«El Rey: «Yo con la Iglesia no quiero conflicto»

Fernández-Miranda había dado esperanzas a Areilza. Difuminadas pero suficientes, y con astucia le había «desvelado» exactamente lo contrario de lo que pensaba hacer.

Por la tarde, aunque era la fiesta de Jueves Santo, el Rey esperaba a Areilza en La Zarzuela para que le informara de sus gestiones en Roma.

—Majestad, Arias boicotea la renovación del Concordato con la Santa Sede. Propone cancelar el vigente porque se ha quedado obsoleto. En eso tiene razón y los de Roma están conformes, pero les da vértigo que dejemos un vacío legal hasta que haya un nuevo tratado, que es lo que quiere Arias. Y en la Secretaría de Estado desconfían de nosotros, esperan un gesto…

—Pero ya te dije que deseo devolverles el derecho de terna para los nombramientos de obispos y que provean con quien ellos quieran las siete u ocho diócesis que están sin obispo.

—Arias se niega en redondo.

—Pues convéncele. Mira, cuando Pablo VI estuvo a punto de venir a España, a Compostela, Franco a última hora se negó a que viniese porque sabía que le iba a pedir la renuncia a los privilegios, y no quería cederlos de ninguna manera, dijera lo que dijese el Concilio Vaticano II. Pero yo con la Iglesia quiero concordia, no quiero conflicto.

—Luego está el tema de la Seguridad Social del clero, sobre todo de los curas ancianos y de los que viven de pena en pueblecitos de por ahí, atendiendo varias parroquias a la vez.

—Por supuesto, eso hay que dárselo. El cardenal primado, don Marcelo, me dijo que son veinte mil curas rurales con un sueldo de hambre: les pagan la tercera parte de lo que gana un peón de albañil.

—A mí me enseñó los listados y las nóminas. Pero Arias se agarra a que hay ochocientos curas enloquecidos que andan por los barrios obreros predicando la revolución marxista. Ah, y lo de las homilías politizadas, los encierros en templos…

—José María, mano izquierda: con la Iglesia, un ten con ten; ni negarlo todo ni cederlo todo. Ni Estado confesional ni Estado ateo. A la hora de un acuerdo nuevo, hay que pensar que aquí el 90 por ciento de los curas son conservadores y partidarios del Estado confesional y del Concordato que los protege. Fíjate, pienso si no sería bueno sondear lo que opinan nuestros curas y no actuar a ciegas… ¿En qué punto había dejado Pedro Cortina la negociación cuando tú llegaste?

—Cortina no movió un papel. No he encontrado rastro alguno, ni en los dossieres de Exteriores ni en mis conversaciones con el nuncio Dadaglio. Para mí que Arias le dijo que no diera un paso y no hizo nada.

—¡Es todo surrealista!

—Lo más surrealista, señor, ahora que estoy conociendo el tema de cerca, es que el catoliquísimo Franco se las hizo pasar muy duras a Roma. Porque una cosa era la fachada, las procesiones, el palio, los funerales de tres capas…, y otra la relación con el Vaticano. Mala, malísima, desde hace mucho tiempo. Franco disponía de los obispos como si fueran tenientes coroneles de sus regimientos. Cuando las penas de muerte de los juicios de Burgos, ni contestó a la petición de Pablo VI. Vamos, ¡ni se puso al teléfono! Y Arias ya estaba en el machito.

—Sí, eso lo he vivido yo. Pero deja a Franco en paz… y dime cómo está el tema.

—Yo no sé qué hay en la cabeza de Arias, pero sí sé lo que veo en su rostro: se le oscurecen los ojos súbitamente, en cuanto le menciono al cardenal Tarancón o al nuncio Dadaglio. Su fobia al Vaticano, su inquina contra Pablo VI, Villot, Casaroli, Benelli… Es el antivaticanismo de una derecha integrista y beata, que odia al papa Montini porque está convencida, como lo estaba Franco, de que hay infiltraciones comunistas y masónicas en la alta curia. Y eso en Arias cristaliza con su solera anticlerical azañista. El haber sido un joven pasante en el bufete de Azaña le marcó mucho más de lo que él cree[71].

El Rey concentró su mirada en Areilza con interés. Le llamaba la atención esa radiografía psicológica de Arias que el ministro le presentaba. Areilza fue a más:

—El otro día, antes de salir para Roma fui a despedirme de Arias, y me dijo cosas de este tipo: «Bueno, ¡a ver cómo toreas a esa gente del Vaticano, sin soltar prenda y sin comprometer nada!», «Con esa gentuza no hay posibilidad ninguna de llegar a un acuerdo, odian a España». Y en otro despacho sobre este asunto, llegó a reconocer: «No te oculto mi repugnancia visceral por tratar con el Vaticano, por tener que entenderme con esos señores. ¡Bastante calvario ha sido para los católicos españoles soportar a Pablo VI…!»

El Rey pasaba del asombro al pasmo.

—Oye, yo no soy un beato, pero eso es tremendo… Y me cuadra, me cuadra.

—El reverso de la moneda ha sido la audiencia con Pablo VI. Yo iba con el cliché del papa diplomático, del papa intelectual…

—¿Y?

—Y me encontré a un hombre que lleva el reloj a la hora en que estamos. Me dijo que le daba lo mismo un concordato o un acuerdo o cualquier otra fórmula; pero que el tratado actual no sirve porque es una antigualla superada por los hechos, las necesidades, las mentalidades, tanto en la Iglesia como en la sociedad española. Literalmente me dijo: «Señor ministro, nuestra relación no sirve para hoy, hay que ponerla al día de la vida». Y cuando ya me despedía cogiéndome las dos manos y con un tono de voz cálido y una mirada muy expresiva, casi febril, me dijo: «Confíe usted en la Santa Sede. No se arrepentirá. Estamos de su lado. Queremos que España lleve a cabo su Transición en orden y sin violencia. Nos interesa sumamente la línea de apertura que usted y sus amigos representan. Y conocemos bien las dificultades y los obstáculos que tendrán que superar»[72].

—¿Se lo has contado a Arias?

—Todavía no le he visto, he llegado esta mañana; pero me imagino que sólo le importará lo que hayan dicho Casaroli y Benelli. Del papa no le diré más que está abierto a cualquier fórmula, que sigue de cerca y con interés nuestra Transición… Y punto.

El Rey, «entre caimanes y cocodrilos»

Del contencioso vaticano, Areilza derivó a la cuestión que más le importaba: la caída de Arias. Le comentó que había estado con Torcuato, «tal como Su Majestad me dijo», y que ambos veían indemorable el cambio en la presidencia.

—Yo estaría dispuesto a pedirle que se fuera —dijo el Rey—. Ahora bien, ¿qué hará el Consejo del Reino a continuación? Arias controla a la mayoría de los consejeros. Pero vamos a ponernos en que Torcuato les da buenos argumentos y aceptan que yo le destituya. El paso siguiente es que los consejeros me ofrezcan una terna donde esté el hombre capaz de fajarse de verdad con la reforma. Y a fecha de hoy, el Consejo del Reino no tragaría ni tu nombre ni el de Fraga. «No los votarían», me ha dicho Torcuato.

El Rey siguió hablando:

—¡Esto es demencial!, ¡esto es luchar contra los elementos! A veces tengo la sensación de que estoy en medio de la corriente de un río, y me agarro a lo que creo que es un tronco, ¡y va y es un caimán, o un cocodrilo!

Areilza ya no escuchaba todo ese safari imaginario del Rey. Se había quedado con el alfilerazo de que «el Consejo del Reino no tragaría ni tu nombre ni el de Fraga». Procuró permanecer impávido, aunque el Rey hubiese pinchado el globo de sus ilusiones. Pero lo que le escamaba era el doble juego de Torcuato. ¿Por qué, cuando estuvo por la mañana en su casa, no le dijo ni media palabra sobre el veto del Consejo del Reino hacia su persona? Areilza ya sabía que todo se muñía y se decidía entre esa especie de duunvirato en la penumbra conformado por el Rey y por Torcuato, pero… ¿qué se traían entre manos?

—Dame algún nombre, José María —le estaba diciendo el Rey.

—¿Algún nombre…?

—Para sustituir a Arias.

—Pues… el teniente general Gutiérrez Mellado.

Lo dijo con la rapidez con que un prestidigitador se saca un inesperado pañuelo de la bocamanga. El Rey enarcó las cejas y abrió mucho los ojos, sorprendido.

—Majestad, todo será trabajar en vano mientras no se llegue a un acuerdo con las Fuerzas Armadas. Pero no con entreguismo, como está haciendo Fraga, sino con argumentos que les hagan entrar de lleno en la operación reforma. Y Gutiérrez Mellado es un militar apolítico, un militar químicamente puro, pero entiende bien de qué se trata. Y creo que se lanzaría a la tarea, si le dieran esa oportunidad.

»El búnker político, el de las Cortes, puede incordiar más o menos, pero su fuerza se acaba en su escaño. Aquí el auténtico búnker con capacidad de oponerse frontalmente es el de los generales «azules» y el de los «no azules», que siguen estando a las órdenes de Franco. Yo los llamo «los costaleros». Están ocultos debajo del paso. No se les ve, pero son los que hacen que el paso avance, o se detenga o recule. Hay que hablar con los costaleros, uno a uno. Los otros búnkeres no pueden nada. No hay más.

Y aunque ni el Rey ni Areilza lo mencionaran, ambos sabían que el capataz de los costaleros era un teniente general en activo y en la cúspide del Gobierno: el vicepresidente De Santiago y Díaz de Mendívil.

—¡Ya me gustaría a mí poder contar con Gutiérrez Mellado! Mira, cuando Arias estaba haciendo su gabinete, saqué el nombre de Díez-Alegría. Vi que torcía el gesto y no insistí. A continuación, no sé si por agradarme o por qué, él mismo propuso a Gutiérrez Mellado como vicepresidente para la Defensa. Pues se lo tumbaron los dos búnkeres, el civil y el militar. Más aún, me hicieron llegar un dossier poniéndole a caldo…

—Me imagino la letanía: rojo, espía, liberal, masón…

—Lo que más subrayaban en el dossier era su actitud «demasiado tolerante y comprensiva con los oficiales de la UMD».

—Ése es el sambenito que le cuelgan los que quieren quemar su imagen. Es una insidia y es una falsedad[73].

—Te agradezco la sugerencia de Gutiérrez Mellado, aunque creo que tampoco pasaría el filtro del Consejo del Reino. De todos modos, lo pensaré, lo rumiaré estos días.

Si el Rey pretendía saber con qué políticos tenía Areilza más confianza o más intereses, el ministro le había salido por un registro inesperado: un militar apolítico y sin posibilidad de figurar en la terna. Sagacidad diplomática para echar balones fuera[74].

Tretas borbónicas para confundir

Areilza, conde consorte de Motrico, era un político avezado, perito en giros y mudanzas como los girasoles. En los chistes fáciles le llamaban «el hombre del pantalón gris, porque va con todas las chaquetas». Sumamente perspicaz para detectar el sol naciente y el sol poniente, tenía un fino radar de orientación. Heliotropía. Sin embargo, en ese cuarto de hora andaba despistado. El Rey le hacía confidencias, Torcuato le dejaba ver al trasluz el próximo acto de la función, incluso le decía «cuídate de Fraga», «yo pienso en ti»; pero luego uno y otro se olvidaban de él. Su pregunta recurrente en esos días era «¿qué se traen entre manos?».

Pasada una semana, supo que aquel mismo Jueves Santo otros dos ministros habían estado también con el Rey. Francisco Lozano Vicente y Carlos Pérez de Bricio. Vivienda e Industria. Dos burotecnócratas eficientes, mates, sin glamour, pero con buena entrada en La Zarzuela. El Rey hacía sus tanteos, preguntaba, deslizaba un nombre, sonsacaba una noticia, ponía cara de ingenuo, se hacía de nuevas, masajeaba la ambición de sus visitantes, les vertía una dosis de esperanza, y al final, como hizo con Areilza, pinchaba el globo:

—¿Sabéis? —les dijo a Lozano y a Pérez de Bricio—, un posible candidato, que sería un pepinazo, un hombre revelación… ¡Adolfo Suárez! Ando dándole vueltas… Pero no digáis nada, por favor, que no lo sabe ni él. Bueno…, si veis a Torcuato, preguntadle a ver qué opina.

Zorrerías del monarca, porque Suárez en aquellas fechas era uno más en la pasarela. Tretas borbónicas, como la de pedir al término de una audiencia privada, lo mismo a un político que a un militar o a un empresario, «dime nombres de posibles presidentes del Gobierno». No lo hacía para que le espabilaran la memoria onomástica, ni para chequear con quién se sentirían mejor gobernados, sino para que serpenteara el rumor de que «el Rey anda buscando sustituto para Arias».

Lo que hizo con Areilza lo hizo también con otros. Gonzalo Fernández de la Mora, ex ministro de Franco y afincado en una derecha ideológica sin retorno, ante esa invitación del Rey, empezó a desgranar una mazorca de nombres ilustres: Antonio María de Oriol, Federico Silva, Gregorio López Bravo, Laureano López Rodó, Torcuato Fernández-Miranda… El Rey le escuchaba. Sólo añadió dos apostillas: «Laureano, muy buena cabeza y muy buen corazón, pero… tiene plomo franquista en el ala» y «Torcuato, sí, ¡un gran elemento!».

Poco después, Gonzalo visitó a Torcuato. Salió en la conversación la difícil relación que puede darse entre padres e hijos, maestros y alumnos, cuando el joven se encumbra por encima del mayor. Torcuato citó a san Pablo: «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos…»[75] Y luego, entre irónico y socarrón, añadió: «Creo que, hasta el momento, tengo la plena confianza de mi discípulo, el Rey».

—La tienes, Torcuato. Acabo de comprobarlo en La Zarzuela. He estado allí. Y supongo que serás tú el que sustituya a Arias.

—De ningún modo. Hay que ver a más largo plazo. Ahora la fórmula ideal es que yo siga siendo presidente de las Cortes y del Consejo del Reino.

—Y una vez cesado Arias, ¿quién es tu candidato para presidir el Gobierno?

—Alguien que haga lo que yo le diga.

—A ver, a ver… Explícame eso.

—No te esfuerces, Gonzalo, porque no lo vas a adivinar[76].

Don Juan: «Juanito, o te desenganchas de Arias o esto no chuta»

El desacuerdo político y la falta de sintonía humana entre Arias y el Rey eran patentes e indisimulables desde principios de marzo. Dentro y fuera de La Zarzuela. Incluso en las cancillerías extranjeras se avistaba un cambio en la presidencia del Gobierno a corto o medio plazo.

El 3 de marzo, el embajador francés en Madrid, Jean-François Deniau, buen amigo del Rey, comentaba a su colega estadounidense Wells Stabler: «Yo creo que el Rey debería implicarse más a fondo en la apertura política, aprovechar sus poderes para impulsar al Gobierno y marcarle la dirección». El americano, que llevaba más tiempo en España y conocía mejor el paisanaje, no lo veía así: «Me parece más prudente que el Rey se mantenga a distancia, para evitar que el muy posible fallo de Arias le arrastre a él también»[77].

La pasividad de Arias recibía severas críticas en la prensa internacional. Time ya había valorado muy a la baja el programa que el jefe del Gobierno ofreció al iniciar su mandato: «Bit of Democracy» («Una pizca de democracia»), era el titular del 9 de febrero. Por su parte, The New York Times le asestaba un serretazo tras otro en sus evaluaciones periódicas por «la lentitud y el incumplimiento de las reformas anunciadas», acusándole de «perder un tiempo precioso, mientras crece peligrosamente la polarización entre los españoles». El 21 de enero, titulaba con un tremendo «Involución en España: España retrocede». Y en la primera semana de marzo, otro duro diagnóstico: «Demasiado lento en España»[78].

El lunes 8 de marzo, Don Juan de Borbón hizo un viaje rápido y de incógnito Lisboa-Madrid-Lisboa en el mismo día. No se fiaba del teléfono y quería hablar con su hijo cara a cara. Un consejo, un bocinazo de alerta: «Juanito, o te desenganchas de Arias o esto no chuta… Y es la Corona, la Corona de España, lo que te estás jugando».

Torcuato: «Suárez, ¿ambición o codicia?»

Aquel 8 de marzo en que Don Juan dio un toque de alerta a su hijo y Fraga pactó con los generales, ocurrió otro suceso que iba a abrochar entre dos personajes una relación de alto interés político para el fututo inmediato. El matrimonio Adolfo Suárez y Amparo Illana había invitado a cenar en su casa de San Martín de Porres a Torcuato Fernández-Miranda y a Carmen Lozana, su mujer.

Años atrás, Torcuato y Adolfo tuvieron una fricción, pero se reencontraron y se hicieron amigos cuando ambos habían sido apartados a un extraño limbo, extramuros de la vida política. Tras la muerte de Carrero, Arias despidió a Torcuato de la vicepresidencia del Gobierno y como generoso destino le encomendó un puesto de no hacer nada, con secretaria, teléfono y sueldo en el Banco de Crédito Local (BCL). También Adolfo, al morir en accidente su padrino político, Herrero Tejedor, fue relegado por Arias al rincón oscuro de la Delegación del Gobierno en Telefónica. En aquel tiempo de «exilio interior» —1974 y 1975—, Adolfo Suárez visitó con frecuencia a Fernández-Miranda en su despacho del BCL. Uno y otro podían considerarse material desechado por Carlos Arias, pero ninguno de los dos se sentía políticamente amortizado; antes bien, sabían que lo verdaderamente importante de sus vidas estaba por hacer.

En los últimos meses del deterioro físico de Franco, con Juan Carlos en el rol de «jefe interino», Torcuato fue un discreto asiduo de La Zarzuela. El Príncipe y él dibujaban ya los mapas del futuro. Por su parte, Adolfo Suárez, cribando nombres en los ficheros del Movimiento Nacional, organizaba lo que el día de mañana podría ser un partido político de centro, la Unión del Pueblo Español (UDPE). Un cajón de sastre con nombre de feria del campo.

Al fin, la llegada de Juan Carlos al trono recuperó a algunos actores en el nuevo escenario. Juan Carlos colocó a Torcuato, y Torcuato colocó a Adolfo. Se alzó el telón, se encendieron las candilejas, el público contuvo el aliento… y aguardó expectante a que comenzara la acción, la performance, la metamorfosis que anunciaba el programa de mano. Pero pasaron días, semanas y meses sin que nada nuevo ocurriese. En escena, unos rostros antiguos seguían declamando palabras antiguas. Nihil novum sub sole.

De todo esto hablaron los Fernández-Miranda y los Suárez durante la cena. Lo que los políticos en su jerga exprés llamaban «la situación». Luego, Adolfo y Torcuato hicieron un aparte de fumadores empedernidos, con sus pitillos y sus cafés.

—Arias ya es insostenible. —Adolfo se mostraba enfadado y terminante—. Por no decir que es un incapaz o que juega a la contra, prefiero pensar que está enfermo. En todo caso, hay que ir a la sustitución. Y el único posible eres tú.

—Yo no puedo ser presidente del Gobierno. Sería largo de explicar, pero, créeme, mi sitio es donde estoy.

—No hay otro, Torcuato, tienes que ser tú.

—Y ¿por qué no tú? —Fue una finta deliberada de Torcuato para provocar la reacción de Suárez.

Después la plasmó en su cuaderno:

Me impresionó Adolfo. Ni por cortesía dijo «¡hombre, no!». Se calló. Lo aceptó como posible. Se hizo rápidamente a esa idea. Pero lo que me impresionó fue su mirada, como si al fondo de ella estallara el sueño de una ambición. Pensé mucho en esa reacción y me acordé de una vieja frase de Laín: «Dios te dé sobra de ambición y falta de codicia». Como si el fondo de aquella mirada fuera turbio y hubiera en ella una desmesurada codicia de poder. Nada fue claro, pero sí desazonante[79].

A pesar de esa duda —¿codicia o ambición?—, a Torcuato le agradaba Suárez. Veía en él al hombre que buscaba para atreverse con el cambio. Tenía recias convicciones morales, pero ninguna ideología política, ni mucho menos un plan reformista preconcebido. Suárez apostaba con fuerza por los derechos humanos. Quería libertades ciudadanas, justicia social, participación política abierta a todos, pluralidad de partidos y de sindicatos, elecciones con sufragio universal secreto y directo. ¿Una sola Cámara? ¿Un Congreso y un Senado? No se mataría por eso. Le parecía que el Senado podría servir como estancia de segunda lectura para templar los textos que llegaran del Congreso, pero poco a poco se convertiría en un venerable adorno. ¿Monarquía o República? Suárez era accidentalista, posibilista, de familia republicana, pero con un gran afecto personal por Juan Carlos desde que se hicieron amigos en 1968. Secretario general del Movimiento, sin haber sido jamás falangista, ni «flecha» en campamentos de juventudes. No le importaban las filigranas jurídicas ni los purismos legales en que Torcuato ponía tanto empeño «para pasar de la ley a ley». Pero sí se impacientaba porque algo despuntase, algo viera la luz de una vez.

El Rey: «A Adolfo aún le veo verde»

Llegó un momento en que la mala relación entre Arias y el monarca chirriaba de manera alarmante. Aun guardando las formas, se notaba hasta en los actos públicos. Y ad intra, los ministros, ante decisiones complejas de sus competencias, preferían puentear a Arias y subir a La Zarzuela. Torcuato le planteó al Rey que había que buscar ya un nuevo presidente. A partir de marzo, ése fue el tema de sus conversaciones.

El perfil de la persona que se buscaba requería estos rasgos:

—Lealtad manifiesta al proyecto de la Corona, que era alcanzar una democracia plena, desde el respeto a la legalidad.

—Carencia de un proyecto político propio.

—Gran capacidad de diálogo. Mejor aún, de seducción[80].

La dificultad de fondo era la existencia real de dos Españas. Y el problema, su integración en un proyecto común, sin que los vencidos pasaran a ser vencedores y sin que los vencedores siguieran conservando los resortes del poder y el «derecho de admisión» sobre qué españoles sí y qué españoles no podían participar en el nuevo juego político.

Había que convencer a las clases medias y altas de la sociedad posfranquista de que la democracia no pondría en riesgo su estatus, ni sus propiedades, ni sus intereses. Y había que integrar a la izquierda, a toda la izquierda, incluidos los comunistas si asumían las reglas democráticas como instrumento para la conquista legítima del poder. Pero para ello, a la izquierda se le tenían que dar garantías de que el plan de reforma del régimen era sincero y era posible. Y, como certeramente preveía Torcuato, esa persuasión ambidextra iba a requerir la habilidad casi mágica del encantador de serpientes.

Reformar las Leyes Fundamentales sería sólo un primer paso. Después habría que derogarlas y entregar al pueblo la soberanía para que él eligiese libremente a sus representantes en unas Cortes de nueva planta, que serían constituyentes. Y para que la Constitución que ahí se fabricara fuese aceptada por todos, no podía ser una Constitución de derechas ni una Constitución de izquierdas, como no podía haber una Monarquía de derechas o una Monarquía de izquierdas. Ése era el proyecto. Faltaba fichar al gestor.

Durante algún tiempo, el Rey y el presidente de las Cortes barajaron una colección de nombres, escrutando el historial y la capacidad humana y política de cada uno. Un día de abril, el Rey sacó un trocito de papel y le dijo a Torcuato:

—Después de mucho expurgo, éstos son los siete posibles sustitutos que yo veo, y por este orden: Areilza, Fraga, López de Letona, Pérez de Bricio, Federico Silva, López Bravo y Adolfo Suárez. He incluido a Adolfo por tu teoría de que un presidente abierto y disponible es mejor que un presidente cerrado en sus propias ideas; pero yo le encuentro todavía muy verde… ¡y sabes que le quiero mucho![81]

¿Un pacto con el Rey?

Hablando del nuevo presidente del Gobierno que respondiera a ese retrato robot de hombre «disponible» y «abierto a las ideas directivas», Torcuato le dijo al Rey:

—Eso tendría que concretarse en un pacto.

—¿Un pacto?

—Un pacto «ante» el Rey, no «con» el Rey.

—Pero ¿un pacto de quién con quién?

—Del presidente de las Cortes y del presidente del Gobierno, los dos ante Vuestra Majestad.

—¿Un pacto formal, expreso, entre los tres…? ¡Eso sería peligroso para mí!

—Sí. El proyecto democratizador es una empresa de la Corona —explicó Torcuato—; lo patrocina y arbitra la Corona. No es un invento mío ni del presidente equis del Gobierno. El Rey está detrás. Por tanto, el compromiso de reformar, y de reformar legalmente transformando la soberanía absoluta en soberanía popular, ha de contraerse con el Rey que, en cierto modo, se pondría en manos de dos hombres, el presidente de las Cortes y el presidente del Gobierno.

—Pero ¿y si os equivocáis? ¿Y si os peleáis? ¿Y si fracasáis? Eso se volvería inmediatamente contra mí.

Torcuato se quedó callado, abstraído en las volutas del humo de su enésimo cigarrillo. Juan Carlos se levantó, dio varias zancadas por el despacho, arriba y abajo. Luego volvió donde Torcuato:

—Mira, lo que hay que hacer es buscar de una puñetera vez a la persona «dirigible», realmente abierta, y llevar a cabo el proyecto, pero ¡nada de pactos previos!

—La persona «disponible» —corrigió Torcuato. El Rey no se había dado ni cuenta de su lapsus mental.

—¡Nada de pactos! —insistió Juan Carlos—. El pacto lo acabamos de hacer tú y yo. Y basta.

Luego, con tono de ocurrencia astuta:

—Se me ocurre una cosa: esa idea del «pacto ante el Rey» deberías usarla para probar a nuestros candidatos… ¡Sí, para eso es colosal! Pero cuidado, eh, con habilidad, sin decir nada, o diciendo muy poco, del contenido[82].

No se buscaba, pues, un arquitecto que hiciera los planos de la reforma, sino un maestro de obra que la ejecutase «siguiendo las directivas», un político «sin proyecto propio», «abierto, receptivo y leal», aunque supiera «nada o muy poco» de la tarea que le iban a encomendar. Con esas expresiones perfilaba Fernández-Miranda el biotipo del sucesor. ¿Un muñeco obediente? ¿Una marioneta de guiñol? El lapsus del Rey: una persona «dirigible».

Torcuato hizo la prueba del algodón —la idea colosal del pacto ante el Rey— con varios políticos de la lista de los preferidos por el monarca: Fraga, Areilza, Silva Muñoz, Suárez, Pérez de Bricio… Y tomó nota de sus reacciones. No ofrecía ni prometía nada. Simplemente, exploraba el territorio para detectar en cada candidato si estaba o no dispuesto a guardar en un cajón su proyecto, el que tuviera, y asumir como propio el de la Corona. Era una precaución elemental para que el Rey no se equivocara al elegir al hombre. En esa elección se jugaban cosas tan serias como la democracia y la Monarquía. De ahí que la idea de «disponibilidad» se convirtiera muy pronto en un factor clave para la selección[83].

Por entonces, Fernández-Miranda, pensó mucho en la situación política que se estaba creando y que le resultaba inaceptable. De noche, sobre el papel, volcaba sus reflexiones:

Arias sueña con una democracia amaestrada, sin saber lo que realmente quiere. Lo único que sabe es que quiere «otra cosa», pero conservando lo que hay. Teme y descalifica a la izquierda, de la que no tiene ideas claras. En suma: quiere una Monarquía administrada por ellos, la continuidad administrada por ellos, una situación posfranquista administrada por ellos[84].

El Rey era consciente de ese querer y no querer de Arias. Pero tenía a su lado, en La Zarzuela, un entusiasta defensor de Arias, Alfonso Armada, que insistía en la conveniencia de mantenerle en el cargo de presidente hasta que se agotara el plazo legal de su mandato. Esa presión tan doméstica y tan continua coartaba al Rey, le quitaba libertad interior para afrontar el problema.

Torcuato observaba también a Fraga y escribía:

Es evidente que aspira a presidir su propio Gobierno; y que, dentro de la natural y legítima ambición política, prevalece en él la idea de servicio al bien común.

Con lo que Torcuato no estaba de acuerdo era con el «método Fraga» de reforma. Entre otras cosas, Fraga pensaba que las Leyes Fundamentales eran intocables, y por tanto había que «ampliar la base de participación, pero conservando el legado». Disentía también de su rechazo a integrar a los comunistas en el sistema.

El Rey tiene miedo

A mediados de abril, el Rey se sinceró con Torcuato no sólo desde un registro político; se mostró ante su antiguo preceptor como un rey novato, inseguro, impotente y asustado.

—No sé cómo tratar a Arias. He intentado que haya confianza, pero no lo he conseguido. No oye. En realidad, no me deja hablar. No quiere escuchar, o no sabe escuchar… Y me da la sensación de que no necesita contar conmigo. Él cree que está absolutamente asegurado en su cargo, que es presidente por cinco años, y que yo no puedo más que mantenerle. A veces, debe de sentirse más fuerte que yo… y, en el fondo, no me acepta como Rey. No me informa. Viene aquí y habla y habla y habla, pero lo único que dice es que gracias a él «las cosas se mantienen»; que sin él «todo sería un caos». Lo dice así: «Sin mí, el poder estaría arrojado a la calle». Torcuato, en todos estos meses me he esforzado por establecer una relación de confianza, he usado cordialidad, buena cara, simpatía… Y me he dado cuenta de que con él es peor, es contraproducente.

—Vuestra Majestad debe pedirle la dimisión, no queda otra salida.

—Estoy de acuerdo, ¡pero no sé cómo hacerlo…! Continuamente me repite que él es presidente porque así lo quiso el Caudillo; que él pensaba dejarlo, pero he sido yo quien le ha comprometido en esta tarea… y ahora piensa llevarla a cabo hasta el final. «Pero sepa —me dice como haciéndome un favor— que si sigo es porque Vuestra Majestad me lo ha pedido». Es muy hábil, habilísimo, para plantearme la «cuestión de confianza» de medio lado, nunca de frente, dándola por hecha… Y, la verdad, yo no sé cómo abordarle. ¡No sé cómo hacerlo! Todo esto me tiene tenso y en vilo ya hace tiempo. Sólo puedo decírtelo a ti: no sé cómo plantearle que deseo su dimisión.

Torcuato le escuchaba en silencio. Había sacado un cigarrillo, pero desistió de encenderlo por no romper el hilo del soliloquio del Rey.

—Todos los ministros me dicen que es necesaria la dimisión, que seguir con Arias es ya insostenible. Pero vuelvo a lo mismo: ¿cómo lo hago? Supongamos que él me contesta que no, que no la presenta; y que, si yo pienso que eso es lo conveniente, que le dé el cese, pero que él voluntariamente no dimite… ¿crees que puedo meter al Consejo del Reino en una decisión como ésa? Armada me dice que sería un error grave y que complicaría más las cosas.

—Tenéis que pedirle la dimisión de un modo claro, directo y preciso, dejándole sin salida.

—¿Y si se niega?

—Entonces, sería un desacato y habría causa para que interviniera el Consejo del Reino.

—Pero, bien mirado, no hay desacato, porque la dimisión tiene que ser a iniciativa suya, no impuesta por mí.

—No, claro —admitió Torcuato—, no se trata exactamente de desacato. Ésa no es la palabra; pero, en el contexto de toda su actitud, es algo muy parecido, porque él nunca solicitó formalmente vuestra confianza para seguir. Fue todo confuso, todo vago.

—Como todo lo suyo.

Juan Carlos se recostó en el respaldo de su sillón. Torcuato encendió el cigarrillo que tenía apagado entre los dedos desde hacía un rato.

—Así están las cosas —continuó el Rey—. Soy el primer convencido de que Carlos no debe seguir. El problema es cómo se plantea… ¡Todo esto me cabrea! Tú dices que tengo que planteársela por la directa y con claridad. Vale, pero… diciendo ¿qué?

—Yo le diría algo así: «Carlos, tu labor ha llegado al fin de sus posibilidades. La situación requiere otro enfoque, otro ritmo y, por tanto, otro presidente del Gobierno. Espero de tu patriotismo que me presentes la dimisión. Lo siento, pero es necesario. Lo he pensado mucho, le he dado muchas vueltas, pero es necesario». Y no salir de ese planteamiento. Cuando él diga esto y lo otro, no entrar a discutirle: «Lo comprendo, Carlos, pero es necesario». Y, por mucho que diga y contradiga, mantenerse firme: «Sí, pero es necesario».

—No es fácil. Me imagino la escena, y no es nada fácil, Torcuato. Es como si me hubiera metido en un laberinto en el que él acaba evadiéndose del tema… Voy a ponerme en lo peor: el cese. ¿Qué posibilidad hay de contar con el Consejo del Reino para cesarle?

—Repasemos el artículo 15 de la Ley Orgánica del Estado.

El Rey se levantó rápido, fue como una flecha hasta un anaquel de la librería y cogió el tomo de las Leyes Fundamentales. Lo abrió por las páginas de la Ley Orgánica del Estado, título III, «El Gobierno de la nación», y leyó de pie:

Artículo 15. El Presidente del Gobierno cesará en su cargo:

a) Por expirar el término de su mandato.

b) A petición propia, una vez aceptada su dimisión por el jefe del Estado, oído el Consejo del Reino.

c) Por decisión del jefe del Estado, de acuerdo con el Consejo del Reino.

d) A propuesta del Consejo del Reino, por incapacidad apreciada…

—Exacto —dijo Torcuato—. En el supuesto de la dimisión a petición propia, basta el «oído» del Consejo del Reino. No es un dictamen vinculante. Basta con que el Consejo se dé por enterado. Pero la destitución o el cese por decisión del jefe del Estado requiere que el Consejo del Reino esté de acuerdo.

—¿Y tendría ese acuerdo?

—Sí, si yo puedo contar lo que sé.

El Rey se quedó pensativo. Ponderaba los inconvenientes de una destitución a la brava, informando a los consejeros de un suma y sigue de desaires, actitudes esquinadas, intemperancias, críticas sobre el Rey a sus espaldas…

—Pero ¿puedes contarlo? ¿Sería prudente contarlo? Me parece que es mejor conseguir que dimita.

—Tenéis razón, Señor. Salvo dos, tres quizá, los demás consejeros están por Arias. ¿Se puede conseguir un resultado al precio de declarar las extorsiones morales del primer ministro y la debilidad del Rey? Si lo prioritario es apoderarse de los resortes del Estado, ¿cómo hacerlo después de semejante confesión?[85]

Fernández-Miranda salió de la entrevista muy preocupado. Veía que Arias, mucho más ladino de lo que parecía, le había ganado la delantera al Rey.

Torcuato llegó a la conclusión de que el Rey necesitaba estímulos: confianza en sí mismo, fortaleza y valentía para dar el paso y encararse a Arias. Y se propuso ayudarle[86].

Para cambiar el régimen desde dentro era imprescindible que el control de los resortes del Estado cambiase de manos, y eso pasaba inexorablemente por el cese de Arias y el nombramiento de un presidente de absoluta lealtad a la Corona.

Aconsejaría al Rey sin abrumarle. Debía convencerle de que él, y sólo él, podía situar a su jefe de Gobierno ante un hecho consumado sin vuelta de hoja. Y una vez en ese punto, forzar su dimisión. Sería la respuesta al pulso aquel de noviembre de 1975. «Carlos, ahora sí puedes dejarme solo, ahora sí te acepto la dimisión». Era necesario cambiar las tornas, que Arias se sintiera desbordado e incapaz de manejar al Rey.

«El otro día le grité a la Reina… y se me echó a llorar»

El 19 de abril por la tarde el presidente de las Cortes volvió al palacio de La Zarzuela. Fue una entrevista larga, dos horas, hasta que se hizo de noche. Juan Carlos llevaba una indumentaria sport, jersey golf burdeos y pantalón beis. Nada más sentarse en uno de los butacones, empezó a apremiar a Torcuato.

—Hay que encontrar de una vez al sustituto.

—Señor, antes que nada debe producirse la vacante.

—¿Así, sin más, en el vacío?

—El propio vacío activará los mecanismos mentales en los consejeros del Reino que han de elaborar la terna de candidatos. Pero la primera pieza es la salida de Arias, y ésa tiene que moverla Vuestra Majestad.

Torcuato vio al Rey agobiado ante el reto pendiente, con el mismo temor con que le había dejado cuatro días antes. No se atrevía a dar el paso y decírselo a Arias. Buscaba subterfugios, segundos caminos:

—¿Por qué no va por delante alguien de confianza, alguien de la Casa, Mondéjar, Armada, y preparan el terreno? Así cuando yo le cite, él viene ya sabiendo a qué viene y es menos violento para los dos.

—Pero ¿cómo va a prestarse a eso Armada, si es él quien no quiere que Arias cese?

El Rey no contestó. Sentado como estaba, se inclinó hacia delante, hundió la cabeza entre sus manos y así se quedó un momento. Luego, rompió en un desahogo fuerte, humano, no con el jurista presidente de las Cortes, sino con su preceptor y consejero, el único hombre de quien se podía fiar plenamente:

—Estoy con una tensión terrible, y con mal humor, y con una irritación por dentro que va a más y a más… Llevo dos semanas sin pegar ojo. Mi médico dice que es tensión nerviosa, y que sólo me vio así cuando fui a El Aaiún, el 2 de noviembre del año pasado, a parar lo de la Marcha Verde… El otro día le grité a la Reina delante de Mondéjar y Armada. Y es que los nervios me dominan. Subí, le pedí perdón a la Reina, y se echó a llorar. No duermo. Por las noches me paseo todo el palacio de un lado a otro, parezco un fantasma…

—Majestad, esa tensión seguirá mientras no hagáis el parto de lo que lleváis dentro.

—¡Si es que además la Casa se me opone! Tú mismo me lo acabas de decir. Y me lo dicen amigos como Jaime Carvajal y Paddy Gómez-Acebo. Éste incluso me lo suelta a lo bruto, como lo piensa: «Tienes a los inmovilistas dentro de tu casa: Valenzuela, Armada, Fuertes de Villavicencio, Sánchez Galiano, Blanc, Martínez Caro…» No quiero aumentar vuestras diferencias, pero Armada el otro día, rebatiendo lo que tú me aconsejas de darle puerta a Arias, me dijo: «Torcuato será un gran profesor, pero de político, nada, cero. Como político es un incapaz». Y no era la primera vez.

—Es posible que Armada tenga razón.

—Pero bueno, Torcuato, ¿a qué juegas?

Torcuato no pretendía desconcertar al Rey, sino diluir la cuestión por el momento, sin presionar, sin insistir. En definitiva, era una decisión que tenía que tomar el Rey, y nadie más que él. Se le podía ayudar a ver la conveniencia de hacerlo, pero ni marcarle el camino ni forzarle la mano.

—¿Por qué me dices ahora que es posible que Armada tenga razón?

—No me refiero a la opinión que Armada tenga sobre mí —aclaró Torcuato—. Yo podría contestar «Armada será un buen general, pero como político, cero»; pero el tema no somos ni Armada ni yo… Majestad, tiempo al tiempo. Recordad lo de Fernando el Católico: «Yo y el tiempo, contra tres». Ahora estáis tenso, nervioso, irritado… y no conviene decidir desde la irritación.

—Pero ¡no creas que no me atrevo, eh!

—¿Y qué os importa, señor, lo que yo crea? Dad tiempo al tiempo. Cargaos de razón para cuando llegue el momento de actuar…

De noche, al transcribir los puntos importantes de esa conversación con el Rey, Torcuato anotó:

Ha estado conmigo más confidente que nunca. Cuando le dije que «tiempo al tiempo», vi clara la distensión y el descanso. Él se considera muy definido ante mí y temía mi insistencia. Hice todo lo contrario. No debía acorralarle. Hubiese sido vejarle. Los de la Casa, sobre todo Armada, ya le acorralan y aumentan su tensión nerviosa. No le dan descanso, pero impiden su decisión. ¿Qué sentido tiene que yo insista? Aumentaría su agobio inútilmente. ¿Por qué voy a ser terco en un tema que sólo vale si él ve que ése es el tema? Sería dar la razón a Armada, cuando le dice: «Lo que pasa es que Torcuato le tiene mucha antipatía a Arias». Meditar en Armada. Un sujeto [que hay que] tener en cuenta[87].

Porque no se atrevía al cara a cara, el 8 de ese mismo mes había disparado un proyectil de grueso calibre contra Arias, pero valiéndose de un «segundo camino», el periodista Arnaud de Borchgrave del semanario Newsweek. En un par de semanas, el presidente sabría lo que el monarca opinaba de él. Eso sí, se enteraría «en diferido», nada de cuerpo a cuerpo, a través de un reportaje en papel cuché. Íntimamente, Juan Carlos esperaba que Arias respondiera a ese guantelazo con una reacción de pundonor agraviado.

¿Qué paralizaba a Juan Carlos? ¿Por qué tenía miedo? Quizá una excesiva prudencia política. Calibraba el alto riesgo de cesar a un hombre como Arias, que le había amenazado y que no dudaría en extorsionarle con grabaciones obtenidas subrepticiamente; un hombre que había encontrado el talismán y el sentido de su vida en ser albacea de Franco y relicario de su ideología; un hombre que dominaba los aparatos de la seguridad del Estado y se ufanaba de tener consigo a los mandos militares, al establishment político y a la banca más reaccionaria.

Juan Carlos sabía que la «democracia a la española» de Arias —apalancada en el Movimiento— era incompatible con una democracia de partidos y una aceptación en Europa; y que su continuidad arruinaba día a día el crédito de la Corona. Pero ¿y si fuera cierto su poder de desestabilización, su execrable discurso de «o yo o el caos»?

Temía que un despido obligado de Arias desencadenara una insumisión, un desafío desde el búnker civil y quizá un conato de rebelión en el estamento militar, para quienes el Rey era todavía un epígono aprendiz del Generalísimo. No estaba seguro de poder controlar las reacciones del cese. Ni hasta dónde podía tensar el arco sin que se quebrara la paz civil. Veía en juego la estabilidad social, la conquista de la democracia y la seguridad de la Corona.

Si el cálculo de sus posibilidades de defensa es lo que inquieta al soberano y le impide dormir, en ese insomnio y en esa exasperación estaba Juan Carlos, el Rey que no dormía, que gritaba a la Reina y que vagaba de noche por palacio con una tensión insoportable.

Arias había logrado ponerlo ante una angustiosa elección: ¿arriesgar la Corona por conseguir la democracia, o renunciar a la democracia por asegurarse la Corona?

«Al Rey ni se le obliga ni se le acorrala»

Al día siguiente, Adolfo Suárez telefoneó al presidente de las Cortes para interesarse por la sustitución de Arias.

—¿Qué noticias hay, Torcuato?

—El Rey está indeciso y muy presionado, da vueltas y vueltas a las consecuencias. Tú le conoces: su prudencia, su sentido común… Hay que aplazar el asunto.

—¿Aplazar? —En la voz de Suárez había un punto de disconformidad—. Si el Rey no se decide, habrá que obligarle.

—Al Rey ni se le obliga ni se le acorrala —respondió Torcuato, tajante.

—Torcuato, no me malinterpretes. Tú sabes perfectamente lo que hay que hacer. Yo, como tú, sólo deseo servir al Rey; pero se está perdiendo un tiempo de oro y no están las cosas como para «aplazar». Además, esta esterilidad, este no hacer nada, a quien de verdad perjudica es al Rey.

—El Rey lo sabe de sobra. Pero decirle a Arias «váyase usted» es cosa suya y no se le puede acogotar con prisas.

—Yo sólo te digo que Arias ha llegado a ser insufrible para todos los que le padecemos de cerca.

—Y yo sólo te digo que aplazar no es abandonar.

No le gustó a Torcuato la impaciencia de Adolfo. En sus prisas veía ansia.

Por entonces, el Rey lanzaba sus globos sonda, diciendo sin decir: «Yo lo que oigo aquí es que todos veis a Arias en su recta final», «Habrá que proveer la sucesión para cuando llegue el momento», «Llevo tiempo pensando en varios de vosotros»… Esas frases dejadas caer habían abierto la feria de las conjeturas. Al terminar los Consejos de Ministros, el copetín era como un zoco de baratijas. Se juntaban tres o cuatro en corrillos prietos, casi tocándose entre sí con las puntas de los zapatos, y empezaba el cotilleo donde cada cual intentaba averiguar qué sabía el otro, quién tenía noticias recientes de La Zarzuela, cuántos días llevaba el presidente sin despachar con el Rey… En uno de esos dimes y diretes alguien soltó:

—Hace muy pocos días, en un cóctel en casa de Federico Silva se dijo que el próximo presidente del Gobierno va a ser Adolfo Suárez.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo oíste tú?

—No, pero lo sé de buenísima fuente.

Adolfo no estaba en ese corrillo, pero el chisme le llegó enseguida.

A la semana siguiente, Pérez de Bricio le contó que Lozano Vicente y él habían ido a La Zarzuela el Jueves Santo, citados por el Rey.

—Nos preguntó por temas sectoriales de Industria y Vivienda; pero lo que realmente le interesaba era que le contásemos impresiones personales desde dentro del Gobierno. Nos dijo que viéramos a Torcuato. Y, bueno, lo que me resultó totalmente novedoso: qué tú podrías ser un buen candidato a la presidencia, sustituyendo a Arias.

—Pero ¿qué cosas dices? —Suárez saltó, decidido a negar la mayor—. ¿Eso lo dijo el Rey? ¡Pues os metió un camelo!

—No, no. Estábamos hablando de que Arias está en la cuerda floja y…

—¡Cosas del Rey! Soltó lo primero que le cruzó por la cabeza… ¡Ni caso!

En cuanto se quedó solo, Adolfo telefoneó a Torcuato. Le transmitió lo que Pérez de Bricio acababa de contarle, y se quejó con enfado de que el Rey insinuara esas cosas:

—Con Carlos me he hecho el loco, y lo he negado todo; pero estoy aterrado con ligerezas de esta índole…

¿Por qué le aterra la ligereza? —se preguntaba luego Fernández-Miranda—. ¿Porque el rumor llegue a Arias o… porque estropee sus sueños?[88]

Torcuato estaba cada vez más seguro de que Adolfo Suárez era la persona idónea, pero aún tenía que vencer las reticencias del Rey y despejar él sus propias dudas. Pensaba que Adolfo tenía instinto político, era tenaz, trabajador, austero, un hombre hecho a sí mismo. Agradable, simpático, guapo, seductor aunque sin golferías ni frivolidades. Culturalmente desnutrido, pero ávido de saber, aprendía por olfato: «Es como una esponja —decía de él Torcuato—. Lo absorbe todo rápido, lo elabora, lo asimila y luego sabe mostrarlo como si fuera suyo»[89].

Sólo le preocupaba su ambición.

Sigo creyendo que Adolfo Suárez ofrece ventajas para la operación, pero no me gusta la facilidad con que acepta esa posibilidad. […] ¿Cuánto habrá en él de legítima ambición y cuánto de codicia de poder? ¿Cuánto de afán de servicio y cuánto de crudo deseo de mandar?

Al Rey, en cambio, lo que le detenía de Suárez como sucesor era que le veía «verde, inmaduro, sin fogueo». Y su origen: «Llevó camisa azul y es el ministro del Movimiento». Juan Carlos no tenía una inteligencia adiestrada en la deducción lógica, pero sí un instinto de lince para conocer a los hombres al primer golpe de vista y prever los hechos con antelación. «Yo sé verlas venir», decía a veces. Se imaginaba la reacción de la prensa progre ante la opción de Adolfo Suárez. Como si estuviera leyendo en una bola de cristal el artículo que Paco Umbral clavaría en El País en cuanto saltase la noticia:

Había que liquidar el posfranquismo, cambiar la cosa, a ver si me entiendes. Y entonces va y ponen a un falangista. […] El sábado España ha pegado el gran salto adelante, hacia atrás, de su historia[90].

Y ese olfato le frenaba. Arias era un presidente heredado. Pero al próximo lo designaría él, sería su apuesta, su oferta al pueblo. Uno puede equivocarse al elegir; pero lo que no puede es elegir la equivocación.

Se habla de organizar la «guerra sucia»: licencia para matar

En el aperitivo informal, tras el Consejo de Ministros del 23 de abril, coincidieron en un pequeño grupo el general De Santiago, y los ministros Fraga, Garrigues y Areilza. Salió el tema de los presos de ETA. Las redadas eran continuas.

—Me pregunto —planteó el ministro de Justicia, Garrigues— si el secuestro y asesinato del industrial Ángel Berazadi debería ir por la vía del Tribunal de Orden Público o por la jurisdicción militar.

—¡Por lo militar, no! ¡Por lo militar, ni hablar! —irrumpió con vehemencia el teniente general De Santiago—. No quiero más «procesos de Burgos»… Por culpa de los abogados defensores y de la prensa, se vuelven contra el prestigio de la justicia militar, y al final aquello se convierte en un juicio al Ejército.

—Siento discrepar, vicepresidente, pero los terroristas deben ser juzgados por lo militar —Fraga engulló de un bocado su canapé, y se dispuso a razonar su opinión—. Estoy muy satisfecho de que exista la vía de la jurisdicción militar para los terroristas, porque eso permite tratar e interrogar a los ciento cincuenta detenidos vascos, presuntos etarras, como se merecen.

—Pero algunos de esos detenidos —dijo Garrigues— están heridos y necesitan atención médica…

—Pues también es bueno, mi querido Antonio, que si hay etarras heridos pasen a un hospital militar y sean tratados como prisioneros de guerra. —Fraga tenía a punto todas las respuestas—. ¡Si quieren guerra, la tendrán! ¡Ya la tienen! Con jurisdicción militar y pena de muerte, yo acabo con el problema vasco de aquí a un año, cueste lo que cueste…

Areilza y Garrigues le escuchaban atónitos. Fraga picoteó algunas frivolidades saladas, se limpió los labios con un puñado de servilletas de papel y continuó su soflama:

—En esto, y sin que sirva de precedente, comparto la tesis de Arias… en esto sólo, eh, ¡ja, ja, ja, ja!: «Es todo el norte el que se nos subleva, y hay que sujetarlo por la fuerza». Ellos, y no nosotros, han buscado una situación de guerra. Por eso digo que la tendrán. Para empezar, yo he pedido a los ricos del País Vasco que me apoyen con dinero para organizar un servicio civil de información. Es una medida indispensable.

Ante tan tremenda declaración, se hizo un silencio vidrioso. Era el salvoconducto oficial para los BVE, AAA, Triple A, ATE, ANE, GAE y otros grupos sin siglas pero de la misma cantera de pistoleros mafiosos, contratados por la iniciativa «civil» de quien pudiera pagarlos, y con licencia gubernativa para matar[91]. Ninguno de los ministros que estaban en ese corro abrió la boca. Fue el general De Santiago quien hizo un quiebro desde otro bisel:

—El terrorismo es terrorismo porque aterroriza. Y aterroriza porque se difunden sus acciones, sus amenazas, su fuerza criminal… Esa misma difusión es lo que a los terroristas les da notoriedad y alas. Por tanto, reclamo sanciones duras contra la prensa que informa sobre ETA.

—Estoy contigo —Fraga habló de nuevo—. Y si Martín-Gamero no cierra los periódicos, yo aplicaré la Ley de Orden Público a los periodistas y los meteré en la cárcel… ¡Y no pasará nada! Como no pasó nada cuando, tras un consejo de guerra, se encarceló al periodista Huertas Clavería. ¿Os acordáis? Por cierto, nada que ver con el terrorismo. Clavería había ofendido a los militares diciendo que unas cuantas viudas de guerra regentaban los putiferios de Barcelona[92].

¿Qué pretendía el general De Santiago? ¿La automordaza en las redacciones? ¿El pacto de silencio entre los directores? ¿Una rara omertá, impuesta no desde los grupos criminales, sino desde la ley?

Romper el nudo

Fue un golpe de mano de Torcuato Fernández-Miranda el que rompió el nudo. En ejercicio de su autoridad, el Boletín Oficial de las Cortes publicó el 23 de abril la creación del «procedimiento de urgencia»[93]. Establecía unos topes de tiempo para enmendar y debatir los proyectos de ley, potenciando el papel rector del presidente de las Cortes.

Más allá de la urgencia, su finalidad era anular el poder de los procuradores que, desde la comisión de Leyes Fundamentales, retrasaban, incluso impedían, que cualquier proyecto con visos reformistas llegase al pleno. Había que ganarle la batalla al tiempo. Torcuato se adelantaba a un futuro ya muy próximo en el que se necesitarían pasadizos, atajos y trámites abreviados, para desmontar pieza a pieza, sin voladuras ni cataclismos, el «inexpugnable» armazón legal del régimen[94].

Al terminar el Consejo de Ministros —cascada de nombramientos y poco más—, Arias subió inmediatamente a La Zarzuela y expresó ante el Rey su perplejidad por la torcuatada del procedimiento de urgencia.

—¿A qué viene esa urgencia? ¿Se quema la casa? ¿Se muere alguien…?

El Rey aprovechó para darle su parecer:

—Hombre, Carlos, urgencia sí hay. Llevamos ya casi cinco meses y, sin duda por el afán de reformar todo el aparato de leyes a la vez, se están demorando demasiado las cosas. Yo iría a un planteamiento menos complejo, más simple. Pienso que, en esta primera fase, convendría sacar del paquete la Ley de Sucesión. ¿Qué necesidad hay de plantear ahora quién ha de ser regente cuando yo muera, o la mayoría de edad del Príncipe heredero, o incluir a las mujeres en los derechos sucesorios…?

—Pues yo sí creo que justo en esa ley, que es la que define España como Reino, importa hacer las reformas precisas cuanto antes y someterlas a referéndum. Lo de que el Príncipe no pueda reinar hasta tener los treinta años cumplidos me parece arriesgadísimo.

—Yo no digo que esos cambios no sean razonables; lo que sí digo es que ahora no son lo prioritario.

Siguieron hablando. Arias se quejó de las actitudes de algunos ministros. El Rey le animó a contar más con ellos:

—Sois un equipo, y tú eres el patrón. Es bueno para ti y para ellos que de vez en cuando los llames y los recibas uno a uno para oírlos y que te cuenten lo que llevan entre manos, que noten que te solidarizas con lo suyo, una gestión, un decreto, un viaje… El despacho de tú a tú es como un papel secante. Tú te empapas de sus problemas o sus quejas, y eso no pasa de ahí, se queda entre el ministro y tú. A éste o al otro le quitas la tentación de ir con cuentos al de al lado, y consigues que haya más unidad en el Gobierno.

Como si oyese llover, Arias volvía receloso al asunto que le preocupaba: el procedimiento de urgencia.

—Lo que Torcuato ha inventado es una artimaña para esquivar la comisión mixta Presidencia-Consejo Nacional y quitársenos de en medio.

—Carlos, de todo esto, yo sólo he hablado ahora contigo y el otro día muy por encima con Torcuato, ¿por qué no hablas con él?[95]

El Rey en Newsweek: «Arias es el abanderado del búnker»

Aquella tarde, Arias trepidaba de indignación contra el Rey. Aunque se cuidó de no respirar por esa herida, desde la víspera había circulado entre la crema política y empresarial un artículo de Arnaud de Borchgrave en el semanario estadounidense Newsweek con frases no entrecomilladas, pero atribuibles al Rey de España. Y la prensa ya se hacía eco de «rumores sobre la dimisión de Arias Navarro».

Bajo el título «Juan Carlos mira hacia delante» («Juan Carlos Looks Ahead»), el rotativo americano afirmaba:

El nuevo jefe del Estado español está gravemente preocupado por la resistencia de los derechistas al cambio político. Cree que ha llegado la hora del cambio, pero el primer ministro Carlos Arias, un remanente en el poder desde los días de Francisco Franco, ha demostrado más inmovilidad que movilidad. En opinión del Rey, Arias es un desastre sin paliativos[96], que se ha convertido en el estandarte del poderoso grupo de los leales a Franco, conocidos como «el búnker». […] De esta forma, se ha producido un conflicto casi total entre Arias y Torcuato Fernández-Miranda, el profesor de derecho elegido por Juan Carlos para presidir las Cortes y acelerar la reforma política. Desde que accedió al trono, el Rey ha hecho todo lo posible para convencer a Arias, pero se encuentra con que el presidente contesta «sí, Majestad» y luego no hace nada o incluso hace lo contrario de lo que el Rey quiere. Pero, a menos que Arias decida dimitir, poco puede hacer Juan Carlos para sustituirlo[97].

Las opiniones del Rey no aparecían entre comillas, pero Arnaud de Borchgrave había estado en La Zarzuela el 8 de abril, y allí habló largo rato con el monarca para preparar su artículo. No era la primera vez que conversaba a solas con Juan Carlos. Ya lo hizo en otro momento estratégico, cuando el entonces Príncipe de España quería dejar traslucir sus opiniones y sus planes políticos. De Borchgrave utilizó la técnica sajona del reportaje a partir de una entrevista al personaje central, recogiendo lo que dijo aunque sin ponerlo en su boca, pactando previamente el off the record, y un añadido de ingredientes ambientales para describir el entorno del protagonista, la situación del país… De Borchgrave era un corresponsal, nacido en Suiza, que trabajaba en Estados Unidos. Se podía presumir de él que intercambiaba información con agentes de la CIA. Quizá por ello, disponía de una interesante agenda de accesos vips. En 1974, entró en contacto con el príncipe Juan Carlos a través de un amigo común: el rey Hussein de Jordania. En esta última ocasión, abril de 1976, el organizador de la entrevista fue un íntimo del Rey, Manuel Prado y Colón de Carvajal, de quien en Washington, en la Secretaría de Estado, tenían un manojo de números de teléfono. El encuentro Borbón-De Borchgrave tenía como objetivo extender la alfombra roja para el inmediato viaje de Juan Carlos a Estados Unidos, su primera visita de Estado como Rey. En cuanto al contenido del artículo, la almendra del mensaje era una apuesta rotunda del Rey por la democracia, y un señalamiento nítido de que la única razón de la tardanza era la losa del régimen heredado, nada fácil de remover.

«Para pasar pacíficamente de un sistema de dictadura a uno de democracia —le dijo el Rey a De Borchgrave— no hay una fórmula mágica». Y en la misma conversación «sin comillas», le avanzó que eso lo expondría en su discurso del Capitolio, durante su estancia en Washington a principios de junio.

Arias, enfurecido, había ordenado al ministro de Información «un tajante mentís oficial». Martín-Gamero cubrió el trámite con el lábil argumento de que «no les vamos a pedir una rectificación porque no hay necesidad de salir al paso de todas las informaciones falsas que a diario se difunden»[98].

La Zarzuela tampoco desmintió a Newsweek, antes bien, confirmó que De Borchgrave «fue recibido por el Rey y trajo con él un equipo de televisión preparando el próximo viaje de Su Majestad a Estados Unidos». Por quitar hierro, agregaron que «no se trataba de unas declaraciones sensu stricto, sino de una charla en privado; pero los periodistas americanos trabajan así, hablan con varias fuentes, toman de aquí y de allá, y luego lo mezclan todo».

Arias Navarro abroncó a Martín-Gamero por la futilidad de su desmentido.

—Presidente —argüía el ministro—, no puedo decir que no hubo tal entrevista, o que el Rey no dijo eso, porque ¿y si lo dijo…? Tendría que ser Mondéjar quien lo desmintiera con un comunicado de la Casa de Su Majestad. Y no lo han hecho. Estamos ante un hecho consumado: el Newsweek tira una millonada de ejemplares, que están en todos los quioscos del mundo desde el día 19, que fue su fecha de salida.

Era evidente que el Rey había hablado por boca de ganso, utilizando «segundos caminos» para que Arias se enterase. Y La Zarzuela mantenía lo publicado por De Borchgrave. Pero al presidente le importaba más hacer una escabechina que «leer al mensajero del Rey». Para aplacarle, se secuestró la edición de Cambio 16, cuyo editorial transcribía fragmentos del artículo de De Borchgrave y subrayaba la mala sintonía entre el Rey y el presidente del Gobierno. La revista reaccionó reeditando el ejemplar y sustituyendo el texto censurado por otro en el que ponía al presidente Arias cara a la pared:

Como en este país no se puede criticar a fondo la actuación política del señor Arias Navarro, aquí había un editorial que ya no está, y que planteaba con serenidad problemas políticos graves de esta hora. […] Conflictos al más alto nivel nos llegan en susurros anglosajones. El semanario norteamericano Newsweek daba cuenta la semana pasada de opiniones, atribuidas al rey Juan Carlos I, sobre el presidente del Gobierno español. Y Newsweek no ha sido secuestrado. Se diría que la censura funciona mejor en español. Si sabe inglés, compre Newsweek[99].

Arias: «Aquí, el popular soy yo, no el Rey»

El lunes 26, a las diez y media de la mañana, el Rey telefoneó a Torcuato, que acaba de llegar a su despacho de las Cortes:

—Torcuato, ¿te ha llamado Arias?

—Sí, hace media hora, pero no hablé con él porque yo aún no había llegado aquí.

—Pues me alegro de que todavía no hayas hablado. Quiero que sepas que el viernes vino a verme y le dije que te llamase, que tú no eras partidario de someter la Ley de Sucesión a referéndum en bloque con otras leyes… Y que convenía simplificar y agilizar la reforma. Intenté tirarle un cable, pero no sirvió de nada. Estuvo muy reservado, muy extraño.

A última hora de la mañana, Arias llamó a Fernández-Miranda por el teléfono directo. No fue una conversación fácil ni fluida. Estuvo terco, agrio, con unos silencios densos, incómodos, que de vez en cuando hacían pensar a Torcuato que Arias no estaba ya al otro lado de la línea:

—El Rey hace muy mal en recibir a los ministros —Arias sentaba su tesis—. Todo lo que hay que decir y hacer está ya en mi discurso del 12 de febrero. No hay otra política. Y en cuanto a la Ley de Sucesión, que dice el Rey que no vaya ahora, ¿a quién corresponde la responsabilidad de lo que pueda ocurrir, si no se somete a reforma y referéndum? A mí no, eh, yo no la acepto.

—Pero es que traer aquí de golpe tres Leyes Fundamentales puede producir un auténtico atasco.

—¿Tan seguro estás de que no le pase nada al Rey hasta que Felipe tenga treinta años? Y te advierto una cosa, entre cuestionar la Monarquía y asegurar el Estado, para mí no hay duda: asegurar el Estado.

—Carlos, atiende: una reforma de todo a la vez complica más que aclara.

—La política la hago yo, mientras sea presidente —respondió con acidez—. Y dile al Rey que cuidado con los malos consejeros, eh… Sin mí, el poder estaría arrojado a la calle.

—Carlos, creo que estás complicando las cosas.

—¡Que no las compliquen el Rey y los suyos! —Su tono era de enfado—. Él lo que tiene que hacer es confiar más en mí y no recibir consejo de todos.

—El Rey es libre de elegir a sus consejeros, que por cierto yo no sé quiénes son. Y luego tiene el, digamos, «poder de audiencia», para recibir información de primera mano. No me parece mal que el Rey escuche a cuantos más, mejor.

—Bueno, tú háblale al Rey, y dile lo que te he dicho. Si tú o él tenéis algo que decirme, decídmelo hoy, porque yo grabo mañana[100].

Arias necesitaba detener las críticas que su pasividad y sus promesas al ralentí venían generando en la opinión pública y dentro del Gobierno; pero quería hacerlo en persona, sin intermediarios, dirigiéndose a los españoles desde la televisión, que él consideraba su gran plataforma. Le parecía inútil hablar en las Cortes. «De esa gente nada puede esperarse. Mi arma es la televisión: hablarle al pueblo, que es el que está conmigo de verdad». «Aquí, el popular soy yo, no el Rey», solía decir. Pero como su speech televisivo iba a ser una afirmación de autoridad y una respuesta arrogante a la descalificación que el Rey le había lanzado desde Newsweek, no pensaba someterlo a consulta previa de cortesía ni ante el Rey ni ante los vicepresidentes de su gabinete.

La comparecencia de Arias en Televisión Española (TVE) estaba anunciada para el 28 de abril a las nueve y media de la noche. La víspera, el Rey llamó por teléfono al presidente Gerald Ford. No pudo hablar con él en ese momento. Atendió la llamada el teniente general Brent Scowcroft, adjunto al presidente, y tomó nota de cuanto dijo el rey Juan Carlos. Inmediatamente, pasó un recado urgente a James E. Connor, secretario personal de Ford, recomendando «que el presidente telefonee enseguida al Rey de España». Se puso a la máquina y redactó una minuta con lo que Juan Carlos acababa de decirle:

El Rey desea trasladar al presidente su sospecha de que el esperado discurso que Arias Navarro va a emitir mañana, 28, por televisión a todo el país, será ambiguo y decepcionante en su contenido relativo a la democratización. Por tanto, teme que dimitan los ministros más aperturistas, y que eso haga peligrar la aprobación del tratado por el Senado de Estados Unidos. Por otra parte, Arias, bajo la presión de los elementos más reaccionarios e inmovilistas, se niega no ya a dialogar sino a reunirse siquiera con líderes de la oposición democrática más moderada. Si todos estos temores se confirman, el paso siguiente será que el Rey tenga que pedirle la dimisión.

Brent Scowcroft pergeñó también la respuesta que Ford debía dar.

El presidente americano devolvió la llamada al Rey y en tono muy expresivo le transmitió su «pleno apoyo, personal y presidencial, por sus esfuerzos para llevar a España hacia una mayor democratización» y «mi promesa de que haré cuanto esté en mi mano para que el Tratado de Amistad y Cooperación se ratifique cuanto antes». La conversación duró cinco minutos[101]

El 28 por la tarde, los ministros Areilza y Garrigues acudieron a una cita con Fraga, en su despacho de la calle Amador de los Ríos: «Aquí hablaremos tranquilos y sin moros en la costa». Como jefe de las fuerzas policiales, Fraga tenía su torre de mando bien blindada contra pinchazos y grabaciones.

Garrigues había ido a La Zarzuela «a tratar unos temas relativos a las tres Leyes Fundamentales que Arias quiere enviar a las Cortes, para que se entretengan unos cuantos meses más mareando la perdiz».

—El Rey está indignado y no lo disimula —les comentó Garrigues—, porque el presidente no le ha consultado ni media palabra sobre lo que va a decir esta noche. Me enseñó el texto, lo tenía encima de la mesa. Arias se lo envió ayer a última hora, con una simple tarjeta de visita, pasadas las ocho de la tarde lo entregó el motorista en Zarzuela. Igual que a nosotros… O sea, los técnicos de Televisión lo han conocido antes que el Rey y antes que el Gobierno.

Según dedujo Garrigues, escuchando al monarca, la crisis estaba planteada.

—Al margen de lo que piense el presidente, me ha parecido entender que el Rey cuenta con hacer crisis de Gobierno. Otra cosa es que, por sentido de responsabilidad, todavía no mueva las piezas para que Arias le presente la dimisión. Y también, que intente resolverlo al menor costo posible: que salga Arias y continúe el gabinete.

—Es cierto —dijo Fraga— que esta situación no puede seguir arrastrándose más allá del mes de mayo.

Y los tres pesos pesados del Gobierno estaban de acuerdo[102].

Sin duda, los tres se sentían bien seguros en sus puestos.

Un Watergate dinástico

Aunque desde que se destapó el tema Newsweek los rumores de dimisión de Arias fueron la comidilla de todos los cenáculos, al presidente ni se le había pasado por la mente recoger el guante de la provocación con un gesto dimisionario. Su dignidad era suya y estaba incólume.

En vista de que Arias oficialmente no se daba por aludido, el Rey quiso que se enterase por activa o por pasiva de que la filosofía del artículo americano era auténtica: se había convertido en un serio problema. Y parapetándose en segundos y terceros, fue ventilando su juicio sobre el presidente con varias personas a quienes recibió en esas fechas. Ya se encargarían ellos de propagarlo por los despachos influyentes y los salones de pasos perdidos.

En efecto, incluso al ministro Areilza, que viajaba sin pausa por Europa, en cuanto fondeó tres días seguidos en el palacete de Viana, le llegaron las voces y los ecos de lo que respiraba el Rey.

Primero fue su colega Pérez de Bricio:

—He subido a ver al Rey. De lo del Newsweek, callado, ni palabra. Me ha dado a entender que estamos en un trance bastante delicado para el futuro del país y de la Corona, y que con Arias en el poder no hay solución. ¡Tiene tela…! Arias ha conseguido la cuadratura del círculo: que la oposición esté de uñas porque no ve cambios, y que Girón dimita de un portazo porque cree que todos los fundamentos van a ser dinamitados.

—¿Te ha dicho qué piensa hacer?

—Tú conoces bien al Rey, José María. Es astuto. Insinúa, pero no dice. ¿Mi impresión? Está hasta las narices y deseando que este hombre se vaya, pero no se atreve a quitarle… por un montón de motivos psicológicos.

—¿Motivos psicológicos…?

—Miedo. —Pérez de Bricio bajó el tono de voz—. Arias tiene una baza para mantenerse en el cargo. Sólo una baza, muy miserable pero muy poderosa porque ha logrado que el Rey se sienta amenazado. No sé de qué modo, Arias le ha hecho saber que dispone de cintas magnetofónicas con conversaciones grabadas de cuando Juan Carlos era príncipe. Al parecer, hay comentarios y juicios tremendos sobre Franco, sobre Don Juan… Sería un Watergate dinástico.

—Lo más siniestro de Arias —dijo Areilza— es su pasión por el espionaje y por los informes de los servicios secretos. No es cosa de ahora, eh, le viene de sus tiempos de director general de Seguridad y luego como ministro del Interior… Ésa era la mercancía de chismes con que engatusaba a doña Carmen.

Cierto. En sus años de «príncipe becario» de Franco, y más aún cuando fue designado sucesor a título de rey, Juan Carlos vivió con un cerco de espionaje microfónico, telefónico, postal y fotográfico. Se vigilaban sus conversaciones, sus salidas, sus entradas, sus visitas, sus diversiones. Oficialmente era un príncipe «bajo protección», pero en realidad era un príncipe «bajo sospecha».

—Pues habrá que deshacer esos «servicios» algún día —dijo Pérez de Bricio—, si no queremos que nos devoren a todos en una guerra absurda de chantajes, denuncias y delaciones como ocurre en todas las dictaduras.

—Hace unos cuantos días me decía eso mismo Gutiérrez Mellado aquí, en este despacho: «Areilza, hay que liquidar los servicios de información, los civiles y los militares, porque están trufados de ultraísmo político. Es un escándalo, Blas Piñar y sus amigos han perforado servicios enteros infiltrando topos suyos». Se reía echándole buen humor, pero luego ya en serio me advirtió que esas dosis continuas de filosofías ultras estaban envenenando al Ejército. Y él conoce por dentro al Alto Estado Mayor, o sea, que no hablaba a humo de pajas[103].

El eco siguiente le llegó a Areilza por el periodista berlinés Peter Galliner, presidente del Instituto Internacional de Prensa, que acababa de estar con el Rey:

—Hemos hablado de la prensa y de la censura. Le he dicho algo elemental, axiomático: no puede haber democracia donde no hay un periodismo libre, libre y responsable; y que en España hace falta quitarle los grilletes a la libertad de expresión, o no podrán ir ustedes a una auténtica reforma política.

—¿Y qué le ha dicho Su Majestad?

—Él está plenamente de acuerdo, y lo quiere. Le avergüenza que se secuestren revistas y periódicos… Me ha confesado que «el problema se llama Arias», pero que tiene «gran dificultad para resolverlo»[104].

Construir el futuro con los escombros del pasado

28 de abril. Sentado detrás de su mesa de despacho, el presidente Arias daba una imagen de empaque autoritario y de distancia entre él y el público. La cámara enfocó, en un lugar destacado de la estancia, un caballete revestido de terciopelo dorado sobre el que se exhibía un gran retrato al óleo de Franco, ataviado con la gran gala de Generalísimo y almirante de Castilla.

Empezó refiriéndose al trasiego de rumores que circulaban en torno a su persona y a sus relaciones con el Gobierno:

Algunos se han aventurado a hablar de crisis de confianza, de disensiones en el seno del Gobierno, enfermedades imaginarias, cansancio, agotamiento… Porque existe un estado general de ansiedad y confusionismo, es necesaria una reafirmación de firmeza ante los renovados embates de la subversión. […] Pues bien, cuando la confusión se hace más espesa y la subversión es más osada, he creído llegado el momento de dirigirme a vosotros para deciros que creo en la absoluta necesidad de la reforma. Y aquí y ahora quiero dejar constancia de que la reforma ha comenzado ya.

En ese punto fue meridiano. Rotundo y ufanándose de ello, definió su línea política como una «continuidad entre mi programa del 12 de febrero de 1974, ratificado el 28 de enero de 1976». Ahí podía haber concluido, toda vez que no hubo nada nuevo. Era el galimatías de unas «reformas conservadoras y continuistas», ya que «sólo se reforma lo que se desea conservar; no hay reforma sin continuidad; continuidad y reforma son conceptos que se exigen recíprocamente». Y según esa filosofía lampedusiana del «conviene que algo cambie, para que todo siga igual», anunció unos cambios legales de revoque de fachada, permaneciendo inalterados los principios del Movimiento y las Leyes Fundamentales. Una mezcolanza que ni él mismo supo explicar. Así, cuando se refirió a una ley electoral nueva en la que se mantenían los cauces de participación del falangismo —familia, municipio, sindicato—, pero ampliados con representaciones provinciales y asociativas… Otro mapa caótico, en la misma línea de «cambiar conservando», el engendro que presentaba como Senado: bajo esa palabra venerable, un cajón de sastre con senadores no elegidos sino designados por las corporaciones, los consejeros nacionales y los «cuarenta de Ayete» del viejo régimen, más otro cupo de «senadores regios», éstos elegidos a dedo del Rey.

Una vez más, ofrecía el objetivo absurdo de construir un futuro con los escombros del pasado.

Se afincaba Arias en la «incuestionable legitimidad de origen de la Monarquía en la persona de Juan Carlos I» por haberla recibido de Franco. Y justo ése era el primer punto cuestionado en aquel tiempo. Juan Carlos carecía de la legitimidad dinástica, que seguía en manos de su padre. Tampoco poseía la legitimidad democrática, pues el sistema político seguía siendo dictatorial en sus instituciones y en sus leyes. Es más, la apremiante tarea de Don Juan Carlos era obtener para su Corona la única legitimación aceptable, la legitimación popular, propiciando un Estado de derecho y alejándose él máximamente de cuanto pudiera recordar su pecado de origen: la placenta franquista.

Sin embargo, el empeño tozudo de Arias era asociar a Juan Carlos con el Generalísimo, con ocasión y sin ella. Incontables ditirambos a Franco, «su obra», «su herencia», «su guía experta y segura», «su talento legislador», «el engrandecimiento que logró para España», «su capitanía que nos llevó a las más limpias victorias», espolvoreando su alocución… No dudó en interpretar las «ininterrumpidas, multitudinarias, emocionadas y emocionantes visitas que el pueblo español hace a la tumba del Caudillo» como «signo clarísimo de la voluntad de un pueblo que quiere permanecer fiel al recuerdo y a la herencia de Franco». Y cualquier mención al Rey la enjaretó con otra mención a Franco, en una obstinada adhesión al pasado, que contradecía toda su retórica de «adaptación a los nuevos tiempos», como si fuese posible avanzar a parte alguna mirando el retrovisor.

Si el contenido del mensaje era decepcionante, aún peor era el tono: agresivo, amenazador, con la lírica autoritaria del ordeno y mando y prohíbo, y reiterados señalamientos hacia «los enemigos», «separatistas, violentos y comunistas», que quedaban expulsados de la vida nacional.

Quiero advertir que sabemos —con voz policíaca y el dedo índice alzado en ademán intimidatorio— que el comunismo internacional no ha olvidado su derrota en nuestro suelo y busca afanosamente el momento de su destino. Sabemos que detrás de la reconciliación que dice promover se encuentra un insaciable rencor, y que esa libertad tan falsamente proclamada es la antesala de la tiranía.

Con esa misma visión ofuscada abordó la cuestión social. Admitió que por protestas y huelgas obreras se habían perdido cincuenta millones de horas de trabajo en dos meses —la cuenta total ascendería a los ciento cincuenta millones de horas—, pero no las relacionó con reclamaciones salariales y quejas laborales, sino que las atribuyó a «planes minuciosamente previstos, con consignas dadas desde fuera para crear un clima de confusión y temor —«lo tenemos plenamente comprobado»—, bajo la presión de quienes cobran grandes sumas por llevar a los trabajadores a la pobreza y a la desesperación».

Un catalán moderado y sensato, Miquel Roca i Junyent, concluía así su artículo en Cuadernos para el Diálogo: «Si al principio decíamos “Arias y la reforma”, nuestras propias palabras nos conducen a decir “Arias o la reforma”»[105].

Pocos días después, Areilza visitaba al Rey para darle cuenta de las dificultades que como ministro de Exteriores tenía con Arias:

—Viajo mañana a Rabat y tengo audiencia con el rey Hassan, pero Arias no me recibe. Me hicieron una entrevista en TVE y allí la tienen, muerta de risa, porque «el presidente ha dicho que no se emita». Intento mantenerle al día de mis contactos con los dirigentes de los países comunitarios… Hoy, sin ir más lejos, me ha llamado un diputado socialdemócrata alemán, Fellermeier, para decirme que en el Gobierno y en el SPD no están ya ni impacientes: están escépticos porque ven suspendida sine díe nuestra prometida democracia. No se la creen. Cuando le digo a Arias que necesitamos dar señales fiables de que el cambio va en serio, me escucha distraído, sin atención, como Sinuhé el Egipcio: «Tus palabras son zumbido de moscas en mis oídos…» Luego está el asunto del Concordato con la Santa Sede. La diplomacia vaticana es delicada, de guante blanco. Y, la verdad, ha llegado un momento en que no sé si le importa un bledo o si lo entorpece adrede…

El Rey iba reaccionando con sorpresa: «Pero ¿qué me dices?»; luego con asombro: «¡No puede ser!»; al final, casi llevándose las manos a la cabeza: «¡Es inaudito!» Y Areilza continuaba su retahíla de quejumbres.

—Mira, José María, no te hagas mala sangre. Todo eso es una maniobra deliberada y clarísima. Arias te ve como a un rival y quiere que te pongas nervioso y le presentes la dimisión.

—Pues por mí, cuando quiera.

—¡De ninguna manera! ¡Te lo prohíbo!

—Es que, señor, tal como están las cosas y mirando al mañana, puede ser mejor que algunos nos vayamos de momento a la reserva…

Lo último que podía querer el Rey era una crisis a destiempo, dejando en hilvanes su viaje a Estados Unidos y, sobre todo, brindándole a Arias el balón de oxígeno de remodelar el Gobierno y con eso tirar adelante medio año más.

—¡Ni hablar, ni hablar! Espera y aguanta. ¡También yo espero y aguanto![106]

«Espera y aguanta…» Regresando aquella tarde de La Zarzuela a su casa de Aravaca, Areilza se sentía, más que confortado por el Rey, hondamente persuadido de que volvía a tener muchas papeletas para ser «el elegido».

Vuelven los republicanos

A finales de abril regresaron a España algunos ilustres republicanos que durante cuarenta años habían permanecido ausentes, en un exilio voluntario, hasta no ver indicios de un cambio político.

Max Aub, Ramón J. Sender y Severo Ochoa habían vuelto poco antes; pero en la remesa de 1976 llegaron el historiador Claudio Sánchez-Albornoz, el lingüista Salvador de Madariaga, el jurista y político José María Gil-Robles y el químico Francisco Giral, socialista como su padre, José Giral. España los acogió con grandes despliegues en la prensa y homenajes incesantes en diversos foros de la cultura. Volvían cargados de años y experiencia, con prestigiosos currículos faenados en el exterior; pero, sobre todo, volvían con un deseo desbordante de perdón y reconciliación entre los españoles. El retorno de esos republicanos represaliados por la dictadura significaba un respaldo de valor al nuevo régimen de Juan Carlos I, y el Rey mostró interés en recibirlos uno a uno.

A sus noventa años, Salvador de Madariaga pronunció el discurso de ingreso en la Academia de la Lengua y ocupó el sillón M, que le aguardaba desde 1936. Entre Oxford y Locarno, había transcurrido su «larga noche» de extrañamiento. Abanderado liberal, defensor de Don Juan y organizador del Congreso Europeo de 1962 que Franco calificó de traición y Contubernio de Múnich, Madariaga fue a saludar al Rey.

Lo primero que le dijo, y no como disculpa, sino como información, fue:

—Yo serví en la República porque me nombraron embajador en Washington… sin consultarme. Pero pienso que, siendo válidas la Monarquía y la República como formas de Gobierno, ya es hora de que aquí se abandone esa discusión. Los dos intentos históricos han demostrado que en España, por nuestra idiosincrasia, la República no conviene al pueblo.

Después, expuso sus preocupaciones sobre el futuro político de España tal como la veía, «mirándola con amor, pero desde fuera», con sus dilemmi cornuti. De una parte, «la tensión entre el separatismo intransigente y el centralismo intolerante», que a juicio suyo reclamaba acertar en el equilibrio. De otra, el hecho palpable de «una extensa infiltración marxista entre los jóvenes españoles, como consecuencia funesta de que durante tantos años les hayan prohibido conocer y vivir otras ideologías». Y, paradójicamente, «no habiendo en España ideologías vivas, la proliferación repentina de grupúsculos políticos que, en mi opinión, sólo son opiniones de los líderes: somos muy individualistas, reacios a las grandes uniones».

Y no lo había dicho todo. «Otra paradoja más: la fascinación clandestina que este país siente hacia los comunistas, cuando en realidad lleva cuarenta años viviendo a expensas de los yanquis…, y así seguirá». En ese punto, el diagnóstico de Madariaga fue muy severo: «Estoy firmemente convencido de que con los comunistas no se puede ni se debe ir a ninguna parte. No creo en nada de lo que dicen Marchais, o Berlinguer, o Carrillo, o Tamames… ¡Qué voy a creerme yo los propósitos de enmienda ni la conversión de esos eurocomunistas! El comunismo occidental depende de Moscú. Y ahí están sus libelos, sus teorías para la toma del poder».

Junto a esa implacable condena, extraña en el talante de apertura que cabía suponerle como presidente honorario de la Internacional Liberal, fustigó también la tutela americana: «Mi temor es que Estados Unidos, con su tosco egoísmo, ahora que ha muerto Franco, prefiera tener en Madrid otro dictador sumiso a sus despliegues militares estratégicos. Pensarán que Fraga les servirá bien y, en último término, apoyarán al búnker porque les inspira más confianza que la democracia»[107].

Aunque eran predicciones muy pesimistas, el Rey no las desdeñó como ideas de un anciano crepuscular; las escuchó como las inquietudes razonables de un erudito, español hasta la médula, un luchador comprometido con las libertades, que acababa de recibir en Aquisgrán el Premio Carlomagno, la mayor distinción de Europa.

Antes de despedirse, Madariaga deseó al Rey «éxito para que en España arraigue la Monarquía, porque es la materia prima esencial si se quiere ir a una democracia. Hay algo que está bien claro: el general Franco era un dictador al que se le habían entregado todos los poderes; pero usted, Don Juan Carlos, ni es omnipotente ni es dictatorial».

«En nombre de toda la izquierda, que el Rey avale la reforma»

El 3 de mayo, el Rey recibió a José María Gil-Robles, a Joaquín Ruiz-Giménez y a Fernando Álvarez de Miranda, tres democristianos con quienes Arias se negaba a dialogar «porque el Caudillo tampoco lo habría hecho». Juan Carlos había conocido a Gil-Robles en Estoril, siendo él un chiquillo y Gil-Robles un miembro relevante del consejo privado de Don Juan que acudía con frecuencia a Villa Giralda. Para él, era y seguía siendo «don José María». Monárquico, ministro en la República, exiliado en Portugal durante el mandato de Franco, tenía la versatilidad suficiente como para poner su experiencia al servicio del joven Rey en la nueva hora de España. No llegaba con teorías sapienciales, sino aprestando soluciones para la empantanada democracia:

—Majestad, traigo la autorización de toda la izquierda española para exponerle unas condiciones mínimas que bastarían a la oposición democrática para acudir a la consulta popular que se convoque en su momento…

—¿Ha dicho usted «de toda la izquierda española»?

—Sí, Majestad, yo no represento a ninguno, pero tengo la venia de todos para lo que voy a decir hoy aquí. Por muy duros y altivos que se muestren unos y otros, lo cierto es que todas las fuerzas de la oposición, incluidos los comunistas, quieren negociar, quieren pactar, quieren llegar a un acuerdo digno que les permita entrar en el juego con su propia identidad. La guerra, el destierro, la proscripción durante tantos años…, se ha sufrido tanto, se ha pasado tan mal, que nadie quiere revoluciones, ni violencias, ni líos.

Una semana antes, Areilza habló ampliamente con Gil-Robles y en cuanto pudo informó al Rey. No obstante, el Rey se hacía de nuevas escuchando al veterano político.

—Majestad, éste es un momento increíblemente oportuno para jugar a fondo la carta de la Monarquía.

—Bueno, en eso estamos, ¿no?

—No. A tenor de lo que yo escuché hace pocos días al presidente Arias por televisión o de lo que esta misma mañana he leído de Fraga en Europa, un suplemento que lee todo el mundo porque lo dan The Times, Le Monde, La Stampa y Die Welt, lo que ellos dos llaman «reformas de la Constitución» va para largo, si es que llega a puerto, pues el trámite es muy complejo, muy incierto y… muy impuesto. En definitiva, todo se cocinaría entre el Gobierno Arias-Fraga y las Cortes del general Franco. ¿Quién va a aceptar eso, Majestad?

—¿Y ustedes qué proponen?

—Que la reforma la haga el Rey.

—Pero yo necesito de un Gobierno y de unas Cortes, si no estaríamos en el absolutismo…

—Lo que quiero decir es que la patrocine y la avale el Rey. Un plebiscito directo preguntando al pueblo simple y llanamente si autoriza al Rey a llevar a cabo «las reformas necesarias para el tránsito democrático». Con eso sería suficiente para que la oposición apoyase la consulta. La oposición está dispuesta a confiar en Su Majestad. Por eso dije lo de jugar la carta de la Monarquía. De no ser así, dejándolo todo en manos de este Gobierno y de estas Cortes, la oposición no querría participar.

Calló Gil-Robles. Sus dos acompañantes, que al principio intercalaron algunas frases, callaron también. Don Juan Carlos había escuchado muy atento. Los cuatro que estaban allí en aquel saloncito de La Zarzuela sabían que el Rey podía sacudirse a las Cortes y al Gobierno y, de acuerdo con el Consejo del Reino, recurrir al pueblo en referéndum. No estaban proponiéndole ni una sobreactuación ni una tropelía ilegal. Pero sí una procelosa audacia.

El Rey entornó los ojos, como mirando a su interlocutor por entre las pestañas, y se quedó pensativo. Hubo un largo silencio.

Con toda su vida ya a la espalda y cicatrices de mil batallas políticas, Gil-Robles no iba a dejar aquello a medias. Se lanzó. La verdad, en canal:

—Señor, tiene usted que impedir que ese proyecto de reforma llegue a las Cortes. Uno, porque la oposición no lo aceptará. Dos, porque las Cortes lo destrozarán. Y tres, porque se montará un escándalo insuperable.

—¿Y…? Concrete algo más, don José María.

—A juicio mío, Su Majestad tendría que cambiar el Gobierno. ¡Al derrumbadero, con todos sus atroces proyectos de reforma! Y una ocasión pintiparada para hacerlo sería a la vuelta de su viaje a Estados Unidos.

El Rey entornó los ojos de nuevo, pero esta vez al mirar a Gil-Robles intentaba adivinar si lo de «a la vuelta de Estados Unidos» era una idea genuina suya, o si se la habrían suministrado Areilza o… el propio Don Juan. En todo caso, era una buena idea.

Nada más despedir a sus visitantes, el Rey descolgó el teléfono y pidió al ayudante de campo:

—El suplemento Europa, las declaraciones de Fraga; pero entero, no los recortes del «canelo».

Fraga, en esa entrevista, anunciaba el próximo envío a las Cortes de dos viejas Leyes Fundamentales, la de Cortes y la Orgánica del Estado, para ser reformadas, y una batería de leyes nuevas de rango menor que regularían los derechos de reunión, manifestación, asociación, libertad sindical y el sistema electoral. Como si las Cortes fuesen una imponente máquina recicladora capaz de engullir las reglas rígidas de una dictadura y devolverlas travestidas en normas hábiles para una democracia.

Advertía también Fraga de que el ritmo sería «paso a paso, sin precipitación», calculaba «año y medio de acción reformadora», y prometía «partidos políticos perfectamente organizados», si bien con tres claras exclusiones: «Separatistas, terroristas y comunistas, tres grupos de individuos que no serán tolerados». A terroristas y a separatistas los condenaba a estar «fuera de la ley a título definitivo». Con los comunistas era más condescendiente: «Quedarán al margen en toda la primera fase porque son totalitarios, antidemocráticos y maquiavélicos; se benefician de la ayuda extranjera y no constituyen ninguna ayuda para España, más bien son un obstáculo en su evolución». Dejó entrever que el PCE tal vez podría participar en un período posterior. Y a una pregunta sobre «la fuerte oposición que representa Coordinación Democrática», la Platajunta, replicó con vehemente desprecio: «No hay fuerte oposición más que sobre el papel. Se trata de un grupo de políticos frustrados que sueñan con la conquista inmediata del poder. Yo no los tomo en serio y me sorprendería que encontrasen una mayoría de españoles para apoyarlos»[108].

Con miope visión a corta y a larga distancia, Fraga descalificaba a los líderes de las dieciocho formaciones políticas que integraban la Platajunta. Recién constituido, ese organismo sentaba en torno a su mesa las diversas ideologías y agrupaciones de la plural oposición: socialdemócratas, democristianos, liberales, socialistas, comunistas, carlistas, movimientos revolucionarios, organizaciones del trabajo, sindicatos de fuerte afiliación como UGT y CC.OO., representantes de los nacionalismos vasco, catalán, gallego, valenciano, andaluz, balear y canario, aparte de un plantel significativo de personalidades independientes del mundo del derecho y de la cultura. Ese variopinto conjunto —dijera Fraga lo que dijese— sumaba amplios apoyos ciudadanos que coincidían en tres reivindicaciones básicas: amnistía, libertad de asociación política y elecciones a Cortes constituyentes.

Pero lo que se volvió contra Fraga como un bumerán fue que, en aquellas declaraciones, circuladas por la Europa comunitaria donde España intentaba ser admitida, el ministro reformador desenfundase intempestivamente el rencor guerracivilista: «No titubearé en prohibir el Partido Comunista. He dado algunas razones y voy a dar otras: durante la guerra civil, que conocieron nuestros mayores, quedó definida la imagen del Partido Comunista, y hay quienes se acuerdan de su “justicia”, sus ejecuciones y sus torturas»[109].

Arias: «El Rey no dice más que tonterías»

Las palabras de Juan Carlos en Newsweek habían sido una «imprudencia calculada» para provocar en Arias una caballerosa dimisión; o, cuanto menos, que se percatara del descontento del Rey y cambiase su actitud. Pero Arias no respondió así. Su recurso a la televisión fue un modo altanero de despacharse a gusto diciendo él la última palabra. Claro que, donde hay jerarquía, la última palabra la tiene el de arriba. Y así iba a ser.

El Rey no se atrevía a provocar en Arias un acto de insumisión e indisciplina si le obligaba a dimitir. Tampoco quería arriesgarse a plantear al Consejo del Reino su decisión personal de destituirle y que los consejeros no lo estimaran procedente. Todo eso lo había tratado con Torcuato Fernández-Miranda. El Consejo —como todos los artificios legales inventados por Franco— no era vinculante; pero desoírlo podía crear un serio conflicto institucional entre la Corona, el Consejo del Reino y el presidente del Consejo de Ministros. Impensable.

El Consejo del Reino era la aduana. En tal coyuntura, y por no dar a los consejeros informaciones humillantes para el Rey, por cuanto había tenido que tolerar amenazas, chantajes psicológicos, desobediencias y desaires de su jefe de Gobierno, Torcuato fue confeccionando un cuerpo de informe diferente: un compendio de las quejas, las extrañezas y las tensiones que, respecto al presidente, le exponían los ministros.

Aquel flujo de confidencias a puerta cerrada era de por sí un hecho políticamente anómalo. Torcuato no era ni el jefe de los ministros, ni su confidente, ni su psicólogo; sin embargo, muchos de ellos reconocían en él una autoridad moral, una rectitud de juicio y una discreción que los animaba a acudir a su despacho para desahogar allí sus disgustos con el presidente Arias. Por lo demás, antes que al presidente de las Cortes, en Torcuato veían al hombre de confianza del Rey.

A lo largo del mes de abril, Torcuato había anotado indicios del deterioro de la relación entre los ministros y Arias, y entre Arias y el Rey. Ese material de retazos podría servir como argumentario ante los consejeros del Reino:

Arias está en una posición cada vez más insufrible. Su engreimiento y, paradójicamente, su gran inseguridad, hacen que le aumente día a día la irritación. De otra parte, el aislamiento: ni un solo ministro, excepto Valdés, está con él. Inestable y variable, con reacciones apresuradas y siempre distintas. […] Los ministros acusan esa inestabilidad. Arias critica con enfado a un ministro hablando con otros; y a éstos, a su vez, cuando ellos no están presentes. […] Los ministros nunca saben a qué atenerse. Le temen y cada vez le quieren menos. Casi todos buscan seguir en sus puestos pero cambiando a Arias. Esto es disparatado, y los efectos desoladores: es un Gobierno epiléptico.

No dirige, no marca un rumbo, no lidera.

Desconfía, y esa desconfianza le hace agresivo. Incluso frente al Rey: «Estoy atornillado en este sillón por ley, y contra eso el Rey no puede nada», ha dicho a más de un ministro. Tiene celos de los viajes del Rey.

Afirma [Arias] con frecuencia: «El búnker es mi enemigo». ¿Y quién es para Arias el búnker? Todas las instituciones que no son él: las Cortes, el Consejo del Reino, el Rey mismo. «¡Pero a ése le puedo!», dice con frecuencia en sus momentos de irritación, que al parecer aumentan. Cuando un ministro —Suárez— le dijo «pero Torcuato se está portando muy bien», él contestó «¡a saber qué buscará ese pájaro!».

«No se puede hacer nada —dice y repite— sin dirigir la prensa, que está abandonada a todas las influencias, menos a la del Gobierno».

Los ministros hablan de «la neurosis de Carlitos», de «su envaramiento insoportable»…

La preocupación creciente de Arias es afirmarse y hacer crisis para lograr «un Gobierno que sea realmente mío»[110].

Ese background era la baza de reserva que Torcuato guardaba por si, llegado el momento de prescindir de Arias, el Consejo del Reino dudase de que hubiera razones para un cese o una destitución.

No obstante, el 5 de mayo Adolfo Suárez le facilitó una información más concreta y elaborada. Y con testigos ministros, dispuestos a certificarla.

Ese día, al final de la mañana, Suárez y Osorio se habían entrevistado con Arias en Castellana 3. Horas más tarde, Suárez transmitía a Torcuato la impresión que ambos ministros habían sacado de aquel encuentro.

Arias estaba muy enfadado y muy dolido con el Rey. Los ministros le comentaron que no era bueno para nadie que él actuase a su aire. Le señalaron como ejemplos notorios que, cuando se dirigió a las Cortes y, más recientemente, al hablar ante las cámaras de televisión, no tuvo el gesto de enviar sus discursos a La Zarzuela con antelación suficiente para que el Rey pudiera sugerirle algún cambio si lo estimaba oportuno.

—¡Pues claro que no le enseño mis discursos! —respondió Arias con mal tono—. ¡Tampoco él me enseña a mí los suyos! Y tengo que desayunarme el sapo de una revista americana que me encuentro sobre la mesa.

Suárez insistió en la desunión personal y funcional entre el jefe del Gobierno y el jefe del Estado:

—Presidente, no es normal que no cuentes para nada con el Rey y que apenas hables con él.

—¿Hablar yo con el Rey? ¿De qué…? Pero ¿cómo voy a hablar con él, si es como si paseara con un niño de cinco años? A los cinco minutos no podría con mi aburrimiento. —Ante el estupor de Osorio y Suárez, redobló la carga de desprecio, con aspavientos—. ¡El Rey! ¡Oh, el Rey…! ¡El Rey no dice más que tonterías! —Y continuó en esa línea de reproches resentidos—: Decís que yo voy a mi aire, ¡pues anda que él! Recibió a Gil-Robles y a otros dos del Contubernio de Múnich. Y a Madariaga, que fue quien urdió todo lo de Múnich. Se los envió Areilza, que lo sé muy bien. Yo hice saber que me negaba a hablar con ellos porque eran enemigos declarados del Caudillo… Bueno, pues el Rey estuvo con cada uno más de una hora… ¿A qué juega? Explicádmelo vosotros…

—El Rey juega a integrar bajo la Corona a los más posibles —dijo Suárez.

—Y te recuerdo, presidente —añadió Osorio—, que esos que han estado con el Rey uno es liberal y los otros tres democristianos, ni terroristas, ni separatistas ni comunistas con cuernos y rabo.

—Decís que no cuento con el Rey… ¡Pero si es él quien me puentea! Llama directamente a los gobernadores civiles y les da órdenes… Y esto, Adolfo, tú tienes que saberlo porque están bajo tu jurisdicción.

No fue una conversación agradable. Osorio trataba de amainar el enfado de Arias, y Suárez en más de un momento hizo ademán de cortarle en seco porque las palabras y el tono eran ofensivos. Contándoselo a Torcuato, Suárez concretó sus percepciones:

Arias ha ido acumulando irritación hasta un punto extremo. Cualquier referencia suya al Rey es peyorativa. Su animadversión, absoluta. El distanciamiento, total. En el fondo de esa crispación, está inseguro y se autoafirma amenazando. Dice de pronto: «¿Se ha olvidado de sus miedos cuando la muerte del Caudillo? Que yo tenía que decirle: “¡Tranquilo…!” Cualquier día, me canso y me voy. Sin mí, todo se vendría abajo. Pero este hombre no se da cuenta, no agradece los enormes servicios que le presté entonces y los que le estoy prestando ahora»[111].

Juan Carlos da a Felipe un «Principado de Asturias» que no posee

El 18 de mayo, los Reyes iniciaron un viaje oficial a Asturias visitando a la Santina en la cueva de Covadonga. No faltaron las gaitas, el orvallo, las brumas, el descenso a una mina y las alusiones a la Reconquista. Tampoco faltó el entusiasmo popular en los pueblos por donde pasaba la comitiva: Cangas de Onís, Infiesto, Nava, Siero… En Oviedo, el presidente de la Diputación, Juan Luis de la Vallina, pidió al Rey que «restableciera el título de Príncipe de Asturias en la persona del infante Felipe, como heredero de la Corona, enlazando así con la tradición multisecular que desde Enrique III en 1388 se ha mantenido a lo largo de nuestra historia».

En el mismo acto, y ante los presidentes del Gobierno y de las Cortes, el Rey aceptó la petición: «Las glorias y la lealtad de este Principado merecen que nuestro hijo Felipe lleve este título como un auténtico honor que, no lo dudéis, ostentará con orgullo». Y agregó: «Se le dará forma legal en breve plazo»[112].

No fue tan breve. Aún habrían de transcurrir ocho meses hasta hacerse efectiva la legalización de ese título. Sería a partir del 21 de enero de 1977, estando ya Adolfo Suárez al frente del nuevo Gobierno, y previo acuerdo del Consejo de Ministros, cuando Felipe de Borbón y Grecia pudiera ostentar el título de Príncipe de Asturias, y las demás dignidades y títulos de uso tradicional del heredero de la Corona española[113].

Cabría decir que, según las leyes internas de la Monarquía, en aquel acto de Oviedo, el Rey forzaba los tiempos, adelantaba los acontecimientos. Más: jugaba de farol, porque él no podía disponer del Principado de Asturias en favor de su hijo. Necesariamente tuvo que recordar una escena poco grata ocurrida en el verano de 1969.

Cuando aceptó ser designado sucesor de Franco «a título de Rey», al no poder usar el título de Príncipe de Asturias, porque el Caudillo se lo prohibía, aceptó el inexistente «Principado de España», un recurso inventado dos días antes por la princesa Sofía. El mismo día de la jura como sucesor, ante las Cortes españolas y de rodillas junto a Franco, ya de noche, Don Juan le telefoneó. Estaba muy dolido. «Tenía que hacerlo, eres mi hijo. Desde un bar del Alentejo te he visto jurar. Puedes imaginar todo lo que ha pasado por mi cabeza». Fue una conversación de felicitaciones secas y reproches ácidos. «Tú lo sabías y me lo ocultaste». «Papá, te juro que…» «¡No jures! Ya has jurado hoy bastante». Antes de despedirse, Don Juan le espetó: «Ah, oye, ese título de Príncipe de España no sé quién te lo habrá dado, pero no es lo nuestro, así que ¡venga la placa!» Juan Carlos tuvo que devolverle la Cruz del Principado de Asturias, insignia y título del heredero de la Casa de Borbón, que Don Juan guardó: «Ya se la daré en su día al chiquito»[114]

Aunque Juan Carlos era el Rey legal, no tenía la legitimidad dinástica, esencial en la Monarquía, pues Franco y sus Cortes, al proclamarle sucesor en 1969, habían dado un salto en la línea de la continuidad hereditaria. Ese esguince espurio chirriaba en sucesos como el de Oviedo, en los que se entreveía una perturbadora «diarquía»: un Rey de hecho, en primer plano, y un Rey de derecho, en la penumbra. Que Juan Carlos dispusiera del título de Príncipe de Asturias para su hijo Felipe creaba un conflicto de legitimidades, ya que era Don Juan quien seguía poseyendo los derechos dinásticos y, como jefe de la Casa Real española, sólo él podía conceder dignidades propias del orden sucesorio. Sin embargo, ante este evento, la clase política, el estamento militar y hasta el «cuarto poder», observador crítico y de suyo insolente, coincidieron al no hurgar en una herida que todavía escocía entre el padre y el hijo. No hubo un solo comentario incómodo, ni una alusión atrevida. Incluso, se dio por supuesto que la escena en la Diputación de Oviedo contaba con el beneplácito del Conde de Barcelona, y que esa anuencia vaticinaba ya la declinación de sus derechos al trono por parte de Don Juan.

Se non è vero, è ben trovato, pero lo cierto fue que al día siguiente de regresar de Asturias los Reyes, se dio cita en La Zarzuela toda la familia real. En la cabecera de la mesa, Don Juan, como padre y jefe de la dinastía. Se hablaba de cosas triviales y de cosas serias, de la reciente operación de varices de Don Juan y de la aprobación por el Senado norteamericano del tratado con España, que renqueaba desde los tiempos del almirante Carrero.

A la hora del café, los cigarros habanos y el güisqui de malta, padre e hijo hablaron del cómo y el cuándo de la renuncia. Don Juan había encomendado a Antonio Fontán un proyecto de protocolo y formato del acto, y le había presentado dos escenarios posibles: el Palacio Real o el monasterio de El Escorial, coincidiendo con el retorno y enterramiento de los restos de Don Alfonso XIII, que haría más patente la secuencia histórica y la noción de continuidad de la dinastía[115]. Alguien había sugerido también que el acto podría realizarse en un espacio abierto y en el mar, por la condición marinera del Conde de Barcelona, y se estudió la idea del portaaviones Dédalo o de algún otro navío de la Armada española, si previamente se le concedía a Don Juan el almirantazgo honorario. Pero lo importante no era la escenografía ni el ceremonial, sino la nitidez del hecho: el traspaso de los derechos al trono y la entrega de la legitimidad dinástica, que hasta ese momento pertenecían a Don Juan.

Juan Carlos daba muestras de premura, no así su padre. Se trataba de salvaguardar la Monarquía. Que si la figura de Juan Carlos se empañaba a causa del contumaz inmovilismo de Arias, o se desprestigiaba por no dar paso a la democracia, no se fuera al traste la Corona, que hubiese una baza de reserva sin estrenar. Sólo por esa razón de disponibilidad, Don Juan se resistía a declinar sus derechos mientras no estuviesen asentadas en España las bases de una verdadera democracia.

—Y tú sabes —Don Juan solía zanjar así este tipo de conversaciones— que desde hace muchos años no tengo el menor deseo de reinar.

La inapetencia hacia el trono era un sentimiento hondamente enraizado en Don Juan. En los años cincuenta y sesenta quería irse a Argentina, comprar una hacienda y dedicarse a ser granjero. Años después, cuando en junio de 1974 los de la Junta Democrática le pedían que —sin descender a la arena de las contiendas— arbitrase una propuesta de Gobierno provisional cuya única misión consistiría en legalizar en España todos los partidos y consultar al pueblo sobre la forma de gobierno, les confesó a los que habían acudido a Estoril a planteárselo: «No, yo no puedo encabezar eso, porque sería politiquear. Pero además, es que ¡ni siquiera estoy seguro de querer ser rey!»[116]

En algún recodo de la conversación, Juan Carlos le contó a su padre, con unas rápidas pinceladas, la propuesta de Gil-Robles «en nombre de toda la izquierda»… «Arias [y] Fraga al derrumbadero, y haga usted la reforma, Majestad». Incluso, el apunte de «hacerlo al regreso de Estados Unidos». Don Juan, totalmente de acuerdo con su antiguo consejero, volvió a instar a su hijo con palabras casi idénticas a las que le dijo meses atrás:

—Juanito, o te desembarazas de Arias o esto se va a hacer gárgaras.

Días después, un emisario del rey Juan Carlos almorzó con el embajador Wells Stabler y otros miembros de la legación de Estados Unidos en Madrid. Eran los preparativos del viaje oficial de los Reyes a Washington y Nueva York. Aprovechando esa visita y los agasajos que la Administración Ford había programado para dar un visible respaldo a la Corona española, el Rey iba a forzar la destitución de Arias. Pero seguía temiendo un duro coletazo del búnker, y solicitaba bajo cuerda la ayuda de sus amigos americanos. Los diplomáticos estadounidenses se mostraron conformes en ayudar cuanto fuera preciso, pero a condición de que no se viera su sombra detrás: la caída de Arias no debía parecer ni de lejos una injerencia de Washington[117].

La lista de pedidos del Rey a la Casa Blanca

Desde que Kissinger y Areilza suscribieron el acuerdo entre Estados Unidos y España, elevado al rango de tratado bilateral, empezaron los preparativos del viaje de los Reyes[118]. Su primera visita oficial al exterior. Se hizo coincidir con los fastos del bicentenario de la independencia de Estados Unidos. Durante varios meses trabajaron sin desmayo el embajador Wells Stabler y el diplomático español Juan Durán-Loriga[119]. El Rey, que esperaba mucho de ese viaje, en el orden político y en el económico, fue ambicioso al maquetar el programa.

Pidió pronunciar su discurso en el Capitolio y en sesión conjunta de congresistas y senadores, lo cual no se resolvió así como así, pues era inusual.

Pidió que la cena de gala en la Casa Blanca fuese respondida por el matrimonio Ford y su séquito asistiendo a otra cena en la embajada de España, algo también fuera de la costumbre presidencial[120].

Pidió enjundiosos encuentros con los «peces gordos», los big shots de las finanzas, los fondos de inversión y las empresas de Estados Unidos, con el lobby judío y con lo más top de los medios de comunicación…

Pidió que en la letra del tratado constase que el monto final de créditos y prestaciones por parte de Estados Unidos a España alcanzaba los mil millones de dólares. Asimismo, que España no se obligaba a adherirse al Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP). Este punto era celosamente defendido por los mandos militares españoles como una baza de independencia defensiva.

La lista de pedidos era larga, y a casi todo se le dio satisfacción.

Antes de viajar, el Rey recibió al embajador Stabler en La Zarzuela. Stabler le informó de algo que Juan Carlos desconocía: en la recta final, al debatirse el tratado en el Senado, algunos senadores habían puesto pegas y condiciones, dificultades de poca monta, pero que podrían demorar su tramitación. En vista de ello, el presidente Ford, de modo excepcional, hizo uso de su agenda de amistades parlamentarias, descolgó el teléfono y llamó a los senadores más influyentes del Partido Republicano y del Demócrata, y les dijo que tenía un «gran interés personal» en la pronta aprobación de ese tratado[121]. Esto ocurría el 17 de mayo. Al día siguiente, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado recomendó la aceptación del tratado, que se ratificó el 21 de junio en sesión plenaria de la Cámara Alta por 84 votos a favor y sólo 11 en contra.

En esa misma conversación, el Rey mostró a Stabler un borrador del discurso que pensaba pronunciar en el Capitolio. El embajador le sugirió eliminar fronda histórica, ir al grano de su apuesta pública por la democracia y dirigirse al auditorio en inglés[122].

El Rey encareció a Stabler que «extremando la discreción» gestionase «una conversación privada con el doctor Kissinger allí en Washington, a solas él y yo sin que mi ministro Areilza esté presente»[123]. Este dato puso a Stabler y a Kissinger en la pista de que el futuro jefe del Gobierno no sería Areilza.

Adelantándose unas fechas a la llegada de los Reyes, Kissinger remitió al presidente Ford un análisis puesto al día de la evolución política española, en el que subrayaba la postura de la Administración Ford respecto a esa visita:

Nuestro propósito es demostrar que apoyamos plenamente al Rey —decía el texto de Kissinger— como la mejor esperanza para una evolución democrática con estabilidad, que protegerá nuestros intereses en España. […]

Juan Carlos entiende que, para que su Monarquía pueda sobrevivir, él no debe ser un actor más del proceso político, ni rehén de ninguna facción, pero tampoco convertirse en una mera figura de adorno. Avanzar por un camino tan angosto requiere habilidad, determinación y nervios de acero, y todavía no hay pruebas suficientes para saber si el Rey tiene estas cualidades.

Esa última frase dejaba en suspenso nada menos que la capacidad del Rey para abrirse paso como monarca y para conseguir la democracia.

Kissinger conocía a Juan Carlos desde hacía más de ocho años. Ya en 1968 por orden suya —desde el Departamento de Estado y para los análisis del Comité de Dirección del Club Bilderberg— se hacían seguimientos sobre la preparación e idoneidad del entonces Príncipe. Y, ciertamente, en diversas ocasiones Kissinger había expresado sus dudas acerca del temple y la firmeza de carácter del joven Borbón.

En su escrito de vísperas de la visita, Kissinger informaba a Ford de que «se han producido muchas críticas, nacionales y extranjeras, por el enfoque demasiado cauteloso adoptado por el presidente Arias, y quizá haya desaprovechado algunas oportunidades para afirmar su liderazgo en los primeros días y semanas posteriores a la muerte de Franco». A pesar de ello, el balance de Kissinger sobre la gobernanza de Arias Navarro era positivo. Personalmente, un Arias lento, casi inmóvil, le tranquilizaba. En su opinión, Arias era «un hombre bastante decente, y probablemente muy bueno para la etapa de transición». «En la práctica —resumía—, el Gobierno ha logrado trazar un camino intermedio, evitando a los ultrarreaccionarios, contrarios a cualquier cambio significativo, pero sin ceder ante la oposición izquierdista, que reclama una ruptura total con el pasado».

No se le escapaba a Kissinger el interés de Juan Carlos en esa visita, y así se lo exponía al presidente: «Uno de los propósitos de este viaje es reforzar la confianza del Rey en sí mismo, para la adopción de ciertas decisiones […] y que le confirmemos nuestro apoyo, con lo cual él verá acrecentada su influencia»[124].

A las nueve y veinte de la mañana del 2 de junio, una hora antes de que los Reyes llegasen a la Casa Blanca, mientras en los jardines de la Puerta Sur extendían las alfombras rojas sobre el césped y ultimaban detalles ornamentales para el acto de bienvenida, Kissinger pasó un momento al Despacho Oval. Quería situar a Ford en el atípico entramado político de España, que había cambiado su forma de Estado, pero conservaba las instituciones y las leyes del régimen de Franco; no había una nueva Constitución, y resultaba difícil saber dónde empezaban y dónde terminaban los poderes del Rey, si los tenía todos o si era un decorativo remate en la cima. Sin privarse de un comentario confianzudo —«¡A ver cómo sale éste, porque todos sus antepasados Borbones lo han jodido todo durante trescientos años!»—, dibujó con dos plumazos la perplejidad en que se podía encontrar el presidente Ford o cualquiera que intentase resolver asuntos de alta política con Juan Carlos:

—Areilza, el ministro de Exteriores, ve al Rey como a un monarca constitucional que, a efectos decisorios, ni pincha ni corta; en cambio, el Rey se ve a sí mismo como si fuera Giscard.

—Bien, pero en esta visita no vamos a discutir ningún negocio de Estado —Ford era un jugador de béisbol poco dado a las anfibologías—, ¿cómo debemos actuar?

—Yo creo que hay que tratar al Rey como si tuviera toda la autoridad y toda la potestad, aunque eso ponga muy nervioso a su ministro de Exteriores.

Y de ahí pasó a ofrecer al presidente un resumen de la situación política española en aquellos momentos:

—Todo el mundo, es decir, toda Europa y las fuerzas de oposición dentro y fuera de España, están presionando al Gobierno de Arias para que avance más rápido hacia la democracia. Desde hace dos siglos, los españoles han fluctuado entre el autoritarismo y la anarquía. Carecen de tradición democrática. Esto es así, ¡no la han tenido nunca! Ahora la quieren, pero… ¿sabrán usarla? No les convienen las prisas hasta que hayan desarrollado una fuerza de centro. Necesitan más tiempo y menos presión.

—Lo que ocurre es que el Rey viene a destapar el frasco y a anunciar la nueva democracia. Quiere hacerlo justamente aquí —replicó Ford—. Y no voy a decirle «cierre usted el frasco». Él tiene serias dificultades en su país y espera de nosotros que le alentemos en ese camino…

—Presidente, yo le preguntaría por sus planes y le sugeriría que avanzase lo suficientemente rápido como para dar repuesta a los que presionan; pero no tan rápido que pierda el control[125].

El Rey a Ford: «No caeré en el error de mi abuelo Alfonso XIII»

Una vistosa ceremonia de recepción, el Rey y el presidente Ford revistaron las tropas uniformadas de gala. Himnos nacionales, banderas, discursos. Luego pasaron al Despacho Oval. Los acompañaban Kissinger, Areilza, los embajadores de ambos países, Wells Stabler y Jaime Alba, y el siempre presente consejero de seguridad Brent Scowcroft. Juan Carlos recordó que ya había estado en aquel despacho, siendo todavía príncipe, en tiempos de Nixon. Ford rompió el envaramiento inicial con un comentario sobre el tiempo, mirando por los ventanales hacia el cielo gris cubierto: «Ha habido suerte con el tiempo. Cuando vino el emperador de Japón, llovió a cántaros y tuvimos que meternos dentro». Luego, le avanzó al Rey: «Me parece que va a tener usted una acogida muy cálida en el Capitolio, le esperan con ganas». Y Juan Carlos agradeció ese foro excepcional: «Ya sé que es un honor que no se dispensa a nadie, o a casi nadie, y lo aprecio en su valor».

Fue un tour d’horizon relajado sobre diversos temas de actualidad: las próximas elecciones en Italia, la situación política de Portugal, la invasión del Líbano por Siria, que acababa de ocurrir y donde había ya más de treinta mil muertos.

Kissinger, siempre con información privilegiada y de última hora, sorprendió a los visitantes con una buena noticia:

—Estamos tratando muy estrechamente con los saudíes y nos han asegurado que no van a subir el precio del petróleo ni van a reducir las cuotas de exportación.

—¡Eso sería una bendición! —El Rey, muy expresivo—. Pero ¿es seguro?

—Sí, es seguro, y podemos dar cuenta de ello.

Enseguida abordaron el tema estrella: el establecimiento de la democracia en España.

Ford preguntó, directo:

—Me gustaría escucharle sobre la evolución política en España, desde que usted llegó al poder.

—Allí ningún grupo político quiere un cambio brusco. Por eso está yendo todo poco a poco, muy poco a poco, aunque sin demasiados problemas. Despacio, pero suavemente. —El Rey movía su mano izquierda como imitando el deslizamiento sinuoso de un pez y empleó la expresión slowly but smoothly—. Hemos tenido momentos conflictivos, muy difíciles, sobre todo en febrero.

Ford y Kissinger asentían, estaban al tanto de la racha de huelgas, protestas, manifestaciones callejeras y cargas policiales.

—Y la prensa no nos ayudó nada —remató el Rey.

—Nunca lo hace —dijo Ford.

—Yo trato de no impacientarme; aunque, a decir verdad, creo que todo podría haber ido un poco más deprisa. Pero, bueno, lo peor ya ha pasado y las cosas están marchando. No es fácil. De no haber más que un partido único, se ha pasado a que de pronto haya ciento cincuenta minipartidos políticos.

—¡¿Ciento cincuenta?! —Ford creía haber oído mal.

—Sí, sí. —El Rey respondió en tono jocoso—: Posiblemente los miembros de algunos de ellos quepan todos en un taxi. Ahora están estudiando convocar elecciones en primavera… Sería la ocasión de que se unieran por afinidades ideológicas. Desde el Gobierno se habla con los líderes, animándolos a concentrar fuerzas entre ellos para formar partidos viables. Lo que yo no quiero es que en esta situación, tan nueva y tan desconocida, haya elecciones municipales antes que generales. Ése fue el gran error de mi abuelo Alfonso XIII, en 1931, y yo no pienso repetirlo[126].

Ford le comentó al Rey que él había hablado con mucha fuerza en favor de España, durante la última conferencia de Bruselas con los países de la OTAN.

—Sí, lo sé, lo sé; y desde entonces empezamos nosotros, aquí, mi ministro de Exteriores, a viajar y a hablar con los gobiernos de la Comunidad Europea, de cara a nuestra integración.

—Pero el proceso de adhesión aún puede durar muchos años —matizó Areilza.

—Les advierto —intervino Kissinger— que los holandeses les causarán problemas.

—No estoy de acuerdo, los conozco y no son tan malos —protestó Areilza.

Ignoraba Areilza en ese momento lo que Kissinger ya sabía y con antelación: dos días después, el Ministerio de Asuntos Exteriores holandés emitiría una nota de «tajante oposición a cualquier iniciativa de acercamiento de España a la Alianza Atlántica, pues no se da en ese país el nivel democrático que es condición esencial para aspirar al ingreso»[127].

—Los menos amistosos con nosotros son los suecos… Olof Palme —dijo el Rey.

—Yo no perdería el sueño por los suecos —contestó Kissinger— porque, entre otras cosas, ¿a ustedes qué les importan? No están en la Comunidad Europea.

Ford dirigió de nuevo la conversación hacia el Rey:

—Y ¿qué opina usted de Portugal? ¿Qué cree que ocurrirá allí?

—Me parece que con Ramalho Eanes irá todo mucho mejor. Tengo buena opinión de él. Confío…

—¿Carvalho sigue siendo una amenaza?

—No, no realmente. Portugal nos preocupa todavía; pero yo soy optimista, creo que aquello acabará bien.

—Lo ocurrido tras la Revolución de los Claveles debería ser una buena lección para su pueblo —dijo Ford—. Todo aquel caos de apenas hace un año.

Hubo varias alusiones al repunte del comunismo en Italia, en Francia, en Portugal. En uno de esos momentos, a Kissinger se le reavivó su personal inquina contra los comunistas y preguntó directamente a Don Juan Carlos:

—¿Tiene previsto ver a George Meany? —Se refería al poderoso presidente de la Federación Estadounidense del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO). Tal vez no se acordaba Kissinger al recomendar un contacto con Meany, pero ya lo había sugerido en enero cuando estuvo en Madrid.

—Sí, tenemos concertado un encuentro mañana en la Blair House. Meany podría sernos de gran ayuda. Es anticomunista, y nuestro problema sindical es que allí los comunistas están muy bien organizados y, al desmontarse el sindicato vertical único, ellos podrían dominar la organización porque ya están all right. En definitiva, sería pasar de un monopolio a otro monopolio de signo contrario.

Ford se interesó por el estado de la economía española. Don Juan Carlos le dio algunos datos del plan de Villar Mir, y resumió señalando el problema: «Tenemos todavía demasiada inflación». Entonces, el presidente americano le explicó con mucho detalle cómo habían logrado ellos salir de la recesión; incluso se levantó, fue a su mesa escritorio, volvió con unos papeles y leyó estadísticas y cifras de producto interior bruto, empleo, deflación, exportaciones, importaciones.

—Salvo que el Congreso haga algo extraño —concluyó—, creo que caminamos hacia un desarrollo estable[128].

Fue una conversación ágil, algo caleidoscópica, saltando de un tema a otro sin profundizar en ninguno. Duró cincuenta y seis minutos. Quizá Areilza intervino más de lo debido. En la transcripción manual, se pueden contar hasta nueve intervenciones del ministro de Exteriores, frente a doce del Rey. Y aquella misma noche, entre la cena de gala y el concierto del violinista Gil Morgensten, cuando se reunieron unos minutos en la sala Azul para fumar y tomar algún licor, el ministro Areilza volvió a adelantarse a responder en lugar del Rey, si Ford o Kissinger le planteaban alguna cuestión comprometida o sobre la que el monarca tenía sólo un conocimiento superficial. A Ford le pareció demasiado avasallador. Se lo dijo a Kissinger al día siguiente: «Me he quedado atónito con el comportamiento prepotente del ministro de Exteriores. Se anticipaba a contestar las preguntas que yo le hacía al Rey, le interrumpía»[129].

El Rey en el Capitolio: compromiso por la democracia

El momento cumbre de la visita del Rey era el discurso que iba a pronunciar en el gran salón de sesiones del Capitolio abarrotado de congresistas, senadores, periodistas y público cualificado. Copresidían el speaker del Congreso y el senador sénior. El ujier anunció: «Mister speaker, the King of Spain». Y todos en pie, le recibieron con un caluroso aplauso. El Rey se apoyó en sus folios, pero casi había memorizado el texto. Lo dijo en un buen inglés, con limpia dicción, con énfasis en ciertas afirmaciones y mirando al público, sobre todo en los párrafos en los que se comprometía él y comprometía a la Corona en el establecimiento de una democracia plena en España, y anunciaba su determinación de que quedase abierto el campo legal para que los diversos grupos políticos pudieran turnarse en el poder. Fue interrumpido muchas veces por los aplausos. Las frases que inmediatamente circularon y se repitieron en los medios de comunicación estadounidenses fueron las que resumían su propósito democratizador:

La Monarquía española se ha comprometido desde el primer día a ser una institución abierta, en la que todos los ciudadanos tengan un sitio holgado para su participación política, sin discriminación de ninguna clase y sin presiones indebidas de grupos sectarios y extremistas. La Corona ampara a la totalidad del pueblo, y a todos y cada uno de los ciudadanos garantizando, a través del derecho y mediante el empleo de las libertades civiles, el imperio de la justicia. La Monarquía hará que, bajo los principios de la democracia, se mantengan en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados[130].

Como jefe del Estado, hizo alguna referencia a la política exterior española:

España asume con decisión el papel que le corresponde en el concierto internacional. Situados en un lugar estratégico de primera magnitud, entre el Atlántico y el Mediterráneo, España es parte de Europa.

España está dispuesta a reforzar su relación con las Comunidades Europeas, con vistas a su eventual integración en ellas.

Aunque señaló la ubicación geoestratégica de España, evitó referirse a una futura adhesión a la OTAN, pese a que en aquel salón de plenos le escuchaban los senadores que días después votarían el tratado hispanoamericano, cuya entretela más recia y mejor remunerada era precisamente la de las prestaciones militares.

Al terminar el discurso, estalló una ovación fuerte, compacta, envolvente. Don Juan Carlos correspondía con saludos casi deportivos, pero conteniendo su emoción.

Ante un foro de máxima relevancia y en solemne sesión conjunta de congresistas y senadores, el Rey de España había anunciado su programa político de apertura de puertas a un Estado social de derecho. Aquellos senadores y congresistas no eran sólo unos entusiastas aplaudidores, eran testigos del enorme compromiso de libertad que el joven Rey había querido formular allí, en Capitol Hill, icono de la democracia. Puestos en pie y con su ovación cerrada que no parecía tener final, le estaban diciendo «te tomamos la palabra».

Fue un éxito fulgurante. Más allá de las aclamaciones, trascendió a las primeras planas y editoriales de los periódicos estadounidenses de mayor tirada. Se acuñó la expresión «motor del cambio». Con aquellas palabras y en aquel lugar, al mismo tiempo que la Corona apostaba por el sistema de libertades y de participación sin exclusiones, descalificaba la política renuente de Arias y las resistencias de los franquistas anclados en el pasado. Algo nuevo rompía. Lo viejo tenía que terminar.

En Madrid, los consejeros nacionales vieron al Rey en el Capitolio y escucharon su discurso en directo por TVE, traducido en off por un locutor. Adolfo Suárez había hecho llevar un televisor a la sala de ponencias donde trabajaban. Mientras allá lejos Don Juan Carlos decía todo aquello, y los aplausos le interrumpían hasta cinco veces, en su país, las lumbreras políticas andaban enzarzadas en una discusión sobre el mantenimiento, sí o no, de los «cuarenta de Ayete», otra reliquia de Franco. Y justo en aquel momento iba ganando el sí. Los antípodas.

El Rey no esperó a llegar a España para contárselo a su amiga Carmen Díez de Rivera. Al día siguiente, desde la Blair House, la llamó por teléfono.

Eran las dos menos cuarto, hora española —escribió Carmen en su diario—. Juan Carlos estaba contento por los resultados positivos de su viaje. El speaker de la Cámara le había dado consejos y orientaciones muy útiles para su intervención. Es lógico que estuviera emocionado. Aprovechando la euforia, le aconsejé una vez más que había que legalizar el PCE. Me dijo que allí también se lo habían preguntado, pero él pasó del tema: «Me hice el sordo»[131].

La jornada del día 2 prosiguió con un almuerzo en el Senado, encuentros con diversos congresistas y senadores, y cena de gala en la Casa Blanca. Ciento setenta comensales, distribuidos en mesas redondas en el comedor de Estado y en el salón Rojo, lo más granado de las influencias políticas washingtonianas, con alguna curiosa excepción: el violonchelista Mstislav Rostropovich, un detalle con la reina Sofía, que le conoció en Grecia siendo una niña, aunque no le sentaron en su mesa, sino en la del Rey.

El jueves 3, desayuno informativo, off the record, de Don Juan Carlos con veinte periodistas norteamericanos. A continuación, en la Blair House, donde se alojaban los Reyes, una recepción social. El Rey tuvo un aparte con los presidentes de los dos grandes partidos norteamericanos y un grupo selecto de congresistas. Recibió también a una delegación del American Jewish Committee, encabezada por Bertram H. Gold. Un gesto que suscitó sorpresa e interés en medios políticos y periodísticos de Washington, ya que no existían relaciones diplomáticas entre Israel y España. Tuvo un mano a mano con el presidente del sindicato AFL-CIO, George Meany. Fue una voz más que le habló de «los peligros que acarrea cualquier colaboración con el comunismo» y le prometió: «Estaremos en contacto con quien ustedes nos digan, para ayudarlos a crear un sindicato plural y democrático»[132]. Oferta que no cayó en saco roto. A su regreso a Madrid, en cuanto tuvo un hueco, citó en La Zarzuela a Rodolfo Martín Villa, ministro de Relaciones Sindicales, para que le informase del proyecto de reforma sindical.

Cínicos consejos de Kissinger a Areilza

Areilza desconocía que el Rey y Kissinger iban a tener un encuentro sin testigos ni actas; quizá por ello insistió en reunirse también a solas con el secretario de Estado. Kissinger le invitó a tomar café en su despacho de visitas, después del almuerzo en el Senado. No había entre ellos empatía, pero sí un recíproco interés exploratorio. Areilza trasladó después a su Diario unos apuntes de aquella conversación, que duró más de una hora:

Ahora son ustedes una pieza segura en el dispositivo general de Occidente —dijo—. Sin embargo, esa seguridad puede aflojarse con un alza de la izquierda que la lleve hasta el Gobierno. Ese riesgo lo corremos también en Italia y en Francia en los próximos años electorales. Y Gran Bretaña pasa por momentos económicos y sociales sumamente difíciles. No tenemos otro apoyo sólido que el de Alemania Federal. […]

No vamos a decirles nada si ustedes se empeñan en legalizar el Partido Comunista. Pero tampoco les vamos a poner mala cara si lo dejan sin legalizar unos años más… Sería más cómodo para ustedes. […]

Ah, y si ustedes encuentran dificultades en Europa —el americano leía el pensamiento de su homólogo español—, no se olviden del Mediterráneo y del norte de África, donde la solidez de su régimen y la consolidación del Reino de Marruecos son dos elementos de estabilidad en la zona más sensitiva: las bocas del Estrecho. […]

No vayan a las elecciones —seguía con sus consejos desde la cúspide— hasta que el Gobierno tenga un partido propio que les dé la seguridad de ganarlas. Mientras no logren eso, ganen tiempo[133].

Un par de días después, antes de salir de Washington, el Rey desayunó con Kissinger. Fue la única conversación que mantuvieron a solas. Don Juan Carlos le dijo que tenía intención de destituir a Arias Navarro, aunque buscaba el momento oportuno porque temía «una reacción brusca del búnker franquista». No le reveló la identidad del posible sucesor. Más bien le dejó entrever que había varios entre quienes elegir y él todavía dudaba entre unos y otros.

Kissinger no debió de mostrar un gran entusiasmo con esa noticia, pues para él Arias era un factor de tranquilidad que templaba a los franquistas, daba confianza a los militares, no abría la puerta a los comunistas y mantenía «un deseable ritmo lento» en la Transición.

Tampoco tenía especial simpatía por ninguno de los políticos españoles que conocía. La zigzagueante trayectoria política de Areilza no le inspiraba confianza, ni su afición democrática parvenue, de última hora. ¿Fraga? No le causó buena impresión cuando desayunaron en Madrid el pasado mes de enero. Fraga exhibió entonces su memorial político, su proyecto de reforma, y Kissinger le puso peros en todos los párrafos. Poco después, le comparó con el presidente de México, Luis Echeverría, a quien consideraba «un peligroso ególatra».

Es posible que, en ese tête-à-tête con el Rey, Kissinger no se privara de advertirle que en el plan de Fraga la figura del monarca quedaría ubicada en un pináculo del edificio de Estado, espléndidamente, pero sin más función que la de un símbolo presencial. Y que le habían llegado indicios preocupantes de las prisas de Fraga por apartar al Rey del proceso político, so pretexto de que no se quemara en el día a día[134].

Así se lo dijo en diciembre de aquel mismo año a Manuel Prado y Colón de Carvajal, enviado a Washington como emisario oficioso del Rey[135].

El Rey, con los peces gordos de la City

El 4 de junio, comenzó el Rey su jornada en Nueva York con una rueda de prensa abierta a un centenar de periodistas, muchos de ellos españoles. Era la primera en su reinado. Después, Kurt Waldheim le ofreció un almuerzo en la sede de Naciones Unidas con ochenta comensales. Recibió en audiencias privadas a varios banqueros, entre otros al presidente del Chase Manhattan Bank, David Rockefeller; a la plana mayor del Council on Foreign Relations (CFR), George Ball, Cyrus Vance y Zbigniew Brzezinski, los estrategas de la política —sería más exacto decir de la Realpolitik— exterior de Estados Unidos. El CFR, junto con The Trilateral y el Club Bilderberg, formaban el triple tanque de ideas del «gobierno mundial en la sombra». El Rey era consciente de que en todos esos contactos estaba siendo examinado en sus palabras y escrutado en sus silencios. El plato fuerte del día sería la reunión en las torres del Waldorf con el Consejo de Empresarios estadounidenses, la Cámara de Comercio Hispano-Norteamericana y el Instituto Español. «Allí estaban en carne y hueso todos los peces gordos de la City —escribiría luego Areilza en su diario de cabecera—. Largo, animado y picante coloquio sobre la situación económica española. El Rey se despacha muy bien»[136].

Por la noche, a la cena de gala en los salones del Waldorf Astoria se apuntaron hasta 2300 comensales, enorme parterre de fracs con su camelia en el ojal: hombres de negocios, financieros, empresarios y lobbistas, que no podían faltar. Era la gran cita en la capital del dólar.

Pero cuando los Reyes estaban en sus habitaciones arreglándose para bajar a la cena, Areilza recibió una llamada urgente de Madrid con dos malas noticias a la vez. Una: por orden de Fraga, habían detenido a Rafael Calvo Serer, que acababa de regresar de París a Madrid. Leyó el discurso del Rey en el Capitolio y «creyó» que en España se habían abierto las puertas a la libertad de pensamiento. Lo creyó tan de veras que tomó el primer vuelo donde encontró plaza. Su ilusión fue guillotinada en la aduana de Barajas. De ahí, a la cárcel de Carabanchel.

La otra noticia era del mismo jaez, pero a iniciativa del presidente Arias: en el Consejo de Ministros de ese mismo viernes, había anunciado el secuestro del último número de Cambio 16 y el cierre de la revista por cuatro meses. Y Martín-Gamero había recibido orden de tramitar la suspensión. ¿Motivo? La portada, en clave de humor, reproducía un dibujo del monarca caracterizado como Fred Astaire bailando sobre el skyline de Manhattan, y el titular «Un rey en Nueva York»[137].

Areilza pasó una nota al Rey: «Un contratiempo de Madrid que urge neutralizar». Hablaron. Le puso al tanto de lo que estaba ocurriendo. En un primer momento, al Rey le entró la risa. Después vio el alcance que podía tener el asunto.

—Majestad, hay que detener esa decisión, aquí caería como un chaparrón aguafiestas, y nos invalidaría todo lo conseguido en esta visita.

A golpe de teléfono y jugando contrarreloj, porque en Madrid eran casi las dos de la tarde, y los semanarios se distribuían a los quioscos en las primeras horas de la tarde del viernes, se avisó a Juan Tomás de Salas, editor de Cambio16, para que se pusiera en contacto con Katharine Graham, la dueña de The Washington Post. Se conocían. Graham habló con su amigo Kissinger, y Kissinger hizo llegar una protesta al Gobierno español[138].

Solucionado el asunto, el Rey le dijo a Mondéjar:

—El lunes 7 tengo en agenda a Torcuato y a Arias, ¿no? Pues que citen a Martín-Gamero en algún momento de ese mismo día.

Don Juan Carlos se empleó a fondo en la cena del «gran capital». Fue un discurso económico para infundir confianza inversora. Sin arabescos retóricos, y después de afirmar que «nuestro pueblo no está anclado en el ayer ni soñando glorias pasadas, sino juvenilmente interesado en el porvenir, en el desarrollo y en la prosperidad con justicia para todos», habló en términos de porcentajes y macrocifras. Les recordó que España, en los últimos quince años, de 1960 a 1975, había experimentado un formidable desarrollo económico y social del que se podía hablar con las cuentas en la mano: la renta per cápita pasó de 292 dólares a 2127; la producción industrial había ascendido de 3,4 billones de dólares a 30,1 billones; el comercio exterior de productos industriales se había multiplicado por quince.

Después de esa panorámica boyante, centró la atención de los comensales en «una preocupante asimetría en nuestra relación bilateral: en el último año, 1975, la factura de las compras españolas en Estados Unidos fue de 2600 millones de dólares; en cambio, las ventas sumaron solamente 800 millones». Quizá la crisis del petróleo nos había golpeado a todos. Sin embargo, expuso el hecho contante de que cada vez era mayor el volumen de inversiones americanas en España: «En 1960 eran sólo el 12,2 por ciento del total de las inversiones extranjeras, en cambio ahora superan el 64,5 por ciento».

El quid de su mensaje era una petición de apoyo inversor y financiero. De modo que, tras manifestar que tanto él como su Gobierno estaban empeñados en la lucha contra la inflación y en reducir el desempleo y la deuda exterior, subrayó «la importancia del crédito y del capital extranjero», como complemento del ahorro nacional, y animó a considerar «las ventajas y garantías que ofrece una legislación sobre inversiones extranjeras tan liberal como la española»[139].

La eficacia de su discurso y de su presencia se comprobaría con una rapidez inusitada, en cuestión de días.

La última jornada neoyorquina, el sábado 5, fue menos compulsiva. En el Metropolitan Museum visitaron el pabellón Lehmann, donde lucían ocho Goyas cedidos por el Prado por la celebración del bicentenario. Entre los cuadros, un retrato de Carlos III, antepasado de Don Juan Carlos, que ayudó decisivamente a la independencia americana, y las dos majas. Areilza hizo un comentario propio de su pupila sensitiva: «Bajo la luz de Nueva York, las majas han perdido su erotismo. En el Prado incitan al pecado pero aquí tienen algo de… maniquíes publicitarios».

Ya a bordo del DC-8 El Españoleto, de vuelta a Madrid, el Rey hojeó la prensa americana de esos días. Le ilusionó un editorial de The New York Times, «A King for Democracy». Cuando dejó los periódicos, le comentó a Areilza:

—Con la enorme brecha que hemos abierto, hay que conseguir de Estados Unidos no un pequeño crédito, sino un apoyo fuerte. Además, no se puede ir al Tesoro americano a pedirlo, sino a la City. El dinero no está en Washington, está en Nueva York, está en Wall Street. Y si se han de autorizar sucursales americanas en Madrid, se hace y en paz. Voy a llamar a Villar Mir por teléfono nada más llegar, para decírselo.

En efecto, una semana después del regreso de los Reyes a España, salían hacia Washington y Nueva York el vicepresidente económico Villar Mir y sus asesores de Hacienda, Comercio, Industria y Agricultura. Al día siguiente era recibido por el presidente Ford, y se entrevistaba con Kissinger y con William E. Simon, secretario de Hacienda, y otros altos cargos. En Nueva York mantuvo reuniones intensas con las más fuertes entidades financieras, con el resultado de un extraordinario éxito para España[140].

El Rey volvió envalentonado y decidido «a hacer limpia»

En aquel viaje, el Rey se estrenó como «el mejor embajador de España».

Fue decisivo ese éxito. Aparte de la resonancia internacional y el impacto en España, el primer beneficio redundó en el propio Rey: salió de su inseguridad personal, tocando el hecho de que suscitaba simpatía, respeto, credibilidad y, sobre todo, el apoyo macizo de la capital del mundo al proyecto de libertades que él fue a anunciarles.

Volvió envalentonado, pisando firme, decidido a «hacer limpia en la casa», a cesar a Arias, a mojarse en la elección de un sucesor y a abandonar de una vez el aura gaseosamente arbitral en que Arias le había instalado.

Sin embargo, Areilza, el artífice de tan espectacular lanzamiento, sobreactuó en su tutela del monarca, se le vio prepotente y eso disgustó al propio Rey.

Había cuidado con inteligencia y esmero desde el discurso, que fue prosa suya, hasta el listado de comensales en cada una de las cenas y almuerzos a que asistió el monarca, las entrevistas, los actos y sus adecuados protocolos, pero quizá se sentía ya presidente del Gobierno in péctore, y excedió el plano secundario que corresponde a un ministro «de jornada», acaparando un protagonismo incómodo para el Rey.

Uno de sus colegas de gobierno, Rodolfo Martín Villa, aun no considerándose «un hombre muy perspicaz ni con una especial agudeza para detectar indicios sutiles», sí se extrañó por la actitud de Areilza al regresar de Estados Unidos:

Areilza volvía muy crecido. No se me olvida la escena en Barajas, el 6 de junio por la mañana. Siguiendo el uso tradicional franquista, acudimos a recibir a los Reyes, los tres consejeros del Reino que constituían el Consejo de Regencia, el Gobierno en pleno, los duques de Cádiz y varios miembros del cuerpo diplomático. En el hall interior del aeropuerto, frente a la sala de honor, estábamos alineados los ministros con nuestras esposas. Los Reyes pasaron, saludándonos uno a uno y una a una. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando vi que Areilza hacía lo mismo, dándonos la mano como si él no fuera un ministro más y, por tanto, uno más del séquito[141].

Pocos días después, Martín Villa acudía a La Zarzuela llamado por el Rey. Hablaron de la reforma sindical y el Rey le apuntó la conveniencia de entrar en contacto con los grandes sindicatos europeos y americanos. Posiblemente le refirió algo de su conversación con Meany en Washington. En esa misma audiencia el ministro percibió «de un modo directo y notorio que las relaciones entre el Rey y Arias Navarro estaban o rotas o muy enrarecidas, y que pensaba prescindir de él». Diciendo sin decir, fue suficientemente explícito: «Necesitaré apoyarme en vosotros, en los ministros más jóvenes (Suárez, Osorio, Pérez de Bricio, Lozano, tú), si se produjesen reacciones de descontento entre los ultras». Ese despacho fue el 15 de junio.

También aquella tarde noté que el Rey estaba enfadado, molesto, yo diría que «cabreado», por algo de la conducta de Areilza con él en Estados Unidos. Como si Areilza se hubiera propasado en su papel dándoselas de experto, interviniendo en las respuestas del Rey, acaparando atención en vez de estar en segundo plano, o queriendo controlar demasiado la marcha de los actos… Desde luego, salí de allí persuadido de que Arias «caía», pero Areilza no era el candidato del Rey[142].

Don Juan no se fiaba de él. «Camaleónico y siempre al sol que más calienta: fue falangista con Franco. Después hizo sus contactos con Muñoz Grandes y Hitler para “licenciar” a Franco y ponerme a mí, por si les resultaba más “utilizable” en plena guerra mundial. Pretendió que yo hiciera el “gran gesto” de enrolarme en la División Azul. “Mira, Josemari —le contesté—, no me visto yo de nazi ni grito Heil, Hitler, así me den todos los tronos del mundo”. También me traía a Lausana recados de Franco para que yo me instalara en España sine díe, con estatus de príncipe… a la espera. Ya me harté y le dije que como español y amigo viniese a verme cuando quisiera, pero como boca de ganso del General no le recibiría más. Luego dejó a Franco porque no le dio un alto cargo que él esperaba. Yo le hice jefe de mi secretariado político. Y antes incluso de disolver ese órgano, ya se puso a politiquear con mi hijo, hasta que le nombró ministro. ¿Cuál será la próxima estación?»[143]

Tampoco Torcuato le apadrinaba para el relevo de Arias: «Areilza tiene “su” proyecto, o “sus” proyectos alternativos, pero son “suyos”; y aquí lo que hace falta es un hombre sin proyecto, dúctil y obediente, que haga lo que yo diga».

El Rey, sin dudarlo, prefería a un presidente joven, de su generación. Hasta entonces, había vivido rodeado de hombres que combatieron en la guerra civil o la padecieron: Vegas Latapie, Franco, Carrero, Castañón de Mena, Pemán, Sainz Rodríguez, Fernández-Miranda, López Rodó, Mondéjar, Armada, Fernández de la Mora, Silva Muñoz, Arias Navarro, Areilza…, más la pléyade de catedráticos que le instruyeron en disciplinas civiles, más los aristócratas que Don Juan le ponía cerca cuando era un joven colegial en Miramar o un cadete en Zaragoza y en San Javier. Salvo los compañeros de pupitre y los amigos de jaranas, su entorno fue siempre vetusto. Viviendo Franco, comentó en varias ocasiones: «Cuando yo reine, tendré cerca gente joven porque me tocará hacerlo todo de nuevas, “sin telarañas”, y la experiencia de mis mayores no me servirá de gran cosa».

Suárez: «Vamos escuchar la voz del pueblo, que la tiene»

El mismo día que el Rey daba su do de pecho en el Capitolio de Washington, Adolfo Suárez encargaba a sus colaboradores del ministerio unos esquemas y unos esbozos para defender ante las Cortes la Ley del Derecho de Asociación Política, eufemismo con el que evitaban llamar partidos a los partidos. Se aplicaron a la tarea. Al día siguiente, Adolfo le pasó un texto a Carmen Díez de Rivera:

—No me gusta —dijo—, es flojo y contradictorio.

Siguieron trabajando sobre el papel Eduardo Navarro, Manuel Ortiz, Rafael Anson y Fernando Ónega, que fue quien al final le dio pulso y ritmo a la prosa.

Cuando Carmen lo leyó dijo: «¡Espléndido!» No le tocaba a Suárez sino a Fraga defender esa ley, pues se había elaborado en el Ministerio de Gobernación. Pero Arias apartó a Fraga. Empezaba a indigestársele su afán de protagonismo y candilejas.

Adolfo Suárez subió a la tribuna, bebió un sorbo de agua, miró al hemiciclo, sonrió levemente. Nunca se había visto allí eso de sonreír. Todos los que subían a aquel púlpito civil iban serios, circunspectos, con cara de padres de la patria cargados de razón. Suárez estaba pálido. Se había aprendido sus cuartillas y, más que declamar, las dijo. Sin altisonancias, ni pretensión de lucimiento. No era tribuno de oratoria solemne. En un medio tono enjuto, casi opaco. Ni mitin ni arenga, en el hablar normal con que se dicen las cosas entre gente razonable. Y es que ése era el mensaje: lo normal, lo que ocurre, lo real, lo que pasa en la calle, lo que pensamos, lo que queremos… El antidrama del hecho de ser libres.

No entró en la discusión de si galgos o podencos —«llámense o no partidos, existen, están presentes, influyen, sería ceguera ignorarlos»—, disparó con audacia y por elevación hacia «el deber del Estado» que, lejos de prohibirlos, «ha de ser neutral y garantizar su existencia». Otro sorbo de agua.

Sometamos a debate público nuestras diferencias, en una política de puertas abiertas, para que podamos encontrarnos en las coincidencias […]. Vamos a escuchar la voz real del pueblo, que la tiene y quizá sea muy diferente de cómo pensamos. Vamos a escucharla, dándole el altavoz de la asociación política, como primer paso. Arrinconemos a los intérpretes gratuitos de las aspiraciones del pueblo. Que las grandes mayorías silenciosas tomen la iniciativa, desde el reconocimiento de sus expresiones y de sus libertades cívicas… Eliminemos el riesgo de la falsificación, y hagamos que la sociedad pueda organizarse lícitamente para la denuncia, para el aplauso, para impulsar alternativas válidas […] y que la decisión corresponda a la voluntad popular. Pero eso no se conseguirá si no se hace posible la existencia legal de grandes bloques de opinión de los que surjan las mayorías reversibles, el respeto a las minorías, y el triunfo de la minoría más pequeña, que es el hombre.

Se le escuchaba en silencio y en muchos escaños con suspicacia, mandíbulas prietas, ceños fruncidos —«el camaradita secretario general del Movimiento nos la está clavando hasta la empuñadura»—. Entonces mencionó a Franco, y los suspicaces rompieron a aplaudir sin atender a lo que estaba diciendo: «Si hasta el 20 de noviembre de 1975 el pueblo español delegó su capacidad de decisión en Franco, ahora ya la Corona se define como el “poder compartido”, sin mixtificación ni intromisiones».

Una mirada en travelling por las bancadas, sabiendo que allí no había izquierdas ni derechas, y pasó a pedir el voto:

De vuestro voto depende que la palabra pueblo no se quede en una fórmula teórica. De vuestro voto depende que ese pueblo se pueda organizar por afinidad de ideas. De vuestro voto depende que demos hoy un paso importante hacia la democracia, bajo el signo de las libertades sociales […]. Este pueblo nuestro no nos pide milagros ni utopías. Nos pide que acomodemos el derecho a la realidad. Nos pide que hagamos posible la paz civil, desde el diálogo, con todo el pluralismo social […]. A todo eso os invito. Vamos a quitarle dramatismo a nuestra política. Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal.

Y, consciente de que por vez primera en esa Cámara iban a sonar palabras del poeta castellano muerto en Colliure de pena, de asma y de pobreza, muerto de soledad, de exilio y de tristeza, Suárez pidió venia:

[…] Está el ayer alerto

al mañana, mañana al infinito,

hombres de España, ni el pasado ha muerto,

no está el mañana —ni el ayer— escrito[144].

«He dicho»[145].

Arrasó Suárez, y no por la ovación y los enardecidos bravos de los procuradores. Arrasó con los votos: a favor de la ley, 338; en contra, 91; abstenciones, catorce.

El procurador y teniente general Díez-Alegría comentaba después: «Aquí hay búnker y cerrojos, ya lo sé. Pero también hay otros talantes. Hace diez años, en estas Cortes no se hubiese podido decir nada de lo que acabamos de oír»[146].

Y Nicolás Franco Pasqual del Pobil: «¡Ya era hora de que en estas Cortes dejásemos de discutir sobre el sexo de los ángeles! Hoy, por fin he oído hablar aquí de lo que oigo hablar en la calle. Sólo con ese discurso de Suárez doy por amortizado mi escaño»[147].

Y un ujier, con voz de confidencia, a la periodista que le pedía su opinión: «Pues, que ya era hora de que el orador no subiera a la tribuna a reñirnos, a gritarnos, a asustarnos… Yo he entendido que, aunque no lo dijera, hablaba de partidos políticos».

Claro que no todos respiraban por las mismas branquias. «El régimen se desmantela, se liquidan las esencias del 18 de julio —afirmaba sin ambages el procurador Díaz Llanos—. Como malos hijos, nos estamos repartiendo la herencia antes de que el Movimiento muera: cuando aún agoniza»[148].

«Los partidos no me asustan, pero parten. No los quiero. Son malos para España». Así se expresaba en los pasillos Alejandro Rodríguez de Valcárcel, ex presidente de las Cortes. Y Girón emitía onomatopeyas de búfalo: «¡Ahora quieren partidos!, ¡buuuuuuffffff! Lo desvirtuarán todo, ¡buuuuuuffffff! Hemos perdido esta batalla, pero aún podremos ganar la guerra, y ¡daremos guerra!»[149]

La tarde anterior, Jesús Fueyo, falangista cerebral reconcentrado, director del Instituto de Estudios Políticos, hombre de pocas pero muy intencionadas palabras, cubileteaba taciturno con su vaso de güisqui en el bar de las Cortes. «El procurador —dijo— está meditando su voto». Al día siguiente, contra todo pronóstico, se levantó y desde su escaño dijo un «sí» que sonaba a peñascos. Alguien le preguntó: «¿Por qué “sí”?» «Porque el “no” no es una política». «¿Y el “sí”? ¿Y su “sí”?» «El “sí” es una aventura. Y el mío quizá sea un suicidio»[150].

Pero su voto positivo no le nubló el razonamiento ético: «Hagamos normal en la ley lo que en la calle es normal; acomodemos el derecho a la realidad…» Peligrosa filosofía. Por ahí se llega al positivismo jurídico: lo normal ha de ser legal, y lo legal, por ser legal, es lícito, es válido, es bueno.

El Rey: «Adolfo, ¡has estado cojonudo, eres un todoterreno!»

El Rey había pasado la mañana del 8 de junio en Páramo de Masa presenciando unos ejercicios tácticos, con tres de los ministros militares. Desde Burgos felicitó a Suárez:

—Adolfo, ¡has estado cojonudo! ¡Por ahí, por ahí tenemos que ir! ¡Eres un todoterreno!

La clase política estaba impresionada y sorprendida con Suárez. Lo último que esperaban era que el secretario general del Movimiento hiciera un discurso a favor de liquidar el partido único y legalizar todos los demás. Un discurso sobrio y directo que convenció. Pero en aquellas Cortes había mucha oratoria. Y de filigrana. Lo importante no era declamar lo que los plumíferos de turno les escribían a sus señorías. Lo importante era ganar la votación de lo que se había defendido. Y Suárez la ganó abrumadoramente. A partir de aquel día, el país empezó a fijarse en él.

Los primeros y más sorprendidos fueron sus colegas de Gobierno, especialmente Areilza y Garrigues, que siempre le miraron por encima del hombro. Para ellos, Suárez era el «guapito del pueblo», el «chusquero de la política», el «si no falangista, sí empleado en esa casa», el «flecha», el «meritorio voluntarioso pero sin pedigrí». Y con peor intención, «el correveidile de Torcuato». Cuando alguna de esas lindezas le llegaban a Suárez, apretaba y alzaba el mentón, y decía al recadero: «Sé que soy de pueblo, de un pueblo donde no había biblioteca, ni orquesta ni banda de música para las fiestas, y empecé a usar el cubierto de pescado cuando estudiaba ya la carrera. He vivido en pensiones baratas, he sido maletero de estación y vendedor a domicilio. He tenido que trabajar para ayudar a mi familia. Sé lo que vale un peine. No tengo abolengo, ni sé idiomas. Soy un hombre hecho a sí mismo. Lo sé. No me descubren nada. Pero también sé que es más fácil viajar por Europa vendiendo humo que desmontar el Movimiento. Y esa china es la que me ha tocado a mí»[151].

Suárez había sacado adelante un importante derecho ciudadano, pero como en realidad se trataba de dar vía libre a los partidos, que estaban prohibidos, era preciso reformar el Código Penal justo en los artículos que tipificaban como delito las asociaciones políticas. Exactamente igual que los derechos de reunión y manifestación defendidos por Fraga. Y fue ahí donde se plantaron las Cortes.

Juan Sánchez-Cortés, consejero nacional, advirtió al ministro Osorio: «Alfonso, no sometáis a votación la reforma del Código Penal porque os la van a tumbar. Estos tíos están decididos a no darle paso. Ven detrás las orejas del Partido Comunista y se han cerrado en banda».

«Esto nos pasa —decía compungido el aristócrata falangista, y en sus tiempos pronazi, José Finat Escrivá de Romaní, conde de Mayalde— porque tanto hemos querido suprimir los partidos políticos que hemos llegado a suprimir el nuestro; y ahora resulta que hay un solo partido en el país: el Partido Comunista»[152].

Era surrealista. El nudo del desacuerdo estaba en cómo definir el comunismo sin nombrarlo, pero de tal modo que quedase prohibido. La fórmula que se les ocurrió era excluir los «partidos totalitarios». Cierta periodista anotó en su crónica de Cortes la pregunta que hizo a dos conocidos procuradores: «En la prohibición de los partidos totalitarios ¿además del comunismo entra también el falangismo… o ahí también discriminarán ustedes?»[153]

El 9 de junio por la tarde, las Cortes bloquearon la reforma del Código Penal propuesta por el Gobierno. Y era el llavín. El ministro de Justicia, Antonio Garrigues, tuvo que retirar su proyecto. Al día siguiente, la comisión mixta Gobierno-Consejo Nacional dejaba en dique seco el paquete que pretendía reformar de una vez tres Leyes Fundamentales. Los hombres del régimen dominaban las instituciones legislativas, y ahí se atrincheró la intransigencia.

Adolfo Suárez se había empeñado en cambiar las leyes franquistas utilizando y no despreciando las antiguas instituciones. No quería herir ni provocar resentimientos entre los apparatchiks del Movimiento. Pensaba que, para incorporar a los «desterrados» de la oposición, no había por qué expulsar a los que mandaban en el cortijo. Creía posible pactar un proyecto común. Sin duda, porque era un pragmático sin equipaje ideológico, un posibilista. Y porque le importaban un bledo las filigranas jurídicas y los purismos legales de Torcuato. Su urgencia era empezar a desmontar el régimen. Sabía que bastaría quitar una pieza, cualquier pieza, para que todo el edificio se derruyese solo. A veces, entre cigarrillo y cigarrillo, y nervios y malas sorpresas, bromeaba con su equipo: «¿Os pensáis que la gente corre ilusionada hacia la democracia? Pues estáis muy equivocados: la gente corre, sí, pero huyendo del franquismo por miedo a que el edificio se les caiga encima»[154].

Conocía la fragilidad del aparato por dentro. Él también era un apparatchik.

El 12 de junio era evidente que la reforma había encallado. Suárez le dijo a Eduardo Navarro: «Voy a despachar con el Rey y a contarle en qué punto estamos, ¿te vienes conmigo?» En el coche, camino de La Zarzuela, Suárez iba muy malhumorado. «Yo a esto no le veo salida», era su ritornelo. Y se echaba las culpas a sí mismo, y «al equipo de cooperadores locos que me he buscado, empezando por ti, Eduardo». Al llegar, entró en palacio. Eduardo Navarro se quedó fuera viendo los árboles, unos rosales trepadores y pequeños grupos de ciervos a lo lejos, bajo las encinas.

Al cabo de una hora, salió Adolfo. Le había cambiado la expresión. Sonreía. Estaba distendido, parecía contento. Nada más arrellanarse en el asiento del coche encendió un pitillo, lanzó una bocanada de humo y dijo:

—Vas a tener razón, Eduardo: el engendro que hubiese salido del Consejo Nacional no se lo podía tragar nadie…

—Entonces, ¿qué?, ¿se van a arreglar las cosas…?

—¡Sí, claro que sí! El proyecto de reforma tiene que ir por otro camino.

En el despacho de Suárez con el Rey hablaron por teléfono con Torcuato. El presidente de las Cortes tranquilizó al Rey:

—Señor, no se preocupe. Desde el primer momento dije que la comisión mixta no era el instrumento válido. Hemos perdido tiempo, pero no hemos perdido el punto de destino. Hay que ir a la reforma por otra instancia, con otro ritmo y, sobre todo, con otro talante: queriendo hacerla, no obstruirla[155].

El diario de Carmen Díez de Rivera en la última quincena de junio de 1976 contiene varias notas de sus conversaciones telefónicas con el Rey. Apuntes escuetos como siempre, pero muy reveladores del estado de ánimo del monarca. Casi un registro de su pulso humano y político en las fechas de la decisión final. Así, el domingo 13 de junio, un día después de haber estado Suárez en La Zarzuela, Carmen escribió, refiriéndose al Rey:

Necesita un secretario de prensa urgentemente. 8.15 noche, The King me habla de la crisis. Suárez candidato. Y me explica el cómo…[156]

Críptico, pero interesante, porque es la primera constancia de que el Rey ya pensaba en Suárez como sucesor, aunque todavía no estuviera seguro.

Carrusel de reformas

El lunes 14, Fernández-Miranda tomó la iniciativa. Se trataba de doblarle el pulso a las Cortes. Convocó a la comisión de justicia para el lunes 21 emplazándola a que, en cuatro días como máximo y siguiendo el trámite de urgencia, emitieran dictamen sobre la reforma del Código Penal.

El fracaso de la reforma exasperó los ánimos en la calle y dentro del Gobierno. Arreciaron las protestas de obreros, de estudiantes, de organizaciones vecinales, de gestoras proamnistía. En el Gobierno, el desnorte se manifestó como una rivalidad entre los ministros, que empezaron a competir entre sí con sus planes alternativos de reforma.

Fraga insistía con su memorial de Constitución, del que no renunciaba a un punto ni a una coma.

Areilza expuso a varios colegas —Martín Villa, Solís, Suárez— su plan consistente en «un pacto nacional entre el Gobierno y la oposición». Un pacto para hacer ¿qué? Un pacto ¿por cuánto tiempo? ¿Con qué oposición sí y con cuál no? ¿Quién arbitraría ese pacto? En cualquier caso, era todo lo contrario de lo que planteaba unos meses antes, cuando proponía disolver las Cortes y gobernar a golpe de decreto, a costa del Rey, que tras ese ejercicio absolutista hubiese quedado invalidado para los restos[157].

También Garrigues, por su lado, sugería romper el bloqueo Cortes-Gobierno con un referéndum patrocinado por el Rey, «que legalmente puede hacerlo, sin la venia de ninguna institución». Era la misma receta que apuntó Gil-Robles, «haga usted la reforma, Majestad». Un arma de doble filo porque convertía al Rey en actor y árbitro. Y el riesgo de quien convoca y apadrina un referéndum es que, si lo pierde, al día siguiente ha de hacer las maletas. Aunque sean las maletas de un rey.

Alfonso Osorio, con Sabino Fernández Campo y Jaime Basanta de la Peña, dos hombres de su staff de Presidencia, ideó un atajo: «legalizar» en España la Declaración de los Derechos Humanos, una convención internacional que por sí misma exigiría abrir las puertas a la democracia con todo su correlato de derechos civiles.

De pronto, cada ministro tenía su fórmula mágica palpitándole bajo la camisa. Pero eran apaños, arreglos, remiendos en paño viejo. Ninguno de esos esbozos se atrevía a plantear la cuestión fundamental, la que en Alicia al otro lado del espejo plantea Humpty Dumpty, el personajillo sabelotodo: quién tiene el poder y quién debe tenerlo.

Y a partir de ahí, la transferencia del poder al pueblo, para que él fuese el constituyente que se diera a sí mismo sus propias leyes. La soberanía popular, hogaza de toda verdadera democracia.

17 de junio —escribe Carmen Díez de Rivera—. The King anda dándole vueltas a «la pelota» con el tema del número uno [Arias]. No sabe qué hacer. Armada le dice que si nombra a alguien capaz, le quitará imagen.

En el entorno próximo al Rey, el general Armada era el mayor rodrigón de Arias. Defendía su permanencia a capa y espada, porque veía en él al albacea de Franco y al guardián fiel de su obra. Pero ni el sibilino Nicolás Maquiavelo hubiese aconsejado a Lorenzo de Médicis que, puesto a nombrar a un jefe del Gobierno, nombrase a alguien incapaz… para que no le hiciera sombra ni le quitase imagen.

Ciertamente, aquel 17 de junio circuló entre los ministros la especie de que Arias se sentía en una posición frágil, veía venir una crisis de Gobierno que el Rey ya estaría cavilando, y pensaba adelantarse, provocando él mismo una crisis parcial del gabinete a base de hacer saltar otra pieza. Llevaba días incomodando y presionando al ministro de Información, Martín-Gamero, para que dimitiera. Si éste le presentaba la dimisión, el Rey no tendría otra salida que aceptársela. Con esa jugada, Arias le imponía al Rey su propia agenda, le decía una vez más «aquí mando yo», y aplazaba la verdadera crisis.

La estratagema se daba como algo cantado. Tanto que Fraga, sin perder un minuto, en cuanto supo que corrían malos vientos para Martín-Gamero, se presentó en La Zarzuela con tres candidaturas para la cartera de Información y Turismo. Tres amigos suyos, por supuesto: Manuel Jiménez Quílez, Jesús Aparicio Bernal y Jaime Delgado Martín. Al ver que el Rey le escuchaba serio y sin mostrar especial agrado por ninguno de los «recomendados», Fraga soltó con sorna otra posibilidad: «… O un tal Suárez, o así».

Días más tarde, el Rey lo comentó con Areilza: «No me gustaron los nombres, pero menos aún me gustó el gesto de Fraga». Aún no había ministro muerto y ya estaban buitreando alrededor.

«Soy el Rey de España para todo el mundo, menos para mi padre»

Don Juan de Borbón ingresó en el Instituto Barraquer de Barcelona el 19 de junio por un desprendimiento de retina del que sería intervenido tres días después. Le acompañaban su mujer, doña María, sus hijas Pilar y Margot, y sus yernos Luis Gómez-Acebo y Carlos Zurita. Juan Carlos al volver de Estados Unidos con el espaldarazo internacional, le había pedido a su madre que convenciera a Don Juan de que era un momento oportunísimo para el traspaso de sus derechos al trono: «Resulta que soy el Rey de España para todo el mundo menos para mi padre».

Durante esos días, Juan Carlos telefoneó varias veces a sus padres. Pero sobre la renuncia, no había respuesta. Por su parte, él hacía gestos que la gente podía traducir fácilmente como una confirmación de su jefatura de la dinastía. Así, el día 21, víspera de la operación quirúrgica de Don Juan, asistió en Segovia a las maniobras militares hispano-francesas, Galia V, y llevó consigo a su hijo Felipe, al que presentó como «mi heredero, el Príncipe de Asturias». Era el bautismo de armas del niño príncipe. Todos los periódicos nacionales y varios franceses reprodujeron la imagen.

En su diario, Carmen dejó constancia de una conversación con el Rey aquel mismo día. A juzgar por sus notas, ella le informó de un «tremendo artículo en Le Nouvel Observateur que trata de la tortura en España». Don Juan Carlos se sacudió las culpas de la acusación. «Carmen, ya sabes cuál es la filosofía práctica de Fraga con los terroristas y con los comunistas: ¡leña al mono!, y que los presos son suyos». Ella se indignó:

Filípica a Juan Carlos. No vale escudarse en Fraga. Le recordé el discurso de Azaña acusando a Alfonso XIII de complicidad con Primo de Rivera y su dictadura militar. ¡Todo menos seguir torturando! Siento obsesión por acercarle al país real.

Y en otro renglón, sobre las presiones para que el Conde de Barcelona renunciara:

Ni Juan Carlos ni su madre han convencido a Don Juan. The King responsabiliza [al] Gordito —Pedro Sainz-Rodríguez, en su argot[158].

El 22 de junio los Reyes se desplazaron a Barcelona en un viaje rápido, para estar en la clínica mientras el doctor Muiños operaba a Don Juan.

Aquel día, y el anterior y el siguiente, la comisión de justicia debatió en trámite de urgencia «la reforma de la reforma» del Código Penal. El Rey y Torcuato ya habían considerado que, si los inmovilistas seguían en la barricada, las reformas se harían por otro camino…

Fueron, en efecto, tres sesiones de debates bizantinos en los que con el antifaz de asociaciones o grupos se evitaba decir «partidos». Del mismo modo, con el texto aséptico de «serán ilegales las asociaciones que, sometidas a disciplina internacional, se propongan implantar un sistema totalitario», se apuntaba sin nombrarlo al PCE de obediencia soviética. Por ahí iba la discusión. Preguntaban los reformistas «¿por qué sólo han de ser ilegales los totalitarismos de disciplina internacional, y no los de patente nacional?». Y con insuperable cinismo respondía un procurador falangista: «¿Es que acaso hay totalitarismos en España?, ¿hay aquí nazismo?, ¿hay aquí fascismo?»

Los hombres del búnker demandaban más precisión, más concreción: «El Gobierno nos trae una redacción ambigua y miedosa. Hay un temor enorme a llamar a las cosas por su nombre: se ha de decir expresamente que serán ilegales todos los marxismos. O nombrar, sin pamplinas, la palabra que todos estamos pensando: el comunismo»[159].

Realmente, no era acertado el texto que proponía el ministro de Justicia, porque las ideologías o las actividades no pueden ser penalizadas por el Código Penal, si antes no han sido excluidas de la legalidad en la Constitución. De modo que, con el buen deseo de habilitar las asociaciones como cauces de participación política de cara al futuro, se estaba empezando la casa por el tejado.

Pero aún habían de ocurrir muchas cosas en tiempo récord, y ese dictamen de la comisión de justicia no sería aprobado hasta el pleno de las Cortes del 14 de julio. Y con otro Gobierno en el banco azul.

Una anécdota expresiva del «pluralismo» con que sus señorías recibían ese tímido entreabrir las puertas al derecho cívico de la asociación política. A la hora de votar en el pleno, algunos procuradores no se limitaron al reglamentado sí, no, o abstención, sino que agregaron su particular remoquete. Así, Luis Peralta España, procurador por Málaga, puesto en pie: «Voto expresamente “no” al comunismo»; el combativo falangista Eduardo Ezquer Gabaldón, gritó: «¡No al vertedero de Europa!» Por contraste, Antonio Segovia Moreno se decantó por un entusiasta «Sí a todos los partidos democráticos». Spain is different!, como anunciaban los carteles turísticos con el toro de Osborne y el sol de Joan Miró.

El Rey dispara antes que los generales

El 22 de junio escribía Carmen con su habitual desparpajo:

The King sigue muy cavernícola. Fraga no ayuda. Si tuviese un presidente a su lado que le explicara y le ayudara democráticamente… Al paso que vamos, esto va a ser «la ruptura de los cavernícolas». Miedo a Marx. Miedo al Ejército. Miedo al búnker. Miedo al PCE. Miedo a la ruptura. Miedo a Arias… Tengo que seguir machacando[160].

Algo estaba sucediendo o a punto de suceder. Con otra sensibilidad, pero no con menos perspicacia, Areilza había detectado un extraño parón en la atmósfera política. El 23 de junio lo plasmó en su cuaderno:

Arias sombrío, hundido, con talante cerrado y malhumorado […]. Lo sorprendente es que también Torcuato parece flaquear y habla de aplazar la reforma a la vuelta del verano. A estas alturas, la decisión en el binomio de las alturas —Rey & Torcuato— es que no sea este Gobierno el que tripule la reforma[161].

No iban desencaminados los rumores de que Arias se sentía en una posición de perdedor, alejado del monarca y detectando que se tramaba su salida del Gobierno.

Aunque Don Juan Carlos ya había madurado la idea de sustituir a Arias —incluso se la avanzó a Kissinger, y el éxito americano le reafirmó en la necesidad de dar ese paso—, seguía rezagado, avizoraba el momento oportuno observando la pieza como el cazador que, ante un animal peligroso, no puede marrar el tiro porque se la juega.

Una circunstancia inesperada le forzó a decidirse.

A finales de junio, cuando ya se había dictaminado la reforma del Código Penal por trámite de urgencia y se iba a debatir en el pleno de las Cortes, le llegó al monarca una noticia confidencial de fuente A1, «bien informada y fidedigna»: el vicepresidente para Asuntos de la Defensa, teniente general De Santiago, tenía redactada una carta al Rey en la que le «exigía» la destitución del presidente Arias «por su debilidad ante la oposición» y «por su actitud acomodaticia en cuestiones como la legalización de los partidos, sin una explícita exclusión del Partido Comunista»[162].

¿Qué fue lo que soliviantó al general De Santiago? Se sumaron tres elementos en unos mismos días.

El primero, la reforma del Código Penal, en la que veía no sólo la venia a los partidos políticos, sino la legalización más o menos próxima del PCE, dado que el Gobierno deliberadamente no lo había querido prohibir, «y lo que no está prohibido está permitido».

Segundo, una conferencia de Salvador de Madariaga, en Barcelona, el 15 de junio, en la que tras declinar pronunciarse sobre quién llevaba razón en el alzamiento militar del 18 de julio de 1936, dijo que «un Ejército que no corresponde a la confianza que en él ha depositado la nación, y que no somete su fuerza al orden moral, deja de ser un Ejército digno de ese nombre», en clara referencia al Ejército sublevado que utilizó «las armas de la nación» para actuar contra «el Estado legal de esa nación». Y que, en todo caso, «una vez ganada la guerra, ya en 1940, al no devolver el Ejército español la soberanía al pueblo, dejaba de quedar legitimado y pasaba a ser un bando armado más». Como ese resumen textual fue publicado en diversos periódicos nacionales, el ABC entre otros, sin que desde el Gobierno se hubiese dado réplica a Madariaga, el alto mando militar se consideraba gravemente ultrajado[163].

Un último elemento que desbordó la paciencia del teniente general fue la información, acreditada por la firma de Marcel Niedergang, que lanzó Le Monde el 23 de junio y la prensa española reprodujo, dando noticia detallada de «contactos entre ministros del Gobierno español y dirigentes del Partido Comunista, al más alto nivel». Información que el general De Santiago estimó cierta, al no ser desmentida por el Gobierno[164].

El Rey se encontró en la tenaza de una elección forzosa. Si esa carta llegaba a sus manos, tenía que cesar en el acto al teniente general, exponiéndose a una reacción de «compañerismo indignado» en los otros ministros militares; solidaridad que podía propagarse al resto del generalato. Para evitarlo, debía tomar él la iniciativa y cesar a Arias antes de que la carta llegara a La Zarzuela. Puesto en tal brete, debió de calibrar que el miedo a Arias era mucho más superable que el miedo a una insubordinación de los mandos más reaccionarios del Ejército.

—Nicolás —dijo el Rey al jefe de su Casa—, quiero reunirme con Torcuato pero esta vez sin que haya registro de entrada, ni controles, ni soplones… ¿Nos invitas a tu finca de Aravaca?

Mondéjar, de quien el Rey decía «éste oye, calla o habla lo justito, y… se hace el Claudio», entendió que aunque Torcuato y Don Juan Carlos habían charlado a solas cientos de veces, desde los tiempos de Franco, por hache o por be aquel encuentro debía ser absolutamente secreto. Y aún más cuando el Rey le advirtió: «Por favor, no te olvides de llevar mi agenda».

Mondéjar no dijo media palabra a nadie del staff de La Zarzuela, ni siquiera a Alfonso Armada, que pasaba esos días en su Pazo de Rivadulla, en Pontevedra.

Una vez en La Escorzonera, el Rey y Fernández-Miranda repasaron el panorama y convinieron que había que dar el paso ya. Estaban de acuerdo en que quien más coincidía con el retrato robot de presidente del Gobierno capaz de afrontar y resolver el cambio era Adolfo Suárez[165].

No querían un presidente protagonista y ensoberbecido, sino disciplinado y dispuesto a ejecutar el proyecto previsto. Antes que la brillantez, preferían la lealtad. Eso eliminaba a Areilza y a Fraga. En Suárez veían a un hombre inteligente, con enorme energía política, con gran capacidad de seducción y por tanto de diálogo. Tres grandes ventajas de Suárez eran también su procedencia del régimen, que le permitía superar las presiones y desconfianzas de la extrema derecha; su juventud, que le facilitaba un diálogo abierto y franco con la izquierda; y su permeabilidad, que le hacía idóneo para aceptar sin reticencias las órdenes de la Corona. Podía ser el presidente «leal, abierto y disponible» que buscaban[166].

Despejada esa incógnita de la ecuación, estudiaron la estrategia para que la caída de Arias fuese por sorpresa, sin estridencias y escrupulosamente legal. Ajustaron las agendas —la del Consejo del Reino, la del Gobierno y la del Rey— de modo que el «día D» coincidiera con una de las sesiones periódicas del Consejo del Reino, y todo funcionase con la precisión de un reloj.

Para entonces, los mecanismos institucionales estaban debidamente preparados, y los consejeros del Reino, dispuestos a aceptar la dimisión de Arias Navarro. Y si Arias se resistiera y el Rey hubiese de forzar su cese, Torcuato tenía una provisión de argumentos suficientemente convincentes para inclinar la voluntad de los consejeros. Era lo que el Rey llamaba «la tela de araña de Torcuato»:

Torcuato tejió pacientemente su tela de araña conversando en privado con los procuradores más reticentes al cambio. Lo mismo hizo con los miembros del Consejo. Tomó la costumbre de reunirse cada quince días con ellos. Al principio, los periodistas y la gente enterada decían «el Consejo del Reino se ha reunido, algo debe de pasar». Pero no pasaba nada… Poco a poco se acostumbraron a las «reuniones de rutina». Es lo que Torcuato quería: que cuando el Consejo del Reino se reuniera porque realmente «pasaba algo», a nadie le llamase la atención.

Un día me dijo Torcuato: «Majestad, en cuanto me digáis quién es el hombre que ha de sustituir a Arias Navarro, yo me comprometo a hacer que le voten». Había trabajado en silencio, argumentando a unos, convenciendo a otros… Le escuchaban y le respetaban, porque tenía una gran autoridad moral[167].

Así, con tenacidad y paciencia, Torcuato había lubricado los engranajes de las instituciones —hombres, en definitiva— para una revolución política que debía producirse sin llamaradas, sin humaredas, sin ruido: una revolución de terciopelo.

Carmen tiene la primicia: «El señorito será director de orquesta»

El 24 de junio, San Juan Bautista, la fiesta de la onomástica del Rey, se celebró por vez primera con una gran recepción de mil quinientos invitados en los jardines del Campo del Moro, los propios del Palacio Real. Ujieres, mayordomos, camareros de levita y calzón corto. Grandes bandejas, exquisito bufé a ambos lados de la alameda. Al fondo, los Reyes recibiendo el besamanos. Sonaba la música. Todo elegante y bien tenido. Rumores de crisis a media voz. «Arias, kaput». «Ya, pero ¿cuándo?» «Lo que aún no se sabe es quién…»

En los corrillos, bisbiseos maliciosos de política:

—No sé adónde vamos a parar…

—Como dijo el otro día Madrid del Cacho en las Cortes, «el banco del Gobierno ya no es el banco azul; es el banco ciclamen, una mezcla de azul y rojo».

—Mirad lo que os digo: a la próxima fiesta vendrán Isidoro y Carrillo… En bicicleta, pero vendrán.

—No, a la próxima fiesta Felipe y Carrillo vendrán en coche, y nosotros los recibiremos encantados. Y a la otra, vendrán también… Y nosotros ya no vendremos.

De pronto, relámpagos y truenos. La tormenta descargó con tromba de agua. El catering, mojado. Las señoras, dando grititos y refugiándose bajo los árboles, los vestidos de gasa pegados al cuerpo y el rímel resbalándoles por las mejillas. Los caballeros, con sus uniformes de gala y sus fracs empapados. Se suspendió el concierto. Todo el mundo corría ridículamente. Quien pudo buscó cobijo en los salones del Palacio Real.

«Ésta es la venganza del Generalísimo», decía alguien con sorna.

De alguna manera, aquello era una escenificación, entre cómica y patética, del ocaso del régimen: consejeros nacionales, procuradores, gerifaltes de Falange, generales, embajadores, personajes y comparsas se retiraban por el foro, ajados y deslucidos. Se acabó la función. Mientras, el imponente decorado iba desmoronándose bajo el aguacero. Durante años creyeron que era un búnker de cemento, pero era sólo una ostentosa fachada de cartón.

Ese mismo día 24, Carmen Díez de Rivera tuvo la primicia y la plasmó en su diario:

San Juan. Creo que ya está hecho que «el señorito» sea director de orquesta.

25 de junio: llama Suárez, nervioso, con su dirección de orquesta.

Ritmo fuerte. Todo se acelera.

26 de junio por la tarde. Antepalco del estadio Vicente Calderón. Las autoridades tomaban un refrigerio, en el descanso del partido final de la Copa —llamada aún del Generalísimo—. El primer tiempo había terminado con un gol del Atlético de Madrid, marcado por Gárate de cabeza contra Junquera, el meta del Zaragoza. Presidía el Rey. Con él, la infanta Elena y el príncipe Felipe, hincha del Atleti. Estaban también en el palco el presidente Arias, el ministro Adolfo Suárez, los presidentes de los clubes de fútbol contendientes, José Ángel Zalba del Real Zaragoza y Vicente Calderón del Atlético de Madrid, y los presidentes del Real Madrid, Santiago Bernabéu, y del Fútbol Club Barcelona, Agustín Montal. El Rey bromeó con Zalba, que tenía treinta y cuatro años y era el presidente más joven de España: «Pero, hombre, ¿cómo te dejas ganar por estos veteranos?» Escampó la mirada alrededor: Bernabéu, ochenta y un años; Calderón, sesenta y tres; Arias Navarro, sesenta y ocho…

Llevaban racha de calor, y apetecía el Pommery Brut bien frío que le habían servido. Bebió otro sorbo y fue hacia donde estaba Suárez. Le cogió del brazo y ladeando la cabeza le dijo al oído una escuchita maliciosa:

—Adolfo, hacen falta presidentes jóvenes… ¡en todo!

—Lo malo es que… —Suárez rápido y en el mismo tono— los mayores no se dejan[168].

Una confidencia del Rey al jefe del Gobierno de la República

Sánchez-Albornoz fue uno de los desterrados que no volvieron para quedarse sino para ver su patria por última vez. Permaneció en España algo más de dos meses. El 30 de junio, víspera de su regreso a Buenos Aires, fue recibido en La Zarzuela. Él no era sólo un intelectual opuesto a la dictadura y represaliado por Franco. Sánchez-Albornoz era sobre todo un político: había sido jefe del Gobierno de la República española en el exilio. Eso daba mayor significado a su visita al Rey. Por romper el hielo cortés del encuentro, le dijo a Don Juan Carlos:

—Usted y yo tenemos algunas diferencias acerca de la forma de organizar el Estado, pero tenemos en común ¡tantas cosas y tan importantes…! Si Azcárate visitó a don Alfonso XIII en el Palacio Real, sin por ello dejar de ser republicano, bien podía yo venir a conversar con su nieto, también sin dejar de serlo[169]. Pienso, y así lo he dicho estos días en mis conferencias por España, que todos hemos de alentar al nuevo Rey si queremos avanzar por el camino de la democracia. Sé que no es fácil, ¡nada fácil!, pasar limpiamente de una dictadura férrea a un sistema democrático. —Y cruzó los dedos de ambas manos con expresividad.

En otro momento, disculpándose por su ignorancia de tratamientos y protocolos monárquicos, bromeó:

—Yo, como historiador, estoy muy acostumbrado a tratar reyes muertos; pero, la verdad, nunca hasta hoy había tratado a un rey vivo. —Y los dos a la vez soltaron una carcajada.

Durante la estancia de Sánchez-Albornoz en España, y entre los múltiples eventos de agasajo en su honor, se había producido un nubarrón desagradable: a mediados de mayo Fraga ordenó suspender una cena de homenaje organizada por antiguos miembros de Acción Republicana. Tras varias gestiones de mediación, Fraga consintió que se celebrara la cena pero sin discursos. A lo que don Claudio respondió negándose a asistir a «un banquete de mudos»[170].

El Rey tuvo noticia del inoportuno suceso y se disgustó. Aprovechando que la Reina atendía muy interesada a lo que le contaba el ministro de Cultura, Robles Piquer, hizo un aparte con Sánchez-Albornoz. De modo sucinto, le puso al corriente de cómo se resistían los oligarcas franquistas —políticos, militares, banqueros y altos cargos de empresas públicas— a perder su situación de dominio o a que hubiese un vuelco revolucionario, una «vuelta de la tortilla». Y que era ésa y sólo ésa la causa de que la reforma estuviera tardando en arrancar con el brío que la mayoría de los españoles demandaba.

Para aliviar el mal sabor de la prohibición de Fraga y dar a don Claudio una señal anticipada de que las cosas iban a tomar otro rumbo y otro impulso, el Rey le hizo una revelación de carácter reservado:

—Quede esto entre usted y yo, como una confidencia que nadie, ni siquiera el interesado, sabe todavía: hoy es el último día de Arias al frente del Gobierno.

Y así, con estricta reserva, se refirió Sánchez-Albornoz a su conversación con el monarca, cuando los periodistas le preguntaron:

—El Rey me ha tratado con gran amabilidad y afecto. Hemos hablado de lo divino y de lo humano, pero el contenido de mi entrevista con él es secreto. No me pregunten porque no diré nada sobre ello. Sólo que no debemos apremiarle con prisas: el Rey es consciente de que hay que desarrollar una labor paulatina, difícil, minuciosamente meditada. Y me voy contento porque lo he visto bien determinado a actuar con decisión y sin titubeos[171].

El Rey por teléfono a Carmen: «El día D es mañana»

En los últimos días de junio llegó al Consejo Nacional del Movimiento el informe con los puntos que el Gobierno pretendía modificar en dos Leyes Fundamentales. Los consejeros, convocados para uno de los interminables y estériles debates, plantearon inmediatamente una actitud frontal de barricada corporativa. Percibían que se acercaba el fin, su propio fin.

—¿Qué va a pasar con el Consejo Nacional? ¿Y con el Movimiento? Estamos dando la impresión de que aceptamos por las buenas su desaparición —preguntaba aguerrida la falangista Mónica Plaza—. Yo no puedo aceptar la reforma que se nos propone sin que me den explicaciones más amplias.

A esa voz se unieron otras:

—Que nos den seguridades de que la estructura, los fines y las funciones del Movimiento continuarán… ¡o esto es una almoneda!

También en clave de exigencia, Diego Salas Pombo y Alejandro Rodríguez de Valcárcel se opusieron a aquellas reformas aisladas con un argumento que decían de «justicia histórica, equidad y gratitud social»; aunque en puridad era de mantenimiento de las clientelas:

—Se ha de garantizar la continuidad en sus tareas y empleos a cientos de miles de hombres y mujeres del Movimiento.

—Sí, porque esos militantes han servido con lealtad y generosidad a la mayor grandeza de España.

Y, tras el primum vivere, vino el deinde filosofare. Gonzalo Fernández de la Mora, ex ministro franquista, diplomático y autor de El crepúsculo de las ideologías[172], pidió la palabra para «razonar» la médula del inmovilismo:

—Los Principios Fundamentales del Movimiento —dijo— no son una ideología que pueda conocer un ocaso; son una doctrina, son la base dogmática inspiradora de nuestro ordenamiento político nacional, y eso es inmutable.

Esto ocurría el 30 de junio de 1976. A los consejeros nacionales de la «resistencia dogmática» se les había parado el reloj en la madrugada del 20-N de 1975, y no querían enterarse de que la función, su función, había terminado.

Muy pocas horas después, el Rey en persona dejaría caer el telón.

El diario de Carmen Díez de Rivera registraba, cosa extraña, dos anotaciones en una misma fecha:

30 de junio. De nuevo, duda. Le angustia lo de Snoopy [Arias, en nuestro argot]. No sabe bien cómo decírselo. Lleva tres días angustiado. Hablamos de las posibles reacciones: volver o llamar despechado; vender el favor al que crea su sucesor; o tomarlo bien. Entonces —me dice— le convidaría a comer. Recibe a Fernando Claudín.

30 de junio. A la una menos veinte de la madrugada, llama The King para decirme que el «día D» será mañana a la una y cuarto.

Arias: «Juan Carlos me ha borboneado, me ha echado»

A las dos y media del «día D», 1 de julio, mientras el Rey pilotaba su helicóptero del palacio de Oriente a La Zarzuela, Carlos Arias llegaba al restaurante Jockey. Subió al entresuelo. En un reservado le esperaban dos políticos muy amigos: José García Hernández, ex ministro y consejero del Reino, y Carlos Pinilla Turiño, delegado del Gobierno en Campsa, excombatiente y falangista hasta los tuétanos.

—Ayer, en el homenaje que me ofreció el personal de Presidencia —dijo Arias, haciendo tiempo a que el camarero sirviera los hors d’oeuvre—, me dio un no sé qué interior como de mal agüero. Era una premonición, era un aviso… Os lo voy a decir: estáis compartiendo mesa con el ex presidente del Gobierno. Todavía no lo saben los ministros, ni mi equipo, ni mi mujer. Sois los primeros.

—¿Qué ha pasado, Carlos?

—El señorito Juan Carlos me ha echado. Me ha borboneado como hizo su abuelo Alfonso XIII con Antonio Maura. La misma escena y en el mismo despachito: «Gracias por tu patriotismo, gracias por entender que es necesario», y un abrazo palmeándome la espalda… Alfonso XIII le preguntó a Maura: «¿Qué te parece Moret como sucesor?» A éste sólo le ha faltado preguntarme si prefiero a Areilza, a Fraga o a Silva.

El desahogo de Arias fue bastante ácido, y la comida ajetreada con llamadas telefónicas urgentes[173].

Cuando el Rey y Torcuato se reunieron en La Escorzonera, fijaron la fecha de la dimisión de modo que ese «día D» no hubiera Consejo de Ministros y sí en cambio sesión del Consejo del Reino, convocada previamente para las cuatro de la tarde. El ajuste minuto a minuto era importante.

A las cuatro, Torcuato Fernández-Miranda recibía a los consejeros en la sala Mariana Pineda del palacio de las Cortes. Iba a ser una reunión de rutina, pero Torcuato abrió el fuego dándoles la noticia:

—Señores, Su Majestad me ha informado, en torno a las dos de la tarde, de la renuncia del presidente Arias Navarro, por motivos personales. Aguarda nuestro dictamen para aceptarla.

A partir de ahí, el Consejo debía pronunciarse sobre esa dimisión.

La estrategia de Torcuato era que evacuasen su conformidad sin dar tiempo a maniobras de influencia para demorar o desestimar el cese. Una cautela necesaria, pues ya Pinilla y García Hernández, desde el comedor reservado de Jockey y utilizando también el radioteléfono del coche oficial de Arias, habían iniciado una ronda urgente de llamadas a varios consejeros del Reino para mediatizar su voto: José Antonio Girón, Dionisio Martín Sanz, Rafael Cabello de Alba y el propio García Hernández, acérrimos partidarios de que «después de Franco, las instituciones de Franco», acudieron a la reunión decididos a paralizar la dimisión aconsejando al Rey que ponderase con calma las razones y sinrazones de esa renuncia[174].

A Fernández-Miranda le bastó un par de capotazos para poner el toro en suerte. Recordó a los consejeros que se trataba de un formulismo inventado por el Caudillo y nunca utilizado, un precepto de cortesía, pero no una invitación a llevarle la mano al Rey. Lo cierto es que a las siete de la tarde salía hacia La Zarzuela para entregar al monarca el «dictamen positivo» del Consejo del Reino. Todo puntillosamente legal.

Encontró al Rey relajado y jovial, como si se hubiese quitado un pesado fardo de encima. Hacía mucho tiempo que no le veía así.

—¿Sabes qué hacía yo mientras tú y los consejeros escribíais una página miniada de la historia? Me he hecho veintitantos largos en la piscina. Me he fumado un puro, como un señor. Me he pegado una siesta de esas que estás medio pensando, medio grogui, pero vuelves a coger el hilo y vuelves a pensar… Como diría mi padre, «he hecho arqueo». Y me he quedado a cero, Torcuato. Página en blanco. Y ahora… begin the beguine… Volver a empezar.

Arias, al Valle de los Caídos, para «hablar con el Caudillo»

Fue una tarde intensa. Por orden de Arias, Luis Jáudenes, del Ministerio de Presidencia, fue convocando a los miembros del Gobierno para un Consejo de Ministros extraordinario a las ocho, en Castellana 3. Sólo faltaría Osorio, de viaje en Málaga.

Areilza, que desde por la mañana en el Palacio Real andaba rumiando el acertijo del Rey —«una decisión difícil», «la pondré en ejecución de golpe, sorprendiendo a todos», «antes de lo que se piensa»—, descolgó el teléfono y empezó a llamar a sus colegas fingiendo bromas.

Al teniente general De Santiago le preguntó si iba a declarar el estado de guerra. A Villar Mir, si pensaba devaluar la peseta por sorpresa. A Fraga, si había decidido imponer el estado de excepción… Lo cual le convenció de que no había otra explicación para esa inesperada convocatoria que la dimisión de Arias. O el cese disfrazado de dimisión[175].

A las seis y veintiún minutos, Europa Press lanzaba el scoop con campanillas de teletipo: «Arias ha dimitido».

A esa misma hora, Arias recorría la imponente galería subterránea del Valle de los Caídos caminando hacia la tumba de Franco. Llegado allí, se arrodilló en un reclinatorio lateral y, con el rostro oculto entre las manos, estuvo largo rato «hablando con el Caudillo». Solía hacerlo cuando un problema le sobrepasaba. «La verdad es que no voy a rezar —comentó en cierta ocasión—, y Dios me lo tiene que perdonar. Voy porque necesito hablar con el Caudillo»[176].

El bochorno sofocante de todo el día descargó por fin en una tormenta de relámpagos y lluvia torrencial cuando los coches de los ministros llegaban al palacete de Castellana 3. A las ocho menos diez ya aguardaban todos en el salón de Consejos, presidido todavía por un gran retrato de Franco.

El presidente entró muy serio, con expresión adusta, forzando sonrisas y apretones de manos. Se sentaron. No se movía ni el aire. Ambiente tenso, miradas expectantes. Arias carraspeó y rompió el silencio:

—Señores ministros, las filtraciones son inevitables y quizá ya sepan ustedes por qué les he hecho venir no siendo día de Consejo… Oficialmente se me acaba de comunicar que, oído el dictamen del Consejo del Reino, Su Majestad ha aceptado mi dimisión, que le presenté este mediodía.

Hizo una pausa. Con buen tono y lenguaje medido, aunque trasluciendo cierto deje de amargura y alguna expresión de contrariedad, les explicó el gran suceso político, cuyas claves de comprensión, según dijo, a él mismo se le escapaban.

Ambiguamente dio a entender que no había dimitido por propia decisión sino por «impulso soberano». En su breve alocución manifestó que el primer sorprendido era él.

—Ayer, casi a la hora de cenar, me llamó al teléfono del coche un ayudante del Rey: quería que fuese a despachar con él hoy, a la una y cuarto, al Palacio Real. Pensé que sería algo muy urgente para citarme así, con esas prisas y a deshora, no teniendo yo solicitada audiencia. Fui. Encontré al Rey un poco agobiado, con aire embarazoso, titubeando al intentar decirme para qué me llamaba… Enseguida vi que no era ningún asunto de Gobierno. Empezó agradeciéndome vagamente los servicios prestados y luego pasó a enumerar motivos de índole menor, discrepancias inconcretas… Decliné escuchar esa sarta de menudencias y causas pequeñas, y le dije: «Supongo, Majestad, que habrá otras razones, importantes y suficientes… Entiendo lo que quiere de mí y, antes que me lo pida, le ofrezco mi dimisión». Me la aceptó al instante.

Igual que en el almuerzo del Jockey, Arias volvió a evocar la escena de octubre de 1909 cuando Antonio Maura fue a pedir a Alfonso XIII que le renovara la confianza, y el monarca prefirió interpretar sus palabras como una dimisión, le agradeció el gesto y designó inmediatamente a Segismundo Moret para presidir el Consejo de Ministros.

—Por lo demás —continuó Arias—, el tono de la conversación fue de una corrección exquisita, por parte de ambos. El Rey me dijo que siguiera yendo a verle a La Zarzuela, ya que estimaba en mucho mis opiniones, lo cual en tales circunstancias me dejó algo perplejo.

Y terminó con unas palabras rápidas de agradecimiento y despedida. Se le notaba incómodo, cortante, con ganas de terminar. Luego se levantó y rodeando la mesa fue abrazando a cada uno de los ministros. Al llegar a Areilza, le tendió la mano fríamente dejándole con el abrazo en el aire[177].

«No perdamos de vista a Adolfo»

Adolfo Suárez le acompañó a su despacho:

—Presidente, no nos has dicho que el Rey va a darte el título de marqués…

Arias se encogió de hombros con un gesto equívoco, mitad modestia mitad displicencia.

—¿Y qué razones te ha dado para aceptar tu dimisión?

—¿Razones? Razones no me ha dado ninguna porque ni las tiene ni es capaz de inventárselas… Me ha dicho cuatro idioteces, nada… ¡Es un imbécil![178]

Los ministros se demoraron todavía un rato, charlando en pequeños grupos, desperdigados por el salón.

Suárez, lívido, se acercó a Martín Villa:

—¡Está con un cabreo sordo! Me ha hablado del Rey con una dureza y un desprecio… No era el momento de pararle los pies, pero le ha insultado…

—En la breve exposición que nos ha hecho —respondió Martín Villa—, aunque yo no soy muy de agudezas y florituras, en mi opinión le han faltado algunas palabras de elogio al Rey. Hombre, al fin y al cabo, este Gobierno que cesa, ¡que nos cesan!, es el primer Gobierno de la Monarquía.

—Espero que los cafres de Fuerza Nueva no monten ninguna reacción[179].

A Fraga y a Areilza se les veía rozagantes. Sonreían satisfechos. Quizá uno y otro suponían que había llegado la hora de su fortuna.

Apoyado en una consola, Areilza hablaba con Garrigues, su colega y consuegro:

—Esto estaba cantado. El Rey se ha cansado de aguantar. En mayo, cuando Arias vetó una entrevista mía en televisión, torpedeaba mis gestiones con la Santa Sede y se negó a recibirme antes de mi viaje a Rabat, yo me harté y le dije al Rey: «Señor, me voy, dimito». El Rey me retuvo: «José María, te lo prohíbo. Espera y aguanta. Yo también aguanto». Mi suerte es que me he pasado estos siete meses prácticamente fuera, viajando como un marchand del producto Spanish democracy, y no he tenido que aguantar su rostro sombrío, sus actitudes torvas, su aire enigmático… Como dice Pío, «la esfinge sin secreto».

—Le han tocado épocas difíciles, inéditas, de cambios bruscos: la muerte de Carrero, el fin de la dictadura, el arranque de la Monarquía; pero la verdad es que como gobernante no ha estado a la altura, ha sido muy mediocre. —Garrigues, hombre justo, intentaba esquivar el juicio ad hóminem—. Repito, como gobernante. No ha liderado el equipo, no ha impulsado, no ha marcado una ruta.

—¡¿Acaso tenía ruta?! Su discurso del 28 de abril era un regreso al espíritu del 12 de febrero de dos años atrás. Y a la hora de tomar decisiones, se arrugaba. Su autoridad ha sido nula. Cero. Un vozarrón de Manolo Fraga, y se lo comía crudo.

—Es fuerte lo que te voy a decir, José María, pero creo que el gran fiasco de Arias es que se va del Gobierno sin conocer los problemas políticos, económicos y sociales de este país. Y no acaba de enterarse. Ha estado en gobiernos de Franco, de Carrero y del Rey…

—Sí, pero ¿cuál es su experiencia?, ¿a qué se ha dedicado toda su vida? ¡A lo policíaco, a lo represivo! Su obsesión por los servicios secretos. Coleccionar dossieres, chismes, grabaciones, cositingas comprometedoras de unos y de otros[180]. Pero eso ni es envergadura política ni es mente de estadista.

En otro ángulo del salón, Fraga hacía un análisis psicológico de la dimisión:

—Yo pienso que es enteramente un problema personal que venía acumulándose desde hace meses. Un problema de cansancio y de inconformidad con unos y con otros… El hombre tenía la sensación de que no se le atendía bastante… Con el Rey tampoco tenía buen feeling, y lo cierto es que llevamos demasiado tiempo en un impasse insoportable. Este desbloqueo será para bien. La reforma saldrá adelante y todo irá más deprisa. Por primera vez, ahora sí pasa algo y algo importante. Y no digo más. Mis queridos amigos, buenas noches, que duerman bien, yo lo haré a pierna suelta[181].

Carlos Pérez de Bricio, Rodolfo Martín Villa y algún otro cruzaron el paseo de la Castellana por los pasos de cebra hasta llegar al Ministerio de Comercio, en la acera de enfrente. Leopoldo Calvo-Sotelo los invitaba allí a unas cervezas. Hicieron quinielas sobre presidenciables: Fraga, Areilza, Silva, López de Letona, López Bravo… Los clásicos.

—Ummm… No perdamos de vista a Adolfo —dijo Leopoldo.

—¿Adolfo… Martín-Gamero?

—No. Adolfo Suárez[182].