición a participar en un gabinete de concentración no presidido por Suárez, ni por Felipe, ni por ningún parlamentario, sino por un militar?»[53].

Días más tarde, Marcos Vizcaya se reunió con Alfonso Guerra y Gregorio Peces-Barba: querían conocer la posición del PNV «ante la posibilidad de que la grave situación del país exigiera un Gobierno de concentración». El propio Marcos Vizcaya explicó después repetidas veces: «El momento más peliagudo se produjo cuando recabaron mi opinión personal sobre la idea de poner al frente de ese Gobierno a un independiente prestigioso. Me preguntaron qué me parecía que ese personaje fuera un militar. Les dije que no veía clara la sustitución de un Gobierno legítimo sin una convocatoria electoral […]. Yo no creía en el mirlo blanco del militar independiente»[54].

Múgica siguió manteniendo abierta la línea de contacto e información con el general Armada. Incluso se reunieron varios días en un hotelito discreto, para acordar quiénes integrarían el Gobierno de concentración que el general iba a presidir, cómo se distribuirían las carteras y cuál sería el programa inmediato de actuaciones para acometer los temas graves y conflictivos, una vez constituido[55].

El patio político se movía. En efecto, en algún momento de la celebración de la boda de José Bono, Landelino Lavilla brindó con otros diputados de la UCD y del PSOE por «algo de importancia nacional» en lo que pronto «volverían a juntar sus esfuerzos», como ese día simbólicamente juntaban ya sus copas.

«Majestad, eso se llama primorriverismo»

También en aquel invierno de 1980, el Rey recibía en La Zarzuela a su amigo y contrapariente Ignacio Gómez-Acebo, Paddy, duque de Estrada. Tenían amistad y gran confianza desde que eran jóvenes: muchos recuerdos de jaranas siendo solteros, veranos en Estoril, cacerías, fiestas, reuniones familiares, porque Luis, hermano de Paddy, estaba casado con la infanta Pilar y era cuñado del Rey. Paddy fue el que se inventó la peña de «los amigos secretos del Rey», porque —decía— «los Borbones, muchas recepciones, muchos besamanos, mucho mayordomo con librea, pero ¡qué mal comen!, no saben comer, hay que enseñarles a comer cosas buenas»; y de ahí lo de reunirse una vez al mes «a disfrutar de una buena cena». Desde el Instituto Gallup, que él presidía en España, Paddy encargaba que cada equis tiempo, en los sondeos de opinión sobre asuntos generales, se incluyeran valoraciones de la imagen del Rey y niveles de aceptación de la Corona. Aquella mañana, llevaba consigo material que podía interesar al monarca. Pero el Rey desde el principio le habló de cómo estaban las cosas en España, de que el barco iba dando bandazos y a la deriva, que Suárez era ya como si no existiera… Mientras el Rey enumeraba desgracias y desatinos, Paddy le atendía pensando en qué acabaría aquella colosal enmienda a la totalidad. De pronto, el Rey se paró en seco y contestando a una pregunta que Paddy no le había hecho dijo:

—¿Que cómo se soluciona esto? Pues yo te lo voy a decir: se puede reconducir todo, absolutamente todo, formando un Gobierno de coalición o de concentración nacional, con representantes de los diversos partidos, presidido por un independiente, alguien de fuera del mundo político, que se pusieran de acuerdo en gobernar con energía, con firmeza, y en un plazo de seis meses disolviera las Cámaras y convocase elecciones.

—¿Puedo opinar?

—¡Pues claro!

—Me parece una atrocidad, una involución, una marcha atrás quizá irreparable en la democracia que prácticamente estamos estrenando…

El Rey tocó el timbre. Entró Sabino.

—Siéntate y explícaselo a Paddy, porque al parecer yo no lo he conseguido y se cree que voy a dar un golpe de Estado. ¡Está loco!

Sabino expuso pausadamente, pero con gran convicción, cada paso de lo que llamó golpe de timón, desde la puesta en común de los diputados, pasando por la censura a Suárez y la investidura del nuevo presidente… Paddy hubiese opuesto ya mil pegas, pero no era discutidor; además, percibía que tanto el Rey como Sabino estaban en total sintonía y hasta orgullosos de la fórmula.

—Ya están hechos los contactos, ha habido y sigue habiendo muchas conversaciones entre ellos para buscar compromisos firmes, y se perfila un hombre en el que todos o casi todos están de acuerdo: el general Armada.

Paddy se quedó como bloqueado. «Esto es gravísimo —pensó—, y se lo están diciendo muy ufanos a un sociólogo, porque yo he venido hoy aquí a traer unas encuestas, y a comentar la última oleada; pero por lo que veo el Rey pasa ya de sondeos, la opinión pública le importa un bledo… Lo que quiere es sondearme él a mí y espera mi aplauso de aristócrata pelota».

—Paddy, ¿no vas a decirme qué te parece la operación?

—Sí, voy a decirlo. Pero no es una opinión, es una definición: eso se llama primorriverismo. Y me permito recordarle a Su Majestad lo que le ocurrió a su abuelo don Alfonso XIII por poner a un general para reconducir la situación. Y lo primero que hizo Primo de Rivera fue anular la Constitución y los partidos, erigirse en director con un Directorio militar… Y como no tenía ni idea de economía y hacienda, ni de obras públicas, ni de sanidad… a los dos años abrió un poquito la mano y permitió que entraran tres o cuatro civiles en el Gobierno…

—No le hicieron ascos los liberales, ni los republicanos, ni los socialistas, ni los ugetistas —intervino de nuevo Sabino—. Largo Caballero, Besteiro, Llaneza… Hasta Pablo Iglesias aprobó la participación, el «intervencionismo» lo llamaban ellos, de la UGT y del PSOE.

—Ya, ya, pero la Monarquía se fue a hacer puñetas y don Alfonso XIII al exilio.

—Creo que desbarras. Nada de esto está fuera de la Constitución.

Al despedirse, mientras dejaba el sobre con las encuestas sobre la mesa del despacho del Rey, Paddy leyó del revés en el bloc de sobremesa que para esa tarde estaba citado Jaime Carvajal y Urquijo. Eran amigos y también cuñados: Paddy estaba casado con Isabel, la hermana de Jaime.

No tenía radioteléfono en el coche, de modo que nada más llegar a su oficina le llamó por teléfono:

—Jaime, tengo que verte hoy mismo. El asunto es importante, porque sé con quién vas a estar esta tarde y quiero que hablemos antes.

Se vieron un momento. Paddy le explicó el «proyecto» que iban a contarle en La Zarzuela. Así, cuando Jaime Carvajal subió iba ya preparado. Como tenía con el Rey la confianza de haber sido compañeros de pupitre, de dormitorio y de diversiones, desde niños, no se mordió la lengua. Sin repetir lo de «primorriverismo», sí usó la misma comparación, y quizá con más fuerza:

—Todo esto se parece demasiado a lo que hizo vuestro abuelo nombrando a Primo de Rivera para poner en orden la situación. Y todos sabemos que el precio de aquella dictadura fue demasiado caro: la República, la anarquía, la guerra civil y… otra dictadura durante cuarenta años[56].

El Rey: «¡Con qué ganas cogía la moto y me plantaba en Euskadi!»

Cuando caía asesinado un guardia civil en el País Vasco, Tejero se presentaba en el cuartel o en la morgue donde estuviera el cadáver, todavía sin amortajar, y le estampaba un beso en la frente o en el cráneo destrozado por las balas, «y a veces —decían—, le quedaba algo de sangre en el bigote».

A Suárez le reprochaban que no fuera a los funerales de las víctimas de ETA.

«Salga más a la calle, señor Suárez, abandone las brumas de La Moncloa. No es sólo un consejo para usted, sino algo sano para el país», le había dicho Felipe González en el hemiciclo, desde su escaño, el 18 de septiembre anterior, concluyendo los debates de la cuestión de confianza.

Quizá tenía razón. En los últimos meses del año 1980, Suárez había hecho de su palacio un despacho, de su despacho una fortaleza, de su fortaleza una cárcel… y de su cárcel una tumba. O a punto estaba.

Pero aquel diciembre salió hacia el País Vasco. No iba a ningún entierro. No iba a demostrar que tenía agallas. Iba… a ir. Iba a eliminar escollos, llegar a acuerdos, rematar negociaciones y hacer posible que el Rey visitase el País Vasco a principios de febrero de 1981.

Fue un viaje duro, áspero, difícil, agresivo. Mala acogida. Encono. Gresca, pitadas y abucheos de los grupos abertzales. Insultos como puñaladas de la gente de derecha. Letreros insultantes en los muros de las calles. Pósteres con caricaturas vejatorias. Vacíos, plantones y descortesías de algunas autoridades. Ciento ocho ayuntamientos regidos por el PNV se declararon en huelga por su visita. Suárez palpó la hostilidad hacia él y hacia España. Percibió el acobardamiento de los vascos españoles, que a distancia le expresaban cordialidad con la mirada, pero no se atrevían a acercarse, a tenderle la mano, a significarse. Vio que aquel trozo de tierra era como un país tomado por una banda de matones.

Mantuvo el tipo sin arrugarse. Cuando ya regresaba, comentó en el avión: «No, no he sentido miedo. Ha sido peor… He sentido frío».

Y en cuanto informó al Rey, le dijo:

—Majestad, no debe ir allí todavía. Diga lo que diga Marcelino[57], aquéllos no están listos para recibir al Rey como es debido. Ya irá. Ahora no es el momento. Se lo desaconsejo absolutamente.

Suárez, por su parte, cumplió lo que desde octubre venía negociando, mesa de por medio, con el lendakari Garaikoetxea. Antes de acabar el año, cerró el acuerdo sobre el concierto económico y el despliegue de la Ertzaintza. Fueron sus últimas acciones políticas.

Pero el Rey se había empeñado en ir a Euskadi. Ya se lo había dicho y muy castizamente a Garaikoetxea:

—Me duele y me cabrea que haya quien piense que el Rey no tiene cojones para ir allí… Y no sabes tú con qué ganas cogía la moto ahora mismo y me plantaba en Euskadi para demostrarles que uno tiene… lo que hay que tener.

La respuesta de Garaikoetxea fue cruda y nada cortesana:

—Mientras no se restaure el concierto económico que nos suprimieron en Bizkaia y en Gipuzkoa por un decreto de guerra, y mientras no estén los policías vascos, los txapelgorris, para recibirle a su llegada, señor, aquello no podrá ser una fiesta[58].

Suárez: «Si el Rey quiere reñirme en público, él sabrá, pero que mida sus palabras»

El 18 de diciembre, el general Armada, que iba a pasar sus vacaciones de Navidad entre Madrid y Galicia, subió a La Zarzuela: «Aquel día estuve bastante rato con el Rey —escribió Armada en su diario de descargo—. Me enseñó la alocución de Navidad y conservo una fotocopia de las cuartillas con las palabras que pensaba pronunciar, cuartillas que tenían algunos retoques hechos de su puño y letra»[59]. Un gran signo de confianza por parte del monarca. Sobre todo, cuando ese borrador, en cuartillas y con enmiendas a mano, no lo conocía todavía el presidente del Gobierno.

El texto del mensaje de Navidad de aquel año era de una severidad inusual hacia las actitudes personales de los gobernantes, un varapalo a la política gubernamental y una advertencia, más que entre líneas, a realce, de que anduviesen con cuidado porque había peligro a la vista. No usaba el Rey esta vez el tono cálido y estimulante de una felicitación navideña.

Cuando Suárez lo leyó, llamó a Rafael Arias-Salgado, y le pidió su opinión como ministro de la Presidencia. Coincidieron: «Es durísimo. Si no fuese un escrito del Rey, habría que devolverlo a Zarzuela recomendando que lo dulcificaran o que lo rehicieran».

—Mete pluma, Rafa. Corrígelo a fondo y rebaja todo lo que puedas el escamón crítico. Si el Rey quiere reñirme en público, que me riña, ¡él sabrá lo que hace!; pero midiendo las palabras, porque no sólo a mí, también al Rey le incumbe preservar la dignidad del Gobierno.

Aun después de afeitarlo, el discurso del Rey era un áspero reproche:

Es urgente que hagamos todos un especial esfuerzo de sinceridad, que examinemos nuestro comportamiento en el ámbito de la responsabilidad que a cada uno nos es propia, sin la evasión que siempre supone buscar culpas ajenas. […] Y así estaremos en condiciones de afrontar unidos nuestra propia realidad. Una realidad sobre la que, en el clima de balance y meditación propia de estos días, quiero invitar a todos a reflexionar.

A los que tienen en sus manos la gobernación del país; a los que forman parte de las instituciones del Estado; a los partidos políticos que, desde el poder o desde la oposición, han de poner la defensa de la democracia y el bien de España por encima de limitados y transitorios intereses personales, de grupo o de partido; a los que han de rendir en su trabajo y esforzarse en su misión; a cuantos forman parte de esta patria común, que a todos nos interesa.

La Monarquía que en mí se encarna es respetuosa y solidaria con los depositarios de la confianza popular democráticamente manifestada. […] Pero consideremos la política como un medio para conseguir un fin, y no como un fin en sí misma.

El tono de admonición iba in crescendo.

Esforcémonos en proteger y consolidar lo esencial, si no queremos exponernos a quedarnos sin base ni ocasión para ejercer lo accesorio.

No podemos desaprovechar en inútiles vaivenes, compromisos y disputas esta voluntad de transformar y estabilizar España, que compartimos y que queremos plasmar en un ámbito nacional compacto, solidario y armónico. […]

Es decir: «No anden jugando con discusiones internas y con bagatelas accesorias, porque se exponen ustedes a quedarse sin nada, incluso sin la libertad para discutir».

Y ya en el tramo final, una nueva llamada tremendista a uniones colectivas y a soluciones extraordinarias, gigantescas, porque la realidad nacional estaba hecha trizas:

Yo quisiera acertar con mis palabras de esta noche al demandar a todos un esfuerzo de dimensiones gigantes en una hora que necesita precisamente de gigantescos esfuerzos colectivos.

Armada pinta al Rey un escenario catastrofista

Armada viajó a Galicia el 26 de diciembre. Coincidió en el vuelo con Fraga. Ambos estaban al cabo de la calle de la operación para dinamitar a Suárez y acometer los «gigantescos esfuerzos colectivos que la hora presente necesita».

En el Pazo de Santa Cruz de Ribadulla, Armada recibió a Múgica, que le reportó noticias de sus contactos. Regresó a Madrid para la Nochevieja, y el día primero del año citó en su casa de Santa Cruz de Marcenado a dos compañeros con puestos en centros neurálgicos de la información militar: el coronel José Ramón Pardo de Santayana, destinado en el Estado Mayor del Ejército, y el general José María Sáenz de Tejada, jefe del Estado Mayor de la I Región Militar.

Mientras tomaban una copa, les comunicó muy satisfecho que, aunque estaba alejado en Lleida, tenía la misma confianza del Rey que antes tuvo: «Lo veo cada vez que la Familia Real sube a esquiar a Baqueira; precisamente acaba de llamarme porque están allí y quiere verme pasado mañana». También les dijo que Gabeiras le había reclamado «porque quiere tenerme en Madrid como segundo JEME». Y luego les pidió noticias de cómo estaban los ánimos castrenses, si sabían qué movimientos anómalos había, qué situación se vivía en el Ejército… «No quiero saberlo para mí, sino porque el Rey desea estar bien informado».

Le dijeron que no había nada preocupante en las unidades, ni grupos sediciosos, ni reuniones cerradas conspirativas de ambiente raro; todo tranquilo, todo normal.

Según comentaron luego sus interlocutores, «no pareció gustarle aquella normalidad, en cierto modo le desilusionaba», «era como si él esperase que le dijéramos otra cosa, que la gente estaba irritada y a punto de sublevarse».

Se llevó una decepción. Incluso, llegó a discutir con Sáenz de Tejada cuando éste le dijo como sin darle importancia: «Hombre, Alfonso, la gente está disgustada con el terrorismo, es natural, y les preocupa lo de las autonomías, pero eso ocurre en los cuarteles y en cualquier oficina de por ahí, y en las casas de las familias. No nos gusta, pero no por eso nos vamos a echar a la calle a armar un tiberio».

Como Armada insistía en saber cuántos núcleos conspirativos tenían bajo sospecha, ambos militares le dijeron: «Mira, en el Estado Mayor, que es donde se recibe la información de los movimientos extraños, a lo mejor estamos todos ciegos y sordos, pero no se ha detectado nada raro. Puedes decirle al Rey que las unidades están tranquilas y no hay el menor indicio de que la gente esté planeando levantarse»[60].

Sin embargo, la composición mental de Armada era otra. Él creía que sí había golpes en preparación. Y estaba ojo avizor ante cualquier conato de asonada militar. Ése era en aquellos momentos su primordial servicio al Rey.

Adelantó el regreso a Lleida para estar pronto en Baqueira, el 3 de enero. También quería informar al monarca de sus conversaciones con Fraga y con Múgica. Llegó a primera hora de la tarde a La Pleta, el refugio de montaña de la Familia Real en Baqueira Beret. Saludó a la reina Federica y a la reina Sofía. Y charló extensamente a solas con el Rey. No le transmitió la impresión de mar en calma que le habían dado sus compañeros en Madrid, sino la que él tenía, a partir de los informes de Cortina y su staff del CESID. ¿Mentía? Probablemente no era ésa su intención. Ni la de intoxicar al Rey con alarmismos infundados. Pero estaba persuadido de que su información era mejor y más fiable que la de los otros. Como decía el dominico Bartolomé Vicens Fiol, amigo y confidente de Don Juan Carlos: «Armada es un hombre de mente muy vertical. Se cierra en una idea y no la cambia. Siempre cree que tiene la razón y no escucha. Te oye, te atiende, pero no te escucha. Si en un plan, por lo que sea, cambian algunos elementos, o cambia el plan entero, él no da marcha atrás, él no se detiene, él sigue erre que erre lo que había iniciado. Vertical, tozudo»[61].

Comentando el impacto del mensaje de Navidad, Alfonso Armada quiso saber qué tal había reaccionado Adolfo Suárez, y sondeó cómo estaba la relación entre el Rey y el presidente.

Años más tarde, Armada hablaba escasas veces con periodistas, siempre con vaguedades de ambiguo sentido y cribando puntillosamente lo que quería decir o lo que le interesaba ocultar; y ello, aunque su causa estaba ya juzgada, sentenciada en firme, él cumplía condena de treinta años de prisión por conspiración y rebelión militar, y no podía ser juzgado dos veces por el mismo delito.

En una de esas ocasiones, «seleccionó» algunos contenidos de aquella conversación del 3 de enero en Baqueira. En su propia defensa, tenía derecho a callar y a omitir lo que le perjudicaba de determinados episodios; pero, al mutilar y sesgar la verdad, no resultaba del todo creíble. Había que actuar como él, escogiendo con tiento entre sus asertos los más verosímiles y convincentes:

Vi al Rey muy descontento con Suárez, harto de él y deseando cambiarle —puso Armada por escrito, a petición de un periodista—[62]. Saqué esa impresión: que Suárez estaba muy en baja. La política económica, la inflación, el paro, los desórdenes públicos…, todo eso al Rey le ponía nervioso. Las autonomías no le convencían, pensaba que había que modificar esa estructuración del Estado […]. Me parece que el Rey prefería no llegar a soluciones extraordinarias «de salvación nacional», sino que los problemas se resolvieran por sus cauces; pero tampoco creía que Calvo-Sotelo fuese la solución […]. Estaba preocupado por las noticias que recibía de las Fuerzas Armadas. Su empeño era tranquilizarlas, aunque no sabía cómo. Estoy seguro de que pensaba en mí para aquietar a los militares. Creía que yo tenía prestigio entre los mandos del Ejército y que mi labor ahí podía ser importantísima. Era el flanco que más temía en aquel momento.

Le dije al Rey lo que yo conocía: que había mucha gente deseando que cambiara la situación, entre ellos muchos coroneles; pero, conocer, yo no conocía ningún posible «golpe de coroneles». Sí le dije que en el Ejército había malestar y descontento. Los más exaltados decían: «Hay que acabar con esta situación, ¡como sea!» Los más sensatos opinaban que el propio Rey debía dar un golpe de timón, por ser quien estaba por encima del Gobierno. Y algunos, más bien pocos, pensaban que las cosas mejorarían por sí solas.

Yo sabía, y de ello hablé con el Rey en Baqueira y en La Zarzuela, y también se lo dije varias veces al vicepresidente Gutiérrez Mellado, que un grupo importante de militares de alta graduación, en activo y con mando, preparaban un levantamiento. El ambiente militar se había ido crispando durante 1980, y me parecía que seguía igual en el inicio de 1981.

El Rey estaba enterado de la tensión en los cuarteles. Al principio no lo creía porque Gutiérrez Mellado le decía que yo exageraba. Pero más tarde sí me creyó. Comprendió que el descontento en el Ejército era cierto, no un miedo infundado, y se interesaba por mis informaciones.

Le di mi parecer sobre los artículos de El Alcázar, los del colectivo Almendros: «Sintonizan con gran parte de la opinión militar —le dije—, mantienen el ambiente crítico y no lo rebajaban; al revés, lo potencian… pero es que son muchos los que piensan exactamente eso y así».

El Rey quería estar muy unido a los militares para darles seguridad, que se sintieran entendidos y que no se sublevaran. Quería evitar cualquier levantamiento militar armado. Y, si existiera una acción masiva, encauzarla él. En ese punto, me decía que el prestigio de Milans y el que yo pudiera tener podrían servirle de apoyo para reconducirla a sus debidos cauces.

Yo estuve bastante en contacto con el general Milans del Bosch, destinado en Valencia. Milans me pidió que informase al Rey del estado de ánimo militar que allí se palpaba, y le advirtiera de lo que podría pasar. Así lo hice. Yo iba contándole al Rey con todo detalle mis reuniones con Milans. Le hablé también de los contactos que tuve con otros militares y políticos. Ése era mi papel: ser receptor, enterarme y oír para contárselo al Rey[63].

El general había expuesto al monarca un escenario catastrofista en el que se avistaba un alzamiento militar encabezado por tenientes generales. La estrategia que él expuso allí aquella tarde fue cortocircuitar o detener el golpe en ciernes, a base de una transacción con Milans: lo que iba mal en España se resolvería con un golpe de timón, sin cuartelazo, reconduciendo a sus cauces lo que estuviera desmadrado, empezando por el excesivo poder de los partidos, los sindicatos y las autonomías; se harían cambios en la Constitución; se tomarían medidas «muy duras» contra el terrorismo; se daría un cambio de ciento ochenta grados a la orientación de nuestra política exterior, etc. Y todo eso se haría desde un Gobierno fuerte, por pasos contados y con cambios de peones importantes.

El Rey, al oír ese «menú» de cambios tan tremendos, lo único que autoriza a Armada es que avance a Milans que Armada irá destinado a Madrid, junto a Gabeiras. Después se produciría la caída de Suárez, por dimisión voluntaria o por moción de censura. Otro peón que desaparecería de la escena sería Gutiérrez Mellado… Cambiaría la JUJEM. Incluso el propio Milans podría volver a Madrid y presidir la nueva. Ésa era la baraja de naipes con que Armada podría hacer malabares ante Milans.

Luego, el Rey y Armada se fueron a cenar a casa de Rafael Cavero, excelente gourmet y hermano del ministro Íñigo. Un tipo peculiar, simpático, que coleccionaba papás noel de todos los tamaños y al llegar las Navidades los distribuía por toda la casa. Acabada la cena, Armada regresó a Lleida para llegar al término de la cabalgata de los Reyes Magos, que tenía su colofón en el Gobierno Militar.

Sabino Fernández Campo no estaba en Baqueira, pero a los pocos días el Rey le contó lo que Armada y él habían hablado junto a la chimenea del refugio de La Pleta, y las misiones que le había encomendado para detener a Milans, Torres Rojas, Tejero y los demás levantiscos.

Él mismo comentaría veinticinco años después:

Armada jugaba con el malestar de los militares, e informó al Rey con ciertos tonos alarmistas sobre un cuadro de intentonas que estaban cociéndose, y de la casi inevitabilidad de un golpe duro que asestarían los generales en el mes de mayo.

Sí, es posible que aquella tarde o noche en Baqueira Armada hubiese hablado con los Reyes de la conveniencia y de la posibilidad de dar un golpe de timón, una corrección del rumbo político, para reconducir el calamitoso estado de las cosas de aquel tiempo; adelantarse al golpe duro que al parecer estaba en máquinas.

Entonces estaba en marcha la idea de la moción de censura contra Suárez, pero no con Felipe González, sino con Armada como candidato. Era la operación a la que el Rey daba oídos y consentía como solución extraordinaria, pero constitucional. Iba a ser así. Con ello se detendrían los planes golpistas fuertes de otros militares, entre ellos Milans del Bosch y Tejero.

El Rey, a Armada, le dio alas. Debió de parecerle bueno y ajustado a la norma constitucional el plan del general y su moción de censura «constructiva». Además de emanar del Parlamento, y no de un cuartel, él debería escuchar a los líderes en consultas para «compulsar» los apoyos con que contaba el candidato a ser investido presidente. Bueno, todo eso daba al Rey un protagonismo, le convertía en el árbitro de la situación.

No hay que olvidar el factor humano. Hacía tiempo que la sintonía entre el Rey y Suárez se había quebrado. Don Juan Carlos tenía celos, unos celos brutales de Suárez, que ya no sólo volaba por sí mismo, sin Torcuato, sino que mandaba más que el Rey. En alguna ocasión, me dijo: «Yo aquí ni toco bola ni pinto nada. Y la verdad es que yo creía que iba a ser como Franco, pero en rey».

El golpe de timón, con el Rey detrás, neutralizaba los golpes militares en marcha, reconducía la terrible situación, sacaba España del marasmo, refundaba la democracia… Y, de paso, le enmendaba la plana a Suárez y le mandaba a hacer gárgaras. Bueno, ¡al Rey no podía apetecerle más!

Si el 23-F Tejero no hubiese hecho aquella mamarrachada, y no hubiera secuestrado al Gobierno y al Parlamento con violencia, con tiros, con modales que más que miedo daban vergüenza, y si Armada hubiese podido acceder a la tribuna de oradores del Congreso para ofrecerse, no me habría extrañado nada, ¡pero nada!, que él mismo una vez allí anunciara la llegada y la presencia de Su Majestad[64].

El Rey a Suárez: «Otro presidente que no seas tú»

El Rey y su familia pasaron la Navidad en Estoril. El día 23 de diciembre celebraron una fiesta especial porque doña María cumplía setenta años. El sábado 27, se desplazaron al Pirineo, a Baqueira, con una escala rápida en Madrid. Aquel año iba con ellos la reina Federica. El viaje fue accidentado. Iban en dos helicópteros. La intensidad huracanada de los vientos, con tormenta de nieve, los forzó a aterrizar en el campo de fútbol de un centro escolar, en Alfarràs, ya en Lleida. Después, como la carretera estaba cortada por la nieve, comieron en Benabarre, el pueblo más cercano. Para el príncipe Felipe y las infantas, aquélla fue la aventura más divertida de las vacaciones. Llegaron a La Pleta de Baqueira-Beret.

Suárez se había quedado en Madrid durante la Navidad. El día 27, al tiempo que los Reyes viajaban hacia el Pirineo, él marchó a Ávila para descansar junto a los suyos: su madre, sus hermanos Hipólito, José María y Carmen, Lito, su cuñado, y la chavalería de hijos y sobrinos.

Salvo una escapada a Madrid, el 29, para presidir el Consejo de Ministros y asistir a una sesión plenaria en el Congreso, el resto de las vacaciones fueron relajantes. Hechas las paces, Adolfo y Amparo volvieron a salir con Fernando Abril y Marisa. En Nochevieja tomaron las uvas, más amargas que dulces, despidiendo con muchas ganas un año 1980 atroz, que por fin se perdía en la historia. Alguien dijo en el brindis que eran «las uvas de la ira», aunque la alusión a la novela de Steinbeck fuera un poco traída por los pelos.

El domingo 4 de enero, Suárez fue con su amigo Fernando Alcón al fútbol: un partido de rivalidad regional entre el Ávila C. F. y la Gimnástica Segoviana, que se jugaba en el estadio Adolfo Suárez. Por la mañana, en su casa de la calle Telares, había recibido un mensaje telefónico perturbador. Era el Rey: «Adolfo, yo me bajo esta noche a Madrid, pero querría verte antes, hoy, aquí en La Pleta. Mañana es mi cumpleaños, pasado la Pascua Militar. Allí no voy a tener un minuto libre, y es bastante urgente, ¿puedes hacer una escapada y venir? Te envío un helicóptero a Ávila. Aquí, en el helipuerto de Vielha, habrá un coche de incidencias y otro de cortesía esperándote. Por favor, encárgate de que los tuyos de seguridad de ahí avisen a éstos de aquí… Oye, Adolfo, prefiero que, excepto tu escolta, no se entere nadie».

Suárez supuso que se trataría de algo muy importante, puesto que no podía aguardar a decírselo dos días después, el 6 por la tarde, en Madrid.

Al comunicar al comandante Fernando López de Castro, jefe de su seguridad personal, que había surgido un viaje inesperado a Baqueira, le dio instrucciones de reserva total: «Habla con Andrés Cassinello y entérate de quiénes están allí, y si ha habido o va a haber algún otro visitante ajeno a la Familia Real».

No comentó nada y aparentó naturalidad con los suyos, con Alcón y con los futbolistas abulenses y segovianos a los que saludó en los vestuarios al terminar el encuentro. Incluso estuvo unos minutos, tres frases intrascendentes y muchas sonrisas, con dos periodistas locales y un reportero de Europa Press. Luego, al helicóptero.

Ya en vuelo, López de Castro le informó: «Mucho esquí. Está con ellos la reina griega, la suegra del Rey… doña Federica. Ayer pasó toda la tarde allí y se fue de noche el general Alfonso Armada. El Rey y él cenaron en casa de Rafael Cavero Lataillade, no sé si solos o con alguien más… Me lo están averiguando»[65].

Con ese último dato de la presencia de Armada, Suárez se situó.

La víspera, Armada había dejado a los Reyes muy desvelados, ante la cartografía de regiones militares en ebullición, divisiones y brigadas con fiebre de asonada… Como solución, el general había reiterado que, en todo el espectro político, empresarial y de altos eclesiásticos chequeado por él, existían sentimientos favorables a un Gobierno fuerte capaz de tomar ciertas decisiones «de hierro» que precisarían un respaldo mayoritario en el Parlamento. Es decir, un Gobierno de coalición o de concentración, presidido por un general. Y que sólo así se podrían cortocircuitar o reconducir los movimientos militares más extremos que estaban organizándose[66].

—Adolfo, te he hecho venir —le dijo el Rey en cuanto llegó y tomaron asiento— porque quiero que estés al corriente de lo que a mí me quita el sueño: las informaciones que me llegan, y no son pocas, todas coinciden en que hay una sublevación fuerte calentando motores. La posibilidad de un golpe duro previsto para mayo y organizado por coroneles, es decir, por los que tienen a sus órdenes los regimientos, es algo que está tomando cuerpo.

—Llevamos año y medio oyendo eso, señor. Y leyéndolo a diario en la prensa desde el mes de mayo… Pero a la hora de la verdad, todo es humo, humo intoxicante. Dos coroneles que se han tomado unas copas de más y a ver quién grita más alto.

—Adolfo, esto no es humo, ni son copas de más. Existe un ambiente real de crispación. Y hay que desarmarlo quitándoles las razones o los motivos que tengan para sublevarse. No cabe cruzarse de brazos. Hay que adelantarse… ¡Tienes que adelantarte! ¡Tienes que cambiar la dirección de tu política! Poner en marcha iniciativas nuevas que arreglen pronto y de verdad las cosas que van mal… Tomar medidas sin miedo, con energía. Y si uno o dos o tres ministros se oponen, ¡los mandas a hacer puñetas! —El Rey había ido endureciendo y levantando el tono de voz—. Aquí no necesitamos un Gobierno con problemas y tiquismiquis internos, sino un Gobierno con agallas que aporte soluciones. Un Gobierno con fuelle, con impulso, con programa… ¡Un Gobierno que haga sus deberes, coño! Porque a ti no te protestan, pero me protestan a mí. ¡Todo el mundo viene a protestarme a mí… de lo que tú o los tuyos no hacéis bien, o dejáis de hacer!

Suárez aguantaba el chaparrón en silencio, sin interrumpir el discurso del Rey, para ver adónde quería ir a parar.

—¿Inflación, balanza de pagos, cuota del petróleo, falta de inversión, paro, huelgas…? ¡Medidas, medidas, medidas! ¿Terrorismo? ¡Medidas, incluso de excepción, hasta que sean los terroristas los que tengan miedo de la Guardia Civil, y no al revés! ¿Que ha salido disparatado el invento de las autonomías? ¡Pues se hace una ley que corte por lo sano… o se reforma la Constitución! A mí no me da ningún miedo, si se hacen las cosas desde la ley. Y estarás pensando «para eso, necesito los tres cuartos de la Cámara y no los tengo».

—No, no los tengo. Pero tengo los suficientes para gobernar con los escaños de mi propio partido; y si hace falta una mayoría más cualificada, ya he demostrado que tengo aliados: sean catalanes, vascos, aragoneses, andaluces… ¡las famosas periferias que a esos golpistas les dan náuseas y a las que quieren cortar las alas… o el cuello! Y yo, en cambio, lo que deseo es incorporarlas a la responsabilidad de gobernar para todo el Estado, ¡porque son Estado! Y no me conformaría con empotrar a un vasco o a un catalán en el gabinete con una cartera de segunda categoría. No. Yo aspiro a más: no podremos hablar de una soberanía nacional ni de una integridad territorial auténtica mientras no sea posible que en mi despacho de La Moncloa se sienten un vasco del PNV o un catalán de CiU como presidentes del Gobierno de España.

—Me parecen muy bien tus «sueños de grandezas», pero resulta que por ahora esos señores van a la suya, les importa un bledo el Estado, y la cosa está que arde y cualquier chispa podría hacer que estallara todo. ¡¡¡No quiero golpes de Estado!!! ¡No podemos volver a un régimen de dictadura militar! ¡A esos que conspiran hay que dejarles sin motivos, incluso dándoles la razón en lo que la tengan! ¡Y si hace falta poner remedios extraordinarios, se ponen, y en paz!

—Remedios extraordinarios, ¿como cuáles…?

—¿Cómo cuáles…? Felipe está tendiéndote la mano con todo descaro para un Gobierno de coalición fuerte, más que fuerte, imbatible.

—También se la tiende a algún general ambicioso, en cuya jurisdicción militar estamos precisamente ahora… ¡Me niego! Y no porque haya dicho que coalición con UCD sí, pero que no se sentará conmigo, ¡que ya tiene tela! Me niego porque UCD está en su turno legítimo. Es un principio sagrado. Y me niego porque no hace falta tanta fuerza. Arrasaríamos como una apisonadora, por supuesto, y podríamos hacer de nuestras sayas mangas y capirotes; pero a costa de cargarnos la oposición, a costa de asfixiar cualquier réplica de todas las pequeñas minorías, incluso aunque se unieran entre ellas. Arrasaríamos, pero dejaríamos el Parlamento hecho un erial. ¡Me niego!

—Pues un Gobierno de tu propio partido, una selección de ministros inteligentes, trabajadores y eficaces, que discutan menos y den más el callo. Un Gobierno de tu propio partido; pero… Voy a serte franco: con otro hombre en la presidencia.

El Rey tragó saliva. Adolfo apretó los maxilares y entornó los ojos como si quisiera cerciorarse de que era Juan Carlos quien había dicho eso. El Rey no aguantó la mirada escrutadora de su jefe de Gobierno. Extendió el brazo hacia la mesilla baja, tomó la cafetera de plata y volvió a rellenar las dos tazas.

—Tú te has creado demasiados enemigos. Has tenido que lidiar muchos toros bravos y, es lógico, te has gastado más que nadie. No podías ser complaciente con tantos «poderes fácticos», y encima contentar a las tribus que tienes dentro de la UCD. Has tenido que cambiar a no sé cuántos ministros, porque te salían rana, o no funcionaban, o no se entendían, o lo que fuera; pero el caso es que la bicha de todas las dianas eres tú. El responsable eres tú. Van a por ti. Los que tienen poder en el mundo de las finanzas, de las empresas, de los negocios, de la milicia, de la prensa, incluso el alto clero, y los americanos, y ciertos líderes europeos… Ya de paso, te recuerdo que tu amigo Carter perdió las elecciones y ahora estamos en la era Reagan.

—Sí, pronto nos examinarán. «¿De la OTAN, qué? ¿De la renovación del tratado bilateral, qué? ¿De los créditos para el uranio de uso industrial, qué? ¿De la entrega de salvaguardas nucleares, qué?…» No se preocupe, señor. Para ese capítulo —Suárez hizo ademán de taparse las aletas de la nariz— estoy preparado.

—¿Qué piensas hacer?

—Por lo pronto, con su permiso, tomarme una de estas aspirinas… Y después, pensar[67].

A bordo del helicóptero que le trasladaba de Vielha a Ávila, Suárez llevaba en su conciencia un hecho duro e indeformable como el platino iridio: sin imponer, sin ordenar, sin «pisar raya», el Rey le había hecho un gesto. Se oía a sí mismo diciendo: «A mí el Rey no me hace lo que a Arias. Antes de que me eche, me voy». Lo había dicho muchas veces, con sinceridad, no de boquilla. Y también, expresando que su ambición política personal estaría subordinada siempre a la voluntad del Rey: «Espero seguir en el poder ciento siete años… y consolidar, no ya al pequeño Don Felipe, sino al sucesor o sucesora de Don Felipe; pero me bastaría un guiño del Rey, un leve gesto, para salir inmediatamente por la puerta». Guiñaba el ojo derecho y con el dedo índice describía un imaginario recorrido imperativo como queriendo decir «¡a la calle!».

Si había un enfrentamiento o una tensión entre el poder civil y la fuerza militar, el único arbitrio constitucional que el Rey podía ejercer era ése: un toque de advertencia, un gesto.

El helicóptero era como una burbuja ruidosa en la oscuridad de la noche. Suárez se arrebujó en su abrigo loden. Sentía en la garganta el amargor de que todo cuanto hubo de confianza, de complicidad, de sintonía, de amistad y de cariño entre el Rey y él se había resquebrajado, estaba hecho trizas. «Voy a serte franco: con otro hombre en la presidencia». «Otro hombre». Esas dos palabras le martilleaban las sienes, como si fuesen el pulso de su sangre.

«Si tengo la confianza del Rey —era su razonamiento ante cualquier adversidad—, no me importa que Miguel Herrero de Miñón me monte la guerra en mi propio grupo parlamentario, ni que Paco Ordóñez salga del Consejo de Ministros para telefonear a El País o a Felipe González para contarles lo que estamos discutiendo o lo que pensamos hacer… Está faltando al juramento de secreto, pero si tengo la confianza del Rey, me sale por una friolera. O que me lluevan dardos envenenados desde todas las esquinas, si tengo la confianza del Rey…»

Rafael Arias-Salgado le rebatía ese argumento:

—Adolfo, sin darte cuenta, has organizado en tu mente un régimen parlamentario orleanista basado en la doble confianza: la del Parlamento y la del Rey. En el fondo, no te consideras sólo un presidente parlamentario, sino un presidente que goza de la confianza del Rey. Es la fórmula orleanista. Pero tú no dependes del afecto o desafecto del Rey, sino del apoyo o desapoyo de la Cámara. La democracia no es amor, es aritmética.

—Yo no soy monárquico de cuna ni de formación —le contestaba Adolfo—, pero esta democracia o es con Monarquía, o no es. Y en eso me empeñaré mientras esté en la política. Además, por encima o por debajo de eso, tengo un argumento personal: el Rey se jugó el trono cuando apostó por mí; y yo sería un malnacido si no correspondiera, por lealtad y gratitud, poniendo lo mejor de mí mismo en que la Monarquía se consolide y arraigue en este país. Y el día que el Rey me vuelva la espalda, con aritmética o sin ella, liaré el petate y adiós[68].

Aquel tête-á-tête en La Pleta, en Baqueira, marcó el principio del fin. Pero la última decisión tenía que ser de Suárez y sólo de Suárez. En una Monarquía parlamentaria, el Rey ni pone ni depone. No valen guiños, ni gestos, ni presiones, ni mucho menos organizar o dar el plácet para que se organicen operaciones que alteren la titularidad del legítimo poder nacido de las urnas.

Cuando el lunes, 5 de enero, Rosa Posada, secretaria de Estado para la Información, pasó a saludar al presidente y preguntarle qué tal la salida y entrada de año, observó, perspicaz, que había una especie de veladura en la mirada de Suárez. «Intuí que, por algo que yo desconocía, y aún desconozco, Adolfo estaba roto, moralmente destrozado. No era el mismo hombre al que despedí el 29 de diciembre después del Consejo de Ministros. El hombre que estaba decidido a batirse con Landelino y los críticos en el II Congreso de Palma y que, casi chuletón de Ávila, afirmaba “yo soy el centro del centro”… Al regresar de aquellas cortas vacaciones, venía cambiado, dispuesto a congelarlo todo. No sé, como si le hubieran dado un hachazo»[69].

Armada sondea a Milans

La conversación del 3 de enero en La Pleta reactivó a Armada. Había recibido una encomienda del Rey y se apresuró a cumplirla. En apenas seis días, y dos de ellos no laborables, organizó un encuentro familiar en Valencia para el día 10: él viajaría desde Lleida con Paquita, su mujer. Su hija Victoria y su marido, José Gil Delgado, irían desde Madrid. En Valencia, querían concretar unas reformas de interior en un piso de la calle San Cristóbal 6, y como su yerno era arquitecto verían sobre el terreno los trabajos de albañilería que fueran precisos. Ésa fue la razón que Armada dio a su ayudante en Lleida, por si durante su ausencia el capitán general Pascual Galmés preguntaba por él.

El 9 de enero, Armada telefoneó a Milans del Bosch y le anunció que iba con su mujer a Valencia para un asunto familiar, «pero el motivo primordial es hablar un rato contigo». Milans se alegró: «Se lo digo a Amparo y os invitamos a comer».

A las dos menos cuarto, entraban en la residencia del capitán general de Valencia. Les esperaban ya Jaime Milans y Amparo Portolés, y otros dos matrimonios: los Ibáñez Inglés y los Mas Oliver. A Milans le interesaba, dijo, que Armada conociera a su jefe de Estado Mayor, el coronel Diego Ibáñez Inglés, y al teniente coronel Pedro Mas Oliver, su ayudante, ambos involucrados en «algo fuerte que se preparaba».

Antes y después del almuerzo, Milans y Armada hablaron a solas en el despacho oficial. Fue una conversación política y militar, continuación de otras dos que habían mantenido no hacía mucho tiempo, una en ese mismo despacho de Capitanía y otra en Cartagena.

Milans y Armada tenían en común el pedigrí de abolengo, el ser monárquicos de tradición, franquistas por convicción, combatientes en la guerra civil, voluntarios de la División Azul, en el frente ruso habían coincidido como artilleros en el 250 Regimiento del Ejército Alemán. También les unía su rechazo a la democracia, su hostilidad hacia el comunismo y una irreprimible inquina personal a Adolfo Suárez y a Gutiérrez Mellado.

A partir de ahí, todo difería: Milans era un militar de acción, de trinchera, un hombre pegado a un carro de combate. Su pechera alicatada con toda clase de cruces al mérito militar, cinco de ellas rojas, por heridas recibidas en guerra; la Cruz de Hierro alemana, la Medalla Militar individual y otras dos colectivas, más la Gran Laureada de San Fernando, por la que pisaba fuerte allá donde fuera. Valor demostrado y reconocido. De escasas lecturas, con más panoplia de sentimientos que de ideas; fogoso, impulsivo, franco y «al pan, pan», incapaz de fabular o de construir una historia falsa. Todo lo que tenía de bizarro lo tenía de veraz. Ante dos versiones de un mismo hecho, lo sensato era creer la versión de Milans. Armada era el biotipo contrario: un militar ilustrado, estudioso, amigo del silencio y la lectura. Más dado a la estrategia que al zafarrancho de combate. Con una profunda religiosidad ignaciana, era un hombre austero, sin frivolidades. Jamás blasonaba de su rancia aristocracia. Astuto, cauteloso, con recámara y alambique para destilar qué le convenía decir y qué ocultar en cada ocasión. Por gallego, y porque desde que era un simple comandante había aprendido a moverse entre las sutilezas palaciegas, protegiendo y asesorando al príncipe Juan Carlos, tenía esa zorrería refinada del decir sin decir y del moverse sobre terciopelo sin dejar rastro. Desconfiado —porque maquinaba algo no maquinable—, tomaba precauciones, prefería los diálogos sin testigos, y para cada paso comprometedor se proveía de una coartada. Mentir, no mentía, pero fraccionaba la verdad.

Después de los hechos del 23-F, cuando el instructor de la causa le tomó declaración, como él no sabía qué habría contado Milans sobre aquel encuentro del 10 de enero en Valencia, dijo que «surgió porque yo iba a aparcar mi coche en Capitanía». No, no mentía: iba a aparcar el coche en Capitanía. Pero no decía la verdad: aquel encuentro, de dos menos cuarto a seis de la tarde, no «surgió», sino que desde el día antes le esperaban: Milans y su mujer, Amparo Portolés, habían preparado una comida social para ocho comensales.

Ya a solas con su amigo Armada, Milans explayó a borbotones un retablo de quejas por cuanto «iba de mal en peor» y por «la debilidad del Gobierno para poner sensatez y orden en España». Lanzó dardos afilados contra «el Guti y su política no militar, sino de militancia política». Señaló las inquietudes que registraba en las unidades de su región: Castellón, Valencia, Alicante, Murcia y Cartagena… Acabó de un sorbo su cubata y soltó lo que Armada esperaba oír:

—Ah, pero esos diputados zánganos y esos ministros inútiles y esos alcaldes comunistas, y esos sindicalistas analfabetos y marxistas, que no dan palo al agua, pero cada vez mandan más, tienen las horas contadas.

—¿Qué quieres decir? —Armada preguntó demudado.

—Que se les va a acabar la vagancia, la abundancia y la mangancia. O pasan por el aro, o más les vale que se vuelvan por donde vinieron. Se ha puesto en marcha la cuenta atrás, porque el Ejército ya está harto. Todo tiene un tope. Aquí le han dado la vuelta a la tortilla des-ca-ra-da-men-te, y muchos militares se han cansado de tragar. —Adelantándose en su sillón, usó un tono más confidencial—. Alfonso, sé, me consta, que desde hace un tiempo se están organizando movimientos, grupos radicales, algunos incluso violentos, dispuestos a jugársela a la brava y a echarse a la calle.

—Esos «grupos violentos», ¿están coordinados?, ¿tienen una dirección?, ¿se reúnen con periodicidad, o se trata de chispas episódicas de malestar en salas de banderas, o en casas de unos y de otros los sábados por la noche?

—No, no, nada de chispas pasajeras. No son cuatro amigotes, ni estados de opinión dispersos. No, no, no, esa gente está haciendo sus planes y dispuesta a pasar a la acción.

El cerebro de Armada absorbió como un secante toda esa información, aunque Milans no había concretado ni nombres de los exaltados, ni grados militares, ni brigadas ni regimientos donde se focalizaba la conspiración. Mentalmente ordenó su discurso. Antes de darle indicaciones, templó los ánimos de Milans con un argumento de autoridad:

—Mira, Jaime, acabo de estar con Su Majestad en Vielha, y hemos hablado largo y tendido, unas cinco o seis horas.

—¡Pues a mí, es como si no quisiera verme! La última vez, casi tuve que mendigarlo: «¡Eh, Majestad, que me saltan el turno hasta los futbolistas!»

—Quiero que sepas que el Rey no está en la inopia. El Rey está al cabo de la calle y muy bien informado sobre todas estas cosas que te disgustan y me disgustan. Ve a Suárez aferrado al poder, pero…

—Aferrado, pero quieto como un pájaro disecado…

—Yo creo que el Rey está harto de Suárez, se ha convencido de que su dimisión es necesaria y está decidido a cambiarle desde la Constitución. Hemos hablado de esto. ¿A quién se pone ahí, en La Moncloa? ¿Qué candidato idóneo, que sepa cambiar las cosas para mejor? Pasamos revista a los nombres. Tampoco la solución Leopoldo le satisface. Yo propuse varios… Y al final desembocábamos en una disyuntiva que al Rey no le convence: o la ambigüedad de la gente de UCD, o un Gobierno de marxistas. El Rey preferiría un Gobierno de civiles, pensando también en las potencias occidentales, Estados Unidos, Europa, para no dar imagen de una remilitarización.

—Y tú, Alfonso, según lo que leo en los periódicos de un tiempo a esta parte, ¿tú no podrías ser, ¡pintiparado!, el presidente neutral de un nuevo Gobierno?

Armada hizo un gesto con la mano como apartando una mosca:

—Yo, por España, por el Rey y por impedir una división en el Ejército, estoy dispuesto a aportar mi grano de arena desde el puesto de servicio y de mando que me encomienden. ¿En la jefatura de Artillería? ¿En la Escuela Superior del Ejército? ¿Cómo segundo JEME, cuando deje vacante la plaza Martínez Jiménez, que es cuestión de días? En este momento, las tres cosas son posibles.

—Pero también es posible que tú tomes las riendas de un nuevo Gobierno, ¿o no?

Un soldadito camarero, enguantado y con chaqueta blanca Mao, se asomó por la puerta y avisó de que los esperaban en el comedor.

—Vamos. Es paella y… ésa no espera. Luego seguimos.

Milans a Armada: «Alfonso, ¿tú estás con el golpe?»

En aquella conversación a dos tiempos, Armada sabía mejor que Milans lo que podía suceder y lo que convendría que sucediera; lo que el Rey quería evitar y hasta dónde estaría dispuesto a aventurarse. También, y guardado bajo siete cerrojos, lo que no pensaba decirle a Milans: nada de sus contactos con políticos de toda la gama, nada de los apoyos socialistas, nada de la moción de censura pactada, nada de la logística operativa del Cesid… Nada, por supuesto, de una Operación Armada.

De vuelta al despacho, mientras tomaban café, le adelantó el timing de «unos deseables y posibles cambios sustanciales, que harían innecesaria una acción manu militari». Le expuso la «estrategia por pasos contados, de arriba abajo, a base de cambios de peones clave; por ejemplo, mi traslado a Madrid, probablemente como segundo JEME, al lado de Gabeiras; la caída de Suárez, que arrastraría ipso facto la del Guti; un nuevo mapa de destinos y mandos miliares; la remodelación de la JUJEM por otra más adicta a la Corona»…

Milans interrumpió:

—Eso de ir por pasos contados me parece muy lento. Si nuestra gente no ve cambios pronto, se impacientará. Además, tengo razones y datos para no confiar en la eficacia de esta JUJEM: ni Gabeiras, ni Arévalo Pelluz, ni los hermanos Alfaro son capaces de arreglar este desastre. ¡Pero si hasta nos están metiendo «húmedos» en la propia JUJEM![70].

—Y obviamente —siguió Armada impertérrito—, tras la caída de Suárez, habría un cambio de Gobierno. Por mis conversaciones en La Pleta y en La Zarzuela, yo deduzco que el Rey no quiere de ninguna manera una intervención militar, un golpe de Estado; en cambio, sí ve conveniente la toma de decisiones para restablecer la paz sin terrorismo, la unidad sin separatismo, el progreso económico sin paro, la tranquilidad ciudadana sin delincuencia callejera… Yo he informado al Rey en varias ocasiones de las inquietudes del Ejército y de la posibilidad de un golpe duro. Y he visto su reacción: ¡le espanta! Ni el Rey lo quiere, ni a España le conviene: económica, social y hasta internacionalmente, una rebelión militar sería funesta. Nos darían con la puerta en las narices y nos cerrarían el grifo desde fuera.

—No, si yo tampoco lo deseo; pero ¿y si estalla?

—Mira, Jaime, en el caso extremo, indeseable y peligrosísimo de que ocurriera alguna acción violenta, una sublevación con armas, el Rey quiere que se reconduzca. Y en realidad, yo he venido para hablarte de eso. El Rey confía en ti y en mí, en nuestra lealtad a la Corona y en nuestro predicamento en el Ejército: para que estemos con mil ojos y, si hay algún movimiento sedicioso dispuesto a la sublevación, derivarlo a masa, cortocircuitarlo. Y si estallara, reconducirlo.

—Reconducirlo, ¿cómo y hacia dónde?

—¿Cómo? Teniendo controlados a los que encabezan esos posibles grupos de exaltados. Tú, Jaime, con más autoridad que nadie, podrías erigirte en su jefe moral y agarrar bien las riendas de la situación. Hacerte con el control. Y si en un determinado momento decidieran intervenir, entonces reconducirlos desde dentro. ¿Hacia dónde? Hacia una solución enérgica, sin salirse de la legalidad constitucional. El Rey no quiere, por nada del mundo, que se repita en él ni la lección griega de su cuñado, escapando en un avión de Kavala a Roma y de ahí a Londres, ni la lección de su abuelo, saliendo por Cartagena… El Rey sabe que si los indignados pierden los estribos, él pierde el trono. No puedo hablarte más claro. Ahora, lo importante es estar atentos, observar e informar, para que el Rey en todo momento domine la situación. Y transmitir paciencia a todos los inquietos.

—No sé yo… ¿El Rey te ha dicho eso de que cuenta con mi… predicamento?

—Para ser más exacto, que cuenta «con tu lealtad y tu enorme prestigio».

—Hombre… yo podría ponerme en contacto con las cabezas de esos grupos —dijo Milans, aunque todavía remoloneando. No acababa de convencerle la estrategia de esperar pacientemente a que fueran moviéndose los peones. Tampoco le gustaba la idea de desbaratar los planes en marcha, o meterlos en hibernación. ¿Y si tales peones no se movían?

Fue entonces cuando Armada soltó una prenda que podía motivar a Milans:

—Si las cosas discurren por el carril previsto, por el carril que quiere el Rey, sea o no sea yo presidente del Gobierno, tú sí podrías presidir la nueva JUJEM. Sería el remate brillante de tu carrera militar.

—¿Dudas de que el Rey vaya a elegirte presidente del Gobierno?

—En rigor, el Rey designa, pero el que elige es el Parlamento. Yo tendría que contar con todos los apoyos necesarios, civiles y militares… ¡No puedo entrar de clavo!

—¡Con lo fácil que sería darle un manotazo a todo este montaje y erigir una Junta Militar!

Había sido una conversación larga. Armada se puso de pie para salir del despacho, aunque con serias dudas de si habría convencido al vehemente luchador Milans. Le reiteró una vez más lo de «no ignorar ni olvidar a los militares inquietos», «interesarse y detectar con más precisión quiénes son los coroneles que andan organizándose». Ahí, Milans soltó varios nombres: «Diego Ibáñez Inglés; José Ignacio San Martín, el de la DAC Brunete; Jesús, uno de los hermanos Crespo Cuspinera; Joaquín Valencia Remón, del Regimiento Pavía; y, por descontado, Antonio Tejero, aunque éste funciona un poco como autónomo, con su proyecto bajo el brazo, y a su aire». A Armada le sonaban y los memorizó.

—Una pregunta, Alfonso, y guardaré tu respuesta como un secreto de confesión: ¿tú estás en el golpe?

Fue tan a quemarropa que Armada tardó en reaccionar:

—Pero ¡qué pregunta…! —Intentó ganar tiempo, una salida sin compromiso y fácil de entender—. Yo estoy con el Rey. Yo, de estar, estaría con el golpe de timón, pero con el Rey detrás y respaldado por la Constitución.

Cuando ya se despedían en el hall y las señoras se ponían los abrigos, se besaban, se daban mil recados, y «¡no os hagáis tan caros de ver!», Milans tomó del brazo a Armada y le llevó aparte:

—Alfonso, voy a convocar a esos «inquietos», reunirme con ellos y apaciguarlos. Como tú bien sabes, entre nuestra gente, si yo les digo «Armada», a ellos les suena como si hubiese dicho «el Rey». ¿Puedo hacer uso de lo que me has dicho sobre la actitud del Rey?

—¡Hombre!… Haz un uso discreto… Pero sí es importante que los militares sepan que el Rey está en sintonía con sus sentimientos más hondos, con sus deseos y con sus preocupaciones.

A las seis de la tarde, en cuanto arrancó el vehículo de Armada, Milans hizo pasar a su despacho a Ibáñez Inglés y a Mas Oliver:

—Aunque tengo buena memoria, como la mente de este Armada es un laberinto, quiero repetiros ahora lo más exactamente que pueda las líneas maestras de las dos charlas, la de antes y la de después del almuerzo. Todo lo que me ha dicho viene del Rey, y yo no quisiera desviarme de esa «hoja de ruta».

Reprodujo, casi dictándolo, pero tergiversándolo por entero, lo que Armada había dicho. Ibáñez y Mas tomaron notas. Luego les encargó que avisaran a los militares caracterizados como «cabezas» y coordinadores de grupos dispuestos a una acción de fuerza, para reunirse con ellos en Madrid.

—Llamad primero a Luis Torres Rojas, porque tendrá que desplazarse desde Galicia. Y a Tejero. Que se traiga su cartapacio. A ver si todos pueden el domingo 18.

—¿Dónde?

—En mi casa de La Moraleja, no. Aquello está muy vigilado. El Guti ha situado por allí muy astutamente a unos cuantos topos suyos. ¡Lo ha trufado! Convendría un lugar más discreto que El Peñasco, un sitio menos conocido, menos detectable.

—Yo ofrezco mi piso de Madrid, en el número 15 de la calle General Cabrera —dijo Mas Oliver—. Desde que nos vinimos a Valencia, está como lo dejamos: amueblado y sin habitantes. Va de vez en cuando una mujer a limpiarlo. Y es amplio[71].

Suárez al Rey: «Majestad, Armada es un peligro, busca un golpe»

Un frenazo de moto junto a las escalerillas de La Moncloa. Cazadora de piel, pantalón verde de pana y casco plateado, el Rey desmonta. Son las cinco de la tarde del sábado 10 de enero. Se ha presentado sin avisar. Mientras un ujier se acerca a atenderle, otro va dentro para avisar al presidente.

Suárez estaba en casa, en el piso alto, y baja a toda prisa, sin salir de su sorpresa. La última vez que estuvo con el Rey, hace una semana en La Pleta, se quedó hecho fosfatina. «Voy a serte franco, Adolfo: con otro hombre en la presidencia…» Día y noche no ha dejado de rumiar esas palabras. Éste es el primer reencuentro. Hacía tiempo que el Rey no se dejaba caer así, informalmente, como «tu amigo, el Rey», por La Moncloa. Suárez está extrañado, no sabe ni qué cara poner. Le ofrece «¿una copa, un café?». Pasan a una sala. Les sirven café y bombones de chocolate negro que a Don Juan Carlos le gustan.

El Rey sabe que a esa misma hora Armada está en Valencia convenciendo a Milans de que controle y sujete a los conspiradores, y sonsacándole nombres, planes, fechas. Piensa que Adolfo, después del zurriagazo que recibió en La Pleta, estará hecho una malva. Y entra frontal:

—Vengo a hablarte de dos asuntos que alguna vez ya te he esbozado, pero hoy quiero resolverlos. Mi viaje al País Vasco y el traslado de Alfonso Armada a Madrid.

Suárez enciende un cigarrillo con parsimonia para «hacer aguante». «Viene en plan soberano», piensa, y se prepara a aguantar el pulso.

—País Vasco… Como le dije nada más regresar yo de allí, no está el terreno aquel, ni está la gente aquella para una visita del Rey. Ir hay que ir, faltaría más, pero escogiendo nosotros las mejores circunstancias, que no son precisamente éstas. He hecho ese viaje el mes pasado, he tenido que decirme a mí mismo: «Traga quina, Adolfo, eres el presidente del Gobierno de España». He recibido pitos, abucheos, insultos, pintadas groseras, letreros mandándome a paseo, caricaturas desagradables por las paredes, plantones, desacatos, pasividad de las autoridades, zafiedad de la gente abertzale que campa por las calles como un matón de barrio… Y no estoy dispuesto a que enfanguen la dignidad máxima del Estado, que es el Rey, como intentaron enfangar la mía y la del Gobierno.

—Pues, precisamente por todo eso que has dicho es por lo que entiendo que debo ir. Porque a ti y a los ministros que fueron contigo os hicieron el boicot, yo tengo que ir a plantar mis dos suelas con fuerza en aquel trozo de España, y demostrarles que no nos han acojonao.

—No es el momento.

—Sí lo es. Yo tengo que poder ir a cualquier lugar de España sin pedir permiso…

—No hace ninguna falta que el Rey se exponga, justo ahora, a que le monten allí un pitote gordo, ni que se meta en la boca del lobo para soportar las vejaciones y los desaires que yo acabo de padecer, porque el núcleo golpista del Ejército lo aprovecharía inmediatamente para pasar a la ofensiva a cara descubierta.

—Los militares, golpistas y no golpistas, todavía están que trinan por tu viaje. Por eso quiero ir a sacar la cara y a dejar alto el pabellón. ¡A mí no me harán lo que a ti!

—¿Cómo lo sabe? ¿Qué garantías tiene para correr ese riesgo? A un presidente pueden vapulearle, porque es efímero. Pero el Rey es vitalicio. Y si el Rey no se cuida, a otros nos corresponde cuidar del Rey.

—¿Qué garantías? Rodolfo Martín Villa en el jalón de la seguridad, y Marcelino Oreja en el programa y el protocolo de los actos, están preparándolo todo milimétricamente…[72].

—Ni Marcelino ni Rodolfo han despachado conmigo una sola línea del programa de ese viaje. Así que… alguien está puenteando a alguien.

—¿Cómo que alguien? ¡Yo! —El Rey enfatiza y empieza a subir escalonadamente el tono de voz—. ¡Quiero ir!, ¡debo ir!, ¡conviene ir!, ¡y voy a ir!

—Podría decirle, señor, que lo desautorizo; pero sólo le diré, y creo que es bastante, que lo desaconsejo seriamente.

El Rey de pronto arruga la nariz y olisquea el ambiente:

—¿A qué huele? ¿Están pintando?

—Sí, están pintando paredes y techos, y quitando las purpurinas cursis de decorado falso, las que horrorizaban a Carmen Díez de Rivera. Si le molesta el olor del disolvente, salimos.

Una vez fuera, echan a andar por los jardines. Van callados. De pronto, el Rey se arranca:

—Segundo asunto: Alfonso Armada. Quiero que venga a Madrid, al Estado Mayor, de segundo JEME, con Gabeiras. No es un antojo mío. Y te expondré mis razones. Tanto Gabeiras como Gutiérrez Mellado han concentrado la inquina de todo el generalato. Ellos lo saben y me lo han dicho: «Nos consideran unos trepas y unos rojos». Para algunos militares, todos los demócratas son rojos. Y trepas, porque a Gabeiras le hicisteis saltarse cinco puestos y hubo que ascender a cinco que no les tocaba, así que lo que canturrean es «de oca en oca, y asciendes cuando no te toca». Total, que los tenientes generales, incluso generales de división, no despachan sus asuntos ni con Gabeiras ni con Gutiérrez Mellado. Van a hablar con Rodríguez Sahagún o vienen a mí. ¡Y luego tú te quejas de que vengan a mí!

—Porque no es el conducto y porque un funcionario, sea civil o militar, no escoge al jefe que le gusta, sino al que le corresponde.

—Y Gabeiras me lo ha pedido. ¡No Armada, sino Gabeiras…!

—No grite, señor, que le oigo muy bien.

—No he gritado, he matizado. Gabeiras quiere tener cerca a un general que inspire confianza. Y Armada la inspira porque saben que yo confío en él. En cierto modo, me ven a mí ahí, o piensan que lo que le digan a él me llegará a mí…

—Y seguimos saltándonos los conductos reglamentarios, como hasta ahora, y permitiendo zigzags raros. Consintiendo esas anomalías en la cadena de mando, los generales continúan creyendo que son una casta aparte; un poder militar fuera de la disciplina y de la jerarquía del poder civil. ¡Y yo no estoy por ésas!

—¡No he terminado! ¡Déjame hablar hasta el final! Eso es sólo un aspecto, bastante considerable y práctico, por cierto: saber qué piensan, qué hacen y qué necesitan los que mandan unidades en las once regiones militares, y no estar a ciegas, o teniéndome a mí como interlocutor. Pero hay algo más…

—Creo que ese «algo más» me lo sé, de sobra.

—Bueno, pues así lo sabes un poco más. Ya te dije el otro día en La Pleta que hay golpes organizándose, y que no van contra mí, sino contra ti. Pero los que están en el ajo, o en los alrededores, no os lo van a contar ni a ti, ni a Gutiérrez Mellado, ni a Rodríguez Sahagún. Tú tienes tus enlaces informativos en la Policía o en el CESID, y haces muy bien. Pero en el Ejército, cero. En la Guardia Civil, cero. Ni te entiendes con ellos, ni ellos quieren entenderse contigo… ¿Has dicho algo?

—No, no he dicho nada. Escucho, escucho.

—Pues, igual que tú recibes todas las mañanas a Andrés Cassinello y a Paco Laína, para que te vuelquen sus carteras con información actual y fiable, yo necesito tener una línea caliente que me informe de modo periódico y frecuente sobre estados de ánimo en regimientos y cuarteles, planes golpistas militares, confabulaciones, conspiraciones… Y esa línea caliente puede ser Alfonso Armada. Hemos hablado de esto y él podría cubrir esa función, si se le destina al Estado Mayor del Cuartel General del Ejército como segundo JEME en la vacante que deja el general Martínez Jiménez.

—¿Ha terminado, señor?

—Bueno, sí… podría seguir dando argumentos, pero sé que, tratándose de Armada, contigo pincho en hueso porque le tienes tirria visceral.

—No es la primera, ni la segunda, ni la quinta vez que le digo, señor, que no me gusta tener a ese caballero politiqueando, intrigando y moviendo el rabo por Madrid. Y si le mandé a tomar el aire al Pirineo, fue por no enviarle a Canarias, para evitar que cabildease allí con González del Yerro.

—¡Un momento, Adolfo, no te embales! —El Rey ha sujetado a Suárez por el codo, como frenándole. Suárez se desembaraza de un tirón.

—Me embalo, porque sé lo que digo, y no digo todo lo que sé… Armada es un enredador que vende humo, que vende conspiraciones, sediciones, sublevaciones ¡que sólo existen en su cacumen! ¡Y lo malo es que se las vende al propio Rey!

—Pero ¿es que tú crees que yo soy un cretino? —Se han detenido y están encarados, han ido alzando el tono de voz, se interrumpen, hablan a la vez, gesticulan con las manos como afirmando cada uno sus argumentos—. ¡Para que lo sepas de una puñetera vez, Armada me informa, Armada me pone en guardia de problemas y peligros reales… y no me enreda! Cuando algo no lo ve claro o no sabe qué se puede hacer, busca un especialista en la materia, le encarga un informe. Y sólo entonces viene y me ofrece la solución.

—Y yo opino exactamente lo contrario. Armada no sólo no es la solución, sino que es el problema y el peligro. ¡Es él quien está creando el problema, por eso es un peligro!

Siguen andando.

—He dicho que mueve el rabo, y vuelvo a decirlo, porque no ha hecho otra cosa desde la primavera de 1979. Le tengo fichado. Tengo la lista de todos, o casi todos, sus encuentros con militares y civiles, especialmente con civiles: banqueros, empresarios, diputados, ministros de mi Gobierno, miembros del CESID… ¿Para qué coño necesita el jefe de una división de montaña tener contactos con el jefe de los servicios operativos del CESID? ¿Qué busca Armada, comiendo y cenando con diputados, ¡ojo al dato: no con senadores!, con diputados socialistas, de la derecha, comunistas, catalanes, centristas de todas las facciones de mi partido? ¿Va a formar un partido nuevo? ¿Va a presentar una proposición no de ley sobre la cría caballar? ¿Para qué puede querer votos un general? ¿Cuál es su juego? —Suárez ha hecho una pausa, un silencio para que el Rey diga algo; pero el Rey calla, enfurruñado. Con la punta del mocasín, le da un chute enérgico a un pedrusco y lo lanza lejos—. Y las mismas preguntas se hace Manolo Gutiérrez Mellado —sigue Suárez—. ¿Cómo explica Armada sus citas continuas con coroneles, generales y tenientes generales de regiones militares que no son de su jurisdicción? ¡Tanto viaje, tanto almuerzo, tanta reunión! ¡No me fío de él! Gutiérrez Mellado tampoco se fía de él. Es un personaje resbaladizo, oscuro. Y su excesivo arrimo al Rey, un peligro. Yo no sé si será por tirria o por intuición o por un cúmulo de datos, pero pienso que Armada es un golpista… Un golpista en potencia.

—Adolfo, me parece que, en cuanto te pones a hablar de Armada, desbarras. ¡Yo sí me fío de él, y Gabeiras se fía de él, y Nicolás Mondéjar y un centenar de generales se fían de él con los ojos cerrados! Hasta la Reina, con ese pesquis que tienen las mujeres, confía en él… Y las noticias que me da sobre atmósferas crispadas en muchas unidades militares no son humo, son ciertas. Me llegan también por otras vías. Por eso quiero que deje de estar con las mulas de Urgell y se venga al Cuartel General del Ejército, para que controle los movimientos militares subterráneos, serene los ánimos y nos tenga informados.

—¿Nos tenga informados… o nos tenga desinformados? Ese puesto que él pide es justo la terminal de todas las informaciones militares. El punto clave para controlar movimientos, cortocircuitar información sensible, manipularla, introducir datos falsos… Poner ahí a Armada me parece arriesgarnos a que nos dé un gravísimo disgusto. No puedo decirlo más claro.

—Pues, ¿quieres saber dónde está Armada en este momento? ¿Quieres saber qué hace ahora mismo? —Suárez había echado a andar adelantándose a paso ligero. Ante la pregunta del Rey, se detiene. Se gira y se queda aguardando—. Está en Valencia convenciendo a Milans para que controle a los conspiradores del golpe duro. El golpe de mayo no es un invento de los periodistas: es real y está en marcha. Armada intenta que Milans se haga con el mando de esos grupos y los pare. Está sonsacándole los nombres de los cabecillas… Y eso lo hace por lealtad a España, a la Corona, incluso por lealtad personal a mí. Así que ¡claro que me fío! Y quiero que pueda operar desde Madrid.

—Pues yo no me fío. Tengo otras informaciones bastante preocupantes, y me niego a que opere desde Madrid. Lo siento mucho, Majestad. No es fácil decirle que no al Rey.

Caminan un trecho sin hablar entre ellos. En algún momento se habían acalorado, ahora ya se los ve calmados, aunque con expresión de disgusto. Después de cada encuentro, la brecha es más grande.

En silencio, se vuelven hacia el palacete. No entran. El Rey se dirige a donde aparcó la moto. Se cala el casco, se enfunda los guantes, monta. Mientras la alza del soporte, hace un gesto de despedida con la cabeza. Arranca dando un tremendo acelerón. Retumba a toda cilindrada el tubo de escape.

Desde el porche, con las manos en los bolsillos y el rostro afiladamente serio, Suárez le ve alejarse por la alameda[73].