CAPÍTULO 3 Suárez, el héroe maldito

No había lobbies, pero había lobbistas

Los periodistas arrumbaron sus sobadas agendas con los viejos teléfonos de ex ministros, procuradores y consejeros nacionales, que acababan de pasar a la historia. Enseguida se aprendieron el nuevo nomenclátor de ministros, diputados, senadores, dirigentes sindicales, sedes de partidos, empresarios gerifaltes de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), banqueros…

Hasta entonces, un Alfonso Escámez, un Emilio Botín, un José María Aguirre Gonzalo, un Luis Usera, un José Ángel Sánchez Asiaín, un Luis Valls eran entelequias invisibles para los periodistas. «El dinero no tiene color ni bandera —se decía— y el banquero no tiene rostro ni teléfono». Pero a partir de julio de 1977, en cuanto se puso en marcha aquel gran obrador del pan constitucional, las Cortes constituyentes, a esos mariscales del capital les faltó el tiempo para invitar a los periodistas y, entre jamón de Parma, cangrejo ruso y sorbitos de Dom Pérignon, intoxicarlos con sus pretensiones que, «por el bien de España», querían ver plasmadas en la Carta Magna. Médicos, catedráticos, farmacéuticos, comerciantes… y altos mandos militares, todos tenían algo que decir, «pero desgraciadamente no tenemos voz en el Parlamento». No había lobbies, pero había lobbistas. Y donde presionaban a fondo era entre diputados, ministros, subsecretarios y toda esa gama… O pedían audiencia al presidente del Gobierno, o al jefe de la Casa de Su Majestad, o al Rey en carne mortal.

Las Cortes constituyentes se inauguraron en un pleno conjunto de Congreso y Senado presidido por los Reyes, el 22 de julio de 1977. A las diez de la mañana empezaron a entrar tirios y troyanos, hititas y filisteos, socialistas, ucedistas, comunistas, gente que aún retenía algún poder del que tuvo en tiempos de Franco, y gente que llegaba oliendo a cárcel o con ropa comprada en el exilio.

En una mesita del bar de las Cortes compartían tinto y pincho de tortilla Justino Azcárate, Julián Marías, Camilo José Cela, Manuel de Irujo y el profesor Juan J. Linz. Más allá, Martín Villa reía divertido con lo que le contaban sus ex presos Camacho, Carrillo y Gallegos… El poeta Rafael Alberti dedicaba tarjetas con dibujos de barquitos y palomas. Dolores Ibárruri que, unos días antes, al constituirse las Cámaras, había presidido «la mesa de edad», comentaba su impresión: «Lo importante no era sentarme, sino sentirme». Arrellanado en un sillón de pasos perdidos, Felipe González se soplaba un largo veguero, regalo de Omar Torrijos, rodeado de preguntones a los que a veces respondía con una voluta olímpica de humo azul. Lo llamativo era el círculo de preguntones: Garrigues Walker, Fernández Ordóñez, Camuñas, Pío Cabanillas, flamantes ministros todos… de Suárez. El diputado Juan de Dios Ramírez Heredia, gitano de dura crin, con su camisa de raso escandalosamente verde, decía «estoy orgulloso porque aquí represento a un partido, a un pueblo y a una etnia; pero apurao porque nadie me dijo que el protocolo de caballeros era traje oscuro, y me he puesto lo mejor del armario». Cuando miró a los tendidos se tranquilizó: sólo dos atuendos negros, el nuncio monseñor Dadaglio, en la tribuna de invitados, y Dolores Ibárruri, vestida de Pasionaria, riguroso luto, negros los pendientes, negra la redecilla del moño. El resto en aquel arca de Noé, diversidad, policromía. Había desaparecido el ciclorama monótono de procuradores con uniformes militares caquis, chaqués negros o vestuario fascista de chaquetas blancas y camisas azul de Mahón.

En los speeches desde la tribuna de oradores, todavía era más notoria la polifonía. Y eso que se trataba sólo de una ronda de salutación. Carrillo se refirió al Rey por su cargo político, «el jefe del Estado». Tierno, por el símbolo de la institución, «la Corona». Pujol le aludió con el tratamiento «Su Majestad». Felipe González ni le mencionó en su discurso de veintisiete holandesas. Quizá quería afirmar, sin perder un segundo, que «la soberanía está aquí, en los escaños donde los ciudadanos nos han puesto».

Por una vez, se equivocaba el Qohelet y en este país «todo era nuevo bajo el sol».

«Tengo que defender al Rey del Rey mismo»

Potenciado por los resultados del 15-J, Suárez empezó a recordarle al monarca cuáles eran los topes de su poder arbitral: «Arbitral, sí, pero no arbitrario».

Anticipándose a la Constitución, quería poner fin al instintivo borboneo y tasar las actuaciones regias fuera de programa, salidas o visitas al margen de la agenda oficial, amistades poco fiables, reuniones o viajes no consultados con su jefe de Gobierno. «Tengo que defender al Rey del Rey mismo», decía Suárez. Pero no resultaba fácil. El Rey era experto en montarse sus escapadas lúdicas sin dejar rastro, o en recibir de tapadillo al político Fulano, al general Mengano o al financiero Zutano… Y si Suárez se lo reprochaba, ya sabía la respuesta: «¡Yo en mi casa recibo a quien me sale de los cojones!»

Una de las primeras exigencias de Suárez en la nueva etapa fue que el Rey prescindiera de los servicios de su secretario general, Alfonso Armada.

Suárez desconfiaba políticamente de Alfonso Armada y de su influjo, «como un moscón permanente junto a la oreja del Rey». Armada era un hombre chapado a la antigua, reacio a los cambios, de mentalidad ultraconservadora y, como militar franquista, más que receloso, abiertamente contrario al cambio de régimen. El Rey tenía que estar continuamente neutralizando en su interior los mensajes negativos de Armada sobre las actuaciones de Suárez.

Delante del Rey se habían producido ya demasiadas discusiones en las que el secretario exponía ácidamente sus profundas divergencias con la política del Gobierno. Además, Armada, con puertas abiertas a toda la cúpula militar, emitía sus opiniones críticas como si fuese portavoz del estado de ánimo y del pensamiento del monarca. Había rechinado ante las amnistías, los partidos políticos, la legalización del PCE, la disolución del sindicato vertical… En cierta ocasión, Adolfo Suárez le dijo al Rey: «No me gusta ni me tranquiliza nada que Alfonso Armada esté en Zarzuela, llevando nada menos que la Secretaría del Rey, y que prácticamente se pase aquí el día en tan continua proximidad al monarca». Pocos días después, Don Juan Carlos pensó que había encontrado una fórmula para templar el conflicto:

—Adolfo, he pensado sacar a Alfonso de mi Secretaría y nombrarle jefe del Cuarto Militar de la Casa Real, ¿qué te parece?

—No me parece. Me opongo.

—¡Pero bueno! ¿No voy a poder yo mover las piezas dentro de mi Casa? Ésa es una facultad que tienen y han tenido siempre los reyes en toda Monarquía reinante; incluso no reinante, en el exilio.

—Eso lo hacía Franco y lo hacían Alfonso XIII y sus predecesores; pero aquí nos encaminamos hacia otro modelo.

—Pues en el nuevo modelo —replicó el Rey—, yo quiero tener al menos la libertad de elegir, nombrar y separar al personal de mi Casa. Así que eso debe constar bien claro en la Constitución. ¡Es lo menos que se le deja a un ama de casa!

—Si en la nueva Constitución se incluye esa atribución para el Rey, yo seré el primero en aceptarla, pero ahora no es así. De modo que, tal como están las cosas, si se produjera ese nombramiento, yo me opondría. Y el Rey tendría que elegir entre Armada como jefe del Cuarto Militar y yo como presidente del Gobierno[1].

Don Juan Carlos no volvió a mencionar el asunto y Suárez aguardó a tener un pretexto sólido.

Un día en que Suárez esperaba en el antedespacho para ser recibido por el Rey, Armada protestó por la «rampante desmoralización y pérdida de valores» que él percibía y citó una ley del divorcio todavía inexistente. Era su criterio moral y tenía derecho a exponerlo; pero al hacerlo se encorajinó, y fue alzando la voz hasta el punto de que el Rey oyó la bronca y salió alarmado de su despacho.

Un hijo del secretario del Rey, Alfonso Armada y Díez de Rivera, se había presentado a las elecciones generales del 15-J como candidato al Congreso por Madrid en las listas de AP. Se detectaron varias cartas, escritas y firmadas por el general Armada en papel timbrado del palacio de La Zarzuela, postulando el voto para el partido de Fraga, en el que militaba su hijo. Cuando Suárez tuvo en su poder unas cuantas fotocopias de esas cartas, subió a ver al Rey. Llevaba en su portafolios un buen pretexto con el que podría exigir la salida de Armada. Hacía tiempo que quería alejarle del circuito de la influencia directa del Rey.

Ciertamente, no era correcto utilizar el papel con membrete de la Casa de Su Majestad para pedir un voto, o una docena de votos, a favor de AP, pero mucho menos correcto era utilizar al propio Rey para pedir diez millones de dólares al sha de Persia y cien millones más al príncipe Fahd de Arabia en beneficio de la UCD.

Suárez estaba indignado y pidió a Don Juan Carlos que llamase a Armada al despacho. A la vista de las fotocopias con su encabezamiento y su firma, Armada reconoció que él mismo las había escrito y enviado. Y tenso, ante el cerco de aquella acusación con pruebas, se defendió atacando. Aprovechó la ocasión para exponer su desacuerdo con «la línea con que se estaba llevando la gobernación del país desde hacía un año», fustigó la «torpe, inepta y fracasada lucha contra el terrorismo»; su preocupación por los prometidos Estatutos de Cataluña y del País Vasco, que «vaticinan ya el despiece y la ruptura de España», y la posibilidad de que la Constitución, «por consolidar la Monarquía, establezca una alternancia en el poder, con lo que dentro de un par de años nos estarán gobernando los socialistas marxistas». Llegado a ese punto, Armada afirmó rotundo, dirigiéndose al Rey como único interlocutor:

—Señor, en mi jerarquía de valores, primero y por encima de todo está Dios; después, mi concepto personal de España como patria; luego, el Rey; y en cuarto o en quinto lugar, la Constitución.

Concluida la reunión, Suárez le dijo al Rey:

—Ha sido esclarecedor. Él lo ha dicho todo. También para mí lo primero es Dios; pero Armada es un golpista en potencia porque su «concepto personal de España» está por encima de la Constitución y por encima de la propia Corona. De modo que una distribución territorial de España, por ejemplo, que no cuadre con su concepto personal le situaría en contra de la Constitución, del Gobierno y del Rey… al que dice defender[2].

Pocos días después, el 11 de julio, Sabino Fernández Campo se incorporaba a la Casa del Rey «para hacer el rodaje», según la jerga de palacio. Iba recomendado por su amigo y compañero Armada, y solapándose con él hasta los reales decretos de 31 de octubre del mismo año 1977, por los que Armada cesaba y era nombrado Fernández Campo.

Al monarca le disgustó tomar esa decisión. Pero no podía elegir. Adolfo Suárez ya no era un presidente «por dedo regio designado y por dedo regio cesable»; desde el 15-J, su nombramiento se lo había dado el pueblo, y sólo el pueblo se lo podía quitar.

Con todo, el Rey no rompió su relación con Armada, un «fiel doméstico» que llevaba a su lado desde el otoño de 1965, cuando Don Juan Carlos no era siquiera Príncipe de España.

«Los siete sabios de Grecia»

Desde el 22 de agosto de 1977, la Acción Política, con mayúsculas, se desarrollaba en las Cortes. En una saleta rectangular con mesa oblonga central, donde a puerta cerrada y comprometidos a la confidencialidad, trabajaban siete diputados: los «padres constituyentes». Ellos elaborarían el borrador que después habría de debatirse en comisión, votarse en el pleno del Congreso y pasar a la fase de segunda lectura en el Senado; y por último, se daría al pueblo la palabra en referéndum.

Guardando proporcionalidad con los resultados electorales y buscando también que en esa ponencia estuviesen reflejadas las fuerzas minoritarias de la Cámara, se distribuyeron los puestos de modo que la UCD tuvo tres miembros: Miguel Herrero de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca y Gabriel Cisneros. El PSOE, uno, Gregorio Peces-Barba, porque Guerra cedió el suyo a Miquel Roca i Junyent, de Convergència i Unió (CiU), como voz de los nacionalistas. El comunista del PSUC Jordi Solé Tura representaba al PCE. Y Manuel Fraga Iribarne, a AP. Fue un error no poner una silla más alrededor de esa mesa —o que la UCD, teniendo tres, no cediera una— en cuanto los nacionalistas vascos dijeron que no se sentían representados vicariamente por el ponente catalán Roca.

La confidencialidad no prohibía la comunicación de los ponentes con sus jefes de fila ante cualquier problema de transacción, ya fuese de forma o de contenido. Por tanto, Adolfo Suárez, Landelino Lavilla —su ministro perito en leyes—, Felipe González, Jordi Pujol y Santiago Carrillo estaban muy al tanto de lo que tras aquellas puertas cerradas se iba tejiendo. Fraga, por ser líder de su partido, era el que tenía una cancha autónoma de maniobra.

No era fácil la tarea, pero aquellos siete hombres se afanaron con empuje, con ilusión y con altura de miras: debían hacer, en nombre del pueblo, una Carta Magna válida para todos. No impuesta por ningún grupo de poder, ni atemorizada por ninguna amenaza. Preferían la ambigüedad de múltiples lecturas al sesgo en una única dirección. Buscaban el consenso. No era una palabra talismán, sino la aspiración, y el clima social y político de aquellos momentos.

La Constitución se construyó en el marco de un cambio de régimen, la Transición, en el que la superación del antagonismo derechas-izquierdas, el restañado de las heridas de la guerra y la posguerra, la reconciliación entre las dos Españas, el olvido voluntario de las nociones de «vencedores» y «vencidos» eran ya categorías irrenunciables. Los propios trabajos constituyentes se desarrollaban en paralelo a iniciativas que respondían a ese mismo espíritu: los Pactos de La Moncloa, la Ley de Amnistía, el restablecimiento de la Generalitat, con Tarradellas, el tótem gigantón que regresaba de su destierro en Saint-Martin-le-Beau «entrando por Madrid, para ver al Rey, pero a título de molt honorable president». Y no sólo eso, el consenso era casi un mandato popular emanado de las urnas del 15-J. El mensaje inequívoco que los electores habían enviado a sus elegidos era el de la moderación. Y en esa clave sonora debían trabajar los constituyentes[3].

Los «siete sabios de Grecia», como enseguida los bautizó la prensa, buscaban redacciones amplias, laxas, cuyas posteriores lecturas pudieran ahormarse a gobiernos de izquierdas o de derechas, sin traicionar el espíritu del legislador. Y no eran temas baladíes: la definición de España, las funciones del Rey, la misión de las Fuerzas Armadas y su subordinación al poder civil, la organización territorial armonizando las autonomías y la unidad nacional; el derecho a la vida; la abolición de la pena de muerte; la aconfesionalidad del Estado, junto al respeto por las creencias religiosas de la sociedad española y la cooperación con la Iglesia católica; el deber de defender la patria con las armas, aunque admitiendo la objeción de conciencia; el derecho a la propiedad y a la herencia, la economía libre de mercado, junto a cierta planificación estatal en orden al bien común…

Había palabras que generaban fantasmas. Estado era una de ellas. Hubo muchas conversaciones entre el centrista Herrero de Miñón, el comunista Solé Tura y el catalanista Roca i Junyent, para acercar posturas sobre los poderes y atributos del monarca, la definición de España, la descentralización en equilibrio con la unidad. Por fin, una noche se reunieron Pérez-Llorca, Herrero de Miñón, Roca y Pujol en el hotel Suecia, al lado del Congreso, y acordaron «paliar» la expresión Estado español, que figuraba en el borrador, uniéndola a la de Monarquía española o Monarquía parlamentaria, que eran las que el Rey le había sugerido a Pérez-Llorca[4].

—A los catalanes —decía Jordi Pujol— nos resulta políticamente menos incómodo lo de Monarquía española, ya que no se refiere de manera directa a España como Estado ni como nación.

—Y para los nacionalistas, catalanes y vascos —confirmaba Roca—, la voz Corona o la voz Reino tienen una lectura que no rechina, que permite entender un conjunto de territorios dotados de identidad propia.

Así, contentando a los nacionalistas, se acuñaría en la Constitución que «la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria». Por tanto, se definía el Estado como una Monarquía; y ésta, sometida al Parlamento[5].

El artículo 2 era pura trigonometría, porque debía engarzar «la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», donde lo «indisoluble» remachaba sobre lo «indivisible» con algo en apariencia tan dispar como «el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, y la solidaridad entre todas ellas». Y gracias a ese cañamazo se pudieron recamar —dentro de la Constitución— los Estatutos de autonomía catalán y vasco. Un bordado habilidoso y sutil con hilos de mírame y no me toques, que sin embargo debía resistir sin quebrarse el paso de los años[6].

La noche más larga de la Constitución

Los artículos elaborados entre los ponentes iban pasando a la comisión constitucional. Pero una vez ahí, los textos se embarrancaban. Se producían debates tensos, farragosos, arriscados, y al final se aprobaban los artículos por la suma indefectible de los votos de UCD y AP, con evidente desfonde de catalanes, vascos, comunistas y socialistas que, sesión tras sesión, veían cómo los apisonaba ese rodillo mecánico de una UCD gobernante asociada a la derecha de Fraga. Ya era marzo y apenas habían aprobado veintitrés artículos, provocando más de tres mil enmiendas, y con una mal disimulada impresión de derechazo.

Suárez y Abril lo comentaban con preocupación: «El objetivo es una Constitución de consenso con la que todos se sientan más o menos cómodos, más o menos identificados… pero si sale sesgada no la aceptarán todos los demás».

El 6 de marzo, cuando están debatiendo «la libertad de los padres para fundar y dirigir centros de enseñanza privada», Gregorio Peces-Barba juega un audaz golpe de efecto: «Señores, considero poco útil mi presencia en esta ponencia. Solicito la venia del señor presidente para retirarme… definitivamente». Da un portazo y abandona. No volverá a la ponencia hasta un mes después.

Suárez intenta localizar a González, pero le dicen que está viajando por Estados Unidos y la Unión Soviética con un grupo de su partido.

Entre tanto, Guerra telefonea a Abril Martorell. Su tono es una mezcla de enfado y de fastidio:

—Fernando, esto no puede seguir así. Está saliendo no ya una Constitución de derechas, sino la Constitución más reaccionaria de Europa, y os la vais a comer vosotros solos, con la gente de Fraga. Nosotros no estamos tocando bola, ni la consideramos nuestra, ni estamos de acuerdo. Y vamos a votar en contra. Ésta no es la Constitución de consenso que el país espera…

Tenía razón. El asunto era real y muy serio.

Suárez averiguó que fueron Landelino Lavilla y Herrero de Miñón quienes, queriendo o sin querer, habían ido provocando ese escoraje a estribor. Y le pidió a Abril: «Fernando, desapodera a Lavilla y a Herrero, apártalos y encárgate tú».

Regresado Felipe González de su tournée «por las dos potencias que mandan en el planeta», el día 9 de marzo se reúne con Suárez, mano a mano, hora y media en el Congreso, en la sala rosa de ministros. Discuten las condiciones para que el PSOE vuelva a la ponencia: un giro de ciento ochenta grados y que tomen las riendas los respectivos números dos de sus partidos.

También interviene el Rey, porque la Constitución no avanza, y se está agriando el clima entre el Gobierno y su «verdadera oposición», así que los cita conjuntamente a ambos. Él es el primer interesado en que la Carta Magna «como una casa común, no sea la que cada uno se hubiese hecho de encargo, pero nos sirva a todos».

El 22 de mayo a las diez y cuarto de la noche, en un reservado del restaurante José Luis, frente a la grada norte del Bernabéu, se reúnen con los relojes quitados y con buenos cargamentos de tabaco Abril, Arias-Salgado, Gabi Cisneros y Pérez-Llorca, por parte de la UCD, y Guerra, Peces-Barba, Gómez Llorente y Múgica, por el PSOE.

No fue una cena fácil. Ni es trivial lo que garabatean en papeles que luego estrujan y tiran al suelo con furia. Cuando el maître ha renovado los ceniceros y ha dejado sólo los cafés y las copas de licor, lo que hay sobre la mesa es la pena de muerte, la libertad religiosa, la justicia militar, la extradición, el derecho a la huelga, la escuela laica, la supresión de los tribunales de honor, la mención a la Iglesia católica, el servicio militar obligatorio, la objeción de conciencia, el matrimonio civil, el divorcio, los derechos de los hijos naturales, la propiedad privada, los impuestos confiscatorios, la progresividad fiscal, mayoría de edad a los dieciocho años…

Fernando Abril ha bebido un trago largo de jotabé, se ha acodado sobre la mesa y con voz opaca de negociador duro, ha dicho:

—Nosotros no podemos firmar una Constitución con la que el día de mañana, cuando la izquierda llegue a gobernar, pueda darle la vuelta a la tortilla y liquidar las bases de una economía de mercado, que es la propia de cualquier democracia occidental. No podemos. Y como no podemos… eso tiene que quedar absolutamente definido, grabado, acuñado. Y advierto, como regla de juego, éste es un límite infranqueable.

No se da cuenta de que tiene un cigarrillo en el cenicero apenas prendido, pero enciende otro como para rellenar el denso silencio.

—Pido la palabra. —Alfonso Guerra está sentado frente por frente—. Aceptamos lo de la economía de mercado, pero agregando algún papel corrector del Estado. Una planificación indicativa… Sí, he dicho «planificación». ¡No hay que asustarse! Nosotros tampoco estamos aquí para avalar cualquier Constitución. Nosotros queremos una Constitución que nos permita hacer socialismo.

A las cuatro de la mañana bajaban las escaleras de José Luis. Iban como zumbados. Contentos pero derrengados. Con equilibrios inverosímiles, habían consensuado de una tacada veinticinco artículos, del 24 al 50. Habían abierto un camino por el que la Constitución podría marchar a una velocidad hasta entonces impensable. Y sobre todo, se había recuperado el norte: hacer una Constitución sin vencedores ni vencidos.

Siguieron viéndose y trabajando a altas horas. En El Escuadrón, en el despacho de Óscar Alzaga, en el de Peces-Barba, en casa de Abril. Fueron pasando todos: Carrillo, Arzalluz, Herrero de Miñón, Landelino Lavilla, Eduardo Martín Toval, Miquel Roca, Solé Tura… Aquello no eran pactos turbios, aquello era el arte político del consenso. Se avanzó. Y de las 1133 enmiendas, sólo se mantuvieron 187[7].

El wikileaks de la Constitución… y empiezan las presiones

Salvado el escollo, los trabajos iban viento en popa hasta que ocurrió algo insólito: la filtración a la prensa del borrador «secreto» con los veintinueve artículos ya elaborados en firme. El original del scoop lo tuvo Cuadernos para el Diálogo, publicación con la que estaba estrechamente vinculado Gregorio Peces-Barba, el ponente socialista. Para amortiguar el descarado mal efecto, lo compartieron al alimón con El País y La Vanguardia[8].

El efecto más pernicioso de esa filtración fue que desencadenó una riada de advertencias, críticas y presiones desde diversas instancias de poder. En España no existía el lobby como organización legal institucionalizada, pero sí existían los lobbistas y los traficantes de intereses. Unas llegan al Rey, otras al presidente del Gobierno, otras al de las Cortes…

Empresarios y banqueros se habían alarmado ante la palabra planificación en defensa de la productividad económica, y de otras cautelas o cortapisas estatales que se mencionaban junto a la libertad de empresa y la economía de mercado. Al vicepresidente del Gobierno, Fernando Abril Martorell, le llovían las protestas. «Decidme, ¿qué Gobierno —contestaba— no planifica o programa su política económica cada año, a la vista de las macrocifras que maneja? Pero esa palabra, planificar, a los socialistas y a los comunistas les produce tal regodeo que luego ceden en el servicio militar obligatorio o en que “todos tienen derecho a la vida”, sin precisar si todos los nacidos o todos los concebidos»[9].

El presidente de los empresarios de Madrid, José Antonio Segurado, alardeaba sin rubor: «En la Constitución influíamos permanentemente a través de Fernando Abril. Cuando se redactaba el Estatuto de los Trabajadores, conseguimos que el PSOE defendiera nuestras tesis, las de los patronos. En cambio, el mayor gol que nos metieron, la reforma fiscal, quien lo chutó fue un ministro de Suárez: Paco Ordóñez»[10].

Era un flujo discreto pero intenso de «correos del zar» hacia el palacio de San Jerónimo. En defensa de la libertad empresarial, o de la abolición de la pena de muerte, o de la amplia gama de libertades ciudadanas, se batían el cobre los centristas liberales Pedro Schwartz y Chimo Muñoz Peyrats, con el equipo soterrado de Joaquín Garrigues Walker, Jiménez Blanco, Eduardo Merigó, Pedro López Jiménez.

Hubo momentos —reconocía Muñoz Peyrats— en que le decíamos a Miguel Herrero, que dentro de su acratismo era más liberal que otra cosa: «Miguel, cógete el texto del Consejo de Europa, y traduce y llévalo de chuleta a la ponencia». […]

En el seno de UCD no todos estaban a favor de abolir la pena de muerte, ni de la amnistía, ni de que no hubiera más delito político, sino que en adelante todo acto delictivo fuese delito común, o de la desaparición de la justicia militar incluso para el golpismo —recordaba nítidamente Muñoz Peyrats—. En un principio, ponían pegas Landelino Lavilla, Herrero de Miñón, Pérez-Llorca, Emilio Attard… En cambio, Adolfo Suárez, Abril Martorell y Rafa Arias-Salgado les sacaban muchos cuerpos de ventaja en mentalidad liberal. Un domingo nos reunimos a comer en el Eurobuilding los parlamentarios de UCD para discutir sobre esto. Yo tomé la palabra y me quedé con la garganta seca: «Y si uno de ETA extorsiona o mata, al ser un delincuente común y no un activista político, no puede haber un país civilizado que le dé asilo». Suárez observaba las caras de todos y callaba. Al terminar me dijo escuetamente: «Chimo, te felicito»[11].

Y previendo las leyes que desarrollaría la Constitución, Javier Santamaría orquestó desde Petromed la presión del lobby petrolero sobre el Gobierno. Y el socialista Luis Solana, en defensa de los intereses del Banco Herrero, del que era asesor, transmitía «recados sobre coeficientes de caja» que luego «se apañarían» por la vía tributaria en la reforma fiscal. Y empresarios y comerciantes como Juan Garrigues Walker o Ramón Mendoza enviaban mensajes para conseguir licencias de importación y exportación de crudos, automóviles, camiones, land rovers

También el Rey recibía presiones directas de empresarios y banqueros, al hilo de la Constitución. Luis Olarra, Emilio Botín, José María Aguirre Gonzalo. Y en mano, la información que le facilitaba Alfonso Escámez, senador de designación regia y banquero de su patrimonio personal, cuando se debatía el Estado de las autonomías, la definición de España como Estado social y democrático de derecho, la libertad sindical, el derecho a la huelga, la primacía del interés general en la economía y su planificación por el Estado… En una carta manuscrita del Rey a Suárez se hacía eco de su reciente conversación con el banquero Botín y con el empresario Olarra, senador real, que habían ido a La Zarzuela a manifestarle «sus inquietudes porque se está haciendo una Constitución contra España»[12].

Fueron incontables los intentos de torcer la mano a los constituyentes, unos llegaban a La Zarzuela; otros, a La Moncloa. Suárez se los pasaba a Abril:

Tuvimos que recortar, pacificar, consensuar desde la prohibición de asociación sindical para militares, jueces y funcionarios públicos, hasta los servicios mínimos en caso de huelga —explicaba Abril Martorell, poco tiempo después—; desde el lock-out en los conflictivos hasta las exigencias de los colegios profesionales, las demandas de los padres de familia en temas de enseñanza defendiendo su derecho a crear y dirigir colegios privados… El socialista Gómez-Llorente propugnaba con vehemencia la enseñanza pública, estatal, obligatoria y única, como un mastín que no suelta la presa. Y no digamos las discusiones, ¡torneos jurídicos! Entre Lavilla y Peces-Barba, porque los socialistas querían que el fiscal del Estado y la Junta de Fiscales no fuesen el Ministerio Fiscal, del Gobierno, sino que pertenecieran al poder judicial, y los actos del fiscal no los refrendase el ministro de Justicia, sino el presidente del Tribunal Supremo[13].

En cambio, ante la gran cuestión de la aconfesionalidad del Estado, «ninguna confesión tendrá carácter estatal», ni el papa Pablo VI ni la jerarquía de la Iglesia en España se pronunciaron. Así lo declaró uno de los siete ponentes de la Carta Magna, Miguel Herrero de Miñón: «Soy católico practicante. Trabajo de lleno en la Constitución. Pues bien, ni Tarancón, ni el nuncio Dadaglio, ni el obispo de mi diócesis, ¡ni mi párroco!…, absolutamente nadie me ha dicho todavía una sola palabra sobre lo que yo podría hacer a favor de la Iglesia. Me siento con plena libertad para obrar según mi conciencia»[14].

Santiago Carrillo, como miembro de la comisión constitucional, siguió muy atento esos trabajos; pero ya antes, a través del comunista catalán Solé Tura, tenía un registro directo de lo que debatían los siete ponentes y en qué puntos se enzarzaban. Ante las reacciones que suscitó la palabra nacionalidades, interpretada tanto por la derecha de Fraga como por el estamento militar como «un atentado en la línea de flotación a la unidad nacional», Carrillo habló con el presidente Suárez. Le vio dubitativo. «Con lo rico que es el castellano —le dijo Suárez—, yo preferiría otra expresión que, significando lo mismo, no asustase tanto: autonomías, comunidades autónomas…» El día que «los siete sabios de Grecia» debían decidir, Suárez llamó a Carrillo por teléfono: «Santiago, te adelanto que los tres ponentes de la UCD, José Pedro, Miguel y Gaby, apoyarán el término nacionalidades. Pero no creas que ha sido fácil»[15].

El Ejército propone ser un poder del Estado

Los militares, a través del teniente general Vega Rodríguez, le hicieron llegar a Suárez un proyecto escrito sobre las Fuerzas Armadas para que se consagrasen en la Constitución como un poder militar autónomo[16]. De ese propósito supo también Abril Martorell: «Estaban muy influidos por el fenómeno portugués y eran partidarios de un poder militar que no dependiera del Gobierno y que tuviera en su cumbre al Rey»[17].

Confirma esa información Herrero de Miñón: «Adolfo Suárez me dijo que el teniente general Vega le entregó unos folios sobre el poder militar, tal como los altos mandos querían que figurase en la Constitución. La idea era un poder independiente del ejecutivo, del legislativo y del judicial. Un auténtico «cuarto poder», sólo que… con armas. Quizá fue redactado por el equipo de juristas que tenía, o seguía teniendo, Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil, ex vicepresidente del Gobierno»[18].

El periodista Emilio Romero, hombre muy próximo a cenas y sobremesas con generales en activo, conoció el proyecto y el intento: «Hubo cierta presión del Ejército sobre el Gobierno, sobre el Rey y sobre determinados autores de la Constitución con idea de darle un poder más real al monarca, darle el mando supremo militar, que la Constitución se lo atribuye sólo simbólicamente, no de hecho. Ésa ha sido siempre la tentación del Ejército desde que hay democracia en España: generar un poder militar autónomo, independiente del Gobierno, y encabezado y mandado por el Rey»[19].

«Sobre el presidente Suárez —comentaba Santiago Carrillo— debieron de ejercerse presiones de todo género. Yo tuve la impresión, a lo largo de todo el debate constitucional, de que en éste participaba activamente un protagonista invisible: el Ejército. Nunca supe quién transmitía al Gobierno las opiniones del mando militar, ni por dónde le llegaban a Suárez; pero tenía la convicción de la presencia de ese factor invisible, demasiado opresiva a veces, mientras duraron los trabajos de la Constitución. Suárez me reconoció más de una vez que un sector del Ejército había seguido con la escopeta apuntando todo el período constituyente, y particularmente cuando se trataron los temas vasco y catalán»[20].

Arzalluz: «Queremos pactar sólo con el Rey»

Querían y no querían, pedían la luna, «su luna», pero tenían que dársela en el envoltorio que ellos mismos decidieran. Sobre sus derechos históricos y la soberanía originaria del pueblo vasco, no les bastaba como fórmula «la Constitución ampara y respeta»; debía decir «reconoce y garantiza». «Reconoce, sí —argüía Arzalluz—, porque no es algo que se nos dé aquí de nuevas, sino que lo tenemos desde tiempo inmemorial, en todo caso, preconstitucional». Rechazaban cualquier coletilla que dijese «en el marco de la Constitución». Y, a medida que obtenían, oponían reparos, pedían más: los fueros, los conciertos, la enseñanza, la Policía autónoma… Si duda, se habían percatado de que todo el mundo andaba de coronilla para conseguir que los vascos entraran en el gran consenso constituyente. Fueron días y días de propuestas aceptadas, rechazadas, vueltas a aceptar, vueltas a rechazar. Con tanto trasiego negociador, lograron que los socialistas Guerra, Benegas y Múgica se hicieran íntimos amigos de los ucedistas Abril Martorell, Herrero de Miñón y Pérez-Llorca. Los vascos habían logado convertir su problema en «el problema».

Para empezar, después de retirarse cuatro días a estudiar el proyecto en Amorebieta, Gipuzkoa, en enero de 1978, se presentaron en el Congreso con un paquete de ciento una enmiendas, al que llamaron solemnemente Pacto Foral con la Corona[21].

«Es una fórmula multisecular. Los vascos hemos vivido durante siglos en régimen de pacto con la Corona. Nunca atentamos ni atentaremos contra ese pacto: mi partido propone la renovación del Pacto Foral con la Corona y lo cumplirá cabalmente si llega a plasmarse», declaró Arzalluz en el pleno del Congreso de los Diputados el 5 abril de 1978, anunciando el paquete de sus ciento una enmiendas.

Suárez entendió que querían «rancho aparte» y «pacto en las alturas»; pero que venían a decirlo a Madrid y en el Congreso. Le interesó lograr un entendimiento sensato y realista. Al final del debate, se acercó a Arzalluz:

—Xabier, tenemos que hablar, sentarnos a estudiar ese texto, negociarlo y llegar a un acuerdo. Lo quiero seriamente.

—Me alegra oírte. Porque yo he venido aquí en busca de una Constitución donde quepamos todos, pero donde quepan también mi historia, mis derechos y mis fueros. A mi gente y a mí nos gustaría explicárselo al Rey. ¡Se trata de pactar con el Rey!

Sonaba a medieval y sonaba a absolutismo regio, pero…

Pocos días después, el 16 de ese mismo mes, la élite política vasca se encontraba con el Rey en Candanchú, en el Pirineo de Huesca. Carlos Garaikoetxea, Eli Galdós, Xabier Arzalluz y Mikel Unzueta hablaron con Don Juan Carlos de modo informal, en el despacho del jefe de monitores de Candanchú, la estación de esquí. Los burukides del PNV tenían allí una casa refugio de montaña con su cocina tradicional, el txoko. Don Juan Carlos ya había ido por allí algunas veces. Le expusieron pausadamente su punto de vista para integrar lo vasco en lo español: «No es el Estado el que se vacía, cediendo y transfiriendo competencias a las autonomías; son los pueblos, soberanos desde su origen, los que ceden parte de su soberanía para configurar y articular entre todos un Estado, cuya forma política ha de ser la Monarquía, la Corona». Charlaron un par de horas. El Rey los escuchaba de buen grado. «Y entendiéndonos, eh, poniéndose en nuestro pellejo», comentaron ellos después. Tanto que les dijo: «Id dos de vosotros y explicadle todo esto a Don Juan como lo habéis hecho hoy conmigo. Y tú, Xabier, sigue hablando con Adolfo Suárez. ¡A ver si entre todos…!»

Mikel Unzueta y Federico Zabala viajaron a Estoril. Y se llevaron una impresión positiva de su conversación con el padre del Rey[22].

Ése era el clima. Y el deseo. Pero a la hora de escribirlo negro sobre blanco se fueron complicando las cosas.

Jornadas trepidantes las del 19 y 20 de julio. Recta final. Y todavía sin acuerdo con los vascos. Dos días antes, el Rey recibió al presidente del Congreso, Álvarez de Miranda: «Fernando, ¿qué os pasa?, ¿qué arreglo le ves a lo de los vascos?, ¿y qué registro tienes de abstenciones finales?… Se apela demasiado a la Corona, ¿es que no saben que yo ahí no puedo meter baza?» Estaba preocupado.

«Para nosotros —decía Arzalluz, con voz suave pero tan bien lanzada que al resonar en la Cámara imponía silencio— los fueros no son reliquias históricas, ni son un almacén de leyes caducas, sino un nivel de poder político, una disponibilidad propia, que en ningún momento pugnó ni desea pugnar con la unidad de la Corona». Y condicionó «la aceptación y el apoyo del PNV a la Corona, a que la Corona garantice los derechos históricos de los pueblos de España».

«Estábamos en muy buena disposición para encontrar una fórmula satisfactoria para ellos y correcta para todos los demás —diría después Peces-Barba—. Presionaban mucho, para obtener lo máximo. Y, una vez conseguido, lo descartaban como insuficiente»[23].

Además, entre el resto de las regiones se había disparado un súbito apetito autonomista, que el ministro Clavero Arévalo despachó con un «¿por qué no? ¡Café para todos!», y empezó la guerra de la emulación: «¿Que unos son diferentes? Pues seamos diferentes todos». El Rey y Suárez compartían preocupación: «¡Ojo con esta borrachera de democracia, que entre unos y otros nos desguazan España!»

Por poner un poco de cordura en esa peligrosa dinámica, Abril y Guerra pensaron incluso en resucitar para Cataluña, País Vasco y Galicia los Estatutos de autonomía de la República, y diseñar para el resto del Estado un modelo unitario, con cierta descentralización administrativa. Abril se lo expuso a Gutiérrez Mellado. «Me gusta la letra de esa copla, pero la música va a hacer demasiado ruido en los cuarteles», fue la respuesta del teniente general. El «ponente invisible», que Carrillo detectaba, podría cambiar la escopeta por un fusil MAS-49.

La negociación terca estribaba en que Arzalluz debía aceptar «la indisoluble unidad de España», renunciar a «la autodeterminación» y admitir que el Estatuto vasco y los fueros tenían que salir de la Constitución, y no extramuros, como un ovni histórico que aterrizara en el presente. Y ese forcejeo consumió muchas horas a puerta cerrada, Arzalluz y Abril Martorell, Marcos Vizcaya con Pérez-Llorca, Guerra y Benegas llevando y trayendo mensajes de unos y otros, y lubricando tensiones. Abril, consultando a La Moncloa. Miquel Roca, también en el juego, de hombre puente. Suárez y González, afanados buscando fórmulas para salir del atolladero. Un tropel de ministros al retortero: Cabanillas, Sánchez-Terán, Clavero, Garrigues Walker, Arias-Salgado, Cavero. Todas las líneas telefónicas ocupadas. Y entretanto, la JUJEM reunida, y permitiendo que alguien filtrara que «de las cuatro horas, tres se han dedicado al tema vasco», «el almirante Arévalo Pelluz habló claro y fuerte… se llegó a decir que España estaba rota… y se contempló “militarmente” la posibilidad de una lesión a la unidad nacional». En cierto momento, al mediodía del 20 de julio, Abril había entregado una propuesta escrita —una más— del Gobierno al PNV. Al cabo de unos minutos, caras de satisfacción. «¡Lo aceptan! ¡Hay acuerdo!» Pero a los diez minutos, toque a rebato. Abril ha recibido consigna de retirar su propia propuesta. Se acabó el tira y afloja.

«El cerrojazo de Abril viene de muy alta fibra —dijo Guerra, que había ido a enterarse—, más allá de Suárez. Más allá y más arriba». Estaban ya en la cuenta atrás de las horas que faltaban para la votación final.

La cuestión vasca fue el problema más sensible, y el más grave, que los constituyentes no acertaron a resolver con un acuerdo digno y satisfactorio para ambas partes. A los nacionalistas vascos no les bastaba que la Constitución admitiera y regulase la iniciativa de cualquier región o provincia para constituirse en comunidad autónoma. Ellos querían, no la aceptación, no el respeto, sino el reconocimiento de sus derechos históricos y de sus fueros como algo indiscutible y preconstitucional, secularmente anterior a cuanto estableciera la Carta Magna. Y ese reconocimiento del «hecho histórico» no encontró lugar ni acomodo en la Constitución[24]. Como tampoco se encontró la octava silla para el representante vasco en la ponencia de los «padres constituyentes», evitando su exclusión y propiciando su integración. Es políticamente ilógico que se abstuvieran. Pero el síndrome no era lógico, sino psicológico. Venía de atrás. Llovía sobre charcos de antiguas afrentas. ¡Caben tantos malos recuerdos, tantos «si yo te contara», bajo una chapela! No se ha de olvidar que, por decreto ley firmado por Franco el 23 de junio de 1937, Gipuzkoa y Bizkaia fueron expoliadas de sus exenciones fiscales y consideradas «provincias traidoras» hasta que, cuarenta años más tarde, otro decreto ley del Gobierno de Suárez abolió aquel castigo.

Faltó una dosis de flexibilidad y sobró otra dosis similar de desconfianza.

En cuanto a los vascos, administrando hábilmente su «sí, pero…», no le hicieron ascos a la Carta Magna llegado el momento de construir el Estatuto de Guernica, en esa matriz que antes despreciaban.

El Rey quería «un derecho de veto, como mi prima Lilibeth»

Mientras la Constitución se debatía ya en comisión, en una mesa discreta del restaurante Medinaceli, cerca de la Carrera de San Jerónimo, almorzaban casi a diario el presidente de las Cortes, Antonio Hernández Gil; el letrado mayor del Congreso, Felipe de la Rica, consuegro de Sabino Fernández Campo; y Sabino. Era un seguimiento sobre el mantel de la marcha de los debates, los encuentros y desencuentros entre los diputados, las negociaciones entre el partido del Gobierno y los grupos opositores. Así el Rey podía contrastar esas noticias que le suministraba Sabino con la información que recibía de Suárez en sus despachos.

Algunas personas próximas al monarca, o senadores reales o funcionarios opinantes de la Casa Real, pensaban que, aun siendo indispensable un vaciamiento o expropiación de las facultades y poderes para que el monarca fuese constitucional, y no un «caudillo coronado», podría convenir que se le dejase al Rey algún tipo de iniciativa, algún atributo suyo, propio y libre, no necesariamente refrendado por el Gobierno, como lo que recogía, por ejemplo, la Constitución de 1812, la Pepa, con ser la más liberal.

Sabino Fernández Campo oía a unos y a otros, tomaba nota y luego lo comentaba con el Rey:

—Sería bueno prever un trámite, para cuando el Rey disintiera abiertamente de una disposición legal sometida a su sanción; que no tuviera que firmarla a lo trágala, le gustase o no, o incluso contraviniendo su fuero de conciencia. Porque si el Rey ha de rubricar todo BOE de canto dorado que le pongan delante, su firma se convierte en una estampilla mecánica y obligada. Y, por obligada, no libre y no responsable política y moralmente. Eso supondría dejarle el derecho regio de «reconsideración»: un acto, un gesto, más atenuado que el veto, por el que el monarca pudiera devolver un proyecto de ley para que el Gobierno o el Parlamento lo reconsiderasen.

El Rey lo trató con Suárez y Lavilla.

—En las monarquías europeas reinantes —le dijeron— ya no existe esa facultad de devolución de una ley al Gobierno para su reconsideración.

—Pues mi prima Lilibeth —la reina Isabel de Inglaterra— y su hijo Carlos de Gales conservan ese privilegio.

—Pero no es bien visto por los ingleses, porque en el fondo es una auténtica fuerza disuasoria real. Esto a la reina no le gusta, la reina lo devuelve, el Gobierno ha de cambiarlo, o enfundárselo… Es una imposición. Además, Majestad, con demasiada frecuencia lo ejercen mirando más por sus intereses patrimoniales que por el bien general, o por conflictos de conciencia.

Otra propuesta que Sabino apuntó al Rey, y el Rey a Suárez, fue la de poder convocar al pueblo en referéndum y consultarle directamente sobre temas trascendentales para la nación, que surgieran de forma imprevisible, o se plantearan al margen de las promesas electorales o los acuerdos de los partidos políticos. Incluso, sobre medidas del Gobierno que dividieran la opinión popular y pudieran crispar la convivencia ciudadana.

—A mí me parece —razonaba el Rey— que, ante temas importantes que llegaran a enfrentar a los españoles, alguien imparcial y situado por encima del Gobierno y de los partidos tendría que poder pulsar la opinión nacional en referéndum. Y no hay más alguien que el Rey.

—Pero ¿en que rarísima hipótesis está pensando, señor? —le preguntaba Suárez.

—Por ejemplo, la participación del país en una guerra, decidida unilateralmente por el Gobierno, y no por las Cortes, basándose en equis razones. O una ley económica, o laboral, o moral, que se le imponga al ciudadano, contra sus intereses o contra sus creencias, y que no estuviera prevista en el programa electoral que el pueblo votó.

A Suárez no le gustó que el Rey pudiera actuar como «tercera vía» o como «instancia de apelación» entre los ciudadanos y su Gobierno. Descartó la propuesta.

En otro momento, Suárez y uno de los ponentes de la UCD trataban con el Rey el texto que iría al borrador sobre la libertad del monarca para nombrar y separar a los miembros de su Casa y administrar el presupuesto que cada año se le adjudicase. Le comentaron que Fraga «quería amarrar demasiado: hasta el sueldo del Rey y los ascensos, destinos militares y pagas del Príncipe de Asturias cuando ya fuera mayor de edad».

El Rey sugirió que le gustaría tener la facultad de dirigirse a los españoles mediante mensajes especiales, en circunstancias serias y excepcionales, al margen de los discursos de Navidad y Pascua Militar. No obtuvo respuesta en el momento. Y no quiso volver sobre ello.

Supo que algunos monárquicos eran partidarios de crear un «consejo asesor de la Corona» para orientar al Rey cuando él lo estimase necesario. Ese consejo le facilitaría un bagaje jurisprudencial, eliminando a los consultores ocasionales y los oportunistas. Ahí coincidieron el Rey y los «siete sabios de Grecia»: podía convertirse en una camarilla de influyentes, un «gobierno en la sombra».

—Y además —oponía el Rey—, ¿los elijo yo, o me los dan ya elegidos? Y si sus consejos no me gustan, ¿cómo me los sacudo de encima?

Se desestimó la idea. El Rey era alérgico a tener un staff burocrático demasiado amplio, cortesanos ociosos pululando por su Casa, corsés pretorianos que estuvieran todo el tiempo marcándole horarios para reuniones formales. Prefería reunirse de cuando en cuando con sus amigos cazadores, regatistas, esquiadores, navegantes; con los compañeros militares de sus promociones de Zaragoza, San Javier y Marín, los del «curso probeta» de sus estudios en la universidad; con sus amigotes de farras… Pocos años después se formó el grupo de «los amigos secretos del Rey», sin gente del Gobierno ni grandes de España; simplemente amigos. Eran doce y se reunían a cenar cada mes en casa de uno, iban rotando. Sólo un político, Pío Cabanillas Gayas. Otros miembros del grupo eran Manuel de la Concha, Antonio Garrigues Walker, Juan Antonio Ruiz de Alda, Mariano Rubio, Plácido Arango, Paddy Gómez-Acebo, José María Entrecanales y Miguel Primo de Rivera.

El Rey: «Aquí me han desplumao, pero… ¡me han legalizao

Aunque antes de aprobarse la Constitución el Rey tenía todos los poderes heredados de Franco, sólo mostró firme interés, por tratarse de algo propio de su condición de Rey, en los artículos referentes a la jefatura del Estado, a la Corona. Llamó al presidente Suárez y a Pérez-Llorca, como ponente constitucional, y les dijo:

—Quiero tres cosas, y vosotros ya veréis en qué título o en qué artículo han de ir. La primera, que España se defina como una Monarquía parlamentaria. La segunda, que en la continuidad dinástica se introduzca la igualdad de derechos entre hombres y mujeres para reinar; o sea, que en España pueda haber reinas, que Franco las eliminó. Eso sí, manteniendo la prioridad, la prelación, de mi hijo Don Felipe, al que ya he investido Príncipe de Asturias, como excepción. Pero, después de él, ya no habrá discriminación de sexo, y el orden sucesorio de la Corona será por edad y parentesco directo. Una tercera cosa: en el escudo de España, con las columnas pero sin águila, y coronado, tienen que figurar las tres lises de la dinastía Borbón-Anjou[25].

Tardó un tiempo en definirse por ley el escudo nacional. No figuró en la Constitución, porque se precisaba un estudio de la Academia de la Historia y el trabajo de los dibujantes y peritos de heráldica. No estuvo definido hasta la Ley 33/1981. Tuvo su anécdota la cuestión de las flores de lis. Aparte de los cuarteados con el castillo, el león rampante, las cadenas y las cuatro barras, y la granada debajo, en el centro debía llevar un escusón azul con tres lises.

Alfonso Guerra se lo había estudiado bien y decía: «Nada que oponer. Según el dictamen de la Academia, es casi, casi, el mismo escudo que rigió en España todo el siglo XIX y parte del XX, incluidas las repúblicas. El de la Primera República no llevaba el escusón, y la corona real se sustituyó por la corona cívica de laurel; y el de la Segunda República iba coronado con un tronco de castillo, pero sin el escusón ni las lises».

A la hora de redactar la ley, entre Guerra, Luis Solana y Alfonso Osorio lo solucionaron salomónicamente, aunque ninguno de los tres gobernaba: el apartado primero de la Ley 33/1981 describía todo el escudo nacional, incluida la corona cimera; y el apartado segundo agregaba que «en honor a la dinastía reinante, el escudo llevará el escusón con las tres flores de lis». Guerra, gastando sorna, dijo:

—Bueno… así el día que aquí haya una Tercera República no habrá que andar cambiando el escudo, con quitar el escusón, listo.

Cuando se lo contaron al Rey, contestó:

—¿Y qué más me da que lo del escusón se diga en el artículo primero o en el artículo segundo? A mí lo que me importa es que, mientras yo sea Rey, las tres flores de lis tienen que estar en el escudo porque son las de mi dinastía[26].

Fuera de eso, el Rey no insistió de modo especial en ningún punto de la Constitución. Incluso tuvo que enviar recado a varios senadores reales para que se abstuvieran de defender ciertas cuestiones, por no implicar a la Corona, ya que la gente los veía como una especie de lobby regio, y podían interpretar que el Rey pedía tal o cual cosa por boca de ganso.

Básicamente, la aceptación de la Monarquía estaba zanjada desde dos años antes, desde los encuentros secretos entre Felipe González y Adolfo Suárez en el piso de Joaquín Abril Martorell, en casa de Rafael Anson, o en el despacho de Servibank, que Luis Solana compartía con Pérez-Llorca en Castellana 8. Pero aquel acuerdo fue verbal, no se hizo público, quedó entre ellos. Y la cúpula socialista tras las reuniones en el parador de Sigüenza, elaborando sus propuestas de Constitución, declaró que el PSOE defendía la República como forma de Estado. Mantuvo la apariencia de su republicanismo durante los quince meses que duraron los trabajos constituyentes. Mentía, fingía… Necesitaba esa actitud testimonial porque tenía unos cuadros todavía muy escorados a la izquierda y unas bases de fuerte convicción republicana.

Esa incertidumbre fue bastante incómoda para el Rey y para Suárez porque se mantuvo hasta muy tarde. Hasta el discurso de Luis Gómez Llorente en la «sala verde» donde se reunía la comisión constitucional. Fue entonces, 11 de mayo de 1978, cuando expuso «el voto republicano del PSOE»: las razones para oponerse a la Monarquía en su esencia, como sistema fundado en un privilegio hereditario de cuna, sin elección de los ciudadanos, y rechazando que el niño nacido príncipe, por el hecho biológico de ser hijo del Rey, tuviera como herencia el derecho a ocupar en su día la jefatura del Estado.

El PSOE quería que en las actas de la historia constase que no había arriado su bandera ni mudado sus principios, sino que había sufrido una derrota en buena lid parlamentaria[27].

«Aquel voto particular socialista —explicaba tiempo después Gregorio Peces-Barba, convertido ya en asesor de confianza del Rey— propició una votación sobre la Monarquía, que luego se generalizó en las sucesivas votaciones en el Congreso y en el Senado y en el referéndum constitucional. Y sirvió para potenciar su legitimidad racional en un texto que además reconocía su legitimidad histórica».

Y Carrillo apostillaría: «Los diputados del PSOE de entonces eran como una asamblea de profesores progres. Atrapados en su izquierdismo declarativo, habían presentado un voto testimonial republicano y no sabían cómo retirarlo. Nosotros, dando el paso de aceptar la Monarquía constitucional parlamentaria, se lo facilitamos; si no, los socialistas no se habrían atrevido a transigir. Y quién sabe si, por empeñarnos en buscar la República, hubiéramos podido perder la democracia. Porque el Ejército habría intervenido en defensa de la Monarquía»[28].

Socialistas y comunistas, conscientes de que existía un poder fáctico militar, siquiera en estado latente, pero alerta y armado, concluyeron que al Ejército sólo podría tenerlo a raya un Rey militar que apostase por la democracia, como había hecho Juan Carlos. Y lo aceptaron «a condición de que se porte como un demócrata». Como un demócrata cuyo uniforme y rango de capitán general le daba la apariencia de tener las Fuerzas Armadas bajo su mando. Pero eso no era cierto. El artículo 62, en su apartado h, es una carcasa simbólica, supremamente honorífica, pero vacía. El Rey puede ser el escuchador, paño de lágrimas, pararrayos, psiquiatra y taza de tila de los inquietos y a veces indignados generales, pero no puede dar órdenes ni en el regimiento de la Guardia Real.

Al Rey le desconcertaba justamente esa paradoja de figurar sobre el papel como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, pero sin poder dar órdenes porque quien las da es el presidente del Gobierno o, por delegación suya, el ministro de Defensa. Y tener, también sobre el papel, la facultad de declarar la guerra o la paz, artículo 63.3, sin ser él sino el Parlamento quien lo decida y autorice. Porque en la Constitución queda meridianamente claro que es al Gobierno al que corresponde «dirigir la política interior y exterior, la Administración civil y militar, y la defensa nacional». Como no queda bruma alguna respecto a la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil, y al carácter meramente simbólico del mando del Rey sobre los ejércitos.

Ése era el precio de ser monarca parlamentario y constitucional: tener autoridad, pero sin poderes. Reinar, pero sin gobernar. Estar muy arriba, pero como un símbolo. Ser árbitro y moderador de todos, pero sin pertenecer a nadie. Facultades ambiguas, desdibujadas, no definidas, que irían adquiriendo su perfil y su relieve con el ejercicio. Lo suyo consistiría, más que en un hacer, en un estar. Y ese «no hacer», hacerlo muy bien.

La Constitución se votó separadamente en ambas Cámaras.

Primero en el Congreso. Uno tras otro, los diputados fueron levantándose y pronunciando su voto. A favor, trescientos veinticinco. En contra, seis (los cinco de AP y el de Letamendía). Abstenciones, diez (siete del PNV y tres de AP). Ausencias, cinco. Con una misma palabra, «no», rechazaron la Constitución Francisco Letamendía, de Euskal Iraultzarako Alderdia-Herri Batasuna (EIA-HB), y Federico Silva, de AP. Silva dijo «no», porque «las nacionalidades ponen en peligro a la nación». Y Letamendía por todo lo contrario: «La nación no me asegura las nacionalidades».

A su paso por el Senado, que funcionó como auténtica Cámara de segunda lectura, el texto se pulió, se completó, se mejoró. Y aun así, como había discrepancias entre algunos puntos del proyecto aprobado por el Congreso y del aprobado por el Senado, se sometió a una comisión mixta Congreso-Senado, que elaboró un texto aproximando las posturas más dispares, siempre en busca de una redacción conciliadora que favoreciera el encuentro. El texto definitivo fue votado y aprobado en ambas Cámaras el 31 de octubre de 1978. En el Congreso, de 345 votos emitidos, hubo 325 afirmativos; 6 en contra, y 14 abstenciones. En el Senado, de 239 asistentes, votaron a favor 226; en contra, 5, y se abstuvieron 8.

El 6 de diciembre de 1978, se sometió a referéndum. Con una participación del 58,97 por ciento del censo electoral, fue aprobada por el 87,78 por ciento de los votantes.

«La asumimos entera, de la cruz a la fecha —decía González después de una de las votaciones, comiéndose una pimpante lechuga bien cubierta de aceite y vinagre—; y no es que me vuelva loco de alegría, pero con esta Constitución podremos gobernar las izquierdas y las derechas»[29].

Con cara de guasa, pero con su calibre de ironía, decía el Rey en el palacio de las Cortes, minutos después de haber sancionado la Constitución: «¡Felicitadme, hombre! Porque éstos aquí me han desplumao de poderes, pero… ¡me han legalizao

Pocos días después, invitado por el Rey, asistió Adolfo Suárez a una cena en la que estaba también Don Juan. Hablaban, naturalmente, del éxito rotundo de la Constitución en el referéndum, destacando que «los vascos, mucho abstenerse, mucho abstenerse en público, pero fue a votar más de la mitad del país, el cincuenta y cinco y pico; y en cuanto les pusieron las urnas con cortinillas, el 69,12 por ciento votó a favor».

En ese contexto y sin disimular su satisfacción, Suárez le dijo a Don Juan:

—¿Ve, Señor? Han pasado tres años de la muerte de Franco, sólo tres años, y de todo lo que dijo que dejaba «atado y bien atado», ya no queda nada.

—Sí queda. —Don Juan alzó el mentón y su entera testa con aire retador.

—¿Qué?

—Tú y tú. —Y señaló al propio Suárez y a su hijo, el Rey[30].

En el alma de Don Juan, la pervivencia de Franco no se liquidaba pasando página. A él todavía le escocía. Era un corolario sensitivo, pero no cierto. Más afinado y en razón, el último trazo de Antonio Hernández Gil, que había sido presidente de aquellas Cortes constituyentes. Una vez concluidos los trabajos, dijo: «La Constitución, al derogar en su disposición final todo el aparato legal precedente, rompió cualquier hilo de continuidad o de continuismo con lo anterior. No hubo una ruptura política inicial, como punto de partida; pero sí hubo una ruptura jurídica final y por tanto incruenta. El legislador hizo el papel del cirujano, en lugar del revolucionario dinamitero»[31].

Ciertamente, la Constitución había roto —y sin hacer sangre— el hilo fuerte del «atado y bien atado».

Los Pactos de La Moncloa:
los comunistas se ponen corbata

Las Cortes constituyentes trabajaban como en una campana neumática, aisladas de lo que ocurría alrededor. Pero fuera tronaba. La crisis económica que España arrastraba desde 1973 era ya gravísima y, sin catastrofismos, tanto el Gobierno como la oposición temían una deriva trágica. El aumento de los precios del petróleo. El déficit agudo de la balanza de pagos. La inflación superaba el 26 por ciento, y con previsiones al alza. La espiral precios-salarios, desbocada, y el dinero circulando a espuertas, sin reserva de divisas. Muchas empresas, entre ellas las del Instituto Nacional de Industria (INI), eran insostenibles. Había que hacer una reestructuración industrial a fondo, y nadie se atrevía. La hemorragia del desempleo aumentaba por días; y a la cifra de parados se añadía el regreso masivo de emigrantes que Europa, también afectada por la crisis energética, despedía y desalojaba. Desde los últimos años del franquismo se acusaba un flujo intenso de fuga de capitales. Desinversión, descapitalización, conflictividad laboral: paros, huelgas, protestas, despidos, cierres patronales… Los empresarios, acostumbrados a imponer su fuerza corporativa o a recurrir al intervencionismo estatal en la relación patrono-obrero, desconfiaban de un nuevo escenario político en el que tenían que «sentarse hasta entenderse» con los sindicatos de clase como interlocutores.

En ese sombrío panorama, además de tronar, con inclemente frecuencia caían rayos: ETA se encarnizaba con víctimas de uniforme: policías, guardias civiles, militares. Cada vez que el asesinado era un general, la prensa ultra cebaba de odio y de revancha al Ejército.

La UCD, más que un partido, era, como decía Martín Villa, «una gestora de la Transición, en beneficio de todos y sin agradecimiento de nadie», y se había dedicado primordialmente al gran reclamo social: desguazar la dictadura, asfaltar el camino de los derechos y las libertades, y poner en marcha la Constitución. Y ello, en un continuo ejercicio de negociación donde cada cesión a las demandas de la izquierda se traducía en una merma del electorado propio de centroderecha, enfrentándose a los sectores económicos, religiosos y militares más reacios al cambio.

Al formar su nuevo Gobierno tras las elecciones del 15-J de 1977, Suárez había fichado a una lumbrera de la economía, el profesor Enrique Fuentes Quintana, un eminente gurú que llegaba con su programa de medidas urgentes en la cartera. Le dio el rango de vicepresidente y toda la cancha de maniobra que requiriese. Fuentes le soltó sin ambages: «Presidente, no quiero aguar la fiesta de las libertades, pero España es un enfermo grave y necesita quirófano, intervenciones urgentes y un plan drástico de saneamiento». También le dijo «la profundidad de la crisis —embalsada y desatendida demasiados años ya— va a requerir una cura tan antipática, tan antipopular, que precisará el concurso de todas las fuerzas políticas, económicas y sociales. Es decir: remangarnos a trabajar todos, y repartirnos los costes entre todos. Es importante que Paco [Fernández] Ordóñez se ponga ya con la reforma fiscal».

Ese diagnóstico cristalizó en el cerebro de Suárez en una sola palabra: pacto. Sin perder un instante, citó en La Moncloa a Santiago Carrillo. Por aquellos días —otoño de 1977—, el líder comunista insistía públicamente en «la necesidad patriótica de un Gobierno de concentración». Con otras palabras, lo de Fuentes Quintana. Carrillo contaba apenas con veinte escaños en el Congreso, pero tenía el gran sindicato CC.OO.

—Voy a hablarte claro, Santiago. En lugar de ese Gobierno de concentración, te propongo un gran pacto político-social. Tendrían que venir Felipe, Fraga, los catalanes, los vascos… Aunque no confío mucho en que los socialistas estén por colaborar. A Felipe le he hecho alguna que otra señal, pero no… Quizá empecemos tú y yo solos, pero ya se nos irán uniendo. Si no logramos un acuerdo básico, todo lo hecho hasta ahora por cambiar el sistema puede venirse por tierra.

Luego, sin mencionar a nadie, pero pensando probablemente en las exigencias de los socialistas, en las actitudes retro de ciertos líderes de AP y en la terquedad del PNV, Suárez le confesó:

—Me da la impresión de que se divierten jugando a lanzarse un frágil jarrón de porcelana china, que eso es la Transición, y yo me veo dando saltos increíbles para cogerlo en el aire y que no se rompa contra el suelo. ¿No se darán cuenta del riesgo?

—Pues, la verdad —le respondió Carrillo—, yo también me veo así muchas veces, dando algunos de esos saltos, y con sólo veinte diputados, porque me importa tanto como al que más que el jarrón de China no se haga añicos[32].

«El verdadero revolucionario —escribió Ortega— lo que tiene que hacer es dejar de pronunciar vocablos retóricos y ponerse a estudiar economía». Eso hicieron los camaradas de Santiago Carrillo. Se alarmaron seriamente por el desfonde económico de España, arrastrado y sin resolver desde la crisis del petróleo de 1973, y propusieron al Gobierno unos pactos a tres bandas: empresarios, sindicatos y partidos políticos. «Si no nos mojamos todos, nos hundimos todos». Dejaron de proferir «vocablos retóricos» desde las barricadas de la protesta, se pusieron sus corbatas, se arriesgaron a ser tildados de comunistas de salón, incluso a perder votos; sí, pero ayudaron a hacer posibles los Pactos de La Moncloa.

La patronal CEOE rechinó. El PSOE y la UGT se mostraron muy renuentes. No querían participar. «Eso es cosa de Carrillo, que busca una foto». Rafael Arias-Salgado, hombre de confianza de Suárez y de Abril, todavía se enojaba al recordarlo treinta años después:

Felipe González no ayudó nada, ¡pero nada! A los Pactos de La Moncloa hubo que llevarle a rastras. No quería colaborar. Le decía a Adolfo: «No, ahora te toca gobernar a ti». No quería mojarse ni comprometerse en un ajuste económico impopular, y menos en pleno proceso constituyente. Se negaba a asumir siquiera el desgaste de las medidas de ajuste derivadas de los pactos: «Ese desgaste —decía— que se cargue en la factura del Gobierno. Primero, porque es su turno y le corresponde. Y segundo, porque ellos son los mismos que ya estaban antes; y no es que destapen ahora y se enteren, sino que conocían perfectamente el estado de cosas».

Felipe puso todos los palos que pudo a las ruedas del carro de la Transición, no sólo a los Pactos de La Moncloa. Tanto fue así, que Adolfo Suárez llamó a Carrillo para hacer los pactos, aunque fuera pinzando y puenteando al PSOE. Sólo ante la amenaza de esa pinza, y viendo que los otros partidos estaban dispuestos, accedió[33].

El copyright de las medidas de ajuste pertenece al profesor Fuentes Quintana; pero quien operativamente sacó adelante los pactos fue Fernando Abril Martorell.

Se iniciaron el 8 de octubre. Participaron los dirigentes políticos de los partidos con representación parlamentaria, acompañados de sus asesores; los firmaron el 27 del mismo mes en el palacio de La Moncloa[34]. Después fueron ratificados por las Cortes.

Se pactaron y aplicaron unas medidas urgentes, y enseguida hubo buenos resultados. Se fijó un tipo de cambio realista para la peseta. La inflación bajó drásticamente en pocos meses: de una previsión del 40 por ciento, cerró el año con un 26,4 por ciento, y al año siguiente descendió al 16 por ciento. A los aumentos de sueldos, que hasta entonces alcanzaban el 35 por ciento y el 40 por ciento, se les fijó un tope del 20 por ciento. También hubo recuperación del equilibrio en la balanza por cuenta corriente con superávit al año siguiente. Las reservas de divisas pasaron de cuatro mil millones de dólares a diez mil millones a finales de 1978.

La reforma fiscal del ministro de Hacienda Francisco Fernández Ordóñez introdujo dos novedades desconocidas en España: el impuesto progresivo sobre la renta de las personas físicas —«que quien más gane más pague»— y el impuesto sobre el patrimonio[35].

El Gobierno y el Banco de España establecieron medidas de control financiero, para evitar quiebras bancarias y fuga de capitales al exterior.

Pero, por proteger a las empresas y a las sociedades inversoras, y estimular así el tirón de la economía, los Pactos de La Moncloa hicieron caer sobre los trabajadores el peso más duro de los efectos de la crisis: mil parados diarios en la calle. También se produjo el inesperado shock petrolífero de mayo de 1979, cuando el barril pasó de doce dólares a cuarenta y a sesenta dólares, que descompuso buena parte del plan de ajuste previsto y pactado. Y eso incidió en perjuicio del Gobierno de Suárez, no de los partidos de la oposición que suscribieron los acuerdos.

Con todo, los pactos no fueron sólo una «foto de familia». Fueron la vuelta de manivela que puso en marcha el consenso. Hicieron posible el clima de avenencia en la Constitución y, poco después, en el tercer gran pacto: el de las autonomías. La sociedad española —experta en luchas cainitas— empezó a ejercer el diálogo y la transigencia mirando por el bien común, y a superar sus atavismos históricos de insolidaridad y enfrentamiento. A partir de aquellos pactos se sentó el precedente de las «mesas de concertación» entre los agentes económicos y sociales para lograr entendimientos donde hubiera discordia.

Felipe: pacto secreto en Moscú

En sus primeros años de Gobierno, la atención de Adolfo Suárez estuvo centrada en sus retos internos: la reforma política, los pactos económicos y la paz social. Todo eso que él resumía con la parábola fontanera de «cambiar todas las cañerías sin dejar de dar agua cada día». De modo tácito o explícito, el Rey y él funcionaban como un equipo con las tareas repartidas: la política exterior se tejía entre el palacio de Santa Cruz y La Zarzuela. Acompañado del ministro Marcelino Oreja, el Rey representaba a España, yendo a donde conviniera ir. Sólo en asuntos conflictivos, o muy pegados al terreno de la política comercial o pesquera o defensiva o antiterrorista, intervenía Suárez. Pero en el estándar de los días, «Suárez parecía estar más atento a las llamadas telefónicas que le pasaban durante el Consejo de Ministros —o así lo veía Marcelino Oreja—, que a los temas que allí se discutían. En cambio, yo subía dos o tres veces al mes a ver al Rey para exponerle el panorama internacional, porque le interesaba seguir al pespunte los acontecimientos mundiales»[36].

«Tú, Marcelino, despacha con el Rey —le había dicho Suárez, desde el primer momento—, ve, cuéntale lo que haya y tenle al día. Hombre, cuéntamelo también a mí y, a ser posible, antes».

Desde que Suárez empezó a gobernar, el Rey había girado por trece viajes de Estado, y para 1978 tenía ya en agenda otros diez más. En un solo año se establecieron relaciones diplomáticas plenas con todos los países del Este, incluida la Unión Soviética, con Angola, con varios países del Sudeste Asiático y con México, rotas desde el fin de la Segunda República. Pero había dos frentes «importantes e impacientes», el ingreso en la OTAN y las relaciones con el Estado de Israel, sobre los que Suárez no se pronunciaba. No era un silencio de duda, sino conveniencia política. «Tiempo habrá —decía—. Lo haremos cuando sea el momento oportuno». Y de ahí no le sacaban.

Sin embargo, a partir de diciembre de 1977 y hasta julio de 1978, a la vez que en Madrid se fabricaba la Constitución, se tejían los Pactos de La Moncloa, se encajaban los trallazos de ETA y las resacas de indignación militar, hubo problemas en el norte de África de los que Suárez no podía desentenderse porque afectaban a la integridad territorial de España: había quien discutía la españolidad del archipiélago Canario y quien propugnaba su africanidad y su independencia. Era una reivindicación inducida, artificial, ajena a la población canaria, a contrahistoria y a contraley, pero estaba creando dolores de cabeza al Gobierno.

La línea de la diplomacia española que se venía aplicando con los países del Magreb intentaba que todos se sintieran tratados por igual, considerados como buenos amigos. Madrid se mantenía exquisitamente al margen de sus problemas locales, respetando los pleitos que hubiera entre ellos. Era un juego de habilidosos equilibrios con Marruecos, Argelia, Mauritania y Libia, pues en esas zonas España tenía contenciosos irresueltos como el del Sahara, o territorios propios que salvaguardar, Ceuta, Melilla y Canarias. Sin duda, una ventaja en las relaciones españolas con el Magreb era el no haber reconocido a Israel.

Como consecuencia de salir del Sahara las guarniciones militares españolas, sin ceder a ningún país vecino una soberanía que España no tenía, y que sólo al pueblo saharaui pertenecía, comenzaron las presiones y los chantajes por parte de los dos Estados que ambicionaban aquel territorio: Argelia y Marruecos. Marruecos hostigaba con restricciones pesqueras, violaciones en el transporte rodado de sus cítricos, y reivindicando Ceuta y Melilla, casi como un ritual obligado cada año al llegar el ramadán. Argelia, alojando y entrenando marcialmente a etarras y financiando el Movimiento para la Independencia del Archipiélago Canario (MPAIAC), a cuyo dirigente Antonio Cubillo le facilitó una emisora de radio en Argel para que lanzara sus arengas independentistas sobre el archipiélago. Y no sólo eso. El presidente argelino, Huari Bumedian, y su ministro de Exteriores, Abdelaziz Buteflika, se habían propuesto llevar el tema de la independencia canaria al Consejo de Ministros de la Organización de la Unión Africana (OUA) que iba a celebrarse en febrero de 1978 en Adís Abeba, Etiopía; y si prosperaba, sancionarlo en la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la OUA, prevista para el 18 de julio del mismo año en Jartum, Sudán.

Un primer movimiento fue retirar al embajador de España en Argel, Gabriel Mañuecos, después de haberle llamado a consultas, sin que en la otra parte se diera una buena reacción.

El rey Juan Carlos se preocupó muy seriamente. Trató con Suárez y Oreja los pasos posibles para cortocircuitar la estrategia argelina. Desde el Gobierno y desde el Congreso de los Diputados se organizó un despliegue de diplomacia intenso, urgente y casi frenético: Marcelino Oreja como ministro, con un nutrido equipo de diplomáticos; Ignacio Camuñas como presidente de la comisión de Exteriores, con diputados de todos los partidos parlamentarios. Se distribuyeron el mapa de los países africanos y empezaron a viajar a cada uno de ellos, hablando en persona y a solas, con los jefes de Estado y con los ministros de Exteriores. Había que explicarles que «Canarias es España desde los Reyes Católicos, tanto como pueda serlo Castilla o Granada». Era importante convencer a líderes con autoridad moral y sapiencial en el mundo africano como Léopold Senghor, Sékou Touré y Houphouet Boigny.

El Rey era informado de cada gestión, y envió a Don Juan a Trípoli con una carta suya personal para Gadafi. Felipe González viajó a Argel, habló con sus amigos del Frente de Liberación Nacional (FLN) y se entrevistó con el presidente Bumedian[37].

Dos semanas después, en marzo, Suárez organizó una visita gubernamental a las siete islas del archipiélago. Sacó pecho ante los legionarios de Fuerteventura gritando «¡Viva la Legión! ¡Viva el Rey! ¡Viva España!». Daba titulares. Después se incorporaron los máximos mandos de Tierra, Mar y Aire y celebraron allí una junta de jefes de Estado Mayor. Gesto ostensible de la soberanía española sobre el archipiélago, y golpe de efecto que entendieron cabalmente Argel y los países de la OUA.

Los viajes por el África subsahariana continuaban, pero sus dirigentes eran tan corteses y ceremoniosos como enigmáticos en sus respuestas. Cubillo seguía emitiendo soflamas desde la emisora argelina. Y la cita de Jartum estaba cada vez más próxima. Entre los contactos diplomáticos con gobiernos europeos capaces de influir en tales o cuales Estados africanos, las respuestas fueron positivas. Si bien, en algún caso, el titular de Exteriores de turno quiso compensar su mediación barriendo pro domo sua. Fue el caso de Francia, cuyo ministro Louis de Guiringaud, «al hilo de la conversación» planteó sin ningún rubor «la interesante operación de vender a España cincuenta aviones Mirage»[38].

Comenzaba marzo de 1978. El ministro Otero Novas estaba con Suárez en su despacho. Repasando los hechos y el estado de respuesta militar que tendría que plantearse España si en Jartum se decidiera la expropiación e invasión de Canarias, Suárez preguntó:

—¿Cuál ha sido hasta ahora la reacción de Estados Unidos? ¿Qué dice el nuevo embajador, Terence Todman?

—De modo oficial, no han dicho esta boca es mía —contestó Otero—. Quizá se acoge a la patente de que es nuevo en la plaza. Pero… ¿te digo lo que pienso, presidente, aunque sea una barbaridad? Existe el riesgo y la posibilidad de que, a la vista de que el Gobierno español no da muestras de querer ingresar en la OTAN, Estados Unidos fuerce nuestra «apatía». ¿Cómo? Aprovechando la operación que han montado otros. No sería la primera vez que la CIA echase una mano a lo que otros intentaban hacer…

—Para conseguir ¿qué?

—Fomentar el independentismo de Cubillo y su MPAIAC, comprar votos de los de la OUA de cara a la cumbre de Jartum y conseguir un archipiélago independiente. De ese modo, en muy poco tiempo tendrían en Canarias una base USA, sufragada por USA y que sirviera contraprestaciones a USA.

Suárez escuchaba muy atento. Parecía pensar en ello por primera vez.

—Quizá, presidente, deberías hacer algún gesto hacia los americanos…

Aún no había terminado Otero la frase, y Suárez ya había extendido el brazo y tenía el teléfono en la mano.

—¿Marcelino…? Mira, me interesaría que hicieras unas declaraciones, no, mejor que te monten una rueda de prensa… diciendo lo que quieras y, como reflexión tuya, quiero que sueltes que no tenemos nada contra la Alianza Atlántica, ni contra Estados Unidos; que somos atlantistas y que en un futuro próximo estaremos alineados… Pero sin fijar fechas ni comprometer al Gobierno. Algo así como que ahora estamos en la fase de lograr consensos internos y que hemos de buscar el momento oportuno… Hazlo cuanto antes[39].

No necesitó rueda de prensa. A los dos días de esa petición de Suárez, Marcelino Oreja tenía una comparecencia en el Senado, programada para el 9 marzo, donde iba a explicar la gestión diplomática de la política exterior del Gobierno. En el amplio discurso de cuarenta y cinco folios que ya tenía preparado, engatilló diez o doce líneas para analizar públicamente y ante el pleno de la Cámara Alta los pros y contras de la entrada en la OTAN y unas cuantas generalidades sensatas, sin compromiso ni concreción. Pero tuvo amplio eco porque era la primera referencia oficial a la «convocatoria de un debate nacional sobre la posible inserción de España en el Tratado del Atlántico Norte». Indicó que «España tiene compromisos adquiridos con el sistema global de la defensa occidental» y que su retirada «podría suponer un grave factor de desestabilización en todo el continente». Siempre en términos de hipótesis gaseosa, añadió que «en la situación geoestratégica española, la neutralidad desarmada no pasa de ser una utopía».

En cambio, como los senadores socialistas le habían hecho preguntas muy insidiosas, les lanzó por sorpresa un arpón contundente revelando la existencia de un «comunicado conjunto» suscrito en Moscú hacía apenas tres meses, en diciembre, entre el PCUS y el PSOE, durante el reciente viaje de Felipe González, Alfonso Guerra, Miguel Boyer y otros miembros del Partido Socialista a la capital soviética; «acuerdo por el que el PSOE se ha comprometido a vetar la entrada de España en la OTAN y a la ampliación de los bloques». Los murmullos y protestas del banco socialista parecían desmentir al ministro, entonces Oreja completó la información mostrando recortes de la prensa oficial moscovita y de periódicos españoles, y aportando más nombres de la delegación viajera: «Aparte de los antedichos, Luis Yáñez, Emilio Menéndez del Valle, Helena Flores, José Miguel Bueno, Francisco Ramos, Miriam Solimán y Enrique del Moral, que quizá sólo los acompañaba como presidente de la Fundación Aena»[40].

Al día siguiente, 10 de marzo, este discurso era recogido por todas las agencias y periódicos. A los pocos días, a Cubillo le clausuraron el programa que emitía en Radio Argel. No hacía falta forzar ni incordiar a España, puesto que había voluntad de integración en la OTAN. Y el 5 de abril, Cubillo apareció acuchillado en una calle argelina. No murió. Pero ya no era útil. Estorbaba. El atentado lo ejecutó un tal José Luis Espinosa Pardo. Un sicario inexperto, posiblemente subarrendado por agentes de la CIA. Juegos sucios en las cloacas del poder.

La cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la OUA, reunida en Jartum, en julio de 1978, no abordó siquiera el tema de la africanidad de Canarias. Prudentemente lo pospuso sine díe, quizá hasta la nueva cumbre que se celebraría en Monrovia.

Suárez «sube al ring» con Hassan II

Hassan II había solicitado con insistencia una invitación oficial para visitar España. El equilibrio diplomático que convenía mantener entre los países interesados por el Sahara desaconsejaba ese viaje para no crear suspicacias en los argelinos, los mauritanos y los polisarios. Después, crepitando la discusión sobre la africanidad de Canarias, tampoco se estimaba oportuno cursarle la invitación. Sin embargo, como Hassan se consideraba «el rey más amigo del Rey de España, y su hermano muy querido», se presentó en Madrid el 27 de enero de 1978 con todo su séquito, realas de perros y aperos de montería, pretextando que venía a cazar. Pero desde las vísperas y el mismo día de su llegada llovía sin cesar en media España. Inmediatamente, el rey Juan Carlos dispuso que fuese su huésped «fraternal» en La Zarzuela.

Al anochecer comenzó la cena. Además del rey Hassan y los Reyes anfitriones, asistieron el presidente Suárez, los ministros de Exteriores Bucetta y Oreja, y el marqués de Mondéjar. Fuera diluviaba. Juan Carlos le decía: «Hassan, esta vez en Madrid lo único que vas a cazar es un buen constipado… pero luego a mí no me eches la culpa».

Mientras cenaban, el rey Hassan y Adolfo Suárez pasaron revista a la política internacional y en particular al área mediterránea. Con un tono insolente y profesoral, que Hassan solía usar ante sus ministros y con los embajadores que le pedían audiencia, elogió «la solidez del régimen marroquí y la fuerza de su personal autoridad», en contraste con «la débil e incierta situación política interna española»; y refiriéndose a la «mal solucionada crisis del Sahara» dijo que la consideraba «un problema coyuntural que España y Marruecos deben resolver, de forma bilateral e internacional, ya que por encima de todo está nuestra mutua amistad; por tanto, debemos jugar con una complicidad inteligente que nunca trascienda al exterior».

El presidente Suárez escuchó la disertación de forma cortés. También el rey Juan Carlos, por elegancia con su huésped, callaba.

Hassan, en su monólogo no rebatido, se explayó criticando la reforma política iniciada en España, sobre todo por «el recorte de prerrogativas al monarca».

—No puedo comprender que se empeñen ustedes en expoliar al Rey de sus poderes y convertirle en un mero elemento simbólico —se dirigía a Suárez, señalándole unas veces con el dedo índice y otras con el tenedor, en son de protesta, defendiendo los intereses y atributos regios de Don Juan Carlos—. Por lo que he leído de la Constitución que están haciendo ustedes, no veo que se defiendan los poderes del monarca. Al Rey le dejan sin papel, no pinta nada, no manda, es un símbolo, un adorno, no tiene nada que hacer.

Cuando llevaba un buen rato con ese discurso, Adolfo Suárez se dijo a sí mismo «basta» y pidió la palabra:

—Desde el mayor respeto hacia su persona, estoy en absoluto desacuerdo con las opiniones que ha expuesto Su Majestad. Y con la venia —miró de soslayo a Don Juan Carlos y a doña Sofía, por si oponían alguna objeción—, me voy a permitir rebatírselas… Vuestra Majestad desconoce lo que es una democracia porque no la tienen en su país. Ignora, por tanto, que en una Monarquía parlamentaria el Rey no tiene iniciativas legislativas ni poderes ejecutivos. ¿Que el papel del Rey es un símbolo? ¡Cierto! Un símbolo al que todos los españoles deben acatamiento, y no en razón de su carisma o de su poder o de sus virtudes, sino porque representa a la nación española, nos representa a todos. Es el jefe del Estado y el jefe supremo de las Fuerzas Armadas, pero no es el soberano. La soberanía no está en este palacio, Majestad, sino ahí fuera…, en el pueblo, en el pueblo representado en las Cortes.

Hassan dejó de mordisquear unas tiritas de hojaldre, se limpió las manos de modo ostentoso con la servilleta y, entre asombrado y divertido, dijo:

—¿Qué pasa?, ¿que usted quiere subir al ring conmigo?

—Donde quiera y cuando quiera, señor.

—Está bien… Me gustan los torneos. Pero esperemos a que la Reina se retire a descansar y entonces subiremos al ring.

—La Reina se retirará a sus habitaciones cuando lo considere oportuno —replicó Suárez, con una sonrisa galante—. Por mi parte, ofrezco a la Reina tribuna de preferencia para presenciar el combate.

En este tono comenzó la larga, educada y dura confrontación entre el Rey de Marruecos y el presidente Suárez en presencia de los Reyes de España y de sus ministros de Exteriores. En cierto momento, el monarca alauita fue un poco más allá de lo prudente:

—Dice usted que su Rey es jefe supremo de las Fuerzas Armadas. Pero ¿qué clase de jefe, si no tiene el mando?

—Así es. La política de defensa la dirige el Gobierno, y la cadena del mando militar culmina en el presidente del Gobierno.

—No me ha rebatido nada, señor presidente. Al contrario, me ha dado la razón en todo. Mi amigo el Rey de España no puede dar una orden de ataque o de defensa si lo viera conveniente. Yo sí.

—Repito, Majestad. Ustedes tienen una Monarquía absoluta, además de teocrática. Nosotros hemos querido tener, y nuestro Rey el primero, una Monarquía parlamentaria. Al Rey corresponde declarar la guerra, pero no decidirla.

—Póngase en esta hipótesis —Hassan había levantado su copa de agua a la altura de los ojos y, jugueteando, miraba a su interlocutor a través del cristal tallado—: usted sabe de sobra que Ceuta y Melilla no tienen defensa ante un ataque de las fuerzas marroquíes.

—Es posible que ante un ataque por sorpresa sea difícil la defensa inmediata de Ceuta y Melilla; pero… —Suárez endureció el gesto y su voz sonó implacable—, sepa Su Majestad que en esa hipótesis nuestros ejércitos procederían inmediatamente y en cuestión de escasísimos minutos al bombardeo de Rabat y de Casablanca. ¿Lo ha tenido en cuenta, señor?

—¡Ustedes no harían eso…! ¡Nunca harían eso!

—¡Claro que lo haríamos! Así está estipulado en nuestros planes estratégicos de defensa. Bombardearíamos las principales ciudades de Marruecos. Que yo recuerde son quince, ¿no? Aparte de Rabat y Casablanca, Tetuán, Tánger, Fez, Marrakech, Xauen, Nador, Larache, Uarzazate, Meknes, Asilah, Esauira, Ifrane, Mulay Idrís…

—Se olvida usted de Volubilis…

—Volubilis la conservaríamos intacta: es una joya romana.

Suárez no hablaba a humo de pajas. Por si un día el monarca alauita enloqueciera, la réplica militar estaba diseñada desde hacía décadas y se actualizaba con la periodicidad que requería la modernización de los equipos bélicos. Su nombre secreto era Operación Ballesta. Se trataba de atacar Rabat al modo israelí, desplegando al instante todo caza que estuviera listo para salir a volar. Desde Zaragoza, Torrejón, Los Llanos, Morón y Las Palmas. Sin contar los que estuvieran en su fase de mantenimiento, unos ciento veinte aviones, más los Harrier de la Armada, aviones de ataque a tierra con capacidad de despegue y aterrizaje vertical, que cuadruplicaban cuando menos la fuerza aérea marroquí. Al iniciarse el contraataque, se pondrían en marcha los anfibios y el resto de la flota[41].

Durante el combate «en el ring», el rey Juan Carlos no intervino, calló. Pero su silencio y su expresión serena eran de aquiescencia. Hassan detectó el brío y el temple de Suárez: un hombre con carácter, capaz de enfadarse delante de dos reyes. Y, olfativo como era, entendió que el Rey respaldaba a su jefe de Gobierno.

Aquella noche, tomando ya las infusiones —que a Hassan le gustaban con hierbabuena, traída por él «de mi huerta»— el monarca alauita se comprometió a respetar la situación de Ceuta y Melilla mientras los ingleses siguieran en Gibraltar. «Lo que Marruecos nunca consentirá será que España tenga las dos llaves del Estrecho»[42].

Al día siguiente, reunidos Hassan II, su ministro de Exteriores Mohammed Bucetta y el español Marcelino Oreja, en el despacho del Rey en La Zarzuela, Hassan hizo un encomio de Suárez: «Te felicito, Juan Carlos. Tienes un gran primer ministro, un hombre con mucho coraje. A ver si me lo dejas unos días, que se venga allí a Rabat una semana y me explique más despacio cómo es vuestra democracia y cómo es ahora la Monarquía española». Era un gesto de recoger velas[43].

Operación Galaxia: «O con el Rey o contra el Rey»

A mediados de septiembre de 1977 se reunieron en una urbanización del pueblo valenciano de Játiva cinco tenientes generales y un almirante, todos ellos vestidos de paisano. Comensales de aquel almuerzo secreto fueron los generales De Santiago, Álvarez-Arenas, Coloma Gallegos, Milans del Bosch, Prada Canillas y el almirante Pita da Veiga.

Analizaron la situación política resultante de la reforma, la legalización del PCE, la debacle de la derecha de Fraga, los socialistas como gran fuerza llamando a la puerta, y el nuevo Gobierno de Suárez. Repasaron los ascensos y cambios de destino introducidos en el mando castrense por Gutiérrez Mellado, que para ellos seguía siendo el Guti. Y no faltó la denuncia «de la inadmisible política separatista, orquestada por unos políticos que vienen a hacer tabla rasa de la unidad de España defendida hasta la muerte, en guerra y en paz, mientras vivía Franco, y ahora consentida por un Gobierno entreguista y débil».

Allí se acordó proponer al Rey la inmediata dimisión de Suárez, disolver el Parlamento por dos años como mínimo y formar un Gobierno de «salvación nacional», provisional, pero «con autoridad y firmeza en su gestión reconductora, apartidista, encabezado por un teniente general de prestigio», que contaría con el respaldo de las Fuerzas Armadas. Si el Rey no aceptaba esta propuesta, habría que ofrecerle la disyuntiva «o se hace con el Rey o se hace contra el Rey».

Después de la reunión de Játiva, el frente militar reacio al cambio se aglutinó, coincidiendo en sus motivos y estrategias con el frente civil de la extrema derecha, muy activa en aquel trimestre de otoño de 1977: Blas Piñar, Juan García Carrés, José Utrera Molina, Enrique Thomas de Carranza, Gonzalo Fernández de la Mora, José María de Oriol… se reunieron varias veces para perfilar «un plan de apoyo civil ante un previsible golpe militar». Plan que llega a tener su pomposo nombre: Los Cien Mil Hijos de San Luis. Queriendo emular a los voluntarios franceses que encabezó el duque de Angulema, a solicitud de Fernando VII, para luchar contra los liberales y restablecer en España el absolutismo. Cien mil civiles, procedentes del viejo sindicalismo, de la Confederación de Combatientes, del Movimiento y de Falange, además de las paramilicias de Fuerza Nueva y los Guerrilleros de Cristo Rey, serían una tupida red, diseminada en posiciones clave de ministerios, ayuntamientos en capitales de provincias, centrales telefónicas, emisoras de radio, periódicos y oficinas de Correos y Telégrafos… «para neutralizar a la izquierda, cuando la intervención militar se produzca»[44].

Se preparaba, por supuesto, un bando de pronunciamiento, al estilo decimonónico, y una acción de fuerza.

Pero esa reunión no era sino una más de las que los servicios de información de Gutiérrez Mellado tuvieron noticia. En aquellos días, meses, cualquier sábado se montaban cenas de compañeros militares en casa de uno o de otro, y a la segunda copa, después de llamar traidor a Suárez, y vendepatrias y masón a Gutiérrez Mellado, empezaba la tormenta de ideas «para darle un vuelco a la situación».

La contraofensiva se produjo desde La Moncloa, con tacto y por sorpresa: Gutiérrez Mellado se decidió a mover piezas en el tablero de ajedrez de los mandos militares. Ascensos y destinos de generales demócratas y leales al Rey. En una jugada repentina, ascendió a Gabeiras Montero y le convirtió en JEME, sustituyendo a Vega Rodríguez, a quien le había faltado temple de autoridad en el Consejo Superior del Ejército, donde se llegó a pedir que el Rey repudiara al presidente del Gobierno. A Quintana Lacaci le nombró capitán general de Madrid, I Región, en lugar de Gómez de Salazar, demasiado aficionado a celebrar con sus jefes y oficiales sesiones críticas en voz alta —«sondeos de opinión» los llamaba él— sobre cuestiones netamente políticas. A Pascual Galmés le encomendó el mando de la División Acorazada Brunete, auténtico cinturón artillero de Madrid y a dos pasos de La Zarzuela y de La Moncloa. Sabiendo de la presencia de Milans en la reunión conspirativa de Játiva, era prudente quitarle ese tentador juguete acorazado y enviarle a un destino honroso pero periférico: capitán general de Valencia, III Región.

La potencia artillera de la Brunete, las diversas brigadas que dependían de ella y su proximidad a la capital política hacían necesario un jefe con inteligencia y temple para el mando, pero inasequible a las solicitudes golpistas. De ahí que, de modo insólito, cambiara varias veces de jefatura en muy poco tiempo, tras Milans, Galmés; luego, Torres Rojas; y finalmente, Juste Fernández. Gutiérrez Mellado, moviendo piezas en su tablero de ajedrez.

Aunque al recién creado CESID —reconversión de los antiguos servicios de inteligencia de Carrero Blanco— se le prohibía reglamentariamente investigar a las Fuerzas Armadas, Gutiérrez Mellado quiso visitar la sede central y hablar con los oficiales y jefes de esos servicios. Tuvo con ellos una extensa conversación, señalándoles con claridad meridiana cuáles debían ser las prioridades de sus observaciones y espionajes. Como vicepresidente y ministro de Defensa era a él a quien correspondía marcar esos objetivos:

—ETA es un gravísimo problema —les dijo—. ETA nos provoca un dolor tremendo cada vez que asesina a un compañero nuestro; pero ETA no va a tumbar al Estado español. El comunismo no va a tumbar al Estado español. El separatismo no va a tumbar al Estado español. —Todos le escuchaban sin pestañear y con los ojos abiertos como platos, por la sorpresa—. El verdadero peligro capaz de tumbar al Estado no viene de ahí. No se engañen ustedes. La única amenaza real que planea en estos momentos es la posibilidad de un golpe involucionista militar. Por tanto, exijo a este servicio un fuerte esfuerzo informativo en esa dirección. A eso he venido: a decirles que este centro debe implicarse muy directamente en detectar e investigar cualquier proyecto de golpe de Estado. ¿Queda claro?

Fue tajante. No dejó lugar a dudas. Había marcado, no ya el objetivo prioritario, sino «el objetivo». Pues bien, nada más irse, el director del CESID, general Bourgón, volvió a reunirlos y les dijo:

—De lo que acaba de marcar el vicepresidente, nadie debe hacer nada, a no ser que yo lo ordene. ¿Queda esto claro también?[45].

Aprobado el proyecto de Constitución por clamorosa mayoría en las dos Cámaras, el referéndum se había convocado para el 6 de diciembre de 1978. Pero un grupo de golpistas maquinaba impedir la consulta y echar atrás todo lo avanzado. El complot se llamó Operación Galaxia. Sus cerebros organizadores eran el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero Molina y el capitán de la Policía Armada Ricardo Sáenz de Ynestrillas. Y su estrategia paranoide consistía en situar a «hombres duros», incondicionales del anterior sistema, en los estados mayores de las distintas capitanías generales. Más concreto aún: en las segundas secciones de esos estados mayores, que eran los filtros terminales donde se controlaba toda la información. Si fuera posible, en el corazón mismo del CESID, «el ojo de España». ¿Objetivo? Un pronunciamiento, como consigna detonante, que produciría por empatía la sucesiva adhesión de las nueve regiones militares, una vez provocado el vacío de poder, con un valioso rehén: el Gobierno. Fecha para el día D: el viernes 17 de noviembre de 1978, cuando el Consejo de Ministros estuviese reunido en La Moncloa y el Rey ausente, en México.

Durante varias semanas, el teniente coronel Tejero, y el capitán Sáenz de Ynestrillas venían celebrando reuniones secretas explicativas con grupos reducidos de oficiales en la cafetería madrileña Galaxia, del barrio de Argüelles, para lograr la adhesión de jefes y oficiales. Algunos aceptaron unirse al plan. Otros, los más, dudaron y aplazaron su decisión hasta que llegase el momento. Y no pocos consideraron descabellado el intento de asaltar La Moncloa y apresar al Gobierno; pero por compañerismo guardaron silencio ante sus mandos.

En cambio, dos de los oficiales a quienes se intentó captar denunciaron a sus superiores lo que estaba en marcha. Uno de ellos, el teniente coronel Federico Quintero, de la División de Operaciones del Estado Mayor del Ejército, que no había asistido a la cita de Galaxia, pero había recibido la visita de Tejero en su domicilio, informó a su jefe inmediato, el general Luis Sáenz Larumbe, que no le concedió entidad al asunto: «Bah, fantasías disparatadas», dijo. Y ahí quedó el tema.

El otro, el comandante Manuel Vidal Francés, transmitió un informe escrito a su jefe en la Policía Armada, el general Timón de Lara, que sí se inquietó, sobre todo por los detalles y concreciones que aportó Vidal. Timón habló personalmente con el director del CESID, el general José María Bourgón. Actuaron con la mayor rapidez pues, de no ser una bravata, el golpe estaba programado para el día siguiente. En cuestión de horas, los servicios del CESID y los de información de la Guardia Civil, dirigidos por Andrés Cassinello, tuvieron a punto un texto «confidencial», inequívoco y preciso, que Timón entregó en mano al presidente Suárez. Gutiérrez Mellado estaba en un viaje oficial por la región militar de Sevilla. La operación fue yugulada a ras de tiempo.

Tejero e Ynestrillas se sometieron a la justicia militar por el delito de «conspiración y proposición para la rebelión militar». Presidía el consejo de guerra el general Juste Fernández. Pero el abogado defensor de Tejero, José María Stampa Braun, avezado penalista de minutas nada baratas, consiguió que todo quedase en «simples charlas de café». A pesar de que su detención fue el 16 de noviembre de 1978, no hubo veredicto hasta el 8 de mayo de 1980. Las sentencias fueron mínimas: siete meses y un día para Tejero, y seis meses y un día para Ynestrillas. Las cumplieron en régimen atenuado de arresto domiciliario, y dos meses después obtuvieron la libertad provisional. Ninguno de ellos perdió su condición militar, incluso Ynestrillas fue posteriormente ascendido a comandante. Champán en la celebración.

Años más tarde, no pocos de los procesados por el intento de golpe de Estado del 23-F, desde un general Torres Rojas hasta un capitán Abad, reconocieron haber visitado a Tejero y a Ynestrillas en el escaso tiempo que estuvieron en la prisión militar de Alcalá de Henares.

Pese a la investigación judicial que se practicó, Galaxia quedó como un secreto virgen bajo las guerreras de estos dos militares: entre los organizadores, y por encima de Tejero, había un coronel. No se supo su identidad. Tampoco las de los oficiales que comprometieron sus apoyos. Era el blindaje protector del «espíritu de cuerpo» que funciona con fuerza entre los militares.

Abortada la Operación Galaxia, el ministro de la Presidencia Otero Novas comentaba un día con Adolfo Suárez la posibilidad física de un asalto a La Moncloa, un palacete con escasa seguridad. Suárez le enseñó una pequeña pistola de bolsillo que tenía en su despacho. Y un encendedor de sobremesa que en realidad era una pistola.

—Si vienen a tomar La Moncloa o a llevárseme a mí, no creas que voy a levantar los brazos y a decir «me entrego». Yo planto cara a quien sea. O les disparo o me disparan; pero, si me sacan de aquí será contra mi voluntad y con los pies por delante[46]. Aunque la intentona de Galaxia era una bengala de alerta, no alteró la agenda del Rey ni la del presidente del Gobierno. Suárez había visitado al comandante comunista Fidel Castro, en Cuba. Y el Rey, al general golpista Jorge Videla en Argentina. Ambos viajes fueron criticados por la clase política; pero no por los empresarios ni por los financieros españoles, que estaban al cabo de la calle del volumen comercial e inversor que España mantenía con uno y otro país desde los tiempos de Franco, sin mirar sus ideologías. Luego el Rey compensaba la estancia bonaerense con la visita a Dolores Rivas Cherif, viuda del presidente Azaña, en su casa de México, o recibiendo a David Rockefeller en Mallorca.

Infinitamente más difícil era compensar, o al menos balsamizar, la secuencia macabra de ETA y sus trallazos mortales: general Sánchez Ramos; teniente coronel Pérez Rodríguez; general Ortín Gil, gobernador de Madrid; teniente general Gómez Hortigüela, con sus ayudantes, los coroneles Ábalos y Laso…, cuyas honras fúnebres en los patios de armas se convertían en fieros motines militares donde los responsos eran interrumpidos por los gritos y los insultos al vicepresidente de la Defensa Gutiérrez Mellado: asesino, traidor, mentiroso, espía, rojo, chaquetero, masón… Y en dos ocasiones le zarandearon. Gutiérrez Mellado se sentía solo —los que vociferaban eran jefes y oficiales, que llevaban su mismo uniforme—, pero nunca se arredró. «Cuando el toro ataca en el campo —decía—, hay que estarse quieto si se quiere evitar la cornada. Yo sé que estoy ayudando a algo bueno para los españoles, para mi patria y para el Rey… Y los insultos ni me asustan ni me hacen pertrecharme en la trinchera: hay que saber estar y plantarle cara al aire cuando sopla frío y corta la piel y escuece. ¡Si sabré yo lo que escuece!» Y uno de los asesinados, el general Sánchez Ramos, era íntimo amigo suyo[47].

Suárez en cambio se indignaba. «Si un comandante grita, si un general se insubordina, se le manda a un castillo y punto». Y Gutiérrez Mellado con su rostro anguloso, sus gafas de concha, su aire intelectualoide, le calmaba: «¡Déjate de castillos, Adolfo! ¿Qué quieres? ¿Convertirlos en casinillos de golpistas? Mientras yo esté donde estoy, los tanques estarán en los cuarteles y no en las calles. Lo único que me quita el sueño es que algunos puedan provocar otro «treinta y seis». Lo he vivido y no quiero que tenga que vivirlo ningún español»[48].

Suárez al Rey: «El cuerpo me pide meterme en campaña»

Aprobada la Constitución el 31 de octubre de 1978, se abría un compás de espera hasta el referéndum, convocado para el 6 de diciembre. En los cenáculos del mundillo empresarial, político y periodístico se jugaba a las adivinanzas sobre lo que Adolfo Suárez haría «el día después». Una vez refrendada la Constitución, tenía treinta días para decidir si disolvía las Cortes constituyentes o si las mantenía, sometiéndose él a la votación de investidura.

Las crónicas y columnas de prensa de aquellos meses hacían cábalas en la inopia, y ni los ministros ni los barones de su partido sabían por cuál de los dos caminos tiraría «el jefe». Realmente, era el secreto mejor guardado de la temporada. Quizá porque ni el propio Suárez acababa de tenerlo despejado.

En agosto, el 7, Suárez y Abril Martorell tuvieron una larga conversación con el Rey a bordo del Fortuna; interrumpieron para cenar con sus respectivas esposas y continuaron despachando después, ya a solas, el Rey y Suárez. Es muy probable que en ese encuentro —y si no, en el siguiente, el 24 del mismo mes, en Marivent— el monarca le dijese a Suárez que prefería la disolución de las Cámaras y no su continuidad como Cortes constituyentes constituidas. Para Suárez y la UCD, seguir era un derecho y la seguridad del «pájaro en mano»: desde las elecciones del 15-J de 1977 todavía le quedaban tres años de legislatura. Disolver era un riesgo, porque ¿y si convocaba elecciones y no las ganaba? Ni pájaro en mano ni ciento volando.

La razón aducida por el Rey era, de fondo, el temor casi supersticioso a que las elecciones municipales —que se habían pospuesto— se celebraran antes que las próximas generales; y que los grandes municipios y muchos pequeños sorprendieran con un fuerte vuelco en favor de la izquierda. El fantasma de 1931. En cambio, adelantando las generales, podrían lidiarse las municipales «desde el poder». A Suárez no le sorprendió el argumento del Rey, porque ya indirectamente le había enviado un recado parecido a través del ex ministro Gregorio López Bravo.

«Lo pensaré, lo pensaré… Y como me conoces bien —a solas, Suárez y el Rey seguían tuteándose—, sabes que lo que me pide el cuerpo es meterme en campaña, mitinear, salir a batirme el cobre pueblo a pueblo… y dejar claras algunas cosas, porque aquí hay mucho experto en esparcir confusión».

En octubre, del 19 al 21, se celebró el I Congreso Nacional de la UCD. Los partidos de «La Empresa» se disolvieron en la marmita de un potaje de centro que se definía mejor diciendo lo que no era: «Ni somos la tierra de nadie, ni la derecha camuflada, ni la izquierda vergonzante», en palabras de su líder Adolfo Suárez. Un magma sin ideología, sin historia, sin afecto, sin disciplina, cuyo único cemento de unión era el poder, y donde la tentación de transfuguismo planeaba entre socialdemócratas, reformistas, democristianos o liberales. «¡Estoy harto de tener que pactar con los míos —se desahogaba a veces Suárez— y darles cargos para no perderlos de vista! ¡Estoy de desleales hasta las narices, y los tengo bien cerca! ¡Habrá que coger una escoba y barrer pa fuera! ¿Es normal que por varios conductos me llegue la información de que cinco o seis ministros estarían dispuestos a gobernar con los socialistas?»[49]

Por entonces, Suárez ya iba calculando cuántos apoyos podría arañar entre los diputados catalanes, vascos, del grupo mixto, o del PCE para sacar adelante la investidura, si no en primera vuelta, en la segunda: tenía 166 escaños, le faltaban diez para la mayoría simple. Ofertas no le faltaban, pero siempre pidiendo «algo serio a cambio, y no una bagatela». Un escaño aragonés, dos del grupo mixto, unos pocos catalanes… No quería arrancar con los dedos pillados por tantos compromisos. En la hipótesis «pájaro en mano» de continuar la legislatura, sólo lo haría si dispusiera de una mayoría holgada para gobernar. Y a priori descartaba asociarse al grupo parlamentario de Fraga. Su pizarra ideal, de cara al desarrollo de la Constitución, la reforma fiscal y la puesta en práctica de los Pactos de La Moncloa, era empastar un gran acuerdo de Gobierno con el PSOE y el PCE. Lo intentó. Pero Felipe González estaba más que reticente, juvenilmente convencido de su sex appeal político y humano, del tirón proleta dandy de su pana, su cuero, su camisa de franela y su melena brillante. Y no se equivocaba: el socialismo como moda progre tenía pegada entre los nuevos votantes de dieciocho años. Conferenciando entre el público burgués del Club Siglo XXI, con los folios sobre el atril, pero sin mirarlos, para mejor hipnotizar al auditorio, aseguraba que, si había elecciones generales en marzo, tal vez fuese él quien se aposentara en La Moncloa, «aunque antes le daría unas cuantas manos de cal para quitarle ese aire desvaído y rancio que tiene».

En todo caso, ya habían decidido retrasar el XXVIII Congreso del PSOE hasta mayo de 1979. Necesitaban el éxito de «las municipales» para quitarse el maquillaje marxista. Y Felipe lo explicaba sin pelos en la lengua: «Nuestras bases ni han leído a Marx, ni falta que les hace». Un nuevo rostro socialdemócrata y unos poderes municipales eran los aperos con que el socialismo júnior pensaba labrar esa tierra de nadie —el 40 por ciento del «no sabe, no contesta» en la campaña de las elecciones legislativas—. Sólo que, si Adolfo Suárez decidía disolver Cámaras y convocar elecciones, también pensaba arar en esos acres de la indecisión.

En sus tanteos y dudas hamletianas, Suárez consultaba con algunos ministros, Abril, Lavilla, Garrigues Walker, Martín Villa; les pedía opinión, pros y contras… Y todos se sentían inteligencias escuchadas. Pero en septiembre llamó a Rafael Arias-Salgado y le dijo:

—Rafa, en absoluto secreto, desengánchate de la Constitución, de los trabajos del Congreso de la UCD y de todo: vuélcate en poner en marcha la maquinaria electoral del partido, candidaturas, haz también las listas municipales, eslóganes, propagandas, cuantificación y gestión del gasto, equipos de campaña… Voy a disolver y nos metemos en elecciones legislativas… ¡De hoz y coz! Encarga encuestas. No lo tenemos fácil. Me verás disimular y dar largas cambiadas, pero estoy decidido; así que… tú a lo tuyo. Si acaso, puedes hablarlo con Joaquín Abril, porque quizá le encargue que coordine la campaña[50].

Arias-Salgado se aplicó a elaborar 6300 candidaturas para las generales y las municipales que serían en marzo y abril de 1979. A concretar los mensajes. A buscar los dineros. Y ahí sí que era más difícil mantener el secreto:

No había entonces ninguna ley que prohibiera los donativos a los partidos, por particulares o fundaciones, desde España o desde el extranjero —precisaba, pasado el tiempo, Arias-Salgado—. Pedimos ayuda a la Confederación de Empresarios, la CEOE. Al frente estaban Carlos Ferrer Salat y José Antonio Segurado. Los teníamos de uñas por los Pactos de La Moncloa y la reforma fiscal, y por un préstamo de cien millones de pesetas nos exigieron un aval con las firmas personales de Adolfo Suárez, de Fernando Abril y la mía. En cuanto a la banca, no daba créditos directamente, sino canalizados a través de la CEOE. Conseguimos entre mil y mil doscientos millones de pesetas. Y ganamos unos mil cuatrocientos millones de pesetas, por cuotas de afiliados, financiaciones extra que algunos diputados notables consiguieron en sus provincias, más la asignación que daba el Estado por cada escaño obtenido. Del exterior tuvimos ayuda de la fundación liberal Friedrich Naumann y de los democristianos de Konrad Adenauer. Y quizá por alguna gestión y recomendación del Rey, obtuvimos ciertas cantidades del príncipe Fahd o de su hermano el rey Khalid de Arabia Saudita, y del sha Reza Pahlevi de Persia[51].

No obstante, Suárez seguía trabajando el otro escenario, la pizarra de la continuidad de la legislatura y el pacto con la izquierda.

Santiago Carrillo había dicho en público que la etapa que venía a continuación iba a ser más costosa y más difícil que la culminada: legislar cada artículo de la Constitución y poner en rodaje los Pactos de La Moncloa era pasar de la teoría a los hechos, del papel a la vida. Por tanto, no se podía despedir tan alegremente el consenso, pues, en su opinión, iba a ser muy necesaria «la unión que hace la fuerza»: un Gobierno de coalición, un Gobierno con mayoría absoluta. Llegó a formular la «conveniencia nacional» de ampliar el Gobierno de la UCD con los escaños del PSOE y los del PCE. Esto lo habló también con Adolfo Suárez:

—No sé si sabes ya lo que vas a hacer… En mi partido preferiríamos que las constituyentes siguieran funcionando para elaborar las leyes complementarias más importantes. ¿Me admites un consejo, Adolfo? Amplía tu Gobierno. Habéis trabajado mucho, habéis tenido guerra en todos los frentes, y acusáis cansancio, agotamiento…

—Cuando dices que amplíe, ¿piensas en que incorpore personas ajenas o en que pacte con partidos?

—En las dos cosas. Personas como Enrique Tierno, Raúl Morodo, Joaquín Ruiz-Giménez…, gente demócrata que te reportaría una aceptación popular mayor.

—Sí, pero esos independientes no me suman votos en la Cámara. No me resuelven la mayoría fuerte de los dos tercios. Eso ni con los catalanes y los vascos, ni con tus comunistas…

—Para lograr los 233 o 234 escaños, tendrías que ir a una alianza de Gobierno con el PSOE. O de legislatura: pactar un préstamo fijo de cuarenta y siete o cincuenta escaños socialistas más los veinte nuestros.

—¿Y qué piensa de esto Felipe? ¿Qué opinan los del PSOE? ¿Qué ministerio podría ofrecerles que les resultase atractivo, operativo, y no un despacho de adorno? —Suárez preguntaba fingiendo ignorancia; pero como Carrillo tenía ya más conchas que un galápago, le respondía con una sonrisa picarísima, adelantando su labio belfo para expeler una larga humareda Stuyvesant que guardaba en los pulmones:

—Hombre, lo sabes tan bien como yo… Y si no lo sabes, pregúntales y sales de dudas[52].

En ese impasse, la ejecutiva del PSOE, con Ramón Rubial y Felipe González en cabeza, pidió audiencia oficial y fue recibida por el Rey. El 12 de diciembre en La Zarzuela. No habían querido hacerlo antes, dijo Felipe al Rey, «por respeto a la historia de nuestro partido, que ha sido siempre republicano»; pero ahora ya sí podían y querían «venir a manifestar al Rey que respetamos una Constitución por la que hemos luchado durante muchos años». Hubo discursitos y hubo «Su Majestad departió luego informalmente…». Y tanto en lo uno como en lo otro, Felipe González dejó tres puntos claros. Primero: «Los socialistas de hoy no queremos que ocurra lo que con vuestro antepasado Alfonso XIII, que simplemente nos ignoró». Segundo: «Esta Constitución ha de ser aceptada y refrendada por todas las instituciones del Estado…, ¡por todas!» Don Juan Carlos entendió perfectamente que ahí se incluían las Fuerzas Armadas, los cuerpos y fuerzas de seguridad, el poder judicial, la Hacienda pública… y la propia Corona. Y tercero: «La consolidación del proceso democrático tiene que pasar por un calendario electoral que legitime a los que detentan el poder». Pedía la disolución de las Cámaras y elecciones. Y ello como condición imperativa —«tiene que»— para que los gobernantes adquiriesen la legitimidad.

Pisaban las alfombras de palacio por primera vez, pero las pisaban fuerte.

Muy pocos días después, Fernando Abril Martorell llamó a Carrillo: «Santiago, ¿por qué no te vienes, por qué no os venís a cenar a Castellana 3, y hablamos largo y tendido, ahora que tenemos algo más de calma?»

Acudieron, por el PCE, Jordi Solé Tura, Eugenio Triana, Ramón Tamames y Carrillo. Por parte del Gobierno los esperaban Fernando Abril, José Pedro Pérez-Llorca y Rafael Calvo Ortega. El ambiente era cordial, porque llevaban quince meses viéndose con frecuencia, discutiendo, haciendo las paces, gastando bromas… Había confianza, afecto y respeto por la ideología del otro. Durante la cena contaron mil anécdotas serias y jocosas, comentaron la situación incierta que se presentaba, tanto en el terreno político como en el económico. Y cuando ya estaban en el café y los licores, Abril hizo un gesto muy suyo, que consistía en respingar la nariz, remontarse las gafas con la ayuda de un solo dedo hasta colocárselas en su sitio, resoplar con un «humm» nasal y grave que anunciaba algo, y a continuación soltó esta pregunta:

—¿Vosotros estaríais dispuestos a hacer un programa de gobierno con nosotros?

Los comensales comunistas se quedaron unos instantes con la taza de café a mitad de camino del plato a la boca y mirándose entre sí con caras de sorpresa sin saber si sería una boutade de las de Abril. Pero los tres ministros estaban muy serios y como expectantes.

—Fernando —dijo Santiago—, ¿estás hablando en serio?

—Totalmente.

—¿Estás queriendo decir un pacto de mayoría, un pacto de gobierno, sin elecciones, con las constituyentes constituidas?

—Exacto.

Desde su puesto en la mesa, Pérez-Llorca cabeceaba asintiendo.

—¿Te das cuenta de lo que diría la extrema derecha? ¡Y los militares! ¿Tú crees que el Ejército, que está ya medio sublevado desde nuestra legalización, toleraría que hubiese ministros comunistas? No lo hará… ¿Y has pensado en la reacción internacional: el señor Carter, el señor Giscard, el señor Schmidt…?

—Todo está pensado y calibrado… Y también están pensadas y calibradas las necesidades de este país en el orden laboral, sindical y empresarial; la masa dineraria circulante, el gasto público, el déficit de nuestra balanza de pagos, la progresividad tributaria tal como ha de funcionar, la inversión privada… Fórmulas tenemos… y bemoles también. Pero aquí las decisiones se toman dándole a la llavecita que cada quisque tiene en el escaño, y sumando síes verdes en el tablero electrónico. De ahí nuestra propuesta.

La sobremesa se prolongó, como todas las de Abril, con sobredosis de café y nicotina hasta las cuatro de la madrugada. Al despedirse, los comunistas dijeron que lo tratarían en la comisión permanente del PCE.

Al día siguiente, Carrillo tenía una cita ya convenida con Suárez en La Moncloa a las nueve de la mañana. Y allí se presentó. Le había dado vueltas al asunto y le rondaba la idea de que todo hubiera sido una iniciativa de Abril, tomada a la ligera, sin contar con el presidente del Gobierno.

—Anoche, cenando algunos de mi partido, y yo mismo, con tu vicepresidente y otros dos ministros, Fernando nos hizo la siguiente propuesta…, un pacto de mayoría, un pacto de gobierno de vosotros con nosotros. Y como la cosa me parece tan temeraria y tan… extemporánea, antes de considerarla con mis camaradas, he querido que me digas si tú también lo piensas o si ha sido una ocurrencia de Abril.

—Sabía que ibais a cenar y que os lo iba a plantear. Es cierto. Es verdad. Te lo confirmo. A ver, Santiago, ¿por qué no vamos a poder hacer un acuerdo? El PCE es un partido nacional, y con presencia parlamentaria; el PCE ha demostrado que es un partido democrático, tanto como el que más; el PCE se ha comprometido a acudir a unos Pactos de La Moncloa, y ha acudido, los ha trabajado y los ha suscrito; el PCE ha actuado con una sensatez y una disciplina ejemplares en momentos durísimos… El PCE ha arrimado el hombro, como el primero, en los trabajos de la Constitución… ¿A quién diablos tenemos que pedirle permiso para fiarnos y entendernos entre nosotros?

Suárez insistió. Y quedaron en que un equipo del Gobierno y otro del PCE intercambiarían papeles.

—No creo que esto sea viable. Sinceramente, me gustaría que lo fuese; pero las circunstancias del país me dicen que no. De todos modos, Adolfo, te agradezco la confianza y te tomo la palabra. Por dos motivos: primero, si en un día futuro en el que el mapa político hubiera cambiado, la derecha pretendiera vetar la presencia del PCE en un Gobierno, esta negociación nos daría el mejor argumento para contestar a ese veto: «Miren ustedes, ya nos lo pidió una vez aquella derecha llamada UCD»; y segundo, porque si de lo que se trata ahora es de una maniobra para enfrentarnos con el PSOE, de cara a cualquier futuro pacto, por ejemplo en las municipales, yo voy a serte muy sincero, Adolfo: voy a informar al PSOE, a Felipe, de esta negociación que vamos a empezar y a proponerle que también ellos participen en el acuerdo. Entre otras cosas, porque pienso que sería mucho más eficaz que estuviéramos los tres partidos.

—Me parece muy bien.

¡Y tanto que le parecía muy bien! Esa proposición a Carrillo no era sino una estrategia de pinza ficticia como reclamo para atraer al PSOE.

Los comunistas —explicaba Carrillo tiempo después—, convencidos de que aquello difícilmente nos llevaría a parte alguna, acordamos seguir la corriente y ver hasta dónde llegaban las cosas. Se formó una ponencia que comenzó a elaborar un «programa común». Por nuestra parte, participaron Azcárate, Tamames y Solé Tura; y por UCD, Abril Martorell, Pérez-Llorca y Calvo Ortega. Íbamos con los oídos y los ojos muy abiertos, pasándoles papeles que por su contenido progresista pudiéramos hacer públicos si algún día fuese necesario. Notábamos, ciertamente, que no se abordaban los temas políticos, sino los económico-sociales que sustituyeran o continuasen los Pactos de La Moncloa. Y en ésas estábamos cuando, un buen día y sin explicación ninguna, las negociaciones quedaron interrumpidas, cesaron, y se produjo la disolución de las Cámaras y la convocatoria de elecciones. Eso fue el 29 de diciembre. ¿Tuvo de verdad Suárez un propósito, ante el acoso de la derecha, de dar participación al PSOE en el Gobierno, y la «pinza» con el PCE era un medio de presión para que el PSOE accediera? Suárez nunca me lo aclaró[53].

«Lo del programa común con el PCE sólo fue un flirteo ocasional, con más riesgos que utilidad —reconocería Rafael Arias-Salgado—. Una estrategia de Adolfo Suárez, por si lograba integrar al PSOE en una prolongación del consenso mientras durase la legislatura. Jugaba con los dos escenarios posibles. Y lo sé porque era yo quien preparaba las elecciones. Pero intentó esa vía del pacto con la izquierda. Es más que probable que el Rey, cuando supo que había negociación e intercambio de papeles con el PCE, le hiciera una seña: “Eh, ¿adónde vas, Adolfo? ¡No me irrites al personal militar, que no están las cosas para provocaciones!”»[54].

El discurso del miedo

El 29 de diciembre, Suárez reúne al Consejo de Ministros y luego a la ejecutiva de la UCD y los informa —lo hace con tal cortesía que parece una consulta— de la decisión de disolver las dos Cámaras y convocar las elecciones legislativas y municipales.

«Las elecciones del 15-J de 1977 quedan ya muy lejos para la gente. Incluso se ha dejado de hablar del “consenso” y se empieza a hablar del “desencanto” —dijo Suárez a los mandarines de su partido—. Parece políticamente lógico que, una vez elaborada y refrendada la Constitución, las Cortes constituyentes se disuelvan. Que el nuevo Gobierno salga de las urnas con la legitimación democrática que da una mayoría de votos. Que el pueblo se exprese y diga quién quiere que le represente en el Parlamento y quién quiere que le gobierne».

Desde las tres hasta las cinco de la tarde, estuvo con el Rey para que firmase el decreto de disolución de las Cortes generales.

Sonó el pistoletazo de salida, y empezó en toda España el fragor de la campaña electoral. Cuarenta y tres partidos, con megafonía de jingles a todo decibelio y cartelería a todo color. Y gargantas rotas en la jornada de reflexión. El PSOE jugó con dos pósteres: en uno, gran primer plano de Felipe González, blanco y negro, ojos soñadores y labios sensuales, contrastando con un lema autoritario: «Un Gobierno firme por una sociedad justa». El otro, compartido con Pablo Iglesias, también en blanco y negro, y eslogan del pedigrí de partido: «Cien años de honradez y firmeza». La UCD se centró en la figura de Adolfo Suárez, de perfil y hablando en las Cortes. Un lema escueto como un balance de resultados: «Dicho y hecho». Y un refuerzo reiterativo, mate, sin oferta de futuro: «UCD cumple».

Campaña de invierno. Locales cerrados. Las encuestas vaticinaban un 40 por ciento de abstención. Los candidatos buscaron la televisión y la radio. Felipe González retó a Adolfo Suárez a un debate a dos, abierto y en directo por TVE, «para discutir los programas e ideologías de ambos partidos con el fin de alcanzar una mayor clarificación electoral». Suárez respondió que «si el líder del PSOE quiere un debate conmigo, tendrá que ganárselo, porque lo que busca es un plus de publicidad y probar que en España hay un régimen bipartidista, cosa que está por ver». No hubo duelo al sol.

A Suárez le prepararon tres maquetas de discurso para el spot televisivo final. Uno casi oficial más en rol de presidente del Gobierno que de candidato. Otro sin punching. Y un tercero más combativo, que la prensa llamaría «el discurso del miedo», «el vapuleo a la ciudadanía indecisa»… Un zurriagazo a los que se habían embelesado con los carteles de José Ramón: colores suaves, paisajes agradables, escenas bucólicas de palomas y paraísos felices.

Los expertos de la campaña, a tenor de las encuestas, vieron que en la última oleada el PSOE había subido y la intención de voto permitía suponer un empate técnico. No se veía una diferencia clara. El resultado final era una incógnita. Los spots de cierre antes de la jornada de reflexión tendrían una audiencia en torno a los cuatro millones de espectadores. Por tanto, había que desencuadernar todos esos mensajes subliminales de ciudades Jauja y de bienestar gratuito, que no decían con qué dinero se iban a costear…

Entre Eduardo Navarro y Rafael Arias-Salgado confeccionaron el texto, que debía durar siete minutos. Lo que hicieron fue transcribir fragmentos del Programa Máximo del PSOE en su último Congreso, y ponerlo en boca de Suárez: «Señores, si gana el PSOE, harán esto, y esto, y esto…» Simplemente, que fuera desvelando el contenido real del auténtico programa del PSOE, que era marxista, planificador de la economía, colectivista y con un fuerte ramalazo de revancha y «vuelta de la tortilla».

En su discurso, desde el despacho de La Moncloa, Suárez denunció la falsía de ciertas fuerzas políticas que en la liza electoral fingían ser lo que no eran:

Hicimos un centro fuerte para evitar que los extremos volvieran a enzarzarse en un conflicto visceral y radicalizado. Pero vemos con sorpresa que partidos importantes, por ganar el voto moderado de centro, aparentan ser ese centro. Es perfectamente respetable en una democracia la existencia de partidos de ideología marxista, pero no es correcto que traten de ocultarla en la campaña electoral. De que el desarrollo de la Constitución se haga desde la perspectiva del humanismo cristiano que inspira a UCD, o se acometa desde el materialismo de los partidos marxistas, depende que España sea un país occidental o que emprenda el camino hacia una sociedad colectivista. Hay que poner en duda la credibilidad de quienes, desde la izquierda, se presentan como moderados sin haber renunciado al radicalismo de sus formulaciones revolucionarias; o de quienes desde la derecha tampoco renuncian a sus nostalgias reaccionarias.

Ya en ese punto, aplicó la linterna sobre los partidos a los que quería desenmascarar:

Difícilmente podemos creer en la moderación de que hace gala el PSOE. El programa del XXVII Congreso del PSOE defiende el aborto libre y subvencionado por el contribuyente; la desaparición de cualquier enseñanza religiosa; propugna un camino que nos conduce hacia una economía colectivista y autogestionaria. Han planteado la disolución de lo que denominan «cuerpos represivos del Estado», exigiendo responsabilidades o aconsejando públicamente la negociación con ETA.

Y desde la otra perspectiva, ofertas también aparentemente moderadas parten del supuesto de que el pueblo español, en perenne minoría de edad, necesita de una constante tutela paternalista…

Esto no es una apelación al «voto del miedo», sino a la claridad.

Y concluyó parafraseando a Kennedy:

En esta hora, no te preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregúntate qué puedes hacer tú por tu país, qué podemos hacer todos unidos por esta gran nación en marcha que es España.

La UCD obtuvo 168 escaños, ganó 2; el PSOE, 121 escaños, ganó 3; el PCE, 23 escaños, ganó 3 y creció en 300 000 votos. Coalición Democrática (CD), la nueva formación de Fraga, Osorio, Areilza…, obtuvo 10 escaños, perdió 6; y de los 10 obtenidos, sólo 5 eran de la AP de Fraga.

Para algunos analistas, Suárez, recurriendo al miedo al PSOE, había hecho una jugada sucia; para otros, una jugada maestra. Más que meter miedo en el cuerpo a los electores, lo que Suárez dijo fue que el PSOE era marxista en sus programas, aunque lo disimulara o negara en sus mítines, y que un prematuro Gobierno revolucionario de izquierda podría provocar un retroceso indeseable en la marcha de modernización democrática… Y por el otro extremo, lo que declaró fue que AP era reaccionaria y dictatorial, aunque se vistiera de moderada. Pero, sobre todo, movió el patio y llevó a votar a un millón de indolentes o indecisos.

Julio Feo, director de la campaña del PSOE, dijo: «Suárez ha triunfado agitando el espantajo del marxismo». Diagnóstico objetivo. Y así lo vieron los gerifaltes de la Internacional Socialista cuando tuvieron el vídeo de Suárez en su spot final.

La UCD, impulsando y dirigiendo el proceso reformista, se jugó a su electorado natural de centroderecha, que no digirió la reforma fiscal, que gravaba más sobre quienes más tenían; ni la ley de divorcio; ni la legalización de anticonceptivos; ni la aconfesionalidad del Estado; ni el nuevo modelo de acceso a la educación, que potenciaba la enseñanza pública, condicionando las subvenciones a la enseñanza privada; ni el anuncio de la reforma militar; ni el Estado de las autonomías…, ni unos Pactos de La Moncloa en los que se partía de una paridad entre empresarios y trabajadores. Además, junto a la gestión de las reformas y de la Constitución, era el partido gobernante, y le tocó afrontar la crisis económica, el paro, las «movidas» militares y los asesinatos de ETA. Sin embargo, no sufrió desgaste, incluso creció dos escaños.

El PSOE tenía todas las de ganar: fue beneficiario y coprotagonista mediático de las reformas y de los Pactos de La Moncloa sin mancharse el armiño; capitalizó los cambios progresistas de la Constitución; obtuvo en su provecho la inclusión del voto juvenil de los dieciocho a los veintiún años; sumó a los partidos socialistas periféricos y absorbió al PSP de Tierno. Pese a ello, siguió siendo segunda fuerza, a cuarenta y cuatro escaños de distancia de la UCD.

El canciller Helmut Schmidt le confesó a Suárez, en un viaje rápido de éste a Bonn, un año después: «Según un estudio de los técnicos electorales del SPD, su intervención televisiva de cierre de campaña movilizó un millón de votos indecisos… Aquellos siete minutos le dieron a usted la victoria». Y en esa misma conversación, pasando al tuteo de más confianza: «¡Cuídate! ¡Ahora irán a por ti!»

Para los compañeros socialistas alemanes, Suárez era «el mayor capital político de la UCD». En consecuencia, aconsejaron a Felipe González un cambio de táctica: del ataque al partido, «un conglomerado de ideologías, un invento sin historia ni tradición, y una jaula de grillos», debían pasar al derribo de Adolfo Suárez. Centrarse en el líder, que era el activo principal y su única garantía de unidad. Más aún, Willy Brandt, desde su puesto de presidente de la Internacional Socialista y su experiencia personal, aconsejó a González: «Entrad a gobernar en coalición, desgajando, por ejemplo, a los socialdemócratas, a los liberales o a los democristianos de la UCD; entrad en el Gobierno con cualquier sector de la UCD. Tienen que veros gobernar de modo sosegado, profesional y ejemplar. Es la única manera de que os ganéis la confianza social. Y toquéis poder. Felipe, no te importe sentarte en un Gobierno en la silla del vicepresidente. Yo lo hice así. Y en las elecciones siguientes fui elegido canciller».

Y a esa estrategia se aplicaron, sin esperar a los «idus de marzo» de 1979.

Suárez no quería ni oír hablar de una Große Koalition, que «dejaría al país sin alternativa, mezclaría churras con merinas, y sería pan para hoy y hambre para mañana, como ocurrió en Italia». Pero los socialistas no querían esperar… Su juego político fue exactamente el derribo de Suárez. Era el modo infalible de descalabrar la UCD[55].

Arzalluz: «¿Investidura o embestidura?»

No hubo días de vino y rosas, ni tiempo de paladear las mieles del poder, ni un instante para cerrar los ojos y disfrutar de la victoria. Desde que ganó las elecciones del 15-J de 1977, Adolfo Suárez tuvo que arrostrar una hostilidad creciente por días, que surgía inesperada y alevosa desde distintos ámbitos sociales, fuerzas políticas o élites influyentes de la vida nacional. Aunque quizá sea más justo decir que lo que irritaba del 15-J no era la victoria de Suárez, sino la fuerte irrupción del PSOE como segunda fuerza muy a la zaga de la UCD, y sobre todo, la debacle de la derecha que había pasado de ser dueña y señora de España durante cuarenta años a una presencia residual en el hemiciclo.

La fase de fabricación constitucional fue una especie de airbag que amortiguó las agresiones entre los políticos de signos contrarios. Nació, o renació de los escombros guerracivilistas, el concepto casi gremial de «clase política». Al margen y en contra de esa ilusionada tarea, los descontentos urdieron una intentona golpista, Galaxia, cuyo objetivo era asaltar La Moncloa y neutralizar a Suárez.

Ciertamente, él era el presidente del Gobierno, pero se le hacía culpable de todo lo malo que ocurría en el país: tanto de los asesinatos de ETA y los Grapo como del regreso masivo de emigrantes, que Europa vomitaba agobiada por su propia crisis energética e industrial. Se le achacaba que hubiese delincuencia callejera; y a la vez, que la policía intentara reprimir esa delincuencia. Que se hubiera puesto en marcha el Estado de las autonomías; y que todavía no se hubieran transferido enteramente las competencias a esas autonomías. Se le reprochaba que todo estuviera cambiando muy deprisa; y que todo estuviera cambiando muy despacio. Se le urgían medidas drásticas que cercenaran de raíz la involución; y se le criticaban los cambios de destinos militares para serenar los cuarteles y evitar conspiraciones golpistas.

El consenso fue una medalla que se prendieron otros. El desencanto y el hastío se los colgaron a él. Era lo que el sensitivo observador Carlos Luis Álvarez, «Cándido», llamó por vez primera «la cacería». Cacería que se fue convirtiendo a ojos vistas en una implacable persecución sin tregua ni para el acosado ni para la jauría. También tuvo su nombre para la crónica: «Acoso y derribo». Y una fecha de inicio, con cruz y raya en el almanaque de aquel tramo de historia: el 1 de marzo de 1979, día de la victoria electoral de la UCD, el conglomerado de familias políticas liderado por Adolfo Suárez, en las primeras elecciones ya constitucionales. A partir de ahí, el PSOE, desde su legítimo afán por obtener el poder, pero en consciente o inconsciente alianza con ciertos colectivos militares y en consciente o inconsciente alianza con las fuerzas corporativas del capital, empezó la acometida. En el visor de todos, una única pieza que abatir: Adolfo Suárez González.

El primer acto público fue la sesión de investidura del presidente electo. El 30 de marzo de 1979.

Como el mismo Suárez anunció allí, el consenso había terminado. Pero lo que en aquella sesión se vio, y se televió, fue que de repente cayeron las máscaras y comenzó la contienda parlamentaria, más que entre adversarios, entre enemigos a degüello. Todos contra uno. Suárez tuvo que decir en más de una ocasión algo obvio, pero que allí parecía exigible: «Señorías, no voy a pedir perdón por haber ganado».

El tono fue no ya descortés, sino agresivo y desautorizante. Felipe González se lanzó a una descalificación ad hóminem que pretendía deslegitimar políticamente a Suárez por su currículo movimientista. Incluso, recitó y remedó fragmentos añejos de discursos oficiales en tomas de posesión. Era una venganza demasiado tosca por las alusiones que Suárez había hecho, en su spot de cierre de campaña, a los contenidos marxistas del programa máximo del PSOE. Sólo que Suárez nunca había sido falangista; y González, en presente, seguía siendo el líder de un partido que se autodefinía marxista.

La respuesta de Suárez, lejos de excusar su pasado, notoriamente conocido, lo afirmó con orgullo: «No me siento en modo alguno deshonesto por la trayectoria política personal que he seguido». Y fue desgranando los sucesivos y graduales pasos como «chusquero de la política»: «He trabajado mucho…, he sido jefe de negociado, de sección, gobernador civil, director de TVE, vicesecretario general del Movimiento, ministro… y ahora soy presidente del Gobierno de España, designado una vez por el Rey, y elegido dos veces por los españoles en las urnas». Y agregó que, precisamente desde esa ubicación política, había contribuido y no escasamente a que España pasara de una dictadura a una democracia, y a que en un día como aquél pudieran estar todos allí representando legítimamente al pueblo español.

Hubo un «error político» de excesivo reglamentarismo cuando el nuevo presidente del Congreso, Landelino Lavilla, decidió el formato de la investidura ordenando que, tras el discurso del candidato, iría la votación, y ya al final el debate. Podía decidirlo así, pues todavía no existía reglamento para aquellas primeras Cortes constitucionales. Y la interpretación modal correspondía al presidente de la Cámara. Pero por esa «cuestión de orden» se organizó un bochinche que consumió la mayor parte del tiempo y generó un clima áspero de protesta con actitudes despectivas e ineducadas como toser, reír, hacer ruidos, golpear los pupitres o desplegar periódicos ostensiblemente mientras Suárez leía su discurso de presidente electo. Incluso expresiones groseras, como cierta alusión excrementicia que utilizó Carrillo.

Fue un mal comienzo, «una sesión lamentable», en opinión de Fraga; tan inusualmente feroz que hasta el diputado vasco Xabier Arzalluz, pese a anunciar su voto en contra, dijo muy sorprendido que aquello más que una investidura parecía una «embestidura».

La explicación de la actitud de González, más que lógica, era psicológica. Y doble. De una parte, un evidente mal perder. Porque casi había tocado la victoria. Y de otra, más oculta, la espina inconfesable de no haber sido él, ni su partido, ni las fuerzas de izquierda, quienes hicieran la reforma, quienes desmontaran íntegramente el viejo régimen dictatorial, quienes devolvieran la soberanía a los ciudadanos. Esa espina, cuatro años amagada, se le había encallecido y era ya un aguijón retorcido. Malo. El hombre con aguijón es peligroso en el cuerpo a cuerpo, porque aun queriendo abrazar deja en el otro un desgarro.

En cualquier caso, lograron deslucir la victoria del candidato, la de las urnas y la de la investidura, aunque la ganase por mayoría absoluta y bien sobrada, 183 votos sobre 350 miembros de la Cámara, aunque ese día se registraran diez ausencias.

Sin duda, aquella sesión fue para socialistas y comunistas un teleshow de propaganda para las inmediatas elecciones municipales. Faltaban dos días. ¿Quién iba a desperdiciar tan mediática ocasión, con tan millonaria audiencia?

Eduardo Navarro, el Gris-Cerebro-Gris de Adolfo Suárez, cuando concluyó aquel penoso espectáculo anotó con su letruja prieta: «Quieren hacerle pasar de héroe a villano».

Suárez regresó a La Moncloa aquella noche con un sabor acre en la garganta. En ruta, arrellanado a oscuras en el asiento de atrás, recordó una escena que casi había olvidado, cuando el canciller alemán Helmut Schmidt quiso ofenderle también con una insidiosa alusión a su pasado. Fue el 7 de enero de 1977. La primera vez que se ofrecía una cena de gala en La Moncloa. Adolfo había desempeñado muy altos cargos en el Movimiento, vistiendo en los actos oficiales la preceptiva camisa azul Mahón; pero nunca fue falangista, ni asistió a campamentos del Frente de Juventudes, ni a actividades del Sindicato Español Universitario (SEU). Sin embargo, el canciller alemán, su invitado en la cena, debía de tener una «ficha» equivocada sobre la ideología del joven presidente español:

—¿Usted visitaba a Franco en El Pardo? —le preguntó.

—Sí, acudí a alguna audiencia y a despachar con él varias veces.

—Entonces… ¿usted era fascista?

Suárez guardó silencio un instante para recordar la edad del canciller. Esa misma mañana había leído en su currículo: «Nacido en diciembre de 1918». Hizo mentalmente una simple resta: al comenzar la guerra mundial, en 1939, Schmidt tenía veintiún años. Le lanzó una mirada de acero, respondiéndole con sequedad:

—Yo creo, canciller, que usted en su juventud tuvo que vestir el uniforme nazi, cuando hizo el servicio militar. Y tal vez el de la Wehrmacht, en las unidades de defensa antiaérea en Bremen…

Hubiese podido seguir memorizando la hoja militar del teniente Schmidt. Desde Bremen, fue destinado al frente ruso en 1941. Jefe de batería en el frente oeste en 1944 y 1945. Oficial en activo hasta el final de la guerra. Y después, el Plan Marshall, la desnazificación… y el gran olvido.

Obviamente, no hubo respuesta. Pero a partir de aquel incidente Schmidt intuyó la estatura política de Suárez. En adelante, procuró no perderle de vista.

Al día siguiente, reflexión; al otro, urnas municipales. En la UCD habían hecho una campaña de perfil bajo, con sordina…; se conformaban con no ser arrasados. Aquella misma noche, entre el insomnio y la duermevela, repasaba los rostros de sus ministros todavía en funciones. Los veía en el banco azul, tensos, inquietos, al acecho, esperando ser mantenidos en sus poltronas, o recelando no serlo. «Todos quieren ser ministros al día siguiente de llegar».

A la mañana siguiente, muy temprano, se presentó Rodolfo Martín Villa en La Moncloa. No iba a pedir tal o cual cartera. Al contrario:

—Quiero salir del Gobierno. Necesito tomarme un descanso. Gobernación es un ministerio quemahombres. Han sido unos años muy duros, empalmando días, noches y madrugadas… Quizá más adelante, pero hoy por hoy, no quiero ser ministro… He venido a decírtelo y a acompañarte un rato, presidente, porque la investidura de ayer fue de pena: mal concebida y mal ejecutada; pero por parte de los otros fue… ¡una gran putada!

Suárez quería retener consigo al leonés —un corredor de fondo tenaz, con una lealtad a toda prueba— y le ofreció otras carteras importantes: Presidencia, Defensa, Obras Públicas, Educación… No le convenció.

Mientras hablaban, llegó Sabino Fernández Campo; traía una carta manuscrita del Rey para Adolfo. Era una misiva cariñosa, alentadora. Un alivio que mitigaba la amargura del día anterior. «Bueno —dijo después de leérsela a Rodolfo—, aunque presiento que lo que empieza ahora no van a ser paños calientes, al menos tengo el apoyo del Rey»[56].

Las urnas municipales del 3 de abril dieron a la UCD mejores resultados de los que esperaba, y mejores que los obtenidos por el PSOE: el 31,3 por ciento de los votos, frente al 27,9 por ciento del PSOE. Al partido de Suárez le correspondía, pues, el 43,3 por ciento de los concejales y casi la mitad de los alcaldes, el 49,4 por ciento. Pero en la misma noche del escrutinio Alfonso Guerra telefoneó a Santiago Carrillo, y al día siguiente protocolizaban los que llamaron «Pactos del Progreso». Socialistas y comunistas se repartieron los ayuntamientos gobernando juntos. La UCD pasó a la oposición, incluso en capitales como Madrid, donde había sido la fuerza más votada. El PSOE y el PCE también suscribieron pactos en el País Vasco y en Cataluña, marginando a la UCD del poder local.

El recurrente fantasma del 14 de abril de 1931, aquella alzada republicana por la unión de las izquierdas en los municipios, volvió a preocupar en La Zarzuela y en La Moraleja, donde residía Don Juan. Pero en cuanto se anudaron los pactos, incluso antes de cerrar las listas de los nuevos consistorios, Santiago Carrillo tuvo el toque sensato de apaciguar alarmismos, declarando: «Tenemos una Monarquía parlamentaria y constitucional, y siempre que esa Constitución no se viole, no habrá por qué atentar contra el régimen del Gobierno. Las Administraciones locales tienen su autonomía y no van a interferir en la política general»[57].

Pocos días después, el Rey recibió en La Zarzuela al nuevo alcalde de Madrid, el «viejo profesor» socialista Tierno Galván, y al también socialista y edil de Barcelona Narcís Serra. Sin grandes esfuerzos, se llevó muy bien con los dos. En Juan Carlos, su acusado instinto de «conquista» corría parejo a un innato sentido heliotrópico que le orientaba enseguida hacia el nuevo sol. Es ciencia antigua y espontánea en los reyes: adaptarse para sobrevivir.

Felipe González, de noche, a ver al Rey

En Virginia, entre los miles de lápidas del cementerio militar de Arlington, hay una en la que puede leerse este curioso epitafio: «Aquí yace el soldado John S. Brown. Quiso comprobar con una cerilla encendida si el depósito de gasolina de su tanque estaba lleno. Y lo estaba».

El militante socialista Felipe González también quiso comprobar con una cerilla encendida si el depósito de marxismo de su partido estaba lleno. Y lo estaba.

Esto era en los días 19 a 21 de mayo de 1979. El PSOE celebraba su XXVIII Congreso, que debía ser el de «la conversión», pero resultó ser el de «la confrontación». Por consejo de Willy Brandt, presidente de la Internacional Socialista y de la Fundación Friedrich Ebert, y de los correligionarios alemanes como el canciller Helmut Schmidt y el diputado Hans Matthöfer, pero también por la lectura atenta del resultado de las urnas del 1 de marzo, González y su ejecutiva habían decidido vaciar de marxismo y de radicalismos ideológicos el programa del PSOE, y convertirlo en un partido que pudiera ser una alternativa «real» de poder. En el argot socialista, «al PSOE le había llegado la hora de hacer su Godesberg», su conversión a la socialdemocracia, como hizo veinte años antes, en 1959, su partido hermano, el SPD, en la localidad de Bad Godesberg, distrito de Bonn. La renuncia al marxismo como ideario político y la aceptación de la economía de mercado como realidad existente dieron al SPD la patente de partido «apto para los salones». Aquel congreso en Bad Godesberg fue para el socialismo alemán el paso del Jordán que le permitió gobernar en coalición con los demócratas liberales y con los democristianos, o en solitario.

No era sólo un consejo; era una directiva, era una condición, impuesta por quienes tenían los resortes de la caja financiera: los socialistas alemanes.

Pero sucedió que, cuando el militante González quiso tachar la definición que del PSOE proponían sus compañeros de Asturias —«el PSOE reafirma su carácter de partido de clase, de masas, marxista, democrático y federal. Marxista porque entendemos el método científico de conocimiento y de transformación de la sociedad capitalista, a través de la lucha de clases, como motor de la historia»—, el tanque de gasolina le estalló en las manos.

Su propuesta era definir y programar los contenidos del PSOE como un socialismo democrático, en el que el marxismo pudiera ser un mero «instrumento teórico, crítico y no dogmático», dentro del programa político socialista. Y se encontró con una durísima resistencia de los delegados —representantes de doscientos mil militantes— que no dieron su brazo a torcer cuando se les decía: «Nadie os impide que abandonéis la teoría marxista, pero sí que la conjuguéis con una praxis realista de lo que en la España actual, y pensando en plata, podríamos hacer si llegáramos a gobernar».

A Felipe González y sus planteamientos de «pie a tierra» del «socialismo de lo posible» se oponía la alternativa maximalista marxista representada por Luis Gómez Llorente, Enrique Tierno, Francisco Bustelo, Pablo Castellano… Bregaron durante dos días y dos noches.

Dieter Koniecki, un alemán rubio, bajito, cuadrado, expeditivo presidente de la Fundación Friedrich Ebert, llamó aparte al profesor y alcalde de Madrid, Tierno Galván, a quien los críticos habían ofrecido encabezar la candidatura.

—Algunos compañeros parecen haberse equivocado de partido —dijo Dieter—; deberían afiliarse a organizaciones anarquistas, trotskistas, leninistas, si lo que les gusta es seguir pataleando. Ahora bien, si el PSOE aspira a gobernar en España, ha de saber que los compañeros alemanes apuestan por la moderación que representa Felipe; no creemos que la alternancia en el poder estatal se pueda hacer con un PSOE tan escorado a la izquierda, como expresan las ponencias bajo su dirección y la lista de Gómez Llorente, Castellano, Bustelo, Sotelo…[58]

Ni siquiera necesitó sugerir que, con ellos al mando, se cerraría el grifo financiero.

Aquella noche, Felipe González subió a La Zarzuela —llamado por el Rey— y le explicó lo que estaba ocurriendo y lo que iba a ocurrir. Como sus tesis habían sido derrotadas, él dimitía, no se presentaba a la reelección, aunque le reclamasen a gritos hasta romperse la garganta… Al partido le vendría muy bien una temporadita de sede vacante, cuatro meses con una gestora interina. «A ver si en ese tiempo maduran, dejan de ser intelectuales teóricos y caen en la cuenta de que gobernar es el arte de lo posible, que desde el Mayo francés han pasado muchos años, y ya no tenemos edad de andar pintarrajeando las paredes y pidiendo lo imposible».

El Rey estaba preocupado, porque de ese XXVIII Congreso tenía que haber salido el «socialrealismo», la socialdemocracia, una izquierda templada, idónea para gobernar. Incluso para gobernar en coalición con una UCD cuya evolución natural parecía ser la democracia liberal con vetas de democracia cristiana. Como las alternancias sin vuelcos ni estruendos de Alemania. Pocas semanas antes lo había comentado con Walter Scheel, ya a punto de dejar la presidencia de la República Federal de Alemania, mientras almorzaban juntos en Palma de Mallorca. Después de escuchar a Felipe, el Rey se quedó más tranquilo. Notó en el líder socialista enfado con los de su partido, pero seguridad en sí mismo, un aplomo que tradujo interiormente: «Éste se va, pero sabe que vuelve».

A la mañana siguiente, Felipe había cambiado su elegante traje gris y corbata de seda azul de la víspera por unos jeans ásperos y un pulóver oscuro. Como cualquier soldado Brown, como cualquier militante de base.

Escuchaba los gritos «¡Felipe, quédate!», «¡Felipe, no dimitas!», «¡Felipe, sigue, sigue!…». Hasta un «¡Felipe, sálvanos!» se llegó a clamar en la inmensa sala.

Subió al podio. Extendió los brazos hacia el frente, con las palmas abiertas intentando parar aquel vocerío. Cuando al fin se hizo el silencio, se remangó el pulóver casi hasta los codos:

—¡Estoy cansado! —Fue la respuesta, el saldo, la factura—. He trabajado mucho. Me he volcado. Ahora espero que este compás de reflexión sea positivo. Sólo seré un militante de base.

Declaró que «hay que ser socialistas antes que marxistas». Y explicó que «un impulso ético me lleva a no presentarme para la dirección, porque con los papeles que habéis aprobado yo no puedo conducir el partido a una opción real de gobierno. Y ese mismo impulso ético me obliga a seguir en el partido: ¡ni una sola retirada, compañeros!»[59].

Incluso los analistas que trabajaban para Adolfo Suárez, en sus inmediatos apuntes concluían que el gesto ético de González, su dimisión, «había mostrado su estatura de gran líder, incluso de estadista», y que había sido capaz de transmutar «su derrota en una apoteosis», lo cual le convertía ante los ciudadanos españoles en «la figura política de mayor credibilidad en estos momentos»[60].

Pocos días después, el militante de base Felipe sobrevoló el Atlántico con su amigo Enrique Sarasola, Pichirri, un hombre de negocios, mitad gánster, mitad ángel, amigo de Fidel Castro, de Gabo García Márquez, de Adnan Kashogui, de Belisario Betancur, de Carlos Andrés Pérez, de Omar Torrijos, de Jesús de Polanco, de «los Albertos» Cortina y Alcocer, de las hermanas Koplowitz, de los capitostes de KIO… Un socialista amigo de la beautiful people. O de los simplemente ricos. En Panamá, huésped de Torrijos, el militante González se divirtió, se olvidó de todo, recobró fuerzas. Al volver, tendría que ganar una batallita. Y una guerra. La batallita del PSOE estaba lubricada y financiada, sin que él moviera un dedo. En septiembre fue reelegido secretario general por mayoría arrasadora: el partido aceptó sin discusión el socialismo democrático y abjuró de los postulados marxistas.

La guerra sería más bien una cacería. Cacería de un hombre: Adolfo Suárez. Un safari a tiro hecho, en los suburbios del poder.

Los Borbones borbonean

El rotativo alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung del 14 de junio de 1979 se hacía eco de unas estimaciones políticas obtenidas «en los círculos que rodean al rey Juan Carlos I» y corroboradas por personas próximas a Don Juan de Borbón. Siendo el Frankfurter Allgemeine un periódico serio, liberal conservador, independiente de partidos políticos, con buenas fuentes y muy acreditados corresponsales en España, no había por qué cuestionar la veracidad de la información. Otra cosa era que pudiera e incluso debiera causar perplejidad. El diario alemán afirmaba que, no sólo políticos españoles de peso, sino también el rey Juan Carlos y Don Juan de Borbón, a quien calificaba como «uno de sus más influyentes consejeros», se habían pronunciado «a favor de que finalizara el Gobierno minoritario de Adolfo Suárez y que diera entrada a los socialistas en un gabinete de coalición presidido por Suárez».

El Frankfurter completaba esta información dando noticia de una entrevista celebrada entre Suárez y Don Juan, y otra más extensa —«de varias horas»— entre Suárez y Felipe González, ambas para discutir el tema del Gobierno de coalición UCD-PSOE. Incluso entraba en detalles de las condiciones cruzadas entre ellos: «Un acercamiento de los dos grandes partidos sería posible si se produjeran las renuncias de Abril y de Guerra, dos políticos que cuentan con muchos enemigos en sus propias filas partidarias».

Nada decía de la postura de González respecto a Guerra, pero sí que, siendo la renuncia de Abril el primer paso para esta reestructuración del gabinete, «Suárez parece dispuesto a prescindir de su vicepresidente segundo, Abril Martorell».

Y reiteraba la información de fondo, como obtenida desde muy cerca del Rey o destilada por la propia Zarzuela: «El Rey está muy preocupado por la crisis abierta en el PSOE y la dimisión de Felipe González como secretario general, ya que desea que los socialistas participen en el Gobierno».

Hacía apenas dos meses que Adolfo Suárez había ganado las elecciones generales con mayoría absoluta. La preocupación del Rey, subrayada por el Frankfurter, además de denotar una impaciencia prematura, era una interferencia inconstitucional sin paliativos, pues el monarca pretendía, o al menos deseaba, torcer el reciente veredicto de las urnas; y unido a ello, el borboneo de intervenir en alianzas o componendas entre partidos. Constitucionalmente, la hora regia para recomendar coaliciones o pactos de legislatura entre las fuerzas políticas había pasado ya: el Rey tuvo en su mano esa potestad durante la ronda de consultas con los líderes, inmediatamente después de las elecciones del 1 de marzo. Pero el resultado de la UCD era una mayoría tan clara que no necesitaba socios ni apoyos para gobernar en solitario.

Esa información, en la que además se traslucía un notorio interés del Rey en adelantar el acceso del PSOE al Gobierno, lesionaba seriamente la exigible imparcialidad de la Corona y su no injerencia en los tejemanejes políticos que afectasen a combinaciones de Gobierno o al juego de los partidos. Por tanto, de ser cierta habría sido grave. Y de no ser cierta, por su importancia institucional y constitucional, hubiese merecido un tajante e inmediato mentís desde La Zarzuela. Pero el hecho es que no se produjo.

Otro elemento chocante en la información recogida por el Frankfurter Allgemeine era la inclusión del parecer de Don Juan de Borbón y sus gestiones con el presidente del Gobierno para discutir sobre esa coalición. En el ámbito familiar, en la privacidad doméstica, Don Juan podía ser «uno de los más influyentes consejeros del Rey», pero nunca en público, nunca trascendiendo a la prensa, incluso extranjera, y menos sobre asuntos tan medulares en una democracia como quién debe o no debe gobernar, cuestión sobre la que sólo cabe pronunciarse introduciendo el voto secreto en la urna. Don Juan pudo votar. El Rey, ni eso.

Ya un par de años antes, Felipe González quiso tener un encuentro privado y discreto con Don Juan. Luis María Anson —entonces director de EFE— organizó un almuerzo en casa del periodista Alfonso Sobrado Palomares, socialista y amigo personal de Felipe González.

«Felipe quería saber —explicó Anson tiempo después— qué actitud adoptaría la Monarquía si el Partido Socialista ganaba las elecciones. Estábamos en vísperas de las primeras elecciones generales, las del 15-J de 1977. Don Juan le dejó bien claro que en España la Monarquía no se consolidaría sin un período largo de Gobierno socialista y con un buen entendimiento entre el PSOE y la Corona»[61].

Con todo, a partir de «los círculos que rodean al rey Juan Carlos I», y que informaron al Frankfurter Allgemeine Zeitung, tres datos quedaban a la vista: un interés en debilitar a Suárez, pretendiendo desposeerle de Abril, su hombre de máxima ayuda y confianza; un deseo de facilitar que el PSOE llegara al poder con el arropo de ir en tándem, quizá por no inquietar a los financieros ni a los militares; y el intento de neutralizar los pactos municipales, que habían entregado el poder a la izquierda en la mayoría de los ayuntamientos, fabricando otros pactos, pero de envergadura nacional.

A quien no sorprendió el contenido del rotativo alemán, cuando se lo pasaron traducido, fue a Suárez. Conocía en primera persona esas «presiones» y esas «invitaciones a la coalición». Sabía cómo se respiraba en La Zarzuela y ya les había dicho al Rey, a Don Juan y a Felipe González que él estaba en su legítimo turno como presidente del primer Gobierno constitucional, y pensaba ejercerlo sin que le llevasen de la mano. Precisamente había prescindido de dos ministros considerados pesos pesados, Pío Cabanillas y Francisco Fernández Ordóñez, porque quería un equipo cohesionado y eficaz en el que se trabajara mucho y se enredase poco. El hombre fuerte era Abril Martorell y el resto del gabinete podría llamarse «un Gobierno de subsecretarios»: profesionales inteligentes con tanta experiencia de la Administración como escaso afán de lucimiento personal.

No obstante, una cosa era saber cómo respiraban el Rey y su padre, y otra cosa era verlo descaradamente reproducido en un tabloide extranjero. Probablemente, el redactor no necesitó siquiera acercarse a La Zarzuela: su fuente pudo ser —una vez más— cualquier diplomático de la embajada de Alemania en Madrid, o el propio embajador Lothar Lahn, después de una larga y enjundiosa conversación con Don Juan Carlos. El consabido juego de la indiscreción calculada: «No puedo pedirle reserva, porque sé que esta misma noche enviará usted a su ministro en Bonn el memorando de lo que hemos hablado».

Esa doblez del Rey dejaba muesca, y muesca dolorosa, en el alma de Suárez. Fue sin duda lo que detectaron quienes cenaron con él pocos días después, el 24 de junio de 1979, en casa del banquero Carlos March. Según los comentarios del anfitrión y de algunos comensales, como el ex ministro Pérez de Bricio, el diputado centrista Arturo Moya o el empresario José Antonio Segurado, encontraron a un Adolfo «muy en baja forma», «con decaimiento personal», «hundido y sin reflejos», «crispado, nervioso», «acusando soledad y viendo traiciones por todas partes»[62]. O tal vez el presidente se mostró deliberadamente así, menoscabado y venido a menos, porque era la imagen que le interesaba dar ante unos personajes de los que no se fiaba ni mucho ni poco. Salvo Carlos Pérez de Bricio, los otros eran asiduos a los almuerzos y «tenidas» que desde 1977 montaba Luis María Anson en la Agencia EFE, donde se entretenían exhibiendo «fórmulas legales» para quitar a Suárez y poner a otro. Eran conspiraciones de amateurs, morbillo maledicente…, pero lo hablado en esas comidas ya empezaba a cundir, y la mesa del comedor de EFE se extendía para dar cabida a los generales Burgón y Faura, del CESID; a los directores de El Imparcial, Julio Merino, y de El Alcázar, Antonio Izquierdo; al presidente de la CEOE, Carlos Ferrer Salat; al político Alfonso Osorio, resentido con Suárez y trasvasado a Fraga… Se pusieron de moda las «comidas con comidilla». Las lentejas de Mona J. con postres confeccionados por una sobrina nieta del zar Alejandro. Los consomés al frío-caliente con paté y caviar junto a la piscina de Alfonso Fierro. O el carpacho de buey a la parmesana y los espaguetis a la carbonara, en Tattaglia. Éstas de Tattaglia, en el paseo de La Habana, eran comidas baratas, de tres o cuatro comensales, no más. Ahí almorzaba Alfonso Osorio con Antonio García López, el ambiguo y ubicuo conspirador, que un día le llevaba a Pablo Castellano y a Gómez Llorente, del PSOE derrotado, y despotricaban de todo, sin ponerse de acuerdo en nada; y otro buen día el comensal era Javier Solana, y ya se habló de «un Gobierno de gestión»; incluso de «un Gobierno de concentración, que implicase a todos los partidos con representación parlamentaria… y que el Rey aceptaría»[63].

En las encuestas oficiales, las de consumo interno del Gobierno, Suárez conservaba prácticamente intacto el porcentaje de intención de voto. Sin embargo, era la diana de todas las invectivas en la prensa y en los saraos de la jet politiquera. La pregunta del millón en los cenáculos madrileños era quién sería el hombre idóneo que le pudiera sustituir. Dando por hecho que las urnas en marzo se habían equivocado. Un hombre como el honorable Josep Tarradellas, curtido en exilios de resistencia a la dictadura, un mito viviente del seny català, aureolado de prudencia política, había resuelto dedicarse —él sabría por qué— a agitar la colmena.

En julio, pasó un par de semanas en Madrid. Como siempre, con la agenda repleta de citas importantes. El día 3 se reunió con Suárez en La Moncloa durante un par de horas. Al salir dijo a los periodistas: «¡He encontrado a mi Suárez de siempre!» El 14 de julio tuvo un extenso mano a mano con el Rey en el Palacio Real. Y a los tres días, un almuerzo en el Club 24 con un repóquer de banqueros: Aguirre Gonzalo, Usera, Sánchez Asiaín, Galíndez, y Carvajal y Urquijo. Todos ellos habían leído en la prensa su comentario sobre Suárez, y lo tomaron como un elogio político, humanizado con el posesivo cariñoso, «mi Suárez». Por tanto, les sorprendió que en la sobremesa Tarradellas hiciera una crítica bastante dura de la gestión del Gobierno y del presidente: «Conmigo se ha portado estupendamente, pues ha cumplido todo lo que me prometió; pero… reconociendo que ha sido el hombre ideal para la Transición, estoy completamente en desacuerdo con su manera actual de gobernar, y especialmente con su falta de autoridad. Yo diría que Suárez no es el hombre para la nueva etapa del país»[64].

¿Tan versátil era, a sus años, como para cambiar de opinión en dos semanas? ¿Estaba trasladando a esos mandarines de las finanzas la visión que el Rey, en el ínterin, pudo haberle dado de Suárez? O simplemente estaba diciendo lo que pensaba: Suárez sigue siendo el de siempre, y no se da cuenta de que los tiempos han cambiado.