CAPÍTULO 2 El Rey, jefe y rehén del Ejército

Cónclave laico para elegir a un presidente

Palacio de las Cortes. La tarde anterior, 1 de julio de 1976, el Consejo del Reino aceptó la dimisión del presidente Arias. En el mismo acto, Torcuato Fernández-Miranda convocó a los consejeros para el día siguiente. Y allí estaban. Quince —debían ser dieciséis, pero pocos días antes se había producido una baja—, más él en la presidencia, sentados alrededor de la gran mesa oval en la sala Mariana Pineda. Las dobles puertas, cerradas por dentro con llave. Lo más parecido a un cónclave laico del que debía salir una terna de candidatos, entre los cuales el Rey designaría al nuevo presidente del Gobierno[1].

No se podía perder ni un minuto. Arias no había dimitido por su gusto. Él mismo, en su dietario, escribió al pie de la fecha una palabra sin cáscaras: «Cese». Sin embargo, no era todavía un cadáver político. Tenía partidarios influyentes que podían muñir un sinfín de escaramuzas en favor suyo o de sus epígonos para retener el poder. El Gobierno seguía en funciones, con los ministros enfrentados en sus mutuas rivalidades, y peligrosamente presidido por el teniente general De Santiago, que acababa de demostrar una pugnaz inclinación a la injerencia política. No cabía dar al Ejército ni una brizna de argumentos que le permitieran esgrimir el «vacío de poder».

En cuanto al Rey, más que nunca debía mantenerse al margen de lo que en aquella sala se debatiera, y alejado del teléfono y de las visitas que pudieran presionarle. Por suerte, el general Armada, vehículo muy activo de ciertas presiones, estaba en Galicia preparando un próximo viaje oficial de los Reyes.

Era la hora del Consejo del Reino. Y era la hora crucial de Torcuato. Él había sido elevado a la presidencia desde el instante cero más uno del reinado de Juan Carlos para que, llegado el momento, esa institución fabricase una terna que incluyera al «hombre del Rey», sin que ninguno de los electores sospechase cuál de los tres propuestos era el candidato. Pero aquel Consejo no era un mecanismo de precisión, ni siquiera era predecible. Torcuato recorrió uno a uno los rostros que circunvalaban la mesa. Durante siete meses se había empeñado en conocer sus resortes ideológicos, sus intereses personales, sus reacciones psicológicas, sus filias, sus fobias, sus adscripciones a familias políticas…

Aquella tarde del viernes 2 volvía a mirarlos mientras escuchaba sus intervenciones. Cada uno iba pergeñando a su aire el perfil ideal —ellos decían «retrato robot», que entonces era una expresión más en boga— del presidente necesario para la situación. Repetían tópicos: «Autoridad, experiencia, prudencia, inteligencia, bien visto por el Ejército, aceptado por la banca, anticomunista, fiel al 18 de julio, patriota…» No faltó alguna pedantería profesoral: «Con prudencia y sindéresis». Alguien dijo «joven, con capacidad física y buena salud», y Torcuato garabateó algo en su bloc. Otro añadió: «Dialogante, abierto, integrador», y Torcuato volvió a tomar nota. Eran las primeras puertas que se abrían a la figura de Adolfo Suárez. Pronto hubo una tercera: «Una persona que sepa gobernar, sí, pero apta para conectar con las tendencias del momento y ganar las elecciones». Lo dijo Miguel Primo de Rivera, uno de los consejeros más jóvenes y de los pocos que respiraban a favor del Rey[2]. Ese apunte sorprendió a los presentes. Quizá no habían pensado que en adelante el poder habría que conquistarlo en la calle y no en una mesa oval a puerta cerrada.

Entre los consejeros había un clérigo, Pedro Cantero Cuadrado, arzobispo de Zaragoza, miembro también del Consejo de Regencia por ser el prelado de mayor antigüedad. Con gran libertad de espíritu, planteó la cuestión de fondo sobre lo que allí se iba a realizar o, simplemente, a escenificar:

—¿Qué se pretende al hacernos elaborar una terna? ¿Que la terna contenga tres opciones diferentes o que confeccionemos una lista integrada por tres hermanos gemelos? Dicho de otro modo —y miró al presidente—, ¿hay algunas directrices o insinuaciones del «poder», como en tiempos de Franco, lo cual haría de esta reunión un paripé de discusión fingida o, por el contrario, los consejeros podemos ser libres al deliberar, salga lo que salga de nuestras votaciones?

—Monseñor Cantero, éstos no son ya los tiempos de Franco. Su pregunta afecta a la libertad de conciencia y es fundamental: no hay candidatos previos, no hay indicaciones de La Zarzuela; por tanto la decisión de este Consejo es libre[3].

Torcuato no había dicho la verdad, pero tampoco había mentido. Sí existía un candidato previo; pero conseguir que estuviera en la lista era un cometido suyo, y secreto. No quería imponérselo a los consejeros como «una directriz o un deseo del jefe del Estado». De modo que, a efectos de la libertad de acción que preocupaba al arzobispo, los consejeros podrían decidir sin cortapisas ni orientaciones.

El reto estaba en el tejado de Torcuato, todo iba a depender de su habilidad para la maniobra. No quería cambalaches bajo cuerda que comprometieran al monarca. En conversaciones separadas, les indicó que «por deferencia con el Rey y para ofrecerle variedad donde elegir, convendrá que cada familia política apueste también por alguien que no sea de los suyos». Pero no pasó de ahí la recomendación, ni sugirió nombre alguno[4]. Pretendía que la terna incluyese al candidato del Rey, claro, pero de un modo natural, sin forzar voluntades. Más aún, sin que los consejeros supieran, una vez elaborada la lista, cuál de aquellos tres nombres agradaría más a Don Juan Carlos. Tendría que desarrollar sagacidad, inteligencia, temple, expresión facial impenetrable y una estrategia que a todos desorientara y a todos satisficiera[5].

Para ello les propuso un procedimiento novedoso: jugar a la contra. Los consejeros, en lugar de pronunciarse votando a sus favoritos, deberían abatir a los adversarios. En definitiva, un juego de guerra sin sangre que consistía en derribar al contrario. Y la psicología masculina respondió.

«Lo que el Rey me ha pedido»

Cuando se despacharon a gusto dibujando el «retrato robot», Torcuato los invitó a que cada uno elaborase su propia terna, escrita y anónima. En una bandeja se recogieron todas las papeletas, con un mismo formato de papel. Resultó una lista de treinta y dos nombres[6]. Amplio elenco de candidatos. La crema política. Un simple cálculo indicaba que la mitad de esos nombres, dieciséis, había tenido dos proponentes. Torcuato no sólo presidía, dirigía el juego y también votaba.

—Recordándoles, señores, la responsabilidad histórica de su deliberación y la independencia absoluta con que pueden actuar, sin sentirse sometidos a ninguna presión que no sea la de su conciencia y la del bien de España, les propongo pasar a una serie de rondas de eliminación: de esos treinta y dos candidatos se han de desechar veintinueve.

A partir de ahí comenzó la criba. Se fue leyendo nombre por nombre y preguntando «¿se mantiene?, ¿se elimina?». Si ningún consejero apoyaba al nombrado, éste quedaba eliminado. Tras la primera ronda quedaron en pie diecinueve. Todavía eran muchos. Torcuato propuso otra criba eliminatoria, pero secreta. Quien obtuviera al menos ocho votos superaba esa selección[7].

Ya en la primera fase cayeron hombres de gran notoriedad, pero con escasos apoyos en el Consejo; entre ellos Fraga, Areilza, Castiella, Osorio, De Santiago, Ruiz-Giménez, Calvo-Sotelo, Barrera de Irimo, Galera Paniagua…[8]. Fraga y Areilza, figuras estelares del Gobierno de Arias, fueron abatidos con idénticos resultados: cinco votos a favor y once en contra.

Por ese sistema de «no mantener», fueron vetados los candidatos que suscitaban menos interés de los consejeros. Había un indicio claro, aquellos electores defendían a los hombres de sus familias políticas: tecnócratas, democristianos y movimientistas. Y cada consejero, en el trance de eliminar, no sólo abatía a sus adversarios, también barría del campo a los más débiles o menos estimados de su propio sector, para salvaguardar a los de mayor predicamento.

Las batidas eran cada vez más tensas, el cerco más estrecho y las piezas más apreciadas. Hubo un momento en que, casi por unanimidad, quedaban nueve nombres sobre la mesa: Gonzalo Fernández de la Mora, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, José García Hernández, Laureano López Rodó, Federico Silva Muñoz, Gregorio López Bravo, Adolfo Suárez, Alfonso Álvarez de Miranda y Carlos Pérez de Bricio.

Torcuato vio que, entre esos nueve nombres, había cuatro de aquella «lista de los siete del Rey» que Don Juan Carlos le entregó en abril: Silva, López Bravo, Suárez y Pérez de Bricio. También percibió que el juego de familias funcionaba. Tres tecnócratas: Fernández de la Mora, López Bravo y López Rodó; tres «azules»: Rodríguez de Valcárcel, García Hernández y Suárez; tres democristianos: Silva Muñoz, Álvarez de Miranda y Pérez de Bricio.

Alguien recordó allí lo que dijo monseñor Cantero: «No presentemos al Rey una lista con tres hermanos gemelos… sería un trágala». Y todos estuvieron de acuerdo en que «la terna debería tener coloración variada: un nombre de cada familia».

La última votación de ese día —ya de noche— tumbó a López Rodó, a García Hernández y a Pérez de Bricio. Sólo permanecían seis.

Los consejeros estaban relajados: cada uno había conseguido mantener a dos de su predio político. Y no había ningún nombre «discordante»: todos procedían del régimen.

Torcuato les reiteró la necesidad del sigilo y de evitar contactos que pudieran presionarlos. Suspendió la sesión y los emplazó para la mañana siguiente a las nueve y media.

¿Por qué ideó Torcuato ese juego de prestidigitación para que al final saliera Adolfo Suárez de su chistera? Él sabía que Suárez no tenía camarillas ni amigos ni deudos en el Consejo del Reino. Era un joven valor en ciernes. No suscitaba adhesiones, aunque tampoco rechazos. No tenía adeptos, pero tampoco enemigos. Nadie le había puesto la proa, nadie le consideraba peligroso. Por eso «el Mago de Oz» decidió jugar esa baza como estrategia: que los consejeros propusieran libremente a todos los posibles. Contaba, eso sí, con un preacuerdo: Araluce Villar, De la Mata o Primo de Rivera le pondrían en sus primeras listas. A partir de ahí, la cacería: podría no ser el más votado, pero sí el menos vetado. Y hasta ese momento la táctica estaba dando resultado.

Pese a la recomendación de mantener el secreto, Luis Álvarez Molina, consejero por la Organización Sindical, no fue capaz de «no ponerse al teléfono» aquella noche, cuando le llamó Rodolfo Martín Villa, su ministro en funciones.

—No hemos terminado, Rodolfo. Intenso, distinto… El sistema no es votar, sino eliminar. Han caído Areilza, Fraga, López Rodó, Licinio… Como una escabechina de opositores. Ya sólo quedan seis candidatos, y no está ninguno de los clásicos. Seguimos mañana[9].

La última elección, el día 3 por la mañana, ofrecía menos emoción. Había dos candidatos de cada palo. Las diferencias ya no eran ideológicas, sino de matiz. Donde sí había una importante desproporción curricular y una acusada divergencia política era en el tándem de los «azules» o movimientistas: Alejandro Rodríguez de Valcárcel y Adolfo Suárez. En otras circunstancias, ni se hubiese planteado la comparación; pero en aquel momento se sabía que Rodríguez de Valcárcel estaba seriamente enfermo. Falleció antes de que transcurrieran cinco meses. La «opción Suárez» era algo así como la salutación del optimista, un valor joven, un relevo generacional. Y un plus a su favor: todavía era el ministro del Movimiento y consejero de los «cuarenta de Ayete» por su aplastante victoria sobre el marqués de Villaverde. En cualquier caso, los consejeros estaban persuadidos de que la presencia de Adolfo en la terna no era más que el tono jovial de un simpático comparsa.

Con todo, aún había que salvar un escollo. En la fase final, cada consejero votaba a tres de los candidatos supervivientes. Por los comentarios que pudo captar, Torcuato supo que Federico Silva iba a recibir un voto de cada miembro del Consejo. Esa unanimidad habría forzado al Rey a poner el dedo en su nombre. Era preciso pues que algún consejero desviase su voto hacia otro. Torcuato se lo explicó a Miguel Primo de Rivera: «Si en la terna Silva lleva dieciséis votos, tengan los que tengan los otros dos, sería una forma de dirigir al Rey diciéndole “todos queremos a Silva; los otros son acompañantes”; te pido, Miguel, que no votes a Federico». De ese modo, en la terna final figuraron Federico Silva con quince votos, Gregorio López Bravo con trece y Adolfo Suárez con doce[10]. A las tres menos diez de la tarde, Torcuato Fernández-Miranda salió de la sala Mariana Pineda llevando en el bolsillo la terna prodigiosa y el acta firmada por todos los consejeros. A los pocos periodistas que aguardaban junto a la puerta, les dijo:

—Hay terna y voy a llevarla ahora mismo a La Zarzuela… Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que el Rey me ha pedido[11].

Fuera de la sala Mariana Pineda, durante los días deliberantes, al menos tres hombres aguardaban con inquietud presintiendo cada uno que la elección podía recaer en él.

Fraga estaba seguro de que respaldarían su candidatura los dos consejeros militares, Salas Larrazábal y Fernández Vallespín, además de García Hernández y otros afines a Arias Navarro. Sin falsos alardes, Fraga se sabía apoyado por unos doscientos procuradores, y suponía que esa fuerza se reflejaría en los consejeros del Reino elegidos por las Cortes.

Areilza, por su parte, desde que Torcuato, en sus comentarios crípticos, provocando reacciones a base de amagar y no dar, le había dicho: «Cuídate de Fraga, te considera su adversario más peligroso… pero yo pienso en ti», empezó a organizar sus escuadrones de apoyo lo más lejos posible de Fraga. Fuera del régimen, intensificó sus contactos con líderes de la oposición, y dentro del régimen trató de captar a los azules. En abril, cenó con Adolfo Suárez en Sevilla y le expuso un bosquejo de su plan de reforma. Lo mismo hizo el 25 de junio en un almuerzo con los ministros Martín Villa y Solís. Para entonces ya había madurado y concretado su proyecto, y según Martín Villa «lo explicaba con la convicción de que muy pronto esas ideas tendrían cuerpo de ley». En su búsqueda de adhesiones, y por medio del procurador José Miguel Ortí Bordás, Areilza intentó abotonar un pacto con el representante más significado de la reacción, el falangista, excombatiente y franquista José Antonio Girón de Velasco, el León de Fuengirola. Pero esta vez los señuelos de la política no lograron hacer extraños compañeros de cama. Girón ni siquiera aceptó acudir al encuentro.

Así y todo, Areilza abrigaba serias esperanzas en que el designado sería él, porque se veía como «el hombre de la situación». El 2 de julio, mientras el Consejo del Reino elaboraba la terna, el conde de Motrico almorzó con Felipe González en casa de Francisco Fernández Ordóñez, en Puerta de Hierro y, dentro de la incertidumbre del momento, especularon sobre el inmediato futuro democrático de España. De alguna manera, también Felipe González trataba de orientarse ya hacia el posible nuevo sol.

Areilza había hecho incluso ofrecimientos de carteras. Marcelino Oreja, vasco como él, amigo y subsecretario de Exteriores, pasó con Areilza muchas horas de aquel 3 de julio, en el que toda la clase política estaba atenta a la fumata bianca del Consejo del Reino. A media mañana, coincidieron en el funeral de José Luis Ochoa, colega de Asuntos Consulares. Areilza le dijo: «Marcelino, vente a casa a comer».

En el coche, durante el trayecto hacia su casa, San Miguel, en Aravaca, Areilza le confió: «No sé, Marcelino, estoy ayuno de noticias, pero… tengo el pálpito de que voy a ser designado presidente del Gobierno. Si esto ocurre, quiero que seas el ministro de la Presidencia, el ministro de mi mayor cercanía y confianza. Exteriores se lo voy a ofrecer a Antonio Garrigues».

En San Miguel tuvo lugar una comida familiar, José María de Areilza y Mercedes, su mujer, con Oreja como único invitado. Y un menú sencillo: merluza a la romana, ensaladilla rusa y postre dulce. Estando a la mesa, alguien llamó por teléfono a Areilza. Regresó pronto y con expresión radiante. «Me dicen que ya hay terna: Silva, Adolfo Suárez y yo». Al poco, una segunda llamada. Areilza fue a atenderla, pero regresó con el semblante ensombrecido y el ceño adusto. «La terna es distinta: López Bravo, Silva y Suárez… Me dicen que hay un montón de ternas, todas parecidas y todas diferentes, disparadas por las agencias y repicadas en las emisoras de radio, pero que ni Fraga ni yo estamos en ninguna de las últimas».

A la hora del café llegaron Pío Cabanillas y Leopoldo Calvo-Sotelo. Minutos después, Darío Valcárcel, periodista de El País, y Antonio de Senillosa… Alrededor de las seis, la agencia Cifra confirmó la terna auténtica, aunque sin especificar los votos obtenidos por cada candidato. Tampoco daban novedades de La Zarzuela. Hacía un rato que el teléfono había dejado de sonar. Pío dijo: «Aquí no hay noticias, me voy a ver si consigo enterarme de algo». Marcelino Oreja se marchó con él, porque no tenía allí su coche. Leopoldo Calvo-Sotelo se despidió también. Se presentó en casa de Alfonso Osorio, colega de Gobierno y muy amigo de Adolfo Suárez. Leopoldo ya lo había anticipado nada más dimitir Arias. «¡Ojo! No perdamos de vista a Adolfo»[12].

En cuestión de minutos, la casona de San Miguel se quedó vacía. Al salir el último visitante, Areilza le comentó a su mujer: «Las ratas huyen del barco».

Suárez: «Pero ¿cuándo piensa llamarme ese cabrón?»

Durante esas horas de espera, no faltaron intentos de presionar al Rey.

Enrique de la Mata, secretario del Consejo del Reino, dio un soplo a Federico Silva para confirmarle que iba en la terna. Pero, tal como se lo dijo, resultó una noticia más amarga que dulce:

—Federico, es seguro que estás en la terna; pero… también es seguro que el presidente no serás tú, sino Adolfo.

—¿Cómo lo sabes?

—Saberlo, no lo sé. Lo intuyo.

—¿Quién ha sido el más votado? —pregunto Silva.

—Tú.

—Y… ¿ya se ha pronunciado el Rey?

—No todavía, que yo sepa. Torcuato sigue en Zarzuela[13].

Silva se puso en acción sin perder un instante. Aprovechando las llamadas de enhorabuena que recibía, fue recabando información sobre los estados de ánimo entre los grandes derrotados: Fraga, Areilza, Garrigues… Se preparaba algo parecido a un plante, a un boicot descomunal, en caso de que el Rey designase a Suárez. A través de Alfonso Osorio logró que un amigo común, Camilo Mira, localizara en Galicia al general Armada y le transmitiese el siguiente mensaje avalado por Rafael Pérez Escolar, consejero del Banesto y titular de uno de los bufetes más importantes de Madrid en aquellos años: «Si el nuevo presidente del Gobierno es Adolfo Suárez, que no cuente con Fraga, ni con Areilza, ni con Garrigues, ni con Martín-Gamero, ni con Robles Piquer… Será una desbandada. Y un desaire bochornoso para el Rey».

El mensaje tenía fuerza no sólo porque el avalista fuese consejero del Banesto, sino porque detrás de Federico Silva, aparte de la Acción Católica Nacional de Propagandistas, estaba en bloque el Banesto con todo su poderío económico, su influencia social y su implantación rural.

La respuesta de Armada fue elíptica:

—A mí, todo lo sucedido desde la salida de Arias hasta la terna, todo, me ha sorprendido lejos de palacio «casualmente», en Galicia. Si la intención era mantenerme lejos, lejos permaneceré. —Tras unos instantes de silencio, como reaccionando, agregó—: Llama cuanto antes a Mondéjar y cuéntaselo. Si ha salido ya de Zarzuela, que lo localicen en el coche, lleva teléfono. A ver si aún se llega a tiempo.

El comunicante pudo hablar con Mondéjar, que iba ya camino de La Escorzonera:

—Pues mira —respondió Mondéjar—, dile a Pérez Escolar que lo más probable es que todos esos que se quieren ir se vayan, porque Torcuato ya ha estado en La Zarzuela, ha presentado la terna, hemos terminado la reunión y el Rey ha escogido a Adolfo Suárez[14].

Cuando las agencias empezaban a difundir el baile de las ternas y las especulaciones sobre la enigmática frase de Torcuato —«lo que el Rey me ha pedido»—, alguien desde La Zarzuela telefoneó al embajador norteamericano Wells Stabler para adelantarle «de parte de Su Majestad, que el señor Arias Navarro va a ser sustituido por un político a quien usted ya conoce y cuyo nombre le agradará, aunque por razones obvias no pueda desvelárselo todavía».

Pero a esas alturas de la jornada Stabler ya había hablado con Silva, con Areilza y con un colaborador de Fraga, y tenía datos suficientes para deducir que ninguno de ellos sería el designado. Con Gregorio López Bravo no había tenido relación profesional. En cambio, comenzó a tratar a Adolfo Suárez cuando, en el otoño de 1975, organizaba lo que podía ser el embrión de un gran partido de centro, la UDPE. Tuvieron dos conversaciones que, por su interesante carga programática de futuro, trasladó como memorandos a Washington, al Departamento de Estado[15]. Ya en aquellos informes, Stabler apuntaba que Adolfo Suárez era «un hombre joven, inteligente, seguro de sí mismo, inequívocamente reformista; y, aunque ha hecho su carrera política en el Movimiento, no es un falangista, sino un demócrata de centro con flexibilidad y pragmatismo».

Desde que dimitió Arias y mientras se resolvía la terna sucesoria, Adolfo Suárez estuvo «inquieto, desasosegado, con los nervios de punta, dando paseos cortos por el salón de su casa de San Martín de Porres 53, en Puerta de Hierro, fumando pitillo tras pitillo… en la incertidumbre del sí o el no, el todo o el nada», así lo recordaba Eduardo Navarro, que pasó muchos ratos con él en esos dos días. Eran ya vacaciones escolares de verano. Amparo Illana estaba en Ibiza con sus hijos, excepto Adolfito, el mayor, que se había quedado en Madrid. Suárez echaba de menos a su mujer. Como sabía que ella le tenía pánico al avión y prefería el barco y el coche, comentó: «Pase lo que pase, me nombren lo que me nombren, Amparo no llegará a tiempo». Pensarlo le ponía aún más tenso y enfadado. Y el teléfono sin parar… Amigos que felicitaban por adelantado, aunque no hubiera por qué. Periodistas que decían saber o que pretendían saber. De vez en cuando, se iba a casa de su vecino José Luis Graullera. Y allí seguía la retahíla de ternas «filtradas de buena fuente». En muchas no se mencionaba a Suárez.

«¡No, si a lo mejor «éste» va y me mete en el Ministerio de Gobernación y encima se cree que ha hecho la gran jugada!»

En distintos momentos, llamaron o se acercaron a casa de Suárez Fernando Abril Martorell e Ignacio García López, dos amigos en quienes confiaba a ciegas.

A Alfonso Osorio, la dimisión de Arias le sorprendió en Marbella, pero regresó a Madrid en cuanto pudo para asistir al último Consejo de Ministros, presidido «en funciones» por el teniente general De Santiago. Aquel mismo viernes 2 acompañó a Adolfo a su casa y allí conversaron a solas largo rato.

—En la hipótesis de que yo fuese elegido presidente —decía Osorio, a sabiendas de que no tenía ni media papeleta en esa rifa—, tú serías mi vicepresidente.

—Lo mismo digo, a la recíproca —le contestaba Suárez, persuadido de que sus posibilidades eran muy fuertes.

Como los dos estaban de rodríguez, con las familias en la playa y un servicio reducido en la casa, improvisaron una cena informal, huevos fritos con salchichas, ketchup y mostaza. Acordaron que gobernarían «en tique». Leopoldo Calvo-Sotelo llamó un par de veces, empeñado en compartir con ellos «huevos y salchichas o lo que me deis». Intuía que estaban repartiéndose la piel del oso… y buscaba su porción. En cierto momento, le suplicaría a Osorio: «¡Hombre, habla con Adolfo, y no me dejéis fuera!»

Discurrían muy lentas las horas del «cónclave de la terna». A mediodía del sábado 3, Suárez le dijo a Eduardo Navarro: «Mira, como tengo que estar aquí por si… me llama, voy a ocupar este tiempo de espera absurda ordenando papeles, que falta me hace. Además, Adolfito vendrá a comer, así que no me quedo solo, vete a casa. Lo que sí quiero es que dejéis libre mi línea de teléfono».

Pasaron las cuatro, y las cinco… Suárez leía documentos en su gabinete de trabajo, unos los guardaba en carpetas, otros los rompía. Cigarrillos, cafés. De vez en cuando miraba el reloj: «Pero ¿cuándo piensa llamarme ese cabrón?»

«Estaba nervioso —recordaría su hijo Adolfo años después—, pero totalmente seguro de que el Rey iba a llamarle. No había ninguna sorpresa para él. Era algo previsto. El Rey se lo había dicho como un deseo suyo. Aquella tarde, y en otros momentos, oí decir a mi padre: “El Rey se la juega conmigo, pero no porque yo tenga que improvisar: sé lo que hay que hacer, y el Rey sabe que lo sé; se la juega conmigo porque hay demasiada gente con las escopetas cargadas y apuntando contra mí, que es una forma de apuntar contra él”».

Y estando solo, sonó el teléfono. Era el Rey.

—¿Qué estás haciendo?

—Pues mirando papeles, y poniendo un poco de orden en mi despacho.

—Pero… ¿dónde estás?

—Estoy en casa, señor. ¿Quiere algo de mí?

—No, sólo quería saber cómo estabas.

Y colgó.

Suárez se quedó desconcertado. Pensó seriamente que podía no haber sido elegido. Imaginó una operación de borboneo a última hora, cediendo a presiones en favor de Silva. Éste tenía el respaldo de la banca, de la Iglesia, del establishment franquista, del Consejo del Reino: de hecho, había sido el más votado.

A los dos minutos volvió a sonar el teléfono. De nuevo la voz del Rey:

—Adolfo, ¿puedes venir a verme ahora? Ven, te espero en palacio.

Suponiendo que podía haber periodistas fuera, en la calle, se puso unas gafas de sol y salió por la rampa del garaje conduciendo él mismo el coche de su mujer, un SEAT 127 azul claro.

Ya en La Zarzuela, al subir al piso primero, vio que Torcuato Fernández-Miranda salía del despacho del Rey. Le había llevado el extracto de las actas del Consejo del Reino ya firmadas y probablemente le amplió algún detalle de las dos sesiones.

Al momento, un ayudante militar le indicó a Suárez:

—Su Majestad le espera.

Al entrar en el despacho no vio a nadie. Sin embargo, el Rey estaba allí, escondido detrás de la puerta, que él mismo cerró de golpe. Suárez se giró sobresaltado. Para contrarrestar el breve espasmo de susto, se tensó y se puso serio. El Rey, a la vez que le tendía las dos manos para saludarle, empezó a decir despacio, como escogiendo las palabras:

—Adolfo, siento haberte hecho venir a estas horas y con este calor. Verás… tengo que pedirte un favor, un favor muy grande…

Suárez se imaginó lo que vendría a continuación: «No te enfades por lo que te voy a decir…, las cosas se han complicado…, esta vez no va a poder ser, pero no te disgustes, tú eres joven…» Realmente, se le caía el alma a los pies, cuando oyó que el Rey sin alterar su tono de voz le decía:

—No es fácil lo que te voy a pedir, eh… ¿Aceptas ser el presidente del Gobierno?

—¡Joder! ¡La madre que te…!

—¡Todo llega!, ¡todo llega!

—¡Por fin! ¡He pensado de todo, viendo que no me llamabas…!

Se dieron un abrazo fuerte, prieto y muy palmeado. Todavía palmeándose las espaldas, y con el Rey riéndose, Suárez protestaba:

—¡Me has tenido en ascuas! Creí que ya no me ibas a llamar…[16]

Desde que se conocieron, justo ocho años antes, en julio de 1968, Suárez y el Rey se tuteaban a solas. Ante la gente guardaban las distancias y el trato de protocolo, cada cual en su sitio y en su papel.

Juan Carlos: «Adolfo, si me despisto, dame un tirón y bájame a la realidad»

Dos vehículos negros de cortesía y seguridad escoltaban al flamante presidente en el descenso entre la arboleda del recinto de La Zarzuela, seis kilómetros de camino asfaltado desde el palacio hasta el pabellón de la Guardia Real. Pero Suárez conducía su SEAT 127. En ruta, pensaba en todo y en nada. Iba contento y a la vez abrumado. Llamaría enseguida a Alfonso Osorio y a su equipo pretoriano: José Luis Graullera, Eduardo Navarro, Manuel Ortiz. Montarían el cuartel general en casa, en San Martín de Porres, y sin perder un segundo empezarían a confeccionar el Gobierno. Amparo ya estaba avisada y llegaría esa misma noche a Alicante en algún barco de Trasmediterránea…

Soltó una carcajada recordando la broma del Rey escondido detrás de la puerta… Llegó a decirle «¡uuuhhh!».

En flashback vertiginoso revivió retazos de escenas de tiempos pasados: invierno de 1968, cuando él era gobernador civil de Segovia y los príncipes Juan Carlos y Sofía aparecieron por allí con los reyes de Grecia, Constantino y Ana María, derrocados y exiliados en Londres… Pero antes, Franco, el propio Franco, había propiciado ese encuentro.

Aquello fue como una escena de Berlanga en Bienvenido, mister Marshall. Franco inauguraba un tramo de ferrocarril de Madrid a Burgos. Viajaban con él, como séquito, una troupe de personalidades y el ministro de Obras Públicas, Silva Muñoz, ¡mira por dónde! Se detuvieron en Turrubuelo, cerca de Sepúlveda, las pancartas daban sonrojo: «Franco, gracias». «Caudillo, te necesitamos». Franco bajó del tren. La banda del pueblo tocó —atronó— el himno nacional. En el andén, todas las autoridades locales, rígidas y en hilera mientras Franco pasaba saludando uno a uno. Al llegar a él, le tendió la mano con tembleque parkinsoniano:

—¿Cómo le va a usted, Suárez?

—Pues…, no sé qué decirle, excelencia.

—¿Cómo que no sabe…? —Franco se detuvo mirando con extrañeza a aquel joven gobernador—. ¿Qué es lo que no sabe?

—Pues, la verdad, excelencia, no sé si los segovianos querrán seguir siendo siempre ciudadanos de segunda…

Sin inmutarse, pero sin dejar de mirar fijamente a Suárez, le dijo escuetamente:

—Venga a verme[17].

Eso era el 4 de julio de 1968. A Suárez le faltó tiempo para pedir audiencia en El Pardo. Tenía dos buenos conductos. López Rodó, ministro comisario del Plan de Desarrollo, y Carrero Blanco, ministro de la Presidencia. Fue, expuso al Caudillo la situación calamitosa, paupérrima, que había visto en muchos pueblos segovianos: sin agua corriente, sin tendido telefónico, sin alcantarillas, sin saneamientos, sin escuela, sin asfaltado…

—Y eso, ¿cómo cree usted que se puede arreglar?

—Eso se puede arreglar si vuecencia me deja usar su nombre.

—Explíquese.

No habían transcurrido dos semanas cuando Suárez obtenía una nota dirigida a Laureano López Rodó «recomendando» que Segovia fuese calificada como «provincia de acción especial». Y una dotación inicial de cien millones de pesetas, que en aquellos años eran muchas pesetas, para elevar la calidad de vida de aquellos ciudadanos de segunda.

Poco después mantuvo Suárez otra breve conversación con Franco, a propósito de presentarle el proyecto asociativo de la UDPE. Esta vez el provocador fue el General, y no se anduvo por las ramas:

—Y usted, Suárez, ¿qué piensa que pasará a la muerte de Franco? —Así, en tercera persona, como si él no fuese Franco.

—Sinceramente, excelencia, yo no creo que el franquismo sobreviva sin Franco.

—Cuando usted dice «el franquismo», ¿está queriendo decir el régimen?

—Sí, claro. Yo, al régimen de Franco, sin Franco, no le veo futuro.

—Pues tendrán que ir preparándose ustedes para hacer ese futuro… sin Franco.

Fue por entonces cuando el General sugirió al príncipe Juan Carlos que conociera a «un joven listo y muy audaz, Suárez, que está de gobernador en Segovia».

Se conocieron, sintonizaron, se cayeron bien. Hubo empatía. A Juan Carlos le gustaba de Adolfo su instinto político, su juventud en contraste con la gerontocracia franquista; su simpatía cautivadora; su lenguaje desenvuelto y no engolado; su actitud de apertura. Su ilusión por el futuro que a ellos les tocaba construir. Además, no le daba lecciones como Torcuato, ni le soltaba rollos como López Rodó. Fue surgiendo entre ellos una amistad de gran confianza. Hablaban en clave de futuro.

En una de aquellas conversaciones, Juan Carlos le preguntó:

—Adolfo, cuando muera Franco, ¿qué coño crees que habrá que hacer?

Suárez cogió un papelillo, una servilleta de parador, lo primero que tuvo a mano, y empezó a anotar esquemáticamente una serie de cosas que a la vez iba diciendo en voz alta:

—Hay que devolver la soberanía al pueblo. Eso en cristiano significa que el Rey tendrá que decir bye bye al poder absoluto… Hay que legalizar los partidos políticos. Hay que hacer unas elecciones libres y limpias. Hay que redactar una Constitución democrática, como las que tienen los demás países de Europa. Hay que hacer una reforma fiscal para que paguen más los que tienen más. Hay que suprimir las jurisdicciones especiales, los tribunales de excepción…

Era el tema que a los dos les importaba: cómo hacer el cambio de régimen, la apertura de las instituciones hacia la democracia, sin revolución, sin sangre, sin revanchas… y sin salirse de la legalidad. La idea ir «de la ley a la ley» pudo ser un chispazo de Torcuato, pero también la empleaban el Príncipe y Suárez. Uno y otro sabían que el nuevo Estado tenía que gestarse en la panza del Estado viejo, desmontando las Leyes Fundamentales pieza a pieza… y sin vivir ni un cuarto de hora a la intemperie de la legalidad.

Ciertamente, Suárez no era un jurista. Y ahí es donde Torcuato se hacía imprescindible.

—Adolfo —le decía Juan Carlos—, tú no dejes que me equivoque. Si alguna vez me despisto, zas, dame un tirón del brazo y bájame a la realidad[18].

Y no eran sólo chácharas futuristas, o apuntes a vuela pluma en una servilleta de papel. También informes. Un viernes de abril o mayo de 1975, Adolfo le preguntó a Fernando Herrero Tejedor —entonces ministro del Movimiento— si contaba con él para algún trabajo aquel fin de semana. Había entre los dos una gran confianza. Herrero, aunque era su superior, solía llamarle en broma «jefe»: «¡Eh, tú, jefecillo, que te gusta mucho mandar!» Y esa vez le contestó:

—No, gracias. Tengo que trabajar un asunto muy delicado y he de hacerlo solo.

—Pues me viene de perlas, porque yo también tengo entre manos otro trabajo delicado y… confidencial.

En la respuesta de Suárez percibió Herrero Tejedor un puntito de vanidad.

—¿No te lo habrá encargado el Rubio…?

—Pues sí, el Rubio.

—A ver si estamos en lo mismo…

Estaban en lo mismo, el Príncipe por entonces pedía a distintas personas que le esbozaran un proyecto de democratización, medidas jurídicas que adoptar para hacer el cambio político, demandas sociales, estados de opinión en diversos ambientes…[19]

En el retrovisor de su historia política, Suárez veía tres claras intervenciones del Príncipe en su favor, pero él rentabilizó las tres en beneficio del Príncipe. Una fue cuando Juan Carlos pidió a Carrero que nombrasen a Suárez director de RTVE. El ministro del ramo, Alfredo Sánchez-Bella, se oponía. «Es lo único que el Príncipe me ha pedido en toda su vida», le argumentó Carrero[20]. Y desde RTVE, Suárez se dedicó full time a cuidar y a poner en valor la imagen pública del Príncipe, que hasta entonces era un oficial estirado, larguirucho, taciturno, con una sola ceja, la gorra caqui calada y siempre dos pasos detrás del Generalísimo.

Otra intervención del Príncipe fue que Herrero Tejedor se llevara a Adolfo consigo, como número dos en el Ministerio del Movimiento. Desde ese puesto, que controlaba todos los flujos y reflujos políticos del régimen, Suárez se aplicó a dialogar con los dirigentes de la oposición, a quienes Juan Carlos todavía no podía dirigirse: Enrique Tierno Galván, Raúl Morodo, Dionisio Ridruejo, Salvador de Madariaga, Gregorio López Raimundo, enlace de Santiago Carrillo, o Carlos Hugo de Borbón Parma… Intentó verse con Felipe González, aún Isidoro; pero la respuesta del líder socialista fue bastante despectiva: «Yo sólo hablo con el poder». Después, ponía al día al Príncipe sobre las actitudes y las exigencias de esos personajes, sin que Juan Carlos se arriesgase o se comprometiese en conversaciones directas con ellos. También desde ahí, Suárez enviaba a Don Juan Carlos informes políticos de lo que ocurría en presente y soluciones de futuro. Era una fuente de información que emitía desde la sala de calderas del régimen, y sin edulcorarle la realidad[21].

Por entonces, Adolfo alquiló una casa, La Chavea, en la Granja de San Ildefonso, y allí siguió viéndose con Juan Carlos, designado ya por Franco «sucesor a título de Rey».

La tercera intervención del Príncipe a favor de Suárez podía parecer anodina, porque no tocaba poder, pero era interesante: Juan Carlos le encareció a Solís que pusiera a Suárez al frente de la UDPE, que entonces no era sino un gran fichero político, pero que podría convertirse en una asociación de amplia base, orientada a sectores sociales muy heterogéneos entre los que podrían seleccionar a personas de cierto nivel cultural y buena ubicación social, gente de ideología aperturista y con inquietud por participar en los asuntos públicos. De cara al inmediato futuro, sería un fuerte respaldo para la Transición[22].

Y ahora, este brindis al sol, tirando de su naipe, una simple sota entre dos ases, en la prodigiosa terna de Torcuato. «Lo que el Rey me ha pedido». Eso… iba por él. Suárez respiró hondo. Se batiría el cobre.

Cuando el SEAT 127 azul claro llegó a San Martín de Porres 53, por la radio y la televisión ya se sabía la noticia de que el nuevo presidente del Gobierno había sido recibido por el Rey. Un tropel de fotógrafos y periodistas montaban guardia allí:

—¿Se siente usted un presidente legítimo? —le espetó un corresponsal extranjero.

—Soy presidente del Gobierno conforme a la legalidad vigente en mi país —respondió rápido Suárez—, pero sé que la legitimidad sólo la otorgan las urnas.

No era una repentización improvisada. Con esa respuesta, definía ya cuál iba a ser el horizonte de su actuación.

Al día siguiente, los periódicos nacionales fueron benévolos ante la noticia sobre Suárez. Ni agresivos ni entusiastas. Todos señalaban que, si teniendo Don Juan Carlos delante una terna de tronío, había elegido «al joven falangista Suárez», no había que darle más vueltas: ése era el nombre que «el Rey había pedido». Y tanto titulares como editoriales se movían sobre tres apreciaciones: presidente «joven», «procedente del falangismo», «hombre del Rey».

Las censuras y los dicterios descargarían días después, cuando se conociera el nuevo gabinete. Entonces, sí: «El primer Gobierno franquista de la Monarquía», «El primer Gobierno franquista del posfranquismo», «Decepción», «Un Gobierno de penenes», «El apagón», «No es hora de bromas ni de piruetas», «Barrida toda una generación política», «Un Gobierno de verano», «¡Qué error, qué inmenso error!»… Esas erupciones viscerales eran tan irreflexivas que, antes de transcurrir un año, varios de sus autores serían ministros del presidente al que con esos y otros denuestos estaban recibiendo: chusquero, flecha, chisgarabís, un tal Suárez, sin pedigrí[23].

«¿Un franquista para traer la democracia?»

El domingo 4, el Rey apenas pudo separarse del teléfono.

Por varios embajadores acreditados en Madrid supo que la sustitución de Arias Navarro por «un hombre joven que llega decidido a instaurar la democracia» y que «por edad no pudo combatir en la guerra civil, y por familia no está vinculado a ninguno de los bandos enfrentados» había sido muy bien acogida en las cancillerías europeas y de modo especial en Washington.

En cambio, recibió dos llamadas bastante críticas que le sorprendieron. Una, de su amigo de siempre Jaime Carvajal y Urquijo:

—Ya vi anoche la tele y he leído hoy la prensa…

—¿Y qué te parece?

—Me parece, señor, que con esta elección se ha cargado la Monarquía…

Un silencio largo. Jaime oía respirar al Rey. Estaba en línea.

—Creo que te equivocas, Jaime. Conozco bien a Suárez. Le he tratado mucho desde hace un montón de años. No sólo no es ese falangista que dicen, sino que es un demócrata convencido, y un tipo listo, valiente y con la ambición que se necesita para meterse en el zafarrancho en que se va a meter. Tengo confianza en él. Lo hará bien. Espera, espera y ya verás…[24]

La segunda llamada era de otro hombre joven, Luis Solana, socialista que ya en los años sesenta, siendo un joven ejecutivo del Banco Urquijo, iba de incógnito a La Zarzuela, en moto y bajo la escafandra del casco, para charlar con Juan Carlos, el Príncipe vigilado. La reacción de Solana fue también muy derrotista:

—Un giro de tuerca al pasado… ¿Un franquista para traer la democracia? Además, un político de media talla, un espécimen de medio pelo…

El Rey le dio los mismos argumentos que a Carvajal, sin más explicaciones, y le pidió que confiara.

El tono de voz de Luis Solana, siempre animoso y alegre, denotaba frustración, decepción, disgusto. Entonces al Rey se le ocurrió una idea:

—Hablaré con Adolfo Suárez. Tú deja que pase todo el lío de formar el Gobierno y de las juras, y luego le llamas, os veis… y tírale de la lengua. Pero fíate de mí: sé a quién he elegido. No he improvisado. Os sorprenderá.

A los seis días de la jura del Gobierno, los dos jóvenes políticos tuvieron un encuentro a solas. Suárez le dijo: «Pregúntame lo que quieras, a tumba abierta». Solana le sometió a un tercer grado político, mientras tomaba algunas notas. En esas notas plasmó después cómo fue pasando de la prevención a la confianza, y del rechazo a una actitud esperanzada. Había detectado en Suárez una sintonía plena con los propósitos liberalizadores del Rey. En aquel mano a mano, Suárez manifestó a Solana que su Gobierno se consideraba «provisional»:

—Tenemos una tarea que hacer, muy difícil, pero muy concreta: legalizar los partidos, convocar elecciones, para que el pueblo se exprese libremente, y constituir unas Cortes democráticas que hagan la Constitución. Con vistas a legalizar todos los partidos, tanto yo como mis ministros estamos absolutamente dispuestos a iniciar contactos para negociar con la oposición.

—¿Todos los partidos? ¿Incluido el comunista? —preguntó Solana.

—Todos los partidos. Si el Partido Comunista se atiene a las normas de la legalidad como los demás, sería una injusticia dejarlos extramuros del sistema.

Y en ese tramo de la conversación, le advirtió cargando énfasis de gravedad a sus palabras:

—Tendremos que movernos con agilidad, pero con tacto y prudencia, porque el peligro militar existe. Es real[25].

A las dos semanas de ese mano a mano Suárez-Solana se produciría, también sin testigos, el primer encuentro de Adolfo Suárez con Felipe González.

Por la mañana y por la tarde del domingo 4 de julio, el Rey seguía adosado al teléfono. Alrededor de la una, llamó él a los no elegidos en la terna: Federico Silva Muñoz y Gregorio López Bravo. No era fácil «dorarles la píldora». Ambos tenían más votos que Suárez, más prestigio académico, más relevancia política, más historial de servicios… Sin embargo, el Rey había preferido a Suárez. No podía decirles la verdad: ninguno de ellos estaba dispuesto a hacer una democracia total, sin exclusiones; ninguno de ellos quería finiquitar el régimen de Franco y sus instituciones; ninguno de ellos hubiese admitido en el juego político al PCE. Así que les dio otra razón más salomónica. Siendo Federico Silva un dirigente de los católicos Propagandistas y Gregorio López Bravo un supernumerario del Opus Dei, el monarca se agarró a ese pretexto:

—Aunque yo sé que en vuestra actividad política vais por libre y no recibís directrices ni consignas, queráis o no, la gente os ve con un tinte confesional, y a cada uno de un sector muy concreto de la Iglesia. Eso me crea un dilema, porque si elijo a uno de vosotros, al que sea, doy la impresión de que me inclino por los Propagandistas o por los del Opus; y yo tengo que estar por encima de preferencias entre los sectores católicos. De otro modo, en vez de unir, dividiría.

Y supo confortarlos a la borbónica manera:

—Nunca había sufrido yo más dolor que en esta ocasión, al tener que elegir presidente del Gobierno entre tres amigos tan queridos.

Después, a uno y otro les dijo:

—El Gobierno de Suárez no durará más de ocho meses o un año, hasta que se haga la reforma y se celebren las elecciones. Como vamos a necesitar gente valiosa en la escena política, durante este tiempo no te comprometas demasiado, ni te gastes… Habrá mucho que hacer, y yo quiero contar con tu colaboración[26].

Esa idea de la brevedad del Gobierno de Suárez la manejó el Rey hablando con muchos durante aquellos días. Sin duda, él mismo lo pensaba así, tenía un concepto utilitario y funcional de las personas: Suárez liquidaría el búnker desde dentro con la franquicia de quien es considerado «uno de ellos», y establecería acuerdos con la oposición con la patente de su juventud y su sincera voluntad democrática. Éste fue uno de los argumentos que empleó con Areilza. El conde de Motrico había encajado muy mal el golpe. Disimulaba con elegancia y savoir faire, pero en privado se le veía con un bajonazo de ánimo casi depresivo, remetido en su silencio y con la amarga sensación de que Torcuato y el Rey habían jugado con él.

Aún no había comenzado Suárez a combinar su gabinete cuando varios ministros del equipo saliente se adelantaron a declarar en público y en publicado que no deseaban gobernar con Suárez: Fraga, Areilza, Garrigues, Martín-Gamero, Robles Piquer… Una espantada afrentosa que el Rey, hablando con Suárez, tradujo por elevación. «Te dan la espalda a ti, pero sobre todo me la dan a mí, porque saben que tú eres mi apuesta». Y Suárez sentía el peso de una responsabilidad añadida: el Rey se la estaba jugando por él.

Osorio habló con Areilza para que permaneciera en el Gobierno. Le ofreció «la cartera que quieras y con galones de vicepresidente». Tras varias negativas, y con el parchís del gabinete prácticamente cerrado, a mediodía del miércoles 7 se descolgó con esta contraoferta: «Ser el vicepresidente único del Gobierno, sin que haya otra vicepresidencia, y con cuatro carteras de contenidos políticos que dependerían directamente de mí y cuyos titulares propondría yo». La desorbitada autoestima del conde rompió la cuerda. No hubo trato[27]. Pero todavía fue peor la reacción de Fraga, el otro «patanegra» político. Se encerró en el despacho de su casa y dijo «no estoy para nadie, llame quien llame, ¡para nadie!». Se acodó en su mesa de escritorio, redactó unas líneas al Rey en las que presentaba su irrevocable dimisión alegando su absoluta falta de fe en la capacidad del presidente Suárez para llevar adelante la empresa de la reforma. Y cursó una solicitud de reanudación de servicios en el cuerpo de letrados del Consejo de Estado.

Al Rey no le importaba que Areilza dejase el Gobierno. Incluso lo prefería, y así se lo dijo uno de esos días a Marcelino Oreja, que le sucedería en Exteriores. En cambio, le interesaba la continuidad de Fraga por su crédito entre las élites franquistas, por el grueso de procuradores que confiaba en él y por las garantías de orden que su autoritarismo ofrecía al estamento militar.

En cuanto entregaron al Rey la carta de Fraga, alargó el brazo hacia el teléfono y pidió que le pusieran al habla con él. Lo ocurrido a continuación fue patético. Respondió a la llamada Carmen Estévez, la mujer de Fraga. Fue presurosa al despacho de su marido, llamó a la puerta con los nudillos. «Manolo, abre, es el Rey… ¡Manolo, que es el Rey al teléfono…!» El domicilio de Fraga era un piso no muy grande, en un bloque de viviendas de profesores por la zona de Argüelles. El Rey al teléfono lo oía todo. Por supuesto, la respuesta a gritos del gran líder indignado. «¡He dado una orden: no estoy para nadie, y ese nadie incluye también al Rey!» Carmen se excusaba muy compungida: «Perdone, Majestad, este hombre, tiene esos prontos… Está muy disgustado, pero se le pasará…»

Don Juan Carlos, muy determinado, buscó otro cauce: llamó al banquero Emilio Botín padre: «Emilio —le explicó—, quiero transmitirle a Fraga un ofrecimiento de Adolfo Suárez para que siga en el Gobierno; pero se ha encerrado, no se me pone al teléfono y su mujer llora como una Magdalena… Inténtalo tú, a ver». Botín hizo la gestión, y también fue inútil[28].

Al día siguiente, Leopoldo Calvo-Sotelo insistió de nuevo, en nombre de Suárez. Fraga estaba en su despacho de Gobernación embalando en cajas sus papeles y efectos personales. «Lo siento, mi querido amigo: la Monarquía me ha jubilado. No tengo más que decir».

Tal como acordaron entre los huevos fritos con salchichas, Alfonso Osorio se convirtió inmediatamente en «el vice» de Suárez. Tiempo atrás, el Rey le había dicho: «Alfonso, procura llevarte bien con Adolfo. Juntos podríais ser un tándem formidable». Ya en la noche del sábado 3, Adolfo le encomendó la elaboración de un Gobierno con una horquilla muy abierta a las diversas sensibilidades centristas.

—Mis amigos no son políticamente presentables…, proceden del Movimiento, no darían imagen de cambio político, ni de mano tendida para que se integre la izquierda. ¡Menuda pitada…! Haz tú la lista como te parezca. Hombre, en lo posible, no te limites a tus democristianos, aunque es un buen bancal. Llama a muchas puertas, toca muchos timbres, que mucha gente se sienta convocada. Aunque nos digan que no, luego lo contarán por ahí…

—¿Y cuáles son tus nombres? ¿Navarro, Graullera, Manolo Ortiz, Rafa Anson…?

—No. Yo sólo tengo un par de nombres que me gustaría que estuviesen: Fernando Abril e Ignacio García López. Ignacio no lo hará nada mal si le encomiendas el Movimiento, porque conoce sus tripas y le va a tocar liquidarlo[29].

Osorio, en efecto, tocó muchos timbres, habló con más de cuarenta políticos o personajes notorios del mundo académico, empresarial, judicial… Los síes fueron muchos y muy discretos. Los noes pocos, pero muy sonoros. Para el que iba a ser realmente el primer Gobierno del Rey fueron sondeados personajes de tan diversas ideologías como Miguel Boyer, Francisco Fernández Ordóñez, Antonio García López, Josep Pallach i Carolà, Ramon Trias Fargas, Eduardo García de Enterría, Enrique Fuentes Quintana, José Lladó Fernández-Urrutia, Luis Sánchez Agesta, Ricardo Díaz Hotchleiner, Federico Mayor Zaragoza, David Pérez Puga, José Luis Meilán, Ramón Entrena Cuesta, Rafael Pérez Escolar, Eduardo Peña Abizanda, Ángel Galíndez, Enrique Larroque, Enrique Sánchez de León, los hermanos Alberto y Ramiro Cercós, Carlos García Revilla, Fernando Álvarez de Miranda, Víctor Castro Sanmartín, Jaime Argüelles, José María López de Letona, Ángel Sánchez Asiaín, Manuel Ortiz Sánchez, Fernando Benzo Mestre, Jesús Sancho Rof, Fernando Suárez, Antonio Barrera de Irimo, Rafael Orbe Cano, Vicente Segrelles… Ciertamente, no a todos se les ofrecía una cartera, sino un cargo de segunda fila o simplemente una línea abierta a su colaboración. Y en ese listado había socialdemócratas, liberales, democristianos, socialistas, reformistas… Demócratas todos ellos[30].

El Rey se implicó también en la confección del Gobierno. En realidad, había empezado a hacerlo antes incluso de que Adolfo fuera presidente. Un día, cuando Arias Navarro estaba sin saberlo en su cuenta atrás, el monarca le pidió al ministro Francisco Lozano que tantease a Landelino Lavilla: «Es consejero de Estado, preside la Editorial Católica, es del Grupo Tácito y me han llegado buenas ondas de él. Pregúntale qué piensa de la Monarquía encarnada por mí; qué opina de Adolfo Suárez… y, como cosa tuya, mira a ver si le gustaría ser ministro de Justicia en un Gobierno presidido por Adolfo».

La cuestión tenía su retranca. Al Rey le habían hablado elogiosamente de Lavilla, sí, pero sabía que pocos años atrás, a solicitud de Alfonso de Borbón y Dampierre, hizo un informe jurídico sobre sus derechos al trono.

Lozano y Lavilla se citaron en el restaurante Zalacaín el 25 de junio[31]. Enseguida entraron en materia política. Lavilla, como jurista estudioso, tenía ideas muy precisas sobre «cómo se debería dar el paso al sistema democrático, sin los destrozos de un elefante en una cacharrería». Lozano, ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, retuvo sus palabras como si fuesen la fórmula de un explosivo para demoliciones silenciosas: «El expediente para derogar todo el tinglado legal del franquismo está en las mismas Leyes Fundamentales. Se trata de hacer una octava Ley Fundamental, con ese rango, que incrustada entre las otras disloque el conjunto y las cambie a todas por la vía pacífica de la derogación».

A pesar de su aspecto sereno, su hablar mesurado, sus ojos claros y su seny catalán, Landelino era un hombre con pértiga interior. Un hombre dispuesto al salto de audacia. Le habló de la generación a la que ellos pertenecían:

—Los del 36, de un bando o de otro, hicieron la guerra; nosotros no combatimos, éramos niños. Yo tenía dos años cuando estalló… Pero veinte años después, en 1956, éramos unos jóvenes que estábamos en la universidad, cuando el Gobierno de Franco depuraba catedráticos, cerraba facultades y nos echaba los grises a caballo. Esa hornada nuestra quería un cambio político, libertades cívicas, apertura amplia, democracia real. Y sabíamos que no nos lo iban a regalar. Tendríamos que hacerlo nosotros. Yo eso lo he sentido siempre como una responsabilidad generacional. Ahora, en 1976, han pasado otros veinte años. Ha llegado la hora de que aquellos estudiantillos pasemos a la acción, cada uno desde nuestro sitio profesional y social.

—¿Y tú crees que un tipo como Adolfo Suárez, por ejemplo, que es de nuestra generación, puede estar en la misma sintonía, tener necesidad de que la vida española cambie? ¿O a él y a otros como él les va bien que todo siga como está?

—Te aseguro que Adolfo piensa y siente esto mismo. Lo he hablado con él.

—¿Os conocéis? —No contaba Lozano con esa sorpresa.

—Nos hemos visto sólo un par de veces. En 1974, cuando Herrero Tejedor le nombró vicesecretario general del Movimiento, acudió al Consejo de Estado para tomar posesión de su plaza de consejero nato y le atendí yo. Fue nuestra primera conversación y hablamos ya del futuro político. Me sorprendió que un hombre del Movimiento estuviera ya en esa idea de cambiar la realidad política, y con gran entusiasmo. Por cierto, cuando ya nos despedíamos en aquellas escalinatas alfombradas, con una sonrisa encantadora me dijo: «Si yo fuera presidente, tú no estarías aquí haciendo dictámenes».

»Al cabo de un año, viviendo aún Franco, volvimos a encontrarnos por la calle Génova. Adolfo cruzó a la acera donde yo estaba y reanudamos aquella primera conversación. Le dije, como en un telegrama: «Lo que hay que hacer es una convocatoria de elecciones generales para que se forme la asamblea constituyente». Y me contestó: «Lo haremos, Landelino. Tú conmigo, en cuanto yo sea presidente del Gobierno». Y no con una sonrisa encantadora, sino muy serio.

De modo que cuando Osorio, en el trajín de componer el Gobierno, llamó a Landelino, compañero suyo del Grupo Tácito: «Oye, Lande, que el presidente querría verte», no necesitó explicar más. Desde aquel tanteo del Rey con «mando a distancia», Landelino ya era in péctore el futuro ministro de Justicia[32].

«Dicen que no encuentro ministros, pero hay cola de espera»

Por recomendación del monarca —y a Suárez le pareció bien— siguieron al frente de sus carteras Pérez de Bricio y Lozano Vicente.

El Rey impuso a Suárez la permanencia de los cuatro ministros militares. Un trágala. Pero también le alertó, «una cosa es la prudencia y la cortesía, y otra cosa es el temor reverencial. Tú haz lo que debes hacer y no dejes que te marquen el paso». Más aún, le recomendó que resolviera el Gobierno cuanto antes, para no prolongar la presidencia interina del teniente general De Santiago.

Antes de cerrar el cuadro del gabinete, y mientras Fraga seguía bramando, Suárez intentó la doble jugada de entregar Gobernación a un militar, lo cual tranquilizaría a los «duros»; pero a un militar de su total confianza que controlase cualquier subida de tensión de los otros ministros militares cuando empezaran a producirse cambios no gratos: Manuel Gutiérrez Mellado. Había ascendido ya a teniente general y acababa de ser nombrado jefe del Alto Estado Mayor. Le localizó por gabinete telefónico, justo cuando Gutiérrez Mellado viajaba de Valladolid a Madrid para incorporarse a su nuevo destino. Le hizo la propuesta.

—Gracias, presidente, pero me pillas cambiando de ciudad, de puesto, de despacho… Dame un tiempo para pensarlo.

—¿Cuánto? Vamos ya contrarreloj…

—No sé…, lo pienso en ruta y al llegar a Madrid te llamo.

Así lo hizo.

—Creo que, a efectos de controlar los cambios de humor o los subidones entre los de mi estamento, podré serte más útil desde el «Alto» que empotrado en el Gobierno. Por otra parte, las tareas policiales y de orden público de Gobernación no son lo mío. No me veo capacitado para ese ministerio[33].

Como Areilza seguía haciéndose de rogar y su demora colapsaba varias combinaciones, el Rey tiró por la calle de en medio:

—Adolfo, he tenido aquí a Marcelino Oreja. Le he sondeado y puedes ofrecerle Exteriores. Trabaja en esa casa desde que echó los dientes… Es diplomático de carrera, tiene oficio y se lo sabe todo de carrerilla. Cuando yo era Príncipe, venía a situarme en el plano internacional. No sé qué opinarás, pero tal como se han puesto las cosas, yo prefiero que Areilza no continúe.

Al final de la mañana del martes 6, Oreja fue al palacete de Castellana, sabiendo a qué iba.

—Adolfo, tres cuestiones previas. Primera: ¿quiénes vamos a estar en el Gobierno?

—Unos cuantos amigos tuyos, democristianos del Grupo Tácito y de la UDPE: Landelino Lavilla, Eduardo Carriles, Andrés Reguera Guajardo, Álvaro Rengifo, Alfonso Osorio… También Carlos Pérez de Bricio, Francisco Lozano Vicente, Rodolfo Martín Villa, Fernando Abril, Ignacio García López, Leopoldo Calvo-Sotelo. Los cuatro militares siguen en sus mismos puestos. Y hay nombres pendientes aún de una combinación.

—¿No entra José Luis Álvarez?

—No sé quién es…

Marcelino hizo un panegírico del notario Álvarez, también del Grupo Tácito; pero notó que su propuesta llegaba ya tarde.

—Dicen los periódicos que no encuentro ministros, pero hay cola de espera —comentó Suárez en tono de broma—. Hasta el ilustre Pepe Solís ha dicho «yo estoy siempre a la orden».

—Segunda cuestión —siguió Marcelino—: ¿adónde vamos?

—A una democracia plena, sin exclusión alguna. ¿Y la tercera cuestión?

—Pues sí, yo me siento enormemente honrado con tu propuesta, pero no puedo aceptar sin el plácet de Areilza.

—Él ya no es tu ministro…

—Te explico mis razones. De una parte, Areilza ha sido un gran ministro de Exteriores, ha vendido fuera de España una mercancía inexistente, nuestra democracia, y la ha vendido muy bien. Yo estoy totalmente de acuerdo con el trazado de su política. De otra parte, él me nombró subsecretario. Entenderás que quiera consultar esta decisión con quien me ha dado su total confianza.

Oreja visitó a Areilza por la tarde. El conde de Motrico reaccionó un poco histriónicamente, llevándose las manos a la cabeza, consternado:

—Pero ¿el Rey y Torcuato, que han tramado toda esta operación, se dan cuenta de en qué manos dejan este país? Si la situación política ya venía siendo insostenible, ¡esto va a ser un desastre! No se podrá avanzar ni en apertura, ni en libertades, ni en diálogo exterior, ni en nada de nada… Lo malo, o lo bueno, es que no durará…

—José María, ¿qué respondo?

—Acepta. —Areilza seguía considerándose el señor de Santa Cruz—. A mí me interesa que Exteriores esté bien llevado, y que al menos ahí no demos bandazos.

Desde el local del Grupo Tácito, cerca del estadio Bernabéu, Marcelino telefoneó a Suárez: «Presidente, tienes mi sí para lo que hablamos esta mañana»[34].

El motivo que Areilza adujo para apartarse del Gobierno de Suárez fue «mantener intactas mis convicciones ideológicas». Ante tal deseo de pureza, la pregunta lógica era cómo logró mantener intactas e incontaminadas sus «convicciones» durante los siete meses que fue ministro de Arias Navarro.

Además, el hecho de que Fraga, Areilza, Martín-Gamero, Robles Piquer y Garrigues se desengancharan juntos de un todavía no nato Gobierno Suárez, negándose incluso a conocer su programa, era indicio de que no estaban en una política de fines, sino de medios y de personalismos. Y como primer decantado, ese desenganche en bloque hacía desaparecer, aun sin ellos pretenderlo, los puntillosos matices que hasta entonces parecían distinguirlos.

Torcuato Fernández-Miranda prefirió mantenerse al margen de la cocina donde se guisaban los relevos. Era su modo de actuar. Fuera de la escena, aunque con cierta presencia. La del espejo. Así lo veía, con su perspicaz miopía, Carlos Luis Álvarez, Cándido: «En el fondo del espejo queda Torcuato, que es indeteriorable por naturaleza, pues más que él mismo es su propia imagen, reflejada en un espejo que le obedece». Pero, en varios casos, Suárez y Osorio le consultaron, y opinó. Por ejemplo, para cubrir la cartera de Educación, dio el nombre de Aurelio Menéndez, alumno y paisano suyo, catedrático de derecho mercantil y miembro del prestigioso bufete Uría Menéndez, que resultaría utilísimo en las tareas legislativas de la reforma y hombre puente en ciertos contactos con Santiago Carrillo.

Pío Cabanillas, secundado por Carlos Mendo y Darío Valcárcel, del flamante diario El País, próximos los tres a Areilza y a Fraga, hicieron llamadas a algunos ministrables disuadiéndolos de aceptar. Uno de los que, tras muchas dudas, sucumbió a esas influencias y optó por quedarse en el andén fue el catedrático de Hacienda Pública Enrique Fuentes Quintana. «Ya pasará otro tren», dijo. Y ciertamente, antes de un año pasó otro tren, y lo cogió… con billete de vicepresidente para Asuntos Económicos.

Con todo, entre el nombramiento de Suárez y el anuncio de la lista del Gobierno sólo transcurrieron sesenta horas.

Antes de dar a conocer a su equipo, y consciente de que era su nombramiento lo que había desconcertado a unos, irritado a otros y decepcionado al resto, Adolfo Suárez hizo algo muy suyo: agarrar el toro por los cuernos y dar la cara. ¿Ante quién? Ante el público en general, a quien quisiera encender el televisor o la radio a las nueve y media de la noche. ¿Escenario? El despacho del Ministerio del Movimiento ya no era su sede. El de Presidencia, en Castellana 3, no lo era todavía. Tampoco se trataba de ofrecer un programa de gobierno, sino de presentarse él mismo tal cual era, sin decorados ni artificios. Desde la sala de estar de su casa, pues. Un estilo rupturista para entonces:

Si gobernar es administrar unos bienes que son propiedad de todo el pueblo, es lógico que mi primer propósito sea la relación directa con todos… Estoy aquí para trabajar con todos y por todos. […] Vamos a acelerar la reforma política como una tarea urgente que nuestro tiempo exige. […] La meta última del Gobierno que voy a presidir es muy concreta: que los gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles.

Era el anuncio del fin del areópago que constituía el Consejo del Reino a puerta cerrada y con las cartas marcadas. Y era sobre todo el anuncio de las urnas democráticas.

Parto de la evidencia de que España es una tarea común; de que la buena voluntad no es patrimonio exclusivo de determinados grupos; y de que el diálogo a rostro descubierto es el único instrumento de convivencia […]. Pertenezco por edad a una generación de españoles que sólo ha vivido la paz. Pertenezco por convicción y talante a una mayoría de ciudadanos que desea hablar un lenguaje moderado, de concordia y conciliación. Deseo que el orden y la libertad convivan en el mismo campo y mutuamente se completen […]. Si tuviera que señalar una aspiración en estos momentos, la concretaría en la fórmula clásica: gobernar con el consentimiento de los gobernados.

No lo dijo con palabras, pero sí con la expresión de su mirada: un consentimiento voluntario, no impuesto como hasta entonces, donde se consentía porque no se podía disentir. Se dirigía «a una mayoría de españoles a quienes nos apremia la urgencia de unas libertades cívicas y unos derechos que comienzan en una vida digna y terminan en la posibilidad de que el pueblo sea el dueño de su propio destino».

Ese breve discurso en un tono sencillo, desencorsetado y sin asomo de autoritarismos, traspasó el cristal de los televisores. Llegó. A mucha gente anónima y sin voz les hizo atisbar algo nuevo, algo joven, algo que quizá podía ser «lo distinto».

Pero entre los no anónimos, entre los que tenían voz y megafonía, el Gobierno de Adolfo Suárez fue recibido con la peyorativa metáfora de «Gobierno de penenes». La alusión al bajo perfil jerárquico de los profesores no numerarios hizo fortuna y se convirtió en eslogan. Sin embargo, el palmarés de títulos académicos y experiencia profesional de aquellos veinte hombres era de una consistencia notable. A decir verdad, el único abogado raso era el presidente[35].

Con el paso del tiempo, y pese a las facilidades para adquirir estudios universitarios, licenciaturas y másteres en el extranjero, ni el mejor de los gobiernos de Felipe González o de José Luis Rodríguez Zapatero hubiese resistido una comparación curricular con aquel menospreciado equipo «penene» de Suárez. Por lo demás, era un Gobierno cuya virtualidad no estribaba tanto en la panoplia de títulos como en el corte generacional: exceptuando la obligada presencia de los cuatro ministros militares, los otros dieciséis eran hombres de esa nueva generación que no había hecho la guerra y no tenía alojada en el alma la metralla del rencor guerracivilista. Un Gobierno con más futuro que pasado y con el coraje necesario para hacer lo que los españoles esperaban desde hacía muchos años[36].

«O zumbamos o nos zumban»

Juraron su cargo el jueves 8 en el palacio de La Zarzuela, y al día siguiente volvieron para el primer Consejo de Ministros, que quiso presidir el Rey.

Por aquello de que la puntualidad es la cortesía de los reyes, Don Juan Carlos llegó el primero a la antesala. Pero enseguida, y también con bastante antelación, se presentó Marcelino Oreja. El Rey miró su reloj de pulsera y se alegró de que aún tuviesen unos minutos para tratar de un tema que le preocupaba:

—Marcelino, hay que arreglar lo del Concordato con la Iglesia. Y pronto. Supongo que Areilza te tendría al tanto. Yo estoy queriendo ceder el privilegio de la terna para los nombramientos de obispos; pero Carlos Arias no me ha dejado, me lo ha impedido. El titular del privilegio no era Franco, sino yo, por mis abuelos… desde los Reyes Católicos. Llevamos con esto desde los tiempos de Castiella, fíjate si ha llovido. Ya el último día que hablé con Areilza le dije: «El asunto de la Santa Sede lo voy a reiniciar yo, con una carta mía a Pablo VI anunciándole mi propósito de renunciar a ese derecho, que corresponde a la Corona». Mondéjar, como jefe de la Casa Real, llevaría la carta a Roma para entregarla en mano al papa. Y, una vez cumplido ese gesto mío, ya nuestro Gobierno y el de la Santa Sede os aplicáis al nuevo acuerdo. ¿Cómo lo ves?

En aquel momento entró Adolfo Suárez.

—Mira, Adolfo, estaba hablando con Marcelino de las relaciones con la Santa Sede y de mi renuncia al privilegio del fuero…

—¡Vaya, hombre, aún no hemos empezado y ya me están puenteando! —Suárez hizo un guiño pícaro—. Conozco el asunto y estoy totalmente de acuerdo. Si te parece, Marcelino, en este mismo Consejo de Ministros te estrenas tú con ese tema y explicas lo que piensas que hay que hacer.

En efecto, cuatro días después, Mondéjar entregó a Pablo VI una carta del Rey, oficializando la renuncia al privilegio que Roma deseaba desde los tiempos del Concilio Vaticano II[37].

Comenzaba un nuevo ritmo de acción. Suárez, en sus conversaciones previas con cada fichaje, había marcado una estrategia común: «Actuaremos con realismo, sí, pero con rapidez y por sorpresa, para impedir la reacción obstruccionista del búnker. Lo sé por experiencia, o zumbamos o nos zumban».

El Rey, en sus palabras de saludo al Gobierno, destacó como un trazo positivo el relevo generacional: «Representáis la llegada de una nueva generación a la responsabilidad del Consejo de Ministros». Les impulsó a trabajar con brío y quemando etapas: «Comenzad enseguida vuestra tarea. Habéis de tomar decisiones importantes en el aspecto político y en el económico. Obrad sin miedo, ¡obrad sin miedo! Que éste sea un Gobierno fuerte en un Estado fuerte». Sin descender a detalles, aún prematuros, sí señaló el proceso del cambio que les encomendaba: «A las tareas normales que habréis de desarrollar, se suman hoy las de pulsar y conocer en profundidad las aspiraciones del pueblo español y canalizarlas por cauces de autenticidad y normalidad».

No desaprovechó la ocasión de abrir las expectativas a todos los ciudadanos: «A través de vosotros, quiero decir hoy a todos los españoles sin distingos ni exclusiones, que el Rey piensa en ellos, porque ellos forman la nación que personifico y son el pueblo al que sirvo».

Era un mensaje de imbricación de la Corona en los cambios políticos pendientes. Y, en esa línea de tutela, no se limitó a desear suerte al nuevo equipo; solicitó el concurso de los españoles: «Quiero pedirles que aporten su apoyo al Gobierno y que, cuando hayan de criticarlo, su crítica sea justa, constructiva y bien intencionada». Estaba en juego el gran objetivo común de decidir entre todos qué España se quería tener: «Hemos de hacer posible la participación clara y en paz de todos los ciudadanos en la tarea de determinar juntos nuestro futuro político».

El Rey los había animado a ganar tiempo —«comenzad enseguida vuestra tarea»—, y empezaron a gobernar con sentido de urgencia, sin perder un instante. Se creó la comisión de subsecretarios —una especie de gobierno en la sombra— para agilizar los trabajos de los ministros, desburocratizar, y que los Consejos de Ministros fuesen menos deliberantes y más resolutivos. Desde el primer día que se instaló en Castellana 3, Suárez le dijo a su asesora Carmen Díez de Rivera:

—No quiero ver en mi mesa más papeles que aquellos que ineludiblemente tenga que firmar yo. Aquí no estamos para gestionar burocracia, sino para hacer política.

Iba en serio.

Sin embargo, todas las mañanas a las nueve se reunía con Andrés Cassinello, el nuevo jefe de los servicios de inteligencia, para estar puntualmente informado de «lo peligroso, lo preocupante, lo raro…, siempre que tenga importancia». ¿Le habrían contado que así lo hacían los inquilinos de la Casa Blanca desde los tiempos de Harry S. Truman?

Suárez «echa» a dos embajadores

La primera felicitación que recibió Suárez por su nombramiento fue del presidente Gerald Ford. Al Rey le alegró, sin embargo su instinto le advirtió de que convenía tener un gesto con Giscard d’Estaing. Recordó la frase del embajador Deniau, que Areilza le había comentado en la última presentación de credenciales, a propósito del viaje del monarca a Estados Unidos y no a Francia: «Está celoso como un tigre». Y le dijo a Suárez: «Adolfo, sería bueno que hicieras una visita rápida a Giscard, la primera tuya como presidente, para cumplimentarle y asegurarle que esto ahora va en serio de verdad. Le anuncias formalmente mi deseo de ir en viaje de Estado, y a ver qué consigues en materia de vigilancia de etarras sobre los que nosotros les iríamos dando información».

El Rey llamó en directo a Giscard. A partir de ahí, por los vericuetos diplomáticos fijaron la cita para el 13 de ese mismo mes. Un viaje relámpago. Entrevista en Matignon con el primer ministro, Jacques Chirac. Dos horas. Suárez percibió cortesía y frialdad. Una vez allí, supo que no estaba prevista la audiencia con el presidente Giscard. Decepcionado, se desplazó a la mansión Wagram, sede de la embajada de España, en la avenida de George V. Una sesión de trabajo, una rueda de prensa, en la que le frieron a preguntas sobre la legalización del PCE y la amnistía, y a las cuatro de la tarde ya estaba en Madrid. Las manos vacías y una incómoda sensación de haber sido mirado por encima del hombro. Ante los periodistas franceses disimuló: «Me voy satisfecho, y esta visita no será la última, sino una más en las relaciones normales de dos países amigos».

Por exigencias del guión —cítricos, residuos nucleares y etarras, en una misma bolsa— tuvo que volver a París. Y decidió sacarse la espina del amor propio. Antes, se aseguró de que habría un encuentro a solas con Giscard. Llegó al palacio del Elíseo. El despacho de Giscard estaba al final de un largo corredor de altos muros con cuadros espléndidos a ambos lados. Suárez se percató de que dos elegantes ujieres flanqueaban la imponente puerta del despacho del presidente. Y vio a Giscard, estatuario, majestuoso, aguardando en el umbral. El francés pensaba esperar allí quieto a que Suárez recorriese la galería a buen paso hasta llegar a él. «¡Que te crees tú eso!», pensó. Y fue caminando, sí, pero deteniéndose a ver los cuadros a un lado y a otro, como si no hubiese advertido la presencia del presidente allá al fondo. Así, al ir parándose, forzó a que Giscard le saliese al encuentro a mitad de camino[38].

Tampoco esa vez hubo entendimiento ni resultados prácticos. Giscard se mostró altivo y frío con él. No le concedía importancia. Sólo quería una relación directa con Don Juan Carlos. Incluso pareció tomarle por su mensajero. De otra parte, Adolfo apenas chapurreaba el francés, no tenía soltura en la escena internacional y no dominaba un sinfín de usos de la alta sociedad. Se sintió acomplejado.

Estando Suárez un fin de semana en Ávila, en casa de Fernando Alcón, uno de sus mejores amigos, y en tertulia distendida con otras personas de toda confianza, se quejó de la falta de colaboración de Giscard en la lucha contra ETA —Francia seguía considerando a los etarras perseguidos políticos y los acogía con carta de asilados— y de su nulo apoyo a la aspiración española a entrar en la Comunidad Europea:

—Ninguna de mis entrevistas con el presidente Giscard —dijo Suárez— ha dado el menor resultado positivo. Cero. Nada. Es evidente que este hombre juega a la contra. Y no en mi contra, sino en contra de los intereses de España. ¿Por qué? No lo sé. Lo he hablado con el Rey. Y como no estoy dispuesto a que Giscard siga tomándonos el pelo, he decidido no volver a entrevistarme con él[39].

Sin embargo, pasado cierto tiempo, Don Juan Carlos le pidió que lo intentara una vez más. «Me contraría hasta los mismísimos… tuétanos, porque no aguanto la soberbia de ese señor —le respondió Suárez—, pero por si a la tercera va la vencida y por la envergadura de los temas que tratar, iré».

En efecto, Suárez, acompañado por el titular de Exteriores, Oreja, y otros cuatro ministros, celebraron una serie de conversaciones en Matignon con el primer ministro, que entonces ya era Raymond Barre, y con los ministros franceses homólogos. Más allá de la cobertura a ETA en el «santuario francés», abordaron la situación internacional de aquel momento, incluyendo la seguridad y el desarme, los problemas con el Magreb y las dificultades que Francia oponía a nuestra entrada en la Comunidad Europea. En ese jalón, Barre encendió una luz en el túnel: una fórmula con la que el sur comunitario, la Europa mediterránea, ganaría peso frente a la rica Europa nórdica sería gestionar el ingreso de España y Portugal en tándem. Lo cual, además, alejaría a Portugal de las veleidades comunistas. Se tardaría ocho años en recorrer el túnel, pero fue aquella luz de Barre la que hizo posible el ingreso del binomio ibérico en la Unión Europea en un mismo día.

En ese viaje sucedió también el famoso «episodio de la leche». Suárez insistió mucho en que la estancia de la delegación española durante días en París fuese calificada como viaje de trabajo, y también «de trabajo» los almuerzos en el Elíseo, en Matignon y en la embajada de España. En el menú del almuerzo que les ofreció el presidente Giscard figuraba un Château Latour de gran añada, que el propio Giscard elogió alardeando de la calidad de los caldos franceses. Cuando el sumiller fue a servirle a Suárez, éste hizo un gesto leve con la mano —«no, gracias»— para impedir el escanciado en la copa.

—¡Cómo! ¿No le gusta el Château Latour? —preguntó Giscard con cara de asombro—. ¿Prefiere otro vino?

—Gracias, presidente, no bebo vino.

—¿Y cuál es su bebida preferida? —Giscard, casi escandalizado.

—Soy de tierra de vinos, pero o tomo café o bebo leche.

Entonces, con aire impertinente, Giscard dijo al camarero que trajeran leche para el presidente español.

—No, no me traigan nada. Beberé agua —zanjó Suárez con cierta sequedad.

A pesar del incidente, las reuniones de trabajo discurrieron bien y con resultados más eficaces. En parafraseo facilón de Marcel Proust, fueron una recuperación del tiempo perdido[40].

No era un problema de empatía, de idiomas o de vinos lo que dificultaba las relaciones de Adolfo Suárez con ciertos países. Era una pura y simple cuestión de puenteo. Tanto el monarca saudí como el rey Hassan de Marruecos preferían ignorar al Gobierno español y entenderse «de hermano a hermano» con el rey Juan Carlos. Eran monarquías teocráticas absolutas, y bajo ese paraguas podía comprenderse. Pero no así cuando quienes buscaban la interlocución directa con el Rey eran presidentes de Estados democráticos como el francés Giscard d’Estaing o el americano Gerald Ford. Para ellos era muy fácil descolgar el teléfono e implicar al Rey en asuntos de política exterior, ignorando o queriendo ignorar que interferían en competencias del Gobierno.

Los instrumentos que utilizaban tanto Giscard como Ford eran sus embajadores. El francés Jean-François Deniau —amigo de navegación de Don Juan Carlos— y el americano Wells Stabler habían tomado la costumbre de subir a La Zarzuela a despachar, a aconsejar, a asesorar, a informarse o a transmitir mensajes de sus presidentes. Ese puenteo comprometía al Rey y le sacaba de su papel constitucional, «superior y neutral».

Suárez cortó por lo sano esa desviación. No fue fácil, pero tenía algo de la tozudez de los Toros de Guisando y, al fin, a ambos embajadores les costó el cargo. Deniau cesó el 22 de noviembre de 1977. Stabler, el 4 de mayo de 1978[41].

«Quitarle al Rey todos sus poderes»

Hasta diciembre de 1978 en que estuvo hecha y refrendada la Constitución, el Rey era un monarca absoluto y tenía legalmente todos los poderes heredados de Franco. No habiendo una norma que le acotase el terreno de juego, era muy fácil que sucumbiera a la tentación de intervenir, de influir o de ser influido. Sólo el jefe del Gobierno podía mantener al Rey en su escaque del ajedrez. Por preservar la Corona, por proteger al propio Rey, evitándole compromisos y errores. Y para ir ubicándole ya en el aura constitucional donde el Rey es jefe supremo y símbolo nacional, que reina pero no gobierna.

Adolfo Suárez se lo dijo sin rodeos en la primera conversación que tuvieron la misma tarde del 3 de julio, cuando le nombró presidente: «Mi mayor servicio a la Monarquía será, paradójicamente, quitarle al Rey todos sus poderes… y librarle de responsabilidades que no le conciernan».

Y mientras confeccionaba el equipo de Gobierno, habló de eso mismo un par de veces con Landelino Lavilla. Como ministro de Justicia, tendría que ser el maestro de obra de la reforma política; pero antes, ya, sin apenas instalarse en su despacho, debutar en las Cortes con los cambios del Código Penal que el anterior Gobierno retiró por el rechazo de los procuradores.

«Ya en esos dos encuentros, los días 6 y 7 de julio, antes de jurar como ministro —recordaba Lavilla pasado el tiempo—, Adolfo y yo hablamos de la legalización del Partido Comunista». El Código Penal podía prohibir actuaciones, pero no podía calificar de ilícita una asociación por su historia, ni por su doctrina, ni por las conductas de sus militantes durante la guerra civil, que ya habían prescrito. Si el PCE presentaba unos estatutos cuyos fines fuesen instaurar la dictadura del proletariado o subvertir el Estado o dijesen que obedecían directrices del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), eso sí sería un ilícito penal. Por tanto, habría que ver qué reglamentos o qué ideario presentaban en su documentación. Si el PCE cumplía los requisitos legales, el Gobierno no podía cometer el ilícito de excluirlo del juego.

«También aquellos días, y posteriormente en ocasiones diversas, traté con Suárez sobre el papel del Rey y sus poderes. Los tenía todos, pero nosotros no le dejamos ejercerlos. Nosotros le hicimos someterse al Gobierno. No por tener a un Rey cautivo, sino a un Rey protegido. Y para trabajar en nuestra misión, establecer una democracia real, sin interferencias ni temores ni cautelas que nos entorpecieran o nos desviasen. Adolfo y yo nos lo planteamos de cara: ¿qué papel corresponde al Rey? Los actos debidos. Y punto. ¿Discrecionalidad? Cero. Y en eso Suárez no se anduvo con contemplaciones»[42]. Como tampoco permitió que en los actos debidos del Rey se inmiscuyeran otros actores. A un alto cargo del Gobierno que le preguntó si para la amnistía se requería el dictamen del Consejo del Reino, le respondió tajante: «No. La amnistía la concede el Rey, que es quien tiene el derecho de gracia, y la refrenda el Gobierno».

El 13 de julio, Landelino Lavilla presentó ante el pleno de las Cortes la reforma del Código Penal. Se aprobó al día siguiente, en una sola sesión de cuatro horas. Cayeron así las prohibiciones que durante cuarenta años habían impedido los derechos de asociación, de reunión y de manifestación. Pero no sin vencer obstáculos. Un grueso de procuradores pretendía que se declarase ilícito «cualquier partido comunista con dependencia internacional o sin ella», y que se introdujera de modo explícito esa prohibición en el texto del Código Penal. Torcuato Fernández-Miranda, brujo maestro de los reglamentos, lo impidió aduciendo que no había procedimiento reglamentario «para someter a votación en el pleno esa propuesta ex novo, a la que no se le ha dado el cauce reglamentario, ni tiene las firmas requeridas, ni es una enmienda».

Como el obsesivo fantasma era que por cualquier gatera se colase el PCE con sus directivas del Kremlin, se consensuó una fórmula que declaraba ilícitas «las asociaciones que, sometidas a disciplina internacional, se propongan implantar un sistema totalitario». Eso tranquilizaba a quienes sospechaban que el PCE no era más que un caballo de Troya del comunismo soviético —entre los reticentes, el diario ABC se descolgó el mismo día del pleno con un editorial titulado sin antifaces «No al Partido Comunista»—; y a la vez quedaban abiertas las vías del Tribunal Supremo y del Gobierno para que decidieran la aceptación en los supuestos dudosos.

Aunque el resultado de la votación fue de 245 síes frente a 175 noes, era una victoria pírrica y preocupante: 141 procuradores no acudieron a votar. Pero ¿y si acudían en cualquier próximo proyecto de ley? En aquellas Cortes, reacias al cambio y mastodónticas —531 procuradores—, el Gobierno no contaba ni con la mayoría cualificada de dos tercios (354), ni con la mayoría simple (266). Ese hecho aritmético hizo que los ministros se repartieran cuotas de procuradores hostiles, para ejercer con cada uno de ellos una especie de proselitismo democrático o un pressing de supervivencia o un puesto de reacomodo, predisponiéndolos al hecho culminante: aprobar la reforma política que cambiaría el régimen suponía firmar el acta de defunción de aquellas mismas Cortes.

Algo similar ocurriría con las imponentes moles del Movimiento y de la Organización Sindical. Al ministro Ignacio García López le correspondió el desmontaje del Movimiento, que no era sólo quitar aquellas descomunales flechas rojas de la fachada del número 44 de la calle Alcalá, sino desmovilizar y disolver un sinfín de cuadros orgánicos, de personas en puestos de mando desde siempre, decenas de miles de funcionarios, cientos de sedes con una capilaridad que llegaba hasta el último municipio en todo el territorio. Los gobernadores civiles eran delegados provinciales del Movimiento; los alcaldes, delegados locales del Movimiento, con acumulación de cargos y disponibilidad autónoma de sus medios materiales, sus plataformas de influencia, sus periódicos. En definitiva, su poder. Uno de los aciertos del Gobierno de Suárez fue encontrar reubicación con trabajo y sueldo a todas esas personas, antes de que fuesen desalojadas y despojadas de sus confortables estatus. Lo cual, por otra parte, evitaba que se volvieran contra la reforma.

Y todo eso se hizo con tacto, con seriedad, con grandes dosis de humanidad. Sin barrenos demoledores, sin derribos súbitos que aplastaran a los que estaban dentro. No fue una operación de artilleros, sino de juristas: un cuidadoso desguace, pieza a pieza, de varias Leyes Fundamentales. Más de veinte elementos legales cayeron en faeneras sesiones de la comisión de competencia legislativa, sin aspavientos ni ruido, pero con la fuerza expeditiva del decreto ley. Se asfaltaba así el camino político y legal que permitiría hacer la reforma, vehículo para transitar de la dictadura a la democracia.

Era una tarea imprescindible porque, cuando Adolfo Suárez se hizo cargo del Gobierno, el régimen estaba intacto, intactas las instituciones, intactas las leyes, intactas las prohibiciones y los modos de participar en la vida política. Estaba sobre todo intacta la titularidad del poder.

A los tres días de reformar el Código Penal, tras un Consejo de Ministros que comenzó el 16 de julio por la tarde y acabó a las tres y media de la madrugada del 17, el Gobierno lanzó su declaración programática.

En un lenguaje casi rupturista, diciendo las cosas claras y sin forzar lecturas entre líneas, el Gobierno expresaba su convicción de que «la soberanía reside en el pueblo» y su propósito de «instaurar un sistema político democrático, garantizando los derechos y libertades cívicas, la igualdad de oportunidades políticas para todos los grupos políticos, y la aceptación del pluralismo real». A tal fin, se comprometía a «reformar los textos legales para que se puedan ejercer las libertades políticas, sindicales y de expresión». Se disponía a iniciar y mantener «un diálogo con los grupos políticos afines y con la oposición, de modo que sus opiniones tengan reflejo en la obra de Gobierno», reconociendo «el servicio que prestan la crítica y la discrepancia civilizada». Los ciudadanos harían la nueva Constitución, y el Gobierno anunciaba que convocaría «elecciones generales antes del 30 de junio de 1977».

Reconocía como garantía última «la justicia independiente y la unidad jurisdiccional». Se proponía crear «instrumentos de representación y decisión para potenciar la autonomía y el desarrollo de las regiones».

Tras unas referencias de retórica tradicional a la autoridad, el respeto a la ley, la importancia de las Fuerzas Armadas en la defensa nacional y la continuidad en el trazado de su política exterior, el Gobierno apostaba de lleno por «la economía de libre mercado», enumerando hasta diez líneas de actuación para dinamizar la economía.

En diversos párrafos de su declaración, el Gobierno requería el trabajo y el concurso de todos, consciente de que eso implicaba «lograr una auténtica reconciliación nacional». Para ello, pedía al Rey «una amnistía de los delitos políticos y de opinión que no hubiesen lesionado o puesto en riesgo la vida o la integridad física de las personas».

No era un desiderátum ni una carta naíf a los Reyes Magos. Eran palabras mayores, y era un compromiso del que, apenas cinco meses después, el Gobierno daba al pueblo una prueba tangible, convocándolo a referéndum para la reforma política.

Meses más tarde, al pedir el voto popular en las primeras elecciones generales, Adolfo Suárez pudo mostrar párrafo a párrafo que había hecho los deberes:

Creo modestamente que en esta nueva hora de España y al pedirles su voto —diría en su spot electoral televisivo el 13 de junio de 1977—, no traigo mis papeles en blanco ni soy una incógnita. Prometimos devolverle la soberanía al pueblo español, y mañana la ejerce. Prometimos normalizar nuestra vida política, gestionar la Transición en paz, construir la democracia desde la legalidad, y creemos que con las lógicas deficiencias lo hemos conseguido. Prometimos que todas las familias políticas pudieran tener un lugar en las Cortes, y el miércoles pueden lograrlo…

El Rey y Suárez se reparten la faena

Fueron tiempos de mucha acción. El Rey tenía que conseguir adhesiones a la Monarquía desplazándose por España para ganar adeptos a su persona, y asegurar a los militares que nada de cuanto se hiciera quebraría la unidad de España ni vulneraría las «esencias». Ciertamente, Suárez no mencionó a Franco en el discurso televisado —presentándose desde su casa—, ni en la declaración programática del nuevo Gobierno. Tampoco lo hizo el Rey al presidir el primer Consejo de Ministros. El paso de página era evidente. La nueva era había comenzado. Y el 18 de julio, coincidiendo con los cuarenta años de la sublevación militar de Franco y el inicio de la guerra civil, Don Juan Carlos concedió la amnistía a los delitos de intención política. Además, ya en 1969 habían prescrito todos los delitos cometidos durante la contienda. Sin embargo, hubo excombatientes franquistas, miembros veteranos del Ejército y población civil de la derecha tradicional que no acogieron bien ese gesto de concordia, de perdón, y de borrón y cuenta nueva. Produjo un especial malestar en algunos militares el que la amnistía incluyera a los oficiales miembros de la UMD, aunque para ellos fue una concesión cicatera porque se les exculpaba del delito de sedición, pero sin readmitirlos en el Ejército. Perdían su condición de militares.

Aquel verano, por «contentar al corro», el Rey procuró agradar al estamento castrense en sus actos públicos: durante el viaje oficial de varios días por Galicia, abrazó al apóstol Santiago; invitó a Pilar, la hermana de Franco, a su tribuna en Puentedeume; inauguró la avenida del Ejército, en A Coruña; entregó los despachos a los oficiales salientes, en la escuela naval de Marín, y presidió la jura de bandera de los nuevos infantes de Marina. A partir de entonces, lo hizo todos los años con las nuevas promociones militares de los tres ejércitos, en diversas ciudades españolas. Era la ocasión de departir con los jefes y charlar entre bromas y veras con la oficialidad joven. Le iba y mucho captar en el Ejército simpatías hacia su persona y lealtades a la Corona.

El Gobierno trabajó intensamente aquel verano, sin más alivio que algunos fines de semana, breves, porque en España regía el sistema laboral de semana inglesa: se trabajaba hasta las dos de la tarde del sábado, y no existían los puentes.

Suárez: «Felipe González me da largas»

El Rey y su familia tomaron vacaciones en agosto, en el palacio de Marivent, en Palma de Mallorca. Pero el monarca tuvo que combinar su afición náutica con audiencias, despachos y desplazamientos a Madrid. El 2 de agosto convocó y presidió en La Zarzuela la Junta de Defensa Nacional. Era la primera vez que Adolfo Suárez se reunía oficialmente con el alto staff de la Defensa: aparte de los cuatro ministros militares del Gobierno, el jefe del Alto Estado Mayor, Gutiérrez Mellado, y los jefes de Estado Mayor de los tres ejércitos, Tierra, Mar y Aire. Había hecho las milicias universitarias, pero, como le decía el Rey, «no conoces por dentro lo militar, ese mundo te es ajeno». Aun cuando no se abordasen temas netamente defensivos, de dotación y equipamiento, había suficientes novedades sobre las que cambiar impresiones: los créditos y condicionamientos prescritos en el flamante tratado hispanoamericano; el nuevo Gobierno y su declaración programática; las despenalizaciones del Código Penal ya reformado; la amnistía del 18 de julio de ese mismo año; el anuncio aún muy difuminado de una unidad jurisdiccional, que cabía traducir como el fin de los tribunales de excepción —el Tribunal de Orden Público—, o la restricción de la justicia militar…[43]

A los pocos días, el 11 de agosto, Don Juan Carlos regresó muy temprano a Madrid para resolver varias gestiones en una sola jornada. Por la mañana, se entrevistó con el jefe del Gobierno de Luxemburgo, Gaston Thorn, que pasaba sus vacaciones en su residencia privada de la Costa Brava. Esa conversación, de neto contenido comunitario, venía precedida por la que el ministro de Exteriores, Marcelino Oreja, había celebrado ya con Thorn dos semanas antes. Era el empeño de Suárez, «¿papel del Rey? Los actos debidos», para evitar que el monarca, al margen del Gobierno, tomara iniciativas políticas o aceptase las de otros, aun cuando su visitante fuera como en este caso un buen amigo de Don Juan Carlos. Y cuando tres días después, de vuelta ya en Palma, le anunciaron que Alexander Haig, secretario general de la OTAN y jefe de las Fuerzas Armadas estadounidenses en Europa, deseaba un encuentro con el monarca en Marivent, Adolfo Suárez recomendó al Rey que fuese una visita breve, sin contenido oficial, sin comunicado, y que la nota de prensa se despachara como «un saludo protocolario de cortesía, ya que el general Haig va a descansar unos días en un hotel de Palma». Uno y otro lo cumplieron estrictamente. Lo cual no fue óbice para que en los treinta minutos de conversación a solas, Haig presionara al Rey sobre el papel funcional de las bases militares españolas respecto a la seguridad del Mediterráneo: fondeadero de buques de la Sexta Flota americana y lugar de trasiego encubierto de la Quinta Escuadra soviética, y la conveniencia de cierta laxitud por parte de España en los plazos de evacuación de los submarinos nucleares estadounidenses. Eran años de guerra fría.

Por la tarde del 11 de agosto, el Rey recibió en La Zarzuela a Martín Villa, ministro de Gobernación, y a Calvo-Sotelo, de Comercio. Antes había despachado con el presidente Suárez. Entre otros asuntos, Suárez le informó de sus conversaciones con líderes de la oposición todavía ilegal. Tiró de agenda:

—El 12 de julio, entrevista con el pope de los democristianos, don José María Gil-Robles. El 13, con Chirac en París. El 14, con Luis Gómez Llorente, que es una especie de ideólogo puro del PSOE. Los días 15 y 16, preparación y debate de la declaración programática del Gobierno. El 18, a vueltas con la amnistía política. El lunes 19, amainando quejas: unos, que «os habéis pasado», y otros que «os habéis quedado cortos». El 20, entrevistas separadas con el democristiano Fernando Álvarez de Miranda y con el socialdemócrata Antonio García López. Varios contactos de interés con personajes menos relevantes, aunque buenos enlaces. El 28, conversación con Joaquín Ruiz-Giménez, factótum de Izquierda Democrática y su tribuna crítica Cuadernos para el Diálogo. Éstos son los de «El apagón», que escribió Pedro Altares. El 3 de agosto, Raúl Morodo, del PSP. Hablaba por sí mismo, pero intentó saltarse pasos y que el Viejo Profesor Enrique Tierno viniera en directo aquí, a La Zarzuela.

»Entre tanto, Felipe González me da largas. Ya se había negado cuando yo era ministro del Movimiento: le parecía un contrasentido «dialogar con el mandamás del partido único». Y ahora no quería acudir a Castellana 3, porque consideraba que mi nombramiento de presidente a dedo podría ser todo lo legal que se quisiera, pero carecía de legitimidad de origen. Sin embargo, en cuanto supo que yo estaba hablando con los del PSP, se ve que eso le dio pellizco y se animó a que tuviéramos un encuentro. Puso sus condiciones: a solas y en secreto. Fue ayer, 10, por la noche. En casa de Joaquín Abril Martorell, el hermano de Fernando, que tiene un piso en la calle Profesor Waksman 14, cerca del Eurobuilding. Entregó las llaves y se quitó de en medio. Yo al llegar despedí al chófer y a los escoltas, y esperé arriba. Cuando Felipe llamó al timbre puso cara de asombro porque le abrí yo mismo: «¿No querías un encuentro secreto y discreto?»

Como el Rey interrogaba con los ojos, Suárez le hizo un gesto expresivo de que había ido bien. Sin dejar la agenda, siguió con su relación de visitas con opositores:

—Hoy, dos catalanes de ideologías y formaciones distintas: Jordi Pujol, de Convergència de Catalunya, y Josep Pallach, del Partit Socialista de Catalunya-Reagrupament, que acaban de unirse con Josep Verde i Aldea y Heribert Barrera. Tengo cita pendiente con Joan Reventós, del Partit Socialista de Catalunya-Congrés. Son todos socialistas, son todos catalanes, son todos republicanos… y no sé qué disputas tuvieron en el pasado, pero no van juntos. O se unen, o será peor para ellos.

—¿Con Felipe cómo has quedado?

—Probablemente volveremos a vernos el 2 de septiembre. Y el 4 con Enrique Tierno[44].

A grandes trazos, Suárez le refirió al Rey su mano a mano con González:

—Ha sido una entrevista muy abierta, con buena comunicación, con sintonía humana. A éstos, de fondo, les fastidia que la iniciativa y el control de la reforma esté en manos del Gobierno y que tengan que pasar por las Cortes franquistas, y pasar por nuestro aro para ser legalizados. Lo entiendo y se lo he dicho, pero… no hay otro camino, si se quieren hacer las cosas. Luego está otro tema, que no acaba de aflorar aunque les incordia: me parece que dentro del PSOE hay división o al menos no tienen muy clara la postura ante el Partido Comunista. Son partidarios de la legalización del PCE; y se sentirían más cómodos aceptándolo todo si el PCE estuviera también en el juego político legal. Les salvaría la cara, pero… en las urnas puede perjudicarlos. Ésa es su contradicción.

—Bueno, desde que se unieron todos en la Platajunta ya han hecho una masa común: o todos o ninguno…

—Sí, es una forma de presión; pero no creo que Felipe en este asunto vaya a ser demasiado beligerante[45].

—Y sobre la Monarquía, aparte de lo que digan de boca para afuera…

—Son republicanos por definición y por historia, pero si la Monarquía les garantiza una democracia auténtica, aceptarán la Monarquía, la bandera, el escudo, los símbolos… Por supuesto, la unidad de España. Si tuviera que dar dos trazos políticos de Felipe González, diría que me ha parecido españolista y patriota. Y esto, en un hombre joven de izquierdas, es importante.

»En la conversación de ayer, Felipe quería saber los contenidos de la reforma política, cómo será el bicameralismo, qué pasará con el Movimiento, el sistema electoral, la cuestión sindical, si las nuevas Cortes serán constituyentes… en esto insistió mucho. Buscaba las diferencias entre los proyectos que él conocía de Fraga y de Areilza y el que proponemos nosotros. Claro, lo que yo no podía decirle es que en este momento tengo diez o doce borradores sobre mi mesa. Y todavía no… Ah, me hizo dos preguntas comprometidas: qué seguridad numérica, más o menos cuantificada, tenía yo de que estas Cortes tragarían con una reforma que las llevaba al matadero, y si había controles de inteligencia suficientes para evitar que los militares lo mandaran todo a hacer puñetas.

—¿Qué le dijiste?

—Que justo ésas eran mis dos mayores preocupaciones; pero en todo caso son mi responsabilidad y entran en mi sueldo. En algún momento, y en plan desenfadado, le dije: «Hombre, Felipe, ya que el tema te inquieta, dile a tu gente que no cargue la mano y que extreme la prudencia».

Adolfo y Felipe gatean buscando micrófonos ocultos

Aquel verano, Henry Kissinger, el secretario de Estado norteamericano, no pudo seguir de cerca la evolución política española: toda su atención estaba centrada en las elecciones presidenciales americanas de noviembre de ese año, en las que Gerald Ford se jugaba la presidencia. No obstante, cada vez que tenía algún contacto con responsables políticos europeos, inquiría sobre los temas de España. Aprovechando un viaje a La Haya aquel mes de agosto, y quizá porque había tenido noticia del encuentro Suárez-González, le preguntó al primer ministro holandés, el socialista Den Uyl, si compartía la buena opinión de Willy Brandt sobre Felipe González. Den Uyl le dijo que sí, que estaba de acuerdo con Brandt, y lo mismo opinaba el austriaco Bruno Kreisky, «porque Felipe no es el joven idealista y radical que uno podría esperar; hablando con él notas que es un hombre reflexivo, políticamente moderado, y conoce los límites de la realidad».

Suárez y González se reencontraron el 2 de septiembre. La cita fue en el domicilio de Rafael Anson, director general de RTVE y hombre de confianza de Suárez. En la urbanización Las Lomas-El Bosque, a las afueras de Madrid. Con menos secretismo que la vez anterior: González llegó acompañado del socialista Luis Solana y, como chófer y guía, Manuel Ortiz, subsecretario de despacho del presidente del Gobierno. En la casa los esperaban Adolfo Suárez, Rodolfo Martín Villa y el anfitrión. Ortiz y Anson se retiraron enseguida y dejaron el campo libre, eso sí, con un bufé bien abastecido de viandas, refrescos, infusiones y licores.

La conversación se encarriló hacia dos asuntos prácticos e inmediatos: la legalización del PSOE y la libertad para celebrar actos públicos, en concreto el XXVII Congreso del PSOE. Estaba convocado para diciembre. Por mucho que acelerase el Gobierno los trámites de legalización de los partidos, los socialistas tendrían que realizar su congreso de un modo muy raro: consentido, público, con prensa, con invitados de alto bordo internacional, pero desde la ilegalidad.

González arrimaba el ascua a su sardina, metía prisa para que legalizaran el PSOE, en cambio decía sin ambages que el PSOE histórico podía esperar[46]. Y Solana reforzaba la petición de Felipe:

—Es el PSOE renovado, y no el histórico, el que tiene el reconocimiento de la Internacional Socialista. Nosotros les hemos abierto las puertas para que se integren. Pero si se empeñan en ir solos, y encima los legalizáis, lo que conseguirán será confundir al elector y desperdigar votos. Ya con el PSP de Tierno y compañía tendremos confusión de sobra…

Felipe discutía con Martín Villa, como ministro de Gobernación, un tema de criterio, defendiendo «el fuero más que el huevo»:

—Nos permitís el registro legal como una concesión, un gesto generoso de buena voluntad del Gobierno; pero yo no estoy de acuerdo con ese planteamiento. ¿Esto va a ser en serio una democracia auténtica? Entonces, tenemos derecho a existir legalmente, sin necesidad de pasar por la ventanilla para que el Gobierno nos dé su aprobación formal. Si asociarse políticamente es un derecho, no hay que pedirlo como un favor[47].

Tenía razón. Y unos meses después, la Ley de Asociaciones, que era muy restrictiva, se reformuló como derecho de asociación política, y el protocolo de inscripción se flexibilizó permitiendo el registro oficial de más de cien partidos, entre ellos el PCE[48].

En cuanto a la vida legal del comunismo en España, no se oponían, pero tampoco lo defendían. ¿Para qué tener otra fuerza rival en la izquierda?

—Vosotros, el Gobierno, queréis legalizar el Partido Comunista como si fuese el test de garantía de que vais a una democracia fetén. En cambio, nuestros compañeros alemanes del SPD y los de la Internacional Socialista no tienen ningún interés, ninguno, en esa legalización. La República Federal Alemana no es menos democracia porque no haya Partido Comunista.

Así lo pensaban. O así les convenía.

En una reunión interna del PSOE —a finales de 1976 y antes de abril de 1977—, Nicolás Redondo pidió la palabra para protestar sobre este tema:

—No entiendo por qué no echamos una mano a los compañeros comunistas. Si al PCE no lo legalizan para las próximas elecciones, ellos se quedarán fuera como ilegales; y nosotros quedaremos dentro, pero… deslegitimados.

Le respondió el propio Felipe González:

—Compañero Nicolás, que los comunistas se ocupen de sus problemas y nosotros de los nuestros. Además, ¿cuándo los comunistas se han preocupado o cuándo han movido un dedo para que se legalizaran los partidos socialistas de los países del Este?[49]

Adolfo y Felipe siguieron reuniéndose. Había entre ellos sintonía personal y política. Buena química y confianza espontánea. En alguno de esos encuentros, a solas y en una casa prestada, a Felipe le entró la duda «de que pueda haber grillos o canarios o como se llamen los micrófonos ocultos, y nos estén escuchando los tuyos del Seced»[50]. Adolfo le propuso: «Registremos entre los dos todo el piso», y estuvieron un buen rato gateando, levantando alfombras, mirando por los radiadores y detrás de los cuadros, descorriendo cortinas hasta cerciorarse de que no había ningún chivato escondido.

Fue bien la primera reunión, la segunda, la tercera… todas —recordaba González tiempo después—. Aparte de su simpatía, su capacidad de comunicar en el tú a tú, es que te contaba la película de lo que pensaba hacer, y era totalmente creíble. Iba bien la relación, incluso cuando Adolfo se comprometía a hacer algo y luego no tenía margen de maniobra para hacerlo. Eso indignaba a muchos de mi partido. Ellos lo veían desde fuera y desconfiaban: «Te está metiendo goles»; pero yo me ponía en la piel de Suárez y tenía que comprenderlo[51].

Fernando Abril: «Yo soy el tío Gilito de la UGT»

La tolerancia del Gobierno hacia el PSOE y las ayudas materiales fueron evidentes. No estaban legalizados, pero funcionaban con patente de corso, recomendados por la Secretaría de Estado de Washington, por las democracias europeas y por la Internacional Socialista, que les adjudicó la Fundación Friedrich Ebert como nodriza financiera.

Había dos intereses en la decisión gubernamental de apoyar al PSOE y a la UGT, su sindicato. Uno, táctico y electoral, para que el PSOE frenase al PCE y evitara su victoria; y que el sindicato UGT se fortaleciera y creciera a expensas del sindicato comunista CC.OO. «En España, el peligro era el PCE —reconocería paladinamente Leopoldo Calvo-Sotelo, rememorando en 2007 los treinta años de la Transición, cuando él era ministro de Suárez—, y desde el Gobierno apoyamos decididamente al PSOE en todos los ámbitos, incluido el financiero: le dimos dinero al PSOE para que frenase al PCE». Y Fernando Abril, como vicepresidente del Gobierno, lo corroboraba: «Yo soy el tío Gilito de la UGT; a través del Banco Exterior de España avalamos los créditos que les daban sus compañeros del Deutscher Gewerkschaftsbund (DGB), el sindicato alemán, poniendo nosotros el dinero para potenciar a la UGT y que le comiera terreno a CC.OO., que entonces era verdaderamente el coco que nos asustaba».[52].

El Rey alertaba. «¡Mucho cuidado con las izquierdas! Una cosa es legalizarlas y otra cosa es financiarlas», y Suárez tuvo que convencerle de que políticamente era rentable ese fortalecimiento «amarillo» de la UGT para restar afiliación y votos a CC.OO.

Estaba muy reciente, y entre los gobernantes muy presente, la experiencia del 25 de abril de 1974 en Portugal, la Revolución de los Claveles. Con sus soldaditos cantando Grândola, vila morena, sonriendo, y con un clavel rojo en cada fusil. Un aviso de que las cosas podían ponerse calientes y empezar a moverse. Portugal, casi una colonia británica, cuarenta y dos años bajo la influencia de Inglaterra que sostuvo las dictaduras de Oliveira Salazar y de Marcelo Caetano (1968-1974)… Y en un solo día, sin disparar ni un tiro, el vuelco. Pero enseguida comenzaron las divergencias entre los partidos y el riesgo de derrapar hacia otra dictadura, ésta comunista, con Álvaro Cunhal. Y en la España de 1976 ése era el coco. Mário Soares y Willy Brandt, alarmados, escribían cartas a Brezhnev para que embridase a los comunistas lusitanos, a la vez que Gerald Ford le aconsejaba al bisoño rey Juan Carlos que escarmentara en cabeza ajena.

El segundo interés del Gobierno español para apoyar al PSOE era estratégico y económico: la Comunidad Europea. En seis de los nueve países comunitarios gobernaban los partidos de la Internacional Socialista. Cada vez que Areilza, como ministro de Exteriores, y luego Oreja en el mismo rol, volvían de un periplo europeo, informaban al Rey de que el asunto más puntero y que más interés suscitaba en aquellos gobiernos era el futuro del PSOE, las posibilidades de juego del PSOE, las facilidades que se dispensaban al PSOE… Un pressing bastante descarado. Incluso en una de sus estancias en Luxemburgo, Areilza tuvo que escuchar con rostro impávido el mensaje de que «sería muy conveniente para España que mejorase sus relaciones con Israel, en previsión de la influencia que el Gobierno de Israel, socialista, pueda ejercer sobre sus correligionarios de la Internacional Socialista, especialmente sobre holandeses y daneses, para que obstaculicen el ingreso español en la Comunidad Europea». Advertencia que, por supuesto, Areilza trasladó al Rey. Y en algún periódico se escribió con atinada ironía: «Para la Internacional Socialista, Felipe González es el aduanero que chequeará si el pasaporte español es o no suficientemente democrático para ser admitidos en la Comunidad Europea».[53].

En diciembre de 1976, el PSOE, ilegal todavía, celebró en Madrid su XXVII Congreso con toda suerte de facilidades y tolerancias, con seguridad policial, «protegidos pero no vigilados», reconocieron ellos mismos. Asistieron los grandes líderes de la Internacional Socialista, entre ellos Willy Brandt, Olof Palme, François Mitterrand, Pietro Nenni, Michael Foot, Carlos Altamirano, y delegaciones de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y del Frente Polisario. Sólo hubo que disuadir a Mário Soares para que no acudiera, pues al ser el jefe del Gobierno de Portugal, su presencia hubiese significado que despreciaba la situación de ilegalidad del PSOE, al tiempo que exigía un recibimiento oficial, unas audiencias y unos protocolos.

Después de cuarenta años de clandestinidad, ese congreso fue la presentación pública del PSOE y de la joven ejecutiva surgida en Suresnes. El Gobierno de Suárez aprovechó su gran impacto mediático en Europa como señal de humo de que la democracia española iba por buen camino. Willy Brandt y el diputado Hans Matthöfer —el «hombre del maletín» que facilitaba las ayudas económicas a los compañeros socialistas españoles y portugueses— fueron recibidos por el Rey y por Adolfo Suárez, a petición del monarca. Los dos alemanes sacaron muy positivas impresiones de esas entrevistas y de la sinceridad con que el proceso democratizador se estaba llevando a cabo. Juan Carlos encareció a Brandt que siguiera influyendo en el PSOE para que se condujese en la línea moderada con que ya venía actuando. En cuanto a Suárez, aunque no mencionó la comisión de los Nueve, les dio a entender que estaba dispuesto a negociar con ellos. Suárez dijo que tanto el Rey como él eran partidarios de legalizar al PCE cuanto antes, pero la actitud hostil del Ejército era un fuerte obstáculo, «aunque —agregó— según las últimas encuestas hechas, entre los oficiales jóvenes y de mediana edad, de tenientes a comandantes que no hicieron la guerra civil, la oposición al PCE ha disminuido bastante». Un argumento novedoso, aducido por Suárez en su charla con Brandt y Matthöfer, para justificar la legalización del PCE fue que, sin el concurso positivo de los comunistas y de su sindicato CC.OO., no sería posible afrontar la deteriorada situación económica que atravesaba España. Curiosamente, ese razonamiento se lo había hecho llegar el propio Carrillo, a través de Armero, por sus conversaciones de agosto en Niza y de septiembre en el Commodore de París. Y a Suárez le había hecho efecto[54].

De los encuentros entre el Gobierno y los líderes de la oposición, aparte del resultado concreto de diálogo y entendimiento que se obtuviera en cada uno, había siempre alguna deliberada filtración, de modo que la ciudadanía iba conociendo nombres y rostros hasta entonces ignorados, y acostumbrándose a que había que «hacer camino al andar» y hacerlo juntos, hombro con hombro. Era, en cierto modo, la asignatura de ciudadanía, la pedagogía cívica que impartieron día a día los medios de comunicación. Sacar de la oscuridad, del anonimato impuesto durante años de prohibición, a los próximos protagonistas de la acción política, mostrar el cartel de los nuevos actores, exponer sus ideas políticas y sociales. Todo ello suponía una imponderable aportación a la convivencia democrática y al logro formidable del consenso. Durante meses, muchos meses, todos esos líderes tuvieron plaza en periódicos y emisoras: tertulias, entrevistas, ruedas de prensa, almuerzos con periodistas.

Todos, excepto el gran excluido: el PCE, con su secretario general, Santiago Carrillo. Era el tabú. La náusea de la derecha reaccionaria todavía instalada en las instituciones. El enemigo a sangre y fuego en el imaginario colectivo del Ejército. El maligno imperdonable. La curva peligrosa donde podía derrapar la reforma. El desafío del Gobierno. Y el miedo del Rey. Sin embargo, el «quiero ser el Rey de todos los españoles» no podía hacer apartheids discriminatorios. Harían falta agallas y «una determinada determinación», pero había que intentarlo. Conocer sus pretensiones y sus actitudes. Exponerles los requisitos de la ley y saber si iban a cumplirlos.

Y no se trataba de un test de autenticidad democrática, sino de un acto de coherencia y de justicia: los comunistas eran tan españoles como los demás, por tanto, debían tener el mismo derecho que los demás a expresar pacífica y libremente sus ideas.

Al fin, Adolfo Suárez, se echó pa’lante.

Carrillo: «Si nos dejan fuera, les dificultaremos mucho, ¡mucho!, las cosas»

Los contactos venían de tiempo atrás. A decir verdad, los inició Juan Carlos, siendo Príncipe, en agosto de 1974, durante su primera y breve interinidad como jefe del Estado. Franco convalecía en el Pazo de Meirás. Juan Carlos le visitaba con cierta frecuencia. Y en una de sus estancias en el Pazo, coincidió con un sobrino carnal del Generalísimo y procurador en Cortes, Nicolás Franco Pasqual del Pobil. Se conocían, habían jugado juntos desde que eran niños en Estoril y en Lisboa. Ambos veían que la vida de Franco había entrado en el principio del fin. Hablaron del futuro de España y Juan Carlos le pidió que se entrevistase con Santiago Carrillo «en París o donde resida». Le dio una pista: «Sé por mi padre que quien puede tener acceso a Carrillo es Pepe Mario Armero». Cierto. Pocos días antes, José Mario Armero, abogado con bufete internacional en Madrid, presidente de la agencia Europa Press, liberal y monárquico juanista, había visitado a Don Juan en el hotel Le Meurice de París y le contó que el día anterior había estado con Carrillo en el hotel Bristol. Los había presentado un amigo común, Teodulfo Lagunero, ingeniero, empresario y mecenas de Carrillo.

Armero organizó la cita aquel mismo agosto. Lagunero localizó a Carrillo en Livorno, en Italia: «Santiago, vuelve a París enseguida. Alguien muy importante quiere verte… Alguien muy importante de España. Por teléfono, no puedo decirte más».

Se reunieron en París, en Le Vert Galant, un pequeño restaurante de L’Île-de-France, Armero, Nicolás Franco, Lagunero y Carrillo. Comida y sobremesa, cuatro horas. La presencia de Armero tranquilizaba a Carrillo acerca de las intenciones de «un pariente carnal del dictador». Aunque Nicolás sólo explicó que estaba haciendo «un sondeo, una encuesta, entre dirigentes políticos de la oposición, respecto a los tiempos que vienen», que la había comenzado en 1973 y tenía ya más de setenta personajes entrevistados, se sobreentendía que actuaba por encargo del príncipe Juan Carlos. En concreto, aquel día quería conocer las intenciones del líder comunista y las de su partido de cara al futuro sin Franco.

Nicolás Franco no me dijo de un modo claro que viniera de parte del Príncipe —comentaba Carrillo más tarde—. Yo lo deduje, pero él no me lo dijo. Y con mucha razón. Si yo soy un tío que quiere marcarse un tanto en Europa en aquel momento y decir que el sobrino de Franco ha comido conmigo en París, enviado por Juan Carlos, la armo. Porque justo en aquellos tiempos había unas presiones familiares y políticas tremendas sobre Franco para que revocase la designación de Juan Carlos y nombrara sucesor a su primo, Alfonso de Borbón y Dampierre… De modo que si yo, sabiendo eso, soy un loco y lo suelto…, el Rey no es Rey. Está claro. El Rey se va por el vertedero. Por tanto, su mensaje no puedo atribuírselo al Príncipe[55].

[…] Nicolás me dio su visión del cambio, de la apertura que habría que hacer… Y me tiró de la lengua. Le interesaba saber qué pensaba yo, cuál sería nuestra actitud pública a la muerte de Franco. Me planteó directamente la disyuntiva Monarquía o República. Yo le dije: «Mire, yo soy partidario de una democracia; y en la situación a la que vamos, lo importante no es la forma de Estado sino el régimen: no se trata de discutir entre Monarquía o República, sino entre dictadura o democracia». Con sentido del humor le comenté que un sobrino de Mussolini era comunista, miembro del Partido Comunista de Italia, porque en el comunismo cabía el entendimiento con todos, incluso con los fascistas y con los familiares de Franco. Y que nosotros no íbamos a juzgar a quienes se habían criado en el sistema franquista… Era una declaración de intenciones por mi parte[56].

En efecto, no era una toma de contacto del Príncipe a través de terceros, sino algo más amplio y gaseoso: un trabajo de campo que, como servicio a Juan Carlos, acometió Nicolás Franco para ir pulsando opiniones de políticos, intelectuales, empresarios, sindicalistas, militares de todo el espectro ideológico, desde Blas Piñar hasta Santiago Carrillo, pasando por Felipe González, Girón o Tierno Galván. Según Nicolás Franco, «esa conversación empezó un poco tensa, con desconfianza y expresiones despectivas de Carrillo hacia Franco, mi tío, y hacia el Príncipe, su sucesor; pero luego transcurrió templada y hasta cordial. Carrillo dijo que se comprometería a aceptar la Monarquía, si a su partido y a él se les aceptaba en el juego político, aunque creía que el Rey y la Monarquía no durarían ni tres meses»[57].

Al año siguiente, en agosto de 1975, también por iniciativa del Príncipe, se produjo el envío de un mensaje a Carrillo, con un contenido más concreto y personalizado. La ruta fue algo rocambolesca: Manuel Prado y Colón de Carvajal, íntimo amigo de Juan Carlos, utilizó la mediación de Domingo Dominguín, militante comunista, para trasladarse a Rumania y ser recibido por el presidente Nicolae Ceaucescu. Una vez allí, y aunque decía llevar «un mensaje personal del futuro Rey de España», los de la Securitate le cachearon y le descubrieron una minigrabadora sujeta a la pierna, por lo que pasó un par de días en un calabozo. Aclarado todo, transmitió el mensaje al dictador Ceaucescu:

Don Juan Carlos de Borbón, el futuro Rey de España, le pide transmita a su amigo y camarada Santiago Carrillo que su intención es, en cuanto acceda al trono, establecer una democracia plena, legalizando todos los partidos políticos, también el PCE. Aunque, por prudencia, habrá que medir los tiempos, y el PCE posiblemente tendrá que esperar un par de años hasta ser legalizado. Don Juan Carlos pide al señor Carrillo que confíe en él, que no fuerce los acontecimientos y tenga paciencia, porque cualquier precipitación puede ser perjudicial para el proceso de cambio. Si él está de acuerdo, todo saldrá bien. En caso contrario, si hay que contar con la oposición del PCE, las cosas pueden resultar mucho más complicadas, y ya son bastante difíciles.

Poco después, Carrillo hubo de viajar a Bucarest, llamado por Ceaucescu. Un intérprete rumano le transmitió el mensaje. La reacción inmediata de Carrillo ante Ceaucescu fue en argot castizo: «¡Ni hablar del peluquín! Tienen que legalizarnos a la vez que a los demás partidos, si no ¿quién en el mundo va a creerse que en España hay una democracia real y de verdad? Y si no lo hacen así, si nos dejan fuera, siendo la fuerza política que más ha luchado contra la dictadura, nosotros les dificultaremos mucho, ¡mucho!, las cosas». Luego, a la hora de redactar el texto que se debía trasladar a Juan Carlos, Carrillo atemperó bastante los términos. Al terminar de dictar, le preguntó al traductor quién era el español enviado por el Príncipe. El rumano sólo pudo describir al tipo: «No habrá muchos como él: ojos verdes, barba poblada y… manco del brazo izquierdo». Con esos rasgos, los camaradas de Madrid averiguaron que el emisario había sido Manuel Prado, un gran amigo del Príncipe.

La respuesta de Carrillo tardó varios meses en llegar a La Zarzuela. No había legación diplomática de Rumania en Madrid y toda conexión tenía que ser subrepticia. Entre tanto, Juan Carlos ya era jefe del Estado en funciones por segunda vez y con carácter irreversible. Franco agonizaba en La Paz. El mensaje que Juan Carlos recibió a través de un ministro de Ceaucescu fue: «Santiago Carrillo no moverá un dedo hasta que seáis Rey. Luego, habrá que concertar un plazo, no demasiado largo, para que vuestra promesa de legalización sea efectiva».

«Al oír eso —comentó más adelante el Rey—, respiré tranquilo por primera vez desde hacía tiempo. Carrillo me daba su palabra de que no lanzaría a su gente a la calle. Podríamos trabajar con calma y serenidad»[58].

El 7 de febrero de 1976 —con Juan Carlos en su primer trimestre de reinado con Arias en el Gobierno—, Santiago Carrillo cruzaba a España por La Junquera en el potente Mercedes de Teodulfo Lagunero para instalarse en Madrid en un chalé, también de Lagunero, en la calle de Leizarán, en la zona de El Viso. Allí permaneció muchos meses clandestinamente. Los militantes comunistas le habían dicho que le necesitaban cerca, para que sus directivas de gobierno fuesen inmediatas, rápidas y sobre el terreno. Eran tiempos de actividad intensa y muy hostil: manifestaciones de protesta en la calle, barricadas, paros laborales en cadena, huelgas y encierros de trabajadores, propiciados por CC.OO. y por el PCE, con las subsiguientes réplicas de cargas policiales, muertos, heridos, registros, detenciones de cuadros comunistas.

Ante aquel endurecimiento del ambiente y la ausencia total de una política balsámica e inteligente por parte del equipo Arias-Fraga-De Santiago, el Rey envió otro mensaje a Carrillo en marzo de ese mismo año, 1976, para que templara los ánimos de su gente. Aunque el líder comunista vivía ya en Madrid, la estafeta del correo fue de nuevo la residencia presidencial de Ceaucescu en Bucarest. Y allá tuvo que desplazarse Carrillo con un pasaporte falso a nombre del arquitecto Raymond Giscard.

Don Juan Carlos volvía a reiterarle su petición de calma y paciencia. Y le daba unas largas muy difusas: «En aquellas circunstancias, con tanto extremismo y tanta «lucha» en la calle, no veía fácil ni pronta la legalización del PCE. Su propuesta era que los comunistas participasen pacíficamente en el juego democrático concurriendo a las primeras elecciones como independientes. Y ya más adelante…» La respuesta de Carrillo fue un rotundo no. Se lo dijo allí a Ceaucescu y lo declaró públicamente en rueda de prensa, al pasar por París de regreso, el 2 de abril de 1976: «El PCE no comparecerá en las elecciones ni como un grupo independiente ni disfrazado de lagarterana. Queremos ser legalizados al mismo tiempo que los demás partidos. Si no, saldremos a la calle, que es de todos». Y respondiendo a una pregunta: «No tengo una gran esperanza en que el Rey pueda abrir el camino de la democracia en España. Diré más: no tengo ninguna esperanza».

A partir de esa negativa, Carrillo fijó la legalización del PCE como condición ineluctable para que el PCE aceptase la Monarquía. No habría otro trato.

No era un asunto del que el Rey pudiera desentenderse. Dada la resistencia de las Cortes y del Ejército, sólo cabía pensar que la legalización del PCE tendría que diferirse varios años. Para pulsar de un modo directo y fiable los estados de ánimo y la actitud combativa de los comunistas, evitando las intoxicaciones de los servicios militares de inteligencia, el monarca pensó que un buen vehículo de información podría ser el aristócrata y abogado comunista Jaime Sartorius, miembro con responsabilidades dentro del PCE. Un tío de Jaime Sartorius, el embajador Manuel Bermúdez de Castro, había sido secretario personal de Don Juan de Borbón. Sartorius —que en sus años de universitario le tenía tirria «soberana» a Juan Carlos y era de los que se iban del aula cuando el Príncipe llegaba—, cumplió su cometido de hombre puente tanto cuando el Rey como su partido se lo requirieron[59].

El 2 de junio de 1976, desde su escondite en el chalé de la calle Leizarán, Carrillo siguió por televisión muy atentamente el discurso de Don Juan Carlos en el Capitolio de Washington y su compromiso urbi et orbi de establecer la democracia en España. No quería concebir esperanzas vanas, pero el joven Rey le pareció sincero en su apuesta aperturista. Le agradó. Luego sobrevino la destitución de Arias. Y no entendió muy bien el cambiazo por Suárez, «una cría del falangismo».

Un par de meses más tarde, el 2 de agosto, Carrillo se reunió con Areilza en París, en casa del arquitecto Ricardo Bofill, y allí el defenestrado ministro de Exteriores le ofreció su versión de los hechos. En opinión de Areilza, la tarea de Suárez se limitaría —y no era poco— a desmontar la «casa del régimen» que conocía ladrillo a ladrillo desde dentro, y una vez hecha la reforma el Rey le licenciaría. A partir de ese momento, y para gestionar la etapa constituyente, el conde de Motrico estaría disponible, listo y bien relacionado con los dirigentes europeos y americanos, y con los líderes de la plural oposición española con quienes no iba a dejar de relacionarse entre tanto. Ésa era su balconada de perspectiva.

Carrillo planteó a Areilza su «necesidad y derecho de tener pasaporte español». Areilza le contó que, «en un viaje aquí, a París, como ministro de Exteriores, respondiendo a un periodista, dije: “Santiago Carrillo tiene el mismo derecho a obtener su pasaporte que cualquier otro ciudadano español”. Bueno, pues la reacción en España fue tremebunda. El general Armada, indignado, le dijo al Rey “a Areilza hay que echarle del Gobierno a patadas, porque quiere meternos el comunismo en casa”. Y los cuatro ministros militares se me echaron encima, criticándome mi laxismo tolerante»[60].

No obstante, Areilza sugirió a Carrillo «telefonee usted a Miguel María de Lojendio, nuestro embajador aquí, pídale cita, y él se lo tramitará». Carrillo lo hizo a la mañana siguiente, y De Lojendio le recibió el 7 de agosto. Su petición le pareció razonable y por telegrama pidió instrucciones al Ministerio de Exteriores. En Madrid, el ministro Marcelino Oreja estimó que no se trataba de un pasaporte cualquiera de los que se tramitan burocráticamente en un consulado, y de hecho Carrillo no acudió a un consulado, sino a la embajada de España. Era una cuestión política. Y la llevó a la mesa del Consejo de Ministros. No sólo se denegó el pasaporte «que sería tanto como legalizar el Partido Comunista que Carrillo lidera», sino que el embajador De Lojendio fue destituido fulminantemente. Entre su conversación con Carrillo, su cese en el cargo, y el plácet y nombramiento del nuevo embajador, el marqués de Nerva, apenas transcurrieron tres días[61]. El embajador francés en Madrid, Jean-François Deniau, que tuvo que mediar en las gestiones «con carácter de urgencia» y en pleno agosto, ronroneaba: «¡Estos apasionados españoles…! ¿Otra vez arde París?», ironizando con el título de la novela de Larry Collins y Dominique Lapierre.

Línea caliente y clandestina entre Suárez y Carrillo

El episodio del pasaporte fue un campanazo nada beneficioso para la imagen de apertura que se proponía el nuevo Gobierno. Suárez y Osorio decidieron que convenía «tender una línea de diálogo con Carrillo y mantenerse al habla». Sabían por el Rey que José Mario Armero tenía «entrada» con Carrillo. Suárez le conocía desde hacía años, siendo él director general de RTVE, en casa de Enrique Thomas de Carranza, y desde entonces no habían perdido la buena relación; así que le encomendaron reunirse con Carrillo, con el pretexto de la posible tramitación del pasaporte, y explorar a fondo sus planteamientos políticos, su concepto de España, su actitud hacia la Monarquía, sus condiciones para participar en el nuevo escenario político… Le autorizaron a decir que le enviaba el vicepresidente Osorio.

El encuentro fue el 28 de agosto, en Ville Cométe, una casa que tenía Teodulfo Lagunero a las afueras de Niza y frente al mar. Almuerzo y larga sobremesa. Rocío, la mujer de Teodulfo, los atendió y luego los dejó solos. Armero tomaba notas en un bloc de bolsillo con membrete del restaurante Darro, porque Carrillo dijo que no tenía inconveniente alguno en que su visitante «transmitiera todo lo hablado a la persona adecuada del Gobierno español». Mutuamente acordaron no dar publicidad al encuentro.

Carrillo se pronunció como contrario a las nacionalidades, incluso a los partidos nacionalistas o regionales, «porque es fundamental mantener la unidad del pueblo español […]. Hay soluciones naturales con concesiones a cierta descentralización, pero el regionalismo exagerado es síntoma de debilidad y entraña el riesgo de que las regiones pasen a estar bajo la influencia de pequeñas o grandes potencias extranjeras». Comentó que evitar esa fragmentación, que observaba incluso en los partidos, era una de las razones por las que quería estar en la Platajunta, y que lo había hablado «con Pujol, con Paz Andrade, con Jáuregui».

En la misma línea, dijo en otro momento: «Los trabajadores españoles no tienen más patria que España; y las nacionalidades son creaciones de las burguesías medias o altas».

Hizo un prolijo repaso de los problemas salariales, del paro, de los bajísimos precios agrícolas, y de la falta de gasto público para generar empleo y servicios. Muy rotundo, afirmó que el pacto social exigía un pacto político, «y hoy la única fuerza capaz de imponer el pacto reside en Comisiones. El ministro de Relaciones Sindicales no conseguirá nada si no se entiende con Comisiones Obreras».

Muy interesado en que «se pudiera llegar en paz a las Cortes constituyentes», remarcó «la necesidad de resolver antes los problemas laborales, o al menos paliarlos, para superar los conflictos y que el proceso político se desarrolle sin tensión ni gresca social».

En su criterio, «la etapa constituyente no requería un Gobierno provisional de coalición; bastaría con que en el actual Gobierno hubiese cuatro o cinco ministros representando a los partidos más fuertes de la oposición». En este punto, enfatizó con firmeza que «el Partido Comunista no acepta ser discriminado y quiere tener un representante en ese Gobierno. El PCE no puede quedarse en el gueto, porque fuera de España se pondría en duda la democratización, y dentro se condicionaría todo el proceso democrático». Rechazó con la misma fuerza «la idea de un representante simulado o la actuación a través de otro grupo político, porque la presencia de un comunista en el Gobierno es importante para el propio Gobierno y para los militares. Además, un ministro comunista es indispensable si de verdad se quiere llegar al acuerdo con los trabajadores».

En un par de ocasiones dijo que le gustaría «discutir el tema con los militares, pues, aunque vencieron al comunismo, tienen que comprender que el Partido Comunista es la fuerza más seria, más disciplinada y con mayor capacidad para cumplir los pactos».

A una pregunta de Armero sobre la estatalización y la programación de la economía, propia de los partidos marxistas, Carrillo respondió: «El Partido Comunista se opondría a cualquier medida que pudiera desorganizar la vida política del país; es decir, sería contrario a cualquier programa de nacionalización, expropiación, intervención económica o cosa de ese estilo». Y por dejarlo más claro agregó: «El Gobierno que haya de cubrir la etapa electoral y la constituyente, o sea, el gabinete actual remodelado con presencia de los partidos, mantendría en su totalidad la actual política, también la exterior. Un Gobierno así ampliado, al ser representativo de todos, podría hacer el pacto político para la Constitución. Eso sí, la condición irrenunciable es que las nuevas Cortes sean constituyentes». Y en un tono de voz grave, añadió: «Es el único camino que tiene el Rey para convertirse en Rey constitucional. Si lo hubiera hecho así Alfonso XIII, no se habría jugado la Monarquía».

Llegados a ese renglón, Armero le preguntó si los comunistas querrían revisar la forma de Estado o aceptarían la Monarquía. Carrillo le contestó que el debate ya no era República o Monarquía, sino dictadura o democracia. «Desde el momento actual y hasta la formación de las Cortes constituyentes —afirmó—, el Partido Comunista no jugará a ser la oposición al Rey: su objetivo será implantar la democracia… Hombre, los comunistas no somos monárquicos, ni vamos a manifestarnos como tales; nuestra actuación ante la Corona dependerá de la conducta y de la eficacia del Rey».

Acerca del referéndum para la reforma, dijo que no lo consideraba fundamental: «No estoy en contra, pero dudo de su valor en el momento actual, sin partidos políticos y sin nueva Ley Electoral. Ahora bien, si hay referéndum, la pregunta adecuada sería ¿quiere el pueblo español ir a un período constituyente?, o una similar y bien clara».

Buena parte de la conversación versó sobre su pasaporte. Dio argumentos de necesidad política: «He de estar en España para las reuniones de la Platajunta»; de necesidad familiar: «Mi mujer y mis hijos se van a instalar en Madrid, los chicos van a seguir allí sus estudios»; y de coherencia del propio Gobierno: «Negarme el pasaporte sería negar la amnistía».

En cuanto a los problemas de seguridad de su presencia en España, dijo que estaba dispuesto a someterse a una serie de condiciones, de discreción, ser policialmente escoltado y controlado en todos sus actos, dar cuenta de sus movimientos y viajes… Comentó incluso el desairado papel en que quedaría el Gobierno si él continuaba entrando y saliendo con un pasaporte falso y no le detenían.

En su bloc, Armero había destacado algunas frases: «Hablar con los militares», «Ser controlado policialmente», «Ir a ver al Rey»…

Nada más regresar de Niza, Armero mecanografió sus notas: seis folios, 2034 palabras. Reunido con Suárez y Osorio, les entregó la transcripción de lo hablado y los informó del clima dialogante y de la actitud de Carrillo. Armero volvía contento. «Carrillo es consciente de que la fuerza sindical está en CC.OO. y no en la Unión Sindical Obrera (USO) ni en la UGT, que van a la caza de clientelas y haciendo demagogia. Y me repitió una frase que Gómez Llorente, del PSOE, le dijo hace poco a alguna autoridad: “Si no se pringa el Partido Comunista, no hay negociación posible”. O sea, tiene buenas antenas que le informan».

Como Osorio había puesto cara de espanto ante la propuesta de que hubiera un ministro comunista en el Gobierno de transición, Armero le señaló el párrafo donde Santiago sugería incluso dos nombres: Ramón Tamames, «catedrático de economía al que ya se le han ofrecido cargos políticos en el franquismo», y Simón Sánchez Montero, que en su opinión «sería mejor para tratar con los trabajadores».

Aunque podía parecer provocador, Suárez no rechazó el interés de Carrillo por hablar con militares. Y barajó la idea de que el próximo enlace fuese Andrés Cassinello, militar vinculado a los servicios operativos del Seced[62]. Pero al fin optó por el perfil de Armero: un empresario civil apolítico y con mucho trasiego de viajes al exterior. Días después, le indicó que organizase otra cita. «Ahora ya puedes decirle que te envío yo. En adelante tú serás el único interlocutor por parte del Gobierno, y esta relación ha de ser estrictamente confidencial: nadie tiene que saber de su existencia». El nuevo encuentro fue una cena el 8 de septiembre en el hotel Commodore de París.

A partir de ahí comenzó un diálogo por persona interpuesta que se prolongaría hasta las elecciones de junio de 1977. Un flujo de mensajes, rápidos y ceñidos a la actualidad de cada momento, que se intensificó en los días previos y posteriores a la legalización del PCE, pero también en los azarosos días en que la Transición estuvo a punto de encallar por la violencia de unos y de otros. Entonces, entre Suárez y Carrillo hubo día y noche un «correo del zar» manteniendo esa línea caliente, con la que Suárez pedía «que no monten provocación en la calle: nada de pancartas, nada de bandera rojas, nada de puños en alto…, estamos en un punto de peligro grave». Y Carrillo domeñaba a sus bases.

Cuando más apremiante era ponerse en comunicación, más había que evitar las interferencias y el espionaje de los propios servicios policiales o militares. Suárez no debía hablar directamente con Carrillo. Hablaba por teléfono con Armero o personalmente con Aurelio Delgado, Lito, su cuñado y secretario personal; y éste, con Armero. De otra parte, como Carrillo no estaba localizable en París, porque vivía clandestinamente en Madrid, y eso no lo sabían ni Armero ni nadie del Gobierno, su intermediario era un camarada del PCE, Jaime Ballesteros. Una cadena compleja en apariencia, pero veloz en la transmisión: Suárez-Delgado-Armero-Ballesteros-Carrillo. Y por ahí circularon con urgencia y a cualquier hora de la madrugada las pulsaciones de un país donde el presente quería abrir las puertas del futuro, y se lo impedían las fuerzas del pasado. Durante las semanas trágicas que España vivió en el vórtice de un concurso irracional de violencia, cuando mataba ETA, mataba la Policía, mataban los pistoleros de la ultraderecha, los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (Grapo) secuestraban, el generalato amagaba con un golpe militar y la democracia hacía equilibrios sobre el filo del sable, esa línea caliente sostuvo el pabellón en pie frente a todos los trallazos[63].

«El Rey no podrá sacarse leyes de la manga, como hacía Franco»

El verano de 1976 no fue para el Gobierno de Suárez un verano con hamacas al sol. La reforma política, ese «ir de la ley a ley» que decía Torcuato Fernández-Miranda, requería una «ley puente» directa, clara, breve y sencilla, que cualquiera pudiese abarcar de un vistazo y comprender por entero. Suárez puso a pensar y a elaborar proyectos a las mejores seseras jurídicas de cada ministerio. Los «cabeza de huevo», acodados en sus mesas de despacho, emborronaban folios —no había ordenadores, a lo sumo máquinas de escribir eléctricas— produciendo esbozos y maquetas. Entre el 9 y el 12 de agosto debían estar entregados esos trabajos. Hubo borradores de estilos tan distintos como sus autores: José Manuel Otero Novas, Miguel Herrero de Miñón y Eduardo Navarro, con aportaciones puntuales de José Miguel Ortí Bordás, Félix Hernández Gil, Aurelio Menéndez… También se pidió un boceto al catedrático Carlos Ollero.

Cuando Adolfo Suárez tuvo sobre su mesa todo ese material, a veces coincidente, a veces discordante, se quedó perplejo. Llamó al presidente de las Cortes, que estaba en Asturias. Dada la importancia del asunto y la premura, Torcuato se desplazó a Madrid, recogió todos los folios de propuestas y se recluyó dos días en Navacerrada, el 21 y 22 de agosto, para estudiarlos.

El lunes 23 fue a su despacho de las Cortes y le dio a Juan Sierra, su secretario, unos papeles manuscritos, garabateados y con tachaduras, para que los pasase a limpio. Y de ahí marchó a ver a Suárez a Castellana 3. Le entregó un folio escrito a máquina, a un espacio:

—Aquí tienes esto, que no tiene padre.

Era un modo críptico de decir que «esto», el alma jurídica de la reforma, era de muchos y de ninguno, tenía algo de todos y de nadie… Y también, una forma elegante de renuncia al copyright: «Yo, como presidente de las Cortes, no puedo, no debo, dirigir el debate y la votación de una ley de la que soy autor». En adelante, Torcuato la llamó «la expósita». De padre desconocido.

Encargué el diseño de ese proyecto a un reducido número de personas —explicó años más tarde Adolfo Suárez—. Torcuato Fernández-Miranda presentó una propuesta absolutamente válida, que coincidía con otras… Sobre todas ellas, el Gobierno elaboró el proyecto de Ley para la Reforma Política[64].

En el inmediato Consejo de Ministros, el 24 de agosto, Suárez entró llevando el folio de Torcuato en la mano. Sin revelar la paternidad, por respeto al anonimato que el autor había pedido, lo leyó. Los ministros dedujeron enseguida que aquel estilo sobrio, cortante y preciso, diciendo tanto de sustancia en tan breves párrafos sólo podía ser de Torcuato. Dirigiéndose a Landelino Lavilla, dijo: «El ministro de Justicia será el ponente».

Sí, yo fui el ponente —recordaba Lavilla años más tarde—. Ante todo, dije que no debía llamarse Ley «de» Reforma Política, sino Ley «para» la Reforma Política. Era una herramienta poderosa, pero una herramienta «para» reformar todo el tinglado de las Leyes Fundamentales. Una herramienta a la que íbamos a dar el rango de Ley Fundamental a fin de que no fuese una nueva ley impuesta, sino necesariamente refrendada o tumbada por el pueblo. No era una Constitución, sino el instrumento para que el pueblo la hiciera.

Nos reuníamos casi secretamente con Adolfo una especie de comité de ministros: Alfonso Osorio, Rodolfo Martín Villa, Ignacio García López y yo. Al terminar las discusiones y deliberaciones, yo recogía hasta el último papel. Aquel trabajo requería alta reserva.

La ley no podía contener más en menos líneas. Sólo cinco artículos. Y un preámbulo de filosofía, que ni siquiera sometimos a referéndum. Ya en el primer artículo, al afirmar «la democracia en el Estado español se basa en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo», estábamos liquidando la soberanía absoluta, la nacional, la orgánica, y proponiendo la soberanía popular. Teníamos un país apresado, oprimido, por unas estructuras políticas caducas que había que desmontar y tenían que caer, por eso a renglón seguido fijábamos la norma clave: «Los derechos fundamentales de la persona son inviolables y vinculan a todos los órganos del Estado». Es decir, la persona por encima y por delante del Estado.

Después: «La potestad de elaborar y aprobar las leyes reside en las Cortes. El Rey sanciona y promulga las leyes». Ya estábamos anunciando una Monarquía parlamentaria. Y un Rey sin prerrogativas, un Rey que no podría sacarse leyes de la manga, como hacía Franco. A continuación, sin disimulos, las Cortes franquistas serían licenciadas y vendrías otras: «Las Cortes se componen del Congreso de Diputados y del Senado. Los diputados serán elegidos por sufragio universal directo y secreto de los españoles mayores de edad. Los senadores serán también elegidos, en representación de las entidades territoriales». Ahí se decía que el Rey podría designar un cupo de senadores, no más de un quinto de los elegidos. Se daba al Rey la facultad de consultar directamente al pueblo en temas políticos de interés nacional, y el resultado del referéndum sería vinculante para todos los órganos del Estado.

Ya se indicaba que el Gobierno regularía las primeras elecciones generales, que el Congreso tendría trescientos cincuenta diputados y el Senado doscientos siete senadores. Se establecía el sistema proporcional para las elecciones al Congreso, y el mayoritario para el Senado…

Se mantenía por el momento el Consejo del Reino, pero con la Constitución quedaría obsoleto y caería también. En la última línea, la disposición final declaraba que «la presente ley tendrá rango de Ley Fundamental». Sería, pues, la octava Ley Fundamental, que las liquidaría a todas[65].

En definitiva, la Ley para la Reforma Política era una convocatoria de Cortes constituyentes.

Algunos interpretaron lo de los cuarenta senadores reales como una reliquia del régimen dictatorial y un cebo para aquellos «cuarenta de Ayete». Pero no se hizo con esa intención. No se trataba de conservar a los viejos consejeros nacionales franquistas, ni de premiar a nadie por los servicios prestados, la idea era muy distinta: que el Rey, con ese cupo suyo, incorporase a las tareas colegisladoras de la Constitución a personalidades independientes, de todo signo e ideología, y de diversos campos de la actividad profesional, para que sus aportaciones enriquecieran la Carta Magna y le dieran matices más plurales a su paso por el Senado, la Cámara «de la segunda lectura». Siempre con la idea de integrar a los más y a los más distintos. El Rey quería que en ese cupo hubiera intelectuales, empresarios, juristas, gente del exilio, castellanos, vascos, gallegos, catalanes… Sumar visiones de España[66].

Antes de hacer público su proyecto de Ley para la Reforma, el Gobierno consultó, tanteó, buscó acuerdos con la oposición, pues la filosofía de fondo era partir del máximo consenso posible a fin de llegar a unas reglas de juego aceptables por «la mayor mayoría». Cuando al profesor Carlos Ollero se le pidió un borrador fue a sabiendas de que él lo cotejaría con la plural oposición representada en la comisión de los Nueve.

El Rey: «Adolfo, en este asunto yo tengo algo que decir»

Una vez listo el proyecto reformista del Gobierno, Suárez subió con él a ver al Rey. Se lo entregó y lo comentaron.

—A partir de aquí, cambia todo. Esto no es una de aquellas promesas gaseosas que hacía Carlos Arias. Esto es ya una convocatoria de elecciones, para que el pueblo haga la nueva Constitución; un diseño de las Cámaras donde habrá de hacerse; y un «adelante» a los partidos. Ha llegado la hora de legalizarlos.

—¿Todos los partidos… a un tiempo? —preguntó el Rey—. ¿Todos ya?

—Todos los que quieran registrarse y cumplan los requisitos de legalidad, a tenor de la reforma última del Código Penal.

—Adolfo, en este asunto yo tengo algo que decir. El Ejército no nos creará problemas por darle paso al Partido Socialista; ahora bien, corremos el riesgo de que nos monten algo, y muy gordo, cuando se enteren de que tenemos intención de legalizar el Partido Comunista. Así que te pido que no hagas nada sin consultarme antes.

El Rey sabía que Suárez acababa de iniciar una relación con Santiago Carrillo a través de Armero. Y él mismo había intercambiado mensajes con Nicolás Franco y con el presidente Ceaucescu y el ministro Ionescu, «los rumanos», los llamaba.

—Hombre, yo tengo la palabra de Carrillo de que no moverá un dedo —dijo el Rey—. Tengo su palabra. Si legalizamos su partido, aceptará la Monarquía y la bandera roja y gualda…

—Si legalizamos su partido…, pero ¿y si no pasa el filtro del Registro o del Tribunal Supremo? Yo lo que intento averiguar es su situación actual de dependencia o independencia respecto al PCUS. Ellos dicen que se enfadaron con Brezhnev y rompieron en 1969, cuando la invasión de Checoslovaquia, y que de Moscú no reciben ni un rublo, ni un duro. Sin embargo, Dolores Ibárruri, la Pasionaria, sigue teniendo allí su dacha y vive allí con su familia…

El argumento que Don Juan Carlos repetía era:

—Adolfo, el mensaje que yo le hice llegar a Carrillo fue que tendría que esperar algún tiempo, un par de años al menos; y, aunque resistiéndose, me prometió que no se movería, que su gente no se echaría a la calle. No tengo por qué dudar de que cumplirá su palabra.

—En cambio, el mensaje reciente que yo tengo de él es que el PCE quiere ser legalizado cuando los demás, que no piensan «disfrazarse de lagarteranas» bajo otras siglas que no sean las suyas históricas, y que si no es así nos pondrán las cosas muy difíciles…

—Lo que quiero decirte, Adolfo, es que tenemos que obrar sin herir la susceptibilidad de los militares. No podemos darles la impresión de que maniobramos a sus espaldas. Conozco bien a los militares. Detestan las sorpresas, los subterfugios, las medias verdades…, y, por supuesto, no toleran la mentira. La verdad de cara, aunque les siente como un rayo, la encajan bien. Hay que hablarles, decirles lo que hay. Me gustaría hablarles yo mismo de este asunto, pero debes ser tú, como presidente del Gobierno, quien les ponga al corriente de nuestras intenciones.

—¿Explicarles la reforma política? Hummm, bueno, bien, darles una primicia…

—Una primicia, pero abriendo el melón y yendo al fondo… Yo creo que harías bien en reunir a los capitanes generales, incluso a los tenientes generales en activo, y decirles lo que me has dicho a mí hace un momento: «Señores, ha llegado la hora de legalizar a todos los partidos políticos, incluido el Partido Comunista». Probablemente pondrán el grito en el cielo. Entonces tú les explicas que no tendremos nada que temer de los comunistas a partir del momento en que actúen a cara descubierta; que nos interesa que los españoles se enteren de que el Partido Comunista es un partido minoritario, y que lo único que haríamos sería aumentar su prestigio y su atractivo si lo mantuviéramos en la clandestinidad. Que es preferible que pasen por las urnas para saber de una vez cuántos votos tienen.

—Lo pensaré… No me hace mucha gracia ese encuentro. Como una deferencia, vale, pero ni de lejos quiero darles la impresión de que necesito su visto bueno para llevar adelante la política del Gobierno.

Adolfo Suárez contrastó con Gutiérrez Mellado la propuesta del Rey. El teniente general se ofreció a hacerlo él mismo, como jefe del Alto Estado Mayor:

—Uno de estos días van a reunirse aquí en Madrid los consejos superiores de las tres armas, aprovecho y, a modo de sesión informativa, lo despacho sin darle más vuelos al asunto.

—No, Manolo. Éste es el proyecto más importante del Gobierno y se ha de explicar en todo su alcance. Y, como presidente del Gobierno, me toca a mí coger el toro por los cuernos. Además, esta reforma desemboca en un cambio de régimen y es de todo punto necesario que las Fuerzas Armadas lo conozcan, porque su misión será defenderlo y garantizarlo. El Rey tiene razón, no es bueno sorprenderlos a quemarropa. Prefiero que nos veamos las caras, y salir al paso de lo que les preocupe o de lo que no entiendan[67].

A continuación, Suárez citó al vicepresidente De Santiago y Díaz de Mendívil, y le expuso su plan de explicar el proyecto de reforma política a todos los tenientes generales con mando, que coincidirían en Madrid el 8 de septiembre. No esperaba la respuesta desdeñosa que le espetó el vicepresidente de la Defensa:

—¿Y para qué esa reunión? Sobre todo, ¿para qué, cuando el guiso ya está hecho? Usted, presidente, ha trabajado días y días a puerta cerrada con un minigabinete de ministros, sin contar para nada con ninguno de los ministros militares, ni conmigo como vicepresidente. —De Santiago no ocultaba su reticencia.

—En ese reducido equipo técnico tampoco ha estado Marcelino Oreja —atajó Suárez—, porque ningún punto del proyecto afecta a la política exterior, como no afecta a la política defensiva.

—Yo en algún momento pensé: «¿Será que no nos considera miembros del Gobierno?» Pero luego me pareció muy bien ese tenernos al margen: los militares somos apolíticos y debemos seguir siéndolo. Nuestras lealtades y nuestros rechazos nunca responden a claves políticas, siempre nos movemos en clave patriótica.

Suárez captó el mensaje subliminal de De Santiago: «Las Fuerzas Armadas no quieren verse implicadas en una reforma política de la que muy probablemente discrepan y a la que no se pueden oponer». Y el bordón grave: «Siempre nos movemos en clave patriótica».

—Agradezco la deferencia, presidente, pero me parece mejor aplazar ese encuentro. —De Santiago declinaba la invitación—. Ya habrá ocasión para ver… el tráiler de la película.

Suárez se sintió provocado por el tono despectivo y la fingida cortesía del teniente general. Tensó las mandíbulas y dijo secamente:

—El miércoles 8, a las diez de la mañana, me reuniré aquí con todos los mandos de las tres armas. General, dé curso a los avisos. Muchas gracias. Puede usted retirarse[68].

No era Suárez un prepotente, ni hacía alardes innecesarios de autoridad. Lo suyo era más bien el trato afable, la cordialidad, el buen humor, la sonrisa. Pero cuando había que dejar claro quién tenía el mando, y que el Gobierno estaba por encima del estamento militar, nunca se arredró.

En cierta ocasión, fue al cuartel general del Ejército del Aire y vio que, presidiendo el salón donde iban a celebrar un acto oficial, había un retrato de Franco de grandes dimensiones. Ordenó que lo retiraran:

—Esto no comienza hasta que no cuelguen ahí un retrato de Su Majestad el Rey.

Hubo unos momentos de vacilación y aturdimiento.

—Perdone, pero es que el retrato del Caudillo siempre ha estado ahí… Habría que pedir permiso al señor ministro…

—Es una orden mía y no hay que pedir permiso a nadie.

Era necesario ir rompiendo hábitos de décadas en las que el Ejército imponía su ordeno y mando sobre el poder civil[69].

En la misma línea, y para patentizar que las Fuerzas Armadas eran un instrumento y no un poder del Estado, su incidente con Milans del Bosch, capitán general de Valencia, cuando se celebró allí el Día de las Fuerzas Armadas.

Había una comida en Capitanía General. El anfitrión, Milans del Bosch, dispuso que en la mesa presidencial los generales antecedieran a los ministros. Suárez le indicó que cambiase el protocolo.

—El protocolo ha sido consultado con el Rey —replicó Milans del Bosch.

—General —le dijo Suárez sin elevar el tono de voz—, aquí el que gobierna soy yo, y le ordeno que haga salir de sus puestos a tantos generales como ministros deben incorporarse a la mesa.

Por la noche, en la recepción de gala ofrecida también en Capitanía, a Suárez le hicieron un vacío deliberado, bochornoso: ni un solo militar se acercó a saludarle. La inquina de Milans contra Suárez respondía a una cuestión de ascensos y cargos. Se sentía desplazado en Valencia, adonde le habían destinado, cuando lo que él quería era ser jefe del Estado Mayor del Ejército (JEME) en Madrid.

Al día siguiente, y para mostrar aún más su enfado, Milans del Bosch dijo que no iría al aeropuerto de Manises a despedir al presidente porque tenía un compromiso anterior. Suárez le hizo estar presente con hora y media de antelación. Y, una vez en la pista, le pidió novedades para tenerle un buen rato cuadrado ante él y con la mano junto a la sien en posición de saludo[70].

Suárez: «Ni mentí ni engañé a los militares»

A partir de las nueve y media de la mañana fueron llegando al palacete de Castellana 3, uno tras otro, en sus lustrosos vehículos negros con banderín oficial, hasta veintinueve tenientes generales y almirantes. Los jefes de las nueve regiones militares, de los tres departamentos marítimos y de las tres regiones aéreas; el vicepresidente de la Defensa y los ministros de Tierra, Mar y Aire; los jefes de los estados mayores de las tres armas; los diecisiete tenientes generales con mando en activo; el presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, los directores generales de la Policía Armada y de la Guardia Civil, el director del Ceseden. Todos ellos acompañados por sus ayudantes de servicio. Literalmente, un plenario de la cúpula militar.

Suárez agradeció la asistencia de los generales y dijo que los había convocado para exponerles el contenido y alcance de la reforma política, «cuando el Gobierno todavía no había enviado el proyecto a las Cortes; es decir, está sobre mi mesa».

Luego, un párrafo breve para centrar el tema:

El Gobierno que presido por confianza de Su Majestad tiene un objetivo muy claro, que el Rey conoce y comparte: devolver la soberanía al pueblo español, instaurar los derechos y libertades ciudadanas y construir una democracia pluralista, es decir, de partidos con representación parlamentaria, en la que los españoles puedan convivir en paz, expresarse en libertad, asociarse y sindicarse en libertad; y, lo que es quizá más deseable: reconciliados unos con otros, poniendo fin a la división que nos dejó la guerra civil. Sólo así el Rey se convertirá en Rey de todos los españoles[71].

En el momento en que se disponía a explicar el primer artículo, uno de los tenientes generales que estaban más próximos a la gran mesa central sacó una grabadora y la puso sobre la mesa, mientras decía: «Lo que hoy vamos a oír aquí conviene que quede registrado, para que nadie haga después interpretaciones por libre».

Suárez reaccionó con ágiles reflejos. En lugar de enfadarse por la descortesía y decir «retire usted esa grabadora», se volvió hacia uno de sus ayudantes de campo: «Por favor, traigan otra para mí —dijo—, así también yo conservaré una copia»[72].

La soberanía popular, los derechos fundamentales de la persona, el sufragio universal, la bicameralidad y su formato, la provincia como circunscripción electoral…, ninguna de esas novedades parecía interesarles demasiado.

El ex ministro y capitán general de Cataluña, Coloma Gallegos, alzó la mano pidiendo la palabra. Abrió el fuego: «Yo quiero exponer aquí mis serias dudas sobre el rumbo que se pretende dar a la política de nuestra patria». La cuestión siguiente fue del mismo corte: «Me preocupa enormemente que ese propósito reformador del Gobierno, cuya aspiración según nos ha dicho el señor presidente es “una reconciliación que acabe con la división que dejó la guerra”, con lo que acabe de verdad sea con la convivencia que hemos tenido durante cuarenta años, y abra el portillo a los enemigos de España: el separatismo, el comunismo y el terrorismo». Otro teniente general hizo por fin la pregunta que todos querían hacer: «¿Es posible que uno de los partidos que el Gobierno se propone legalizar sea el Partido Comunista?»[73].

—Con el Código Penal recientemente reformado, en una mano y a la vista, y con los actuales estatutos del Partido Comunista de España en la otra mano y también a la vista, puedo asegurarles que nunca será legalizado un partido cuyos objetivos son la subversión del orden estatal constituido, la revolución marxista y que España dependa políticamente de las directrices de una potencia extranjera, la Unión Soviética. Mientras el PCE tenga esos fines, establecidos además estatutariamente, no podrá ser reconocido[74].

Esa afirmación de Suárez produjo un efecto balsámico en todos los presentes. Se aflojaron los tendones de los cuellos, bajaron los diafragmas, empezaron a aparecer sonrisas bajo los bigotes. El clima se había distendido. Desde su asiento algo esquinado, el capitán general de Burgos, Mateo Prada Canillas, aquel que pedía el estado de excepción cuando los violentos sucesos de Vitoria, lanzó un espontáneo «¡viva la madre que te parió!».

—Sin embargo —insistió Suárez—, no son deseables las exclusiones ni las marginaciones. La democracia o se basa en la libertad de todos o no es democracia; por tanto, es necesario ir a la legalización de todos los partidos y de todos los sindicatos que acepten el orden democrático[75].

El ministro del Ejército, Félix Álvarez-Arenas, que acudió a la reunión serio y preocupado, regresó exultante: «¡Magnífico, el presidente ha estado magnífico, genial!», y otros tenientes generales al salir hicieron comentarios muy elogiosos a preguntas de los periodistas: «Me alegro de haber venido. Tengo una gran confianza». «Disculpen, se nos ha encarecido el secreto sobre lo hablado; pero sí puedo decirles que mi impresión es estupenda. Ha sido una charla muy interesante, y a mí y a todos se nos han aclarado muchas dudas».[76].

Cuando más adelante empezaron a tergiversar lo que Suárez había dicho y prendió la especie de que «el presidente no había sido claro, sino deliberadamente ambiguo, con intención de engañarnos», Suárez explicó al Rey y a quien quiso preguntarle:

Dije lo que en aquel momento era la verdadera realidad: los estatutos tradicionales y entonces vigentes del PCE no permitían su legalización. Había continuas referencias al «marxismo leninismo» al «internacionalismo proletario», al «derrocamiento del régimen burgués de capitalistas y terratenientes», a la «lucha contra el imperialismo». Otra cosa es que el PCE más adelante los cambiara[77].

Aquel mismo día, 8 de septiembre, en el hotel Commodore de París, José Mario Armero volvía a encontrarse con Santiago Carrillo, también en secreto, si bien esta vez ya en nombre del presidente Suárez y con un cuestionario muy elaborado, para obtener información concreta sobre los objetivos de lucha del PCE, sus relaciones actuales con el PCUS, sus fuentes de financiación, las actitudes que tendrían como colectivo ante la Corona, el Ejército, las instituciones del Estado… Extremos que los servicios españoles de inteligencia averiguarían y chequearían luego por otras vías.

Durante el almuerzo que siguió a la reunión con el generalato, Suárez percibió que quienes escuchaban atentos sus explicaciones entendieron cabalmente el alcance de la reforma y, les gustara o no, no se llamaron a engaño. Prueba de ello fue la reacción del vicepresidente De Santiago y Díaz de Mendívil. Radicalmente opuesto a la legalización del PCE y de los sindicatos de izquierdas, a los pocos días, el 21 de septiembre, sostuvo un diálogo tan tenso con el presidente que forzó su cese fulminante.

Aunque los tenientes generales asistentes a la reunión con Suárez se habían comprometido al secreto, uno de ellos informó off the record al general Armada, que no estuvo allí. Llevado de su celo oficioso como secretario del Rey, Armada redactó un «informe confidencial para Su Majestad». Era un juicio bastante negativo sobre la exposición de Suárez y su diálogo con los que Armada calificaba como «príncipes del Ejército». Al Rey le extrañó la discrepancia entre la versión de Armada y las que había recibido de Gutiérrez Mellado, de Álvarez-Arenas y del propio Suárez. Para salir de dudas, uno de esos días llamó a su despacho a Suárez y a Armada. Un careo improcedente y manco de tacto por parte del Rey que, además de provocar una desagradable discusión, aumentó la crispación, soterrada pero real, entre el presidente y el secretario[78]. Armada expuso una vez más su tesis de que los militares se sentían irritados con las reformas anunciadas y que el malestar podía desbordarse con riesgo de involución. Era su alarma recurrente. Y, se diera o no se diera cuenta de ello, cada vez que la hacía sonar, al Rey le subía la tensión. Conseguía atemorizarle. Y el resultado inmediato era una llamada del monarca a Suárez y una recomendación de «prudencia, cuidado, freno». Exactamente, lo contrario a lo que la calle demandaba.

Suárez: «No olvide, general, que en España sigue en vigor la pena de muerte»

El 10 de septiembre, Adolfo Suárez anunció desde la televisión, su púlpito favorito, el envío de la Ley para la Reforma Política a las Cortes, donde se debatiría por trámite de urgencia. El día 11 se celebró en Cataluña la Diada, por vez primera desde el fin de la República. Se cantó El segadors, se blandieron senyeres y se gritó Visca Catalunya!, con mucha alegría y ningún mal incidente. El 20, se autorizaba la exhibición pública de la ikurriña.

Al día siguiente, en Consejo de Ministros, Enrique de la Mata, como titular de Relaciones Sindicales, informó de la inminente legalización de los sindicatos y de la libertad individual de afiliación sindical, hasta entonces obligatoria. Al terminar el Consejo, el teniente general De Santiago indicó a Suárez y a Osorio que quería hablar con ellos a solas. Pasaron al despacho del presidente. La expresión del teniente general era la de un hombre consternado.

—Acabo de decir en el Consejo que me opongo rotundamente a esa disposición que van ustedes a sacar, supongo que por vía de decreto ley. Van a darle ustedes patente legal a las centrales sindicales UGT, CNT y FAI, culpables de los desmanes cometidos en la zona roja, y se legaliza también a las Comisiones Obreras que no son otra cosa que la carcasa del Partido Comunista… ¿Se da usted cuenta de adónde nos están llevando con todo esto? Como vicepresidente de este Gobierno, le advierto que tenga usted cuidado con lo que hace…

—Ese «tenga usted cuidado», ¿es una amenaza? —preguntó Suárez con una voz casi metálica que contrastaba con el tono bronco y vehemente del teniente general.

—Es un aviso. Y se lo repito: presidente, tenga usted cuidado con lo que hace.

—General, tenga usted cuidado con lo que dice.

—Pero ¿es que no se da usted cuenta de que nos están entregando en manos de nuestros enemigos…?

—General. Desde este momento, queda usted destituido como vicepresidente del Gobierno.

—¡Se arrepentirá de esto! —De Santiago había pasado de la consternación a la ira—. ¡Se arrepentirá de esto y de todo lo que está haciendo! Y no olvide usted que en España ha habido más de un golpe de Estado militar.

Suárez se levantó para dar por concluida la conversación. Ya en pie, clavando la mirada en el vicepresidente, dijo:

—Y no olvide usted, general, que en España sigue en vigor la pena de muerte[79].

Osorio había asistido a la tremenda escena como un testigo de piedra. Cuando De Santiago dio taconazo y salió del despacho, estaba lívido. Se ofreció para apaciguar al teniente general:

—Por favor, Adolfo, esto es muy grave y puede traer cola. Si quieres, hablo con él y, con argumentos, con cierta persuasión… Ten en cuenta que este hombre tiene una influencia brutal entre los militares y entre los procuradores ultras, y nos pueden boicotear la reforma.

Pero Suárez estaba determinado de cuajo a hacer lo que tenía que hacer.

—Alfonso, no me asustan los generales que amenazan, no me gustan los que se pasan la vida removiendo el odio de la guerra civil y no me tranquiliza tenerlos codo con codo en mi misma mesa de Gobierno; así que… destituido queda, ¡y en buena hora!

El cese de De Santiago, que él explicó en una carta abierta y pública como «irrevocable dimisión, voluntaria, patriótica y en conciencia», generó en la prensa reaccionaria una enorme polvareda de protestas contra el Gobierno, y de adhesiones, homenajes y artículos laudatorios al general defenestrado. El más sonado de los artículos fue el del teniente general Carlos Iniesta Cano, «Una lección de honradez», a toda plana en El Alcázar. En ese texto se decía que difícilmente un militar podría cohonestar en conciencia su consagración al servicio de la patria con las políticas propugnadas por el Gobierno de entonces. De ahí que la decisión de De Santiago se evidenciara como un ejemplo que seguir. Con ello, se ponía en la picota a los tres ministros militares, Pita da Veiga, Álvarez-Arenas y Franco Iribarnegaray, que continuaban en el Gobierno. Y se clavaba un duro rejón a Gutiérrez Mellado, por plegarse a ser el sustituto del vicepresidente cesado. En adelante, al opinar sobre él, la prensa ultra y los militares le despojarían de su grado de teniente general, llamándole peyorativamente «el señor Gutiérrez», incluso «el Guti».

La animadversión contra Gutiérrez Mellado no sólo estaba en el búnker militar, ni sólo entre los generales que habían luchado en primera línea de fuego y que le menospreciaban por sus servicios de espionaje en la retaguardia; también dentro del Gobierno había provocado un sentimiento de agravio: el almirante Gabriel Pita da Veiga creyó que, por antigüedad y hoja de méritos, sería él el nuevo vicepresidente. Confundía un grado en la escaleta militar con un cargo político de designación.

En todo caso, Gutiérrez Mellado se incorporaba al Gobierno con tres importantes misiones: primera, limpiar y transformar los servicios de inteligencia; segunda, redistribuir el mapa de los mandos militares, con una estrategia de ascensos y destinos que «por elevación» ubicara en las plazas periféricas a los generales proclives al golpismo; y tercera, supeditar el poder militar al poder político, para lo cual sería necesario crear un único Ministerio de la Defensa, y éste a las órdenes del jefe del Gobierno. Todo ello, sabiéndose llamado «el señor Gutiérrez». El mismo Gutiérrez de quien Juan Carlos habló al periodista alemán de la ZDF, Michael Vermehren, cuando Franco estaba entubado y sedado en el hospital de La Paz. Le avanzó entonces que «para cambiar enteramente el sistema en lo político y en lo militar», tenía ya «unos planes pensados con bastante precisión», incluso con nombres de personas. Y le mencionó a dos desconocidos para Vermehren: «Adolfo Suárez. Este hombre va a serme muy útil. Tú lo verás. Y en el ámbito militar, pienso en el general Gutiérrez Mellado, que hará la reforma de las Fuerzas Armadas».

La destitución de De Santiago más las sanciones que el Gobierno les impuso a él y a Iniesta Cano por sus artículos, heroificaron a los «generales bravos», generaron capillitas y enrarecieron el clima militar entre los disconformes con la reforma democrática.

El Rey sabía que la reforma se vinculaba a su persona, como un trazado político que él propiciaba. Y también que, ayuno todavía de popularidad ciudadana, su único bastión era el Ejército, o no era nadie. Por eso, en cuanto se producía alguna tensión, acudía inmediatamente a suturar la brecha antes de que fuese a más. Siempre tenía a mano un acto castrense, ocasión de ponerse el uniforme y dar presencia, para atenuar el distanciamiento de los militares más reacios al cambio.

«A los militares les gustan los gestos —decía—, saber que tienen jefe y verle cerca en los momentos difíciles». Y así, cuando Milans del Bosch, en un arranque de enfado por la destitución de otros dos generales, decidió «pues me voy a mi casa y no vuelvo al despacho», en lugar de dar su visto bueno a la amonestación que procediera, le llamó, le calmó y le gratificó yendo a unas demostraciones artilleras en la División Acorazada (DAC) Brunete, su predio, compartiendo con él y sus hombres unos bocatas de ternera y pimientos. Todo por la patria. Fue precisamente en aquella visita a la DAC Brunete, cuando Milans del Bosch, acariciando el cañón de uno de sus carros de combate más potentes, le dijo al Rey: «Yo, con un zambombazo de este bicho, llegó por lo menos hasta la Puerta del Sol». A buen entendedor…

Todo sucedía entonces a renglón seguido. Los periódicos tenían que ampliar su edición de cierre para dar cabida a tanta noticia importante y de última hora. El 9 de octubre se presentó en el hotel Mindanao de Madrid la coalición política Alianza Popular (AP) que presidía y pilotaba Fraga secundado por media docena de ex ministros franquistas: Licinio de la Fuente, Federico Silva Muñoz, Gonzalo Fernández de la Mora, Enrique Thomas de Carranza, Cruz Martínez Esteruelas y Laureano López Rodó. Un cartel tan de postín como añejo y que, en lugar de agregarse al centro que pudiera formar Suárez, se posicionó en contra. La prensa los recibió con el mote de «los siete magníficos».

Al Rey no le agradó en absoluto que en lugar de sumar naciesen con ánimo de restar. Cuando aún se estaba pergeñando el invento, le preguntó a López Rodó: «Pero ¿qué haces tú en esa explosiva mezcla?» Y, sin disimular su pesimismo sobre el futuro panorama de enfrentamientos, le advirtió: «Yo, si las cosas se ponen mal, me voy, eh». Frase que no habría dicho si la hubiera pensado dos veces[80].

Recibió también a Fernández de la Mora, otro de «los magníficos» y le afeó que «sólo por ir a la contra del Gobierno» se hubiera asociado «al pelmazo de Silva Muñoz» y a Fraga, «a quien los años de embajador en Londres no le han quitado el pelo de la dehesa». Dos desahogos imprudentes que la memoria esponja de Fernández de la Mora volcaría años más tarde en su ácido libro de memorias Río arriba[81].

Pero todavía le aguardaban más sorpresas al Rey: en vísperas electorales, un respingo al enterarse de que «los magníficos» habían fichado como figura estelar para el Senado por Madrid a Carlos Arias Navarro, que seguía compareciendo lloroso y catastrofista de telonero en los mítines. Y con tal cartel y el engrase financiero del Banesto y del Santander, se postulaban como «la gran coalición de centro».

Martín Villa: «Menos acostarnos con ellos, lo hicimos todo»

Del 16 al 18 de noviembre, la reforma fue debatida en las Cortes, un desfiladero angosto y con vidrios de punta. Requería sumar el alto quórum de dos tercios, de una Ley Fundamental que, justo por tener ese rango, podría echarlas abajo todas.

Torcuato Fernández-Miranda sacó de la panoplia de recursos un arma corta, el trámite de urgencia, que marcaba plazos muy breves para debatir el proyecto en la fase de ponencia. Y, una vez debatido y enmendado el texto, impedía que esas enmiendas se votasen otra vez y por separado en el pleno. Había que votar el conjunto de la ley en bloque, a todo o nada. Era la ventaja y era el riesgo. Se quería evitar que, troceando el articulado y los matices de cada palabra, el resultado final fuese un adefesio demasiado diferente a la propuesta del Gobierno. Otro alfanje de Torcuato al aplicar el reglamento fue invitar a ausentarse del hemiciclo a quienes no quisieran votar, «porque las abstenciones se computarán como votos contrarios a la ley»[82].

Defendieron la ponencia Fernando Suárez, brillante y cartesiano, y Miguel Primo de Rivera, con un discurso apasionado y persuasivo. Ex ministro franquista el primero y sobrino del fundador de Falange el segundo, eran dos voces que no podían inspirar desconfianza. Eran de casa. Y lidiaron bien.

Pero los votos no se conquistaron desde la tribuna de oradores, sino entre bambalinas, conversaciones de pasillos, cenas tú a tú, toma y daca. No todo era argumentar y convencer. Ni todo era el heroísmo patriota de unos procuradores dispuestos al harakiri generoso por dar cabida a la otra España. Hubo un trabajo oscuro para vencer resistencias y ganar voluntades. «Menos acostarnos con ellos, lo hicimos todo», reconocería Martín Villa[83].

El problema de diecisiete procuradores sindicalistas que se oponían a la reforma se solucionó porque alguien tuvo la feliz idea de enviarlos, con gastos pagados, a un congreso sobre Seguridad Social, que se celebraba en Panamá. El lujoso crucero por el Caribe, a cargo de fondos reservados, tuvo lugar justo en los días que se votaba la reforma. Obviamente, aquellos diecisiete no pudieron asistir a la votación[84].

La chispa ocurrente debió de encenderse en la mente del ministro de Trabajo, Álvaro Rengifo, casi un mes antes, cuando el subsecretario de la Seguridad Social, Victorino Anguera, le comunicó que debía ir a Panamá a clausurar el IV Congreso Iberoamericano de Seguridad Social, y que desde allí preguntaban cuántos y quiénes serían los miembros de la delegación española[85]. Lo demás vino rodado.

Abril Martorell contaba que, para obtener el sí de los procuradores más resistentes, «se hizo de todo, como prometer apoyos en hipotéticas listas electorales futuras, incluso cargos y favores… que nunca se cumplieron»[86].

Con algunos, al parecer, se presionó insinuando la existencia de informes comprometedores, suministrados al Gobierno por los servicios de inteligencia, y sus archivos Jano: «Imagínate, con tantos años de Estado policíaco, ¡qué no sabrán esos hombres de lo que hay en las cloacas… o en las alcobas!, y en un momento, zas, te montan una escandalera por un asunto económico turbio o por ciertas aventuras extraconyugales…»[87]

El propio Adolfo Suárez le confesó un día a Emilio Attard: «Si yo no hubiese tenido a mano unos cuantos escaños en el Senado para ofrecer a los que debían hacerse el harakiri, ¿cómo hubiera sacado adelante la Ley para la Reforma?»[88]

A otros se les devolvía su argumento más manido: «Hombre, llevas toda la vida sacando pecho con que estas Cortes son representativas, y que tú aquí no estás a dedo, sino que representas a tus vecinos de Huelva. Pues, entonces, ¿qué te preocupa? Preséntate por Huelva para las nuevas Cortes y ¡seguro que barres!»

Más arduo fue conseguir que Fraga y los 183 procuradores alineados con la flamante AP se inclinaran en favor de la reforma. Ahí no valían prebendas ni premios de consolación, pues Fraga y «sus magníficos» estaban persuadidos de que en las elecciones generales arrasarían. Todos sus cálculos eran sobre la base de que iban a ser la mayoría vencedora y gobernante. Así que sólo cabía discutir y negociar elementos del proyecto del Gobierno que se debatía.

El punto de fricción más enconado era el de la Ley Electoral. Para el Gobierno y para la oposición democrática no presente en las Cortes, el sistema proporcional era un principio innegociable. Fraga, en cambio, exigía el sistema mayoritario al estilo inglés. Pensaba en los minúsculos municipios rurales de voto conservador, y en las ventajas de estabilidad y alternancia en el poder que permite el bipartidismo, repartiendo el juego sólo entre dos grandes fuerzas, aun a costa de excluir a los partidos minoritarios. El día de urnas se llevaría una tremenda sorpresa, cuando la cuenta de sus escaños —nueve y sólo nueve— le hiciera entender, uno, que el aldeano sabe a quién quiere dar su voto; dos, que la gente quería cambio; y tres, que los pueblos tienen memoria.

Al cabo de muchas horas de discusión en pasillos y saletas con Cruz Martínez Esteruelas, Licinio de la Fuente y el propio Fraga, el Gobierno llegó a un posible acuerdo con el grupo AP: sistema mayoritario para el Senado y proporcional para el Congreso con unos dispositivos correctores que favorecerían a las fuerzas hegemónicas y triturarían a los pequeños partidos. Otro caramelo para Fraga fue dar a cada provincia dos escaños fijos de partida, lo cual premiaba a las provincias de escasa población. Sobre esto, al Gobierno le llegaba el comentario punzante de Alfonso Guerra desde un despachito de Jacometrezo, en Madrid: «Pero ¿quiénes van a votar, los ciudadanos o las hectáreas?»

En plena fase de tira y afloja se reunieron Suárez, Lavilla, Osorio y Martín Villa en el despacho del presidente de las Cortes, Fernández-Miranda. Todos con los nervios a flor de piel, porque los 183 votos que obedecían a Fraga eran necesarios para sumar los dos tercios. Convenía amarrar esos síes cuanto antes. Entonces, Suárez, pragmático y frío hasta en el fragor del combate, le dijo a Osorio: «Alfonso, llama a Carlos Ollero, dile en qué estamos y que pregunte a los socialistas a ver qué opinan; porque si después de hacer la reforma nos encontramos con que la oposición no entra en el juego, no habremos hecho otra cosa que escribir sobre el agua».

Osorio llamó a Ollero. La espera se les hizo eterna. Al cabo de un rato, Ollero devolvía la llamada: Felipe González y Alfonso Guerra estaban de acuerdo[89].

La fase deliberativa se cerraba con la intervención del ministro de Justicia. En el momento en que Landelino Lavilla se levantó para defender el proyecto de ley, Martín Villa, transmitiéndole bríos, le dijo: «¡Ánimo, Lande, que por lo menos sacamos 425 ayuntamientos!» Al final, en el cómputo de los votos, Lavilla no salía de su asombro por la exactitud con que Martín Villa había predicho el resultado: fueron exactamente 425 los procuradores que votaron a favor.

Allí se había hablado mucho de legalidad, de legitimidad, de representación… y muy poco de credibilidad. Las últimas palabras de Landelino en su defensa de la ley fueron la mejor síntesis del espíritu de la reforma: «Que nadie hable en nombre de un pueblo que no ha hablado. Que nadie se arrogue representaciones si no las ha recibido. Que termine la confusión. Y que sea el pueblo español el que arbitre y haga la luz».

A las diez menos veinticinco de la noche del 18 de noviembre concluyó la votación, nominal y en pie. Luego, el recuento: 425 síes, 59 noes, 13 abstenciones. Cuando la voz de Torcuato decía «queda aprobada la Ley para la Reforma Política», uno de los cámaras de TVE captó en contrapicado la imagen de Adolfo Suárez en su escaño azul: se mordió el labio inferior como si quisiera notar que estaba despierto y no soñando, cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, y entonces pudo leerse en sus labios un «¡por fin!» que le nacía de muy dentro.

El hemiciclo puesto en pie ovacionaba el resultado apabullante. El Gobierno aplaudía también, pero no a su obra, sino a aquellos procuradores que con su retirada daban paso a lo nuevo. Desde el banco azul, Adolfo Suárez se giró hacia la tribuna del presidente Fernández-Miranda, y a él le dedicó su aplauso más vibrante.

En cuarenta y ocho horas había quedado listo el expediente que liquidaba el régimen. Un breve texto de cinco artículos que ya desde el primero proclamaba la democracia, aun antes de que cuajara en una Constitución, al afirmar que «la democracia en el Estado español se basa en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo». Un breve texto por el que el Gobierno se obligaba a hacer la reforma. Y un breve texto que en sus cinco artículos mencionaba cinco veces al Rey, y como Rey, no como un elemento ornamental de referencia respetable, sino al Rey en actos de Rey. Por tanto, de modo indirecto, aunque no encubierto sino expreso, también la Monarquía se sometía a plebiscito[90].

En ese recorrido funámbulo, «yendo de la ley a la ley, a través de la ley», lo que a Don Juan Carlos le importaba era que el cambio de régimen fuese pacífico y no convulsivo; que en el nuevo estado de cosas, los vencedores no pasaran a ser los vencidos; que el Movimiento, su organización, sus insignias, sus himnos y sus banderas desaparecieran, cayeran, sin armar ruido. Y sobre todo, no incurrir en perjurio. Ese haz de preocupaciones venía planteándoselo con insistencia a Torcuato desde que en julio de 1969, de rodillas junto a Franco y ante esas mismas Cortes, juró las Leyes Fundamentales y los Principios del Movimiento, para ser «sucesor a título de Rey»[91].

El referéndum fue convocado para el 15 de diciembre, bajo el eslogan «Habla, pueblo, habla». Se trataba del punto de arranque, y era absolutamente necesario un referéndum limpio, incuestionable. El Gobierno circuló órdenes por toda la geografía urbana y rural para que se extremasen las medidas de libertad y seguridad, y se garantizara la asepsia impidiendo o denunciando coacciones, fraudes, piquetes, intentos de pucherazo. La extrema derecha postulaba el no. Las fuerzas de izquierdas recomendaron la abstención activa, aunque sin imponerla.

Pero entre tanto ocurrirían muchas cosas. Así como la oposición democrática había entrado ya en una senda pactista, la oposición antidemocrática se iba radicalizando por días. Y con violencia. El 20 de noviembre, aniversario de la muerte de Franco, el primer 20-N, se concentró en la plaza de Oriente una tumultuaria manifestación de indignados franquistas coreando gritos de «Juan Carlos, Sofía, el pueblo no se fía», «Suárez dimite, el pueblo no te admite», «Gobierno, atiende, España no se vende», sobre un hosco frondor de «¡Ejército al poder!».

Al mismo tiempo, en la basílica del Valle de los Caídos, los Reyes presidían un solemnísimo funeral de Estado en memoria del Generalísimo, con asistencia de todo el Gobierno, el Consejo del Reino y representación de las Cortes. En sitiales destacados, las familias de Franco, de José Calvo-Sotelo, de José Antonio Primo de Rivera y de Luis Carrero Blanco. Un retablo luctuoso de la historia que el régimen veneraba.

Todo discurrió bien y con serenidad en el interior de la imponente cripta. Pero fuera esperaba la bronca, los gritos, los Cara al sol, las banderas, los exaltados de Fuerza Nueva, boinas rojas, insignias, correajes y pistolas al cinto. El ministro Martín Villa dedicó aquella tarde y noche a controlar la situación a bordo de un helicóptero, sobrevolando el tramo de la plaza de Oriente al Valle de los Caídos. «No había sensación de peligro: había peligro», recordaba transcurridos muchos años[92].

Dos días después, el 22 de noviembre, el Rey quiso celebrar el primer año de su proclamación reuniéndose exclusivamente con los jefes de los estados mayores de Tierra, Mar y Aire. Ni Diputación de la Grandeza de España, ni instituciones del Estado, ni cuerpo diplomático, como le habían sugerido. Por su difícil doble vida desde chaval, entre el señor de Estoril y el General de El Pardo, Juan Carlos tenía muy aguzado cierto instinto de supervivencia para esos gestos ambidextros de equilibrio. Una inteligencia camaleónica para captar perturbaciones en la atmósfera y adaptarse a todos los terrenos.

El Rey prefiere ralentizar el cambio

El proceso de la reforma, incluido el éxito del referéndum, intentaron boicotearlo a sangre los enemigos de la democracia, radicales de los dos extremos: ETA, Grapo, Triple A, Guerrilleros de Cristo Rey, pistoleros de Fuerza Nueva… Unos y otros, nutridos bajo cuerda con información policial.

Los hechos se sucedían al ritmo de una secuencia trágica de cine negro, como si varios ingenios violentos se hubiesen concertado para entrar en acción desde distintos puntos a la vez, por sorpresa, y con una eficacia indefectible.

Día tras día, desde octubre de 1976 hasta febrero de 1977, el país experimentaba lo que sin exageración expresó Rosa Montero: «Era como vivir en un polvorín sin saber quién tenía las mechas»[93]. Tampoco exageraba Miguel Ángel Aguilar al evocarlo años después: «Vivíamos en un tobogán, en una montaña rusa, con el estómago en la boca, entre los terroristas y los golpistas, que pensaban “cuanto peor, mejor”. Ni la izquierda rompía con ETA ni los militares se reconciliaban con la idea de una Constitución por la que sentían todo el recelo del mundo. Era un mar de encabronamiento».[94].

4 de octubre. Cuando el Gobierno ha aprobado su proyecto de Ley para la Reforma, Cataluña ha podido celebrar la Diada prohibida durante cuarenta años y en el País Vasco vuelve a ondear libremente la ikurriña, ETA asesina en la puerta de su casa a Juan María Araluce Villar, presidente de la Diputación de Gipuzkoa y consejero del Reino. En el mismo tiroteo, acribillan al chófer y a los tres policías escoltas. Fundido de cinco sangres.

11 de diciembre. Cuatro días antes del referéndum, los Grapo secuestran a Antonio María de Oriol y Urquijo, presidente del Consejo de Estado. Hay serias sospechas de que los Grapo son una excrecencia policial de extrema derecha. Así lo piensan Gutiérrez Mellado, Martín Villa y Sáenz de Santa María[95].

15 de diciembre. Referéndum sobre la reforma. Llovizna sobre Madrid. Torcuato, Suárez y el Rey madrugan, se enfundan sus gabardinas blancas, van a votar y siguen con inquietud el minuto a minuto de la jornada. Es «su obra» sometida a examen. Suárez no sabe qué es peor, si una alta tasa de abstención, de indiferencia, o un triunfo del no al cambio, del franquismo sin Franco. La víspera, Don Juan telefoneó a su hijo:

—Los Reyes no votan nunca.

—Esto es distinto, papá. No voto a ningún partido. Voto democracia… Es con lo que estoy comprometido.

Sin embargo, el Rey está confuso. Se lo confiesa al embajador de Estados Unidos, Wells Stabler. Después de comentar su conmoción por el secuestro de De Oriol, y confirmarle que Carrillo está en España, que usa disfraz para sus viajes, y que ha cenado el día 28 de noviembre en casa de Areilza con otros dirigentes políticos de la oposición, entre ellos Felipe González, el monarca intenta adivinar el efecto que estos hechos tendrán en el referéndum: quizá reduzcan las abstenciones, puede que como reacción se anime a votar sí la gente que está a favor de la reforma; aunque también es posible que aumente el no de los que consideran que el Gobierno es incapaz de solucionar estas dificultades… «Pero el Rey parece más tranquilo —escribe esa misma noche el embajador en su memorando a Washington— con un incremento de los votos del no que con un aumento de la abstención; es más, se inclina a pensar que habrá muchos votos negativos por parte del Ejército, veteranos y cuadros medios, lo cual permitiría al Gobierno explicar al país que sería más sensato no acelerar demasiado el programa reformista»[96]. Un testimonio elocuente de la tibieza —no siempre ha de llamarse prudencia al encogimiento de ánimo— con que, llegada la hora de la verdad, el Rey prefiere ralentizar el cambio. Sí, el cambio. Porque la Ley para la Reforma no es otra cosa que la ley que manda hacer el cambio.

Aunque la izquierda propugnaba con sordina la abstención, la afluencia ciudadana a las urnas fue altísima: el 77,4 por ciento del censo. Y el resultado, abrumador: el 94,2 por ciento a favor de la reforma; en contra, el 2,6 por ciento.

17 diciembre. Cuando no han pasado ni dos días desde que los españoles han dicho masivamente que quieren vivir de otra manera, varios centenares de guardias civiles y policías grises se echan a la calle a protestar —cosa insólita hasta entonces— en contra de la política del Gobierno. Insultan a los ministros y zarandean al general Chicharro, que intenta disolver a los manifestantes. No hay sanciones para los guardias y policías, pero sus mandos son destituidos[97]. El 22 de diciembre asumen sus cargos los nuevos responsables: Mariano Nicolás, director general de Seguridad; el general Antonio Ibáñez Freire, director de la Guardia Civil; y el general José Timón de Lara, inspector jefe de la Policía Armada.

Suárez: «¿Para qué diablos quiero yo a Carrillo detenido?»

La Policía necesita colgarse una medalla y lo consigue ese mismo día 22. Santiago Carrillo es detenido al salir de una reunión del PCE en la calle López de Hoyos. Carrillo vive en España desde el 7 de febrero, entrando, saliendo por la frontera, moviéndose impunemente en coche por diversos puntos del país, dejándose filmar en coche por delante de Neptuno y la Cibeles, ha dado una rueda de prensa clandestina en Madrid ante cincuenta periodistas españoles y extranjeros, y justo cuando el Gobierno está manteniendo con él unos contactos que no interesa interceptar, a Rodríguez Román, el director de Seguridad dimisionario, se le ocurre el golpe de eficacia.

Cuando a Adolfo Suárez le dan la noticia, no puede disimular su contrariedad:

—¡Vaya, hombre, justo ahora! ¡Mira que no han tenido días y meses para echarle el lazo…![98].

No puede decir más, pero a José Mario Armero, que lleva las conversaciones, sí le dice, en cuanto le localiza por teléfono, en Barcelona:

—¿Para qué diablos quiero yo a Carrillo detenido en estos momentos? ¡Se nos puede ir todo a hacer puñetas! Lo deseable es que le ofrezcan un billete a París, y que él acepte. Ni tenemos cargos contra él para retenerle, ni podemos forzar su expulsión. Es un español y cometeríamos un delito. Hay que preguntarle al propio Carrillo qué quiere hacer.

—Pues tomo el primer avión a Madrid y voy directo a la comisaría a preguntarle.

—No, no vengas, Pepe. No te dejarían pasar. Ni eres su abogado, ni puedes decir que vas de mi parte.

Suárez compartimenta extremadamente sus informaciones. Cada ministro sabe lo que debe saber. Y Martín Villa, dueño en esos momentos del preso Carrillo, desconoce que el presidente tiene abierta una línea secreta de diálogo con él, que no debe ser estorbada.

Carrillo les ha creado un buen problema. Varios ministros intercambian criterios de urgencia: Osorio, Lavilla, Martín Villa, García López. En primer lugar, hay que proteger al detenido de las posibles vejaciones de algunos policías o del intento de linchamiento de los ultras, que ya se han ido concentrando en la Puerta del Sol, frente a la Dirección General de Seguridad. Deciden sacarle en un furgón celular y trasladarle a una comisaría nueva, en la calle Luna. Y una vez allí, que esté resguardado en la enfermería. Se encarga de esto el comisario Lorenzo Calatayud.

Mientras, los «cabeza de huevo» Eduardo Navarro, Ortí Bordás y Félix Hernández Gil elaboran un informe jurídico sobre la situación penal de Santiago Carrillo para ver qué se debe hacer con él. La nota dice:

Todos los delitos cometidos antes del 1 de abril de 1939 se declararon prescritos en vida de Franco, en 1969, con ocasión de los treinta años del final de la guerra civil, y porque había transcurrido el plazo penal. Por ese flanco no cabe imputar nada a Carrillo. De otra parte, el Código Penal español tipifica como delito «la deportación y el extrañamiento de un ciudadano no determinados judicialmente». Por tanto, el Gobierno delinquiría si extrañase a Carrillo sin causa justificada. En último lugar, todo el aparato del PCE está aguardando a ver qué hacemos con su líder; si nos equivocamos, se nos echarán al cuello y nos montarán la gris en las calles y en la prensa, desprestigiando nuestro proceso de reforma política.

Casi al pie de la letra lo que Carrillo había respondido al comisario Francisco de Asís Pastor cuando le hizo una oferta alternativa, que procedía del Gobierno:

—Si usted quiere, puede salir ahora de España: un avión y directo a París. Si no quiere irse, si se queda aquí, tendrá que atenerse a la legalidad: la cárcel de Carabanchel el tiempo que sea, hasta comparecer ante el juez… Elija.

Carrillo no gastó ni un segundo en pensar su respuesta, la tenía preparada desde hacía tiempo:

—Soy un ciudadano español. Nunca he renunciado a mi nacionalidad. Tengo derecho a estar en España. Y si estoy sin documentación legal es porque cuantas veces he solicitado mi pasaporte en la embajada y en el consulado de España en París, otras tantas me lo han negado. O ustedes presentan algún cargo delictivo penal contra mí o no pueden hacerme nada. Así que me quedo en España.

El comisario Pastor se volvió hacia el policía secretario de instrucción, que aguardaba ante la máquina de escribir, y le hizo seña de que tomase al dictado:

—¿Qué prefiere: ser puesto a disposición del Tribunal de Orden Público o ser expulsado de España? Hay un avión preparado.

—Prefiero ser puesto a disposición del Tribunal de Orden Público.

—¿Cuál es su intención al querer residir en España?

—Mi intención es obtener mi pasaporte español y la legalización de mi partido.

Carrillo era consciente de que aquella declaración suya ante el comisario pasaría a integrar las actas del sumario del juez que tuviera que interrogarle, así que aprovechó para hacer un alegato a favor del PCE.

—Señor comisario, deseo añadir que, a tenor del Código Penal tal y como ha sido recientemente reformado en las Cortes, el Partido Comunista de España no puede ser considerado fuera de la ley, pues no pertenece a ninguna organización internacional ni propugna un sistema totalitario.

Mientras Carrillo firmaba su declaración, Pastor le dijo a media voz:

—Acaba usted de legalizar su situación en España, y con muchas probabilidades puede dar también por legalizado el Partido Comunista en España[99].

El 23 de diciembre, conducido en un coche celular, Carrillo ingresa en la prisión de Carabanchel. Permanece ocho días en una habitación del hospital de la cárcel, no en una celda. A las dos de la tarde del 30 de diciembre, Rafael Gómez Chaparro, juez del Tribunal de Orden Público, decreta su libertad sin cargos.