En aquellos meses, primavera-verano de 1979, se iniciaron dos importantes y procelosas tareas para cumplir lo que la Carta Magna ordenaba en el título VIII sobre la nueva organización territorial del Estado. En concreto, desde La Moncloa, se negociaban el Estatuto vasco o de Gernika, y el catalán o de Sau. Esas discusiones, hasta llegar a puntos de síntesis, concentraron la atención primordial de Suárez. Y, como en todo movimiento de avance para descentralizar el Estado y autenticar la soberanía popular, mientras unos trabajaban en el sentido de la marcha, otros se aplicaban al boicot, a la protesta o al terror.
Fueron tiempos de un terrorismo compulsivo, actuando a la vez ETA, los Grapo y Fuerza Nueva en una emulación atroz de a ver quién hacía más sangre. Se reproducían aquellas «semanas trágicas» previas al referéndum de la reforma. Entre abril y julio, hubo atentados masivos con muertos y centenares de heridos en la cafetería California 47, en el aeropuerto de Barajas, en las estaciones de trenes de Atocha y Chamartín; asesinatos de generales y coroneles del Ejército, y de agentes de la Policía y números de la Guardia Civil. El registro luctuoso del curso 1979-1980 superó los trescientos heridos y casi alcanzó el centenar de muertos.
Junto al duelo, el bramido de los militares, las pintadas de «Ejército al poder» en las calles del barrio de Salamanca, buzoneo de panfletos iracundos, increpaciones al Gobierno, gritos al Rey en el desfile de las Fuerzas Armadas, reuniones de desahogo conspirativo en cuarteles y en domicilios particulares, audiencias personales con el Rey para expresarle el «encorajinado hartazgo», «el límite del listón de la paciencia», la necesidad «de un Gobierno fuerte» o «de una intervención militar que reconduzca con autoridad el proceso democrático». Mientras, algunos medios de comunicación, El Alcázar, El Imparcial, El Heraldo y, con llamativa frecuencia, el ABC, exasperaban el malestar ciudadano, o prestaban sus páginas para que altos mandos militares dieran rienda suelta a sus críticas. Así, el 23 de septiembre, ABC regalaba portada y tres páginas de huecograbado al capitán general de Valencia, Milans del Bosch, para que opinase libremente sobre temas políticos que las reales ordenanzas vetaban a los militares. Milans hizo sus declaraciones a la periodista María Mérida[65]. El gobernador militar de Gipuzkoa Lorenzo González-Vallés no había sido aún asesinado por ETA de un tiro seco en la sien. Pero se empleó igualmente con artillería verbal criticando la incapacidad del Gobierno en la lucha contra el terrorismo. El nervio de las respuestas de Milans recorría el desencanto y la apatía social, las irresponsables cesiones políticas en las autonomías, el desinterés ciudadano demostrado en la bolsa de abstención ante el referéndum de la Constitución. Transpirando pesimismo en todas sus observaciones, afirmó que «los militares contemplamos la Transición con profunda preocupación, porque su balance no presenta un saldo positivo»; vaticinó un sombrío porvenir para «la sociedad española, sometida al terrorismo, a la inseguridad, a la inflación, a la crisis económica, al paro, a la pornografía, y a una crisis de autoridad sin solución a la vista», y después de advertir que los militares vigilan que «la soberanía española no sea puesta en tela de juicio ni se desprecien los símbolos patrios por determinadas minorías», lanzó una enfática advertencia: «El Ejército deberá intervenir cuando se evidencie que las leyes, la acción policial y la judicial son o resultan insuficientes para combatir el terrorismo». O «cuando, de acuerdo con la misión que nos señala la Constitución, sea necesario garantizar la soberanía y la independencia de nuestra patria». Por si no hubiese quedado claro, reiteró que el espíritu de la Carta Magna «no prohíbe una intervención militar»[66].
Indudablemente, era un clarinazo de aviso.
Desde El País se reclamó sin demora que el Gobierno abriera un expediente al teniente general, pues «su pesimismo debería hacer recapacitar a sus superiores»[67]. No iba desencaminado Juan Luis Cebrián alertando del riesgo de que ciertos pesimistas, más aún, catastrofistas disconformes con el sistema, tuvieran mando de armas. Pero ¿cuál fue la reacción oficial?
Ocurrió algo extraño. El presidente Suárez suspendió un viaje ya anunciado a Centroamérica y a Estados Unidos, y convocó de inmediato a la JUJEM en La Moncloa. A la misma hora de aquel domingo 23, el Rey recibía en La Zarzuela a «un grupo de altos jefes militares» que, tras exponer su seria preocupación por «la posible deriva independentista de las autonomías» y pedir «un Gobierno fuerte, con mano dura», solicitaron del monarca «algún tipo de intervención para influir en la política del Gobierno y en el rumbo del proceso democrático»[68].
Todo esto sucedía en Madrid mientras en San Sebastián se velaba el cadáver del gobernador militar González-Vallés. Un centenar de personas gritaron «¡cobarde y traidor!» al ministro Rodríguez Sahagún, que había acudido a las exequias; en cambio, enmudecieron cuando un hombre joven se les plantó delante y, puño en alto, gritó dos veces «gora Euskadi askatuta!» y «gora ETA militarra!». El diagnóstico estaba servido.
Antes de concluir la tensa jornada, Suárez se reunió en La Moncloa con el líder de la oposición, Felipe González —reelegido ya secretario general del PSOE en el congreso extraordinario— y le puso al tanto del panorama de tensiones en el estamento militar.
El martes 25, primer día con prensa matinal en los quioscos, los tenientes generales González del Yerro y Merry Gordon coincidían en sus declaraciones de condena del terrorismo y denuncia de la «falta de autoridad», la «ineficacia» y el «inadecuado tratamiento» que el Gobierno aplicaba para «extirpar ese tumor». El ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún, ordenó que se presentaran en Madrid los tres tenientes generales que habían expresado públicamente su disconformidad con la acción del Gobierno. Hubo algún conato de asonada en la Academia General de Zaragoza, reprimido en seco y, por supuesto, no denunciado y no castigado.
A partir de ahí, y pese a la alarma política, apagón informativo total. No hubo sanciones para ningún jefe militar. Tanto González del Yerro como Milans del Bosch parecían gozar de cierta inmunidad por su prestigio en el Ejército. Ambos habían sido destinados lejos de Madrid, precisamente para dificultar cualquier intentona golpista que buscara su liderazgo. No se supo qué altos jefes militares habían ido a ver al Rey, ni por qué el Rey los había recibido, en «grupo anónimo» y en domingo, en lugar de hacerlo según el protocolo habitual de las audiencias de listado público. Tampoco se dijo por qué esos generales despreciaron el conducto jerárquico reglamentario, que hubiese sido su ministro o el vicepresidente de la Defensa. Nadie en la comisión de Defensa del Congreso de Diputados pidió que compareciera el ministro para explicar el trasfondo de los hechos, las importantes razones que habían provocado tal batería de reacciones urgentes: JUJEM, suspensión de un viaje internacional del presidente, audiencia militar del Rey fuera de programa. Una colección de disfunciones y anomalías en el uso correcto de la Constitución.
Lo evidente, más allá del terrorismo, era que las Fuerzas Armadas desconfiaban de una democracia que permitía a los partidos de izquierda el acceso al poder. No querían ese sistema. En el mejor de los supuestos, estarían dispuestas a aceptarlo pero bajo su vigilancia y su tutela. Y, presumiblemente, con importantes cirugías en su normativa, en la línea de recuperar ciertos esquemas autoritarios.
Pocos días antes de estos sucesos, Adolfo Suárez recibía a Jaime Carvajal y Urquijo, amigo del Rey y presidente del Banco Urquijo. Acababa de resellarse el acuerdo sobre el Estatuto vasco, y Jaime le felicitó.
—Era una operación compleja, pero se había pactado bien, con sensatez y con garantías de durabilidad. Pero, sinceramente, desde el primer momento, incluso antes, yo estaba seguro de que las conversaciones con el PNV irían bien.
—Estuve el otro día almorzando con Sánchez Asiaín y con Ángel Galíndez, y estaban eufóricos. Me comentaron que de no haberse conseguido así, a satisfacción de ambas partes, hubiese sido catastrófico.
—Carlos Garaikoetxea va diciendo por ahí —comentó Suárez, bromeando— que mi táctica ha sido «la tortura del sillón»: sentarlo, cada vez que venía a negociar, en un sillón muy mullido donde se hundía hasta quedar casi sepultado; y entonces yo me dedicaba a cansarle y cansarle a base de argumentos…
Luego, en tono más serio, le contó un interesante sucedido:
—Como yo sabía que los militares recelaban, convencidos de que seríamos unos entreguistas y acabaríamos dándoles un visado para la independencia, reuní aquí a tres tenientes generales, que seleccioné entre los «bravos», con prestigio y predicamento dentro del Ejército, para asegurarles que nunca, nunca, nunca aceptaría yo un Estatuto vasco que estuviera ni un milímetro fuera de la Constitución. Y que, al menor indicio de que allá arriba intentaran sacar los pies del tiesto, yo estaba dispuesto a ocupar militarmente el País Vasco. Me miraron muy sorprendidos y muy serios. Entonces añadí: «Si se diera el caso, no deseable, de esa hipotética intervención militar, no cabría improvisar sobre la marcha. Por tanto, quiero que esté preparada como operación de intervención inmediata, obviamente secreta. Así que vamos a confeccionar unas maquetas de todas y cada una de las zonas del País Vasco, especialmente de los puntos urbanos neurálgicos, y trazar los planes estratégicos, calcular la logística, elementos de personal, equipos, armas, tiempos…»
»Al cabo de una o dos semanas, cuando estuvieron listos los planes operativos, fui llamando uno a uno y en días distintos a los tres tenientes generales. A cada uno le di a entender que estaba pensando en él como «el jefe idóneo para dirigir y coordinar la intervención militar si llegara el momento». También le dije a cada uno: «Sé que es duro ordenar a unos españoles que ataquen a otros españoles; pero la defensa de la integridad territorial de España está encomendada constitucionalmente a las Fuerzas Armadas, no a los diplomáticos ni a los bomberos. En todo caso, general, se trata de una carga y un honor, onus et honor».
»Cada uno de esos tenientes generales, al oírme, se iba poniendo lívido. «Piénselo, general, y espero que me diga que puedo contar con usted».
»A los pocos días, uno, otro y otro, ¡los tres!, con distintas palabras me dieron la misma respuesta: «En fin, presidente, me siento muy honrado con su encomienda, y el plan es estratégicamente perfecto, aunque muy arriesgado; pero he pensado que, por aptitudes y por conocimiento de aquel terreno, la persona más indicada no soy yo, sino Fulano».
»Ya puedes imaginarte, Jaime, con qué satisfacción acogieron esos tenientes generales el éxito de mis negociaciones con Garaikoetxea.
»Algunos de ellos alardeaban a veces de que «eso se arregla con una toma militar»; pero después de hablar conmigo —concluyó Suárez—, supieron que yo no alardeaba: yo iba en serio, y sigo yendo en serio, ¡muy en serio![69].
Para Adolfo Suárez no había una delgada línea roja, sino un trazo muy fuerte, un «prohibido el paso» entre la misión militar de «defender la integridad y la soberanía territorial» y el tomarse la justicia por su mano, la vengativa ley del talión, ojo por ojo, terrorismo contra terrorismo. Nunca admitió la «guerra sucia», aunque llamó a su puerta muchas veces…
«Soy testigo de que cuanto más duro golpeaba ETA, más ofertas le llegaban de organizar grupos con mercenarios, tipo Batallón Vasco Español (BVE), para que liquidasen etarras —recordaba con viveza su cuñado y secretario personal Aurelio Delgado—. Se lo proponían el teniente coronel del CESID Andrés Cassinello, el general de la Guardia Civil José Antonio Sáenz de Santa María, el comisario jefe de Policía Manuel Ballesteros… El director de la Seguridad del Estado Francisco Laína. Le daban nombres de personas que podrían encargarse de contratar y dirigir a esos comandos de acción, modus operandi, coste económico… Era información verbal, en su despacho y en persona, sin ningún escrito. Y Adolfo siempre contestaba «el que a hierro mata, a hierro muere», «mientras yo sea presidente del Gobierno, eso no se hará, no lo toleraré», y también «la guerra sucia, nosotros ni sabemos hacerla ni debemos hacerla…, no entra en nuestros principios»[70].
El BVE existía desde 1974. Tras el asesinato del almirante Carrero Blanco, un grueso de marinos quisieron que aquella muerte no quedara impune. La investigación policial era muy endeble e insuficiente. Entonces, el almirante Pita da Veiga encomendó al comandante José Faura Martín y a Juan Manuel Ribera Urruti, capitán de navío, que averiguasen lo ocurrido. Hicieron una investigación reservada que se llamó Informe Cantabria, que contenía un subapartado, «Santoña» —aludiendo al pueblo natal de Carrero—, con señalamiento de los autores materiales españoles, sin descartar la ayuda de algún servicio «amigo» de inteligencia. Ribera Urruti había estado a las órdenes de Carrero, y trabajaba ya en el Seced bajo el alias de Don Pedro el Marino. Con la franquicia de un pariente vasco de ETA, consiguió información y creó pequeñas empresas pantalla en el sur de Francia. Fue el verdadero creador del BVE[71].
Ciertamente, Ribera Urruti, con algunos compañeros de la Armada, y animados por el ministro Pita da Veiga, querían profundizar en las claves políticas y en las causas «técnicas» del atentado a Carrero, para saber quién había movido y potenciado a ETA: si masonería, si comunistas, si la CIA o algún otro servicio secreto —informó años después el comandante José Luis Cortina, ex jefe operativo del CESID—. Se les achaca el asesinato del etarra Beñaran Ordeñana, Argala, uno del comando que se cargó a Carrero, como venganza corporativa. El BVE funcionaba contratando a mafiosos italianos, marselleses, ex legionarios… Pero, aparte de la acción de vengar a Carrero, que la hicieron el 21 de diciembre de 1978 en Anglet, el BVE se dedicó ya por su cuenta a ofrecer «seguridad» y «venganza». Se convirtieron en activistas del ultraísmo violento… «Guerra sucia», como la de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) unos años después. Sicarios, ex policías, pagados por empresarios y banqueros del País Vasco. Según me comentó Ribera Urruti, aunque él ya estaba fuera del asunto, los que más pagaban eran los que tenían intereses en la central de Lemóniz[72].
Existían. No había que inventarlos ni formarlos. Y se ofrecían como «un servicio profesional, arriesgado pero útil». El comisario Manuel Ballesteros lo expuso sin rodeos a los ministros Martín Villa y Otero Novas, para que lo elevasen a Suárez:
—Hablé de nuestro problema de ETA con unos oficiales del Mossad. Me preguntaron: «¿Saben ustedes dónde se esconden, dónde están los de ETA?» «Sí, en Hendaya, en Bayona, en San Juan de Luz, en pequeños pueblos del sur de Francia». «¿En Francia, su país vecino? ¿Y la police française, la Sûreté Nationale, no coopera con ustedes…? Pues, entonces es bien fácil: localizarlos, pasar la frontera, liquidarlos y regresar a España»[73].
«Esto fue al menos dos veces —confirmaba Eduardo Navarro— entre julio de 1977 y abril de 1979. Guerra sucia, terrorismo de Estado, contraterrorismo o como quisieran llamarlo para acabar con ETA. La idea era trasladar el miedo al santuario francés de ETA». Y tanto Martín Villa como Suárez respondieron tajantemente que no: «Nosotros sólo podemos actuar dentro de las normas de un Estado de derecho»[74].
Esa réplica a ETA por la vía expeditiva la pedían no pocos mandos militares y dirigentes políticos en sus audiencias con el Rey.
«Al Rey le llegaban mensajes terroríficos, cada vez que ETA daba un golpe. Y me los rebotaba a mí, obviamente —declaró tiempo después Adolfo Suárez—. ¿Y cómo dirigir la política en ese momento, cómo evitar un exceso de las fuerzas de seguridad?»[75].
En pleno sobresalto por el estallido de paquetes bomba, en el verano de 1979, el presidente honorífico del PSOE Ramón Rubial dijo algo atroz, aunque no pocos lo pensaban. «Sólo hay una manera de liquidar a ETA: lo que se hizo en Francia, en tiempos de De Gaulle, con la OAS»[76].
En diciembre de 1980, Suárez hizo una visita oficial a Ceuta y a Melilla para «pisar territorio español» y que en Marruecos se supiera; pero, ante todo, para mantener encuentros con los jefes y oficiales de las guarniciones militares en ambas ciudades. En Ceuta, asistió en el cerro del Jaral a los actos del Sábado Legionario. Luego, acompañado del capitán general de la II Región, Pedro Merry Gordon, se reunió en un amplio hangar del acuartelamiento con unos quinientos militares. Hizo que salieran del local los ministros y personal del séquito. En cuanto Merry Gordon concluyó su breve alocución de saludo, recordando que desde los tiempos de Primo de Rivera no había visitado Ceuta ningún jefe del Gobierno español, Suárez invitó a aquel macizo de hombres uniformados a que le preguntasen lo que quisieran.
—Sé que hay problemas que les preocupan, y el de la creciente marroquización de Ceuta por ósmosis no es despreciable, y yo he venido para escucharles y para que me los planteen de cara. Pregúntenme lo que quieran y tengan la absoluta seguridad de que no tomaré ningún tipo de represalias.
Un silencio denso por toda respuesta. Suárez recorrió en travelling los rostros adustos en la inmensa nave. Insistió. Merry Gordon podía haber roto el hielo, pero no lo hizo. Resultaba insostenible el hecho de que nadie quisiera plantear nada. Audaz, Suárez lanzó una frase provocadora:
—Al militar, el valor se le supone; pero en ocasiones… hay que demostrarlo.
La reacción fue inmediata. Al fondo del hangar se levantó una mano.
Sin presentarse, sin dirigirse al presidente con su tratamiento debido, aquél rompió a hablar con voz grave. En la mano tenía un pequeño trozo de papel:
—Señor Suárez, se le acusa de ser el responsable de que ETA esté matando como está matando… Voy a leerle el número de víctimas asesinadas por ETA durante la Transición: seis generales, seis coroneles, catorce tenientes coroneles y comandantes, tres oficiales del Ejército, diez suboficiales, cuatro soldados, 79 guardias civiles, 42 policías nacionales, veinte funcionarios del Cuerpo Superior de Policía, quince policías municipales, 188 civiles, entre ellos dos magistrados…
Suárez escuchó ese recuento de muertos como si uno a uno cayeran sobre él los cadáveres. Era una acusación cruelmente injusta. Respondió rápido:
—He dicho que no voy a tomar ninguna represalia, pero me gustaría conocer la graduación del oficial que acaba de hablarme.
En medio de la expectación, el militar alzó el brazo y mostró con orgullo la bocamanga. Tres estrellas de ocho puntas. En el argot, «tres mantecados». Era un coronel.
—Lamento que un coronel del Ejército español —siguió Suárez— pueda pensar eso. Y como no voy a tomar ningún tipo de represalias, porque lo he prometido y yo cumplo lo que prometo, lamento que usted, pensando de esa forma, pueda llegar a ser un general de nuestro Ejército. Sin embargo, le voy a contestar. Primero quiero recordarle que ETA, como usted sabe, es muy anterior a la Transición… Hay que remontarse al 28 de junio de 1960. La niña Begoña Urroz Ibarrola, de año y medio, muere destrozada por una bomba de ETA en la consigna de la estación de Amara, en San Sebastián.
»Y ahora, veamos juntos el problema de ETA. Si usted, coronel, estuviera en mi lugar, ¿qué haría? ¿Invadiría militarmente el País Vasco, imponiendo sucesivamente los estados de excepción, sitio y guerra…? ¿Por cuánto tiempo mantendría esa ocupación manu militari? Y para detener ¿a quiénes? ¿A las madres y hermanas de los etarras, que se refugian en Francia? ¿O invadiría también el sur de Francia?
»Descartada esa opción, ¿restablecería la pena de muerte? Para modificar la Constitución en el artículo 15 que afecta al título primero sobre derechos y libertades, se exige referéndum nacional con disolución de Cámaras y de Gobierno, elecciones, nuevo Gobierno, nuevas Cámaras, convocatoria de la consulta… Y ¿cree usted que la pena de muerte es disuasoria para el terrorista fanatizado? La experiencia histórica nos dice que no. Compare usted, coronel, el número de militantes de ETA antes y después de las penas de muerte tras los juicios de Burgos. El efecto de afiliación fue abrumadoramente multiplicador. Ah… y pena de muerte ¿sólo para el terrorista de ETA y Grapo, o también para los del otro bando, la Triple A, el BVE, los Guerrilleros de Cristo Rey, etcétera?
»Queda una tercera opción: la venganza directa, la ley del talión, la justicia por su mano, la guerra sucia, el terrorismo de Estado… Llámese como se llame: la ley de la selva. Pero para usted, para todos ustedes, como garantes del ordenamiento constitucional, y para mí, no puede haber otra solución que la acción judicial y la actuación policial bajo el imperio de la ley. Y eso no es indiferencia, ni lenidad, ni cobardía. Es… la grandeza moral de un Estado de derecho.
»Y no crea, coronel, que no he tenido sobre mi mesa todas esas «soluciones». Decenas de veces me las han propuesto. Y hacen falta dosis de fortaleza para apretar los puños y los dientes y decir «no, eso no».
Probablemente no los convenció[77].
Allí, en un ángulo discreto del hangar, en línea diagonal con el presidente Suárez, había un hombre de treinta y nueve o cuarenta años, de cuerpo menudo y aspecto juvenil. Traje gris de paisano. En la sobaquera de su americana llevaba un revólver Smith & Wesson 38. Quizá nadie había advertido su presencia. Así debía ser. Era el comandante Fernando López de Castro, jefe de la seguridad personal del presidente. Cuando Suárez dijo lo de «decenas de veces me las han propuesto…» se cruzaron las miradas. López de Castro hizo esfuerzos para no pedir la palabra y decir allí delante de todos:
Yo propuse al presidente Suárez que lo hiciéramos, la «guerra sucia», actuar por nuestra cuenta contra ETA. Hace poco más de un año, el 19 de septiembre de 1979. Cuando llego aquella mañana a mi despacho en Semillas, en La Moncloa, veo las caras de consternación, las que veo siempre que ha habido un zambombazo. Pregunto. Me dan un teletipo de agencia. Leo: «A las nueve menos veinte de esta misma mañana, en la autopista Bilbao-Behobia, ETA acaba de cargarse a Aurelio Pérez Zamora, coronel de Caballería, de cincuenta y nueve años, y a Julián Ezquerro Serrano, comandante del Estado Mayor de Infantería, de treinta y nueve años. Se dirigían al Gobierno Militar de Bilbao, donde estaban destinados, en un jeep del Ejército…» Vuelvo a leer: «Julián Ezquerro Serrano, comandante del Estado Mayor de Infantería, que ocupaba la parte central del asiento delantero, debió de morir en el acto. Un disparo le había entrado por un oído, saliendo por la cabeza, con pérdida de masa encefálica. Nada se pudo hacer por él. Su cadáver, con la cabeza tapada por un plástico, fue evacuado del lugar…»
Julián, mi compañero de promoción, mi amigo y muy amigo… Le llamábamos el Duce, porque se parecía a Mussolini, tenía su misma cabezota… No puedo aguantar los lagrimones. ¡Estos hijos de perra se han cargado a un tipo que era la alegría de vivir, y que además no le tocaba ir al País Vasco…! Estoy indignado. Tenía treinta y nueve años…
Entonces, uno de los que trabajan conmigo y que en ese momento está por allí, me dice: «Mi comandante, si usted me da los datos ciertos, seguros de gente de ETA, de etarras que sean asesinos, que hayan matado a alguien, nombres y domicilios, para poder hacerles un seguimiento, yo sin cobertura de ningún tipo, sin ir de parte de nadie, sin comprometer a nadie ni cobrar un duro, me voy a Francia, usted me hace llegar allí el material, y yo los ejecuto». Este que me habla es cinturón negro de kárate, algo así como un séptimo dan en artes marciales, un Rambo. Habla en serio.
Me voy inmediatamente a ver al presidente Suárez, desde Semillas, al palacete. Entro en su despacho. Él ya sabe muchos detalles del atentado, lo que no sabe es que Julián es, era, un gran amigo mío: «Presidente, tengo a un hombre perfectamente preparado, con músculos y con cerebro, templado. Está dispuesto a todo. Se ha ofrecido a ir sin cobertura ni historias. Yo le conozco, no es un chapuzas ni un cantamañanas. Respondo de su eficacia. Yo contactaría con Manolo Ballesteros y hablaría también con Javier Calderón del CESID. Los dos conocen a fondo la situación del País Vasco, y el quién es quién de ETA y los lugares donde viven, donde toman vinos… Con ellos, monto la operación para que no haya errores. Presidente, sé cómo tengo que prepararlo».
Suárez me ha escuchado en silencio, muy sereno. Noto que le está impresionando lo que le digo, cómo se lo digo, mi seguridad.
«Fernando —me dice—, te agradezco mucho ese ofrecimiento que haces. Sé que hablas en serio y para acabar con este maldito monstruo de ETA; pero el Estado de derecho no puede ponerse al mismo nivel que ETA, ni utilizar los métodos de los terroristas. Jamás». Se levanta de su sillón, rodea la mesa, viene donde estoy yo, me abraza fuerte, muy fuerte, yo creo que ahí echo algún lagrimón más. Y teniéndome así sujeto, me dice con un tono de…, de ser humano, no de presidente del Gobierno: «Fernando, siento mucho lo de tu amigo Julián Ezquerro».
Ésa fue siempre la respuesta de Adolfo Suárez: el Estado de derecho no puede mancharse con la venganza y la guerra sucia[78].
Otros no lo entendieron así. Y montaron los GAL. Años más tarde, el teniente general Sáenz de Santa María coincidió con Adolfo Suárez en Argentina. Y, refiriéndose a los GAL y a la lucha antiterrorista del PSOE, le dijo: «Si vosotros nos hubieseis dejado hacer lo que hacen éstos, no quedaría vivo ni un puto etarra»[79].
Por su gusto, y por la seguridad del «pájaro en mano», Suárez hubiese continuado al frente del Gobierno hasta agotar la legislatura de 1977-1981, convirtiendo las Cortes constituyentes en Cortes constituidas; pero supo que el deseo del Rey era «dar paso a una etapa nueva»; así que, jugándose el puesto —unas elecciones siempre son un albur—, disolvió las Cámaras.
Ahora bien, a partir de la victoria del 1 de marzo de 1979, y aunque el espectro del hemiciclo apenas difería del de la legislatura anterior, sí era ya un Parlamento netamente constitucional. Habían cruzado el puente de un régimen de soberanía autárquica a un sistema de soberanía popular. En consecuencia, Suárez imprimió a su modo de gobernar un talante distinto, de «etapa nueva», sometido al control de las Cámaras, pero independiente de las sugerencias del Rey.
En la «etapa nueva», las iniciativas correspondían al Gobierno, y las responsabilidades a su presidente. Sin mermar un gramo de su lealtad a la Corona y a la persona del monarca. Al contrario, extremó en él y en sus colaboradores un lema rector: «Todos los éxitos del Gobierno se apuntan en la cuenta del Rey, y todos los fallos o fracasos se cargan a mi cuenta». Actitud coherente con la misión que se había trazado desde que juró como jefe del Gobierno en julio de 1976, y en la que debían participar cuantos trabajaran con él, del más importante de los ministros al último ayudante de su gabinete. Era la condición indispensable que planteaba a la hora de contratar a un nuevo asesor, a un nuevo «fontanero monclovita»: «Aquí se trata de consolidar la Monarquía, no ya en el Rey, que está consolidado, sino en Don Felipe y en los hijos de Don Felipe. Por tanto, mis errores nunca deben salpicar a la Corona. Ésa es la hoja de ruta que hemos de seguir»[80].
El Rey fue quizá el primero en advertir esa nueva independencia en la forma de organizar Adolfo Suárez sus prioridades de Gobierno, incluso en el trazado de sus viajes y de sus relaciones internacionales. «Ahora vuela a su aire», comentó más de una vez, y no precisamente con expresión de elogio.
Había dos ámbitos que Suárez preservaba al máximo para el Rey: la representación de España en el extranjero y la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas; aunque sin olvidar que tanto la política exterior como la de defensa «las dirige y ordena el Gobierno». Esto, el potenciar la presencia del monarca, solemnizando los protocolos y magnificando el ceremonial en todas sus apariciones públicas, pero restringiéndole la toma de decisiones, incluso marcándole el guión de esos actos de Estado, no era fácil que de buenas a primeras lo asumiera un Rey formado en la doble escuela militar y monárquica del «yo ordeno y yo mando».
Ese nuevo orden constitucional obligaba al Rey, como él mismo decía, a «bailar el chotis en una baldosa y sin pisar raya»; y ocasionó durante los años 1979 y 1980 algunos solapamientos, roces y sucesos incómodos. Para evitarlos, Suárez procuró que en los viajes al extranjero acompañase a Don Juan Carlos el ministro de Exteriores, primero Marcelino Oreja y ya al final José Pedro Pérez-Llorca; y si se trataba de un viaje de contenido económico más complejo, hacía que lo convoyasen incorporándose al séquito los ministros y directores generales concernidos por los asuntos que había que gestionar: Hacienda, Comercio, Industria, Pesca, Obras Públicas… Y la norma dada por Suárez era que al Rey «no le sonsaquen ni una palabra, ni una promesa, ni un compromiso que no tenga el visto y conforme del Gobierno».
Con la misma lógica, evitó coincidir con Don Juan Carlos en actos castrenses o en maniobras militares, donde la figura símbolo tenía que ser el Rey y sólo el Rey.
Sin embargo, pese a todas las cautelas, fue en esos dos importantes campos donde se produjeron esguinces y distonías. El mundo militar desconfiaba de Suárez por la legalización del PCE —ellos preferían achacarlo «no a la legalización en sí, sino al modo de hacerlo, engañándonos y a quemarropa»—, y por un suma y sigue de decisiones que les resultaban odiosas: las amnistías, la quiebra de la unidad nacional que preveían en las autonomías, la lucha insuficiente contra el terrorismo… Se resistían a que el estamento militar fuese sólo un funcionariado con armas pero sin poder, y supeditado al poder político, que era el único. No aceptaban de grado que la cúspide en la cadena de mando residiera en el presidente del Gobierno. En fin, no eran problemas garbanceros de sueldos, economatos y armamentos obsoletos, sino algo de más hondo calado: un repudio a la Constitución puesta por obra. Los engranajes rechinaban, y Suárez tuvo que aguantar muchos pulsos y doblarle el brazo al contrario para que prevaleciera su autoridad.
Por otro lado, el vicepresidente de la Defensa, Gutiérrez Mellado, no era querido, y se lo manifestaron con desaires, insultos y desacatos en público. Le reprochaban ascensos de generales por motivos políticos, saltándose el orden del escalafón; y cambios de destino que alejaban de la capital a ciertos altos mandos de quienes se presumía una ideología reaccionaria, disconforme con el nuevo régimen y con veleidades golpistas. Y era así. Gutiérrez Mellado, aparte de unificar los tres ministerios de Tierra, Mar y Aire en uno solo, Defensa, y los estados mayores en una sola Junta de Jefes de Estado Mayor, tenía que imbuir el espíritu y la letra de la Constitución en los militares, porque precisamente a ellos se les había encomendado defenderla. De ahí que, al pensar en alguien para proveer un puesto de mando, valorase más una mentalidad abierta a la democracia —y si poseía una licenciatura civil y sabía idiomas, mejor— que una hoja de servicios atestada de cruces de campaña y cicatrices de guerra. No se podía vivir de nostalgias.
El hecho es que la brecha del desafecto se fue agrandando cada día más. Y los jefes militares, a la hora de exponer una queja, un sentimiento de agravio o un ambiente de malestar en las unidades a sus órdenes, puenteaban a Suárez, a Gutiérrez Mellado, al ministro Rodríguez Sahagún, y acudían al Rey.
Militar hasta las cachas, por oficio y por tradición en los Borbones, el Rey era muy receptivo a esos desahogos. Pero como la solución no estaba a su alcance, procuraba amortiguar tales enfados —muchas veces acalorados— con dosis generosas de comprensión, palmadas en la espalda y paños calientes: «Invítame a unas maniobras en tu brigada» o «Voy a decir que la próxima Fiesta de las Fuerzas Armadas se celebre en tu región»… Sin embargo, esos disgustos le hacían mella y, tarde o temprano, se los espetaba a Suárez: «En la milicia, la edad es antigüedad, y la antigüedad prelación», «El escalafón es sagrado», «Lo que no se puede hacer es, por ascender a Gabeiras cuando no le tocaba, ascender también de golpe a los cinco que tenía por delante, con lo cual se queda en dique seco el que le tocaba, y los tenientes generales se nos salen por las orejas», «Además, hace tiempo que ese puesto lo pedía erre que erre Jaime Milans», «Un teniente general, medalla militar individual, no puede sentir que lo mandáis a un rincón porque desconfiáis de él», «Alfonso Armada… ¡Hombre!, una cosa es que salga de esta Casa y otra que me lo empaquetéis al Pirineo».
Aunque el Rey estaba de acuerdo con los destinos militares que ordenaba Gutiérrez Mellado, le preocupaban las decisiones tajantes, como el reciente traslado forzoso de Luis Torres Rojas a La Coruña, de modo fulminante, porque se habían detectado amagos conspirativos en la brigada Brunete que él mandaba. No quería el Rey resquemores en el generalato. Un capitán general con mando en plaza, pero herido en su pundonor, es tan peligroso como un tigre con un balazo en el cuello que le exacerba más y más su instinto de ataque.
En el otro universo, el de las relaciones exteriores, el problema era distinto. Aunque también le ocasionaron al Rey ciertas perplejidades. Don Juan Carlos, con su listeza para simplificar las cosas más complejas, percibía que había dos trazados de política internacional, dos líneas de diplomacia. Una, que partía directamente de La Moncloa, y era un proyecto personal de Adolfo Suárez en el que él, como Rey, quedaba al margen. Y otra que se administraba desde el Ministerio de Exteriores, en el palacio de Santa Cruz, era la diplomacia que dirigía el ministro Marcelino Oreja, obviamente autorizado por el presidente del Gobierno, y que se orientaba hacia dos grandes zonas de interés: Estados Unidos y la Comunidad Europea; y como atención de orden menor, Latinoamérica y muy determinados países árabes: Marruecos, Egipto, Jordania y la península Arábiga. Marcelino Oreja era un clásico: europeísta y atlantista. Su mayor audacia fue establecer relaciones con la Unión Soviética. Su frustración, no pedir el ingreso en la OTAN, porque Suárez se oponía. Y su sueño inalcanzado, la recuperación de Gibraltar.
Con la programación de Oreja, el Rey tenía una agenda desbordada de viajes de Estado que él hacía y de visitantes extranjeros que él recibía. Disfrutaba ejerciendo como Rey. Tenía más prestigio y atractivo que influencia real, pues España era una potencia media, intentando superar un bache económico profundo, que tras cuarenta años de ostracismo empezaba a ser admitida en el exterior. Pero la figura del Rey abría puertas por sí misma. Su prestancia, su porte regio, su manejo hábil de los idiomas, su exquisito conocimiento de las reglas de protocolo, incluso de las más exóticas, su juventud madura y su simpatía campechana en el plano corto hacían que cualquier viaje suyo resultara altamente rentable. Ganaba voluntades, abrochaba acuerdos para que sus ministros gestionasen inversiones, contratas de obras públicas, abastecimiento de crudo o venta de equipos bélicos de marca española. «Es una matada de kilómetros y de comer dátiles, cuscús, ojos de cordero y todas esas gorrinadas que nos ponen —solía decía al ministro de jornada que le acompañaba—; pero yo disfruto, porque veo que estoy ayudando y me siento útil». Su misión no era, por ejemplo, venderle a Saddam Hussein varias partidas de vagones Talgo, pero entre dátil y dátil se las vendía. Ni desatascar un permiso para tránsito de cítricos o un contencioso pesquero con Marruecos, pero si los ministros de Exteriores, de Transportes y de Agricultura y Pesca de ambos países habían llegado a un punto intransigente de bloqueo, a Don Juan Carlos no le importaba levantarse de la cama y, de madrugada y en pijama, llamar al Palacio Real de Rabat, hablar con su también somnoliento «hermano» Hassan II, y que aquello se desbloquease[81].
La diplomacia diseñada en La Moncloa la desarrollaba Adolfo Suárez en primera persona. No pretendía eclipsar al Rey ni provocar interferencias, pero Suárez apuntaba a mundos diferentes. Cabría decir que eran «sus picas en Flandes» o su aventurerismo rompedor. En 1978, viajó a La Habana para invitar a Fidel Castro a visitar España. Fue el primer presidente europeo que tomó semejante iniciativa. Sorprendió, extrañó, fue criticado. Sin embargo, amarrar una buena relación personal con el comandante Castro tenía su interés político y económico. España era el mayor país inversor en Cuba.
Al año siguiente, en septiembre de 1979, otro gesto diplomático insólito en un país como España, tradicionalmente aliado y dependiente de Estados Unidos: envió en nombre del Gobierno a un observador a la VI Cumbre de Países No Alineados que ese año se celebraba en La Habana y reunía a ciento diecisiete Estados miembros de Iberoamérica, África y Asia, más diversas organizaciones y países observadores. Marcelino Oreja se opuso y se negó a asistir. Y como, en la clausura de la cumbre, Fidel Castro celebró la presencia de la delegación española diciendo que eso abría «la esperanza de que Madrid pudiese desarrollar relaciones amistosas y útiles con todos los pueblos del mundo, sin dejarse arrastrar por la alianza «ofensiva» de la OTAN», Oreja respondió sin demora con una dura nota de protesta para que nadie interpretase que en España había dos políticas contrapuestas.
Muy pocos días después, el presidente Suárez volvía a dar el campanazo recibiendo con honores de jefe de Estado a Yasser Arafat, el líder de la Organización para la Liberación Palestina (OLP). Gran boca, nariz de águila, ojos saltones y barba rala. Cruce de lagarterana y forajido, envuelto en la kufiyya a cuadros de fedayín humilde y rural, y un enorme pistolón al cinto. «¡Decidle que, por favor, cuando me abrace no me llame hermano!», advertía Suárez minutos antes a sus adláteres. También esta vez era España el primer país europeo en dar ese paso. Durante la estancia oficial e intensa de Arafat en Madrid, cuya iconografía dio la vuelta al mundo, provocó acerbas protestas del egipcio Anwar el-Sadat, del rey marroquí Hassan, del israelí Menajem Beguin y del lobby judío internacional, además del desconcierto en las autoridades de Estados Unidos que deprisa y corriendo pedían el descifrado del mensaje: «¿Qué significa esta visita?» El Rey se quitó de en medio. Se fue a Mallorca y allí se dejó ver comiendo pescado en la lonja de Sóller, tranquilo, al margen de todo; y después, muy entretenido en el estudio de Joan Miró.
A los dos días de irse Arafat, algunos bien informados apuntaban ya un resultado: «Esa acogida, y el revés que supone a Israel, se traducirá (ya lo veréis) en un abastecimiento preferencial de crudos iraquíes, saudíes y libios a España».
«Nada de lo que Adolfo Suárez hizo en política internacional —explicaba Arias-Salgado años más tarde—, por muy llamativo y peregrino que pareciera entonces, fue extravagante ni bananero. Por el contrario, era anticipativo. Recibiendo a Arafat no como a un terrorista, sino como al líder de un pueblo, se adelantó bastantes años a muchos gobernantes. ¡Hasta los Acuerdos de Oslo, en 1993, cuando con los auspicios del presidente Bill Clinton se estrecharon la mano Isaac Rabin y Yasser Arafat!»[82].
El propio Suárez explicó al banquero Jaime Carvajal que la presencia de España en la Cumbre de Países No Alineados había sido convenida con Washington:
—El objetivo de España en esta cumbre y en la anterior era contribuir a que la posición de los países iberoamericanos, que participaban en gran número, fuese lo más moderada posible.
Consciente de que su interlocutor era un hombre de la jet financiera, aristocrática y conservadora, con óptimos contactos estadounidenses, Suárez le hizo notar que no estaba haciendo una política estrafalaria ni tercermundista, sino aprovechando un activo de España para contribuir a que ciertas áreas no se sovietizaran:
—En estos momentos —le dijo—, por la Transición que hemos hecho, tenemos un gran prestigio en aquel continente. Nos admiran, nos quieren y nos sienten como algo suyo. Estamos en muy buena posición. Podemos influir en esos Países No Alineados y mejorar nuestras relaciones con ellos. Pero hay más. Por ejemplo, en el caso de Nicaragua, España está empleándose a fondo para que la Junta de Salvación Nacional no se incline hacia el mundo comunista. Y está en un tris. Acabamos de enviar hacia allí a cien maestros de escuela, seleccionados para que entre ellos no vaya ningún comunista. Estoy convencido de que Occidente debe ayudarlos; de lo contrario, se pueden convertir en una nueva Cuba. Si Occidente no actúa con inteligencia y con sagacidad, tendrá muchos problemas en América Latina. Y los tendrá quizá peores en Oriente Medio. Tengo fluida relación y contactos con Iraq, Jordania, Irán, Arabia Saudí… He estado ya en algunos de esos países y pienso ir a otros. Y no es nada tranquilizante el panorama. He visto focos que pueden convertirse en polvorines muy peligrosos.
—Adolfo, no sé si soy indiscreto, pero… ¿podrías aclararme a qué vino Arafat?
—Te vas a sorprender. Yasser Arafat no sólo no es el terrorista que nos pintan, sino la persona más moderada del movimiento de la OLP. Por eso le he recibido como a un líder palestino, y le he dado cancha y tribuna para que dijese ante políticos y periodistas europeos las razones por las que el pueblo palestino debe tener un territorio donde vivir y organizarse como un Estado[83]. Y esto ¿por qué lo hago? Pues porque, además de que es un hecho histórico y de justicia, nos interesa a todos: la pacificación de esa parte del mundo pasa por la inexistente Palestina. Es necesario tender puentes que faciliten el entendimiento. Mira, Jaime, en un acto de desesperación, la OLP podría volar un petrolero a su paso por el canal de Suez. Sólo con eso, provocaría tal terror en los exportadores que colapsaría al instante el suministro de petróleo. Se perderían treinta millones de barriles de crudo por día. Sería una crisis mucho peor que las que hemos conocido hasta ahora.
Aunque a Carvajal las explicaciones de Adolfo Suárez le resultaron lo suficientemente interesantes como para recogerlas aquella misma noche en su cuaderno diario, no pudo evitar una reflexión final de escepticismo: «Es posible que el afán de Suárez por dedicarse a la política internacional sea hasta cierto punto una manera de escapar y olvidarse de los problemas internos»[84].
El banquero veía la fascinación de Suárez por la política remota como un escapismo de la política inmediata, la de los problemas diarios de su propio país.
En realidad, con esa suerte de diplomacia paralela, Adolfo Suárez quería afirmar para España una política exterior de neutralidad, no supeditada a Estados Unidos, independiente y equidistante tanto de la OTAN como del Pacto de Varsovia. Una política propia y genuinamente occidental, partiendo del hecho «físico» de su ubicación en el mapa, pero de cara al mundo árabe y a Oriente Medio. En esa zona, azarosa, conflictiva, y profundamente desconocida en Europa y en Norteamérica, España podía jugar un papel interesante, no sólo en el aspecto mercantil, sino favoreciendo entendimientos para la estabilidad de la región. Y tendiendo una línea de diálogos positivos entre un Occidente bastante similar en su cultura, su civilización y sus intereses económicos, y un Oriente con mil matices, sensibilidades, dialectos, odios antiguos, tradiciones milenarias, clanes, tribus… La baza fuerte de España era, precisamente, ser el único Estado occidental que albergaba bases americanas en su territorio pero no tenía relaciones diplomáticas con Israel. Y su relación de amistad con todos aquellos países, pero sin intereses ni ataduras con ninguno. Estuvo en Egipto, en Jordania, en Siria, en Arabia, en Argel, en Iraq… En Bagdad, el 10 de febrero de 1980, conversó varias horas con Saddam Hussein. Volvió impresionado y preocupado «por la mente fría y pragmática de Saddam, y su sentido estratégico acerca de los países del Golfo y su ambición de dominio sobre la zona». A su asesor Eugenio Bregolat le comentó en el vuelo de regreso: «¡Este Saddam es un tío de cuidado! Puede traernos a todos de cabeza y crearnos muy serios problemas»[85]. Premonitorio.
Por entonces, en Madrid se decía casi como un chiste que Suárez estaba absorto con su globo terráqueo de colores que se encendía desde dentro, y que allí meditaba en la tesis del estrecho de Ormuz y del estrecho de Gibraltar, «cuellos de botella» para el tráfico comercial y sobre todo de crudos, desde los países árabes. Y era cierto. Pensaba en el valor geoestratégico del estrecho de Gibraltar, en plena ruta del petróleo, como puerta obligada del crudo procedente de Arabia, de Kuwait, de Iraq, hacia el Atlántico, y la capacidad de España para abrir o cerrar el paso.
Desde el comienzo de su reinado, Don Juan Carlos había expuesto tanto a Arias como a Suárez su deseo de que España se integrase en la OTAN lo antes posible, y en las mejores condiciones, y que eso fuese parejo con la entrada en la Comunidad Europea. Con Arias, el impedimento era la falta de una creíble democratización. Era el test de admisión en el club armado. Con Suárez, tras el referéndum de la reforma y las primeras elecciones democráticas, ya no había obstáculos, antes bien, puertas abiertas. Suárez daba largas.
En abril de 1978 la plana mayor de la OTAN visitó al Rey y luego a Suárez. Era una invitación formal. Pero Suárez se negó aduciendo una razón de peso: «Nosotros necesitamos una nueva Constitución hecha con el máximo consenso. Estamos justamente en la creación de ese clima. El 90 por ciento de la oposición está en contra de nuestra incorporación a la Alianza Atlántica, y no sólo los socialistas y los comunistas. Discutir y decidir sobre la OTAN en estos momentos sería introducir un factor muy fuerte de división, provocaría la ruptura política, que desde hace tiempo intentamos evitar y encauzar por la vía de la reforma. No es el momento».
En 1979, una vez refrendada la Constitución, volvieron a plantearlo desde Bruselas y desde Washington. El Gobierno de Suárez respondió que estaba en el intento de conseguir nuevos períodos de consenso para los Pactos de La Moncloa y para negociar los Estatutos de las autonomías. No era lo más oportuno sacar a la mesa un tema como el de la OTAN, tabú para los comunistas y para los socialistas, que rompería el clima de entendimiento. Suárez congeló de nuevo la decisión.
Pero en diciembre de ese mismo año, 1979, al invadir la Unión Soviética un país limítrofe, Afganistán, se rompió el statu quo del Pacto de Varsovia. Desde ese grave episodio, el bloque occidental, la OTAN, se sintió legitimado para recomponer «el equilibrio roto» ampliándose también. Y quiso ampliarse y resarcirse captando un nuevo socio, España. A partir de ese momento se intensificaron sobre el Gobierno de Suárez las presiones de Estados Unidos y del resto de países de la organización. Y a la vez, las contrapresiones del bloque soviético. Suárez resistía en sus trece de la neutralidad: ni fichar por la Alianza Atlántica, ni dejar que le engatusaran desde la Unión Soviética con aperturas de mercados y bancos de trabajo para jóvenes españoles en paro.
Sin perder un minuto, el 7 de enero de 1980, al día siguiente de la fiesta de los Reyes Magos y de la Pascua Militar, llegaba a Madrid el canciller alemán Helmut Schmidt. Primero expuso «la nueva situación» al Rey: «Creemos que ha llegado la hora de que España demuestre su vocación atlantista con hechos y pida su ingreso en la OTAN».
Después sostuvo con Suárez una conversación de cuatro horas. En honor de Schmidt, por la noche se estrenó el comedor de gala de La Moncloa.
Suárez fue diáfano en su respuesta. Sólo ocultó su actitud personal contraria a pertenecer a la OTAN, y se «aparaguó» en la oposición maciza de los diputados y senadores socialistas y los comunistas; pero habló al alemán con franqueza y hasta con entusiasmo al decirle: «España prefiere colaborar en una dirección atlantista, lejos de veleidades prosoviéticas, pero sin uncirse a la OTAN. Ni somos “neutralistas”, ni estamos entre los Países No Alineados: somos y queremos ser simplemente neutrales».
Como naipe de que su Gobierno deseaba contribuir a la defensa de Europa desde una posición atlantista, le dijo que no veía inconveniente «en la instalación de misiles Cruise y Pershing». Y vio que eso tranquilizaba a su invitado, que probablemente lo tradujo como que la intención de la UCD era ir hacia el ingreso en la OTAN.
Luego se centró en su «alternativa de cooperación más útil»: «Como jefe de Gobierno, soy partidario de que España, desde una posición independiente, juegue una política de mediación entre los pequeños y no tan pequeños Estados de Oriente Medio, a menudo enfrentados entre sí. Apostamos por el reconocimiento de Palestina como Estado. Nos parece insoslayable para que allí haya paz. Y, a partir de nuestro conocimiento de aquellos territorios, nuestras relaciones personales con muchos de sus dirigentes, nuestra situación geoestratégica de guardianes de la entrada y salida del Mediterráneo, podemos ser un agente valioso para apaciguar tensiones en la zona y facilitar entendimientos entre Oriente Medio y Occidente».
En este punto, llamó su atención sobre la importancia del estrecho de Ormuz, «por donde salen los petroleros que transportan las dos quintas partes del crudo consumido mundialmente», y le advirtió que las tropas soviéticas que habían invadido Afganistán estaban «de momento» a menos de setecientos kilómetros de Ormuz.
Se produjo un silencio intenso entre las cinco o seis personas presentes en esa conversación.
Luego, Suárez informó a Schmidt de algunos contactos de su Gobierno con Iraq y Jordania, y de sus propias gestiones con la OLP, Egipto y Siria, orientadas a las negociaciones pendientes sobre los territorios de Gaza y Cisjordania, y el futuro de Jerusalén. Propuso «avanzar en la línea abierta por el presidente Carter en Camp David», donde se produjo el encuentro entre Menajem Beguin y Anwar el-Sadat. «Pero ese sello de paz entre Israel y Egipto no debe ser un hito para una foto histórica; puede seguir ampliando su contenido: ¿por qué no complementar las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de la ONU, pero incluyendo el tema de Palestina?[86] ¿Por qué no celebrar una nueva conferencia de seguridad, bajo auspicios de Naciones Unidas y con mandato del Consejo de Seguridad?»[87].
Como de pasada, le comunicó: «El mes que viene posiblemente me encontraré con Saddam Hussein en Bagdad y con el rey Hussein en Ammán. También tengo previsto ir a Riad y a Damasco. Una cosa son los dossieres que uno lee y otra cosa es verse las caras con quienes mandan en su casa».
Schmidt le escuchaba con atención creciente. Sin duda, él venía a estimular al Gobierno español para que pusiera en marcha los trámites de ingreso en la OTAN, pero se encontró con este discurso tan inesperado como interesante. Al término de la charla, dijo a Suárez: «Convendría que expusieras con detalle tu visión del panorama al presidente Carter. Y, si no te importa, facilítame un teléfono… porque mañana no voy a Toledo, estoy citado con Giscard en París, y prefiero decirle ya que…» Desde allí mismo, delante de Suárez, descolgó el auricular y habló con Carter: «Presidente, estoy en Madrid, pienso que deberías recibir y escuchar cuanto antes al presidente de España»[88].
Al día siguiente, el rey Juan Carlos llamó a Carter: «Presidente, creo que el canciller Schmidt ya te adelantó algo… Me gustaría que hicieras un hueco en tu agenda y recibas a mi jefe de Gobierno, Adolfo Suárez».
Seis días más tarde, el 14 de enero, Suárez aterriza en la base Andrews, con un frío de siete grados bajo cero. Le espera el secretario de Estado Cyrus Vance[89]. En la Blair House descansa un rato. Su estancia en Washington será breve, seis horas, pero sin salir de la Casa Blanca. Primero en el Despacho Oval. Mesa de caoba, un crucifijo y un barquito pisapapeles sobre una montaña de teletipos y notas amarillas. Carter, cálido, acogedor. Quizá piensa que el español viene a decirle «sí, quiero, he soñado toda mi vida con ser miembro de la OTAN, y en adelante diré NATO». Después, comida de trabajo en la sala contigua. Mucha madera oscura recubriendo las paredes, al gusto de John Adams y demás padres fundadores. Está el mando al completo: Jimmy Carter, Walter Mondale, Cyrus Vance y Zbigniew Brzezinski, el polaco gran gurú de política exterior, y cerebro de la Trilateral y del Council on Foreign Relations. Junto a Suárez, Marcelino Oreja. Y Stephanie Van Reigersberg, la jefa de intérpretes, que traduce a mil por hora, a pesar de lo cual Carter de vez en cuando la detiene, mostrando la palma de su mano pecosa: «Yo entiendo, yo entiendo…» No quiere perder tiempo. Desde la crema caliente con bacón hasta el helado con tejadito de arándanos, Suárez expone lo mismo que a Schmidt, pero con más detalles, porque éstos inquieren con berbiquí: ¿tal general sirio?, ¿tal diputado jordano?, ¿tal extraño comerciante de materiales plásticos y metálicos con almacenes en Iraq, a cuarenta kilómetros de Kirkuk? «Prototipos… para ojivas. Dan mucho rodeo en el trayecto para camuflar el origen, pero sabemos que se los envían desde Alemania Oriental», dice Suárez como si no dijera nada. Los americanos se miran entre ellos. La señora Van Reigersberg toma nota. Carter se anima y también tira de bloc y empieza a escribir. Para cada pregunta, Suárez afila una respuesta con tres o cuatro datos inéditos —y hasta domésticos y de aficiones raras— del personaje en cuestión. Son los dossieres que contrainteligencia faena, y guarda y aumenta desde los tiempos de Muñoz Grandes, de Carrero, de Díez-Alegría…, cuando en la pertinaz sequía franquista dábamos información a la OTAN por la puerta de servicio, como el lechero.
Carter está a menos de nueve meses de las elecciones presidenciales y sin poder meterse en campaña porque se le acumulan los infortunios. La invasión de Afganistán se ha sumado a la crisis de los rehenes en Irán. Sesenta y seis ciudadanos estadounidenses, entre ellos toda la Residentur diplomática destinada en Teherán, llevan ya setenta días de cautiverio. Han intentado varias operaciones de rescate. Fracaso tras fracaso. Ahora Carter tiene la tentación de un ataque aeronaval a Irán, pero Mondale y Vance lo desaconsejan, «se interpretaría como respuesta militar a los soviéticos por lo de Afganistán». El helado de Carter se ha derretido sin sentir.
Suárez mira su reloj, contento porque ha logrado trasladarlos a Oriente Medio sin que se hable de Torrejón, ni de la evacuación de los submarinos nucleares de Rota, ni de la renovación del tratado bilateral que caduca en 1981, ni del reconocimiento de Israel, ni de la OTAN. De pronto alguien —¿Mondale?— suelta: «Lo de Afganistán exige una respuesta, cierta recomposición del escenario, ciertas medidas de sanción. Moscú debe entender que su intervención militar tiene un precio». Carter asiente rotundo. Suárez, muy enérgico en su ademán, pero muy cauteloso en sus palabras, que casi dicta a la señora Van Reigersberg: «Por supuesto, la Unión Soviética tiene que desistir de esa dinámica expansiva».
El interés de Suárez es separar el hecho soviético alevoso, «una agresión brutal, sí», de la necesidad imperativa de un reequilibrio cuya solución sea la entrada de España en la OTAN. Y se interna en una explicación de los motivos que pueden haber impelido a esa acción: «Brezhnev no piensa en provocar a Occidente. Tiene otros problemas. La toma de Afganistán responde, me parece, a tres objetivos: crear un gran cinturón sanitario que aísle a los musulmanes de la Unión Soviética del contagio islámico radical de los afganos, rodear China por su costado oeste y buscar una salida al océano Índico. Lo malo es que amenazan a Occidente desde el corazón de Oriente Medio. Por eso insisto en el riesgo de que las tropas soviéticas estén a menos de setecientos kilómetros del estrecho de Ormuz».
Vuelven a Ormuz, punto neurálgico de la zona. El peligroso papel arbitral de Iraq en la crisis energética. El rol mediador que España puede jugar entre ese caleidoscopio donde nunca se sabe hasta el último minuto quién apoya a quién ni quién atacará por la espalda. La conveniencia de una solución inteligente y bien negociada para el problema palestino. Ahí, Carter se pone muy serio y pontifica: «Estados Unidos comprende y acepta los derechos del pueblo palestino, pero no vamos a reconocer un Estado palestino». Es entonces cuando Suárez, cambiando de conversación para no llegar hasta el extremo, y callándose su decisión berroqueña de «yo tampoco reconoceré al Estado de Israel», regala una «información confidencial, todavía no valorada ni confirmada»: «Saddam podría estar preparándose para invadir Irán. Aprovecharía el delicado impasse del momento, la fragilidad de Jomeini y la casi certeza de que ni la Unión Soviética ni Estados Unidos intervendrán directamente. Es un gran estratega, y quiere controlar la región».
Suárez no juega de farol. Tiene algunos datos. Fibras. Se ve a sí mismo —esta vez sí— como Alfonso Guerra le describe: «Un tahúr del Misisipi, con su chaleco brillante, su chistera y sus cartas en la manga». Sin embargo, lleva un póquer de ases: no habrán pasado ocho meses de este almuerzo en la Casa Blanca cuando Iraq invada Irán y comience una monstruosa guerra que durará ocho años.
En el recorrido mundial han hablado también del antiamericanismo en Iberoamérica, de los terroristas de ETA, de Guinea, de que Estados Unidos va a facilitar armas a Hassan II «para que tenga margen de maniobra al discutir la soberanía del Sahara»…, y Suárez con una gran sonrisa les ha asegurado que «los españoles no somos antijudíos». Al despedirse, Carter felicita a su invitado por la democracia española: «¡Bravo!», le dice en español. Y repite una frase que Suárez dijo al principio, en el Despacho Oval, para simplificar gráficamente cómo son algunas naciones islámicas radicales y dueñas de las mayores bolsas de crudo: «Alá arriba, petróleo abajo, y en medio nada… ¡pero nada!»[90].
Al atardecer de aquel día, después de su meditación mística, Carter escribió en su diario de la Casa Blanca: «Una reunión interesante. Hemos subestimado la importancia de España tanto en América Latina como en Oriente Medio. Y me parece que Suárez tiene razón: hasta un grado destacable, los problemas de Afganistán, Irán y los palestinos están interrelacionados»[91].
Quedaron amigos. Hubo química. Incluso, a partir de ahí, se cartearon. Carter quería las impresiones de Suárez cuando estuviese con Saddam y con Hussein, y que sondeara sus actitudes ante la crisis de los rehenes. Suárez le escribió. Carter, en su respuesta, y pese a la defensa de Arafat que el presidente español había hecho en la Casa Blanca, le soltó con mínima sutileza que «las autoridades norteamericanas están investigando la existencia de lazos entre algunas organizaciones terroristas palestinas y ETA»[92]. Sutileza mínima. Información obsoleta. Las «autoridades norteamericanas están investigando…» en el túnel del tiempo, cuando ETA, el MPAIAC canario, los palestinos del FPLP y una docena de movimientos africanos de liberación se entrenaban nada menos que en la Academia de la Policía Nacional de Argel, con el visto buenísimo de Bumedian, en represalia contra España por la «cesión» del Sahara.
Ante esa desinformación, dossier viejo que sin duda Carter había aceptado de buena fe, Suárez recordó cuando, un par de años antes, en octubre de 1978, con ETA asesinando casi todos los días laborables, se quejaba a Estados Unidos de que la CIA, pese a sus imponentes recursos de espionaje, no se involucrara en ayudar a España contra ETA. Desde Washington argüían con todo cinismo que ETA era «un fenómeno exclusivamente español, no internacional». Como si los agentes de la CIA fueran sólo unos espías locales de su propio barrio. Suárez respondía: «ETA se refugia, se entrena y se arma fuera de España, en países árabes». Y al año siguiente aportaba más datos de la «internacionalidad» del asunto: «Ayudados por el terrorista Carlos, tienen contactos y rutas de armas desde Yemen del Sur a Moscú, Berlín, Budapest, Bucarest, Belgrado, y de ahí pasan a diversos puntos de Italia y Francia. Esa infraestructura de ayuda internacional al terrorismo de ETA funcionaba ya en 1976 y 1977, pero ahora, en 1979, se ha potenciado». Era uno de los argumentos de peso que Suárez esgrimía para pedir que la CIA desplegara sus antenas.
Llegó a preguntar a Michael A. Ledeen, analista del American Enterprise Institute y consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos: «¿Por qué Estados Unidos quiere que yo fracase?»
Ledeen elevó la pregunta al Departamento de Estado. La información que Brzezinski, consejero de Seguridad del presidente Carter, transmitió a España fue bastante decepcionante: «Estados Unidos puede proporcionar alguna ayuda útil, pero nunca será la panacea de los problemas de Suárez con los vascos y los militares»[93].
Y cuando recibió en La Moncloa al primer embajador de la Unión Soviética en España, Yuri Dubinin, señalando una resma gruesa de carpetas apilada sobre una mesa auxiliar junto a su escritorio, le dijo:
—Mire, embajador: son dossieres de nuestros servicios de inteligencia y de otros servicios amigos; contienen datos, nombres, lugares, circunstancias, incluso fotografías de contactos entre miembros del KGB y miembros de ETA o vascos próximos a la organización, en territorio español y en territorio francés. Encuentros rápidos, tomando precauciones, entrega de paquetes, ¿dinero?, ¿armas?, ¿información? No es un papel ni dos. Es una montaña. Respóndame, señor Dubinin, ¿ustedes, la Unión Soviética, financian el terrorismo de los independentistas vascos?
Así, a quemarropa. Yuri Dubinin lo negó rotundamente.
—Puedo asegurarle que no, señor presidente. Es un asunto muy serio y lo hablé poco antes de venir de Moscú con Yuri Andropov, el jefe del KGB. Tengo su más tajante negativa.
—Por respeto a usted y al país que usted representa —respondió Suárez—, yo tomo en serio sus palabras; así que tendré muy en cuenta esto que me ha dicho, señor embajador[94].
No tenía más remedio que aceptar esas palabras…, y seguir confiando en sus servicios de inteligencia.
Tras la invasión soviética de Afganistán, junto a la insistencia de norteamericanos y europeos para que España iniciara sus gestiones de ingreso en la OTAN, a Suárez le llegaban las presiones —a veces sutiles y a veces burdas— de la Unión Soviética en sentido contrario.
Durante el almuerzo en la Casa Blanca expuso no una conjetura, sino algo que detectaba: «La Unión Soviética está haciendo todo lo que puede por evitar que España se integre en la OTAN. Desestabilizan a través del PCE, que últimamente parece obedecer a directrices del PCUS, mucho me temo que ayudan a partidos del País Vasco que son brazos políticos de ETA. Por otra parte, tengo cartas recientes del señor Brezhnev que, aun dictadas en lenguaje diplomático, pueden interpretarse como una amenaza de actitudes y reacciones muy duras si España entrase ahora en la OTAN. ¿Qué me preocupa? En España tenemos mucho paro, pero sobre todo la falta masiva de acceso al primer empleo en la gente joven. Gente a la que se puede reclutar fácilmente por una organización que los municione, los adiestre y los pague. Por eso digo que somos muy vulnerables a la subversión provocada desde el exterior».
Fuese porque en ese momento los comensales se esmeraban bañando con salsa de champiñones su filet mignon, fuese porque la denuncia de Suárez era de muy alto voltaje, lo cierto es que no se registró el menor comentario[95].
Suárez no buscaba un papel estelar en el firmamento de las altas potencias. Simplemente, quería conseguir para España un estatus independiente —político, económico y defensivo—, el de un país de rango medio, pero con una importante red de buenas relaciones. En el bosque tupido, la ardilla se mueve con más agilidad que el rinoceronte. Ésa era su virtud y quería emplearla en el mundo árabe y en el de Iberoamérica, donde podía ser útil a los principios que Occidente defendía y él compartía. Los principios éticos, y no el poder, eran los que movían su ánimo. Y, sin dudarlo, prefería ser cabeza de ratón que cola de león, si como ratón podía moverse libremente sin servidumbre a los Diktats del león poderoso.
No era un soñador de imaginación volandera, sino realista y previsor. Observaba. Pensaba mucho. Le gustaba la soledad pensante. Y, como a veces decía, «no es tan difícil verlas venir». Por eso en muchas ocasiones se anticipaba a los hechos. Iraq invadió Irán. El estrecho de Ormuz se cerró al tráfico naval en septiembre de 1980, ocho meses después de que él lo vaticinara. La OLP sería reconocida Autoridad Palestina… y poco antes de la muerte de Arafat (en noviembre de 2004) estuvo a punto de conseguirse su reconocimiento como Estado. La invasión de Afganistán no sólo no sofocó el fundamentalismo islámico de los afganos, sino que potenció el movimiento de los talibanes y radicalizó a los muyahidines afganos, haciendo nacer a Al Qaeda, la más temible organización terrorista sin fronteras.
Carter vino a España en visita de Estado. Sabía ya que su rival Reagan le sacaba medio cuerpo en las encuestas presidenciales. Y pareció más interesado por la pintura del Greco en El Prado que por la renovación del tratado bilateral hispano-norteamericano. Quizá había leído el informe español donde los inteligentes de Defensa y Exteriores no mostraban gran deseo en mantener la reliquia franquista de las bases militares; ni en seguir llamando «bases» a lo que eran puras concesiones a los americanos; ni en alquilarles puntos estratégicos de nuestra línea defensiva Baleares-Gibraltar-Canarias a cambio de… créditos, que podríamos obtener en la banca privada, y que en realidad eran «dinero estampillado» válido sólo para comprar material bélico made in USA. Tampoco insistió en animarnos a ingresar en la cofradía atlantista.
¿La OTAN? Era una hipoteca político-moral del rey Juan Carlos. El precio del trono. Una factura pendiente que algún día algún Gobierno tendría que abonar. Suárez intentó esquivarla hasta que… la cola del león fue más fuerte que la cabeza del ratón. Pero hasta que Ronald Reagan llegara al solio del Imperio y su secretario de Estado, el general Alexander Haig, desenfundara su Colt-39, en España tenían que ocurrir muchas y muy interesantes cosas.
El 2 de noviembre de 1979, Jaime Carvajal estuvo un buen rato con el Rey en La Zarzuela. Hablaron de barcos, los dos eran navegantes, tenían amigos comunes en la política, en la economía… El Rey le comentó que estaba «preocupado y perplejo con la actitud de los países árabes»:
—No sé qué ocurre exactamente. Y, normalmente, yo tengo fuentes fiables por allí y sé… Pero, aun suponiendo que todos cumplan lo que se han comprometido a suministrarnos, a estas alturas todavía nos faltan diez millones de toneladas de petróleo para 1980. Estoy pensando en hacer un viaje rápido a Jordania para ver a Hussein uno de estos días, por su cumpleaños[96], y que me dé una impresión de primera mano de la situación en Oriente Medio. Este hombre, como geográficamente está rodeado, su estrategia y su diplomacia es ser amigo de todos, llevarse bien con todos, y suele estar muy informado. No quiero ser alarmista, pero, chico, a mí estos silencios me dan mala espina.
—¿Otra subida de precios?
—¡Otro subidón! No me lo quiero creer, pero me han hablado de un remonte de hasta cuarenta dólares nominales y noventa dólares reales el barril[97].
A continuación, Carvajal apuntó algo sobre los años que tendría que esperar España para su ingreso en la Comunidad Europea. El Rey lo sabía:
—Sí, otra buena noticia… Leopoldo Calvo-Sotelo me informó el otro día. Nuestra entrada está condicionada por las elecciones francesas del 81. Giscard no tiene fácil ganarlas, y como no puede permitirse el lujo de perder los votos de los agricultores del sur, está intransigente, no cede. Y no avanzamos.
—Según mis noticias, hasta el 84 como pronto no nos darán el pase…
—Y encima, en vez de intentar ganárnoslo por otras vías… La aspiración de Giscard es tutelarnos, pero Suárez no está dispuesto a darle pleitesía, dice que él no dobla el espinazo ante Dios Giscard, y cada dos por tres provoca un roce con él. Y a mí me toca descolgar el teléfono o aprovechar una cacería y estar quitando hierro. Ahora está enfadadísimo porque en la recepción que di al cuerpo diplomático Suárez le echó una bronca al nuevo embajador.
—¿De Margerie? Algo he oído…
—Sí, regañó a De Margerie delante de otros embajadores por la falta de colaboración de Francia contra los terroristas vascos. Y eso Giscard lo ha traducido como un insulto gravísimo. Está subido a la parra y cuando ahora vaya Suárez no piensa recibirle en el aeropuerto ni conversar a solas con él… A la Thatcher también la tiene de morros. Esto colea ya desde el 78, cuando la invitaron al Congreso de la UCD. Todavía era premier Jim Callaghan. Al llegar tuvo una conversación con Suárez, que estuvo encantador y coqueteó con ella como él sabe hacerlo. Pero le hizo el feo de no esperarse hasta el final del discurso. Le llamaron para algo urgente y salió zumbando. Maggie preguntó por él y, en fin… Luego hubo uno que a mitad del discurso gritó: «Y del Peñón, ¿qué?» Ella no sabía qué diablos era el Peñón y se quedó desconcertada… No entiendo cómo Suárez, con esa habilidad extraordinaria que tiene para manejarse con los iberoamericanos, que se los mete en el bolsillo, no se da maña con los dirigentes europeos…
—Será cuestión de idiomas.
—Pues tenemos un batallón de intérpretes y traductores, y están para usarlos.
Aquella mañana, quizá por su amistad con Jaime Carvajal, el Rey le hizo varios comentarios en confianza:
—Yo no gobierno, pero a veces tengo la impresión de que soy el padre del Gobierno. Y esto no es nuevo, ya era así en los tiempos de Arias. Ahora tengo picado a Gutiérrez Mellado. Tú me dirás si hay motivo. Tenemos que ir el domingo a Mojácar a unas maniobras conjuntas hispanoamericanas, unos ejercicios interesantes combinando Tierra, Mar y Aire, las Crisex-79. Va el ministro Rodríguez Sahagún, va la JUJEM completa, van los mandos de las unidades que intervienen, va el embajador de Estados Unidos Terence Todman, y me llevo también al Príncipe, que le chiflan todos los aparatos militares, las lanchas, los paracaídas… Tendremos allí comida de rancho de campaña. Bueno, pues Gutiérrez Mellado se ha enfadado porque no viajará en mi helicóptero, sino en otro. Y es que yo pienso aprovechar la ida y la vuelta para hablar con Todman sobre el tema OTAN, y delante del Guti no quiero, porque sé que no es atlantista.
En su diario, Jaime Carvajal anota: «Saco la impresión de que al Rey no le importaría nada que Gutiérrez Mellado se marchase del Gobierno».
Y punto y seguido, añade, de la misma conversación con el Rey, una curiosa información doméstica: «A Jaime García Añoveros, ministro de Hacienda, le está muy agradecido por el tratamiento que ha dado a la remuneración de la Familia Real. A partir del año que viene, tendrán sueldos también la Reina, equivalente al de director general; y las infantas, un millón de pesetas por año. Piensa ahorrar los sueldos de sus hijos para ir constituyendo un pequeño capital con el que se encuentren cuando sean mayores»[98].
Después, en las maniobras Crisex-79, el Rey hizo un largo aparte con Gutiérrez Mellado. Cuando bajaban de un cerro charlando animadamente, el teniente general resbaló con un pedrusco, le falló el equilibrio y se cayó. Desde ese momento, el Rey le cogió del brazo y le acompañó todo el rato con cuidado hasta que llegaron abajo. El «padre» del Gobierno.
En esa visita y en otras posteriores, Carvajal había detectado en el Rey algo de incomodidad reticente cuando le hablaba de Suárez. Nada de bulto. Asuntos menores. Por ejemplo, «no me gustó que hiciera uso público de una invitación mía, privada, a cenar aquí en La Zarzuela». También, con amigos de gran confianza, se quejó el Rey más de una vez del «excesivo control que Adolfo quiere ejercer sobre mi persona: mis entradas, mis salidas, las visitas que recibo; me da el argumento de la seguridad, pero ¡qué caray!, yo cojo la moto, me calo el casco, le doy al pedal de arranque y si quiero perderme, no hay tío del CESID que me encuentre… y tengo la experiencia». O también: «Ha puesto un videoteléfono en mi despacho y otro en el suyo, porque quiere ver que estoy realmente en La Zarzuela cuando le hablo. Es como lo del ojo del Gran Hermano… Y, si viene a despachar conmigo algún ministro, enseguida tiene que ir a contarle a él de qué hemos hablado; o consultarle lo que me quieren decir antes de venir. Los ministros me llegan ya con la minuta escrita. Lo sé por ellos mismos, Leopoldo, Jaime Lamo, Marcelino, García Añoveros… Y si el que quiere verme es un político de la oposición, siempre pone pegas a través de Sabino: “No es buen momento”, “No es oportuno”, “Se puede malinterpretar”, “Lo que buscan es sonsacarle información al Rey”».
No exageraba el Rey. Desde el triunfo de la UCD el 1 de marzo de 1979, Suárez obstaculizaba los contactos del monarca, sobre todo con Felipe González. Un buen día, Sabino Fernández Campo citó a Enrique Múgica en La Zarzuela, por encargo del Rey:
—Enrique, a Su Majestad le gustaría entrevistarse con Felipe, cambiar impresiones… Incluso, le gustaría que el recibir políticos o sindicalistas fuese algo tan normal como recibir a un empresario o a un historiador… Pero para evitar la suspicacia de Suárez y que pueda decir «no me parece conveniente en este momento por tal o por cual razón», hemos pensado que, en lugar de convocarle el Rey, que sea Felipe quien pida una audiencia, y que además lo haga saber públicamente, argumentando incluso que el Rey ha de serlo de todos y debe escuchar a todos.
En el preciso momento en que estaban hablando Sabino y Múgica, se presentó el Rey en el despacho de Fernández Campo. Lo hizo como si fuese lo más natural del mundo que él pasara por allí. En realidad, en aquella época el despacho del Rey estaba un piso más arriba; así que para ir al del secretario general de la Casa tuvo que recorrer un trecho de pasillos y bajar tres tramos de escaleras. Saludó al visitante con cordialidad:
—¡Hombre, Enrique! Dile a Felipe que tengo gran interés en verle y que hablemos largo y tendido. No nos vemos desde hace un año, cuando las consultas para designar presidente del Gobierno… Y sería bueno mantener abierta una línea de diálogo[99].
A los pocos días, Felipe González solicitaba la audiencia y desde la oficina informativa del PSOE se difundió la petición, a la vez que algunos diputados socialistas aireaban el comentario de que «el Rey es Rey de todos, y no debe ser monopolizado por un grupo, ni acaparado en exclusiva por el jefe del Gobierno».
Adolfo Suárez aprovechó la primera oportunidad que tuvo para responder. En Barcelona, durante la campaña para las elecciones catalanas de marzo de 1980, charlando con un grupo de periodistas, y sin que nadie le hubiese preguntado:
—Quiero salir al paso de quienes dicen que yo tengo cercado al Rey. Es cierto que, por razón de mi cargo, le veo más que otros: el Rey recibe la información del Estado, así está prescrito constitucionalmente, a través de mí como jefe del Gobierno de este Estado. Y así será siempre, sea cual sea en cada momento el color del Gobierno[100].
Transcurrido un mes, el Rey recibió a Felipe González. Había muchos asuntos políticos y económicos en ebullición. Hicieron un tour d’horizon sobre el panorama. González empleó los términos «grave situación». Mostró su impaciencia como reflejo de la que tenía todo el país, a la espera de que Suárez cerrase de una vez la crisis de Gobierno que tenía abierta desde hacía varias semanas, «y se ve que no le resulta fácil mover las fichas del tablero sin que se le disguste algún jefecillo tribal de la UCD». González le dijo al Rey todo lo que quiso: falta un proyecto político, la Administración sigue siendo opaca y el Estado muy burocrático, el plan de las autonomías es discriminatorio y generará rivalidades, no es bueno el enfrentamiento entre el Estado central y el Estado periférico… Insistió en la necesidad de un proyecto con el que se identificase la sociedad, y a partir de esa voluntad popular el Gobierno no necesitaría ir pactando cada ley, porque tendría un apoyo parlamentario sólido. En realidad, no concretaba. Era una amplia queja vagarosa. Al final, clavó la denuncia: «Yo no sé a qué se dedica Suárez, me parece que recibe visitas, hace consultas, viaja… o sea, las tareas propias de un jefe de Estado bis, o de un presidente de República; pero las riendas del Gobierno están en manos de su vicepresidente y amigo del alma, Fernando Abril. Y eso está erosionando la confianza en la democracia»[101]. Era lógico que ese vicariato, ese validaje, preocupara al líder de la oposición, en caso de que hubiera dejación de funciones por parte de Suárez; pero el Rey no era el buzón adecuado para depositar la protesta. Lo constitucional habría sido llevarlo al Parlamento.
Después de la audiencia, Felipe González, asaeteado por la prensa, divagó con generalidades. Hacía bien guardando reserva de lo que habló con el monarca: «Miren, yo no he ido a La Zarzuela a tratar de la crisis del Gobierno —dijo—, sino a exponer lo que me preocupa a mí, que es la crisis del país». Aunque sí lanzó una réplica a lo que Suárez había dicho en Barcelona sobre quién debe dar la información al Rey. Lo hizo sin aludirle, pero con claridad: «Este encuentro mío con el jefe del Estado, del que se han hecho tantas conjeturas, creo que es algo que se debería normalizar, no digo institucionalizar, pero sí normalizar. Y que los ciudadanos puedan darse cuenta de que el papel moderador del jefe del Estado consiste precisamente en conocer las distintas corrientes de opinión que se están produciendo, sobre todo si son corrientes de opinión fundamentadas, que le permitan saber cuál es el pulso político, económico y social del país en cada momento»[102].
El monarca recibió en esos días a otros dirigentes políticos. Cada cual, con su descontento por la gobernanza de Suárez. Uno de los más contundentes fue Manuel Fraga: «Majestad, este país necesita una nueva dirección. Es urgente renovar la cabeza del ejecutivo»[103]. En esa misma audiencia, Fraga abogó por la conveniencia de empastar a la derecha que él dirigía, CD, y a los democristianos, reformistas y liberales de la UCD, para ampliar y unificar el centroderecha, soltando el lastre de los socialdemócratas, que «tarde o temprano acabarán en el PSOE, pero antes incordiarán lo suyo».
González y Fraga se conocían la Constitución de la cruz a la raya. Fraga incluso la había hecho. No podían ignorar que el Rey carecía de facultades para poner o quitar al jefe del Gobierno. El hecho de ir al Rey con esas quejas permite suponer que González y Fraga, cada cual en su audiencia, le habrían expuesto la «necesidad nacional» de no esperar hasta las elecciones de 1983 para desalojar a Suárez. La única vía constitucionalmente hábil para remover al presidente y —como decía gráficamente Alfonso Guerra— «que se caiga él solo de la vitrina» era la moción de censura.
Pero tanto González como Fraga sabían, igual que el Rey mismo, que ese deseo era aritméticamente muy difícil de alcanzar. La moción de censura exigía disponer de 176 votos, la mitad más uno de la Cámara. Un dato cierto es que, justo en esas fechas, la ejecutiva del PSOE había decidido pasar al ataque frontal contra Suárez y desenfundar en cuanto pudieran la moción de censura[104].
Resultaba obvio que el Rey daría un toque de advertencia a Suárez por lo del vicariato, pues no era Abril Martorell quien había recibido la investidura para gobernar. Incluso, que le animara a dejarse ver más: ir al Congreso, hablar en televisión, conceder entrevistas. Pero no podía animarle a «salir del encierro aislante de La Moncloa», como le censuraban sus oponentes, porque él sabía que Adolfo «no paraba en casa»: en menos de un año, recorrió las siete islas del archipiélago canario; se pateó ciudades y pueblos, toda la geografía catalana, mitineando en las elecciones autonómicas; viajó a Jordania, a Iraq, a Egipto, a Arabia, a Alemania, a Francia, fue tres veces a Estados Unidos, visitó varios países de Iberoamérica… Y cuando al fin podía recluirse en La Moncloa, trabajaba de sol a sol… sin ver el sol. Además, el estilo de Adolfo no era de ermitaño, sino de trabajar en equipo: «hacer hacer». En menos de un año, había enviado un tropel de leyes orgánicas al Parlamento para configurar de nueva planta las instituciones básicas del Estado, desde el Tribunal Constitucional hasta los cuerpos de seguridad, la organización militar, el poder judicial, el sistema penitenciario, la Administración pública… logrando que se aprobasen en el Congreso por indiscutible mayoría, de trescientos sobre trescientos cincuenta diputados. El Estatuto vasco se lo negoció a pulso con Garaikoetxea echándole horas.
Había acometido sin pausa toda la estructuración autonómica, repartiendo competencias sin vaciar el Estado. «Estamos construyendo de planta el Estado democrático y el Estado autonómico, y todo a la vez —decía—. No sé si es de titanes o si es de locos». Un tiberio tremendo, porque de ser tres las nacionalidades con derechos históricos —Cataluña, País Vasco y Galicia, que recuperaban los Estatutos de autonomía que tuvieron en la Segunda República—, de pronto pasaban a ser diecisiete. Algunas, como Madrid, Logroño, Murcia, Melilla y Ceuta, inventos del último cuarto de hora, sin tradición, sin himno y sin bandera. Y hasta se daba el caso de Segovia, empeñada en separarse de Castilla. La desdichada frase del profesor andaluz Clavero Arévalo «café para todos», al pasar por el alambique mental de Manuel Fraga, se había convertido en otra aún más perniciosa: «Café para uno o dos; y a los demás, recuelos».
Por otra parte, el maestro Fuentes Quintana había escrito la partitura de los Pactos de La Moncloa, pero a la hora de dirigir la orquesta se retiró por el foro. Con lo que la tarea de acoplar a los empresarios y a los sindicatos y acordar un marco interconfederal… le tocó a Abril Martorell, que ya tenía la coordinación de todos los ministerios económicos, más poner orden en el reino de taifas de la UCD…
El Rey sabía, claro que sabía, que funcionaban en tique, como los americanos, aunque pusiera cara de asombro ante ciertas visitas quejumbrosas, o cuando los banqueros iban a tomar el té y a rezongar «Suárez de nosotros sólo se acuerda a la hora de pedirnos un crédito para las elecciones», «yo dejé de llamarle, porque siempre me pasaban con Abril o con García Añoveros o con Bustelo…».
Sabía, claro que sabía, que en las «vacaciones» de Semana Santa, Suárez y Abril se embarcaron en el yate Orión, se hicieron a la mar, se encerraron en el camarote comedor y allí estuvieron dale que te pego, álgebra para meterle un buen calambrazo al Gobierno, siete ministros que entraban, seis que salían, tres que cambiaban de cartera… y todo sin generar demasiadas pugnas internas. Aunque las iban a tener, porque a los peleones los habían dejado fuera: Paco Ordóñez, Pío Cabanillas, Rodolfo Martín Villa, Miguel Herrero de Miñón, Óscar Alzaga, Joaquín Garrigues Walker…, cada uno, un banderín de rebelión. De ahí que Suárez necesitara el contrafuerte de Fernando Abril.
A esas alturas del año 1980, el Rey sabía, claro que sabía, que las críticas a Adolfo Suárez no pagaban peaje y eran el leitmotiv de casi todas las conversaciones de cinco tenedores. Y muchas, casi todas, rebotaban más pronto que tarde en su despacho. No le acusaban de nada en concreto, sino… de todo en general: esa expresión paraguas del «estado de cosas». Una atmósfera gaseosa pero espesa como el smog que abarcaba «el paro, el terrorismo, el desencanto, las autonomías, la crisis y la pornografía», la retahíla cenicienta del general Milans del Bosch. Un runrún que estaba en la calle, en los periódicos, en las cafeterías de los ministerios, en el club de golf. De sus presencias públicas se decía «le está robando protagonismo al Rey». De sus ausencias parlamentarias, «tiene pánico escénico» o «desprecia el Congreso». Los que le tildaban de «presidencialista» y de «acaparar todo el poder en el Gobierno y en el partido», esos mismos, le reprochaban «haber descargado en Abril Martorell la vicepresidencia universal de cuanto entra y sale de La Moncloa». Ciertamente, Fernando Abril era su rodrigón de apoyo. O, como el propio Abril decía, «soy la carretilla donde van cayendo día tras día todas las patatas calientes que nadie quiere coger, pero alguien tiene que agarrarlas y pelearse por ellas con cara de perro».
Podía entenderse que, por envidias y ambiciones, los barones de la UCD exigieran a Suárez que desapoderase a Abril y repartiera más las parcelas de poder. Es lo que, a fin de cuentas, le plantearían, pronto, muy pronto, como un asunto «de familia» en La Casa de la Pradera, una finca por Manzanares el Real.
El Rey sabía. Y Suárez sabía. De 1979 a 1980, había pasado de la adhesión a la envidia, de la admiración al aborrecimiento, de ser un héroe a ser un maldito. Podía decir, como el príncipe de Viana, «me roen por todas partes».
«Yo estaba convencido —decía Suárez— de que todo lo que yo percibía respecto de mí, también el Rey lo estaba recibiendo. Si a mí me llegaban esos comentarios, esos reproches, podía estar seguro de que a él también le llegaban los mismos mensajes contra mí. Y con más crueldad y más descarnados»[105].
Y el Rey, ¿qué pensaba? El Rey iba a lo suyo. Egoísmo de Estado. Salvar la Corona, preservarla sin tacha y sin lastres. Era su deber. No debía, no quería y no podía uncir su suerte a la de Suárez ni a la de nadie. Y menos, que las críticas le salpicaran a él. Desde la legalización del PCE, ya se cuidó de permanecer al margen, fuera, bien lejos. Y sus próximos, su familia, sus amigos, su staff le recomendaban que guardara distancias, que programase los actos oficiales sin coincidir, que evitara escenas de complicidad, de bromas, de simpatía recíproca delante de fotógrafos, que no permitiera a Suárez escudarse en él, que huyera de la identificación: ni Adolfo es el gobernante del Rey, ni el Rey es «partidario» de la UCD.
«Mira por dónde —comentaba el Rey a Sabino Fernández Campo—, en ese sentido, es bueno que Suárez vuele por su cuenta, se arriesgue por su cuenta, y me consulte menos o no me consulte nada»[106].
Desde la marcha de Armada, la renuncia de Don Juan casi de tapadillo, la Constitución seguida con prismáticos para que nadie sospechase injerencias y borboneos, el adiós de Torcuato y la emancipación de Suárez por las urnas en marzo de 1979, entre el pecho del Rey y su camisa se había ido instalando día a día una capa de frío.
¿Querían descabalgar al presidente? Pues sólo había dos caminos: derrotarle en las próximas urnas o sumar votos de diputados y ganar la moción de censura.
Estaban con el «síndrome de estreno». Como decía el propio Rey, «empiezo un reinado nuevo, sin telarañas… pero también sin manual de instrucciones, ¡a lo que salga!». Se estrenaba todo: la democracia, la Constitución, la configuración de la autoridad del Rey, la funcionalidad de una Monarquía muy tasada en la que el propio Rey tenía que regirse por su olfato, ya que no había experiencia ni ley de la Corona, ni él quería que le encorsetasen con demasiadas cortapisas.
Se estrenaba el Estado de las autonomías con sus enrevesados procesos. Se estrenaba el parlamentarismo con la mecánica de las réplicas y contrarréplicas en los debates. Se estrenaba el control del Gobierno por la oposición, un control que algunos interpretaban como la garrocha del picador contra el morlaco. Estaban sin desempaquetar todavía el juramento por imperativo legal, la reprobación de un ministro, la moción de censura, la cuestión de confianza, las comisiones de investigación, el transfuguismo…
Y no existían «los más viejos del lugar» que pudieran contar cómo eran los usos de las últimas Cortes de la República, donde había oradores finos y oradores fieros, «tenores y jabalíes», pero ninguno se atrevía a subir a la tribuna con blocs y con papeles. O en mangas de camisa y sin corbata.
Entre tantos estrenos, se inició por vez primera la «comunicación del presidente del Gobierno». En realidad, un debate sobre el estado de la nación. Comparecencia voluntaria de Suárez como balance de un año de gestión y programa para el nuevo ejercicio, después de haber hecho cambios importantes en su equipo de Gobierno: salida de seis ministros, entrada de seis nuevos y tres que cambiaban de cartera.
Suárez era un político honesto y altruista. Le gustaba el poder más que el mando: «Me gusta el poder, claro que sí, pero si con él puedo hacer cosas buenas por mi país». ¿Su tarea de fondo, su fija? Construir la democracia y asentar la Corona. No era un soñador idealista. Era un pragmático. Un gestor de la realidad, un civil servant de la verdad. Estaba convencido de que el primer derecho de un ciudadano adulto era conocer la verdad. Y a eso fue al Congreso de los Diputados el martes 20 de mayo de 1980 a las cinco menos veinte de la tarde, a decir la verdad, a declarar sin trampa ni cartón cómo estaba el país, y a exponer de qué modo pensaban él y su Gobierno que se podría salir adelante.
No fue a rendir cuentas ni a hacer promesas malabares. Sin rodeos, en castellano crudo y de frente dijo: «No estamos administrando una crisis, estamos administrando una quiebra». Explicó de dónde procedía la gravedad de la situación: nadie había malgastado, nadie había dilapidado, nadie había robado, nadie había hecho inversiones insensatas y ruinosas… La razón o sinrazón era el alza inusitada y bestial de los precios del petróleo en un 140 por ciento. Y en el mercado mundial. Esa sorpresa, afectando a todos los países de Occidente, había trastocado seriamente los presupuestos del Estado, la actividad industrial pública y privada, la aplicación ya iniciada de los Pactos de La Moncloa… El coste de los crudos suponía para España una factura anual de 130 000 millones de dólares, que en el curso próximo aumentaría en 7500 millones de dólares más. A partir de ahí, la cadena de sectores de producción que había entrado en crisis: siderurgia, construcción naval, petroquímica, textiles… Y el impacto en pérdidas de puestos de trabajo, a los que había que sumar los inmigrantes que volvían a casa en situación de paro, porque el paro cundía también en toda Europa. «Este año —dijo— hemos importado parados: 300 000 españoles que trabajaban fuera y se han quedado sin empleo». Era un discurso terso, de cifras macroeconómicas como nubarrones: el déficit, la inflación, la balanza de pagos… Dio cifras de lo conseguido en su primer año de mandato desde marzo de 1979 a mayo de 1980: la inflación había descendido del 15 al 2,5. El déficit por cuenta corriente había bajado del 4 por ciento del producto interior bruto al 1,6 por ciento. Dio un sorbo de respiro al mencionar las reservas de divisas para los próximos dos o tres años. Anunció que la atención de su Gobierno se centraría en tres polos de atención, para los que se iba a necesitar «la cooperación de todos». No dijo consenso, dijo «cooperación». Un Plan Energético Nacional, que ya estaba hecho y se enviaría inmediatamente a la Cámara. Un plan de choque contra el desempleo. Y el Estado de las autonomías. Por supuesto, habló de inversiones fuertes en obras e industrias para allegar energías alternativas que nos independizaran del petróleo, y de gasto público para prestaciones sociales. Desplegó un programa minucioso, cuantificado, realista, no improvisado. Era un Suárez serio, grave. El ujier, guante blanco y bandejita de plata, le cambió cinco veces la copa de agua. El discurso era largo, ochenta y cinco folios. Sobre el nuevo Estado autonómico hizo una oferta novedosa y audaz. «Un federalismo cooperativo», en el que «el Estado no sería sustituido o reemplazado por las autonomías: un Estado único y unido estaría organizado en instancias políticas y territoriales, con toda la garantía constitucional para que cada una gestionara sus intereses». Mencionó «la técnica de las leyes horizontales y sectoriales utilizada en Estados federales como Estados Unidos, Austria y Alemania para superar el viejo mito de las competencias exclusivas». En ese tramo, el hemiciclo le escuchaba sin respirar. «El espacio político de cada autonomía no será un reducto aislado —dijo también—, sino integrado en una unidad superior, el Estado. Pero Estado garante, no Estado guardián».
Se sucedieron las intervenciones de los representantes parlamentarios, a los que Suárez fue respondiendo, por trivial u ofensiva que fuese su interpelación. Le tenían ganas y se notaba. También ocuparon la tribuna distintos ministros para dar cuenta de sus actividades o rectificar afirmaciones erróneas con cifras concretas y verificables sobre inversiones en enseñanza pública, seguridad ciudadana, dotaciones policiales, nuevos juzgados, construcción de viviendas protegidas, infraestructuras viarias…
En respuesta a la acusación de «debilidad, impotencia y fracaso del Gobierno en la lucha antiterrorista», uno de los ministros desgranó una batería de actuaciones policiales de 1979 y los cinco primeros meses de 1980[107].
Contestado eso, saltaba otro diputado acusando al Gobierno de despreciar al Parlamento. Y Arias-Salgado tiraba de datos y subía al podio: «Señoría, en los once meses hábiles de esta legislatura, entre Congreso y Senado, el Gobierno ha respondido puntualmente 109 interpelaciones, 1102 preguntas escritas, 169 preguntas orales; ha comparecido en sesenta sesiones informativas de comisiones, lo que hace una media de seis sesiones por mes; y ha informado de proyectos de ley en 31 ocasiones, en esos once meses de tiempo parlamentario hábil».
Aunque el Gobierno había enviado con antelación un extracto sobre los temas que iba a abordar, la libertad parlamentaria permitió que pocos se ciñeran a la minuta propuesta, y aquello, más que una comunicación del presidente del Gobierno a la Cámara, parecía un agresivo tercer grado de la Cámara al presidente del Gobierno.
Felipe González, en su turno de palabra, hizo un examen crítico total al balance de un año de gestión, como si en ese primer año el Gobierno hubiese tenido que cumplir el programa de toda la legislatura, que son cuatro años. Además, no presentó ni una sola alternativa. Y, sin esperar a que el presidente Suárez respondiera a su alocución, como venía haciendo con todos los oradores, acalambrado por una prisa repentina, alteró el orden del debate y, sujetando el atril con ambas manos, sentenció con voz grave:
—Señores del Gobierno, creo que ustedes no lo han hecho bien. Creo que han perdido seriamente la credibilidad del pueblo. Y el único elemento que nuestro partido tiene es utilizar la Constitución, que permite un voto de censura al Gobierno. Una fuerza moral que los socialistas tienen que ejercer en algún momento, y lo haremos ahora, sea cual sea su destino. No estamos haciendo asaltos ni por delante ni por detrás al poder, sino utilizando la Constitución.
Después, lo reiteró varias veces en los pasillos de la Cámara a grupitos de periodistas y de diputados: «Tenemos el deber moral de presentar esa moción aunque se pierda. Hay que demostrar que el primer partido de la oposición rechaza al Gobierno por su incapacidad para resolver los problemas de España. Ganarla o no es secundario». Con esa afirmación, Felipe González estaba delatando el uso artificial y especioso con que planeaban esgrimir la censura.
La moción de censura —según la flamante Constitución de 1978— era un instrumento previsto para «exigir la responsabilidad política del Gobierno», pero que precisaba unos requisitos muy concretos, y el primero de ellos era que esa censura debía adoptarse por mayoría absoluta. Es decir, debía contar con el respaldo de la mitad más uno de los 350 miembros de la Cámara, 176 votos de diputados. La segunda condición era que debía incluir a un candidato a la presidencia del Gobierno. Luego había unos plazos y otras condiciones. Pero las fundamentales para su uso correcto y legítimo eran éstas: contar con un candidato alternativo y el apoyo de 176 votos. La censura no estaba prevista para criticar o castigar o dejar hecho unos zorros al jefe del Gobierno, sino para cambiarle por otro. Tenía que ser necesariamente «alternativa y constructiva». La moción de censura no podía reducirse a un ejercicio «testimonial o moral, aunque se pierda», como también afirmaban Alfonso Guerra y Peces-Barba; requería una cuantificación numérica para que no se perdiera. El «ganarla o no», lejos de ser «secundario» como decía Felipe, era fundamental. No bastaban las ganas políticas o el prurito moral de quitar al presidente en ejercicio, la enjundia y la correcta finalidad de una moción de censura era garantizar gobiernos estables. Para ello, el candidato propuesto debía tener «mayor mayoría» de respaldo que el presidente al que se pretendía derribar.
Los votos eran habas contadas. La UCD tenía 168, y todos ellos habían asegurado por su honor que no habría ninguna fuga. Los ocho diputados de la minoría catalana, a través de su portavoz Miquel Roca, y los diez de CD de Manuel Fraga se comprometieron a abstenerse, y así lo hicieron. Por su parte, los siete diputados del PNV y los tres de HB confirmaron su ausencia, como venían haciendo. Diez votos, pues, de los que el PSOE no podría disponer; aunque los llamaron, ya que en esa fecha iban a estar en Madrid para ir a los toros y gestionar en La Zarzuela la audiencia del Rey a Garaikoetxea.
La moción anunciada partía con un respaldo enteco e insuficiente: sus 120 escaños —Felipe no iba a votarse a sí mismo—; el del socialista vasco Carlos Solchaga; los veintitrés del PCE, los cinco del andalucista Rojas Marcos y quizá tres que lograsen arañar del Grupo Mixto: el vasco Bandrés, el canario Sagaseta y el ex socialista Andrés Fernández Fernández. Un total de 152 votos, que los dirigentes del PSOE conocían de antemano.
En los cinco días que obligatoriamente debían transcurrir entre la presentación y la votación, los oficiantes del PSOE no pararon. Se trataba de sumar. Cualquier voto era bienvenido. Hablaron con Areilza, Senillosa, Osorio, Joaquín Molins, Miquel Roca, Hipólito Gómez de las Roces, Jesús Aizpún, Letamendía… Supieron que Blas Piñar había dicho: «Firmaría una moción de censura a este Gobierno la presente quien la presente»[108].
Alfonso Guerra había declarado desde la tribuna: «Quede claro que nuestra búsqueda de apoyos para la moción se ha detenido justamente en el umbral del grupo político UCD. No hemos tenido en ningún momento la intención de intervenir ahí. Si la UCD ha de romperse no será por nuestro esfuerzo; tal vez lo sea por el esfuerzo de don Adolfo Suárez». Y Felipe González, en pasillos, lo remachó: «Llevo días sin querer estar ni hablar con dirigentes políticos, para que nadie interprete que…» Y Peces-Barba: «No queremos romperle a Suárez su partido». Pero no era cierto. Casi una treintena de diputados de la UCD fueron tanteados por emisarios del PSOE para que votasen a favor de la censura/investidura de Felipe.
Uno de esos días, por la tarde, Pío Cabanillas, Rodolfo Martín Villa y Paco Ordóñez salieron juntos de las Cortes y se sentaron a merendar en Frigo, muy cerca. Luego, en el coche de uno de ellos, se fueron a Aravaca a ver a Joaquín Garrigues. Felipe González y Alfonso Guerra ya le habían propuesto: «Vota la censura, a modo de descontento, y así le das un susto a Suárez, para que escarmiente y decida cambiar». «Si aguanto vivo hasta el Congreso de enero de la UCD, ésa será la ocasión», les contestó. A Pío, Paco y Rodolfo, Garrigues Walker [quien por entonces tenía leucemia] les dijo: «Tengo idea de ir a votar por Suárez. No porque piense que sin mi voto se vaya a producir una espantada centrista —amagó una sonrisa floja—, pero iré. Estoy enfermo, no creo que pueda seguir cabalgando… Desde luego, lo que no estoy es para trabajarle a otro la Operación Quita-Suárez. Si pudiera quitar a Suárez, no lo haría para encaramar a Felipe. Lo haría para ponerme yo»[109].
Si la moción de censura arrancaba ya sin la posibilidad aritmética de cumplir ese requisito, podía ser una iniciativa legítima, pero no dejaba de ser espuria. Un trampantojo, un golpe efectista, un ejercicio de destrozo o de serio vapuleo al presidente. Y, al realizarse íntegramente ante las telecámaras en sesiones de mañana y tarde durante cinco días —pues el morbo comenzó desde que Felipe lanzó el anuncio—, podía resultar un excitante reality show de propaganda y lucimiento político del candidato Felipe González, y de oxidación y deterioro del presidente Suárez. Podía resultar y resultó. Fue la operación cumbre de «la cacería». Y con todo el suspense del directo.
En torno a una mesa baja del bufé de las Cortes, Suárez, Abril Martorell, un «fontanero» de La Moncloa y una periodista tomaban café. Suárez no parecía especialmente abatido, pero llevaba un buen rato removiendo el azúcar en su taza, y seguía y seguía.
—Es un golpe de efecto —dijo Abril—. Y no hay más…
—Pero es un golpe. —Suárez habló a media voz. Luego, dejó la cucharilla y se llevó la mano a la nuca—. Y lo siento aquí como un rejonazo caliente.
—¿Duele? —Fue la periodista quien preguntó.
—Venga, apunta. Duele; pero más me duele haberles dicho cómo está el país y que no se quieran enterar. Peor aún, que en vez de arrimar el hombro se diviertan con el rejoneo… La moción de censura es un mecanismo constitucional, y ya me extrañaba que el PSOE tardase tanto tiempo en utilizarlo…
—Presidente, en lo de negociar o no con ETA, y en el tema del terrorismo, no has estado contundente. —De nuevo, la periodista.
—Pero estamos contundentes en las detenciones, que es lo que importa. ¿Has oído las cifras? Unas dieciséis diarias. Y no de los de tirón de bolso, sino de militantes de ETA.
—Un golpe de efecto muy jodido. —Abril seguía con su tema—. Frases sueltas, insinuaciones, verdades a medias, mentiras enteras, acusaciones veladas… Nada queda claro, pero te hacen trizas.
—Lo que no se tiene en pie es que te acusen, por una parte, de tener el monopolio de RTVE, y por otra, de no usarla —comentó el «fontanero» de La Moncloa—. Yo que tú, presidente, le preguntaría a Felipe si quiere que des «charlas en la chimenea», a lo Kennedy.
—La de veces que gente del Gobierno, o del partido, o vosotros mismos en Moncloa, me habéis dicho: «Llama a las cámaras, habla, tranquiliza al pueblo». Recuerdo ahora a Martín Villa, después de los atentados del teniente general Gómez Hortigüela y de dos coroneles, instándome: «Adolfo, tendrías que salir y decir algo». O a Cecilio Valverde, diciéndome en el avión que nos llevaba a Sevilla después de otra atrocidad con cinco guardias muertos: «Presidente, habla al pueblo, diles que no vamos a cejar en la lucha». Y a uno y a otro les contesté lo mismo: «¿Tú has hablado con Dios? ¿Tú me garantizas que la onda de serenidad que yo transmita hoy por la tele no me la destroza mañana otro bombazo?» Y hubo otro bombazo: California 47. —Suárez bebió su café, ya frío, de un sorbo—. Yo no puedo subir a esa tribuna y prometer unos resultados espectaculares «a corto». Grapo, ETA, Triple A…, se trata de reconducir el terrorismo a su auténtico terreno, a lo que realmente pretenden: ellos están en una lucha frontal contra el sistema democrático. Y ahí es donde tienen que perder la partida.
Miró la hora en su reloj de muñeca, estaban sonando los carillones de aviso. Se reanudaba el debate.
—Ahora, en mi turno, tocaré lo de ese juego tramposo de acusar sin pruebas. Y denunciaré el tongo[110].
En aquella breve conversación, la periodista detectó algo extraño, cierta tirantez entre Suárez y Abril. Hablaban con aparente naturalidad, pero no se miraban ni se dirigían el uno al otro. La verdad es que habían tenido un broncazo seco. Por una frase de Abril allí, en el banco azul —«¡estos cabrones me dijeron que no tocarían lo económico!»—, Suárez se malició que Abril había tenido información de los socialistas días antes avisándole de la moción de censura. Pero no era cierto. Abril lo supo aquella misma tarde, unos minutos antes, por el soplo de una periodista muy amiga de Alfonso Guerra. Pero ese malentendido traería malas consecuencias: la dimisión de Abril y una fuerte desavenencia, casi ruptura, entre los dos grandes amigos.
Desde la tribuna de oradores, Adolfo Suárez en su turno final, ya sin envaramiento, templado, mirando hacia las bancadas de la izquierda, iba trenzando un discurso sin folios ni chuletas de apoyo. Lo llevaba dentro:
No quiero adelantarme a la votación, pero creo que hasta ahora el Partido Socialista no ha logrado más apoyo que una treintena de votos muy heterogéneos. Y me pregunto, de haber ganado esta moción de censura con ese tótum revolútum de apoyos, ¿qué haría el Partido Socialista? Ante la imposibilidad de gobernar, ¿qué otra cosa podría hacer, sino estar dos meses en el poder y convocar enseguida elecciones generales? ¡A lo mejor es eso lo que pretendía! No lo sé, y no voy a entrar en juicios de intención. […] Pero someter de nuevo a este país a unas elecciones generales me parecería un acto grave. Políticamente grave.
Expuso después el hecho llamativo de que en España, durante el siglo XX y en los períodos de democracia, con Monarquía o República, ningún presidente del Gobierno hubiese permanecido al frente del ejecutivo tanto tiempo como él. Citó a Maura, a Dato, a Canalejas, al propio Azaña…
Y es obvio que no es porque yo sea una figura excepcional. Ustedes saben perfectamente que no, que soy una persona normal y sencilla. Un hombre del pueblo llano. Esto indica simplemente que en nuestro país ha sido siempre enormemente difícil conseguir la estabilidad gubernamental, porque los mecanismos constitucionales conducían de modo inevitable a derribar Gobiernos, o a socavar su credibilidad, a impedir la continuidad de la acción política, en lugar de permitir que los Gobiernos fuesen estables para que pudieran ser eficaces[111].
Ésta es la razón profunda que movió a la inmensa mayoría de los grupos parlamentarios de esta Cámara para que, curados de esa experiencia y aprendiendo de nuestra propia historia, introdujéramos en la Constitución la moción de censura constructiva, y que a la oposición se le exija, para poder derribar un Gobierno, que sea capaz de asegurar la formación de otro estable y viable. Y esta otra alternativa requiere, pura y simplemente, 176 votos.
Y aquí, señorías, se ha demostrado bien claro que no hay otra alternativa, ni mejor, ni peor. Sencillamente, no la hay. Que, hoy por hoy, de esta Cámara no puede emerger un Gobierno, salvo el que tenga el apoyo fundamental de votos con que cuenta UCD. Por tanto, la cuestión se reduce a que, desde la legitimidad democrática, desde los votos del pueblo y desde el espíritu de la Constitución, lo razonable es que el Gobierno de UCD culmine el desarrollo y la ejecución del programa para el que fue elegido e investido. Y lo fue por cuatro años. Tiene todo ese margen para realizar lo que prometió en la investidura.
Yo les invito, señorías, a que, repasando de nuevo la historia moderna de España, mediten si las acusaciones de todo tipo que se han hecho aquí a mí y a mi Gobierno de «debilidad», por un lado, y de «retroceso de las libertades», por otro lado; de «desorden e inseguridad en las calles», de una parte, y de «excesiva represión», de otra parte; de «afán de control» y de «falta de control»… ¿no son básicamente las mismas acusaciones que sirvieron de pretexto para que en España, y en este siglo, no hubiera más Gobiernos duraderos que los de las dictaduras, ni más estabilidad política que la conseguida a base de destruir y hacer inviable la democracia? Por eso, pienso, la Constitución ha querido evitar que la democracia se confunda una vez más con la interinidad de los gabinetes, con la degradación de la vida política, con la ingobernabilidad, con las alianzas contra natura que sirven para descabalgar jinetes, pero no para construir luego una auténtica acción de Gobierno.
En diversos graderíos empezaba a haber rumores, algún silbido, rostros inquietos:
Estoy reflexionando sobre nuestra historia del primer tercio del siglo XX. No estoy amenazando… Sinceramente, señorías, me intranquiliza que nos dirijan las mismas, idénticas, acusaciones que se dirigían a los políticos de la Restauración o a los prohombres de la República. Me intranquiliza que estemos en un eterno ritornelo, en torno al «quiero y no puedo», donde lo que esté en juego no sea mejorar las cosas, sino la tentación de destruir a las personas.
No me negarán, señorías, que una de las cosas que aquí […] se ha producido también estos días ha sido el intento de descalificarme personalmente. Incluso se ha dicho en esta Cámara algo tan antidemocrático como que «el señor Suárez ya no soporta más democracia. La democracia ya no soporta más a Suárez. Cualquier avance democrático de esta sociedad exige la sustitución de Suárez»[112].
Yo asumo y comparto una buena parte de las críticas bien intencionadas… Se me acusa de vivir poco menos que prisionero en la sede de Presidencia del Gobierno. Se me acusa de no comparecer ante las cámaras de televisión. Se me acusa de no frecuentar el Parlamento. Es cierto que me dedico toda la jornada a las tareas de gobierno. No creo que haya nadie que pueda decir que yo he dedicado momentos al descanso. Es cierto que no comparezco ni utilizo ese gran medio que es la televisión. Y es cierto también que sólo en ocasiones vengo a la Cámara, aunque no así el Gobierno, que está regularmente presente… Asumo esa crítica y rectificaré mis errores.
Ahora bien, después de presenciar este debate y sabiendo que nos han contemplado millones de ciudadanos, me parece que debería preocuparles a ustedes que el hombre de la calle saque la impresión de que lo que late aquí, en el fondo, es una cierta prisa por ocupar el poder. Y es que se ha percibido que había algo…, algo debajo de este debate: desde el primer momento se vio que presentaban ustedes una alternativa no constructiva, una alternativa que tenía pocas posibilidades de ganar.
Después de denunciar «el tongo», fue flechado a hincar el gallardete de lo que verdaderamente le importaba que quedase nítido:
Ustedes han cometido un error…
Hizo una pausa para beber agua. En ese instante recordó la advertencia de Helmut Schmidt tras su victoria electoral del 1 de marzo: «¡Cuídate! Tú eres es el capital político de la UCD. ¡Ahora irán a por ti!» Se giró hacia su izquierda y mirando fijamente a Felipe González continuó:
O alguien les ha inducido a ese equívoco: ustedes han creído que había que destruirme a mí como paso previo para llegar al poder.
Y no, señorías, no es así. Conmigo o con otro presidente, UCD podrá seguir ganando las elecciones. Porque ustedes, según ha quedado demostrado aquí, no tienen ideas ni equipos; y nosotros tenemos ideas y equipos.
El otro error es suponer que la memoria de las gentes es frágil y quebradiza, y que en catorce meses se puede pasar de la cresta de la popularidad al destierro y al exilio interior. Y yo creo que ustedes están equivocados si piensan que ese pueblo que nos votó tan mayoritariamente hoy nos ha dado completamente la espalda.
Volvió a subir Felipe González, para cerrar el debate. Se le daba mejor hablar en clave de opositor que de candidato a presidente. Así que volvió a su rol de denuncia y ataque. Citó a Churchill, «que no tiene nada que ver ideológicamente conmigo, pero eso me da más legitimidad». Recordó cuando «Churchill pidió a su pueblo sangre, sudor y lágrimas, pero les prometió que les iba a hacer ganar la guerra; y los ingleses confiaron en ese mensaje, confiaron en que tenían capacidad de ganar, de salir adelante». Y desde ahí, dio un salto discursivo brillante. Encarado al banco azul, alzó la voz:
No han tenido ustedes ni una palabra de esperanza para los hombres y las mujeres de España, de esperanza para todos con el sacrificio de todos… ¡Denle un grito de esperanza a este pueblo con realismo y con seriedad! ¡Pídanle sacrificios, pero ofrézcanle caminos de salida alguna vez!
El rejón, las banderillas negras, el estoque, o lo que fuera, lo clavó hasta la empuñadura.
Aún tenía Felipe extendido su brazo izquierdo hacia la puerta y más allá, hacia la calle —hacia la gente de fuera—, cuando entraba por la puerta, viniendo justamente de la calle —de donde la gente de fuera—, un hombre alto, pálido y enjuto, traje gris, gafas de concha, el flequillo lacio caído hacia delante. Joaquín Garrigues Walker. Acababan de transfundirle sangre. Pero no quería faltar a su último servicio político, votar por Suárez y contra la moción. Se detuvo un instante en el umbral, deslumbrado por los focos. Al advertir los diputados su presencia, estalló una ovación que echaba abajo el recinto. Toda la Cámara se alzó en pie. Todos con nudo en la garganta, sin distinción de ideologías. Una descarga de humanidad. Los adversarios cerraron las navajas y relajaron sus rostros para recibir al diputado que venía de la frontera de la muerte. Con un leve tambaleo pero sonriendo a los tendidos, avanzó hasta el banco azul. Literalmente, un hombre muerto andando. Ya no era ministro, pero le hicieron un sitio. Con su sola presencia había aplacado la tensión, había hecho posible que en un segundo todos ellos se sintieran hombres antes que diputados. Todos no. El diputado Blas Piñar permaneció inmóvil en su escaño.
Mientras saludaba a Suárez, con voz muy tenue y sin perder la sonrisa, Joaquín Garrigues le dijo una de sus frases de bolsillo: «Ya sabes que el precio de la democracia es que el jefe de Gobierno esté siempre contra las cuerdas».
Y comenzó la votación. En pie y nominal. Victoria Fernández-España, vicepresidenta de la mesa, hizo el cómputo. A favor de la censura y nueva investidura, 152. Abstenciones, veintiuna. Ausencias, once. En contra de la censura y de la investidura, 166.
«Legalmente, la he ganado —dijo Suárez a sus ministros—; pero moralmente la he perdido».
Al salir, todavía en el hemiciclo, Suárez y Carrillo coincidieron cerca de la mesa de taquígrafos. Se miraron intensamente, pero sin cruzar una palabra. En las primeras sesiones habían tenido un rifirrafe correoso. Arias-Salgado pretendió deslegitimar la moción de censura porque la apoyaban los comunistas, y Carrillo inquirió: «¿Por qué el PCE era legítimo y válido cuando se trataba de ayudarles a ustedes a gobernar, y no es legítimo ni válido cuando se trata de impedirles que sigan gobernando?» Y Suárez le respondió con tirantez. Ahora, en la votación, Carrillo se había hecho a sí mismo una pregunta, desde el hondón de la conciencia; pero aún debían ocurrir hechos graves que le darían la respuesta:
Creo sinceramente que todos los que votábamos contra la UCD de Suárez fuimos injustos con Adolfo. Él hizo por la democracia de este país lo que probablemente no habría hecho ninguno de los políticos de aquel momento. Él tenía algo que no tenían los demás: coraje. Cuando en la moción de censura los de izquierda nos uníamos para votar en contra suya, en el fondo de mi conciencia yo me preguntaba «¿a favor de quién o de qué estoy votando?». No nos dábamos cuenta cabal de que, votando contra Suárez, que entonces estaba más amenazado por la derecha que nosotros mismos, ayudábamos a que esa derecha ultra se radicalizara y a que la derecha golpista actuara[113].
Volviendo a La Moncloa, Suárez recordó el dilema esquizoide del andalucista Alejandro Rojas Marcos: «Estamos ante un voto ortopédico donde van juntas la censura al señor Suárez y la investidura del señor González… y nuestra duda es que queremos censurar a Suárez, que desde el referéndum de Andalucía es un árbol caído, pero no queremos que gobierne González»[114]. Se rebeló. No se veía como un árbol caído; pero sí como un animal acosado, perseguido, obligado a guardarse de una metralla disparada desde distintos frentes, una metralla que no era de plomo sino de vitriolo.
Con la censura, Felipe no buscaba gobernar de inmediato. Sabía que no le saldrían las cuentas. Por eso, ni se molestó en decir cómo y con quién gobernaría. Con la censura, Felipe buscaba convertir al héroe en maldito. Y posiblemente lo había conseguido.
Sin embargo, desde el podio, ya al final, Felipe dijo un par de cosas que a Adolfo le inquietaron. No acababa de ver su sentido inmediato… pero vislumbraba que tenían un alcance. Lo comentó después: «¿Qué ha querido decir con que el suyo es “un programa abierto”?, ¿abierto a otras fuerzas políticas?, ¿que puede politizarse y cambiarse según las firmas que se pongan debajo?, ¿que mantiene un programa modificable según quien se le asocie?»[115].
Y otra frase de Felipe en los últimos minutos, apuntando también a una posible operación de futuro: «Si se hubieran conseguido los 176 votos, no es que hubiese habido una amalgama enorme, sino que muchas personas de las que hoy están aquí habrían pensado que, por patriotismo, hay que formar una mayoría sólida, sólida y coherente. Y ésta es otra conclusión, y muy importante, que se puede sacar de este debate»[116].
Las dos ideas eran perfectamente ensamblables: una moción de censura de «amalgama patriótica», una mayoría sólida para respaldar un programa abierto. Y esa especie empezó a correr como la pólvora por periódicos, cenáculos y tertulias, las que Suárez llamaba «elegantes cloacas madrileñas». Por unos meses todavía le faltaría el elemento clave, el candidato alternativo.
El efecto pernicioso de la moción no fue el lanzamiento de González ni el quebranto de Suárez, sino el convertirse en banco de prueba, experimento y estímulo para otra moción de censura mucho más laberíntica, que desde ese momento se empezó a maquinar.
No deja de ser curioso que, el mismo 30 de mayo en que se votaba la moción de censura en el Congreso, un alto personaje de La Zarzuela que asistía como invitado a la sesión preguntase a bocajarro a Martín Villa, Osorio y De la Mata, diputados y ex ministros de Suárez los tres:
—¿Qué pasaría si hoy, en vez de la alternativa Felipe González, se votase otra alternativa con un candidato independiente?
Los tres interrogados, que bastante tenían con atender al juego de lo concreto, le miraron perplejos. Parecía una adivinanza. El personaje de La Zarzuela, con un brillo especial en la mirada, desveló él mismo el acertijo:
—Pues, ¡que mañana tendríamos un nuevo presidente del Gobierno!
Osorio sonrió de oreja a oreja. Había captado el quid maquiavélico de la pista[117].
Durante la moción y en su epílogo, Suárez habló dos veces con el Rey.
El Rey siguió los debates:
No estuvo todo el tiempo pegado al televisor —explicó uno de esos días Sabino Fernández Campo—; pero sí procuró compaginar su trabajo de despacho y de audiencias para verlo. Siempre, tomando distancia y sin identificarse ni inclinarse más hacia tal líder o hacia tal otro. Otra cosa es que le gustase más el estilo o la forma de expresarse de Fulano o de Mengano. Como intervinieron tantos oradores, hubo un momento en que comentó «novilleros, muchos; pero primeras espadas, pocas». Y también que «mejor que andar sembrando críticas a voleo, que todo eso cuaje en una censura seria y en firme, con el compromiso de una contrapropuesta; y que se haga de modo correcto y guardando las reglas del juego».
Le resultó muy positivo el interés que el debate despertó en la calle, la atención con que se siguió. Incluso le comentaron que en muchos bares la gente estaba callada, atenta al televisor, viendo y oyendo, como en los buenos partidos de fútbol. «Pues me alegro —dijo—. Con el desencanto que los españoles tienen ahora de la política, eso es un buen síntoma».
Lo que no le gustó fue que se entrase en la discusión de si se negoció o no con ETA. Ahí el Rey se puso un poco tenso. Y después nos comentó: «Ni venía al caso, ni era el momento de que Felipe hurgase en ese tema del pasado, ni que Adolfo se cerrase en la negativa rotunda de que el Gobierno no ha negociado. Pero, una vez puesta la cuestión en el tablero, Suárez hubiese debido aclarar que, en aquellos momentos, que no son éstos, pudo ser prudente ver si la negociación era viable y en qué términos…» O algo así; pero no dejar a la gente con la impresión de que uno de los dos mentía o entre los dos ocultaban algo.
En cuanto a la censura en sí, al Rey le pareció que «hasta al mejor gobernante, si llega a acostumbrarse al mando y a pensar que manda porque sí, puede venirle bien que las circunstancias le obliguen a hacer un examen de conciencia, un propósito de enmienda y… a cumplir alguna penitencia».
Al final del gran debate, Sabino ofreció este corolario, poniendo en buena sintaxis lo que le escuchó al Rey: «Situado el gobernante entre el Rey y el pueblo, bueno es que alguien le recuerde que no está ahí sólo para estar. El que vuela demasiado en solitario, se desorienta; y el que se encierra demasiado en solitario, se asfixia»[118]. Más claro, agua.
Antes y después de la moción de censura, Adolfo Suárez recorrió medio mundo en sus andanzas exteriores. Cada vez paraba menos en Madrid-Moncloa. Entre enero y febrero, Washington, Iraq, Jordania y un viaje relámpago a Bonn para transmitir a Schmidt sus alarmantes impresiones del panorama de Oriente Próximo, y acordar un criterio europeo común ante los problemas de Afganistán e Irán. En mayo remodeló a fondo su Gobierno con seis ministros entrantes, seis salientes y tres que cambiaron de cartera. Tras la jura, marchó a Siria para conseguir un stock seguro de crudo e información de aquel mosaico de países respecto a las crisis de Irán y Afganistán. Estando allí, falleció el mariscal Tito y Suárez se desplazó a Belgrado a las exequias. Fue ocasión de reencontrarse con Margaret Thatcher, Walter Mondale y Kurt Waldheim. Entre tanto, a Fernando Abril le había dicho por enésima vez: «Fernando, cuida de la viña». Regresó a España y se encontró con el revolcón de la moción de censura en la última semana de mayo. Apenas estaba en los Consejos de Ministros: presidía un rato, salía para atender unas llamadas de teléfono, llegaba cuando ya habían expuesto sus temas tres o cuatro ministros… Se le veía más pendiente del exterior que de lo que bullía en casa.
El 19 de junio murió en Londres Torcuato Fernández-Miranda. No superó un infarto de miocardio. El Rey le dijo a Suárez: «España debe mucho a Torcuato. Y tú y yo. Quiero tener un gesto especial con él… Si fuese capilla ardiente, la pondrían en el Congreso o en el Senado, pero como ha ocurrido todo en Londres, celebraremos un funeral aquí en La Zarzuela. Será la primera vez que lo hagamos. Te espero, Adolfo, no falles».
Pero Adolfo no asistió a las exequias. Hacía tiempo que su relación se había enrarecido y ya no se hablaban. Torcuato había acumulado como agravios un sinfín de pequeñas negligencias, desatenciones, olvidos que en el ánimo de Adolfo no pretendían ser ofensas ni desaires. Era la vieja historia del guiñol: el hombre de los hilos, el ventrílocuo autor y el muñeco de trapo aupado convertido en actor que, de repente, deja de obedecer a la cruceta de los hilos y se pone a evolucionar por su cuenta… Torcuato le reprochaba a Adolfo «confundir el consenso con la debilidad»: «Suárez realizó la difícil tarea de integrar a la izquierda en la reforma política, cuando querían ruptura —le dijo una vez a una periodista con quien solía conversar sin enigmas—. Eso exigía llevarse bien con las diferentes izquierdas. Pero potenciarlas gratuitamente es ya otra cosa. Y, tarde o temprano, Adolfo tendrá que pagar el precio del consentimiento, de la ambigüedad y de la debilidad. Y será la derecha quien le reclame ese precio». No estaba equivocado. Veía «a largo», como los profetas. Así se definió una vez: «Yo, más que un intelectual, más que un jurista, más que un político, lo que soy es un profeta, un incómodo profeta que avista y avisa». Dijo esas palabras una gélida mañana de enero, en el monasterio de El Escorial, aguardando los restos de Alfonso III que llegaban del exilio para su enterramiento definitivo. Y el escenario era casualmente el patio de los Profetas[119]. Sin embargo, las últimas declaraciones públicas de Torcuato no destilaban rencor, sino conocimiento humano de Suárez, estima y algo de nostalgia. Le atribuía «una ambición sin límites; no codicia, ambición» y «un extraordinario espíritu de servicio, que le lleva a trabajar hasta casi extenuarse, y además con brillantez y creatividad». Eso sí, advertía: «Adolfo necesita sentir que su “jefe” le quiere y confía él»[120].
Clavado. Desde 1979, Suárez venía echando en falta el trato cálido y amistoso del Rey. Sus bromas. Su confianza para contarle mil pequeños cotilleos intrascendentes, o comentarle algo no político, de índole familiar, que le preocupaba. El gesto espontáneo de echarle un brazo por el hombro o de golpearle con el puño en el pecho y partirse de risa por cualquier cosa. Presentarse por sorpresa en La Moncloa, con un frenazo en seco de su moto, pantalón vaquero y mangas de camisa, «¡ah, de la casaaaaaa!», para echar una partida de billar y pegarse un lingotazo de güisqui. Y si era domingo, «¡hombre, la próxima vez que tengáis paella, avísame!». O al regreso de una partida de caza en monte bajo, entrar con el atuendo campero y en cada mano un saco de arpillera lleno de perdices y codornices. La llamada al final de una tarde lluviosa: «Vente, Adolfo, y tráete a Amparo, que nos echan una película muy buena…»
Un día quedó con Sabino Fernández Campo para almorzar en Lhardy. Fue también Agustín Rodríguez Sahagún, que para Suárez era, más que un ministro, un amigo.
—Sabino, hace más de un año que noto al Rey tirante, seco, frío, incluso hosco conmigo. No es el mismo. Como si hubiera puesto una placa de metal entre él y yo. Si intento cogerle por los codos, como hacía antes cuando quería expresarle que tal o cual cosa va muy bien, se suelta, me repucha. Lo noto esquivo, nada de bromas ni de confianzas. No es como antes… ¿Qué le pasa al Rey conmigo? No sé qué es, pero algo importante se ha roto. ¿Se ha cansado de mí como se cansó de Arias?
—¡Pero, bueno, Adolfo, tú conoces al personaje mejor que nadie! —A Sabino no le sorprendía lo que Suárez estaba diciendo, pero sí que lo hubiera citado para plantearle eso y sólo eso; se encontró con un «discurso evasivo» preparado—. El Rey es de humor racheado. A mí, un día me cuenta diez chistes seguidos, y al otro me recibe con la cara hasta el suelo, o me suelta un broncazo por una estupidez.
—No, no, Sabino. El Rey conmigo está frío, guarda distancias. Un despacho es un despacho, y punto.
—No olvides, Adolfo, que estos señores son… como de otra raza. Y puede ser, puesto que lo has percibido, que en ocasiones el Rey tenga que mantener las formas, incluso con cierta frialdad… pero tú sabes que él te quiere, te valora y te aprecia.
—Yo lo que sé es que son muchos los que intentan segarme la hierba bajo los pies, y al Rey le bombardean con mensajes contra mí; y eso, día tras día, cala…
—En eso no te digo que no. El Rey es como un paño de lágrimas de todos los que van allí a echar su cuarto a espadas contra la situación; y claro, en la diana de la situación estás tú. De rebote, algo caerá contra ti.
—¿Le han dicho algo grave, serio, que no sea cierto, y que yo se lo pueda aclarar?
—Mira, cuando la moción de censura, recuerdo que me dijo: «Prefiero que censuren esto y lo otro y lo de más allá, ahí en el Congreso, diciéndose los cosas a la cara y dando al otro el turno de réplica, a que vengan aquí a ponerme la cabeza como un bombo, sin que yo sepa si es verdad o no lo que me dicen y sin poder mover un dedo por remediarlo».
—Sabino, sé que constitucionalmente no puede hacerlo, pero si yo supiera que el Rey quiere que me vaya, no lo pienso ni un minuto. Me bastaría un simple gesto del Rey, y yo saldría inmediatamente por la puerta. De modo que si hay algo de esto…, dímelo.
—Adolfo, yo al Rey no le he oído que quiera que te vayas. Empezasteis los dos ilusionadísimos y muy identificados con lo que teníais que hacer. El Rey, Torcuato y tú. Luego, hecha la reforma política, sustituido el franquismo por la democracia, elaborada la Constitución por consenso…, de una parte, tu papel ha pasado de ser un instrumento del Rey a ser un líder político con iniciativas propias, con planes propios, y sujeto a los desgastes y a los éxitos de la gobernación. Entones, lo que sí puedo haber detectado yo es que, como vuelas por libre, sin darte cuenta también tú has creado distancia y se ha podido enfriar, no diría yo quebrar, la relación de campechanía a la pata la llana que existía antes. Y quizá, como somos humanos, y el Rey lo es aunque tenga sangre azul, puede haber algo de celos, porque ve que quien brilla como protagonista del éxito de la democratización eres tú. Y él puede sentirse relegado a un plano muy alto, muy apolítico, muy discreto…, pero allá, al fondo de la escena.
—¡Espero que no se haya creído la patraña de que yo quiero eclipsarle y ser un jefe de Estado bis…!
—Quédate tranquilo, Adolfo. Tú has hecho muy bien separando los campos, procurando no solaparos ni coincidir en lugares y actos. Y si yo tuviera constancia de algo con entidad, siempre que no vulnere mi sigilo de oficio, cuenta con que te lo diría[121].
Suárez no se quedó tranquilo. Sabino sólo había dado unos capotazos de toreo de salón, pero no despejó sus dudas con ningún argumento de peso. Y es que no podía hacerlo, le hubiese mentido.
«Lo que Suárez detectaba era cierto —explicaría Sabino, años después—. Había un cambio notable, evidente. Desde que ganó las generales de 1979 y el PSOE inició su acometida, su acoso, con la fijación de derribarle y hacerse con el poder, el Rey estaba prácticamente en esa misma línea, y también Don Juan, deseando que se produjera un cambio político, por una vía tranquila, y que Suárez se marchase. O que pactara, incluso ante notario, con la CD de Fraga hasta acabar la legislatura. Es lo que querían también los empresarios y banqueros. En definitiva, ellos eran el motor de la economía y, si no se fiaban del Gobierno, no arrancaban. Y ése era el tema de conversación en muchas de sus audiencias. Cada fallo de Suárez, cada crítica en la prensa, cada bocinazo militar, la falta de impulsos y remedios para afrontar la crisis económica, los bajonazos electorales de UCD en País Vasco y Cataluña, el descalabro en el referéndum de Andalucía…, el Rey encajaba todo eso con disgusto y con temor, como si pudiera volverse contra él y perjudicar a la Corona. Por otra parte, cada vez le tranquilizaba más la idea de un Gobierno amplio de coalición en el que hubiera centristas de UCD, socialistas, catalanes y vascos. Un banco azul con gran respaldo en el Parlamento para tomar las medidas fuertes que la economía, el terrorismo y las autonomías pedían a gritos»[122].
Felipe González estaba en esa misma idea. El PSOE quería llegar al poder cuanto antes, y esa fórmula fue la que utilizó el SPD alemán en tiempos de Willy Brandt. Fernando Abril Martorell también era partidario de algún tipo de coalición de Gobierno o de pacto de legislatura. Pero Suárez se negaba en redondo. De ahí partían últimamente sus fricciones. Y sus discusiones, cada vez que Suárez se enteraba de que Abril había estado con Felipe González o con Alfonso Guerra. O, peor aún, cuando Abril había almorzado o cenado con empresarios y con algunos políticos del partido de Fraga. Abril no le hacía ascos a un entendimiento de la UCD con la derecha, incluyendo «elementos catalanistas sensatos». «No me da vergüenza declarar que soy más de derechas que tú —le decía a Suárez—. Y que nunca conseguirás tu desiderátum de ocupar el centroizquierda, porque ése es el terreno del PSOE. ¡Y es bueno que ellos estén ahí y que sean cada vez más socialdemócratas y menos estatalistas! Mira, Adolfo, la peor desorientación que puede sufrir un político es equivocarse de electorado, porque acaba gobernando para los que ni le han votado ni le van a votar… y encima pierde a sus clientelas naturales».
Cuando Abril decía eso, Suárez se enfadaba todavía más, acordándose del «recadito» que en diciembre de 1979 le envió el Rey a través de José Luis Graullera, su amigo y vecino cuando vivía en San Martín de Porres. Adolfo había enrollado a Graullera enviándole de embajador a una inhóspita y caótica Guinea Occidental, en tiempos de Teodoro Obiang. Tuvo que ir el Rey, por exigencias del guión de Asuntos Exteriores, y en cierto momento, cuando se desplazaban de Bata a Malabo en helicóptero, Don Juan Carlos le dijo: «José Luis, si sales de ésta y ves a tu amigo Adolfo, dile que no se olvide de que su electorado es de centroderecha; que para hacer política de izquierdas ya está la izquierda»[123].
El desacuerdo del Rey con la gestión de Suárez aumentaba por días. La economía dando malas noticias cada mañana: «La renta nacional se ha empobrecido cinco puntos, la inflación ha aumentado cuatro puntos, los precios van a subir porque vuelven a encarecernos el petróleo, el déficit de la balanza de pagos…» ETA sin dar tregua. Las autonomías, a la gresca en una ansiosa emulación por llevarse cada una más competencias que la de enfrente. Las disputas de familia dentro de la UCD. El liderazgo de Suárez, empañado entre los suyos, en las encuestas y en el azote inmisericorde de la prensa. Malencarado con los militares, sin querer recibir a los banqueros, desconfiando de todo el mundo…
El 24 de junio de ese año 1980, los Reyes ofrecieron la recepción por la fiesta de San Juan, en los salones del Palacio Real. Después del besamanos, el Rey evolucionaba como solía hacer saludando a sus invitados, cuando de pronto vio junto a un ventanal al periodista Abel Hernández con su mujer. Fue hacia ellos. Sabía que Abel era amigo muy leal de Adolfo Suárez. Un saludo, un comentario sobre la situación que no había remontado pese al zurriagazo de la moción de censura, la falta de iniciativa de Suárez, su encierro en La Moncloa, su resistencia a dar la cara en el Parlamento, la impotencia de un Rey constitucional que no puede mover un papel, y menos quitar a un presidente, y, sin más rodeos, al grano:
—Abel, quiero que le digas a Adolfo que esto no puede seguir así. —El Rey estaba muy serio y su tono parecía un ultimátum—. No hay que cambiar a Adolfo, pero Adolfo tiene que cambiar. Díselo de mi parte: él tiene que cambiar.
—Discúlpeme, Majestad, pero a causa de un artículo mío he tenido un enfrentamiento reciente con Suárez y no estoy en condiciones de llevarle ese mensaje…
—Pues haz que le llegue a través de Agustín Rodríguez Sahagún o de Rafael Calvo Ortega, que los dos son de su confianza[124].
Tres apuntes chocantes. Primero, que el Rey tomase como recadero de un veredicto tan serio y terminante a un periodista, y más en una recepción donde podía elegir emisario entre cientos de personas de alto bordo. Segundo, que no señalara como intermediarios a los vicepresidentes del Gobierno, Gutiérrez Mellado o Abril Martorell, sino a Calvo Ortega y a Sahagún. Indicio de que buscaba el conducto del consejo personal, más amistoso que político: el único del que Suárez a esas alturas se fiaría. El Rey, que en esas recepciones pululaba sin perder ripio, pudo observar que Suárez y Abril habían estado toda la tarde separados, en grupos aparte, y también sus mujeres, Amparo y Marisa, sin saludarse siquiera. Ahí, o había enfado o había ruptura. Y tercero, que el Rey no se acercase a cambiar un par de frases con Suárez. Le evitó. Suárez estaba en un ángulo del salón Gasparini embebido en su conversación con José Lladó, el embajador en Washington; luego, hablando de algo autonómico con el secretario de Estado Manuel Broseta; se le acercaron después muy efusivos unos generales; enseguida le rodeó un grupito de jóvenes damas… Él sonreía, bromeaba, charlaba. Guapo y elegante con su frac de maniquí de escaparate. Parecía relajado, seguro, liberado de presiones, pletórico. Pero fingía.
Adolfo Suárez era ya un hombre atravesado de soledad. Y acosado. Los barones insaciables le pasaban factura por una montaña de cosas: ejercer un presidencialismo sonriente pero autoritario, acaparar poder y no usarlo, decidir en solitario, confiar sólo en Fernando Abril y en los «fontaneros» de La Moncloa, desaparecer y ausentarse sin que ni los ministros supieran dónde estaba, utilizarlos a ellos como escaños con llavecita votadora que se enteraban de qué proposición o de qué enmienda iban a votar y en qué sentido apenas cinco minutos antes… Y así, hasta el suceso más reciente: la lealtad forzosa con que le apoyaron en la moción de censura[125].
Se lo habían dicho en la última reunión de la comisión permanente de la UCD:
—Hablemos a calzón quitao, con sinceridad y con amistad. —Se lanzó Joaquín Garrigues Walker en plan guerrero, como si no estuviera vampirizado por la leucemia y emplazado a corto con su muerte—. Adolfo, se ha producido una concentración excesiva de poderes en una sola persona: en ti. Nos enteramos de lo que pasa por los periódicos. ¡Y no digamos ya las bases de provincias! Hay dos opciones: o hacemos una banda y gobernamos contigo, o gobiernas tú solo.
También Paco Ordóñez, envalentonado a la sombra de Garrigues, reclamó su cuota:
—Yo estoy dispuesto a comprometerme, si hay un pacto de colegiación y decisiones conjuntas de gobierno, si hay reparto de poder. Pero si no se me da poder, que no se me pida responsabilidad.
Al acabar aquella reunión, Suárez se acercó a Leopoldo Calvo-Sotelo, que andaba rezagado por allí, y casi sin voz le preguntó: «¿Por qué no nos querremos más?» Leopoldo le respondió algo en alemán que Suárez no entendió. Y rebajando la petulancia explicó: «No es mío, es del Fausto de Goethe».
Ésa era su situación. Se veía como el auriga de un trineo sobre la nieve, perseguido por la jauría de lobos hambrientos que aúllan a su espalda, cada vez más cerca. Siente ya en la nuca sus alientos, sus jadeos, y toma una decisión desesperada, costosa: con su cuchillo corta de un tajo las bridas de uno de los perros de tiro, el más veloz y el más lustroso. Se lo da de carnaza a los lobos por ganar tiempo en su fuga hacia delante.
Por aquellos días, había sucedido algo entre Adolfo y Fernando, ¿un malentendido?, ¿una maquinación descubierta? Lo cierto es que Suárez maduraba la decisión de dejar caer a su álter ego, su soporte, su brazo fuerte, el negociador duro, el «hombre del no», el de la carretilla cargada con el trabajo que nadie quiere hacer, el de los papeles feos y los discursos tediosos norte-sur, improvisados sobre la marcha para que el jefe gane tiempo y se luzca. Su perro más lustroso y eficaz. Pero ¿se saciarían con eso los lobos?
¿Qué había ocurrido? Según el relato de uno de los «fontaneros» monclovitas, Alberto Recarte, director del gabinete económico de Presidencia, pieza importante del Gobierno en la sombra de Adolfo Suárez, un buen día Fernando Abril le citó en su despacho de Castellana 3:
—Alberto, aquí va a haber cambios. En el Gobierno. Tiene que haberlos si queremos sacar la cabeza a flote y que no nos la vuelen los de enfrente. Cambios con el motor a toda potencia, y sabiendo bien adónde queremos ir. Hay mucho que hacer. Me gustaría que fueses mi hombre en La Moncloa. He revisado uno por uno los nombres de los… digamos ilustres «fontaneros». Y no. O no son capaces. O no tienen la cilindrada que vamos a necesitar. O van de niños bonitos. O, simplemente, no me gustan. Si te planteo esto es porque eres idóneo, y porque no te saco de donde estás: sé que le han ofrecido un trabajo fuera.
—Fernando, cuando dices «cambios», ¿te refieres al próximo Gobierno, que ya casi está en el horno?
—Cambios que de verdad cambien las cosas. A ver si me explico. Esto está que se pudre. Y el arreglo no es cambiar de políticos sino cambiar de política. Una nueva política. La que hace falta aquí y ahora, con las cartas boca arriba. —Se levantó y empezó a caminar arriba y abajo por su despacho, recolocándose las gafas que se le deslizaban por la nariz. Era su costumbre—. Sin tapujos: Adolfo es un hombre enormemente válido. Con todo lo bueno que diga de él no llegaré a decir lo que realmente es, pero… se ha gastado, es un arroyo que se ha quedado seco, ya no trae agua. Y tal como están las cosas, lo que Adolfo puede traer son problemas. Y no me refiero a problemas internos nuestros, del partido o del grupo parlamentario, sino a problemas gordos, de arriba… En resumidas cuentas, veo esto como una operación salvavidas. El Gobierno ni está en venta, ni en almoneda; el Gobierno hasta 1983 es de la UCD… Dentro de los cuadros del partido, la única persona que puede sustituir a Adolfo con un mínimo de coherencia y de continuidad, y mirando hacia las necesidades del país, soy yo. Y al decir esto sé la que me estoy echando encima. Ni gobiernos de coalición, ni mercachifleos parlamentarios una vez con unos y otra vez con otros, parcheando y vendiendo nuestra alma al diablo. Lo mejor para España es un Gobierno que sepa adónde tiene que ir y enfile la ruta con decisión. Te llamo a ti porque sé que podrás y sabrás ayudarme. Piénsatelo.
Recarte no pensó nada. De Castellana 3 se fue en directo a La Moncloa, al despacho de Suárez. Le reprodujo al pie de la letra la conversación, sin intercalar ni un matiz propio. Adolfo escuchó el relato en silencio. No hizo ningún comentario.
—Gracias, Alberto… ¿Algo más?
—No, presidente. Si acaso, que… me ha dado la impresión de que Jaime Lamo está también en el secreto de la Operación Salvavidas.
—Vale. No cuentes esto a nadie[126].
Abril lo veía así honradamente, no por un afán personal de poder. Quería salvar del naufragio, al menos, los muebles, y no se fiaba de ningún sustituto elegido por las tribus del partido. Él pensaba que Adolfo volvería a ser útil, reciclado, más adelante, pero no en aquellos momentos. Pero lo que Abril parecía ignorar era que no podría contar con los barones: no le tragaban.
Una tarde de julio, al terminar los trabajos del Congreso, varios diputados centristas de Valencia iban paseando hacia Castellana 3, para reunirse con Abril. Adelantados unos pasos del resto, Fernando Abril y Jaime Lamo de Espinosa. Detrás, Chimo Muñoz Peyrats, Manuel Broseta, José Ramón Pin Arboledas, Emilio Attard… De pronto, oyeron clarísimo cómo Abril le decía a Lamo de Espinosa alzando el tono de voz en la exclamación: «Pero, Jaime, ¿no te enteras? ¡Adolfo no vale ahora!»[127].
Aquel mes de julio, en cada rincón del paisaje político había un argumento de interés. Los periodistas tenían que ser como Argos el de los mil ojos. Donde menos se esperaba, surgía la noticia de un amago de conjura cívico-militar, o el rumor de que cinco generales se habían reunido en el restaurante tal, o que el Rey había cancelado su plan de veraneo en Mallorca… Noticias apócrifas pero inquietantes que eran desmentidas dos horas después. En ésas, sonó el teléfono de Alberto Recarte. Era Javier Pradera, editorialista de El País, con voz grave y tono alarmado:
—Alberto, avísale al presidente de que dentro del PSOE se está discutiendo la posibilidad de llegar a un acuerdo con los militares para quitar a Adolfo del poder.
—¡No jodas!
—Si eso llega a cuajar, sería un golpe de Estado.
—¿Y quiénes son, dentro del PSOE, los que están por ese acuerdo?
—No sé. La mayoría no lo apoya, pero hay grupos en el partido que sí, que ven bien esa solución. Habla con Adolfo y avísale.
Alberto Recarte tenía, en efecto, una oferta de trabajo fuera de La Moncloa y buscaba un sustituto para su puesto de director del gabinete económico de Presidencia. Se lo ofreció a un joven economista, Álvaro Bustamante de la Mora.
—Álvaro, como no quiero venderte la burra ciega, te advierto de que, aparte de las emociones de trabajar en el núcleo del Gobierno, y ¡ni te cuento lo que aquí se aprende!, tendrás la ocasión de asistir de cerca en los próximos meses a un golpe de Estado, o a una de las más sonadas dimisiones.
Bustamante tenía otro empleo en perspectiva y rechazó el puesto. Pero a las dos semanas, llamó él a Recarte:
—Alberto, ¿sigue en pie tu ofrecimiento? Pues acepto.
—Lo has pensado mejor, ¿no?
—Es que…, verás, me ha llamado el Rey y me ha dicho: «Álvaro, te necesito ahí».
—O sea, ¿que vienes a La Moncloa como el hombre de La Zarzuela?[128].
En los servicios de espionaje, a eso lo llaman «empotrar un canario» o «incrustar un topo». Control encubierto. Obviamente, Recarte puso sobre aviso al presidente. Y al decírselo vio que se ponía lívido. Suárez tardó en reaccionar. Luego, muy desconcertado, le preguntó: «¿Eso te lo ha dicho en serio? ¿Estás seguro?»
Suárez no era un correveidile, por el contrario, aborrecía a los susurradores, incluso su información de Gobierno la distribuía con cuentagotas; pero pensó que debía poner al corriente a Alberto Aza, el diplomático barbado, jefe de su gabinete. Aza valoró el dato de que «supuestamente» el Rey quisiera controlar lo que se hacía en La Moncloa; aunque también podían ser ínfulas de Álvaro Bustamante, tomándose al pie de la letra algún comentario jocoso del Rey, del tipo «tú ve allí, abre bien los ojos, y luego vienes y me lo cuentas». En cambio, entró flechado al tema de Abril Martorell y a su intento de captar a Recarte: «Césale, presidente. Ha sido siempre un mandamás, y en plan cuartelero de ordeno y mando. Acapara parcelas, crea desavenencias, irrita… Para la moción de censura, no hubo manera de que nos soltase los papeles de economía y tuvimos que recurrir a Luis Ángel Rojo en el último minuto… Y ahora quiere, no sé cómo, pero es fácil adivinarlo, largarnos a todos a paseo, empezando por ti»[129].
Una descripción que coincidía con la que Suárez le había escuchado más de una vez a Agustín Rodríguez Sahagún: «Si lo malo de Abril no es tanto lo que manda como lo que parece que manda, y cómo manda… Recuerda al capataz con sus jornaleros. Encima, la gente le oye creyendo que habla en nombre tuyo. Y muchos piensan que te anula, que a solas te puede, y acabas haciendo lo que quiere Fernando»[130].
Una casa de campo del Ministerio de Obras Públicas que nunca había tenido nombre, pero que en adelante se llamaría La Casa de la Pradera. A cuarenta kilómetros de Madrid, en Manzanares del Real y cerca del embalse de Santillana. Allí citó Adolfo Suárez a los miembros de la comisión permanente de la UCD un par de jornadas, el 7 y 9 de julio, «para reflexionar, discutir y solucionar nuestros problemas». Era un modo políticamente correcto de decir «para que me golpeéis y me golpeéis, hasta que caigáis exhaustos; no voy a dar ni un solo golpe, prefiero ganar en el último round por agotamiento del contrario». Llegaban por la mañana, almorzaban allí y se iban al anochecer.
En torno a una amplia mesa, Suárez, como presidente del partido, y los diez miembros de la permanente, periodísticamente apodados «los barones»: Joaquín Garrigues Walker, Francisco Fernández Ordóñez, Rafael Calvo Ortega, Fernando Álvarez de Miranda, Landelino Lavilla, Rafael Arias-Salgado, Fernando Abril Martorell, Pío Cabanillas, Rodolfo Martín Villa y José Pedro Pérez-Llorca.
Rompió el fuego Rodolfo Martín Villa, por su mayor amistad y vinculación con el presidente:
—Dos temas. La moción de censura ha cambiado las cosas y en adelante se nos exige una mayoría absoluta que no tenemos. Habrá que pactar. Quiero señalar el dato de la personalización excesiva que hace la oposición: ya no hablan de la UCD o contra la UCD, sino de Suárez o contra Suárez. Por otra parte, el retranqueo del presidente, el que no esté ejerciendo los poderes, ha puesto en duda su competencia y su capacidad para gobernar. —Aunque había once hombres en aquella habitación, las palabras de Martín Villa sonaban como si no hubiese nadie: ni una respiración, ni un parpadeo—. Por tanto —concluyó Rodolfo—, de esta reunión tienen que salir dos decisiones concretas: decir públicamente que queremos pactar, y resolver entre nosotros el tema de Adolfo Suárez.
Suárez sacó su estilográfica y se acodó en la mesa para escribir, pero se detuvo al ver que «los Rafaeles», Calvo Ortega y Arias-Salgado, ya estaban tomando notas.
Pidió la palabra Joaquín Garrigues:
—Al margen de los pactos que se hagan y de lo que diga la oposición, donde Suárez tiene el problema es dentro de la UCD. Nos cuestionamos su liderazgo. Hablaré en singular: yo me lo cuestiono. No estoy de acuerdo en cómo se lleva el Gobierno, el partido y el grupo parlamentario. Pienso que el presidente tiene que cambiar.
A Suárez debió de resonarle esa frase, era la misma que le habían trasladado hacía unos días como un exhorto del Rey «… pero Adolfo tiene que cambiar». «¿Habrán acuñado un santo y seña?», se preguntó.
—Fernando Abril tiene unos poderes desproporcionados y Adolfo Suárez también. —Seguía disparando Garrigues—. O nos entendemos en esta mesa, y eso implica repartir el poder, o yo me voy a la oposición del partido a disputárselo a ellos. Como ha dicho Rodolfo, tenemos que ponernos de acuerdo sobre el liderazgo de Suárez. Aquí, en esta mesa. Es una cuestión previa.
Intervino Pérez-Llorca:
—Yo no dejaría al margen lo que diga el PSOE. Al contrario, ahí tenemos que concentrar mucha atención. Uno, porque lo que busca el PSOE es descabalgar del poder a Suárez, no a ti ni a mí, sino a Suárez. Dos, porque eso es negativo para UCD en su conjunto. Y tres, porque… no podemos generar otro líder.
—¿Cómo que no podemos generar otro líder? —Álvarez de Miranda había levantado la mano y forzó la voz, pues tenía un tono suave—. En un partido democrático no hay por qué temer la sustitución del líder. Es algo que se debe producir con total normalidad.
Landelino Lavilla habló a continuación. Pensaba lo mismo, pero con un cambio en el orden:
—Antes de ver si es bueno o no que Suárez continúe, hemos de decidir qué queremos hacer de ahora en adelante. —Miró en derredor y acabó el travelling en el presidente, como diciéndole «habla».
Suárez carraspeó y dijo:
—No es sólo un problema de personas, sino de legitimidad del poder. Intentaré explicarme: debemos seguir interrogándonos si vamos a ser un partido de síntesis, un verdadero partido unido, o un grupo de pequeños partidos, cada uno con su marca de origen. Somos nosotros mismos los que generamos la intransigencia dentro y la transmitimos hacia fuera. Si hay amenazas de escisión, como parece, lo mejor es que levantemos la sesión. No podemos seguir transmitiendo inseguridad. Y eso es lo que por ahí se percibe. O hay una verdadera voluntad de hacer UCD, y dudo sinceramente que algunos de los presentes quieran, o no tiene sentido lo demás.
»No falseemos los términos del debate. Si hay voluntad de hacer UCD, el problema no está en saber cómo y cuánto participa cada uno en las decisiones. Yo no pido a nadie lealtad personal a Adolfo Suárez; pero sí pido lealtad institucional hacia el presidente del Gobierno y hacia el presidente del partido. Eso es lo que hay que transmitir hacia fuera, y no se hace.
A las dos, una pausa para almorzar. Aunque todo transcurría en términos muy correctos, la discusión en sí era tensa por el calado de los temas.
Tomaron el café de pie, fuera, en una balconada. En ese interludio, algunos barones preguntaron a Landelino Lavilla si aceptaba que le postulasen allí mismo como alternativa a Suárez. Se negó:
—Yo sé que, desde que dejé de ser ministro de Justicia y pasé a presidir el Congreso, la relación entre Adolfo y yo se ha enrarecido, la han enrarecido, y podría decir quiénes se han dedicado a malmeter y hacerle llegar a Adolfo cosas que yo no había dicho ni pensado. Y no una vez ni dos, le he hablado claro: «Adolfo, no veas en mí a un rival. Yo nunca te sustituiré como presidente del Gobierno. Podré volver o no al Gobierno mientras tú lo presidas; pero no sabría estar en el Gobierno sin ti de presidente». Como sólo tengo una palabra, a vosotros ahora os digo lo mismo: yo a Adolfo jamás le disputaré la presidencia del Gobierno[131].
Reanudaron a las cuatro. Joaquín Garrigues reinició la sesión:
—Lo último que se nos ha dicho aquí antes del almuerzo es que no transmitimos lealtad hacia el presidente. No es cierto. ¡Nunca los barones le hemos fallado al presidente en los momentos críticos, sino que le hemos apoyado! La UCD no es un partido, es un compromiso que se hace todos los días. Por eso yo quiero tener el suficiente poder, no tanto para que Adolfo Suárez no sea el presidente, como para condicionarle en sus decisiones. En este momento, yo no sé si él quiere quitarme o ponerme en las listas electorales… Esto es un do ut des. Si yo te respaldo —se dirigió a Suárez— es para estar «a pachas». De lo contrario, empiezo la ofensiva. Y si pierdo, no pasa nada: he perdido. Mira, Adolfo, aquí estamos todos por la UCD, pero… hay una serie de personas con las que, como presidente, tienes que negociar. ¿Por qué? Porque el pastel es de todos y hay que repartirlo; si no, no tiene sentido estar aquí. Yo al menos me voy —se retiró el mechón lacio que le caía por la frente, se ajustó sus gruesas gafas de concha y, sin dejar de mirar a Suárez, remató con un tono serenamente imperativo—: Debes hacernos una propuesta de Gobierno colegiado. Sí, eso he dicho, Gobierno colegiado. Si no lo haces, esta mesa generará un nuevo líder y compartirá el poder.
—Adolfo, eres tú —volvía a hablar Martín Villa, flemático, de entonación suave, tirando más a gallego que a leonés, y su razonamiento envolvente, pero poniendo a Suárez en la cornisa del edificio—, eres tú el que debe decidir si sigues o no sigues. Todos desearíamos que esto tuviera salida contigo, y que fueses nuestro candidato para el 83. Ojalá. Pero contigo, si decides seguir, no hay más arreglo que teniendo responsabilidades concretas los once que estamos aquí. En caso contrario, es mejor marcharse. Y, si me lo permites, por los años que hace que nos conocemos, te diré que, aunque tengas muchas razones para desconfiar, tienes que saltar por encima de la desconfianza. ¡Por favor, no puedes llevar esta cuestión como un problema de relación personal de éste o del otro contigo!
—Hemos tocado fondo —al fin, Pío Cabanillas se pronunciaba sin ambigüedad—. Parece que hay clara voluntad de que nos salvemos todos. Esto debe generar en Adolfo Suárez el propósito de comportarse de otra manera, y en nosotros el sentirnos solidarios en el hecho de gobernar.
Suárez miró en derredor y, como respuesta a los diez, dijo:
—No me siento incómodo por el hecho de que se someta a debate mi liderazgo. El liderazgo puede y debe ser cuestionado. Pero aquí, en un órgano de dirección del partido. Sin embargo, para mí, tan fundamental como lo del liderazgo sigue siendo qué clase de partido queremos hacer. ¿Un partido de facciones o un partido de síntesis? Ésa es mi duda: ¿estamos jugando de verdad al partido de síntesis o se juega a fomentar clientelas personales?
—Nos haces una pregunta fundamental —dijo Landelino Lavilla— y yo te respondo que, personalmente, estoy a favor de la síntesis siempre que la solidaridad sea efectiva y el poder se comparta también de modo efectivo.
—Adolfo, el problema de la síntesis es tuyo, en tanto que líder, no nuestro —agregó Garrigues en su afán de poner las cosas en su sitio—. La misión del líder es lograr la síntesis, la unión, llámala hache, y luego repartir juego. Lo de las tendencias o familias con etiqueta es un patrimonio que debemos conservar, aunque ya sea sólo un poso, porque hoy la gente se incorpora a UCD, no a las tendencias que haya dentro.
—Bien. Si hay un partido de síntesis, de unión, yo os haré una propuesta de corresponsabilidad, de reparto de poder. Pero a partir de ese dato previo. Y ahora me voy un rato ahí fuera y os dejo para que discutáis la cuestión de mi liderazgo, que ha quedado pendiente. Estoy dispuesto a dimitir. Creedme: no tengo apego al poder. Y, si yo soy el estorbo, me quito de en medio inmediatamente. —Levantándose de la mesa, añadió—: Dejo mi futuro en vuestras manos y haré lo que decidáis. ¡Decidid con libertad!
Eran las seis de la tarde. Salió de la reunión y se fue a pasear por la pradera durante una hora con su cuñado Aurelio Delgado y la secretaria Ana Leyva. Les comentó: «Han sido francos y duros. Pero yo estoy acostumbrado a que me duelan diez muelas a la vez, y de estos diez sólo cuatro venían en plan de guerra». También les dijo que había presentado la dimisión. «Lo he hecho sinceramente; aunque me parece que se lo han tomado como un toque de atención, una advertencia… Ellos me reclaman poder, y voy yo y les contesto “ahí lo tenéis, lleváoslo todo”. Ahora están deliberando si me echan o si me retienen y bajo qué condiciones». Y así era.
—Lo que Adolfo nos plantea al dejarnos solos —Garrigues había vuelto a tomar la palabra— es si creemos en su capacidad y si estamos dispuestos a respaldarle. Es decir, nos deja en el mismo punto en que estábamos: lealtad al jefe y que haga y deshaga en solitario. Bueno, pues yo no acepto el liderazgo de Suárez, si sigue gobernando como hasta ahora. Si asumiera compartir las decisiones y, por tanto, la responsabilidad en esas decisiones, yo estaría con él.
—¿Suárez será capaz de cambiar realmente? —se preguntó en voz alta Paco Ordóñez—. ¿Entenderá el cambio de un partido radical, presidencialista y de adhesión inquebrantable al líder, a un partido democrático, abierto al debate, colegiado, participativo? Ahora bien, si como ha dicho nos da entrada en el juego, nosotros tenemos que darle también un margen de tiempo.
—Me incomoda la ausencia del presidente —dijo Lavilla, pensando quizá en que aquello parecía un juicio con el reo ausente.
—A mí, que haya tenido que irse me deprime no puedo deciros cuánto. —Martín Villa dijo esto y luego se echó hacia atrás en su silla dando a entender que no iba a hablar más.
—Veo el futuro muy negro —siguió Lavilla—. En teoría, me sale que la situación estaría más desahogada en otoño para UCD, cambiando ahora al presidente. Pero ¿y si él acepta lo que se le ha propuesto y cambian los datos de partida? Entonces, no sé, la teoría podría ser otra.
En ese punto, y antes de que Landelino siguiera elaborando gaseosas teorías futuribles, intervinieron tres barones que habían permanecido en silencio casi todo el tiempo: Abril Martorell, Arias-Salgado y Calvo Ortega. Con el apoyo de Pérez-Llorca, consiguieron que se reconociera que no sólo el PSOE identificaba UCD con Suárez sino, sobre todo, los electores: «La marca no es UCD, la marca es Suárez». Y «si queremos ganar en el 83, el liderazgo de Suárez es incuestionable». Al menos en aquellos momentos.
Como hizo antes, Pío Cabanillas planteó «las cosas claras y como son, aunque no nos hagan muy felices a todos»:
—Si partimos de que lo fundamental es que UCD subsista, sustituir a Suárez plantea grandes riesgos. Desde esa perspectiva, yo estoy dispuesto a arroparle, pero conjuntamente con vosotros. Con todos. Si hoy aquí acordamos mantener la figura de Adolfo Suárez, hay que potenciarle al máximo y ponernos bajo su paraguas. Hemos de reconocer que hasta ahora no lo hemos hecho. Y, ojo, si siguiéramos sin hacerlo, nos equivocaríamos gravemente[132].
En la segunda reunión, el 9 de julio, los barones aceptaron el liderazgo de Suárez y acabar con las marcas de origen para ir a un partido de unidad. Por su parte, Suárez se comprometió a colegiar el poder, y a compartir y discutir con los barones las decisiones del partido, incluidas las listas electorales.
No se equivocó Suárez al citarlos en el cónclave de La Casa de la Pradera. Los barones le zurraron sin piedad. Pero él era de Ávila y berroqueño como un toro de Guisando.
El 23 de julio, Suárez invitó a comer en La Moncloa a Carlos Ferrer Salat, presidente de la patronal CEOE[133]. ¿Motivos? Iniciar su «camino de conversión», el cambio que le exigían, tomando contacto con los empresarios, un mundo que había dejado en manos de Abril. ¿Motivos? Sondear, de cara al futuro Gobierno, qué vicepresidente de Asuntos Económicos verían con más agrado. La duda en aquel cuarto de hora estaba entre mantener a Abril o sustituirle por Rodríguez Sahagún, por Calvo-Sotelo o por Luis Ángel Rojo. ¿Motivos? Indagar las relaciones entre dirigentes empresariales, como José María Cuevas, José Antonio Segurado o el mismo Ferrer Salat, con políticos de la UCD como Alzaga, Herrero de Miñón, Martín Villa, Bayón, Gamir… ¿Motivos? Averiguar si Abril estaba negociando a sus espaldas un pacto de gobierno con los socialistas… Y todo ello en una bechamel de «cuéntame, Carlos, cuáles son vuestras fórmulas para reducir a la vez déficit, inflación y paro, sin tener que llamar a los Reyes Magos».
Al parecer, en algún momento, y ante el reproche de Carlos Ferrer «desde la foto de los Pactos de La Moncloa, presidente, nos has abandonado… y lo mismo te dirán Nicolás Redondo y Marcelino Camacho, si es que sacas tiempo para hablar con los sindicatos», Suárez debió de aludir al potente vicariato de Abril dando a entender su incomodidad porque Fernando últimamente le tenía en ayunas, sin información, actuando con absoluta autonomía. En el desahogo, mencionó que «del anterior Gobierno salieron tarifando hombres valiosísimos como Carlos Bustelo y José Antonio García Díez, porque no aguantaban el trato que recibían de Abril»; y que «logró cabrear a Martín Villa, a Garrigues, a Cabanillas y a Ordóñez: no se plegaban a sus vicedespotismos y, claro, ahora me piden su cabeza». Etcétera.
Al terminar la comida, Ferrer Salat trasladó las «confidencias quejosas de Suárez contra Abril» a José Antonio Segurado, presidente de la patronal madrileña CEIM. Y a éste le faltó tiempo para repetírselas a Abril y ponerle en guardia por su posible salida del Gobierno en la inminente remodelación.
Fogoso como un río de leones, Abril se presentó en La Moncloa, entró sin llamar en el sanctasanctórum de Suárez y, con un «¡hasta aquí hemos llegado! ¡Se acabó de hacer el primo!», puso el grito en el cielo. No quiso recitar el albarán de servicios prestados, visitas recibidas, ausencias cubiertas, tundas de negociaciones sindicales y papelones feos desempeñados por preservar al líder-jefe-presidente, cuando el líder-jefe-presidente estaba de viaje o tenía flemones o estudiaba los cuellos de botella de Ormuz y Gibraltar. En cambio, sí tuvo interés en aclarar que él no estaba «pactando ninguna coalición de gobierno con el PSOE, sino asfaltando la pista para lograr consensos parlamentarios en los grandes temas de Estado, como autonomías, economía y terrorismo, donde no tenemos los votos suficientes… y menos que vamos a tener, si empiezan las fugas en las filas de UCD». Discutieron. Se cantaron las cuarenta. Historias antiguas y palabras amargas. Cuando empezaron a subir los tonos, Abril se puso de pie:
—¡Adolfo —atajó—, vamos a parar el carro ya, ahora mismo! Por salvar nuestra amistad, que al menos por mi parte ha sido siempre auténtica y desinteresada, y como además estoy más que harto de los que se refocilan en las cloacas de la política, que tú llamas elegantes y a mí me parecen asquerosas, en este instante te presento la dimisión irrevocable. No quiero que pases el mal rato de echarme. Mañana te la enviaré oficializada por carta.
Así lo hizo. Suárez la aparcó. Era… ¡la quinta! Íntimos amigos y, en cuatro años gobernando juntos, era la quinta vez que agarraba el portante y le decía: «Ahí te quedas, yo me voy a Picassent a ser huertano, que es lo mío». ¿Debía hacerle caso? Hablaron por teléfono y acordaron «pensar por separado y volver a comunicarnos una decisión en firme el 20 de agosto».
Aquél fue el primer verano que las familias Suárez y Abril no veranearon juntas[134].
El 28 de julio, Adolfo Suárez asistía en Lima a la toma de posesión del nuevo presidente Fernando Belaúnde Terry. Por la noche, después de una jornada agotadora, derrengado en un sofá del hotel Bolívar habló con una periodista. Hacía meses que se lo había prometido. Sería más cierto decir que habló consigo mismo, ajeno a la grabadora que iba recogiendo su voz. Se confesaba. Tan sincero fue que, a petición de sus asesores, la conversación no vio la luz hasta pasados casi treinta años.
Soy un hombre absolutamente desprestigiado —dijo mirando al vacío—. He llegado a un nivel de desprestigio bastante notable…, he sufrido una enorme erosión.
Luego empezó a acusarse, a defenderse, a hacer propósitos de enmienda… Como si hablara a solas con su conciencia. A media voz y muy cansado.
Sé que me he equivocado en muchas cosas. Aunque no es cierto el 80 por ciento de lo que dicen de mí. Me acusan de excesiva concentración de poder. ¡Al revés! Mi error ha sido no ejercer el poder que legítimamente me corresponde. Ésa sí es una acusación cierta. Sobre todo este último año… ¿Qué ocurrió? Hice una delegación de poder y durante siete u ocho meses no he tenido los hilos de la información. Sí en política exterior, sí en seguridad ciudadana… pero se me han escapado otros fundamentales, los del Parlamento. Ahora los estoy recuperando a marchas forzadas. Reconozco que he cometido ese error grave… No sé si seré capaz de corregirlo… Bueno, sí, ¡estoy seguro de que lo corregiré! Tal vez tengo excesiva confianza en mí mismo… Cuando me siento acosado, tengo una gran capacidad para salir hacia delante. Pero sería preferible mantener siempre el mismo nivel de exigencia personal.
Dijo algo sobre su reclusión en La Moncloa y su alejamiento de la calle:
¡No, no!, alejamiento no. Un político no puede ser un hombre frío, ni convertirse en un autómata. Ha de recordar que cada una de sus decisiones afecta a seres humanos…, a unos los beneficia y a otros los perjudica. Y han de dolerle los perjudicados. Gracias a Dios, yo no los he olvidado nunca. Hay políticos que no piensan en los gobernados… Yo sí, pienso en ellos, uno a uno, ¡les veo hasta las caras!
Indispensable también en un político: vengan como vengan los hechos, nunca puede deprimirse. Tiene que seguir luchando, defender los principios que siempre ha defendido y pasar por encima de las coyunturas, que a veces desvirtúan el destino histórico de un país. Es preferible decir sí a la historia que a la coyuntura. Yo intento luchar contra esas coyunturas. Pero, cuando son demasiado adversas —el paro, la crisis económica, el terrorismo—, empeñarte en defender los principios te acarrea un grado enorme de impopularidad. Con todo, estoy dispuesto a eso. Lo estuve desde el primer día en que fui presidente.
La impopularidad, la crítica, la ingratitud…, todo eso lo soporto. Lo malo es la incomprensión. ¡Qué cosas han dicho de mí! Personalmente me afecta poco lo que digan… pero me preocupan mis hijos, que un día lleguen a creer que su padre era todo eso que hoy se escribe en la prensa… Eso sí me ha producido ratos amargos. He pasado momentos terribles. Aunque estoy hecho al aguante, no soy insensible, eh. A veces cuesta un gran esfuerzo mantener esta actitud… A mí han estado insultándome de una forma tremenda, cruel, y yo he seguido saludando con el mismo gesto, con la misma atención, hasta con el mismo afecto a la persona que me insultaba.
Se me acusa de ser un hombre ambicioso. Pero ¿nadie se ha parado a pensar que ya se han cumplido todas mis ambiciones personales? ¡Todas! No me falta ni una… ¿Alguien puede creer que el poder satisface por sí mismo? Además, yo no he disfrutado las compensaciones que el poder comporta. Soy un hombre volcado en mi trabajo. No se me ve en cócteles, ni en cenas, ni en teatros, ni en fiestas, ni en ninguna de esas facetas agradables de la vida pública… Me paso el día estudiando documentos, leyendo expedientes, analizando acontecimientos. Despacho los asuntos urgentes, recibo visitas, me entrevisto con especialistas en los temas que me preocupan. Procuro hablar con quienes tienen una opinión diferente a la mía para ahondar en sus razones… ¡Son muchos deberes! Y mi obligación es convencer. Tengo un partido político que apoya mi gestión…, si les convence. No puedo decir: esto se hace así porque yo lo he decidido. Vivo convenciendo.
Y, como si antes no lo hubiera dicho, repitió: «Soy un hombre absolutamente desprestigiado»[135].
Lo era. Arroyo seco. Presidente censurado. Líder discutido. Hombre quemado. Pero el ave fénix renace de sus propias cenizas.
Como efecto inmediato del reparto de poder que se acordó en La Casa de la Pradera, la UCD inauguró el curso político el 8 de septiembre con un nuevo banco azul donde las tribus centristas estaban representadas por sus más valiosos caídes. Confeccionar ese Gobierno fue la tarea de Suárez en agosto, en la soledad nocturna del pazo Atlántica de O Grove. Un banco azul con dos grandes ausentes: Fernando Abril, la revancha de los lobos, y Joaquín Garrigues Walker. Su lobo fue la leucemia. Acabó con él cuando se estrenaba la madrugada del 28 de julio. Él sí hubiese podido tomar el relevo de una UCD desfalleciente, y gobernar con inteligencia, con modernidad y con ese toque desenfadado que siempre le faltó a la UCD. Él no cargaba las tormentas de la ira, ni los cetmes de la Guardia Civil. Con él no hubiese hecho falta desempolvar al general Armada de la guardarropía, ni a sus improvisados comparsas con tricornio. Él era un estadista que, además, sabía sonreír.
El nuevo gabinete no tenía de nuevo más que la distribución en torno a la mesa oval de los mismos ministros que ya estaban, o que habían salido y volvían a estar. Regresaron Rodolfo Martín Villa, Paco Ordóñez y Pío Cabanillas. Los díscolos en casa, «para no perderlos de vista cuando enreden». Y galones de ministro de Estado a unos cuantos, por diluir el descontento que les produjo el que Leopoldo Calvo-Sotelo ascendiera a vicepresidente. Pero Calvo-Sotelo era un atajo de entendimiento con el gran mundo financiero, la derecha clasicona, la burguesía bien instalada, el atlantismo, todo concentrado en un apellido de «protomártir» de la Cruzada.
«Lo malo es que no haya carteras para todos en el Consejo de Ministros —bromeaba con retranca Adolfo Suárez—, porque han quedado fuera los “cristianos”. Y ya veréis, ya veréis, cualquier día de éstos, los cristianos saltarán a la arena y se comerán a los leones».
Suárez, ave fénix, se propuso plantear ante la Cámara la cuestión de confianza. Otro envite. Si no tenía la mayoría absoluta, cesaba automáticamente. Los barones pactaron con Miquel Roca y con Alejandro Rojas Marcos los apoyos parlamentarios de Minoría Catalana y PSA: «Te doy si me das». Lograron empastar ciento ochenta votos. La presentó y la ganó. Eso era el 18 de septiembre de 1980.
El buen sabor duró un instante en la boca. Aquella misma noche, las linotipias de El País imprimían un artículo fulmíneo, «Sí, pero…», que firmaba «Miguel Herrero R. de Miñón, diputado de UCD, vecino a los sectores liberal y democristiano». La coletilla tenía tanto veneno como el texto. Señalaba su posicionamiento vecino a… quienes habían quedado fuera del Gobierno y fuera del reparto del pastel.
El «sí» era un encomio del partido UCD y un subrayado de la «importancia capital del grupo parlamentario». El «pero no», un severísimo azote «al caudillaje arbitrario que pretende ocultar la irremisible pérdida del liderazgo político»; «a la inerte posesión solitaria del poder»; «a los pactos y connivencias secretas con minorías de muy distinta laya […] sin que sepamos el precio que por estos apoyos se pagan»; «a la falta, en cambio, de un diálogo serio con CD». Descarada invitación a entenderse con Fraga. El último «pero no» era una cerbatana al pecho de Adolfo Suárez: «No a las ambigüedades de un programa vagaroso, apto sólo para ir tirando […]. Gobernar no es permanecer indefinidamente a bordo, aun sin jarcias ni timón, como un náufrago. Gobernar consiste en saber fijar el rumbo, saber alcanzar el puerto de destino… y saber incluso desembarcar»[136]. En plata: o usted nos lleva a puerto o usted deja el timón. Herrero de Miñón había desenterrado el hacha de guerra, en un tono conminatorio y con unos símiles náuticos que recordaban demasiado a los «golpes de timón» que el honorable Tarradellas venía recomendando.
A Manuel Fraga no le sorprendió el pronunciamiento de Miguel Herrero. Tres meses antes ya le había dicho: «Suárez es el obstáculo para un entendimiento entre una derecha en alza y un centro a la deriva. Hay que sacarle»[137].
El segundo hachazo sobrevino poco después. Había que elegir portavoz del grupo parlamentario de la UCD. El candidato oficial del Gobierno era un socialdemócrata, Santiago Rodríguez Miranda. Las distintas fuerzas políticas se habían comprometido con Suárez a respaldarlo. Pero la noche víspera de la elección empezó el zafarrancho de combate, los teléfonos incesantes recaudando votos para «Miguel, el oponente». Al día siguiente, 14 de octubre, con el apoyo de democristianos, liberales, martinvillistas, «jóvenes turcos» y demás fauna centrista sin etiqueta, salía elegido Miguel Herrero de Miñón. Y no por una diferencia despreciable: 103 votos frente a los 45 del candidato oficial.
«Un varapalo absoluto —reconocía Suárez tiempo después—, prueba clara de que mi autoridad como presidente del partido había sufrido una erosión muy seria. Esa elección significaba un rechazo a mi persona dentro de UCD»[138].
Su situación era de cerco total: los «enemigos» en el Consejo de Ministros y la batuta del grupo parlamentario que debía secundar las leyes y decretos del Gobierno, en manos hostiles.
No exageraba Suárez cuando, pasados los años, le dijo a Narcís Serra durante una comida en Toledo: «Había ministros míos que salían del Consejo para llamar a Felipe y darle cuenta de lo que estaba ocurriendo, de lo que estábamos decidiendo… Por la duración de la ausencia del ministro, yo adivinaba si con quien hablaba era con Felipe o con El País»[139].
A los pocos días, Suárez recibía en La Moncloa al flamante portavoz Herrero de Miñón. Le iba mucho en ello y se esmeró en derrochar cordialidad y simpatía, sin mencionar el «Sí, pero…», ni una conferencia también hipercrítica de Miguel en el Club Siglo XXI, «¿Adónde va la UCD?». Al contrario, una decidida búsqueda de alianza y colaboración, toda vez que perder el control del grupo parlamentario era el síntoma palpable de que avanzaba la gangrena:
—Miguel, tú y yo tenemos que trabajar muy sintonizados, yo desde el Gobierno y tú desde el Parlamento. Así saldrán bien las cosas… ¡Tenemos que querernos mucho!
Pero la gélida respuesta de Miguel fue:
—Yo no estoy en política para querer ni para ser querido[140].