El Rey siente que todo está en vilo

Pero la saga negra continúa. Cada vez más siniestra, cada vez con más sangre.

23 de enero. Manifestación preamnistía por la Gran Vía de Madrid y aledaños. En la calle de la Estrella, un pistolero ultraderechista, José Ignacio Fernández Guaza, mata de un tiro por la espalda al estudiante de diecinueve años Arturo Ruiz.

24 de enero. En la manifestación de protesta por el asesinato de Arturo Ruiz, muere la universitaria Mari Luz Nájera por una carga de la policía antidisturbios. Un bote de humo le destroza el cráneo.

24 de enero. Dos horas antes, los Grapo han secuestrado en su propio vehículo oficial al teniente general Emilio Villaescusa Quilis, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. ¿Qué pretenden? Es una provocación frontal a la cúpula militar para que se rebele y pase a la amenaza armada.

Los Grapo siguen reteniendo a Oriol y en ese mismo mes han asesinado a un policía y a dos guardias civiles. Varios mandos militares y algunos miembros de la Casa Real instan al Rey para que destituya «al botarate incapaz de Martín Villa». En el paquete de sus protestas van los dos secuestros, la «tomadura de pelo» de Carrillo y su puesta en libertad, el cese del general Campano, de la Guardia Civil, y el ascenso de Ibáñez Freire a teniente general saltándose el sagrado escalafón… También el Gobierno recibe presiones para que declare el estado de excepción. Suárez se niega. Sería el colapso de todos los esfuerzos hechos hasta entonces por abatir el muro.

Desde diciembre, por motivos de seguridad, Suárez se ha trasladado de Castellana 3 a La Moncloa, pero su familia sigue viviendo en el piso de San Martín de Porres. Teme por ellos, y le pide a su amigo y vecino José Luis Graullera que se los lleve con él a su casa. Carmen Díez de Rivera, que sigue trabajando con el presidente y jamás ha aceptado llevar escolta, toma la decisión de meter una pistola en su bolso cada vez que sale de casa[100].

24 de enero. Aún queda jornada para los agentes del odio. Pasadas las diez y media de la noche, timbrazos en un piso de abogados laboralistas de CC.OO. y militantes del PCE, en el 55 de la calle Atocha. Abren sin desconfiar, tenían trabajo que hacer y esperaban a un compañero. Entran tres individuos jóvenes. «¡Arriba esas manitas!, ¡más arriba esas manitas!» Uno, con un cuchillo de monte, se aplica rápido a cortar los cables de los teléfonos. Los otros dos abren fuego hasta vaciar sus cargadores. Las nueve personas que están en el despacho caen abatidas por los balazos. Cuatro heridos, cinco muertos. Suelo, mesas, dossieres, paredes, en un instante todo es un graffiti rojo brutal e irremediable. Sangre sin retorno, como todas las sangres derramadas[101].

Juan José Rosón, gobernador de Madrid, aconseja a Martín Villa que le dé el caso de Atocha al comisario Pastor para que lo investigue él, no Roberto Conesa. «Conesa sabrá dónde encontrar a Oriol y a Villaescusa; pero no tengo tan claro que sus agentes quieran detener a los asesinos de Atocha».[102].

En la secuencia trágica de cine negro, Atocha es el punto álgido de tensión. El clímax. Ahí pueden romperse los diques de contención, el esfuerzo de aguante entre las fuerzas opositoras. Falta el canto de un papel de fumar para que estalle la revuelta popular en la calle. O el golpe de Estado militar. El país contiene el aliento. Hay miedo. Se intuye que algunos han decidido provocar el caos para que sea inevitable «la solución del hombre a caballo».

Suárez envía mensajes urgentes a Felipe González, a Enrique Tierno, a Paco Ordóñez, a José Mario Armero, y éste a Carrillo, a través de Jaime Ballesteros: «Que nadie ceda a la provocación. Serenidad. Nervios de acero. Aguantad quieta a vuestra gente». Sin declararlo, el Gobierno está en alerta máxima.

El gran desafío será en el entierro.

26 de enero. Primero se intenta que sea de tapadillo, furgones rápidos y cada muerto a su hoyo. «Ni hablar, habrá duelo y cortejo hasta el cementerio». Se negocia cada movimiento, cada paso, cada ramo de rosas rojas sobre los ataúdes. Se negocia dónde estará la capilla ardiente. El Tribunal Supremo les niega el recinto noble del Palacio de Justicia. Entonces, el decano Antonio Pedrol Rius abre las puertas del Colegio de Abogados a los féretros. Y allí se suceden los turnos de velatorio: jueces, fiscales, procuradores de tribunales, abogados, sindicalistas… Santiago Carrillo hace su turno de guardia, como uno más. Luego empiezan las conversaciones con Martín Villa y Lavilla para autorizar tramo a tramo el discurrir del entierro. «En furgones y rápido». «No, a hombros y lento». «Vale, a hombros sólo hasta Colón; luego, a los coches fúnebres, y ahí se acaba todo».

El Gobierno se pasa el día entero reunido en Consejo de Ministros. A Martín Villa le ha suministrado la Policía un walkie-talkie enorme para captar los sonidos de la calle. Mete un ruido ensordecedor. Harto ya, el almirante Pita da Veiga, sentado a su derecha, le dice: «¡Por favor, Rodolfo, manda ese trasto a hacer puñetas de una vez, que nos vas a volver locos!»

Carrillo garantiza «un servicio de orden de dos mil camaradas». Y Suárez, al habla con Armero, insiste: «Diles que sin banderas, sin pancartas, sin puños en alto, sin gritos, ¡que ni se les ocurra cantar La Internacional…!»

Pero más clamoroso es el silencio. El silencio masivo y compacto. La multitud imponente marchando en orden, despacio, con coronas funerarias, cruces blancas, un gran emblema de flores con la hoz y el martillo. Sólo se oye el viento de enero.

El Rey también siente que todo está en vilo. Quiere verlo. Pide su helicóptero y sobrevuela aquel mar de gente que avanza solemne como una procesión. Luego pierde de vista los furgones, pero la multitud sigue ahí abajo como una mancha densa que avanza hacia Cibeles, Neptuno, Atocha, el cementerio de La Almudena… Le impresiona la disciplina, el orden, la cantidad. La fuerza contenida. «¿Cuántos serán?» Ésa es su pregunta. Ése es su desvelo.

28 de enero. El mal suma y sigue. Ahora son los Grapo otra vez. Dos policías armados, de servicio en la Caja Postal de Ahorros del barrio de Campamento, en Madrid. Primero les disparan en la sien, luego los rematan en el suelo. Un par de horas más tarde, en otra Caja Postal de Ahorros, en la carretera de Andalucía, las víctimas son dos guardias civiles. Uno cae muerto en el acto; el otro, herido de gravedad. Antes de huir, los matarifes de los Grapo lanzan una granada contra un coche de la Benemérita que patrullaba por allí: otros dos heridos graves.

Adolfo Suárez habla por teléfono con su vicepresidente Alfonso Osorio, que está en Washington invitado al tradicional Desayuno de Oración. Le informa de los últimos sucesos, y le suelta:

—Alguien está intentando provocar un golpe militar[103].

En la prensa del día siguiente aparecía una esquela insólita y escueta:

José Lozano Sainz

José María Martínez Morales

Fernando Sánchez Hernández

Miembros de las Fuerzas de Orden Público.

Asesinados por los enemigos de la democracia y de la convivencia entre los españoles

Comité Central del Partido Comunista de España

Había que trazar la raya de una vez y dejar claro quiénes querían la democracia y quiénes mataban por seguir con la dictadura.

Ese mismo sábado 29, en la explanada del hospital militar Gómez Ulla, cuando se va a celebrar el oficio fúnebre ante los cadáveres de los dos policías y el guardia civil asesinados, más de doscientos fuerzanovistas y su fundador Blas Piñar a la cabeza montan la bronca con gritos e insultos gruesos a Gutiérrez Mellado y a Martín Villa: «¡Ejército al poder!», «¡Gobierno traidor!», «¡Gobierno, dimisión!», «¡Gobierno asesino!», «¡Los ha matado el Gobierno!», «¡Que Franco levante la cabeza!», «¡Viva el 18 de julio!».

Multitud de mandos militares y policiales asisten al tumulto desconcertados, sin saber cómo reaccionar. Gutiérrez Mellado ordena:

—¡Firmes!

Luego, le dice al sacerdote que ha iniciado tres veces un responso:

—Páter, rece el padrenuestro.

Los gritos arrecian, cada vez más hostiles. Gutiérrez Mellado, con agallas y voz enérgica:

—¡Todo el que lleve uniforme y sepa rezar, que rece! ¡El que no, que guarde silencio!

—¡Por encima de la disciplina está el honor! —replica el capitán de navío Camilo Menéndez, subdirector de la Escuela de Guerra Naval y consuegro de Blas Piñar.

Aquello concluye con gritos como cuchillos, lanzados desde todas las esquinas de la explanada: «¡Menos democracia y más autoridad!», «¡Fuera los amigos de Carrillo!», «¡Muera Carrillo!»[104].

Por la noche, el presidente Suárez se dirige al pueblo español desde TVE. La acumulación de hechos trágicos y de atentados desestabilizadores ha atemorizado a la sociedad. La hora es grave. En poco más de un mes se han sucedido catorce asesinatos, varias personas heridas se debaten entre la vida y la muerte, y dos altísimas autoridades del Estado siguen en manos de sus secuestradores.

El Gobierno no ha cedido a la tentación autoritaria de imponer el estado de excepción. La gente espera, de quien puede darlas, unas palabras de serenidad y de estímulo. A la derecha conservadora hay que decirle que España ni se resquebraja ni está en venta. A la oposición democrática y a la gran mayoría de los ciudadanos que en el referéndum acaban de apostar por el cambio hay que asegurarles que el Gobierno no piensa claudicar del proyecto de reforma iniciado. Demacrado, serio, con profundas ojeras, pero con un tono firme y hasta contundente, Suárez va a declarar que el proceso democrático no tiene vuelta atrás:

Señoras, señores, buenas noches.

Un mes y medio después de que ustedes hayan decidido con su voto libremente emitido su destino como nación, me veo en el deber de comparecer ante ustedes para comunicarles cuál es la actitud del Gobierno ante unos actos criminales cuya gravedad no quiero ocultar porque en definitiva tratan de anular la voz de nuestra sociedad.

Somos conscientes de la importancia del desafío: se trata de hacer inviable nuestro camino hacia una convivencia civilizada, y se trata de la acción de pequeños grupos totalmente marginados, pero profesionales del crimen.

Y ¿cuáles son los objetivos que tratan de alcanzar estos profesionales del terror? Atemorizar a la población; romper la confianza en el Gobierno, cualquiera que sea ese Gobierno; atacar las estructuras del Estado; provocar a las Fuerzas Armadas y a las de orden público; enturbiar la convivencia ciudadana, liquidar el proceso político en el que estamos inmersos, y conseguir que las fuerzas políticas del país se enfrenten entre sí violenta y radicalmente.

Deseo que una cosa quede bien clara: de entreguismo a la subversión, nada.

De actitudes tibias hacia las provocaciones, nada.

De despreocuparnos ante los grandes temas que puedan rozar la unidad, la independencia o la seguridad de la patria, nada.

Sin embargo, sí que decimos ¡y muy fuerte! que…

De actitud y predisposición al diálogo pacífico, todo.

De abrir el juego político para normalizar la vida ciudadana, todo.

Del reconocimiento a la peculiaridad y personalidad de las regiones, todo.

De hacer posible que las diversas opciones políticas puedan desarrollar sus legítimas aspiraciones al poder, absolutamente todo.

Estén absolutamente seguros de que, pese a todas las dificultades, con su ayuda vamos a seguir por el camino que ustedes mismos nos han marcado, que es en definitiva el camino de toda España.

Muchas gracias a todos y buenas noches[105].

El 11 de febrero, los hombres del comisario Conesa liberan a la vez a Oriol Urquijo y a Villaescusa Quilis. Sin condiciones, sin precio de canje. Sin tiros. Una Operación Valencia sospechosamente fácil para los captores y sospechosamente fácil para los libertadores[106].

En opinión de Alfonso Guerra, que con Fernando Abril Martorell inició gestiones de rescate de los dos secuestrados, «fue un extraño secuestro repleto de detalles todavía sin explicar, aunque ya entonces se rumoreó que el raro desenlace se debió a un Grapo llamado Pío Moa, que años después dedicaría sus esfuerzos a ofrecer una visión dulcificada de Franco y su régimen»[107]. También para el teniente general Sáenz de Santa María, «el grapo Pío Moa era un infiltrado de Conesa». Un anticomunista visceral, actuando bajo el seudónimo Verdú en una organización terrorista que se decía comunista renovada, disponía de muy buena información oficial y, casualmente, «acertaba» a golpear en puntos sensibles del Estado, justo siempre que el Gobierno tenía previsto dar un paso importante hacia la democracia. «La Transición está llena de misterios —comentaba en su día el general—, y para mí éste de los Grapo es uno de ellos, aunque… quizá no lo sea tanto»[108].

Semanas después fueron detenidos los asesinos de Atocha, ultraderechistas muy significados, de las mesnadas de Blas Piñar y Mariano Sánchez Covisa. Nunca se averiguó la conexión entre quienes dieron las órdenes a Fuerza Nueva, a Guerrilleros de Cristo Rey y a los Grapo para actuar como lo hicieron en unas mismas fechas.

La secuencia de cine negro había concluido.

A partir de ese momento, el ministro Martín Villa se aplicó a la tarea de alejar poco a poco a los militares de los puestos de decisión que tradicionalmente venían ocupando en la Policía y en la Guardia Civil[109].

Desayuno de Oración: la Casa Blanca da el OK al PCE

Durante su estancia en Estados Unidos, invitado por la nueva Administración Carter, Alfonso Osorio padeció a distancia los sucesos traumáticos que ocurrían en España. Allí recibía alientos del presidente James Carter y del secretario de Estado Cyrus Vance y plácemes por la lección de serenidad que estaba dando la sociedad española. Aparte de los temas económicos y defensivos, a Osorio le sorprendió cierto matiz cuando Cyrus Vance se refería al proceso reformista de España: a diferencia de Kissinger, sugería al Gobierno español que «permitiesen el libre juego político a todos los partidos incluido el comunista»; y explicaba: «Los icebergs es mejor verlos. Si están sumergidos son más peligrosos, sobre todo de cara ya a las próximas elecciones». Así como Kissinger insistía en la conveniencia de mantener al PCE en la ilegalidad, Vance utilizaba términos bastante distintos al plantear la espinosa cuestión de la legalización. Siempre dejando clara «su neutralidad, su no interferencia y su claro apoyo al proceso democratizador emprendido por el Rey de España».

De hecho, un informe oficial sobre el eurocomunismo elaborado para Carter en febrero de 1977 reconocía que «Kissinger había exagerado sistemáticamente la importancia de la amenaza de los partidos comunistas europeos».

Otra novedad registrada por Osorio, el interés de Cyrus Vance por saber si Adolfo Suárez formaría un partido para presentarse a las elecciones ya anunciadas. Osorio no tuvo más remedio que declarar la verdad: «Eso ha de decidirlo el propio presidente y ni siquiera yo lo sé».

A su regreso, hablando de esto con Suárez y comentando los hechos ocurridos en España, como Osorio se mostrase reacio a legalizar el PCE, o al menos a «legalizarlo antes de tiempo», Suárez le lanzó una batería de preguntas, sin agresividad, serenamente, como si se las hiciera a sí mismo:

—Y si los comunistas van y un día ocupan la calle, no pacíficamente como en el entierro de los de Atocha, ¿qué hacemos?, ¿los disolvemos con botes de humo y grises a caballo? Y si insisten y no se dispersan, ¿qué?, ¿los ametrallamos? Y si se presentan en masa ante las comisarías alardeando de su militancia, ¿los detenemos a todos?, ¿por cuánto tiempo todos en el trullo…?[110]. Tendrías que haberlo visto. El silencio, la respiración contenida, la seriedad de aquellos rostros, la obediencia en bloque a una directriz de sus jefes, que sé cuál era porque se la había hecho llegar a Carrillo… Te gustará o no te gustará, pero palpas que esa gente del Partido Comunista ni son niños bonitos ni son rufianes, son gente curtida, y tienen madurez y sentido común más que suficientes para ser legalizados.

El lunes 31 de enero, Carmen Díez de Rivera le dijo a Suárez, su jefe, «tengo unas gestiones que hacer, estaré unas horas fuera». No explicó más. Tenía un almuerzo en casa de un matrimonio de intelectuales, Alejandro Cribeiro y Carmen Unamuno, cerca del Rastro. Allí acudiría Santiago Carrillo.

Carmen, la marquesita roja, iba un poco de agitadora. Un día escandalizaba a media España invitando a Carrillo en un sarao barcelonés: «A ver, don Santiago, cuándo nos tomamos un chinchón». Y otro, a los postres de una cena con aristócratas y jet financiera, soltaba en presencia de los Reyes y de Don Juan: «¡Hay que legalizar el Partido Comunista!» Frase que no fue una boutade, ocurrencia suya, sino encomienda del rey Juan Carlos: «Quiero que vengas a una cena en casa de mi hermana Pilar y cuando todo el mundo pueda oírte sueltas esto…» Obedeció encantada: llevaba tiempo detrás de que Suárez y Carrillo hablaran sin intermediarios.

Y eso era, sin más, lo que Carrillo quería plantearle.

—Hay muchas cosas importantes que Suárez y yo debemos hablar. Hasta ahora, siempre ha sido a través de un enlace suyo y un intermediario mío. Nunca en directo. Nunca cara a cara, siempre con recados por teléfono, tomados a vuela pluma. Al enlace de Suárez, tú lo conoces…

—No, no que yo sepa.

—Es Pepe Mario Armero.

—¡Ah…! ¡Conque Pepe Mario…! —Carmen fue incapaz de disimular su sorpresa. Una vez más se daba cuenta de que Suárez, como todos los cautos desconfiados, compartimentaba su información.

—Armero está volcado en esto. Va, viene, llama, viaja…, descuidando sus propios asuntos, pero el presidente Suárez siempre está dándole excusas. Yo te pido, Carmen, que medies para que se haga el contacto directo de una vez.

—Después de la matanza de Atocha y los entierros, se ha podido comprobar el buen comportamiento de la sociedad española. Los ciudadanos no quieren líos, no quieren sustos mortales, quieren democracia en paz.

Carrillo le aseguró que el Partido Comunista no quería ser un «elemento perturbador», y que lo único que afectaría negativamente a la situación sería su no legalización.

—No sólo yo. También mis camaradas están cansados de esperar. Esto tiene que ir más deprisa. Nos quieren meter en el furgón de cola, mientras todos los demás partidos toman posiciones para ser legalizados en el primer pase. Y digo partidos por decir, pero algunos que se sientan a la mesa de los Nueve, con todos mis respetos por ejemplo al señor Satrústegui, me parece que se representan a sí mismos, quizá a sus parientes próximos, y pare usted de contar. La hora de los demás es también nuestra hora.

—Santiago, no sólo le comprendo, sino que estoy de acuerdo con lo de la lentitud. Mañana en cuanto vea al presidente le diré…

—Dile simplemente que hemos comido juntos y que quiero hacer lo mismo con él.

Al día siguiente Suárez fue informado. Escuchó con ceño adusto. No le gustaba que su jefa de gabinete actuara como una francotiradora y encima intentase marcarle un ritmo político.

—¿Dónde ha sido la comida? —fue su única pregunta.

Carmen respondió con un vago «en casa de unos amigos…, no los conoces». No quería comprometer a sus anfitriones[111].

Carrillo a Suárez: «Yo leo en sus ojos que usted me va a legalizar»

A los pocos días, Suárez citó en La Moncloa a José Mario Armero: «Venga, Pepe, prepara mi entrevista con Carrillo. Ultrasecreta. También para su plana mayor. Yo al Rey le informaré a toro pasado. Es un paso arriesgado y apecho yo solo con él».

Al Rey y a Torcuato Fernández-Miranda les dijo que estaba pensando en un posible encuentro muy discreto… pero no concretó fecha ni lugar, lo dejó en brumas.

Armero, con la complicidad de Ana María, su mujer, lo organizó todo. Sería en su chalé Santa Ana de Pozuelo. A los guardeses les darían un par de días de vacaciones para que los disfrutasen en la casa que los Armero tenían en Roquetas, Almería. Utilizarían sus vehículos particulares: el de Ana, con ella al volante, para recoger y llevar a Santiago Carrillo. El de Pepe Mario para trasladar a Suárez desde «un punto equis» hasta el chalé. Nadie seguiría ni escoltaría a Carrillo. De la seguridad del presidente se ocuparía él mismo, pero con un dispositivo policial mínimo para no llamar la atención de los vecinos.

Se acordó la fecha: el último domingo de febrero, 27. Ese día, los periodistas estarían pendientes de Suárez en Valencia, donde asistiría por la mañana a la proclamación de su hija Sonsoles como fallera mayor infantil. Era un elemento de distracción aconsejable.

Uno de esos días, Suárez le comentó a Osorio: «Felipe González y el PSOE están que trinan porque hayamos legalizado al PSOE histórico de Llopis. Amenazan con no ir a las elecciones… Pero he discurrido una maniobra audaz que, si saliera bien, sería eficacísima: les obligaría a ir y además les limitaría los resultados». No añadió más y dejó a Osorio con el enigma.

El sábado 26, víspera de su viaje a Valencia y de la cita con Carrillo, llamó a Osorio a su despacho y, en tanto que vicepresidente político, se lo comunicó.

—Adolfo, me dejas de piedra.

—Pues sigue como una piedra, porque no lo sabe nadie más que tú en el Gobierno, y nadie en seguridad, ni en mi gabinete… ¡Ni Amparo lo sabe!

—¿Ésa es la maniobra audaz y eficacísima? Adolfo, prométeme que en ese encuentro no vas a pactar la legalización del PCE.

Suárez sonrió desdramatizando y dijo algo así como que «en eso, la última palabra la tendría el Tribunal Supremo y, conociéndolos, aunque nosotros quisiéramos no nos caerá esa breva».

Por la noche, Osorio escribió en su diario de tapas verdes: «Me he quedado estupefacto»[112].

En el Mystère oficial, regresando de Valencia a las tres de la tarde del domingo 27, Suárez informó al nuevo director general de Seguridad, Mariano Nicolás, del plan que tendría en Madrid esa misma tarde.

—Un dispositivo de seguridad discreto, lo mínimo: tú y dos policías de toda tu confianza. Pero ni siquiera ellos deben saber con quién voy a encontrarme en Pozuelo.

Le entregó un folio mecanografiado con el plan que Armero le presentó días antes.

Sugiero que la reunión el próximo domingo día 27 se celebre en el chalé de mi propiedad Santa Ana, Camino Viejo de Majadahonda, n.º 29, en Pozuelo de Alarcón. En esta casa sólo vivimos en verano. Tiene unos guardas [a los] que se les dará vacaciones ese día. […] Mi mujer recogerá a Santiago Carrillo a la puerta de su casa y le llevará directamente a Santa Ana. Carrillo desconocerá hasta el momento de llegar el lugar de la reunión. Yo subiré al coche contigo y nos trasladaremos a Santa Ana. Prefiero acompañarte, pues la localización es difícil. Estaré en un bar situado en la carretera de Aravaca a Pozuelo. Exactamente a la puerta del bar Refresco San José, situado a la derecha de [la] carretera, junto al primer semáforo después de Aravaca, a unos cien metros antes de la estación de gasolina de Pozuelo. A esta carretera (Aravaca-Pozuelo) se llega saliendo por el llamado Camino de La Zarzuela, atravesando la autopista de La Coruña por el túnel subterráneo y tomando la dirección [a] Aravaca por la calle Pléyades, que es la continuación del túnel. Esta calle Pléyades llega a la calle-carretera Aravaca-Pozuelo de Alarcón, girando a la derecha. El bar Refresco San José está aproximadamente a un kilómetro.

Unos momentos antes de tu llegada a este bar, hablaré con Santa Ana ([con] mi mujer) para comprobar la llegada y normalidad del recorrido efectuado por el coche que ella conduce.

—Quédatelo para que sepáis el trayecto; pero ya he acordado con Armero que me llevará él desde Moncloa hasta su chalé.

Después de la comida y la sobremesa con Carmen Díez de Rivera, el 31 de enero, Carrillo entendió mejor las dificultades de Suárez para abrir el sistema al ritmo que él deseaba.

—Suárez está decidido a hacer el cambio democrático —le había dicho Carmen—, a legalizar todos los partidos políticos y a liberar a los presos; pero se encuentra muy presionado y teme fracasar. El control del Gobierno sobre las Fuerzas Armadas es muy relativo, pese a los esfuerzos del general Gutiérrez Mellado, que está por la labor. Los militares, sobre todo los cuadros medios y los altos mandos, no es que desconfíen del comunismo, es que ¡lo odian! Sigue siendo su gran enemigo. Han estado cuarenta años viviendo de la victoria, convencidos de que a los comunistas los derrotaron y los exterminaron para siempre… Y no soportan veros ahí otra vez, pretendiendo recuperar los escaños, los sindicatos, las alcaldías, incluso los ministerios. Es una idea que los subleva. Y Suárez ve que no es descartable un golpe de Estado militar a quemarropa. Las fuerzas de orden público son también franquistas. Entre las decenas de miles de policías, por los datos que manejan en Presidencia, yo cifro en unos doscientos los agentes en quienes se puede confiar porque quieren la democracia.

Con esos datos en su cabás mental iba Carrillo, el 27 de febrero a las cinco y media de la tarde, en el asiento del copiloto del SEAT 1600 azul, mientras Ana María Montes, la mujer de Armero, conducía hablando de cosas banales y casi más atenta al retrovisor que a la carretera. «No deben seguirnos», dijo un par de veces. Carrillo desconocía los caminos secundarios por donde Ana María le llevaba y el punto de destino, pero fue discreto y no preguntó. Prefería fiarse.

El chalé ya estaba caldeado. Ana había ido por la mañana a encender los radiadores y a preparar un piscolabis para sus invitados.

A las seis en punto, en un pequeño SEAT blanco, llegaron Adolfo Suárez y José Mario Armero. Conducía un policía de paisano. Ana pasó una bandeja con güisqui para Carrillo y café para Suárez, que es lo que habían pedido, y se retiró hacia la zona de la cocina, donde permaneció con el chófer policía las casi seis horas que duró la reunión. Armero se quedó en la sala de estar porque los dos interlocutores le insistieron. Más que un testigo, les tranquilizaba tener cerca a un amigo común.

—¡Cuántas horas de sueño he perdido por usted…! —Suárez le tendió la mano a Carrillo con una amplia sonrisa que rompía el hielo.

—Yo comprendo que corre usted cierto riesgo político al encontrarse hoy conmigo, y entiendo incluso que haya tenido que tomar muchas precauciones, no sólo al venir aquí, casi en clandestinidad, sino sobre todo dejando para el final el acuerdo con la oposición más aborrecida por los franquistas.

Ya sentados, y por entrar en materia de un modo cordial y modesto, Suárez empezó elogiando a su contrario:

—Usted y yo hemos estado jugando una partida de ajedrez en la que yo he tenido que mover mis piezas siguiendo las iniciativas que usted tomaba…

Decidieron hablar de Política —con P mayúscula— y abordaron la situación económica, que era bastante preocupante. Estaban de acuerdo en que si no se llegaba a un gran acuerdo nacional que desatascara la economía, de poco valdrían los pactos políticos. Carrillo ahí empeñó su palabra de que, lejos de poner palos en las ruedas del carro propiciando huelgas y protestas, arrimaría el hombro para ayudar al Gobierno en la salida económica del país. Fue un buen punto de partida en el entendimiento de aquellos dos hombres.

Luego entraron en temas del proceso político. Repasaron los contenidos de la Ley para la Reforma y el sistema electoral. Suárez le aseguró a Carrillo que las nuevas Cortes serían constituyentes, y le avanzó la intención del Gobierno de adelantar tres años la mayoría de edad, que pasaría de los veintiuno a los dieciocho años. «Con eso —explicó—, no sólo se incorporan tres levas de españolitos al nuevo sistema democrático, sino que se prima a los partidos de la oposición, porque la mayoría del voto joven está escorado a la izquierda»[113].

Comentaron las encuestas recientes no publicadas. Carrillo contó las que él tenía de inclinación de voto: «Nos atribuyen entre un 10 por ciento y un 15 por ciento». Pero las que a Suárez le importaban en aquel momento eran las de posicionamiento ante la legalización del PCE. En los militares mejoraba, aunque muy lentamente. Entre los civiles, los últimos sondeos habían dado un vuelco sorpresa: después de las recientes semanas trágicas y los asesinatos de Atocha, casi el doble de los encuestados se pronunciaban a favor de la legalización, un 45 por ciento, el 25 por ciento en contra y un 30 por ciento seguía indeciso o no quería contestar.

Por las conversaciones que el líder comunista había mantenido con Armero en Niza y en París, Suárez conocía bien su disposición y la de su partido respecto a la unidad de España, el rechazo a todo recurso a la violencia, la necesidad de superar de modo pacífico el conflicto vasco y la extinción de ETA, la aceptación de los símbolos nacionales, la renuncia al debate República versus Monarquía y a un plebiscito sobre la forma de Estado. Obvió volver sobre ello.

Carrillo expuso la ruptura, «y bastante inamistosa», del PCE con el PCUS en 1969, a raíz de la invasión soviética de Checoslovaquia; la independencia económica, programática y de todo tipo respecto a Moscú; y la actual hostilidad del Kremlin hacia el eurocomunismo que Carrillo, junto con el italiano Enrico Berlinguer y el francés Georges Marchais, defendía.

—Por cierto —interrumpió Suárez— ya me han informado de que quieren ustedes celebrar en Madrid una cumbre o una conferencia eurocomunista… Mire, lo siento en el alma, pero no están las cosas como para andar provocando a los… «tupamaros» de Fuerza Nueva o de Cristo Rey. ¡No más sangre! Esa reunión deben aplazarla, dejarla…

—No, no puede ser. Ya está todo organizado. Pero además es que yo aquí en España soy ya un hombre que está en libertad. Un ciudadano con derecho a reunirse con unos invitados como Marchais y Berlinguer, dos figuras políticas notorias y respetadas en toda Europa. ¿Va a cerrarles usted la entrada a España a Marchais y a Berlinguer? Si hace usted eso, señor Suárez, la gente en Europa dirá que aquí no hay democratización que valga, que aquí siguen vigentes las prohibiciones franquistas, que todo esto es un camelo… De cara al mundo exterior, a su Gobierno le interesa que esa cumbre se celebre, y con megafonía. Si la prohibieran sería un escándalo.

»Y dejo a un lado las comparaciones, que son odiosas, pero podría preguntar ¿cómo es que un ciudadano tan español como yo, Felipe González Márquez, ha podido celebrar un congreso del PSOE con Brandt, Foot, Nenni, Palme, Mitterrand y otros invitados estelares, prensa, público, protección policial…, y a nosotros se nos niega? ¿A qué responde esa discriminación?

Suárez escuchó sin responder nada; pero al terminar la entrevista le dijo a Carrillo que autorizaba la cumbre eurocomunista. Y luego, con socarronería:

—Aunque no es menester que le suban volumen a la megafonía…, cuanta más sordina, más tranquilos todos.

El tema candente era el de la legalización del PCE. En esas fechas ya estaban registrados todos los partidos y Carrillo mostró su impaciencia.

Por enésima vez en el rato que llevaban charlando, Suárez ofreció tabaco a Carrillo, y por enésima vez caían en la cuenta de que fumaban marcas distintas. Adolfo se fumó aquella tarde una cajetilla entera de cigarrillos Canarios, y Santiago dos de Peter Stuyvesant, rubio con filtro.

—Santiago —Suárez se había inclinado hacia Carrillo buscando una comunicación más próxima y directa, y por vez primera le llamó por su nombre—, el Rey quiere legalizar el PCE; yo quiero legalizar el PCE; pero tenemos enormes dificultades entre la clase política, las clientelas del Movimiento, gente con mucho peso e influencia en el mundo financiero… Y el Ejército. En España, el Ejército no es piramidal: hay mucha cumbre, mucho generalato sesentón. De teniente coronel para arriba, la mentalidad es de hombres que hicieron una guerra muy cruenta y derrotaron al comunismo. Ésa fue su gran hazaña de juventud, su gran victoria, de la que han vivido y todavía viven. Ellos consideran que legalizar el PCE y entregarle de nuevo la fe de vida con todos los derechos civiles y políticos es una afrenta, una revancha de la historia, que se resisten a aceptar. No piensa así la oficialidad joven, pero no son ellos los que tienen el mando de las armas. Ellos admiten la legalización de los socialistas, que además son caras nuevas, jóvenes, no les traen recuerdos de la guerra civil; y pasan también por los nacionalistas vascos y catalanes. Sin embargo, el comunismo es para ellos una bicha infernal, un enemigo… Por ahí no tragan.

—Sin embargo, es necesario. Existimos. Somos españoles. Tenemos derecho a asociarnos libremente gracias a su Gobierno. Somos los que más hemos luchado contra la dictadura; no se nos puede excluir de la democracia.

Hicieron una pausa fumando en silencio.

—Acaba de decirme, presidente, que usted quiere y que el Rey quiere. ¿Entonces…? ¿Es que hay dos poderes y dos autoridades? ¿No puede el Rey mandar sobre las Fuerzas Armadas, siendo su jefe supremo?

Listísimo y agudo, Carrillo estaba tocando el nervio sensible: el papel del Rey, la autoridad del Rey, la capacidad de maniobra del Rey. ¿Era el Rey un verdadero jefe de los ejércitos, o era su vistoso mascarón de proa, pero… su rehén?

Los dos hombres se miraron en silencio y entre nubes de humo. Tal vez estaban pensando lo mismo.

—Es difícil el papel del Rey —dijo Adolfo. Quizá no pensaba añadir nada. Más bocanadas. Más humo. Otro sorbo de café. Al cabo de unos segundos, continuó—: Como dice Landelino, «el Rey, sólo actos debidos, y punto». Es la única manera de que llegue a ser un Rey constitucional. Un Rey que no gobierna, que no da órdenes… y mucho menos, políticas. Legalizar o no el PCE es una decisión política. Es a mi Gobierno, es a mí, a quien toca apechar con ella. ¡Dejemos al Rey que salvaguarde su corona! Yo, en cambio, puedo jugarme la presidencia… y no pasaría nada. Un político en el cargo ha de asumir riesgos, ha de jugársela. Pero ¿es necesario poner al país en ese borde del acantilado? ¿No pueden ustedes aguardar a que maduren las condiciones? ¿No pueden ustedes ir a las elecciones como independientes?

—No. Rotundamente, no. —Carrillo se incorporó en su asiento. Erguido, al fondo de sus lentes, gruesas como culos de vaso, chispeaban los dos puntitos negros de sus ojos—. Yo le he escuchado y le he creído. Por favor, presidente, haga usted ahora el mismo ejercicio: escúcheme y créame. No hablo de farol, sino muy en serio, señor Suárez, no aceptaremos un trato discriminatorio, habiendo sido el partido que más ha luchado por la democracia. Nadie en Europa creerá en un auténtico cambio democrático si los comunistas quedamos marginados, prohibidos, fuera del juego político. No somos una pandillita de amateurs, tenemos ya las listas para todas las circunscripciones, el programa electoral a punto, los estatutos redactados y en limpio. Y estamos decididos a hacer que las elecciones sean un fracaso si se nos discrimina. Para empezar, antes que disfrazarnos de «lagarteranas independientes», montaríamos nuestras mesas con urnas y papeletas del PCE a las puertas de todos los colegios electorales. Ahí se verían nuestros votos y nuestra penetración política y social. Además, convocaríamos a la prensa y a la televisión de toda Europa para denunciar el fiasco. Sintiéndolo mucho, presidente, le hundiríamos el tinglado.

Esas palabras podían sonar a amenaza de gánster, pero no había en ellas arrogancia, sino afán de persuasión y alegato de autodefensa. Carrillo era la imagen del viejo luchador dispuesto a morir en el intento, algo así como el pescador curtido de El viejo y el mar, exhausto ya, pero sin dejar su pelea, cuerpo a cuerpo, contra el escualo.

—Además —de repente había cambiado el tono de su voz, de grave y oscuro a inocente y risueño—, yo leo en sus ojos que usted me va a legalizar…

—¡No, no, no…! ¿Cuándo le he dicho yo que le vaya a legalizar?

—Me lo ha dicho sin decirlo, porque usted ha captado que nuestra legalización significa que nosotros nos comprometemos también con el éxito de la reforma y que esta aportación, más el esfuerzo en el pacto económico nacional, más la opinión pública internacional que el PCE es capaz de movilizar… es una suma importante dada la influencia y la disciplina de mi partido.

—Haré todo lo que esté en mi mano. Buscaré una fórmula ad hoc. No sé cuál todavía… Es fundamental que presenten ustedes unos estatutos veraces que sean irrefutables por el Supremo. A través de Pepe Mario, le tendré al corriente —y como si saliera de pronto de una burbuja de concentración, continuó—: ¡Atiza! —Había mirado la hora en su reloj—. ¡Pero si son las once y media de la noche! ¡Y fuera está jarreando![114].

Suárez: «He cambiado todas las cañerías sin dejar de dar agua cada día»

Suárez dio noticia a Osorio de que el encuentro se había producido, pero no entró en detalles: «Una conversación general de tanteo, vernos las caras, romper el hielo. Yo le he escuchado. Él me ha escuchado… He sacado la impresión de que están en una línea sensata, de aceptaciones más que de imposiciones, porque no tienen otra salida. Con el PCUS ni quieren estar ni los readmitirían, lo del eurocomunismo es un invento de cuatro gatos que no va a ninguna parte: su única vía de existencia es ser legalizados como un partido más, entrar en el corro y no sacar los pies del tiesto».

En cambio, al Rey sí le informó con más hondura sobre la actitud razonable, moderada y de cooperación nacional que había percibido en Carrillo. Centró su interés en romper el mito del agitador revolucionario de la lucha de clases, y en la conveniencia de tenerlos disciplinados y dentro del sistema, y no levantiscos y fastidiando fuera. Y además de eso, anular de un plumazo la aureola atractiva de la clandestinidad.

La reacción del monarca fue muy comedida, con reservas. Ni se oponía ni mostraba entusiasmo. Como siempre en su vida, Juan Carlos se encontraba entre dos frentes opuestos. A favor, el reclamo internacional por la democracia plena. En contra, la amenaza del sable y del búnker financiero. A favor, las palabras de Don Juan: «Estoy dispuesto a volcarme en convencer a la oposición para que acepten la alternativa democrática del Gobierno de Suárez»; «Ser Rey de todos, quiere decir “de todos”, sin restricciones ni medias tintas»[115]. En contra, y con más frecuencia, las de Alfonso Armada: «A Suárez hay que echarle a patadas, porque quiere meternos en casa el comunismo».

Carmen Díez de Rivera, que en cuanto tenía ocasión le insistía al Rey en que había que legalizar el PCE, notaba sus dudas y cautelas: «Enseguida me nombraba el Ejército. Y yo le recordaba lo que había aprendido de mi padre legal, Díez de Rivera: “Con los militares lo que hay que hacer es mandarles”. Pero el Rey tenía mucho miedo al Ejército. Seguía decantándose por la democracia, aunque con ese miedo al Ejército. A mí el Ejército no me parecía una cosa tan tremenda; sin embargo ellos habían sido educados en el terror al comunismo». Esta percepción, Carmen la comentaba desenfadadamente con Suárez en sus conversaciones de despacho[116].

Antes que con Osorio y con el Rey, y por mera coincidencia escénica, Suárez habló con Torcuato Fernández-Miranda de su encuentro con Santiago Carrillo. Fue al día siguiente, el lunes 28 por la mañana en el monasterio de El Escorial. Estaban los dos junto al patio de los Profetas, aguardando la llegada de los Reyes para el funeral por Alfonso XIII. Ceremonia de gala. Frac con banda y condecoraciones. Las cámaras captaron de lejos las imágenes sin voz de aquella conversación. Suárez explicaba a Torcuato algo importante. Gestos enérgicos con la mano derecha, afirmando sus argumentos. Torcuato, con gabán y bufanda blanca, fumaba sin mirarle, impávido, como si no le oyera o le disgustara lo que oía. Suárez enfatizaba empeñado en convencer. La actitud de Torcuato era altiva, desdeñosa. La cámara no los soltó en una larga toma, y al presidente del Congreso no se le vio articular ni una palabra. ¿Qué ocurría?

Torcuato supo con antelación que Adolfo quería tener un encuentro a solas con Carrillo. Le dijo que eso era «un disparate, una arriesgadísima temeridad, porque llegaría a saberse y lo echaría todo a perder», que podría «acarrear consecuencias quizá irremediables para el Gobierno, para la reforma y para la Corona». Incluso se ofreció a ir él a esa entrevista, en algún lugar discreto del extranjero[117].

Desde hacía tres meses, entre Fernández-Miranda y Suárez había empezado a instalarse la distancia, el frío, la falta de consultas… las aventuras en solitario del hombre «que no tiene un proyecto y hará lo que yo le diga». O eso sentía Torcuato desde que se aprobó con resultado arrasante la Ley para la Reforma. Le hubiese gustado hablar con los líderes de la oposición, un mano a mano de lucimiento intelectual con Gil-Robles, con Tierno, con Ruiz-Giménez, o participar en la comisión negociadora de los Nueve. Pero Adolfo no contó con él.

Sin embargo, en la mente de Suárez estaba muy vivo y perentorio el rol arbitral que el presidente de las Cortes tendría que jugar ante la batería de medidas fuertes que el Gobierno iba a adoptar por decreto ley, y cuya ágora de debate sería la comisión de competencia legislativa, el gran «invento» de Torcuato para soslayar las sesiones plenarias, sin vulnerar la ley y reformando sólo el reglamento de las Cortes. Artesanía legislativa que afectaría una tras otra a las siete Leyes Fundamentales[118].

Utilizando el decreto ley, una herramienta expeditiva típica de dictaduras, el Gobierno iba a allanar el camino hacia la democracia, desmontando las piezas más duras y empotradas en el edificio del viejo régimen. Podía parecer una paradoja: a la democracia, por decreto ley o por disposición gubernativa. Pero con un importante protocolo previo: cada uno de esos pasos fue consensuado con la plural oposición, cuajada como comisión de los Nueve, y con los sindicatos aún ilegales.

Era un juego difícil porque requería atenciones simultáneas: escuchar las demandas de la oposición democrática, pero sin soliviantar a los procuradores franquistas, que aún seguían en sus escaños; arrebatarle una a una las banderas a la izquierda; y gobernar sin parar los motores. Suárez lo expresó con una parábola muy gráfica y doméstica: «He tenido que cambiar todas las cañerías sin dejar de dar agua cada día».

Día tras día, el mazo del decreto ley repuso en sus cátedras a los docentes depuestos por Franco, desmanteló el sindicato vertical, suprimió el Tribunal de Orden Público, legalizó el juego, devolvió sus fueros a la «provincias vascas traidoras», reguló la objeción de conciencia, el derecho a la huelga, prohibió a los militares participar en la política, creó la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM), sometiendo el mando militar al poder político, amplió las anteriores amnistías… Zancadas en la marcha sin vuelta atrás hacia la democracia[119].

Un decreto ley de 8 de febrero modificó el registro de los partidos políticos: en adelante, bastaría la mera inscripción, sin previa autorización administrativa. Era el derecho asociativo que Felipe González reclamaba a Adolfo Suárez en su primer encuentro de agosto de 1976.

A partir de ese momento empezaron a legalizarse todos los partidos políticos. Quedaban pendientes el PCE y nueve o diez organizaciones comunistas. Pero la puerta ya estaba abierta.

De cara a los comicios del 15 de junio, la actividad interna de todos los partidos estaba centrada ya en buscar a sus candidatos y preparar sus campañas, pero faltaban todavía las normas electorales. Se consensuaron con todo el espectro político y se anunciaron por real decreto ley el 18 de marzo. Circunscripción, la provincia. Listas bloqueadas y cerradas. Sistema proporcional. Correctivo, el sistema D’Hont, que repartía los restos de votos en beneficio de las listas más votadas. Prima de escaños a las provincias con menos población… No eran la décima maravilla del mundo, pero reorganizaron el mapa político, disolvieron la «sopa de letras», estimularon las fusiones entre los partidos afines, favorecieron las presencias nacionalistas en el Parlamento, que se revelarían muy influyentes a la hora de abrochar pactos de legislatura; y, en fin, con esos bueyes se labraron las elecciones de 1977, de 1979 y de 1982.

Si por decreto ley el 30 de marzo se había liquidado el sindicato vertical, también por decreto ley el 1 de abril desaparecía la Secretaría General del Movimiento, el partido único, cuya ideología había empapado la vida nacional española, exigiendo la «adhesión» como requisito formal para cualquier trámite administrativo, desde el carné de conducir hasta la matrícula escolar o la sindicación obligatoria en la universidad.

En la noche del 7 al 8 de abril, unos operarios retiraron de la fachada de Alcalá 44 la monumental insignia roja del yugo y las flechas de Falange, símbolo imponente no ya de «Ysabel y Fernando», sino del espíritu del 18 de julio.

También en abril se promulgó el derecho a la libertad de expresión e información. Las cortapisas de la Ley Fraga pasaron a la historia. Sólo quedaban tres tabúes intocables, tres elementos blindados: la unidad de España, la Corona y las Fuerzas Armadas. La publicación cuyas noticias o comentarios sobre alguno de ellos fuesen más osados de lo conveniente se exponía al secuestro administrativo.

Y antes de terminar ese mes, España ratificó dos pactos internacionales: el de derechos civiles y políticos, y el de derechos económicos sociales y culturales. Eran los dos convenios más importantes en materia de derechos humanos. Desde 1966, España había rehusado suscribirlos.

Por último, una «caricia» a la Guardia Civil por decreto ley del 2 de junio: de una tacada, mil cabos primeros fueron ascendidos a sargentos. La medida tenía tanto de estímulo al instituto benemérito como de impulso a su rejuvenecimiento generacional: esos mil nuevos sargentos empujarían en el escalafón.

Hasta diez días antes de las elecciones generales, el Gobierno siguió con su tarea de desmontar el régimen y devolver derechos a los ciudadanos. Todo, consensuado con la oposición y legalizado en las Cortes. Una Transición silenciosa, poco historiada, pero eficacísima. Gracias a esta albañilería de interior, los futuros «padres constituyentes» no tendrían que transitar sobre cascotes y material de derribo, sino que podrían edificar de planta desde el primer día la nueva «Casa España».

Josep Melià, entonces joven procurador del grupo de los rebeldes y algo más tarde un lujo inteligente en la recámara monclovita de Suárez, evocaba aquellos tiempos en los que el BOE era más apasionante que Por Favor o Hermano Lobo: «Vivíamos en la fascinación de lo nuevo. El país era joven y por tanto belicoso. En la calle, una gran agitación social. Los periódicos traían cada mañana noticias del estallido de una bomba, real o informativa. Día a día, un cambio importante, una novedad que modificaba la escena política»[120].

Adolfo Suárez observaba aquella excitación de unos y de otros, porque todo el mundo corría, bullía, se movía, todos trataban de situarse para lo que estaba a punto de empezar. Uno de aquellos días, riéndose, le comentó a Carmen Díez de Rivera: «Se equivocan los que creen que toda la gente corre ilusionada hacia la democracia. Yo veo a muchos que lo que hacen es huir del franquismo a todo meter, por miedo a que el edificio se les caiga encima»[121].

El Partido Comunista gira ciento ochenta grados

—¡Al Rey no podemos ponerle en un brete tan fuerte como éste, y menos aún con lo que está en juego! —Landelino Lavilla, con voz insólitamente enérgica y un punto de cólera que oscurecía sus ojos azules.

—Pero la ley todavía vigente dice que los conflictos entre jurisdicciones ha de dirimirlos el jefe del Estado —apuntó Martín Villa.

—Lo sé y me da igual, ¡que diga misa!

Lavilla se dirigió entonces a Suárez. Estaban los tres solos en el despacho de Presidencia, en La Moncloa, el martes 29 de marzo por la tarde.

—Este asunto lo han toqueteado demasiadas manos, con buenísima intención, no lo dudo, pero nos lo han puesto a punto de naufragio. Presidente, mientras yo sea ministro de Justicia, al Rey no se le meterá a dirimir… nada menos que la legalización del Partido Comunista. Lo afrontaremos nosotros.

—¿Y podemos? Quiero decir, Landelino, como Gobierno, ¿podemos obtener el respaldo jurídico que el Tribunal Supremo nos niega?

—¡Claro que podemos, presidente! Tú, Rodolfo, me mandas toda la documentación, de Gobernación a Justicia, y yo la traslado al fiscal del Reino con orden de que reúna con urgencia a la Junta de Fiscales. En dos días estudian el expediente y, con toda seguridad, dan un informe positivo, porque los estatutos que el PCE ha presentado son absolutamente inocuos, no se les puede oponer un pero. A continuación, el fiscal del Reino emitirá su dictamen «oída la Junta de Fiscales». Y rompemos el nudo de una vez[122].

Llevaban mes y medio con esta espinosa historia de la legalización del PCE, en un rifirrafe sordo que enfrentaba a los magistrados de la Sala Cuarta del Supremo y a los ministros de Gobernación, Justicia, Secretaría General del Movimiento, que ya había pasado a llamarse Secretaría del Gobierno, y al vicepresidente Osorio.

El 11 de febrero —es decir, dieciséis días antes del encuentro secreto entre Suárez y Carrillo en Pozuelo—, los comunistas habían presentado sus estatutos en el Registro de Asociaciones Políticas, ubicado en el Ministerio de Gobernación. Ya estaban registrados todos los partidos, media docena de formaciones socialistas, otra media docena de grupos falangistas, varios partidos democristianos, socialdemócratas, liberales, vascos, catalanes, gallegos, andaluces… «bajo el principio de libertad y con garantía judicial». Todo eran facilidades en la ventanilla. Pero si el Ministerio de Gobernación presumía ilicitud penal en la asociación que pretendía registrarse, debía remitir ese expediente a la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo.

Los estatutos presentados por el PCE no decían ni remotamente que sus fines fuesen instaurar la dictadura del proletariado o la revolución marxista, ni que obedeciera directrices del PCUS, o tuviese algún tipo de afinidad o dependencia con los objetivos de la Internacional soviética, lo cual sería un ilícito penal. Por el contrario, declaraban como «fines esenciales del PCE, la contribución democrática a la determinación de la política española, con objeto de conseguir la plena democratización del sistema político»; aducían «su plena independencia nacional en la búsqueda de una vía a la democracia socialista que tenga en cuenta las peculiaridades del país», y se marcaban como objetivos «la reconciliación nacional que asiente las bases de una convivencia pacífica entre los españoles y el establecimiento de una democracia auténticamente representativa». Sin embargo, se analizaron con mil ojos. El riguroso jurista y subsecretario de Orden Público, Félix Hernández Gil, redactó un informe escrupulosamente desconfiado, pues vino a decir «esto es lo que afirman ahora, pero antes no eran así», y se retrotrajo a los antecedentes históricos punibles del PCE en los tiempos de su clandestinidad, que ya habían sido juzgados y condenados por las severas leyes franquistas. No cabía calificar de ilícita una asociación por su historia, ni por su doctrina, ni por las conductas delictivas de sus militantes durante la guerra civil, que ya habían prescrito. Además, las sucesivas amnistías habían dejado al partido y a sus miembros como recién salidos de un baño de detergente.

Con todo, los estatutos del PCE, acompañados de ese informe —que parecía una recomendación al «túmbenlo, señorías»— fueron remitidos al Supremo. Políticamente, era la astuta jugada con que el Gobierno pasaba la patata caliente a los señores togados: que resuelvan ellos.

Transcurrían los días y el informe sesteaba en el Supremo. Había tres elementos que hacían inoportuna tanta dilación. Uno: además del PCE, aguardaban el visto bueno otras formaciones de izquierdas, del tipo Movimiento Comunista, Partido del Trabajo, Juventudes Maoístas, Joven Guardia Roja, Liga Comunista Revolucionaria… Dos: la fecha de convocatoria electoral estaba próxima y esas organizaciones, en principio, tenían derecho a participar y a prepararse. Y tres: al Gobierno le convenía que el PCE entrara en el juego político y no se quedase «fuera de la muralla». Tan interesante era que el PSOE moderase al PCE como que el PCE restase votos al PSOE.

El Supremo podía decir «no hay ilícito, regístrese» o «sí lo hay, rechácese». Aunque también cabía que el Supremo esquivara el bulto diciendo «no es mi competencia decidir si la inscripción de tal partido es o no es legal». El Gobierno había considerado las tres posibles respuestas. Y tenía sus fórmulas para cada supuesto.

Pero se dramatizó la cuestión porque el 24 de marzo, dos días antes de reunirse la Sala Cuarta para estudiar esos expedientes, falleció el presidente de esa sala, José María Sánchez Cordero. La sala sin presidente no podía fallar, y además respecto al «caso PCE» había un empate de cinco a cinco magistrados. Landelino Lavilla, llamó a Valentín Silva Melero, presidente del Supremo, y le dijo:

—Valentín, preside tú, o proponme un candidato y yo le nombro.

—No, deja, deja, yo no. Nombra tú a quien estimes idóneo, como ministro de Justicia te corresponde hacerlo.

El mismo día del entierro de Sánchez Cordero, Lavilla nombró presidente de la Sala Cuarta a Juan Becerril, hombre liberal y monárquico de tradición, que ya presidía la Sala Sexta y se iba a jubilar pronto. Por tanto, no se trataba de promocionar a un amigo. El decreto salió el sábado 26 en el BOE.

El lunes 28 por la noche, el presidente del Supremo convocó con urgencia un pleno para la mañana siguiente, que negó el plácet al nombramiento hecho por el Gobierno. Era una decisión insólita. No se había dado en toda la historia del Supremo[123]. Con ese revés sobre la mesa, se reunieron Suárez, Lavilla y Martín Villa aquel mismo día por la tarde. El rechazo del plácet creaba un conflicto de jurisdicciones entre el Gobierno y el Tribunal Supremo que, según la ley en vigor, debía dirimir el jefe del Estado.

«¡Cuidado, no nos juguemos la Corona!»

Y aún faltaba el segundo mandoble de los magistrados, el que desarbolaría el paraguas bajo el que el Gobierno pretendía guarecerse para la legalización del PCE.

La idea de endosar el asunto a la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo partió de dos miembros del Gobierno: Alfonso Osorio y Eduardo Carriles. Pero el Supremo se negó a admitir ese paquete explosivo, aduciendo que no era de su competencia.

El viernes 1 de abril, Sebastián Martín-Retortillo, catedrático de derecho administrativo, había invitado a cenar en casa a su ministro, Aurelio Menéndez, a Martín Villa y al magistrado Jerónimo Arozamena, presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo en la recién creada Audiencia Nacional. Antes de pasar al comedor, comentaron informalmente el suceso que los círculos bien informados conocían desde por la mañana: «El Supremo os ha devuelto el manso al corral».

Aurelio Menéndez y Martín-Retortillo, aunque con fastidio por ser miembros del Gobierno, entendían como catedráticos de derecho que la Sala Cuarta del Supremo declinara pronunciarse sobre la inscripción del PCE en el Registro de Asociaciones, alegando no tener competencia.

—Es una decisión política, administrativa, que compete al Gobierno. Y es lo que vienen a decirnos: la responsabilidad de dar luz verde en el Registro de Asociaciones a tal o cual partido es de ustedes, no nuestra.

El magistrado Arozamena, sin entrar en pormenores, deslizó una advertencia:

—Cuando recibáis el texto del Supremo, leedlo bien porque es posible que en la misma resolución os estén indicando una fórmula, una vía.

A la mañana siguiente —entones, en las entidades públicas se trabajaba los sábados hasta las dos de la tarde—, Martín Villa telefoneó a Martín-Retortillo, que se adelantó a la pregunta:

—Sé para qué me llamas, ministro. Quieres que te diga la fórmula, la vía…

—Pues sí, he estado dándole vueltas toda la noche, pero yo soy ingeniero industrial…[124]

Por su parte, Landelino Lavilla, con todo el arsenal de jurisprudencia y talento jurídico del Ministerio de Justicia, había llegado a la misma solución: el Supremo, al devolver el expediente al Gobierno, le indicaba que por su menester de jueces ellos sólo intervendrían si en los estatutos del PCE, o en el propio hecho de la inscripción, hubiere delito. En otras palabras: asegúrense ustedes de que no hay delito y procedan. Por tanto, el único modo de salir de dudas sobre la licitud o ilicitud del PCE era remitir la documentación al fiscal del Reino y que éste, oída la Junta de Fiscales, emitiera un dictamen.

Sin que fuese tema de debate, en diferentes Consejos de Ministros se informó del contenido de los estatutos del PCE, de su envío al Supremo, de la larga espera, del indeseable conflicto entre jurisdicciones y, en fin, de la sentencia devolutoria porque no les incumbía. De modo que, sucesivamente, todos los ministros estaban al tanto del proceso de legalización del PCE como iniciativa del Gobierno.

El 3 de abril, Domingo de Ramos, comenzó la diáspora vacacional de Semana Santa. También los ministros se ausentaron. Suárez les preguntó a algunos dónde pensaban estar, para que dejaran en gabinete telegráfico sus datos de localización.

El 5, Martes Santo, por orden de Suárez fueron convocados a una reunión urgente los vicepresidentes Gutiérrez Mellado y Osorio; Landelino Lavilla, ministro de Justicia; Ignacio García López, secretario general del Gobierno, ya no del Movimiento; y Rodolfo Martín Villa como titular de Gobernación.

Martín Villa estaba con su familia en Extremadura, invitado por el ministro de Comercio, José Lladó, en su finca Los Chiqueros, junto al embalse de Puerto Peña. Por la distancia y la prisa, pidió un helicóptero de la Guardia Civil de Badajoz que le llevó a Madrid. Landelino Lavilla estaba bastante más cerca, en Manzanares el Real.

Ya en La Moncloa, Suárez les puso al corriente:

—La Sala de lo Contencioso del Supremo nos ha devuelto el expediente sobre la legalización del PCE. Argumenta que no es competencia suya, sino del Gobierno. Pero esto nos ha retrasado enormemente. Nos pillamos los dedos si no pisamos el acelerador, porque las elecciones del 15 de junio hay que convocarlas dentro de diez días, el 15. Sesenta días justos. Los estatutos del PCE parecen en regla. Se nota que han hecho un esfuerzo interno, acallando a los prosoviéticos que tienen dentro, y están dispuestos a pasar por el aro. Si el PCE no es admitido ahora, os puedo asegurar que no tendremos la fiesta en paz: ni las elecciones serán pacíficas, ni se considerarán libres, ni tendrán el menor crédito democrático en el resto del mundo. Y los mismos comunistas se encargarán de propalarlo. Por todo esto, y porque es de justicia, la legalización ha de hacerse ya.

—Pido la palabra. —Osorio había levantado su bolígrafo de oro—. Si el Supremo se lava las manos y nos deja, perdonad, con el culo al aire, necesitaremos un dictamen oficial, de peso, de autoridad, que respalde la decisión del Gobierno. ¿Razón? Si el día 11, al recibir los estatutos del PCE, los remitimos al Supremo porque presumíamos una posible ilicitud penal, ¿cómo justificamos ahora que de la noche a la mañana ha desaparecido esa presunción? Si tuviéramos otro aval jurídico institucional afirmando que no hay nada contrario a la ley en esos estatutos, o un dictamen positivo del Consejo de Estado, los militares aun tapándose las narices acatarían la legalización. Por sentido de la disciplina, la acatarían. Conozco el paño, soy coronel jurídico del Aire.

—Desde hace días, y por no andar improvisando —intervino Lavilla—, se ha pensado ya en remitir el expediente a la Junta de Fiscales para que lo estudie. Es presumible un dictamen favorable a la inscripción del PCE en el Registro. Hablaré con el fiscal del Reino, Eleuterio González Zapatero, y a ver si puede ponerlos a trabajar hoy mismo, y a su palabra nos atendremos. En este caso, el recurso al fiscal es la vía correcta para el Gobierno y un aval de peso, como tú dices, Alfonso.

—¿Cuánto estimas que puedan tardar? —preguntó Suárez.

—Si se les dice que con tampón de urgencia, en un par de días lo pueden tener listo. Es un texto breve[125].

—¡Cuidado, no nos juguemos la Corona! —Osorio, más que poner pegas, quería seguridades—. A todo esto, ¿qué opina el Rey?

—Está de acuerdo, porque cree que no hay otra solución —respondió Suárez con algo de sequedad[126].

El presidente pidió a algunos de los reunidos que permanecieran en Madrid «a la espera mientras esto se encarrila, y cada uno atento a su propia responsabilidad».

Al teniente general Gutiérrez Mellado le dijo de modo taxativo: «Manolo, quiero que te encargues tú de informar a cada uno de los ministros militares».

A Martín Villa: «Ponte de acuerdo con Landelino para todo el papeleo, y dile a Félix Hernández Gil que no se vaya de vacaciones». Y también: «Convendrá que Santiago Carrillo se ausente de España, o al menos de Madrid, en los próximos días»[127].

Carrillo recibió el recado por dos correos: su amigo Juan José Rosón, gobernador de Madrid, y José Mario Armero. A partir del Jueves Santo estuvo con su familia en Ville Comète, la casa de Teodulfo Lagunero y Rocío en Cannes.

Antes de despedir al minigabinete, Suárez tomó aparte a Osorio:

—Alfonso, para tu tranquilidad, no nos jugamos la Corona: la Corona va a estar protegida y asegurada a todo riesgo, porque yo asumo personalmente ante el país y ante la historia la total responsabilidad de este acto, salga bien o salga mal. Y como me has preguntado qué opina el Rey, seré más explícito, aunque creo que no te revelo nada que no sepas: dadas las circunstancias, el Rey está convencido de la necesidad de legalizar el PCE, y en eso coincide con su padre. Los dos saben que si el PCE no entra ahora, puede trastornarse todo el proyecto de llegar a una democracia por el camino del pacto. Y tú, ¿qué plan de vacaciones tienes?

—Pensábamos irnos a Almería, pero tal como están las cosas…

—Pues vete, vete a Almería. Quizá cuando el Rey y tú y la gente regreséis, el problema esté resuelto[128].

No le dijo más. También al Rey iba a recomendarle una estratégica ausencia de España. En efecto, los Reyes se marcharon a Francia en visita privada el 7, Jueves Santo[129]. El domingo 10, cuando la operación había concluido, el monarca estaba ya de regreso en La Zarzuela.

Suárez: «Que los del PCE se hagan invisibles. Tengo problemas militares»

El 5, Martes Santo, a las diez de la mañana, antes de reunirse con los ministros, Suárez había telefoneado a Armero.

—Pepe, voy a decirte las condiciones que tienes que negociar con «tus amigos», en caso de que lo suyo se legalice. El día que ocurra, nada de algaradas ni de manifestaciones por las calles. Ni banderas rojas, ni cantos, ni puños en alto… Que lo celebren en sus casas. Y cuando sea, ya te avisaremos, Santiago tiene que hacer una declaración diciendo que yo no soy comunista, ni simpatizante comunista, sino anticomunista.

Y por la noche, a las doce, Armero le informa de los contactos que ha tenido con los dirigentes del PCE. Todo conforme. Suárez le insiste: «Diles a tus amigos que en estos días se hagan invisibles, que estén como muertos… Tengo dificultades con los militares»[130].

Todo había tomado un ritmo brioso. Adolfo pisaba el acelerador.

El fiscal Eleuterio González reunió a toda prisa a los fiscales que aún seguían en Madrid y acometieron su tarea[131]. Estudiaron el expediente durante los días 5 y 6, Martes y Miércoles Santo.

«El 7, Jueves Santo, los subsecretarios Hernández Gil y Mendizábal, junto al magistrado Arozamena, al que hicimos venir desde Reinosa, con un temporalazo de lluvias, ya tenían la minuta preparada y a la espera para cuando tuvieran el níhil óbstat a la legalización —recordaba años después Landelino Lavilla, con su característica exactitud—. Habíamos salvado el pulso. El tema discurría por su debido carril, y yo me volví a mi casa de Manzanares el Real»[132].

El 6, Miércoles Santo, de la Casa del Rey pidieron información al Gobierno y Adolfo Suárez encargó a Martín Villa: «Sube a Zarzuela y pon al Rey al corriente».

Transcurridos treinta y seis años, Martín Villa recordaba con pasmosa nitidez aquel despacho, mesa de por medio, con el Rey. Tenía clara la directriz de Suárez: «No vas a recibir instrucciones ni a pedir criterio, sino a dar información». Lo que no sabía era por qué iba él y no Suárez. Punto interesante que en aquel momento era un repliegue, uno de los muchos enigmas de esos días; pero, transcurrido bastante tiempo, el repliegue abriría sus costuras. En la historia no hay misterios; sólo cosas que se ocultan y cosas que se ignoran.

El miércoles 6 subí a Zarzuela para informar al Rey. Le expuse de un modo concreto, oficial y objetivo, como si se tratase de un tema neutro, el proceso de la legalización del PCE en sede judicial. Le expliqué que el Supremo nos había devuelto el expediente por no considerarlo de su competencia, al tratarse de un asunto político. Ellos sólo podían intervenir cuando se vulneraba una ley. Le dije que el ministro de Justicia lo había trasladado al fiscal del Reino, y que justo en ese momento estaba en fase de estudio en la Fiscalía. El Rey me escuchó con atención, pero sin preguntarme nada. Le dije claramente que el PCE se iba a registrar, y por tanto a quedar legalizado en cuanto nos dieran luz verde los fiscales, pues se trataba de una decisión política del Gobierno.

A renglón seguido, le informé de lo que era mi terreno y mi responsabilidad como ministro de la Gobernación: la previsión de reacciones en el estamento militar, entre la clase política, en la sociedad civil, en la calle… Le expuse los posibles escenarios más extremos y conflictivos que podrían darse: el rechazo duro de la ultraderecha y la euforia excesiva de los comunistas. Le dije que habíamos tomado nuestras medidas y controlábamos la situación. Incluso le di a entender que, por si algunas unidades militares intentaran dar una respuesta levantisca, desde hacía algo más de una semana se les había menguado muy a la baja el suministro de combustible.

Fue un despacho aséptico, que se hubiera podido retransmitir por radio o televisión porque mi información pasó por el Rey… a la manera que un rayo de sol pasa por un cristal sin romperlo ni mancharlo. Es decir, deliberadamente, ni yo pedí al Rey su parecer, ni él me lo dio. Procuré hablar yo todo el rato, sin preguntar ni hacer pausas de silencios, de modo que el Rey no tuviera que decir nada. Hablé yo más que el Rey. Es a lo que había ido. ¿Preguntarle al Rey qué opinaba? ¡Hombre…, uno puede ser imprudente, pero no idiota! Lo correcto y lo que convenía en aquellos momentos era que el Rey no opinase, que el Rey no se mojase. No interesaba involucrar al Rey en una decisión que tenía alto riesgo y podía salir mal.

Por supuesto, el Rey podía estar intranquilo y temeroso, como lo estábamos nosotros, el Gobierno; pero ni vacilante ni sorprendido. La legalización del PCE no le pillaba de sopetón. A esas alturas, el Rey estaba perfectamente al corriente de lo que se tramitaba. Y hubiese sido inimaginable hacerlo sin su consentimiento. Otra cosa es que todos cuidásemos, y mucho, no poner en riesgo ni la figura ni la persona del Rey. Si aquello se desmadraba, o si se producía algo gordo, que la Corona no quedara afectada.

La verdad, no recuerdo haber recibido palabras o gestos del Rey dándonos aliento para que legalizáramos a los comunistas. Podía resultarle un hueso duro de roer, pero era obvio que estaba conforme. Aunque nunca le escuché una opinión sobre ello. En cambio, en los días negros, cuando la democracia estuvo a punto de irse a…, cuando golpeaban los de ETA o los de los Grapo, o nos empalmaban las huelgas y las broncas callejeras, entonces sí recibí llamadas de ánimo del Rey; y no sólo del Rey, también de la Reina. Incluso de noche[133].

Después de informar a Su Majestad, Martín Villa se volvió a Badajoz, a Los Chiqueros, hasta nueva orden. Osorio se había marchado a Almería; Landelino Lavilla, a Manzanares el Real; Marcelino Oreja estaba localizado en El Escorial; Gutiérrez Mellado se iría el fin de semana a Canarias. Incluso el gobernador civil de Madrid, Juan José Rosón, responsable directo del orden público en la ciudad, se fue a una de las Islas Baleares. Y el Rey, a cierto lugar de Francia que sólo el presidente conocía.

De retén, Adolfo Suárez en La Moncloa.

A las seis de la tarde, Aurelio Delgado, Lito, telefoneó a Armero. «Me dice el jefe que puedes irte con tu familia a Almería, a Roquetas, porque ni el Jueves ni el Viernes Santo se hará nada. En cambio, te sugiere que estés de vuelta el sábado 9, por la mañana»[134].

Gutiérrez Mellado informa a los tres ministros militares

Cumpliendo la orden del presidente Suárez, el miércoles 6, Gutiérrez Mellado habló por separado con cada uno de sus colegas militares del Gobierno, Pita da Veiga, Álvarez-Arenas y Franco Iribarnegaray. Les puso al tanto del curso jurídico y administrativo que estaba siguiendo el trámite para legalizar el PCE y, subsiguientemente, las otras asociaciones izquierdistas. Intríngulis de magistrados y peritajes fiscales, pero nada que pudiera sorprenderlos, pues desde mediados de febrero en algunos Consejos de Ministros ya se había expuesto el tema.

Acerca de esta información anterior existe, entre otros testimonios, el del teniente general Miguel Íñiguez del Moral, que en 1977 era oficial del gabinete del vicepresidente Gutiérrez Mellado y uno de los hombres de su máxima confianza:

A los ministros militares no se les ocultó la medida, sino que se les comunicó varios días antes. Desde luego, antes de la Semana Santa estaban al corriente de que el Gobierno tenía intención de legalizar al Partido Comunista. Hubo un informe escrito, en el que se argumentaban las razones para actuar así, que se pasó a todos los ministros. El informe decía que la intención del Gobierno era legalizar al PCE, y que se legalizaría si el fiscal del Reino no se oponía… En aquellos días, Gutiérrez Mellado se reunió personalmente con los tres ministros militares y se lo explicó. No estoy seguro, pero creo que a esa reunión asistió también el presidente Suárez. No estoy seguro… La noticia se les dio ahí ya claramente. Además, dada la inesperada aceleración que se produjo por los aspectos legales del asunto, en los días siguientes, antes de que llegase al Gobierno el informe del fiscal del Reino, sabiendo ya que iba a ser favorable, se les volvió a avisar para que estuviesen advertidos. Y quien lo hizo, quien los avisó, fue el propio teniente general Gutiérrez Mellado[135].

El teniente general Íñiguez del Moral aún subrayó otro elemento, que le parecía prueba clave de que ningún ministro militar fue engañado ni sorprendido por una actuación hecha a sus espaldas, como diría después el almirante Pita da Veiga:

Desde la vicepresidencia del Gobierno se obró con tiempo suficiente para que los tres ministros se enterasen. Eso fue evidente. De hecho, los otros dos ministros —el del Ejército y el del Aire— no dijeron en ningún momento que se les había traicionado, ni que se les había ocultado nada. El único, Pita da Veiga… Y no puedo pensar que los tenientes generales Álvarez-Arenas o Franco Iribarnegaray tuvieran menos talla ética o moral que el almirante Pita… Si ellos se hubiesen sentido traicionados, o pensaran que se les había escamoteado la debida información, estoy seguro de que habrían dimitido también. No lo hicieron porque sabían con adelanto, y no por la prensa, que iban a ser legalizados los comunistas[136].

Un testigo presencial de la llamada telefónica de Gutiérrez Mellado a los tres ministros militares fue el general Ángel de Lossada y Aymerich, entonces teniente coronel destinado en el gabinete del vicepresidente de la Defensa. El Miércoles Santo, día 6, Lossada se encontraba en el despacho de Gutiérrez Mellado:

Sonó un teléfono, que el vicepresidente sólo utilizaba para hablar con el Rey o con el presidente Suárez. Hice ademán de retirarme al saber de quién podía ser la llamada, pero él me hizo señas para que no me marchara. Lo que el presidente Suárez le comunicó al teniente general fue que le habían avisado de la Junta de Fiscales diciendo que no iban a poner ninguna traba a la legalización del PCE. Y debió de pedirle también que llamara a los ministros militares, porque inmediatamente, en cuanto colgó a Suárez, Gutiérrez Mellado llamó, delante de mí, uno tras otro a los tres ministros militares, incluido Pita da Veiga. Les comunicó, de parte del presidente, la próxima legalización del Partido Comunista. Y a cada uno le advirtió: «El presidente me ha dicho además que, si tenéis alguna pregunta o alguna objeción que hacerle, o algún escrúpulo de conciencia, estará toda la mañana en su despacho, que le llaméis o pidáis audiencia y vayáis a verle, porque no se va de vacaciones». Ninguno fue a verle. Me consta. Ninguno de los ministros habló con el jefe del Gobierno ni ese día ni los siguientes[137].

En esa comunicación por teléfono, de despacho a despacho, al exponer Gutiérrez Mellado que se estaba pendiente «de la respuesta de una autoridad judicial», Pita le preguntó: «¿Qué autoridad?», y Mellado respondió: «Pues, la verdad, no lo sé, pero es precisamente una de las soluciones que ha dado el presidente, llámale y habla con él».[138].

La relación entre Gutiérrez Mellado y Pita da Veiga no era cordial, sino tirante, pues Pita se consideraba postergado por Suárez desde que, para sustituir a De Santiago en la vicepresidencia de la Defensa, escogió al Guti y no a él, que tenía más antigüedad y una hoja de servicios más brillante.

La alusión a «algún escrúpulo de conciencia» era un intento de salir al paso a alguna dificultad moral que pudiera surgirle al almirante Pita, pues hablando con Suárez no hacía mucho de la eventualidad de esa legalización le comentó: «A mí, personalmente, me plantearía graves problemas de conciencia»[139].

¿Qué fue lo que Gutiérrez Mellado no les dijo? Lo que él tampoco sabía: cuándo evacuarían su dictamen los fiscales y cuándo se produciría la legalización. El día, la hora. El mismo Gutiérrez Mellado se enteró en Canarias.

Unas cartas del Rey desconocidas

Tras esa comunicación con Gutiérrez Mellado, Pita da Veiga no fue a ver al presidente Suárez, sino que pidió audiencia urgente con el Rey.

Poco después, un motorista de la Guardia Real llegaba a La Moncloa con una carta para entregar en mano al presidente. De puño y letra y con firma del Rey, su tenor —no literal— venía a decir:

Adolfo:

Acaba de salir de mi despacho el almirante Pita da Veiga. Me ha confirmado que finalmente vas a legalizar el Partido Comunista. El almirante me ha comunicado también su decisión de dimitir inmediatamente como ministro.

Asimismo, me ha hecho ver las consecuencias tan negativas para España que tendría tu iniciativa, máxime cuando el PSOE estaba dispuesto a acudir a las elecciones aun sin estar legalizado el PCE.

Tú verás, pero una crisis militar puede hacer imposible la celebración de las elecciones. Y desde luego, este hecho comprometería gravemente la continuidad de la Monarquía en España.

Juan Carlos R[140].

Esa carta podía explicar por qué fue Rodolfo Martín Villa quien subió a La Zarzuela, y no Adolfo Suárez. El relato plano y objetivo del ministro, sin dar opción a que el Rey opinase, era un modo hábil de evitar, no ya una seria discusión entre el monarca y el presidente, sino que todo el proceso de legalización se detuviera o se cancelara por el dichoso «miedo al Ejército», con el serio peligro de descabalar los acuerdos conseguidos en la hoja de ruta de una «reforma pactada» y sin exclusiones.

Además, y dando por cierta la misiva o el sentido de su contenido, quedaba patente que el liderazgo del Rey ante sus ejércitos era bastante precario. Cualquier queja, cualquier amenaza de insumisión le provocaba el temor de jugarse la Corona y le hacía vacilar. Volvían a tomar cuerpo dos fuertes interrogantes: ¿qué estimaba más, la democracia o el trono? ¿Era el jefe supremo de las Fuerzas Armadas o no podía mantenerlas a raya, aun contrariándolas, porque era su rehén?

El 7, Jueves Santo, Suárez telefoneó a Armero, que estaba en Roquetas:

—Por favor, Pepe, ¡diles a ésos que controlen a sus militantes! Han detenido a tres del PCE en el Aberri Eguna de Vitoria. Que no se metan en líos, que extremen sus actuaciones. Como te dije: que se hagan los muertos. Hay serios problemas y ellos deben saberlo: me preocupa la actitud del Ejército cuando demos la noticia de la legalización[141].

El 8, Viernes Santo, Suárez hizo volver a Marcelino Oreja de El Escorial. En su despacho de La Moncloa, le adelantó la noticia encareciéndole que la guardara en absoluto secreto, pero que tuviese preparado un telegrama: «Lo circularás a nuestras embajadas y consulados en cuanto podamos comunicar la decisión». Oreja redactó el texto y cuando fue oficial la noticia, el sábado 9 de abril, ordenó transmitirlo a todos los embajadores y cónsules españoles en misiones extranjeras[142].

El 9, sábado, estuvo listo el dictamen del fiscal del Reino. Veinticuatro líneas en las que se declaraba que «analizada la documentación […], no se desprende ningún dato ni contiene ninguna manifestación que determine la incriminación del citado partido en cualquiera de las formas de asociación ilícita que define y castiga el artículo 172 del Código Penal en su reciente redacción».

Curiosamente, se daba la paradoja de que quien, con esa celeridad y sin oponer obstáculos para abrir las puertas al PCE, era el fiscal Eleuterio González Zapatero, la misma persona que hacía año y medio, el 23 de agosto de 1975, redactaba como fiscal del Tribunal Supremo el decreto ley sobre antiterrorismo, autorizando «los consejos de guerra sumarísimos contra civiles por acciones armadas contra el régimen», considerando «terrorista» a «cualquier organización comunista, anarquista o irredentista». En unas ocasiones, cambian los hombres; y en otras, las «obediencias».

Cuando poco después Armero, muy extrañado, le preguntó a Suárez que cómo había podido autorizarlo el fiscal Eleuterio, que fue el autor de la ley de antiterrorismo, Suárez le respondió: «Me ha costado tres horas convencerle»[143].

Sin perder un minuto, Landelino regresó de Manzanares el Real; Martín Villa, en helicóptero de nuevo, viajó desde la finca Los Chiqueros; el magistrado Joaquín Arozamena, sorteando un temporal de lluvias, llegó desde Reinosa. En el Ministerio de Gobernación los esperaban ya los subsecretarios Félix Hernández Gil y Rafael Mendizábal. Allí redactaron la resolución definitiva que permitía inscribir al PCE en el Registro. Eran las doce del mediodía. Por prisa o por despiste, a Martín Villa se le olvidó el «detalle» de estampar su firma al pie de la línea final del documento[144].

Suárez cuadra a Armada

Una de las tareas que despachó aquel día Martín Villa fue disponer la publicación de la noticia. Como el ministro de Información Andrés Reguera estaba ausente, habló por teléfono con Sabino Fernández Campo, que entonces era el subsecretario. Al indicarle el hecho de la legalización, y cómo y cuándo se debía informar de él, le sorprendió el tono duro e inquisitivo de Sabino:

—Pero ¿el presidente ha informado a los altos mandos militares de que lo que les dijo el 8 de septiembre ha cambiado o está a punto de cambiar?

—No tengo ni idea. En todo caso, lo que han cambiado son los estatutos del Partido Comunista. Se ajustan a la ley. Y tanto el fiscal del Reino como la Junta de Fiscales han dado el visto bueno a su registro legal. No han visto en ellos nada ilícito.

—Y los ministros militares, ¿qué dicen de esto? —Sabino seguía con su interrogatorio al ministro, en tono muy alarmado—. ¿Lo saben los mandos militares, o se van a enterar por la radio y la tele…? ¿Vosotros habéis calculado cómo pueden reaccionar las Fuerzas Armadas?

Sin perder su cachaza habitual, Martín Villa le dijo a Sabino que esperase un momento, mientras se informaba. Salió de su despacho y desde otro teléfono llamó a Gutiérrez Mellado, que seguía en Canarias.

—Rodolfo, dile a Sabino que yo mismo informé a los tres ministros militares el miércoles 6.

—Sabino —Martín Villa, de nuevo al teléfono—, lo de los militares está resuelto. Desde el Miércoles Santo lo saben, cada uno de ellos en directo y por el conducto reglamentario.

—Rodolfo, un hecho de este calibre no se puede comunicar de golpe, por sorpresa, en plena Semana Santa…

—Bueno, mira, Sabino, yo puedo comprender que, como general que eres del cuerpo de Intervenciones, te preocupes; pero yo ahora no estoy llamándote por tu condición militar sino porque tu ministro está fuera y a ti, como subsecretario de Información, te compete ordenar que en la Agencia EFE, en Radio Nacional y en Televisión Española se dé la noticia debidamente[145].

Armero viajó de noche desde Almería y a las ocho de la mañana ya estaba en Madrid. Era lo acordado con Suárez. Llamó a La Moncloa. Lito le dijo: «Adolfo ha hecho una escapada a Ávila para ver a sus padres y volverá a eso de las doce, porque hasta entonces no tendremos nada que comunicar. Te llamaremos nosotros».

A las seis y media de la tarde, Suárez se puso al habla con Armero:

—Hasta las ocho no se dará el comunicado. Pero tú adelántaselo ya a Carrillo, para que afloje los nervios. Dile que es una decisión oficial del Ministerio de Gobernación atendiendo el dictamen del fiscal del Reino, y de éste después de oír a la Junta de Fiscales. Insístele en que su gente modere la euforia, tanto aquí en Madrid como en los departamentos marítimos, que no se echen a la calle agitando banderas rojas… Y que él haga unas declaraciones sosegadas, respetuosas y, esto recálcaselo bien, sin darme las gracias ni elogiarme. Sería… el abrazo del oso.

Desde la casa del cineasta Basilio Martín Patino, Armero da la noticia a Carrillo, que como tiene ya redactado un borrador de su declaración, se lo lee a Pepe Mario. Deciden que Europa Press dé esas palabras como dichas desde París, que es donde oficialmente debería estar, y no en Cannes.

A las siete menos cuarto de la tarde, sonó el teléfono en el pequeño apartamento de Carmen Díez de Rivera, en la calle López de Hoyos. Era el Rey.

—Acaban de legalizar el Partido Comunista.

—¡Por fin!

Nada más colgar, Carmen llamó a Adolfo Suárez. Quería felicitarle, pero se quedó un poco cortada porque le pareció detectar un tono de alerta y contrariedad en la voz del presidente.

—¿Quién te lo ha contado?

—Su Majestad, el rey Juan Carlos I[146].

¿Cómo no iba a responder Suárez con un tono de alerta y contrariedad, si el Rey, ausente de España por su seguridad personal, y a quien él acababa de dar novedades, empezaba ya saltándose la cláusula de noticia embargada hasta las ocho, para alardear ante la bella marquesita?

Al día siguiente, Domingo de Resurrección, el Rey ya estaba de regreso, y se reunieron con él en La Zarzuela Adolfo Suárez, Mondéjar y Armada. Suárez comentó algo de los entresijos del proceso. Y aunque el Rey había estado bien informado del qué, el cómo y el cuándo, por su forma de escuchar y callar mientras Suárez hablaba, pudo parecer que estaba enterándose en ese momento, a toro pasado, de la decisión del presidente de legalizar el PCE. Armada se arrogó entonces un papel que en modo alguno le correspondía y empezó a reconvenir a Suárez por el hecho y por el modo de la legalización: la «nocturnidad», el «oportunismo de aprovechar la ausencia de la clase política dirigente y de los mandos militares», la «inusitada e innecesaria velocidad con que se había anunciado la medida», «de sopetón y por sorpresa», la «impresión de engaño que sentirían ahora los tenientes generales, a quienes aseguró en septiembre que el comunismo nunca sería legalizado en España». Y remató su filípica acusando al presidente de «poner en gravísimo peligro la Corona».

Ante esa diatriba injusta e improcedente, y también ante el silencio consentidor del Rey, Suárez saltó enfurecido y encarándose al monarca le hizo saber con energía que no estaba dispuesto a tolerar que el secretario del Rey desafiara su autoridad[147].

Suárez ya conocía la influencia amedrentadora y reaccionaria de Armada sobre el Rey. Su desagrado cuando fue designado presidente del Gobierno. Las críticas que hacía a sus espaldas tras cada nuevo movimiento de reforma y apertura. Tras la reunión de septiembre con el generalato, tuvo que sufrir la humillación de un careo provocado por el Rey para confrontar el relato del presidente del Gobierno con la versión «de segunda mano» que le transmitió el secretario. Sabía que recientemente había dicho a otros oficiales generales «a Suárez hay que echarle a patadas…». En su cronómetro interior, la cuenta atrás de Armada en La Zarzuela acababa de ponerse en marcha.

Un almirante varado en el 36

El ministro de Marina, almirante Gabriel Pita da Veiga, fue el primero que puso el grito en el cielo, asegurando que se había enterado mientras veía el telediario en su casa. Al parecer tuvo muy insistentes presiones de sus compañeros de almirantazgo, que se sentían sorprendidos, engañados, traicionados…, instándole a tener el coraje y el honor que pocos meses antes tuvo el teniente general De Santiago.

Pero no era cierto lo que alegaba el almirante Pita: había tenido la misma información que sus colegas del Gobierno, más el plus que les suministró el presidente a los tres ministros militares, más el aviso de inmediatez hecho cuatro días antes de la legalización por Gutiérrez Mellado. Su audiencia urgente con el Rey aquel mismo día 6 era toda una prueba: podía estar disconforme, pero no desinformado. Si se trataba de una objeción de conciencia, muy respetable, debió decirlo antes o después, sin culpar a otros de un inexistente engaño.

El lunes 11, el almirante Pita telefoneó al presidente Suárez para despedirse. A primera hora de la mañana le había enviado ya una carta formalizando su dimisión.

En esa despedida de mera cortesía, Pita da Veiga reiteró sus argumentos:

—Presidente, en repetidas ocasiones he comunicado al Gobierno que presides que, en las presentes circunstancias, la Armada española no considera oportuna ni deseable la legalización del Partido Comunista. Esa medida se ha tomado sin debatirla ni adoptarla en Consejo de Ministros. En cualquier caso, sin mi consentimiento. Fui sorprendido por la noticia viendo Televisión Española en la noche del Sábado Santo. Todo ello me demuestra que no cuento con tu confianza. Así las cosas, la única opción que mi dignidad me permite es dimitir. Y, dada la gravedad del motivo, dimitir de modo irrevocable.

»Una última cuestión, presidente, dimito después de consultarlo con mis compañeros de la Armada, sí, pero sin presión de ningún tipo. Y quédate tranquilo: no voy a hacer declaraciones ni dar ningún tipo de espectacularidad a mi decisión[148].

Pita da Veiga habló luego con sus compañeros, los ministros del Aire y de Tierra, y les comunicó su gesto. La noticia tuvo un fortísimo impacto en los ambientes militares y periodísticos. Se presentía el inicio de un terremoto. En las Cortes, los procuradores Torcuato Luca de Tena y el general Galera Paniagua devolvieron sus actas. Varios ministros civiles, capitaneados por Carrilles, el titular de Hacienda, con gran enojo «porque todo se ha guisado a nuestras espaldas, como si fuéramos ministros comparsas», hicieron también un amago dimisionario. Pero Alfonso Osorio los disuadió: «Yo entiendo vuestro cabreo; pero era una operación delicada y de riesgo. Estuvieron los que tenían algo que hacer en el reparto de faena… Si os vais, no sólo le hacéis la pirula a Suárez. En estos momentos, con las primeras elecciones generales a la puerta, que el Gobierno se desguazara ocasionaría un daño irreparable a la Monarquía».

El ministro Álvarez-Arenas recibió un aluvión de llamadas, protestas indignadas de compañeros generales instándole a plantarse y a secundar a Pita. Dudó. Estuvo pensándolo durante tres días. Le expuso a Su Majestad sus «fuertes reservas para continuar en el cargo». Luego supo que en la reunión del Consejo Superior del Ejército se había preguntado uno por uno a los tenientes generales presentes: «¿Tú aceptas tomar el relevo y ocupar su lugar?», y todos fueron respondiendo sin ambages que no querían estar en ese Gobierno. Eso y su lealtad monárquica le decidieron a continuar.

Cuando el ministro del Aire, Carlos Franco Iribarnegaray, regresó de Burgos a Madrid después de sus vacaciones, no detectó un especial ambiente de hostilidad ni de descontento entre sus compañeros. Los aviadores, al parecer, eran más abiertos de talante, o tenían «más horas de vuelo por las alturas». Habló con el Rey y aceptó que, políticamente, era conveniente que el PCE tuviese patente legal[149].

En cambio, la dimisión de Pita se estaba convirtiendo en un problema serio, a medida que, día tras día, el Gobierno sólo encontraba rechazos de los almirantes a los que ofrecía la cartera de Marina. Llegó un momento en que Suárez se planteó asumirla él mismo. Entre Gutiérrez Mellado y él fueron haciendo el rastreo.

Tal vez por desdramatizar el trance, un «fontanero» de La Moncloa bastante guasón, cada vez que establecía línea con algún almirante ministrable, mientras aguardaba la conexión telefónica tarareaba por lo bajinis «La Marina te llama», «Avon llama a tu puerta»…

Sin embargo, el panorama no era para andar con bromas. La amenaza de subversión militar parecía cada vez más real. Tanto el Rey como Suárez estaban profundamente preocupados. El Rey se pasó la mayor parte del domingo y del lunes al teléfono calmando y atajando amenazas de indisciplina. Afirmaba su autoridad como jefe supremo, pero desplegando sus innegables dotes persuasivas.

El argumento más comúnmente blandido por los tenientes generales que en esas horas hablaron con el Rey era: «El presidente nos engañó el 8 de septiembre, diciéndonos lo contrario de lo que ahora ha hecho» y, por tanto, «ante tal falta de seriedad, le retiramos nuestra confianza». Otros le dijeron que «España está cambiando a pasos agigantados, pero en un sentido que no nos gusta, que nos preocupa». El Rey sugirió a Suárez que convocara de nuevo a la cúpula militar y se justificase ante ellos.

Suárez saca la cinta que grabó el 8 de septiembre

Suárez se reunió con el generalato el 11 de abril[150]. Su alocución tuvo tres partes. Explicó, fría y asépticamente, pros y contras, ventajas y riesgos, de que el PCE estuviera o no estuviera legalizado. Y derivada de ahí, la conveniencia política de «tener el iceberg a la vista y no oculto, controlado y no clandestino», «los fantasmas asustan, pero si pasan por las urnas, se conoce cuánto miden, cuántos son, y se acaban los temores irreales». Después, expuso la fluidez cambiante de la situación política; las semanas trágicas, convulsas, vividas en este país; y el comportamiento irreprochable y maduro de los comunistas en bloque, de modo que, lo que podía resultar impensable siete meses atrás, el 8 de septiembre, ahora era una demanda social cuantificada y mayoritaria. En ese punto, Suárez leyó las sucesivas oleadas de los sondeos oficiales, cuyas últimas cifras daban que más del doble de españoles eran partidarios de la legalización del PCE. Dejó caer que también era «aceleradamente creciente el número de oficiales militares que se posicionaban a favor de que el PCE fuese uno más de los partidos legales».

Luego les habló de las condiciones que el Gobierno había impuesto a los dirigentes comunistas para autorizarlos a participar legalmente en el juego democrático; los cambios diametrales en sus estatutos, a los que el peritaje de la Junta de Fiscales no había podido imputar presunción alguna de ilicitud. Se detuvo en las fases del proceso jurídico y administrativo hasta aceptar la inscripción registral del PCE, haciéndoles esperar dos meses: del 11 de febrero al 9 de abril. «No ha sido llegar y besar el santo».

Finalmente, los invitó a «escuchar la cinta magnetofónica que aquel 8 de septiembre un teniente general grabó, y yo también». Así volvieron a oír lo que Suárez dijo realmente, al margen de lo que cada quien hubiese podido interpretar.

—No mentí, no engañé, no dije algo diferente de lo que era real en aquel momento —explicó al terminar la audición—. Con el Código Penal en una mano y con los estatutos del Partido Comunista en la otra, su legalización era inviable. ¡Entonces era inviable! ¿Cambió algo después? Sí. Pero no por nuestra parte, sino por la suya. Ellos hicieron unos cambios radicales en sus objetivos, en sus fines, en su planteamiento de acción política y social. Había cambiado, pues, la realidad.

Todo razonado, todo con apoyo de datos y documentos, todo expuesto desde la lógica política. Suárez apelaba al raciocinio; pero aquellos generales le oían desde la pasión: el comunismo era un enemigo perverso, que creían derrotado y exterminado para siempre. No lo querían en España. Y si el precio de la democracia era el comunismo campando por nuestras calles, no querían democracia.

Todavía, un último intento de Suárez: rozar la fibra ética, el bordón de la conciencia moral de aquellos jefes militares. Si quieres la paz, prepara la guerra. Si vis pacem, para bellum. Pero… si vis pacem.

Creo que he hecho lo que debía hacer en justicia. Si había que legalizar a los partidos políticos, se legalizaban todos, todos los que cumplieran los requisitos establecidos por ley. La ley, o es ley para todos o es arbitrismo.

He legalizado el Partido Comunista porque en estos momentos me parece clave desde el punto de vista nacional y desde el internacional. Pero, ante todo, porque es de justicia que nos olvidemos de los traumas de la guerra civil; y que el Partido Comunista, inmerso en un Estado democrático, tenga la oportunidad de jugar el papel que le corresponda según los votos que obtenga en las elecciones.

Hubiera sido una injusticia tremenda dejarlos fuera del sistema democrático. Una injusticia política, legal y moral. Y la antinomia reformaruptura no podría solventarse en paz. Si vis pacem… «Si quieres la paz», ésa es la premisa. Si no, volveríamos a romper y a dividir España en… no sé cuántas partes. Subsistirían ¿durante cuántos años más? Las viejas heridas, los rencores, los odios… Los vencedores de la guerra seguirían negando el pan y la sal a los vencidos. Los vencidos seguirían reivindicando unos juicios depuradores y una petición de cuentas. ¡Intolerable! Me niego. Creo, sinceramente lo creo, que estamos en el momento de zanjar todo eso, evitando una nueva ruptura radical[151].

Fue un ejercicio inútil. Adolfo Suárez hablaba mirando al futuro. Los generales se habían detenido en el pasado. Desde aquel momento, Suárez supo que él, su persona, era ya otra bestia negra en la diana de los veteranos militares.

El diario de Ana María Montes recogía estas anotaciones de Armero, su marido:

A las diez me llama el presidente. Ha tenido que negociar con los militares hasta las cinco de la mañana. A pesar de la calma, la situación es peligrosa. Él no se ha acostado y está muy preocupado. Me dice que pida al PCE la máxima prudencia y que trate de evitar reacciones contrarias.

Le preocupan especialmente los lugares de departamentos marítimos; supongo que hay algo especial promovido por la Marina.

Hablamos del viaje de Santiago Carrillo de París a Madrid. Adolfo me dice claramente que hay peligro de atentado contra la persona de S. C. Que no venga en tren y que arreglen un cambio en la hora y lugar de llegada, para que sean distintos de los que la radio y la prensa anuncian. Se preparan dos billetes vuelo París-Barcelona a nombre de[l señor y la señora] Solares, pero Pilar Brabo me dice que ya no da tiempo de cambiar el viaje.

El presidente decide que un coche o una furgoneta de Iberia los esperará en Barajas, al pie del avión que llega a las diez de la noche de París, y sacarán a Carrillo y a su mujer por otra puerta lateral del aeropuerto donde no hay gente ni periodistas.

Noche, muy tarde, hablo con el presidente. Le informo de que todo ha salido bien. Él dice que «las cosas están muy difíciles, muy difíciles, pues una parte de los militares —la Marina— no acaba de ceder»[152].

Los generales exigen al Rey que repudie a Suárez

En los días siguientes, 12 y 13 de abril, continuaron las reuniones entre los militares de máximo rango.

El capitán general de la I Región, Federico Gómez de Salazar, convocó en Capitanía General a los mandos de sus unidades para conocer sus opiniones sobre los hechos. Se expresaron con contundencia. Pedían «por pundonor, la dimisión del ministro del Ejército». Varios dijeron: «Se nos ha traicionado y no podemos ser leales a este Gobierno». Se criticó ásperamente «toda esta política de reformas, que está tirando abajo el sistema anterior». Se señaló «para más inri, el terrorismo de ETA». Una voz sonora fue la de Jaime Milans del Bosch, jefe de la Acorazada Brunete: «El señor Suárez ha quebrantado su palabra de honor. Y yo no acepto a un jefe sin honor. Además, advierto que en España se están reproduciendo los actos que desembocaron en la revolución de 1936».

Las exposiciones fueron de ese tenor. Gómez de Salazar escuchó y tomó notas. Aquella misma tarde debía asistir a una sesión especial del Consejo Superior del Ejército y quería informar sobre el registro de las opiniones de sus mandos[153].

Aunque el convocante era el ministro del Ejército Álvarez-Arenas, ocupó su lugar el jefe del Estado Mayor del Ejército, José Vega Rodríguez, excusando la ausencia del ministro «por encontrarse indispuesto». Entre los presentes cundió el rumor de que «habrá dimitido o piensa hacerlo». Alguien planteó en voz alta:

—El nombre técnico de la indisposición del señor ministro, ¿puede ser «dimisión»?

Tras un silencio expectante, otro de los generales dijo:

—No me duelen prendas en decir aquí que yo le he aconsejado que dimita. Y no he sido el único.

«Yo también se lo he dicho», «yo también»… sonaron distintas voces.

Vega Rodríguez tomó la palabra:

—El almirante Gabriel Pita ha dimitido como ministro, pero ha dejado un agujero que el Gobierno no sabe cómo rellenar. No encuentran ni un solo almirante en activo que quiera sustituirle en el cargo —y, dirigiéndose al que no le dolían prendas le preguntó—: Si Félix dimite, ¿tú estás dispuesto a asumir su puesto?

—¿Yo…? ¡Ni loco!

Comenzó entonces un extraño juego de ruleta rusa, en el que unos a otros se pasaban no un revólver, sino una pregunta: «¿Tú quieres ser ministro?» Y uno tras otro fueron diciendo que no.

Con tal abstruso ritual fuenteovejunista, y en ausencia del interesado, se desechó la dimisión del ministro del Ejército. Confundían aquellos excelentísimos señores la potestad política de «nombrar o separar a sus ministros», incumbencia personal e indelegable del presidente del Gobierno, con un destino militar decidido en grupo y como en una rifa[154].

El ambiente era de alta tensión. Todos se sentían «corporativamente ultrajados» y «personalmente indignados». Hubo un ensañamiento de críticas feroces a Suárez y a Gutiérrez Mellado. «Con exceso de adjetivos y descalificaciones no reproducibles —diría el propio Suárez más adelante—. El argumento a fortiori era «el engaño», «la traición», «el hacer las cosas mal y de qué modo», «en Sábado Santo, arriba la hoz y el martillo, y abajo las flechas y el haz…», «oigan, esto no, esto no es gobernar para todos los españoles; esto es, lisa y llanamente, pasarse al otro bando».

El desahogo de todas aquellas guerreras alicatadas de medallería y cruces meritorias quería plasmarse en «exigir al Rey que haga una declaración de repudio al presidente del Gobierno y al vicepresidente de la Defensa».

¿Exigir al Rey? Vega Rodríguez intentó frenar la visceralidad. El repudio político no se contemplaba ni en las leyes de Franco. ¿Se habían detenido a pensar sus excelencias que, si el Rey echara a los leones al presidente del Gobierno y al vicepresidente de la Defensa, estaría desmarcándose de su actuación e indicando así que la legalización del PCE se hizo contra su voluntad o sin su conocimiento, con lo cual la autoridad del monarca quedaba totalmente desacreditada? ¿Habían reflexionado un instante siquiera que si el Rey consintiera en esos repudios, en esas descalificaciones, forzaría automáticamente las dimisiones en cadena de los ministros Osorio, Martín Villa, Lavilla y García López, como cooperadores y coautores directos de toda la tramitación? ¿Se percataban de que con tan insólito acto regio quedarían repudiados igualmente el fiscal del Reino y la Junta de Fiscales, cuyos dictámenes fueron determinantes para el registro del PCE? Y, una vez consumada toda esa aberración regia, ¿qué procedería hacer con el legalizado Partido Comunista? ¿Deslegalizarlo y decir «ustedes perdonen, vuelvan a las alcantarillas»?

Toda aquella ofuscación parecía demencial, inconcebible en los más eximios generales, casi todos ellos con fajín azul de Estado Mayor; pero era la fotografía exacta de una marejada de gran calado.

Vega Rodríguez, ayudado por el nuevo director de la Guardia Civil, Ibáñez Freire, consiguió aplacar las furias y las salidas de tono, rebajar la crispación y que al fin «la exigencia de repudio regio» se encauzara hacia la redacción de una nota.

El primer texto que escribieron era vejatorio y amenazante. Impublicable. Se logró que ese escrito fuese sólo de circulación interna, aunque alguien «privadamente» lo hizo llegar al Rey. Un segundo texto, del mismo corte pero desescamado y suavizado, fue de dominio público dos días más tarde[155].

El núcleo de la nota oficial, firmada por el ministro Félix Álvarez-Arenas, dando cuenta de la cumbre máxima, decía:

El Consejo Superior consideró que la legalización del Partido Comunista de España es un hecho consumado que admite disciplinadamente; pero, consciente de su responsabilidad y sujeto al mandato de las leyes, expresa la profunda y unánime repulsa del Ejército ante dicha legalización y acto administrativo, llevado a efecto unilateralmente, dada la gran trascendencia política de tal decisión.

Expresaba también «la profunda preocupación del Consejo Superior, con relación a instancias tan fundamentales cuales son la unidad de la patria, el honor y respeto a su bandera, la solidez y permanencia de la Corona, y el prestigio y dignidad de las Fuerzas Armadas […], exigiendo al Gobierno firmeza y energía» en la adopción de «cuantas disposiciones y medidas sean necesarias para garantizar los principios reseñados».

Concluía con una seria advertencia, cuya dislocada sintaxis no aminoraba un ápice de su «ardor guerrero»: «El Ejército se compromete a, con todos los medios a su alcance, cumplir ardorosamente con sus deberes para con la patria y la Corona»[156].

Al día siguiente, 14 de abril, el teniente general Vega Rodríguez subió a La Zarzuela para informar al Rey de lo sucedido en el Consejo Superior del Ejército: le describió la crispación, el fraseo feroz, el mar de fondo militar y le entregó la nota oficial.

Carrillo: «Camaradas, hay que apoyar al Gobierno y al Rey»

Era el 14 de abril, aniversario de la proclamación de la Segunda República. Una fecha muy especial para los republicanos. El PCE había decidido celebrar ese día su primera reunión de comité central ya en la legalidad, después de cuarenta años. Lugar: una sala amplia del Meliá Castilla, calle de Capitán Haya, en Madrid. Al capitán de la Policía Armada que mandaba la patrulla de protección le dio un ataque de ira histérica: «¡Pero ¿a quién coño estoy yo protegiendo aquí?!», tiró su gorra al suelo y empezó a pisotearla. Hubo que llevárselo de allí y enviar a otro oficial para reemplazarle.

A las doce del mediodía, Suárez telefoneó a Armero:

—Pepe, la cosa está que arde. Habla ahora mismo con «tus amigos», y que, en esa gran reunión que están teniendo, resuelvan de la mejor manera posible el tema de la bandera, que es un problema que excita al Ejército; el tema de…

—¿Qué bandera? ¿La de ellos o la española?

—¡La roja, hombre! Lo que excita a los militares es volver a ver la bandera roja con la hoz y el martillo. No digo que la escondan, pero que no la exhiban… Y ¡ni una sola bandera republicana! Lo tomarían como una provocación. Encaréceles de mi parte que hagan unas declaraciones sobre…, ¿puedes apuntar?, unidad de España, Monarquía y condena del terrorismo. Es lo que preocupa al Ejército. Que acepten explícita y claramente todo eso. Gracias, Pepe, tenme al corriente.

Armero hizo sus gestiones con Jaime Ballesteros, miembro del comité central del PCE. Se citaron a las dos en el bar del Meliá Castilla, donde continuaba la reunión del partido. Inmediatamente, Armero llamó a La Moncloa, habló con Aurelio Delgado, Lito, y le dictó una nota de lo tratado con Jaime Ballesteros:

Se hará una declaración por Santiago ante la prensa en la que el PCE se pronuncie sobre:

1. Bandera. El partido reconoce que la bandera española es la bandera roja y gualda.

2. Unidad. El partido, al tiempo que defiende la personalidad de los distintos pueblos de España, se pronuncia claramente por la unidad de España.

3. Monarquía. Si la Monarquía garantiza el establecimiento de la democracia, el partido acepta la forma monárquica. La cuestión, como venimos diciendo desde hace años, no es Monarquía o República, sino dictadura o democracia.

4. Violencia. Ante ataques violentos al proceso de cambio democrático que está viviendo este país, el PCE se enfrentará enérgicamente a esos intentos. El PCE reitera que usará sólo procedimientos pacíficos y democráticos[157].

Juan José Rosón hizo llegar a Carrillo los dos textos del Consejo Superior del Ejército, la nota oficial expresando «la repulsa» y el borrador oficioso que exigía al Rey «el repudio» del presidente y del vicepresidente del Gobierno. Carrillo habló con el núcleo ejecutivo del partido, los que estaban más cerca de él en la tribuna presidencial.

Nos percatamos —comentó después Carrillo— de que el poder político era bastante más débil de lo que pensábamos. Ni el Gobierno ni la Corona pudieron impedir que el alto mando de las Fuerzas Armadas se reuniera, redactase y diera a conocer esas declaraciones de repulsa y de repudio. La situación era grave. En aquel momento había dos poderes, si no más… Los mandos más elevados del Ejército se atrevían a desautorizar al Gobierno designado por el Rey, advirtiendo inequívocamente de hasta dónde podían llegar los límites del cambio, y hasta dónde no. A partir de ahí, la opinión pública quedaba avisada de que quienes tenían en sus manos la fuerza material, la fuerza de las armas, seguían todavía en guerra con los comunistas.

El escrito que nos hizo llegar Rosón dejaba entrever la posibilidad de un golpe de Estado y la losa de plomo que con esa reprobación militar caía sobre nuestro partido.

Cambié impresiones con los camaradas sentados más cerca de mí. Yo ya había hecho mi informe ante el comité central, pero pensé que debía intervenir en aquel momento, para dar argumentos a Suárez y al Rey, y ayudarlos desde el Partido Comunista a resistir la presión ultra de los mandos del Ejército.

Pedí la palabra. Me levanté. Saqué del bolsillo los dos folios que Rosón nos había enviado. Quería advertirles seriamente de la tensión militar que sin desearlo habíamos provocado, y de lo que estaba en juego:

«Camaradas: nos encontramos en la reunión más difícil que hayamos tenido hasta hoy, desde la guerra. En estas horas, no digo en estos días, digo en estas horas, puede decidirse si se va hacia la democracia o si se entra en una involución gravísima, que afectaría no sólo al partido y a todas las fuerzas democráticas de la oposición, sino también a las reformistas e institucionales. Creo que no dramatizo, camaradas. Digo lo que hay en este minuto».

Necesitábamos un golpe de efecto, que causara una impresión profunda en el país y disminuyese el efecto de la repulsa militar. Y ese golpe de efecto fue adoptar y exhibir la bandera nacional roja y gualda. Había sido tradicionalmente de la Monarquía y del franquismo, pero también de la Primera República, con Figueras, Pi i Margall, Salmerón y Castelar. Decidimos que en adelante la bandera española estaría en todos los actos y en los locales del partido, junto a la nuestra roja con la hoz y el martillo. Aquella misma noche, alguien consiguió o compró una muy grande y la pusimos ya en la tribuna, para que se viera bien en la rueda de prensa, al término del comité central[158].

Ese gesto de sensatez fue muy estimado en la oposición y en los sectores reformistas. Sin duda, al PSOE le produjo un gran alivio que los comunistas fuesen los primeros en dar ese paso. Como decía Carrillo con maliciosa sorna: «Les libramos del apuro de hacerlo ellos antes: la bandera, la unidad de España, la Monarquía, el rechazo de la violencia… Demasiado trago para un partido como el suyo, con cuadros jóvenes y todavía inmaduro»[159].

Almirante, se busca

En la búsqueda de un almirante, Gutiérrez Mellado se acordó de Pascual Pery Junquera. Muy buena hoja de servicios en guerra y en paz, medalla naval individual y marino de gran prestigio; por motivos personales acababa de pedir el pase a la reserva voluntaria sin tener la edad, y era el presidente de la Compañía Trasmediterránea. Le llamó. Escueto y directo:

—Pascual, sinceramente ¿tú qué opinas del reconocimiento legal del Partido Comunista?

—Ya veo la que se ha armao

—Y tú, ¿qué opinas?

—Que lo lamento muchísimo, pero considero que era de todo punto inevitable.

—Me gustaría hablar contigo… ¿Podrías venir esta tarde a las cuatro y media a La Moncloa?[160].

Tras una larga conversación con Gutiérrez Mellado, Pery entiende la gravedad del momento, renuncia a sus planes privados «más tranquilos y mejor remunerados» y acepta la cartera. Jura al día siguiente, en La Zarzuela, y el Rey, al abrazarle, le dice: «¡Muchas gracias, Pascual!»

Después de la ceremonia, el Rey estuvo charlando, muy sereno, con las autoridades invitadas al acto. Al ver la expresión taciturna de Alfonso Osorio, intuyendo que estaba quejoso por la legalización del PCE, se le acercó:

—¡Ánimo, Alfonso…!

—Señor, es que empieza a no gustarme cómo se hacen en el Gobierno algunas cosas…

—Anda y ve a llorarle en el hombro a tu amigo, el otro Alfonso. —En clara alusión a Armada.

El Rey fue siempre un buen conocedor de hombres, y estos dos en ciertas cosas eran… tal para cual.

La vida política no se detuvo. Al contrario. Suárez inició en ese momento su arrancada. El mismo día que juraba el almirante Pery, el Gobierno, ya con él a bordo, convocó para el 15 de junio las primeras elecciones generales en libertad.

También el 15 de abril, por iniciativa del socialdemócrata Luis González Seara, presidente de Cambio 16, todos los periódicos españoles publicaron un editorial conjunto, «No frustrar una esperanza», en apoyo al Gobierno y a la democracia germinal. Sólo se autoexcluyeron El Alcázar, El Imparcial y Fuerza Nueva, afanados en jalear a los militares reaccionarios, en lanzar dicterios contra «el Rey traidor», «el Rey perjuro», «el señor Gutiérrez»… y en dar alas a organizaciones de paja, de extrema derecha, como la Unión Patriótica Militar, las Juntas Patrióticas, el Movimiento Patriótico Militar… que aquellos días surgieron de repente y pululaban por salas de banderas, cuarteles y residencias de oficiales buzoneando panfletos antidemócratas y antimonárquicos.

En Lausana, durante una cena con Don Juan de Borbón, se comentaron los hechos de la última semana. Entre los comensales, monárquicos de diversas sensibilidades, estaba José Mario Armero. Don Juan le llamó un momento aparte, interesado en conocer la intrahistoria del editorial conjunto, «porque, chico, ¡mira que es raro que tantos directores de periódicos de toda España se pongan de acuerdo en algo, y algo tan importante!».

En ese rato a solas, alabó Don Juan la actuación de Suárez: «Cuando le veas, dile que estoy de acuerdo con lo que ha hecho, comparto su punto de vista, y me pareció muy inteligente lo del sabadazo, que es como llaman en México a tomar decisiones importantes el Sábado de Gloria»[161].

El Rey, entre tanto, intensificó sus relaciones castrenses. Audiencias militares todos los lunes. Entregas de despachos, juras de bandera, maniobras y ejercicios tácticos. El 14 de mayo, clausuró el curso en la Escuela de Estado Mayor, impuso los fajines y pronunció un discurso sobre las tareas y los valores de las Fuerzas Armadas en el que subrayó su identificación personal con los intereses militares.

El 28 de mayo, su hijo Felipe, Príncipe de Asturias, que entonces tenía nueve años, fue nombrado miembro del Regimiento Inmemorial del Rey. Por primera vez el niño Príncipe vestía el uniforme de soldado con botas y quepis. Luego, los Reyes, el Príncipe y el Gobierno en pleno presenciaron un imponente desfile de la División Acorazada Brunete. Más de diez mil hombres, tanques, carros blindados y otros vehículos artilleros, a las órdenes del general Milans del Bosch.

Se cuidó el Rey de que su hijo, al despedirse, saludase militarmente al presidente Suárez.

—Felipe, tienes que cuadrarte con la mano en la sien.

—¿Por qué no le doy la mano, si no es militar…?

—Porque es el presidente del Gobierno, y en él termina la cadena de mandos militares, ¡fíjate si te tienes que cuadrar!

Una explicación borbónica… mirando al tendido.

Al día siguiente, presidió en la avenida de la Castellana la gran parada militar de gala. Era el primer año que la Fiesta de las Fuerzas Armadas sustituía al tradicional Desfile de la Victoria.

Pero no todo fueron protocolos respetuosos y aguas mansas. En algún momento, el Rey tuvo que dar un golpe sobre su mesa de despacho y ponerse serio. Así se lo contó el propio Don Juan Carlos a Laureano López Rodó.

Recibió al capitán general de cierta región, que aprovechó la audiencia para dar rienda suelta a sus críticas por las reformas políticas que se estaban produciendo, «y las más importantes, por ley o por real decreto ley, con la firma de Su Majestad».

El Rey le respondió por un registro inesperado:

—Me han dicho, y mis fuentes suelen ser buenas, que en varios regimientos de su región militar han retirado de los despachos mi retrato y mi primer mensaje a las Fueras Armadas, que tenían enmarcado y colgado. ¿Qué puede decirme sobre eso?

—La verdad, señor, no sé nada de ese asunto… Hay muchos cuarteles y muchos despachos en mi región, como para controlar…

—Pues procure informarse bien de cuanto ocurre en sus cuarteles y ocúpese de que se mantenga la disciplina en todas las unidades que tiene bajo su mando[162].

En los días previos a la legalización del PCE, llegaron al Rey alarmantes avisos de que «el Partido Comunista no podría ser legalizado, pues aunque los asesinatos y torturas cometidos por las «hordas rojas» antes y durante la guerra civil, hasta 1939, habían prescrito en 1969, sobre Carrillo pesaba la masacre de Paracuellos, crimen de lesa humanidad, genocidio contra un colectivo humano en razón de sus ideas y creencias; y esos delitos nunca prescriben».

Calibrando la posibilidad de que hubiera que llevar a Carrillo a los tribunales, como le decían los contrarios a que «un PCE con las manos manchadas de sangre sea admitido legalmente en las instituciones», el Rey lo habló con Suárez.

Para no dar un paso en falso, se encomendó un diagnóstico sobre el caso al catedrático Antonio Hernández Gil, que no estaba involucrado ni con los partidos políticos ni con el Gobierno. La respuesta de Hernández Gil fue escueta y concreta:

Cuando se produjeron los fusilamientos de Paracuellos, en nuestro ordenamiento jurídico penal no existían las figuras delictivas de crimen contra la humanidad ni la de genocidio. Se tipificaron penalmente a raíz de los Juicios de Núremberg, por la Carta de Londres de 8 de agosto de 1945, y se aplicaron a la plana mayor del nacionalsocialismo alemán. Esta resolución fue adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas en su resolución 260 A-III, de 9 de diciembre de 1948, que entró en vigor en 1951.

En derecho, no cabe imputar tipos penales retroactivamente. Por tanto, ese caso debe ser sobreseído[163].

El Rey: «Adolfo, si te matan, ¿a quién pongo de presidente?»

Entre diciembre de 1976 y enero de 1977, cuando el país era como el territorio comanche en una guerra no declarada, Andrés Cassinello y sus operativos del CESID intentaban convencer a Suárez de que en Castellana 3 corría peligro, sobre todo en el trayecto, siempre idéntico, entre Castellana y San Martín de Porres. Le mostraron fotos de su coche oficial yendo o volviendo por su ruta diaria, y en los arcenes de la carretera, a ambos lados, un paquete, una bolsa de El Corte Inglés. «No contienen nada, papeles o botes vacíos. Los hemos puesto nosotros. Pero podrían contener una bomba que explotase al pasar tu vehículo, si los hubiesen colocado “los malos”… ¿No te das cuenta, presidente, de que eres un objetivo desestabilizador imponente?» Le enseñaron también una serie de fotografías en las que se le veía a él trabajando ante su mesa de despacho, hablando por teléfono, paseando arriba y abajo, tomadas con teleobjetivo desde la azotea del hotel Fénix, situado al otro lado de la Castellana, frente por frente. Verse en la diana del visor le convenció. Ese mismo mes se trasladó al palacete de La Moncloa.

Un buen día, todavía en la mudanza, Suárez le comentaba al Rey, en un tono desenfadado:

—Dice Carmen que Moncloa es una cursilada de estuco y purpurina, que parece un decorado de teleserie, que no hay libros. —Juan Carlos le oía sin prestar gran atención. Suárez seguía—: Y a Alfonso Osorio no le ha gustado nada que me lleve a Moncloa al Guti y no a él… En plan borde, me preguntó hace dos días: «¿Qué buscas, Adolfo, seguridad… o prestigio?»

De pronto, el Rey soltó una pregunta a quemarropa:

—Adolfo, si a ti te matan, ¿a quién pongo de presidente?

Esa pregunta le impresionó infinitamente más que las fotos y las monsergas de los del CESID. Fue como un golpe de amargura en la garganta. Más tarde, dándole vueltas, entendió que era obvio que un monarca tuviera hombres de repuesto, no cabía improvisar ante la muerte súbita, el atentado… y menos cuando se vivía en la cornisa y de cara al abismo, como entonces. Pero lo que a Adolfo le afectó fue el tono indiferente, funcional, frío, muy frío, con que Juan Carlos le pedía ya la ficha del sustituto. A jefe muerto, jefe puesto. El muerto al hoyo. «No, no es que me borbonee, es que es Borbón hasta las cachas. Y para él, todos somos piezas recambiables en su tablero de ajedrez. La fidelidad, la lealtad, el estar disponibles…, eso es cosa nuestra. Ellos están exentos».

La contratuerca de esa idea vino pocos días después.

Estaban Torcuato y Adolfo con el Rey, en La Zarzuela.

—Llevo algún tiempo —dijo Suárez— pensando que va a ser necesario crear un gran partido de Gobierno, es decir, una plataforma fuerte, capaz de ganar con holgura las elecciones generales.

—Eso no es competencia tuya —contestó Torcuato rápido, seco y con cierta altivez.

—¿Por qué? —inquirió Suárez.

—Tiene razón Torcuato —intervino el Rey—. Hemos ganado la reforma. Bien. Hemos hecho diana en lo que el pueblo quería. Ahora lo que toca es conducir a los partidos hasta las elecciones y garantizar desde un Gobierno neutral que se celebren con paz, con libertad, sin follón, con orden… Y ésa es tu tarea, Adolfo.

—Tú no puedes ser presidente y presidenciable —remachó Torcuato—. Serías juez y parte. ¿Cómo garantizarías la asepsia y la neutralidad?

—Pues me descuelgo del Gobierno en el período preelectoral. Lo importante es el día después de las elecciones.

Daba a entender que lo crucial era gestionar desde el Gobierno el correcto desarrollo de la reforma, la fase constituyente.

—Perdona, Adolfo —Torcuato hablaba en clave profesoral—, tu misión no es el día después.

—¿No? Y todo lo hecho hasta ahora, que es preparar el terreno para que se pueda edificar la Constitución, ¿en manos de quién lo dejamos? ¿De Fraga, sus «magníficos» y sus «tupamaros», que nos harían volver a las cavernas? ¿O dejamos que Felipe y sus socialistas nos apliquen el programa máximo del XXVII Congreso, marxista hasta los tuétanos?

El Rey había escuchado muy serio la parrafada de Suárez. La había asimilado. Sin embargo, la idea de que Adolfo se desenganchara del Gobierno en el momento cenital le desconcertaba:

—Adolfo, vive el día de hoy, que tiene su tela, y despreocúpate del día después. Tu tarea es la que vienes haciendo, construir el puente para que este país pase de la dictadura a la democracia. Y eso culmina en las elecciones generales. Tú has sido y eres un «presidente puente».

—Pero es que yo no quiero quedarme en esta orilla viendo cómo cruzan todos los demás. Yo debo…, creo, sí, creo que debo cruzar también el puente.

Siguieron con la discusión.

—Necesitarías un partido… y eso no se improvisa —argumentaba Torcuato—. ¿Te lo vas a sacar de la manga? Y tener un partido supone tomar parte, entrar en la liza, combatir a los adversarios… ¡Se acabó la neutralidad!

—Puedo no tener partido, sino partidarios, votantes de un gran centro plural y ambivalente. He de estudiarlo.

—Haz lo que quieras, Adolfo; pero en mi opinión, tu papel y el mío concluyen con la convocatoria de elecciones libres.

El Rey remachó con énfasis:

—Tu función ha sido crucial, importantísima, Adolfo; pero tienes que saber decir punto final.

—Me parece tan importante estar, y estar con influencia, en los trabajos de la Constitución —concluyó Suárez con expresión endurecida— que, para desentenderme y decir «adiós muy buenas, hasta aquí llegó mi encargo», necesitaría que eso del punto final se me dijera por escrito… En fin, Señor, una orden, una carta, y que luego nadie me recrimine la falta de previsión.

En la mente de Suárez se quedaron grabadas las palabras del Rey «tú has sido y eres un “presidente puente”… Tienes que saber decir punto final». Para Juan Carlos de Borbón y Borbón y Borbón y Mil Leches, como él mismo decía señalando el interminable pedigrí de sus borbornísimos genes, los hombres eran piezas funcionales, soldaditos de plomo en fila recta, servidores con misión tasada y fecha de caducidad.

El 19 de abril, Suárez despidió en Barajas a los Reyes que partían en viaje oficial a Alemania por cinco días. Estando el Rey en Bonn, le llamó por teléfono al anochecer y, después de darle las novedades oficiales, le soltó su decisión:

—Lo he pensado bien. Me presento. Iré como independiente. Sin un partido propio, pero respaldado por una gran coalición, una amalgama de centro, para ganar y gobernar, no para hacer cucamonas en la oposición… No haré campaña. Ah, tengo el informe de unos buenos juristas: el presidente puede ser candidato; sólo los ministros son incompatibles[164].

Sabía que el Rey no era partidario de que quienes habían desmontado el viejo régimen permanecieran en el juego. Prefería mover el banquillo y que saltaran al césped personajes nuevos. Sin embargo, lo de la opción drástica que Adolfo le pintó entre los tupamaros del búnker y los alevines marxistas del PSOE había calado en el ánimo de Don Juan Carlos. Tanto, que se convenció de la ventaja de un brindis al sol por Suárez.

Torcuato Fernández-Miranda desaprobaba la decisión de Suárez de seguir en la política activa. Eso, junto a una suma de discrepancias respecto a la legalización del PCE, más celotipias sobre el copyright de la reforma, y alguna desatención de Suárez diciendo que no podía ponerse al teléfono al menos en dos ocasiones cuando él, su mentor y propulsor político, a quien siempre había estado plegado, le llamó, fue lo que, sin percatarse Suárez, los fue distanciando hasta la desavenencia.

Suárez no hace campaña, pero es la cara del telediario

El 3 de mayo, Adolfo Suárez compareció ante las cámaras de televisión para anunciar que se presentaba a las elecciones como independiente, dentro de una opción de centro. Explicó su decisión por la necesidad de que la gran masa de ciudadanos de un centro pluralísimo estuviera representada en las nuevas Cortes. Aseguró que se dedicaría plenamente a la tarea de gobernar, sin participar en la campaña; que ningún miembro del Gobierno sería candidato; que él personalmente renunciaba a los privilegios, recursos y medios del poder y, por supuesto, al apoyo de la Corona. Aprovechó el largo espacio de su intervención para explicar cómo y por qué se había legalizado el PCE y la conveniencia de que no hubiera fuerzas activas clandestinas ni enemigos invisibles.

Lo que no dijo en aquellos treinta y tres minutos de speech era cómo iba a empastar una coalición de centro, elaborar listas de candidaturas, preparar un programa, poner en marcha la maquinaria publicitaria del marketing electoral, inventar un nombre… En fin, fletar un portaaviones. No podía decirlo porque estaba todo por hacer.

Se decidió que ningún ministro fuese como candidato elegible, ni a diputado ni a senador. Sólo Leopoldo Calvo-Sotelo, que aceptó el encargo de descolgarse del Gobierno para ser el mánager del invento. «La Empresa» llamaban entre ellos al partido, la unión, la amalgama, lo que fuera a resultar, que aún no tenía nombre.

Desde la sede de Explosivos Río Tinto, la Casa Verde, en la calle Serrano, sin más mobiliario que una mesa redonda color tabaco, varias sillas y una batería de teléfonos, Leopoldo fue citando uno a uno a todos los demócratas de centro: liberales, democristianos, socialdemócratas, populistas, reformistas… Muchos de ellos eran ramas de un mismo árbol, pero todos con el prurito de la distinción. Sus jefes de filas se decían líderes —y no les faltaba madera—, aunque apenas imantaban docena y media de seguidores cada uno. Empezó el reparto de puestos en las listas… «¡Hay globitos para todos!» Todos querían el puesto uno o el dos, pero del siete para atrás, ni hablar. Pasaron por el fielato Joaquín Garrigues Walker, Ignacio Camuñas, José Luis Álvarez, Antonio Fontán, Francisco Fernández Ordóñez, Pío Cabanillas, Fernando Álvarez de Miranda… Y quienes se resistieron a entrar, como Ruiz-Giménez, Gil-Robles o Cantarero del Castillo, se pulverizaron en las urnas el 15-J. La ley D’Hont era jupiterina con los Llaneros Solitarios[165].

Martín Villa pidió a Eduardo Navarro un listado de posibles nombres para «La Empresa» con vocablos equivalentes a centro, centrismo, democracia, unión, social, político… De ahí salió la Unión de Centro Democrático, UCD, con el donut naranja y verde como logotipo, que no decía nada, pero pretendía sugerir el centro del centro.

El núcleo de su mensaje era éste:

UCD no ofrece utopías. Somos un equipo de hombres y mujeres con experiencia política y de gobierno, capaces de dirigir los intereses de la nación y de ser una vía segura a la democracia.

A nuestra derecha hay partidos y coaliciones con un talante político poco propicio al diálogo y que propugnan reformas absolutamente insuficientes.

A nuestra izquierda, los partidos importantes ofrecen unos objetivos moderados a corto plazo, pero no ocultan que su meta es lograr una sociedad inspirada por la ideología marxista.

Los grandes bancos —Santander, Central y Banesto— apoyaban a la AP de Fraga. El PSOE tenía sus fuentes en la Fundación Friedrich Ebert y el presidente venezolano Carlos Andrés Pérez. Del respaldo financiero para la UCD hubo de encargarse Suárez con ayuda de Alfonso Osorio. El 4 de mayo se celebró una cena en casa del banquero Ignacio Coca, en la calle Monte Esquinza de Madrid. Por sugerencia del Rey acudieron varios banqueros, para conocer personalmente a tres biotipos de líderes del partido «institucional» de centroderecha que todavía estaba por crear: Miguel Primo de Rivera, Alfonso Osorio y Adolfo Suárez. Suárez les expuso cómo querían que fuese la Constitución futura, «que debería ser de consenso y a gusto de todos, aunque no satisficiera a nadie; por tanto, poniendo todos y cediendo todos»[166].

La banca, más que asustada, estaba perpleja, inquieta —explicaba poco después Abril Martorell, aunque no asistió a aquella cena—. No sabían qué vendría a continuación, ni cuáles serían las consecuencias finales de la democracia. La «democracia a la española» de Arias Navarro había sido un fiasco, un naufragio. Eso lo tenían muy claro. Les parecía que Suárez iba muy deprisa, aunque reconocían que todo eso había que hacerlo.

A Suárez, si ganaba, si gobernaba, ¿qué podían pedirle? Que tripulase la nave con buena mano y los llevara a alguna costa segura. La banca siempre pide seguridad. No era momento de poner pegas, ni plantear exigencias, ni calcular módulos de crecimiento, o coeficientes de caja… Adolfo les dijo que nosotros éramos más societarios que estatalistas. Que aquí había que hacer unos cambios políticos y una revolución burguesa, social, no una revolución de Estado.

Por lo que me contaron los comensales, Suárez estuvo brillante, simpático, directo. Los cautivó, les gustó. Por supuesto, pasó la gorra… pero poco y a fondo perdido. No hubo un do ut des, ni un pacto, ni mucho menos un contubernio. ¿Las peticiones de la banca y de los empresarios? Ésas vendrían después, mientras hacíamos la Constitución. Pero, curiosamente, presionaron y pidieron más los que no habían dado un duro ni a la UCD ni al PSOE[167].

Entre tanto, Adolfo Suárez seguía al pie del cañón en La Moncloa, sin hacer campaña, pero con la visibilidad notoria del gobernante en la cresta de la ola y siendo cada día noticia en el telediario. Además, con el plus de dos viajes de relumbrón al exterior en la última semana de abril: invitado por el presidente López Portillo, a México, país con el que España no tenía relaciones desde 1939; y a Washington, donde le recibió el presidente James Carter. Para el electorado centrista, la foto de Carter pasando el brazo sobre los hombros de Suárez y llamándole «mi amigón» fue más impactante que diez mítines.

En esa breve estancia estadounidense, Suárez tuvo también una interesante conversación con el vicepresidente Walter Mondale.

La continuaron unas semanas después, el 17 y 18 de mayo, en Madrid. Suárez no sólo aprovechó cada fogonazo de flash que captara un abrazo o un gesto amistoso entre ambos, cada frase de elogio al proceso de democratización emprendido por su Gobierno, o la afirmación de que «España y su democracia podían contar con Estados Unidos con toda la amplitud que desearan», sino también que Mondale, de acuerdo con Carter, le hizo llegar —a través de un interlocutor español, amigo común— «nuestra ayuda económica, cuando usted quiera y como usted quiera; pero no deseamos decirlo para evitar que se hable de colonialismo americano»[168].

Más adelante, el Rey en persona se mojaría pidiendo ayudas fuertes a sus «hermanos» monarcas: al sha Reza Pahlevi y al príncipe Fahd bin Abdelaziz, heredero saudí, para las elecciones siguientes.

El Rey: «Felipe, ¿para ser socialista hay que ser republicano?»

En aquellos días, Jaime Carvajal habló un momento con Don Juan Carlos y, con la amistad y la confianza que se tenían desde niños, le deslizó una reflexión crítica: «Se percibe una identificación muy grande entre el Rey y Suárez y, por reflejo, entre el Rey y la UCD. De nada sirve consolidar la UCD, si eso hace peligrar la imagen de neutralidad de la Corona»[169].

El Rey no dejaba caer en saco roto un consejo certero, y menos si era bienintencionado. En su agenda de audiencias a líderes políticos —hacía poco había estado en La Zarzuela Enrique Tierno Galván— anotó para el 20 de mayo recibir a Felipe González. Desde hacía meses, González le había comentado a Carmen Díez de Rivera: «Dile a Don Juan Carlos que ya tengo comprada una corbata de seda». En privado, por gestión de Luis Solana, Felipe González y el Rey ya se habían entrevistado, aunque nunca en La Zarzuela. En esta ocasión preelectoral, con el PSOE recién legalizado, le acompañó Javier Solana.

En el partido habían discutido la conveniencia de plantear o no en ese primer contacto oficial la cuestión del republicanismo histórico del PSOE. Pero el Rey sorprende a los dos visitantes adelantándose con esta pregunta en apariencia naíf:

—A ver, decidme, ¿para ser socialista es imprescindible ser republicano? O, dicho de otro modo, ¿un socialista nunca puede estar a favor de la Monarquía?

—Bueno, la verdad por su orden es justo al revés. —Felipe, con una sonrisa maliciosa, labios carnosos, dientes blanquísimos y ojos brillantes como el azabache—. En España, la Monarquía ha sido siempre contraria y hostil al socialismo. Para Alfonso XIII, ni existíamos… Pero voy a contarle una anécdota, más bien un suceso histórico, que explicará mejor nuestra actitud. La conozco porque me la contó mi correligionario Olof Palme, el primer ministro sueco. Los socialistas de Suecia, la Socialdemokraterna, eran republicanos desde su fundación. Cuando ganaron las elecciones, en 1921, el rey Gustavo V habló con el nuevo primer ministro socialdemócrata, Karl Hjalmar Branting, o hubo un cruce de mensajes entre ellos, inquiriendo cuál iba a ser su actuación respecto a la Corona. Hjalmar Branting le respondió: «Nosotros somos republicanos, pero respetaremos la Monarquía en la medida en que no nos impida gobernar de acuerdo con nuestro programa, el Estado de bienestar para todos los ciudadanos, que es el que hemos prometido en las elecciones. Si el rey nos respeta, nosotros nunca pondremos en cuestión al rey». Pero como el programa de la Socialdemokraterna incluía la instauración de la República, el rey Gustavo le propuso un «pacto de caballeros» por el que Hjalmar Branting se comprometería a respetar la Corona durante un año, sólo un año, si ésta respetaba la voluntad popular. Transcurrido el año, Branting no volvió a plantear el asunto. Por cierto, una de las razones que adujo Gustavo V a favor de la Monarquía era que al pueblo le resultaba «bastante más barata que la República, pues se ahorraban los gastos electorales cada cuatro o cinco años».

Entonces el rey Juan Carlos soltó una carcajada, por lo tosco del argumento. Entre Felipe González y el Rey hubo un clic de sintonía desde el primer momento, por carácter, por tendencia a la campechanía, al trato sin almidón ni envaramiento, por sentido del humor, por bonvivantismo y por edad: Juan Carlos tenía entonces treinta y nueve años, y Felipe, treinta y cinco.

El Rey, preocupado por si el PSOE ganaba… antes de tiempo

El Rey seguía los sondeos preelectorales, leía crónicas de los mítines y las declaraciones en titulares de los líderes moviéndose de un sitio a otro en sus campañas. El tono era competitivo, pero no agresivo. Apenas veía noticias de la UCD, y sí muchas y con tirón atractivo de Felipe González, y unos pósteres idílicos que habían colgado por todas partes en los que parecía que, cuando gobernase el PSOE, la vida sería un paraíso de armonía en suaves colores. En apenas diez días de mayo, antes del chupinazo de la campaña electoral, los socialistas habían celebrado doscientos quince mítines, más una multitudinaria «fiesta por la libertad» arropados por François Mitterrand, Bettino Craxi y Mário Soares, y sobre todo por más de cien mil partidarios entusiastas. Empezó a preocuparle una victoria socialista antes de tiempo, pues ni el PSOE estaba maduro para gobernar, ni la España del establishment para aceptarlos.

Una mañana de mayo recibió en el Palacio Real, entre otras audiencias, a una comisión de jefes provinciales de Tráfico. Los acompañaba el subsecretario Eduardo Navarro, conocido como el Gris-Cerebro-Gris de Suárez. Al terminar la breve recepción y los saludos, el Rey le dijo a Navarro: «Espérame un momento en aquella salita». Acudió el Rey. Se sentaron en un mismo sofá. Era la primera vez que hablaban, pero el Rey le preguntó sin rodeos:

—Eduardo, ¿tú qué crees que puede pasar aquí? Me refiero a las elecciones, claro.

—¿Le digo lo que pienso, señor? Yo creo que los socialistas pueden ganar por goleada… Es de cajón. Los de la UCD lo han centrado todo en la imagen de Suárez. Su foto en el póster. Pero nosotros, él, los ministros, estamos en el día a día de la reforma política y en la gestión de gobierno, y no nos permiten hacer propaganda y mítines y política de partido, ni tampoco tenemos tiempo. En cambio, los otros partidos no hacen otra cosa.

—¿Qué solución le ves?

—Pues, o nos ponemos a trabajar todas las circunscripciones, yendo adonde está la gente que nos ha de votar, o los socialistas arrasan. Es lo que pienso: nos ganan por goleada.

—Eduardo, esto que me has dicho a mí, díselo tal cual a tu amigo…

En cuanto Navarro llegó a su despacho en La Moncloa, sonó el teléfono interior directo del presidente. Al otro lado del hilo, Suárez tronante:

—¿Qué coño le has dicho al Rey…? Eduardo, ¡¡¡no metas al Rey en política!!! Cuéntame a mí lo que tengas que contarme, y deja al Rey al margen, que las paredes oyen, y luego la gente malinterpreta…

Ya estaba «informado» por el propio Rey.

—Adolfo, no le he dicho nada que tú no sepas: que estamos muy confiados, pero los socialistas nos pueden ganar. Y tú lo sabes, porque te lo he repetido mil veces.

—Mira, a esos que tanto os preocupan —Suárez hablaba ya más sereno y como pisando fuerte— habrá que ayudarlos hasta… en Sevilla. Sí, sí, hasta en la patria chica de su líder. Y lo haremos, porque el PSOE es un eje primordial de todo este invento. La democracia hay que fundamentarla sobre cimientos sólidos, no sobre cuatro mondadientes. Y uno de esos partidos sólidos es —o tiene que llegar a ser— el PSOE. Y nosotros mismos los ayudaremos.

Años después, Eduardo Navarro comentaba: «Oyendo aquella parrafada de Adolfo, me percaté de que, fuese por generosidad o por conveniencia, el Gobierno de Suárez se esforzó por favorecer que el PSOE resurgiese. El PSOE no tenía entonces la fuerza inicial del PCE, ni su organización de militantes y cuadros; pero como fuerza de izquierda moderada era más tranquilizadora ante los poderes fácticos en el momento clave de acometer el cambio de régimen político»[170].

«El cero a la izquierda más importante de España»

En Monarquía, la ley es la herencia. Y herencia dentro de la dinastía. Juan Carlos no había recibido la Corona de manos de su padre, Don Juan, sino del general Franco, que se arrogó una potestad impropia: fabricó su propia Ley de Sucesión, estableció las condiciones para los candidatos y pretendientes, y se atribuyó la capacidad de elegir y designar a quien hubiera de sucederle a título de Rey. «El Generalísimo ha reinventado la Monarquía gótica, la de los reyes godos», le dijo Don Juan en 1947, reciclando en sorna su tremendo enfado. Y todo ello lo hizo, además, prevaricando, ya que despojaba de sus derechos a Juan de Borbón y Battenberg, Juan III, a quien su padre Alfonso XIII había constituido en su legítimo heredero con un manifiesto de abdicación dado en Roma el 15 de enero de 1941.

Juan Carlos era Rey de España desde que le proclamaron las Cortes, el 22 de noviembre de 1975, con Franco todavía insepulto. Desde ese momento era rey legal, pero ilegítimo. La patente, la cédula de legitimidad sólo podía dársela quien la tenía: Don Juan, que usaba el título de Conde de Barcelona por ser «título exclusivo de rey».

Don Juan lo había hablado, y mucho, con su hijo: «Hasta no ver bien afirmada la Monarquía en tu persona y el país encarrilado hacia una verdadera democracia, yo me reservaré como baza sin estrenar, para que la Corona española no se pierda». Ése era el pacto de familia. Un naipe en el tablero del franquismo y otro en el del exilio y la oposición. Y en ese empeño se había mantenido Don Juan desde 1941.

En agosto de 1976, conversando Don Juan en Valldemosa con Jaime Carvajal y Urquijo, le dijo con una sinceridad ingenua, muy suya: «¿Sabes? Estoy contento porque el Rey, mi hijo, me ha reconocido el valor de que yo haya mantenido en todos estos años mi independencia política respecto al régimen de Franco». En esa misma charla le hizo un par de confidencias: «El Gobierno de Suárez lleva poco más de un mes, pero están haciéndolo muy bien. En mi opinión, es el mejor Gobierno que ha tenido España en mucho tiempo». Y después: «Me preocupan dos personas de La Zarzuela: Alfonso Armada y Santiago Martínez Caro[171], por la capacidad de maniobra y de influencia que tienen allí… Armada, por sus ideas arcaicas y el otro, por su mangoneo. He intentado evitar la salida de José Joaquín Puig de la Bellacasa, porque me tranquilizaba que estuviera allí, cerca de mi hijo».

Volvió Don Juan al tema monárquico: «En marzo estuve en Madrid y le aconsejé a mi hijo que sustituyera cuanto antes a Arias Navarro. Noté que quería y no podía. ¿Ves? Lo que te he dicho de la influencia de Armada… Ah, también le hablé de arreglar los trámites de mi renuncia. Pero, de acuerdo con él, hemos decidido retrasarlo»[172].

Con agudeza decía Santiago Carrillo que Don Juan ni gobernaba ni reinaba, pero era «el cero a la izquierda más importante de España».

Apoyada masivamente por el pueblo la Ley para la Reforma y aprobada con holgura por las Cortes franquistas, legalizados todos los partidos, desguazadas sin derrumbamiento las leyes y las estructuras oficiales del régimen de Franco, concedidas tres importantes amnistías y convocadas las elecciones democráticas para configurar unas Cortes generales que confeccionasen una nueva Constitución, Don Juan estimó llegado el momento de dejar de ser «baza en reserva» y legitimar de iure la corona que su hijo venía ciñendo de facto. No se trataba de abdicar, pues no reinaba, sino de renunciar a sus derechos y cederlos a su hijo. Lo que Alfonso XIII hizo con él, en su habitación del Gran Hotel de Roma, meses antes de morir. La herencia dinástica, de padres a hijos, según la tradición. Un acto sencillo, pero lleno de sentido.

Don Juan hubiese deseado una ceremonia egregia, solemne y pública. Sus consejeros añadían la exigencia de la monumentalidad. Se encargaron maquetas: en el salón del Trono del Palacio Real; ante las nuevas Cortes; a bordo del portaaviones Dédalo, vistiendo Don Juan el uniforme de almirante honorario de la Armada; en El Escorial y ante el féretro con los restos de Alfonso XIII repatriados desde Roma… Una tras otra, fueron desechadas por Torcuato Fernández-Miranda, por Adolfo Suárez y por el propio Juan Carlos. Ninguno de los tres quería dar tanta trompetería al hecho de la «legitimidad pendiente», que podría poner en revisión todo lo actuado y sancionado hasta el presente bajo la firma de «Juan Carlos, rey». Tampoco había en España un sentimiento cordial hacia la Monarquía. Y el puñado de monárquicos de rancia devoción, los juanistas, los que durante el franquismo costearon la corte pobretona de Estoril, no eran partidarios de esa renuncia.

Torcuato proponía que simplemente «renunciara a sus derechos con una carta enviada desde Estoril»[173]. Bastaría un «documento redactado ante notario, que incluso podía ser leído en su ausencia, inscrito en el Registro Civil de la Familia Real, y publicado después».

No le gustaba a Torcuato que hubiera un acto oficial de la renuncia de Don Juan, por restringido que fuese. Era como decirle que toda su tarea de instauración monárquica, «yendo de la ley a la ley», había bordeado con pericia las leyes franquistas, pero ignorando las ancestrales leyes de la Monarquía. Por tanto, una orfebrería jurídica espuria. Suárez estaba en las mismas. Entre los dos impidieron la solemnidad que Don Juan pretendía, y la ceremonia de cesión se redujo a un acto de formato familiar, íntimo, de sala de estar, en La Zarzuela, sin más presencia oficial que la imprescindible: Landelino Lavilla, ministro de Justicia, en su calidad fehaciente de notario mayor del Reino.

Don Juan, que pasaba largas temporadas en La Moraleja, huésped de Luis de Ussía, conde de los Gaitanes, le dijo unos días antes:

—Como veo que quieren hacerlo todo tan casero y tan de tapadillo, voy a ponerle yo algo de simbolismo. Me voy con María a Estoril, cogemos un avión y «regresamos del exilio a la patria». Así al menos vendrán los Reyes a recibirnos a Barajas… Porque estaría bueno que para renunciar tuviera que irme en un taxi desde La Moraleja.

Y así lo hicieron.

Una anécdota de última hora fue que Don Juan pensaba viajar el 13 de mayo para no ir directamente del aeropuerto a La Zarzuela, pero le avisaron de que el día 13 en un avión de Aeroflot, procedente de Moscú, regresaba «también» del exilio Dolores Ibárruri, la Pasionaria, la mítica presidenta del PCE. A Don Juan le hizo mucha gracia la coincidencia, soltó una risotada y pidió que retrasaran su vuelo un día: «¡Tampoco es cosa de que nos reunamos en el aeropuerto todos los desterrados!»

Aparte de los Reyes, los Condes de Barcelona y la familia del Rey, sólo asistieron los jefes de las Casas del Rey y de Don Juan, Mondéjar y Alburquerque; el duque del Infantado, por la Diputación de la Grandeza; Amalín López-Dóriga, viuda de Ybarra, dama y amiga de la Condesa de Barcelona; José María Pemán, último presidente del consejo privado de Don Juan, y como pool de prensa, seis presidentes de agencias informativas[174].

El discurso, sobre un borrador que entregó Don Juan, lo pasó a limpio Vicente Noguera, marqués de Cáceres, en el barco del marqués de Mondéjar, amarrado junto al Giralda, en el puerto de Palma, en una máquina de escribir que alguien les prestó. Al día siguiente por la tarde, ya en La Zarzuela, lo revisaron el Rey y Torcuato, que metió pluma para hacer algunas precisiones jurídicas. Don Juan lo aceptó sin poner pegas porque no le habían modificado nada sustancial. Aunque sí se suprimió un párrafo.

Fue un texto que Don Juan leyó rápido, con su voz rota ya de mucho viento de mar, mucho tabaco y mucho güisquecito. Unas cuartillas cargadas de historia sufrida, pero sin lamento. Relató la escena en que su padre el rey Alfonso XIII renunció a sus derechos al trono de España «para que por ley histórica de sucesión a la Corona quede automáticamente designado, sin discusión posible en cuanto a la legitimidad, mi hijo el príncipe Don Juan».

Cuando llegó la hora de su muerte, con plena conciencia de sus actos, invocando el santo nombre de Dios, pidiendo perdón y perdonando a todos, estando yo de rodillas junto a su lecho, me dio el último mandato: «Majestad: sobre todo, España». Yo tenía veintisiete años.

Antes de entregar a su hijo la legitimidad dinástica que hasta entonces no había tenido, Don Juan le transmitió una valiosa carta de navegación para un Rey que quería serlo de un pueblo soberano:

El Rey tiene que serlo para todos los españoles […], la institución monárquica ha de adecuarse a las realidades sociales que los tiempos demandan; el Rey ha de ejercer un poder arbitral por encima de los partidos políticos y las clases sociales sin distinciones; la Monarquía debe ser un Estado de derecho en el que gobernantes y gobernados estén sometidos a las leyes dictadas por los organismos legislativos que auténticamente representen al pueblo español; el Rey ha de respetar el ejercicio y la práctica de las otras religiones, dentro de un régimen de libertad de cultos; y, finalmente, España, por su historia y por su presente, tiene derecho a participar de modo destacado en el concierto de naciones del mundo civilizado.

Después de afirmar que veía consolidada la Monarquía en la persona de su hijo y heredero, declaró, ahí sí con más énfasis:

Creo llegado el momento de entregarle el legado histórico que heredé y, en consecuencia, ofrezco a mi patria la renuncia de los derechos históricos de la Monarquía española, sus títulos, privilegios y la jefatura de la familia y Casa Real de España, que recibí de mi padre, el rey Alfonso XIII, deseando conservar para mí, y usar como hasta ahora, el título de Conde de Barcelona.

En virtud de esta mi renuncia, sucede en la plenitud de los derechos dinásticos como Rey de España a mi padre el Rey Alfonso XIII, mi hijo y heredero el Rey Don Juan Carlos I. ¡Majestad, por España, todo por España!

Dio un taconazo marcial, seco. Inclinó la cabeza ante su hijo. Y, girado hacia los testigos, lanzó dos vítores: «¡Viva España! ¡Viva el Rey!»

Eran las dos menos veinte de la tarde.

Como notario mayor, Landelino Lavilla redactó y firmó el acta. «Hice tres copias: una para la Casa del Rey, otra para Don Juan y otra para el Gobierno; no hice para las Cortes porque eran todavía las de Franco»[175].

Suárez: «Rey sólo puede haber uno»

Al terminar el acto, el general Armada se acercó a José Mario Armero, invitado como presidente de la agencia Europa Press: «¿Puede acompañarme? He de entregarle algo». Le llevó a un despacho. Allí estaba el Rey solo. Le abrazó y le dio las gracias «por todo lo que has hecho y por lo que estás haciendo… Ayer, cuando Adolfo te hablaba por teléfono, él estaba conmigo».

Comentaron el acto:

—He conseguido quitar un párrafo del discurso de mi padre… Apenas unas líneas, pero de alguna manera no consideraba conseguida la evolución total hacia la democracia. Y claro…

—Señor, una pregunta: ¿por qué no ha asistido el presidente Suárez?

—Lo acordamos así. El acto ya tenía su contenido fuerte de carácter dinástico. Pero tanto Adolfo, como Torcuato, como yo queríamos quitarle cualquier otro contenido político y constitucional. Y no volver a cuestionar si Monarquía instaurada o restaurada… Por eso el formato sencillo, familiar: el padre y el hijo. De manera deliberada hemos evitado que estuviesen el presidente de las Cortes y el presidente del Gobierno… Adolfo vendrá esta tarde a cumplimentar a Don Juan. Y Torcuato, mañana o pasado.

Después de una pausa, como retomando el hilo, el Rey volvió a hablar de Suárez. Para eso había hecho llamar a Armero. Elogió su coraje humano, su perspicacia política, su tenacidad, su audacia…

—¡Ya os dije que le iríais descubriendo! Al principio, fuisteis muchos los que me dijisteis que ese nombramiento era un disparate. Pero yo le conocía bien… Hay que apoyarle. Los militares ahora lo tienen enfilao. Pero no le achantan. Tiene temple. Oye, Pepe Mario, ayúdale todo lo que puedas[176].

Ése era el mensaje.

En aquellos mismos días, horas, la princesa Irene de Holanda, esposa de Carlos Hugo de Borbón-Parma, era detenida en la localidad navarra de Puente La Reina y conducida a la frontera francesa. ¿Casualidad? Tal vez. En todo caso, se quería dejar claro que el pretendiente Carlos Hugo no tenía línea directa ni indirecta con la Corona española.

En cuanto al Conde de Barcelona, quedó en el aire la promulgación de un estatuto de la Casa Real. Él insistía con interés porque no disponía de un estatus, de un lugar en el protocolo. Llegó a estar escrito, pero guardado en algún cajón de madera noble. En cualquier acto institucional, percibía que su presencia era un problema, no sabían dónde ubicarle. Poco a poco dejó de ir a recepciones y actos oficiales.

Suárez, por sentido práctico y por su encarnadura de hombre de la calle, se negó también al tratamiento protocolario de Rey y de Majestad, que Don Juan reclamaba, y a que se le llamara Juan III: «Con una Monarquía apenas implantada, sin arraigo ni solera, sólo falta que confundamos a la gente con la imagen de dos reyes a la vez —decía—. Rey sólo puede haber uno, y Majestad sólo una. Además, aquí no existe una conciencia monárquica tan madura como para distinguir el matiz entre legalidad y legitimidad».

El extraño poder de ETA sobre el PNV

Finales de marzo, pasadas las once de la noche, suena el teléfono en el piso familiar de Marcelino Oreja, en la calle de Núñez de Balboa. No es el teléfono oficial del Ministerio de Exteriores, ni el directo de Presidencia, sino el viejo rrrinnnggg-rrrinnnggg del fijo de casa.

—¿Marcelino? Soy Juanmari Bandrés, perdona la hora, pero…

—¿Qué ocurre? —Marcelino sobresaltado, porque una llamada de Bandrés a esa hora sólo podía ser para dar una mala noticia.

—Vengo de las cárceles —Bandrés era abogado de los presos de ETA, y su misión era visitarlos por las prisiones de media España donde los tenían dispersos—, y traigo la impresión, mejor dicho, la información de que si no decidís excarcelar cuanto antes, ya, a los de ETA que aún quedan presos, los del Partido Nacionalista Vasco no participarán en las elecciones generales. Ni para el Congreso ni para el Senado. No irán. Cerrados en banda. Sé que este tema es de Gobernación, o de Justicia, o del presidente, y si te lo digo a ti es porque somos amigos y somos vascos.

—Pero ¿cómo que el PNV no irá a las elecciones…? Eso partiría por medio todo el plan de constituir unas Cortes constituyentes y hacer una democracia para todos. Sería un hachazo…

—Ya lo sé. Es muy grave. Los de ETA han presionado sobre los burukides[177] del PNV, y éstos están por plantarse y no ir al juego. Yo te aviso.

—Juanmari, ¿estás en Madrid?, ¿en tu teléfono de siempre? Pues aguarda unos minutos, a ver que…

Es muy tarde, pero es muy urgente. Marcelino Oreja telefonea inmediatamente a Adolfo Suárez. Le dice lo que hay.

—Venid, venid los dos para acá.

En secreto, el Gobierno de Suárez había iniciado conversaciones con ETA en noviembre de 1976, las interrumpió al mes siguiente, en diciembre, por el asesinato de Araluce Villar y sus escoltas, y el secuestro y asesinato de Ybarra. Se acababa de conceder una amnistía parcial el 14 de marzo. Estaban justamente en el tema de las excarcelaciones, para que los comicios generales del 15 de junio transcurriesen en un clima de paz; pero aún quedaban veintisiete etarras en la cárcel, no beneficiados por la amnistía. Y vuelta a las hostilidades.

Suárez los recibió vestido de andar por casa, con un cárdigan gris claro y sin corbata. Eran más de las doce.

—Presidente, yo no vengo mandado ni por unos ni por otros para negociar —dijo Bandrés nada más sentarse—. Lo único que quiero es, honradamente, informaros de lo que sé; y advertiros de que, si estos veintisiete de ETA no salen de la cárcel, os lo van a poner muy crudo. La normalización no será tan fácil como habíamos pensado… y deseado. Primero, porque desde la cárcel dirigirán acciones violentas para que sus comandos las ejecuten en el exterior. Y segundo, porque los nacionalistas vascos ni irán ni aceptarán las elecciones del 15 de junio… ¡Se iría todo al carajo!

El panorama se entenebrecía con ese nuevo obstáculo no previsto.

Al día siguiente, muy temprano, Suárez citó a Landelino Lavilla y le encargó que estudiase «la forma legal de poner a estos tíos en la calle, alguna modalidad de excarcelación, sin amnistías ni indultos… y además a toda mecha».

Lavilla ofreció una fórmula: el extrañamiento. «Si ellos, por escrito y firmado, admiten que se les saque de España, se les puede poner en la calle… pero fuera de nuestras fronteras, en otro país que los admita. Para más seguridad, el traslado debería hacerse en aviones militares».

No hacía falta decir que esos etarras, en cuanto hubiesen salido de España, se las ingeniarían para regresar por sus medios a sus pueblos de Euskadi Sur o Euskadi Norte, viviendo clandestinamente. Se trataba, pues, de negociar con los países de acogida.

Suárez llamó a Oreja, le dijo la fórmula y que los de ETA la aceptaban. Y le encargó buscar países de acogida. Sin delegar en nadie del ministerio, fue hablando uno tras otro con los ministros de Exteriores de un montón de países. Nadie quería recibir un paquete de terroristas, y además en libertad. Sólo Omar Torrijos, el general dictador de Panamá, estaba dispuestísimo: «Mándemelos acá en un avión, y sin problemas».

Pero los etarras no querían que se les deportase a Latinoamérica. Bandrés, que hacía de intermediario, comunicó: «Me dicen que nada de cruzar el charco, ni de llevarlos lejos, porque su plan es volverse cada cual a su pueblo cuanto antes».

Marcelino, paciente, sin despegarse del teléfono, después de pedir «el gran favor» directamente al primer ministro belga, al presidente austriaco y al ministro de Exteriores noruego, logró que esos tres países los admitieran, «como un gesto en favor de la inicial democracia española».

Al fin, se resolvió todo en cuestión de horas[178].

Pero aparte de esos tres «lotes», había ya cinco etarras confinados en Noruega, alojados durante más de un mes en un buen hotel de Oslo. Entre ellos, Kepa Pérez Beotegi, Wilson, e Iñaki Mujica Arregui, Ezkerra, cerebros de la Operación Ogro, ETA & CIA ex aequo, la espectacular voladura del almirante Carrero Blanco con explosivo C4 militar americano. No habían sido juzgados, ni nunca lo fueron. Secreto de Estado o… de Estados. Las facturas de su estancia en Noruega se pasaban al cobro al Ministerio de Exteriores de España, y de ahí, con sello de registro de entrada y salida, al Ministerio de Gobernación. Para esos pagos siempre ha habido «fondos reservados»[179]. Y parece más creíble que fuesen éstos, Wilson y Ezkerra, los que tuvieran capacidad e influjo para presionar sobre el PNV, y no los otros veintisiete encarcelados en España[180].

Así y todo, como varios partidos abertzales declararon su intención de boicotear las elecciones del 15 de junio «si no se dejaba en libertad a todos los presos», y empezaron a verse barricadas, coches ardiendo y desórdenes en varias ciudades vascas, el Gobierno negoció con las dos ramas de ETA un cese de «hostilidades» y concedió una amnistía total el 20 de mayo, para dragar de minas el paso final hacia las urnas de la democracia.

Torcuato: «Majestad, yo sí sé cuándo hay que poner el punto final»

El 23 de mayo, a las once de la mañana, adelantándose un mes a la constitución de las nuevas Cortes que emanarían de las urnas del 15 de junio, Torcuato Fernández-Miranda presentó al Rey su dimisión como presidente de las Cortes franquistas y del Consejo del Reino. Al Rey le pilló por sorpresa. En un primer momento pensó que Torcuato acusaba una acumulación de disgustos: el acto de renuncia de Don Juan, al que se oponía, el haber prescindido de él para los contactos con la oposición, la legalización del PCE, el empeño de Adolfo por seguir en la política jugando a la vez en el Gobierno y en el tablero de los partidos políticos.

—Torcuato, cometes un error.

—Señor, se me encomendó una misión y la he cumplido. Aunque muchos estén convencidos de que mi nombramiento era por seis años, no me aferraré al sillón. Mi mandato queda expresamente derogado en el instante en que se celebren las elecciones. Yo sí sé cuándo hay que poner el punto final.

—Piénsatelo unos días.

—El precio de haber sido presidente de las Cortes y «mago de los reglamentos», como decían, me ha convertido en prisionero de esos reglamentos: mi independencia de los partidos en liza no me permite entrar en listas, ni optar a un escaño del Congreso o del Senado. Y sin escaño, ¿cómo podría ser presidente del futuro Congreso? Me he quedado sin lugar bajo el sol.

—¡Ni hablar! Constituidas las nuevas Cortes, yo pensaba encomendarte la presidencia de las presidencias: la figura nueva de presidente de las Cortes constituyentes, por encima de los presidentes del Congreso y del Senado.

—Gracias, Majestad. Sería un papelón ornamental de «reina madre», un presidente florón, para moderar y conciliar conflictos entre Congreso y Senado. No me veo en ese papel. Se preguntarían con recelo a qué intereses sirvo o a qué directrices obedezco. Ya han empezado a compararme con Mazarino, con Richelieu, y con el conde duque de Olivares, como si fuera yo el valido del Rey. Personalmente me fastidia, pero no me afecta; en cambio, si permaneciera en el cargo, perjudicaría vuestra imagen porque confundiría el claro y nítido papel de la Corona[181].

Elecciones del 15-J: el pueblo pide cambio porque tiene memoria

La campaña electoral de junio de 1977 fue una fiesta de colores. Pósteres, pegatinas, banderolas, animadas movidas nocturnas para la pegada de carteles, mítines, verbenas y furgonetas con altavoces ensordecedores. Todo discurrió bien. Y con sorpresas porque, de verdad, el pueblo tuvo la palabra.

La ley electoral y el factor D’Hont favorecieron a los partidos más potentes, la UCD y el PSOE, y superdimensionaron la presencia parlamentaria de los pequeños partidos nacionalistas.

Al PCE, cuyos mítines fueron los más vistosos y masivos, le perjudicó, de una parte, el temor a los amenazantes sables; y de otra, la iconografía sepia de sus figuras en el escenario, que recordaban demasiado la odiosa guerra civil. No hubo modo de retirar discretamente a la Pasionaria, cuya vinculación soviética seguía siendo un vivo presente: «Mi corazón está en Moscú. Allí tengo enterrado a mi hijo Rubén. Allí, mi dacha y mis pocas cosas. Allí, mi hija y mis nietos…, altos, guapos, fuertes, vascos, ¡soviéticos!», decía con entusiasmo a una periodista[182].

En el otro extremo, la AP de Fraga y los «siete magníficos», ejemplares jurásicos que como ministros colaboraron estrechamente con el franquismo. Exactamente, la página que la mayoría de los españoles quería que pasara a la historia de irás y no volverás. Se ornaron, además, con personajes como Arias Navarro, cuyos mítines jeremíacos, profetizando los desastres que acarrearía «la democracia tal como la han engendrado», e invocando la resurrección de Franco, desplazó cientos de miles de votos hacia el centroderecha.

Los socialistas representaban un cambio juvenil con puño y rosa de diseño. Hicieron una campaña alegre, vivaracha, vistosa, cara. Tenían paganinis. Muy personalizada en Felipe González, el morenazo agitanado, ojos como chacales, pana y camisa de cuadros. El discurso mitinero, desparpajado y exigente, sin nada que perder. Se llevaron de calle a la juventud ciudadana y rural, al proletariado con aspiraciones, y a casi todas las familias de izquierdas que perdieron la guerra civil, no se desperdigaron por el exilio, sino que se quedaron en España disimulando, como «los girasoles ciegos», y ahora podían sacar su alma socialista del almario.

En fin, la UCD hizo una campaña focalizada en el líder. Adolfo Suárez, subliminalmente identificado como «el hombre del Rey», «el protagonista de la reforma», «el gobernante moderno». Y en los carteles, la foto del guaperas, ojos mesopotámicos, raya al lado, y sonrisa de «ven y ven y ven». Captación descarada del voto femenino. ¿El mensaje de los mítines de sus comparsas? Un cóctel hecho en probeta con diversos sabores: liberales, reformistas, democristianos, socialdemócratas, populistas… Los «rabanitos», se los llamaba entonces: rojos por fuera, blancos por dentro y siempre cerca de la mantequilla.

Suárez no participó en ningún mitin por exigencias legales, sólo en el spot televisivo de la noche del 13 de junio, cierre de campaña y paso a la jornada de reflexión. Ese spot era su arma. Ensayaron días y días. El discurso lo redactó Manuel Ortiz. Fernando Ónega le dio el gancho periodístico. La realización fue cosa de Gustavo Pérez Puig. Cerraba la ronda de mensajes electorales. Le precedía una melodía con el eslogan «Vota centro, vota Suárez, vota libertad… La vía segura a la democracia». Inmediatamente, Adolfo Suárez en pantalla. Una primera parte del discurso, cinco o seis líneas, para glosar las ofertas cumplidas:

Creo modestamente que, en esta nueva hora de España y al pedirles su voto, no traigo mis papeles en blanco, ni soy una incógnita. Prometimos devolverle la soberanía al pueblo español, y mañana la ejerce. Prometimos normalizar nuestra vida política, gestionar la Transición en paz, construir la democracia desde la legalidad, y creemos que con las lógicas deficiencias lo hemos conseguido. Prometimos que todas las familias políticas pudieran tener un lugar en las Cortes, y el miércoles pueden lograrlo.

Y a partir de ahí, su compromiso. Un telegrama de lo que se proponía hacer. Siete renglones, pedaleados sobre la fórmula del «puedo prometer y prometo», que daba fuerza y ritmo a su mensaje. En primera persona de singular. Campaña, pues, en «yo mayor» y, con la ayuda de un «ustedes sostenido»:

Pero, si ustedes nos dan su voto…

Puedo prometer y prometo que nuestros actos de gobierno constituirán un conjunto escalonado de medidas racionales y objetivas, para la progresiva solución de nuestros problemas.

Puedo prometer y prometo intentar elaborar una Constitución en colaboración con todos los grupos representados en las Cortes, cualquiera que sea su número de escaños.

Puedo prometer y prometo, porque después de las elecciones ya existirán los instrumentos necesarios, dedicar todos los esfuerzos a lograr un entendimiento social que permita fijar las nuevas líneas básicas que ha de seguir la economía española en los próximos años.

Puedo prometer y prometo que los hombres de Unión de Centro Democrático promoverán una reforma fiscal que garantice, de una vez por todas, que pague más quien más tiene.

Puedo prometer y prometo un marco legal para institucionalizar cada región según sus propias características.

Puedo prometer y prometo que trabajaremos con honestidad, con limpieza, y de tal forma que todos ustedes puedan controlar las acciones de gobierno.

Puedo, en fin, prometer y prometo que el logro de una España para todos no se pondrá en peligro por las ambiciones de algunos y los privilegios de unos cuantos.

Hubo una participación altísima: el 78,83 por ciento (18 324 33 votos válidos).

Los resultados para el Congreso de las cuatro fuerzas más destacadas fueron: UCD, 165 escaños (6 310 391 votos); PSOE, 118 escaños (5 371 866 votos); PCE, 19 escaños (1 709 890 votos); AP, 16 escaños (1 504 771 votos).

En el Senado, la UCD barrió incomparablemente, obteniendo 113 escaños, y a una gran distancia la fuerza siguiente, el PSOE, con 47 escaños; AP, tres, etc.

La lección de las urnas de 1977 era palmaria: los españoles querían cambio, moderación, concordia, pasar página.

Tras conocer los resultados, la hecatombe de AP y el hundimiento del PCE, en uno de sus asertos más sensatos, Manuel Fraga dijo: «Este pueblo ha demostrado que tiene memoria».

Torcuato, sin lugar bajo el sol

La esfinge tenía su secreto. Y su ambición. Según Alfonso Armada, «su dimisión de las Cortes fue estratégica: Torcuato se reservaba, por si la UCD no obtenía los votos suficientes para gobernar en solitario y debía hacer pacto de legislatura o incluso coaligarse con AP. En ese supuesto, él podría presidir el Gobierno de esa coalición, ya que Suárez y Fraga entre sí no iban a entenderse»[183].

Ante el mapa político que dibujaron las elecciones generales del 15-J, Torcuato vio que había braceado a contracorriente de la realidad: la hecatombe de la derecha de Fraga y «los siete magníficos», con sólo dieciséis diputados; el PCE que, con diecinueve diputados, no era el fiero y temible león que pintaban; la sorprendente pujanza del PSOE, con 118 escaños, beneficiado, quién se lo iba a decir, por el correctivo del belga D’Hont que afanosamente buscó Miguel Herrero de Miñón con idea de barrer los restos para la derecha. En fin, la UCD, el partido probeta, con tan nulo pedigrí como Suárez, su fundador, alzándose vencedor con 165 escaños. Suárez no necesitaba a Fraga ni para que le abanicase. Como estratega y politólogo, Torcuato acusó el craso error en sus pronósticos. Y como político con ambiciones, debió de sentirse moralmente derrotado.

Al no tener siquiera escaño en las nuevas Cortes, el Rey le nombró senador real para la legislatura constituyente. Se adscribió al grupo de senadores de UCD, pero notaba soledad y ninguneo, su opinión no interesaba, incluso algunas veces resultó molesta. Así, cuando en los debates sobre el título VIII, la ordenación territorial de España, Torcuato manifestó su desacuerdo con las nacionalidades y anunció que iba a presentar varias enmiendas, ya que era un senador adscrito al grupo de UCD, pero no pertenecía al partido. El portavoz Jiménez Blanco le hizo llegar un expeditivo recado de parte de Abril Martorell: «O te callas o te marchas». Y se marchó[184].

Los Suárez invitaban a cenar o almorzar a los Fernández-Miranda, hasta que un día Carmen Lozana, la mujer de Torcuato, se puso al teléfono y le dijo a Amparo Illana: «Mira, me cuesta decírtelo, pero debo ser sincera contigo: preferimos que no nos llaméis ni nos invitéis más… Han ocurrido muchas cosas que no se han hecho bien, y que ya no vale la pena revolver. De verdad, Amparo, es duro decir esto, pero no deseamos tener relación con vosotros».

Amparo y Adolfo Suárez se quedaron muy desconcertados. Hacía poco que Torcuato había dimitido como senador real.

Su vida era difícil. Teniendo cátedra en la Complutense, no podía dar clases porque los estudiantes le amenazaban, le abucheaban, organizaban tumultos y alborotos: le veían como a un «residuo del régimen anterior». Verdaderamente se había quedado sin papel en la escena y sin lugar bajo el sol.

El Rey pidió a algunas personas, entre ellas a Jaime Carvajal y Urquijo y a Alfonso Osorio, que le buscaran un puesto digno y remunerado —«para tener con qué»— en el sector bancario, pero que dio resultados positivos.

Eduardo Navarro le sugirió: «Torcuato, tú has sido la mente, la conciencia, la mano derecha y la mano izquierda del Rey, sin pedirle nunca nada, ¿por qué no vas a verle y le pides un puesto de trabajo donde sea, pero tú a él, en directo?» Torcuato chasqueó la lengua y le contestó con tristeza: «Porque, o me invita a cenar con mi mujer y otros matrimonios, y luego nos sentamos a ver una película, o si digo que quiero subir a verle, como antes, me recibe con la Reina, muy cariñoso y risueño; pero si me recibe con la Reina es porque no quiere que le plantee problemas»[185].

Juan Gich —que había sido delegado nacional de Deportes en la Secretaría General del Movimiento— y el notario Rafael Ruiz Gallardón le montaron un despachito privado donde pudiera hacer unos informes jurídicos, para justificar así un pequeño sueldo. En ese despacho le visitó Martín Villa, en 1980, cuando las relaciones entre Torcuato y Adolfo estaban ya, más que deterioradas, rotas. Andaba entonces el Gobierno faenando en el desarrollo autonómico. Rodolfo, a quien el tema le incumbía de lleno como ministro de Administración Territorial, le propuso a Torcuato que elaborase un estudio teórico, como catedrático y conocedor de la materia. Su respuesta fue inmediata y contundente: «No. Me niego en redondo a colaborar con cualquier cosa que haga Adolfo Suárez»[186].

Había sido mentor, formador, consejero y confidente de Juan Carlos príncipe y de Juan Carlos rey. Con lealtad in actu, sin el lealismo de quienes tienen obligado y agradecido al monarca y viven de su historial de servicios prestados. Pero los reyes de España, como la antigua Castilla, facent a sus homes e los gastan.

Una mañana de 1977 llamó el Rey por teléfono a Suárez, que en aquel momento estaba en su despacho de La Moncloa con el ministro Otero Novas.

—Adolfo, ¿puedes hablar ahora?, ¿estás con alguien?

—Señor, estoy con José Manuel Otero Novas redactando precisamente el documento de justificación del título del ducado de Fernández-Miranda, para Torcuato.

—¡Pues soy brujo y adivino! Te llamo para eso. Voy a concederle también el toisón. A él y a Nicolás Mondéjar. En lo del ducado, yo quiero que se vaya con la frente muy alta, que se le ponga muy bien, porque es de justicia que se reconozcan y se elogien sus contribuciones…

—Una especie de diploma de honor para la historia…

—Que él se quede muy satisfecho; pero, a la vez, como una despedida definitiva de la política activa, que se aparte y se vaya a su casa, muy honrado y sin crear problemas.

Aquello sonaba terriblemente ingrato. Suárez había ido repitiendo en voz alta las palabras del monarca, así Otero Novas las oía y tomaba nota.

—El lema del ducado —ahora se notaba que el Rey leía— es muy bonito y muy apropiado para él, dice… Semper et ubique fidelis. «Fiel siempre y en todo lugar»[187].

En frase de Torcuato, que hizo fortuna y se acuñó para la historia de la Transición, «la reforma política fue como una obra de teatro que tuvo un empresario, el Rey; un autor, yo; y un actor, Suárez». Con esa obra de éxito ocurrió como con tantas otras, que el actor cobró vida independiente y acabó dando la espalda al autor.

El Rey pide dinero para el partido de Suárez

También el Rey hizo su lectura del 15-J. Le tranquilizó que los españoles buscaran el centro-derecha, el centro-izquierda y el centro-centro, pero le preocupó el brío inusitado del PSOE, y la corta distancia en votos, menos de un millón, respecto al partido del Gobierno. Y eso, sin ninguna experiencia de poder. Y sin poder. Hizo sus cuentas y «olfativamente» calculó que, en tres conversaciones y dos cenas, los socialistas de Tierno, con sus 816 588 votos, se trasvasaban al PSOE. Le dio escalofríos. «Más adelante, sí; pero todavía no es el momento». Hacía esas aritméticas viendo los periódicos del día 16.

A los dos días, con Manolo Prado y Colón de Carvajal a su vera, empezó a esbozar una carta dirigida al sha de Persia, Reza Pahlevi. Una regia carta sablazo, en previsión de los próximos comicios, los municipales de 1979.

Sabía que al sha le sobraba el dinero a borbotones. Recordaba la monumental esfera de oro macizo circundada por un aro de rubíes o esmeraldas. Lo que iba a pedirle, diez millones de dólares, serían para él como una propina. Y el argumento de la petición: una ayuda al partido de Adolfo Suárez, «el hombre de mi confianza, para asegurar la Monarquía española, recién establecida, porque siento ya sobre mi cabeza la espada de Damocles de un partido socialista pujante, cuyo ideario es republicano y marxista».

Escrita en francés, fechada el 22 de junio de 1977, datada en el palacio de La Zarzuela, sello real azul y pulcra mecanografía eléctrica, sólo llevaba manuscritos el encabezamiento y la firma:

Mi querido hermano:

Para empezar, quisiera decirte cuán inmensamente agradecido estoy porque hayas enviado a tu sobrino, el príncipe Shahram, a verme, facilitándome así una respuesta rápida a mi petición en un momento difícil para mi país.

Me gustaría a continuación informarte de la situación política en España y del desarrollo de las campañas de los partidos políticos, antes, durante y después de las elecciones (parlamentarias).

Cuarenta años de un régimen totalmente personal han hecho cosas, muchas cosas, que son buenas para el país, pero al mismo tiempo dejaron a España con muy deficientes estructuras políticas, tanto como para suponer un enorme riesgo para el fortalecimiento de la Monarquía. Después de los primeros meses de Gobierno de Arias, que yo estuve igualmente obligado a heredar, en julio de 1976 designé a un hombre más joven, con menos compromisos, a quien yo conocía bien y que gozaba de mi plena confianza: Adolfo Suárez.

Desde aquel momento prometí solemnemente seguir el camino de la democracia, esforzándome siempre en ir un paso por delante de los acontecimientos a fin de prevenir una situación como la de Portugal, que resultaría aún más nefasta en este país mío.

La legalización de diversos partidos políticos les permitió participar libremente en la campaña (electoral), elaborar su estrategia y emplear todos los medios de comunicación para su propaganda y la presentación de la imagen de sus líderes, al tiempo que se aseguraron un sólido soporte financiero. La derecha, asistida por la banca española; el socialismo, por Willy Brandt, Venezuela y otros países socialistas europeos; los comunistas, por sus medios habituales.

Entre tanto, el presidente Suárez, a quien yo confié firmemente la responsabilidad de gobierno, pudo participar en la campaña electoral sólo en los últimos ocho días, privado de las ventajas y oportunidades que expliqué ya anteriormente, y de las que se pudieron beneficiar los otros partidos políticos.

A pesar de todo, solo y con una organización apenas formada, financiado por préstamos a corto plazo de ciertos particulares, logró asegurar su victoria total y decisiva.

Al mismo tiempo, sin embargo, el partido socialista obtuvo un porcentaje de votos más alto de lo esperado, lo que supone una seria amenaza para la seguridad del país y para la estabilidad de la Monarquía, ya que fuentes fidedignas me han informado de que su partido es marxista. Cierta parte del electorado no es consciente de ello, y los votan en la creencia de que con el socialismo España recibirá ayuda de algunos grandes países europeos, como Alemania, o en su defecto, de países como Venezuela, para la reactivación de la economía española.

Por esa razón es imperativo que Adolfo Suárez reestructure y consolide la coalición política centrista, creando un partido político para él mismo, que sirva de soporte a la Monarquía y a la estabilidad de España.

Para lograrlo, el presidente Suárez claramente necesita más que nunca cualquier ayuda posible, ya sea de sus compatriotas o de países amigos que busquen preservar la civilización occidental y las monarquías establecidas.

Por esta razón, mi querido hermano, me tomo la libertad de pedir tu apoyo en nombre del partido político del presidente Suárez, ahora en difícil coyuntura; las elecciones municipales se celebrarán dentro de seis meses, y será entonces más que nunca cuando pondremos nuestro futuro en la balanza.

Por eso me tomo la libertad, con todos mis respetos, de someter a tu generosa consideración la posibilidad de conceder diez millones de dólares, como tu contribución personal al fortalecimiento de la Monarquía española.

En caso de que mi petición merezca tu aprobación, me tomo la libertad de recomendar la visita a Teherán de mi amigo personal Alexis Mardas, que tomará nota de tus instrucciones.

Con todo mi respeto y amistad.

Tu hermano,

JUAN CARLOS[188].

Según el ex ministro iraní Asadollah Alam, «el sha contestó a esta carta con prontitud, el 4 de julio de 1977. Su respuesta está cariñosamente redactada, pero muestra una mayor precaución que la del Rey de España. Así, en uno de sus párrafos dice: “En cuanto a la cuestión a la que aludió Su Majestad, transmitiré mis reflexiones oralmente”».

También por entonces —en 1976 y 1977— se hicieron viajes a Marruecos y a Arabia Saudí con el mismo fin: a instancias del rey Juan Carlos, y para «vender» en el exterior nuestro proyecto de democracia, afirmar la Corona y dotar de una mínima estructura material a la recién creada UCD, Manuel Prado habló con Adnan Kashogui para que «con la mayor delicadeza, pidiera una ayuda financiera al príncipe Fahd»[189]. Aparte de la injerencia del monarca —ingenua quizá, pero indebida en todo caso— para favorecer a una fuerza política de su país, y fuese cual fuese la proporción final del reparto de esos dineros, ya en la mera operación planeaba la sombra de una complicidad entre el Rey y su jefe de Gobierno. En las estancias del poder, la complicidad, cualquier complicidad, o traba o enfrenta. Hasta ese momento, el viaje de la historia lo habían hecho juntos. Y aún les aguardaba la épica más fuerte de ese apasionante viaje, con sus tramos luminosos y sus tramos peligrosamente oscuros.