CAPÍTULO 1
Una corona de plomo

«¡He echado a Arias!»

Primero de julio de 1976. Palacio Real de Madrid. Había amanecido con el cielo encapotado y plomizo. A las once menos cuarto ya estaba el Rey en la cámara regia, flanqueado por el jefe de su Casa, Nicolás Cotoner, marqués de Mondéjar, los generales Emilio Sánchez Galiano y Alfonso Armada, el ministro de Exteriores, José María de Areilza, algunos diplomáticos del ministerio y el veterano introductor de embajadores Antonio Villacieros. Todos embutidos en sus impresionantes uniformes, macramé de alamares y entorchados. Aunque no todos: Areilza vestía chaqué. Era la ceremonia de entrega de credenciales, que solía celebrarse en jueves. Se sucedieron los legados de Argentina, Iraq y Camerún.

El Rey mantuvo con cada uno de ellos una conversación a solas en la saleta del Nuncio. Protocolo y cortesía. Entre embajador y embajador, le preguntó al ministro Areilza algunos asuntos que le interesaban.

—¿Qué hay de mi viaje oficial a París? ¿Qué diablos le pasa ahora a Giscard…?

—Denieu, el embajador, me ha dicho que son celos, qu’il est jaloux comme un tigre, un ataque de cuernos. A Giscard le sentó como un tiro que fuésemos a Estados Unidos antes que a Francia. Y después, no ha digerido el éxito de vuestro discurso ante los congresistas y los senadores.

—Pero el presidente Giscard, ¿qué dice?

—Dice que en las horas difíciles de vuestra exaltación al trono, él se presentó aquí y animó a venir a varios mandatarios europeos; en cambio, los americanos enviaron a Rockefeller, el segundo de Ford…

Hablaban junto a uno de los ventanales de la cámara regia.

El Rey miró el reloj en su muñeca.

—¿Qué embajador falta?

—El de Sudán.

—Pues ahí está.

En ese momento llegaban a la plaza de la Armería los carruajes donde venían el embajador y el séquito de su misión. Vieron evolucionar la carroza París, de dos caballos, con un cochero y dos lacayos; y la berlina Gala, tirada por seis caballos, con su guarnición de palafreneros, lacayos, cochero y postillón. Una compañía de la Guardia Real, gastadores y banda de música, tocó algo parecido al himno nacional sudanés.

—¿Sabes, José María…? —El tono del Rey había cambiado, ahora era grave—. Esto no puede seguir así… Entre unos y otros, la reforma está empantanada, hay desfonde general, Europa nos mira, América nos mira, y es mucho lo que nos jugamos. A veces, el oficio de rey es incómodo. Yo tenía que…

Juan Carlos se detuvo, como si dudase entre seguir y no seguir. Areilza se giró hacia él, sin decir nada.

—Yo tenía que tomar una decisión nada fácil. Llevo tiempo dándole vueltas. Y la he tomado. La llevaré a cabo antes de lo que se piensa, de golpe y sorprendiendo a todos. No hay más remedio… Ya estás advertido.

—Pero, señor, no acierto a…

—Ya está aquí el de Sudán. Ahora te callas y esperas.

La audiencia con el legado sudanés fue breve. En su país se estaban librando combates entre las tropas nacionales y los mercenarios, y barbotaba un golpe de Estado contra el presidente Jaafar Nimeiri. La diplomacia aconsejaba no entrar en la cuestión.

Al terminar, Areilza se quedó rezagado, como a la espera, pero el Rey le dijo que podía irse:

—A la una y cuarto he citado a Carlos Arias para despachar con él aquí. Como mañana hay Consejo de Ministros…

Poco después, Arias y Areilza se cruzaron en la puerta del Príncipe.

Desde la sala del Nuncio, en pie y con uniforme de gala azul marino, el Rey vio venir a Arias por entre los alabarderos de la cámara regia.

Pasaron al despacho que usaba Alfonso XIII. Un cuarto pequeño, rancio y modesto. Se sentaron mesa de por medio.

—Bueno, Carlos, te extrañará que te haga venir aquí cuando siempre despachamos en Zarzuela. —El Rey parecía agobiado, titubeaba al elegir las palabras—. Ante todo, como español y como Rey, quiero darte las gracias por los servicios que has prestado, y no es una frase hecha. Es verdad. Has aguantado firme en dos trances muy fuertes, el asesinato de Carrero y la muerte de Franco. No han sido tiempos de rositas…

Arias detectó enseguida que aquellos elogios sonaban a despedida. El monarca tenía algo que decir y le resultaba embarazoso. Pero no iba a ser él quien se lo facilitase.

—Hemos discrepado en muchas cosas, unas de forma, otras de fondo… No ha habido entre nosotros el suficiente entendimiento… Pero bueno, Carlos, yo eso lo pasaría a segundo término. Lo importante es que llevamos siete meses de «nueva era», siete meses de reinado, y la reforma que me propusiste no ha ilusionado, no ha tenido buena acogida social, y políticamente ha embarrancado ya en la primera fase… Esto no marcha. Y la gente cruje si se le ofrecen cosas que luego no se hacen. No hay sector donde no hayamos tenido paros, huelgas, protestas, encierros… El problema económico alcanza ya cotas más que alarmantes… Hombre, yo no pienso que tú seas el responsable de todo…

—Por supuesto —atajó Arias—, como presidente del Gobierno soy responsable de todo. Pero los ministros están también para algo. Garrigues ha reculado a la hora de defender su reforma del Código Penal… ¿El paro? Hay un ministro de Trabajo y otro de Obras Públicas y otro de Industria… En cuanto a Villar Mir, es una lumbrera económica, un hombre muy capaz, y dice que tiene un plan, pero no lo aplica, va a su aire, y mucho me temo que en ese aire anda perdido.

—En el jalón importantísimo de integrar a los grupos políticos de la oposición no se ha avanzado nada. Al revés, se ha conseguido lo que parecía imposible: que los que eran enemigos irreconciliables se unan, y que se unan contra el Gobierno, contra las Cortes, contra el sistema… La Platajunta no es ni más ni menos que lo que yo quería evitar, «vosotros contra nosotros». Liberales, democristianos, socialistas, comunistas, catalanistas, vascos… ¡Mira que es difícil juntar a esa gente! ¡Pues se han juntado! Hartos de esperar, hartos de creer sin ver. Ellos estaban dispuestos a poner siquiera un gramo de confianza en mí, como algo nuevo; pero enchufan la tele y ¿de quién oyen hablar? De Franco… Esto tenía que ser un proyecto común para todos los españoles; pero más de la mitad se sienten marginados, desatendidos…, perseguidos.

—¿Perseguidos? En este país no se persigue a nadie que cumpla la ley.

Sin perder el tono cortés, Arias había empezado a ponerse respondón. El Rey no quería discutir con él, ni alzar la voz, ni arrancarle una renuncia forzosa. Le entró por otro flanco:

—Hay desunión en el Gobierno. Críticas, envidias, desconfianzas de unos hacia otros… También hacia ti. Y eso traba la marcha, enreda, no deja que el mecanismo funcione.

Arias le miraba con los ojos muy redondos, fijos, sin pestañear, como si estuviese oyendo algo absurdo, increíble. El Rey cargó el acento:

—Carlos, yo todo esto lo sé porque me llega, y no tengo los servicios de información que tienes tú; así que, antes que a mí, todas estas historias te habrán llegado a ti. No es cosa de un día ni de dos, es un runrún continuo, molesto. Tú mismo hace tiempo que estás de mal humor, huraño, disgustado.

—Yo nunca he dicho que esté disgustado.

—Posiblemente estás cansado. Y es comprensible…

—Yo no estoy cansado. Ahora, si Su Majestad, o si otros están cansados de mí…

—En fin, Carlos, esto no es un arrebato. Lo he pensado mucho, mucho, mucho… Sé que eres un patriota y con una experiencia enorme de gobierno que no puedo permitirme el lujo de desaprovechar. Sinceramente, me gustaría poder contar con tu consejo, consultarte, que subas a Zarzuela cada vez que quieras decirme algo, sin esperar a que yo te llame…

La dimisión estaba servida.

Un abrazo fuerte y «vete pensando el nombre, porque quiero darte un marquesado».

En menos de veinticinco minutos se sustanció la renuncia. Podía habérsela exigido, sin ambages. Ley en mano, tenía esa potestad; pero ni quería ejercer de caudillo ni el panorama político estaba para andarse con bravatas. Eran tiempos de tacto y de tino.

Villacieros acompañó a Arias Navarro por el amplio corredor. El Rey hizo un gesto con la mano a Mondéjar y a Armada para que le dejaran solo y volvió al despacho de Alfonso XIII. Bebió un par de sorbos del zumo de naranja ya dispuesto. Sin sentarse, descolgó el teléfono y marcó.

—¿Torcuato? ¡Ya…! Bien, mejor de lo que yo esperaba… Sí, ha intentado resistirse, pero muy apagado… No, poco rato, unos veinte minutos… Me ha parecido que él ya se lo olía, ¡pero ha sido un palo, eh…! Bueno, yo me vuelvo ahora a Zarzuela y allí espero tu llamada esta tarde.

De un trago apuró el resto del zumo y volvió a marcar otro número. Esta vez, el de su amigo de siempre, Jaime Carvajal y Urquijo:

—Jaime, ¡por fin…! ¡Lo he conseguido!

—Por fin, ¿qué…? ¿Qué ha conseguido, Majestad?

—¡Acabo de echar a Arias!… Todo planificado al milímetro: como yo tenía que recibir a los embajadores que presentaban credenciales, le cité anoche aquí, en Palacio, hacia el final de la mañana.

—¿Ha sido muy forzado?

—Hombre, no era un trago fácil. Le he hecho ver que así no podíamos seguir. Sin cargar las tintas, pero ¡zas, zas, zas!, con claridad… Me ha presentado su dimisión; bueno, a su manera, y, sin más, le he dicho que muchas gracias por los servicios prestados y que voy a hacerle marqués.

—¡Esto es fantástico! Punto final y, a partir de ahora, ya se puede empezar un proceso democrático de verdad.

«Pensé que no tendrías pelotas»

Sí, era el punto final de una época, y tenía que ser el principio de otra.

En secreto y sin dejar nada al azar, Juan Carlos había amarrado todos los nudos con Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, de modo que la dimisión de Carlos Arias Navarro como presidente del Gobierno fuese por sorpresa y el mismo día que iba a reunirse el Consejo del Reino. Eso era importante: el mismo día y con un margen de tiempo mínimo para que nadie iniciara maniobras de obstrucción.

La ley establecía que, en el caso de destitución o renuncia del presidente del Gobierno, el Consejo del Reino emitiese un dictamen preceptivo, aunque no vinculante. Era una formalidad heredada como reliquia del viejo régimen, pero el Rey quería ser exquisitamente «legal». Por eso, desde tres días antes, Torcuato había convocado a los consejeros del Reino en «sesión rutinaria», a las cuatro de la tarde. Calcularon que en torno a las dos habría concluido la ceremonia de credenciales de los embajadores en el Palacio Real, que solía ser un jueves.

Tripulando él mismo el helicóptero, Juan Carlos llegó a La Zarzuela a punto para comer. Dijo que tomaría el café en su despacho y pidió que le pusieran con el Instituto Barraquer, en Barcelona. Don Juan de Borbón llevaba once días allí, convaleciente por un desprendimiento de retina en el ojo izquierdo.

—Hola, papá… ¡Esto ya está! Lo de Arias… No digas nada a Pi, ni a Margot, ni a nadie, porque hasta que Torcuato me traiga el «oído el Consejo del Reino», y yo acepte, no será oficial, pero lo gordo ya está hecho.

—Me alegro. Me alegro. Y me alegro… Desde marzo estaba yo en un ay, por eso te decía: «Juanito, venga, suelta lastre, o se va todo a hacer puñetas».

—¡Menudo trago!

—Llegué a pensar si no tendrías pelotas para dar este paso.

Hablaron distendidamente. Ya al final Don Juan le preguntó cómo había reaccionado Alfonso Armada.

—Aún no le he visto. Me imagino que ni a Alfonso ni a nadie de esta casa le va a gustar la salida de Arias. Como en todo este tiempo yo no podía contarles nada, no saben de la misa la media… Bueno, Sofi sí, y Nicolás también.

—Ahora lo importante es que los consejeros del Reino elijan pronto la terna de sucesores, sin agotar el plazo. La interinidad no es buena. Empiezan a moverse los grupitos de intereses, los cabildeos, las presiones…

—La jugada de Torcuato es «secreto, sorpresa y rapidez», como un golpe de mano.

—¿Qué plazo hay para hacer la terna?

—Tope máximo, seis días. Pero Torcuato tiene bien sujetas las riendas y ha hablado uno a uno con los doce consejeros. Y me ha dicho que está todo bajo control. Por decirlo con sus palabras: «Todo controlado o controlable».

—Juanito, yo sé que estás muy solo y encima no puedes elegir de quién fiarte. ¡Gajes de estar ahí arriba! Tendrás que acostumbrarte…

«Gajes de estar ahí arriba» era una de las mil maneras que usaba Don Juan para no decir «gajes de ser rey». Juan Carlos dio un quiebro a la conversación:

—Bueno, papá, ¿y tú cómo estás?

—¿Yo? ¡Hecho un toro! El ojo evoluciona fenomenal. Y las constantes y todo eso, de libro. Pero éstos pretenden tenerme hospitalizado cinco días más. Y a mí me jode vivo estar aquí encerrado oliendo a clínica y aburrido como una momia… Quiero irme y seguir la convalecencia embarcado en el Giralda y costeando por aquí cerca. Además, el yodo marino es muy bueno para los ojos, y no este aire acondicionado…

—Aquí tenemos un calorazo de bochorno, y con la crisis abierta y lo que venga, me parece que hasta agosto no nos iremos a Marivent… Te dejo, papi, un beso. Voy a aprovechar que no oigo a nadie en la piscina, y me pego un buen chapuzón[1].

El Rey está desnudo

En la piscina, Juan Carlos se lanzó de cabeza con ímpetu. Oyó el chasquido de su cuerpo rompiendo el agua azulísima. Al emerger casi a mitad del largo, tuvo la sensación de haber dejado atrás siete meses y un día de óxido y estrés, siete meses y un día jugándose la corona sin parapetos ni salvaguardas. Tomó una bocanada de aire, alzó el codo derecho y empezó a nadar a crol braceando con brío y levantando espuma al batir los pies. No sacó la cabeza para respirar hasta que llegó al tope de la piscina. Hizo el viraje muy rápido, se encorvó sobre sí mismo, empujó la pared con los pies, tomó impulso y volvió a nadar con furia. Peleaba contra el agua. Un largo, otro, otro… Sus manos, cortando el agua de canto, parecían aspas de hélice vertiginosas. Y un ritmo punzante en las sienes: «Lo he conseguido…, lo he conseguido…, siete meses tragando quina, sin atreverme…, un rey acobardado…, ¡pero, joder, al fin lo he conseguido!»

Sentía la terca soledad del nadador de fondo y a la vez una extraña inundación de triunfo, como si el agua que desplazaba en cada brazada fuera un fardo viscoso de historia, de mala historia, que iba dejando atrás.

Salió de la piscina. Se sacudió el agua haciendo vibrar todo su cuerpo. Unas cuantas respiraciones profundas. Estaba en forma. Se vistió sin secarse, la camisa por fuera y chancleando volvió a su despacho. Abrió el estuche de los cigarros Hoyo de Monterrey Doble Corona. Prendió uno con parsimonia. Saboreó el aroma, la suavidad sensual del humo. Se tumbó en el sofá. Necesitaba recordar. De principio a fin. Todo. La historia de un hombre ha de ser recordada, pero no por los historiadores, sino por él mismo, que es quien la sabe de verdad. Un hombre es él y su historia. Buena o mala, su historia es su vida, con sus raspaduras y sus muescas, y no debe olvidarla.

Juan Carlos no sólo era el sucesor del Generalísimo Franco, sino también su «heredero». Y, como si de un patrimonio personal se tratara, a su muerte recibió todos los poderes del testador. Todos, excepto las «prerrogativas» por las que el General hacía y deshacía leyes sin contar con nadie. Aun así, su posición inicial parecía fuerte: pero era muy precaria. Todos esos poderes estaban fundados sobre una legalidad espuria, viciada en su origen y viciada en su ejercicio. Era el legado de un dictador. Si quería que «su» Monarquía durase más de un cuarto de hora, debía desembarazarse cuanto antes de la investidura heredada del muerto. El carisma del muerto podía eclipsarle. El manto del muerto podía aplastarle.

Pero si se quitaba el manto, ¿qué quedaba de él? Por sí mismo, carecía de la legitimidad dinástica, que pertenecía a Don Juan. Carecía de la legitimidad carismática, que fue la marca intransferible de Franco. Carecía de la legitimidad popular, pues no contaba ni con la devoción de los hombres del régimen ni con la estima de la oposición. Ésa era la instantánea de Juan Carlos en el momento de su llegada al trono. Cualquier observador perspicaz hubiese podido decir, como el niño de la fábula de Andersen: «El Rey está desnudo».

Alfombra roja para el pueblo

Años antes de empezar a reinar, Juan Carlos tenía claro que había que cancelar la dictadura y pasar a una democracia plena. Él deseaba hacerlo de un modo pacífico y legal. Ésa fue, erre que erre, la lección de Torcuato Fernández-Miranda, su maestro político desde 1969. Sin vacíos de poder, sin dejar al descubierto los andamiajes franquistas. Y sobre todo, sin vuelta a la tortilla. «No quiero que, por llegar yo —decía—, la democracia sea que los vencedores se conviertan en vencidos, o viceversa».

Muerto Franco, se abrían dos caminos: ruptura o reforma. Los rupturistas querían liquidar el armatoste estatal de inmediato, la dictadura al basurero, y edificar con una nueva planta. Podía ser rápido, como una demolición, aunque con riesgos imprevisibles, porque ni el búnker político ni el estamento militar estaban dispuestos a ceder sus privilegios de situación, dominio y mando.

El Rey, en cambio, prefería una reforma serena. Un paso a paso atemperado, sin acrobacias temerarias. Un cambio cauteloso, pero total. No un maquillaje de fachada, sino una cirugía jurídica de legra y bisturí, hasta lograr el vaciado completo.

Torcuato se lo había explicado cien veces. Las Leyes Fundamentales no sólo eran modificables, sino derogables. Bastaba tirar de un extremo del hilo con el que todo había quedado «atado y bien atado». Ese extremo del hilo estaba ahí. Ese protocolo de derogación de todo el cartonaje fundamental estaba ahí. Ese cheque para el finiquito del sistema estaba ahí. No en las remotas islas Caimán en una cuenta cifrada; ni en una caja fuerte en la mansarda del Pazo de Meirás; ni entre los legajos secretos de Franco, sino agazapado en las propias Leyes Fundamentales: en la última línea del artículo 10 de la Ley de Sucesión, «la ley que hizo al Rey». Ahí estaba la llave maestra para descerrajar todos los cerrojos. Sólo faltaba atreverse a usarla. ¿Acaso los juristas y los legisladores no leían sus leyes? Pues ahí estaba: tras desplegar el apabullante catálogo de las grandes leyes de la nación, declaraba que todas ellas eran modificables y derogables. Y decía cómo hacerlo. El futuro no podía estar preso[2].

Ya siendo príncipe, Juan Carlos había asimilado la enseñanza de Torcuato Fernández-Miranda, «reformar desde dentro, sin rupturas, yendo de la ley a la ley». Pero sólo las viejas Cortes franquistas —o al menos dos tercios de los procuradores— podían dar el salvoconducto a una ley reformadora, que fuese refrendada por el pueblo. Por tanto, no convenía enfrentarse a las Cortes, sino conquistarlas. Y la ley reformadora que aprobasen no debía ser una apostilla, ni un simple decreto ley, sino una nueva Ley Fundamental capaz de derogarlas todas. En definitiva, por la vía suave, la demolición desde dentro. Sólo hacía falta eso: un cartucho dinamitero para la voladura del régimen, sus instituciones, sus leyes, sus símbolos. Pero un cartucho de dinamita legal.

Ésa tenía que ser la primera tarea de la Monarquía. No alfombra roja al Rey, sino alfombra roja al pueblo.

Si el Rey patrocinaba la operación, podría integrar a todos los españoles, a los de derechas y a los de izquierdas, a los centralistas y a los periféricos, a los instalados y a los exiliados. Todos, porque a partir de ahí el monarca se despojaría de su soberanía traspasándosela al pueblo, que en adelante sería «soberano».

Cuando Franco agonizaba, Juan Carlos ya le había ofrecido a Torcuato el puesto que quisiera: «¿Presidente del Gobierno o presidente de las Cortes y el Consejo del Reino?» Torcuato le dijo: «Con sinceridad, como político que soy, me tienta y me gusta más el Gobierno; pero en las circunstancias que vamos a encarar pienso que podré serviros mejor desde las Cortes y el Consejo del Reino». Y así lo convinieron. Desde la doble presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino, trabajaría con los procuradores y los consejeros nacionales, el núcleo duro franquista, los resistentes a cualquier mudanza que mermara su poder. Tenía que cambiar, si no sus mentalidades, al menos sus actitudes, y disponerlos a aceptar el desguace del sistema. Su extinción. Literalmente, un suicidio político colectivo, que pasaría a la historia como «el harakiri del búnker».

Pero no se había conseguido. Lo que debía ser una operación simple y exacta, entre unos y otros la complicaron. Hasta quienes no querían cambiar nada acabaron toqueteándolo todo… para que todo siguiera igual.

Habría que intentarlo de nuevo.

La lección aprendida era tan de cajón que daba vergüenza decirla: Franco había muerto y estaba generosamente enterrado; pero el franquismo no era una piadosa nostalgia, un funeral con himnos en Cuelgamuros. El franquismo era una presencia viva, imponente, poderosa, amurallada, inexpugnable y almenada de poder. Exactamente, era el poder. Y contra ese poder había que luchar.

Dio una última calada al Hoyo de Monterrey. Cerró los ojos. Le empezaba a invadir la somnolencia. Quería seguir pensando, sin resentimientos, sin echar culpas. Recordar, sólo recordar… Al fin y al cabo estaba acostumbrado, su vida nunca fue fácil: a golpe de obstáculos en el camino, los obstáculos llegaron a ser su camino. Le pesaban los párpados. La vida seguía. Lentamente, sucumbió a la siesta. Duermevela racheado con recuerdos todavía muy recientes…

Los doblones del rey, calderilla

El 22 de noviembre del año anterior, tras jurar en las Cortes, Juan Carlos había visitado la capilla ardiente de Franco, y de ahí marchó a El Pardo a dar el pésame a la viuda. La reina Sofía iba con él. Encontraron a doña Carmen abatida, llorosa, con arritmias, tensión alta y gran zozobra. Ella, siempre de ordeno y mando, siempre dominando la escena, estaba reducida como una anciana frágil y asustada. Después de besarle la mano, Juan Carlos alzó la cabeza. Y al mirarla de frente vio en sus ojos lo que nunca había visto: miedo.

—Carmen, no tienen ustedes que temer nada de nada. —Le cogió las dos manos con afecto y se las retuvo un rato—. He tomado como un deber, que me sale del alma, asegurar por todos los medios que no les moleste nadie, ¿me oye?, ¡nadie! Ya se lo dije un día en La Paz, y se lo repito ahora que estoy a la cabeza del Estado: impediré que se haga un memorial de agravios contra ustedes y contra cualquier persona del régimen. No quiero que los españoles se empantanen otra vez en revanchas y venganzas personales. Van a estar tan seguros como lo han estado siempre… Y usted puede quedarse aquí, en El Pardo, todo el tiempo que quiera. Yo no pienso usar este palacio[3]

A los dos días, el 24 de noviembre, presidió su primer Consejo de Ministros como Rey —todavía con el equipo de Arias— y firmó unos reales decretos confiriendo a Carmen Polo el señorío de Meirás, con grandeza de España, y el ducado de Franco a su hija Carmencita. Franco encabezaría a perpetuidad los escalafones de Tierra, Mar y Aire, con el grado de capitán general y Generalísimo, y el título de Caudillo de España que él acuñó y usó. A la viuda le concedía una pensión vitalicia «por la integridad de los haberes que correspondería percibir al extinto, en su calidad de capitán general de cada uno de los tres ejércitos». También se expidieron pasaportes diplomáticos a los marqueses de Villaverde y a su yerno Alfonso de Borbón, duque de Cádiz, con la imponderable ventaja que esos documentos suponían para el libre tránsito de bienes y capitales[4]

En ese mismo acto, una decisión largo tiempo meditada, su primer ejercicio de gracia: el indulto general por su llegada al trono. Pero lo que debía ser su primera largueza, se convirtió en su primer disgusto: Arias no aceptó la remisión de condenas con la generosidad que el Rey deseaba, y lo aprobado fue una amnistía recortada y cicatera, que se aplicó a menos de un tercio de la población reclusa. De los 5226 beneficiados, la mayoría eran delincuentes comunes. No se indultó a ningún encausado por delitos de terrorismo y conexos. Y de los 1805 presos políticos que había, siguieron en prisión 1400, el 77,5 por ciento. La clemencia de que se ufanaba el real decreto no alcanzó ni al 6 por ciento de los españoles encarcelados «a causa de sus ideas».

La esperada amnistía quedó como bengala de artificio. Los doblones del rey, apenas fueron calderilla. Pero lo que realmente quitaba fuerza y textura al indulto era que ciertos actos políticos como asistir a reuniones no autorizadas, repartir propaganda o realizar pintadas, que no entrañaban daños materiales contra personas y bienes, continuaban siendo delito. El monarca firmó porque «menos da una piedra», pero el descontento estaba servido. Juan Carlos desarrollaría el primer tramo de su reinado con el fragor de fondo de una reclamación cada vez más apremiante: ¡libertad, amnistía!, ¡libertad, amnistía! Y a poco tardar, ¡libertad, amnistía, y estatutos de autonomía!

Arias: «Franco me nombró, y contra eso no puede ni el Rey»

Carlos Arias era presidente del Gobierno desde que Franco le nombró, el 3 de enero de 1974, tras el asesinato del almirante Carrero. Muerto Franco y proclamado Juan Carlos rey y jefe del Estado, el Gobierno debía cesar en bloque y en el acto. Sin embargo, allí nadie devolvió su cartera, nadie movió un dedo, y Arias ni se inmutó.

Los únicos gestos gubernamentales se limitaron a los funerales, las banderas a media hasta y los quince días de luto oficial.

El 28 de noviembre, Arias subió a La Zarzuela para su primer despacho con el Rey. Talones juntos, cabeza inclinada, le presentó sus respetos y luego, en tono medio desenfadado medio protocolario, susurró:

—Bueno, Señor, ya sabe que puede contar conmigo para servir a España y al Rey.

No era una frase de dimisión, sino de ofrecimiento. Juan Carlos puso cara de no haber oído bien. Lo hacía a veces. Desde niño tenía un tímpano perforado; y esa breve demora le servía de truco para pensar una respuesta. Entonces, Arias agregó:

—El Caudillo —siempre se refería así a Franco— me designó como presidente por cinco años, es lo legal, y apenas han transcurrido dos. Entiendo que seguir es mi derecho, pero ante todo es mi deber de lealtad.

En otras ocasiones lo diría como un desplante retador: «Yo estoy atornillado a este sillón cinco años, por ley, y aún no he gastado ni la mitad»; y también: «A mí me pertenecen todavía dos años y medio de presidente, y contra eso no puede ni el Rey».

No pensaba dimitir. Al Rey no le sorprendió, conocía al personaje.

—Bien, Carlos, pero vamos a darle una formalidad. Preséntame la dimisión oficial y hazla pública, para que se ponga en marcha el mecanismo del Consejo del Reino, y yo pueda confirmarte en el cargo.

—¡Pero cómo…! —Arias había enarcado las cejas con asombro máximo—. ¡Menudo lío reunir al Consejo del Reino, con Rodríguez de Valcárcel en suspenso y su presidencia vacante!

—Lío ninguno. Está Lora-Tamayo de suplente. Y es lo correcto. Aunque su consejo no sea vinculante, es preceptivo, yo debo «oír» al Consejo del Reino.

—No necesariamente. —Arias empezaba a mostrar resistencia—. El dictamen del Consejo del Reino está indicado para los supuestos de cese o destitución del presidente del Gobierno. Y me parece que no es mi caso… Si alguien aquí es el albacea, si alguien aquí simboliza la continuidad…

—Carlos, ya te he dicho que mi idea es confirmarte en el cargo; pero no como una inercia de continuidad, ni como un derecho tuyo, sino como una decisión mía. Así tendría más fuerza y más significado. Entiende que, estrenando el reinado, importa mucho hacer ver que las cosas no siguen porque Franco las puso en marcha y ruedan solas, sino que de verdad empezamos algo nuevo.

El Rey percibió cómo a Arias se le ensombrecía la expresión, se le agrió el gesto y en un instante pasó de la desenvoltura al recelo. Era un Arias oscuro que conocía de años atrás. Prefirió no insistir. Juan Carlos no era un buen lector de libros, pero sí un buen lector de rostros. Un conocedor de hombres. Con habilidad cambió de tercio y le llevó a otro terreno donde se sintiera más seguro:

—¡Qué bien que hayas mencionado que está vacante la presidencia del Consejo del Reino y de las Cortes! Voy a pedirte ya un primer favor… Absoluto secreto, y que quede entre nosotros. —Hizo una pausa y bajó el tono de voz—. Quiero que ahí esté Torcuato. Para las tareas que se avecinan, desde ese puesto me será muy útil. Pero, por mucho que yo quiera, si su nombre no figura en la terna que me presenten los consejeros, no puedo designarle… Necesito que te muevas en ese sentido. Tú te los conoces a todos, te aprecian, te escuchan, tu criterio les influye. En cambio, Torcuato no tiene amistades en ese ambiente. No es un hombre muy social, sale poco, no alterna, no caza…, y, si no se le conoce bien, hasta cae antipático. Ya me entiendes, Carlos, creo que para las reformas que vienen Torcuato es oro molido; pero yo no voy a decir a mis consejeros qué nombres me tienen que aconsejar…

Con el encargo regio, Arias se tranquilizó. Llevaba tiempo con la comezón interior de que Torcuato Fernández-Miranda podía ser el favorito del Rey, pero para la presidencia del Gobierno. Así que encaramar a Torcuato al alto sitial de las Cortes era una manera muy elegante de prestar un servicio al monarca y librarse de su adversario. Se aplicaría a fondo.

—Cuente con ello, Majestad —remató con altanería—, lo que yo decido se hace[5].

Al despedirse, el Rey le apremió:

—Entérate bien, Carlos, porque me parece que los consejeros se reunirán para lo de la terna el 1, lunes, y hoy es viernes. Vamos pillados de tiempo. Y en cuanto a lo tuyo, aunque no entremos en el trámite del «oído el Consejo del Reino», quiero que informes públicamente de que has puesto tu cargo a mi disposición… Además, tú así quedas mejor doblemente, porque haces el gesto digno de irte y soy yo el que te llamo.

El Consejo del Reino se reunió el 1 de diciembre en la sesión más larga de su historia. Eran las once de la noche cuando el presidente en funciones, Manuel Lora-Tamayo, regresaba a su domicilio en Toledo.

A las once y diez telefoneó al Rey:

—Majestad, perdone la hora, pero acabo de llegar a mi casa de Toledo. No he querido pernoctar en Madrid. Luego le explico.

—¿Hay terna ya?

—Sí, Señor, pero ha costado lo suyo. Los nombres son Licinio de la Fuente, Emilio Lamo de Espinosa y Torcuato Fernández-Miranda.

Aguardó a que el Rey tomase papel y bolígrafo, y le leyó los votos adjudicados a cada uno.

El Rey, ya tranquilo porque estaba el nombre de Torcuato, le preguntó cómo había sido la sesión:

—Pues, la verdad, me he venido a dormir a Toledo porque me he negado a estar colgado al teléfono hasta las tantas, esquivando presiones. No puede imaginarse las escaramuzas de boicot que ha habido para que Torcuato no figurase. He conseguido pararlas porque alguien me puso en guardia. Yo soy un científico, no soy político, a mí estos sabandijismos se me escapan…

—Pero ¿qué ha pasado, don Manuel?

—Este mediodía, en la pausa del almuerzo de los consejeros, uno de ellos, el ministro Alejandro Fernández Sordo, recibió una llamada telefónica. Él fue quien me dio la alerta: «Oye, que me ha llamado un ministro «importante» pidiéndome que hable con los consejeros representantes de los sindicatos para que cambien el voto ya previsto, que tachen a Torcuato y a los otros dos, y ofrezcan una terna con los tres vicepresidentes del Gobierno todavía en ejercicio: José García Hernández, Rafael Cabello de Alba y Fernando Suárez González». Fernández Sordo se portó como un caballero, y gracias a ese aviso pude abortar la maniobra; pero vamos, estaba en marcha[6].

Al día siguiente a las siete de la tarde, Lora-Tamayo y Enrique de la Mata Gorostizaga entregaron la terna al Rey. Juan Carlos firmó en el acto el nombramiento de Torcuato.

—Esta pieza es esencial —les dijo—. ¡No hagamos esperar a las linotipias!

Esa misma noche se imprimía el real decreto en el Boletín Oficial del Estado. A la mañana siguiente, Torcuato juraba el cargo en La Zarzuela y por la tarde tomaba posesión en el salón de Pasos Perdidos de las Cortes.

Torcuato no era un demócrata «gran reserva» y sin descorchar, sino que procedía del régimen. Había sido preceptor del príncipe Juan Carlos, pero también ministro del Movimiento —guerrera blanca y camisa azul mahón—, y vicepresidente del Gobierno de Carrero. Pero tenía una mente lúcida de jurista y militaba por hacer realidad un sistema de libertades y una democracia de partidos sin exclusiones. Para él, la democracia no era algo «inevitable», sino «necesario y deseable». Y el pasado no podía ser un cepo que le impidiera avanzar.

Así lo dijo en su toma de posesión:

Somos lo que Dios y nuestros padres han puesto en nosotros. Somos lo que la propia psicología, biología y personalidad nos aporta. Pero somos, sobre todo, lo que hacemos. Me siento absolutamente responsable de todo mi pasado. Soy fiel a él. Pero no me ata, porque el servicio a la patria y al Rey es una empresa de futuro. La clave de mi comportamiento será servir a España en la persona del Rey. Tiempo habrá para las palabras, las ideas y las acciones[7].

No era retórica hueca, sino palabras muy intencionadas: un mensaje a los procuradores y consejeros, hombres que como él venían del pasado, pero no por ello debían sentirse «atados» sino encarados a una «empresa de futuro».

Carlos Arias había cumplido la primera parte de la encomienda del Rey: desplegó su influencia sobre los consejeros del Reino en favor de Torcuato. En cambio, desdeñó la segunda parte: no anunció ni oficializó su renuncia.

Pasaban los días y el Rey estaba desconcertado. Llamó a Torcuato:

—Mira, Arias ha decidido hacer lo que le da la gana. Yo no puedo aceptar que oficialmente no me presente la dimisión. Y por otra parte, una cosa es que él siga y otra que mantenga a su Gobierno. ¡Ni soñarlo! Dile de mi parte que oficialice la renuncia, como habíamos quedado, y luego, cuando yo le haya confirmado, que venga a Zarzuela a ver conmigo el nuevo equipo. Empieza una etapa nueva y quiero mover el banquillo.

Torcuato transmitió el recado a Arias.

—Carlos, ¿a qué jugáis el Rey y tú? ¿Al ratón y al gato? Ni él te pide la dimisión, ni tú se la presentas… Mira, el Rey quiere que sigas, pero debe quedar todo oficialmente claro. Tú no eres el jefe del Gobierno de Franco, sino del Rey. Y no continúas porque Franco te nombró, sino porque el Rey te confirma.

Su respuesta fue confusa, envolvente. En cambio, aceptó sin condiciones que el Rey quisiera intervenir en la formación del Gobierno nuevo[8].

Al día siguiente, 5 de diciembre, poco antes de las dos de la tarde, el Rey llamó por teléfono a Arias, en Castellana 3. Presidía en ese momento la última reunión con su gabinete en funciones. Salió de la sala de Consejos, fue a su despacho y desde allí habló con el Rey.

—¿Qué pasa, Carlos? No veo que hayas oficializado tu dimisión.

—¡Vaya, por Dios! Lo siento, se me había olvidado…

—¡Pero bueno, si es lo que hablamos! —El Rey hacía esfuerzos para reprimir su enfado—. Carlos, al margen de que yo no te acepte la dimisión, tú tienes que presentármela. Si no dimites, no me das pie para que yo haga el gesto libre de confirmarte. ¡Es de cajón!

De vuelta en la sala de Consejos, comentó a sus ministros:

—Era el Rey, para confirmarme oficialmente en la presidencia[9].

A algunos ministros les dio otra versión:

—Yo, muerto el Caudillo, no quería continuar al frente del Gobierno. Pensé dimitir. Pero el Rey me encareció que no le abandonase en estos momentos, y he tenido que reconsiderar mis deseos personales[10].

El dedo en la llaga

El Rey aguantó el trágala de mantener a Arias. «La primera, en la frente». Su idea era bien distinta: cortar amarras con el pasado y marcar un cambio de personajes en la escena desde el momento inaugural. Había chequeado los currículos de hombres como José María López de Letona, Juan Miguel Villar Mir, José Ángel Sánchez Asiain, Pedro Gamero del Castillo, conocedores del mundo de la empresa y capaces de afrontar con solvencia la crisis económica que atravesaba España. Que el Gobierno se volcara en sanear la economía, mientras Torcuato al frente de las Cortes faenaba en la reforma del sistema. Pero la actitud coriácea de Arias era un test palmario de cómo respiraba la clase política afincada en el poder. Y desistió de hacer gestos provocativos de autoridad, siendo un recién llegado y sin pisar todavía pavimento firme.

Optimista, por su gen Borbón, Juan Carlos pronto vio la ventaja de arrancar con un presidente heredado: «El primer tramo será peliagudo; pero como yo no le he nombrado, si se equivoca…, se equivoca él, no yo»[11].

La reacción de su amigo Jaime Carvajal fue una nota madrugadora pero contrastada con las opiniones de varias personas. Entre otras cosas, le decía en ella:

La confirmación del actual presidente del Gobierno es una decisión que no habrá satisfecho a la opinión pública, por el desgaste que Carlos Arias ha acumulado en sus dos últimos años de gobernante. Y no sólo ha decepcionado a muchos, sino que, a los ojos de esa opinión pública, lo más grave es la manera como se ha producido.

Es preocupante porque deteriora la autoridad de la Corona, que debe ser intangible, y aparece ya a los pocos días del inicio del reinado mediatizada por unos grupos políticos de escasa o nula representatividad […].

Que el punto de partida del nuevo Gobierno se plasme en «el espíritu del 12 de febrero», pasado y desprestigiado, es un error. Se debería partir del 22 de noviembre, fecha de la proclamación del Rey. Si no es así, se da una mala imagen de continuismo[12].

Carvajal había puesto el dedo en la llaga.

Juan Carlos leyó la nota varias veces. No era difícil calibrar los daños de imagen que podía acarrearle el haberse arrugado ante Arias y los supuestos núcleos de poder que él pudiera movilizar. Aunque de primeras le abofeteasen la cara, le venían bien esos golpes de aire del exterior que Jaime le enviaba de vez en cuando. Voz fresca y libre de la calle, para descongestionar la atmósfera tendenciosa que tenía en su propia Casa. En La Zarzuela, casi todo el mundo aplaudía la continuidad de Arias; en cambio, miraban oblicuamente el ascendiente profesoral de Torcuato sobre el Rey.

El monarca descolgó el teléfono y se puso en comunicación con Washington, París y Bonn. Necesitaba explicar a Henry Kissinger, a Valéry Giscard d’Estaing y a Walter Scheell por qué continuaba Arias. Hacerles ver que aunque Franco había muerto el franquismo estaba vivo, y no como una nostalgia, sino como un afincamiento en el poder:

—Los hombres de Franco, militares y civiles, son los que ocupan los altos cargos de la Administración y gestionan las grandes empresas públicas. Tienen los mandos.

Esto no parecía preocupar demasiado al secretario de Estado americano; sí en cambio al francés y al alemán:

—Vivimos un momento difícil, por no decir peligroso —les dijo—. La maquinaria franquista sigue en su sitio y dispone de un enorme poder. No ha habido todavía una renovación de las Cortes, y son una emanación del régimen del General. Lo mismo el Consejo del Reino. Ahí están los ultras más puros y duros del franquismo. También hay, naturalmente, hombres que me son fieles y con los que cuento para comenzar con suavidad el cambio. Pero… son una minoría. Por suerte, he logrado colocar al frente de esas dos instituciones al único hombre capaz de influir en ellas y marcarles una ruta: Torcuato Fernández-Miranda. Me es leal y quiere la democracia[13].

En ese ejercicio de sinceridad les confesó también:

—Durante un tiempo, yo mismo tendré que moverme haciendo equilibrios: no decepcionar a la izquierda, que sé que está expectante; y no irritar a la extrema derecha, que sé que está vigilante. Los hechos serán suficientes. Algunas veces presidiré el Consejo de Ministros para informarme de lo que sucede, pero habitualmente no pienso hacerlo para no gastarme en las inevitables disputas.

A Kissinger, que quería reanudar la negociación del tratado de las bases americanas en España y presentarse en Madrid el 15 de diciembre, Juan Carlos le disuadió:

—Será mejor demorarlo, doctor, porque aún no está constituido el nuevo Gobierno. De ese modo, usted podrá hablar ya con quien vaya a ser mi ministro de Exteriores.

Como colofón, el Rey hizo una misma petición a cada uno de los tres grandes:

—Necesito que confíen en mí y me mantengan abierto el crédito político en esta nueva era.

Sólo para eso había descolgado el teléfono[14].

El Rey «hace» el Gobierno de Arias

El primer Gobierno de la Monarquía juró de luto. Fue en la mañana lluviosa del 13 de diciembre. Banderas a media asta, chaqués con corbata negra, uniformes militares sin condecoraciones y brazaletes negros de crespón. Al Rey se le veía serio, ensimismado. La mirada inconcreta. De sien a sien, atravesándole la frente, una arruga precoz pero bien delineada como un tatuaje tenue de incertidumbre y temor.

La mesilla del juramento con sus faldas de terciopelo granate, el reclinatorio, el crucifijo de marfil, los viejos Evangelios, todo como antes, incluso el texto de la jura en letra grande con la capitular miniada: «Si así lo hacéis que Dios os lo premie, y si no que os lo demande».

Luego, la foto de grupo, blanco y negro, en las escalerillas de La Zarzuela, mirando todos a ninguna parte. En el centro de los veinte hombres, el Rey, de capitán general[15]. Durante mucho tiempo, un Juan Carlos alto, caqui y fajín rojo, sería la metáfora de la Corona.

Hasta llegar a esa instantánea, durante varios días hubo trasiego de visitantes, peregrinajes políticos hacia dos puntos de Madrid: La Zarzuela donde recibía el Rey, y La Chiripa, en Casaquemada, junto a El Pardo, donde vivía Arias.

Mientras Arias componía su nuevo equipo, el Rey revisaba con Torcuato la galería de personalidades que pudiera dar un contenido sólido, solvente, y una imagen atractiva, nueva, con carga de futuro. Habló a solas con algunos. No era una elección, sino un tanteo para sugerir sus nombres, en caso de que Arias no encontrara al titular adecuado de tal o cual cartera. Pero no siempre fue bien recibido ese traspunte regio. Cuando intentó que entrasen Pío Cabanillas y el general Manuel Díez-Alegría, Arias torció el gesto al oír esos dos nombres, y el Rey desistió. Más adelante comentaría: «Arias tiene enfilado a Díez-Alegría, y tampoco traga a Pío Cabanillas, que fue ministro suyo y le cesó por el destape en las revistas y por ponerse una barretina»[16].

El 2 de diciembre, Juan Carlos recibió en La Zarzuela a Pedro Cortina Mauri, todavía ministro de Exteriores, que le llevaba la Declaración de Madrid sobre el Sahara, rubricada por los representantes de España, Marruecos y Mauritania. El Rey aprovechó esa audiencia para tomar el pulso a varios temas de interés que seguían pendientes: «Los americanos tienen prisa en renovar lo del uso de las bases y firmar el tratado, pero ¿se ha fijado ya el monto de sus contraprestaciones, en dinero y en material militar?»; «En el asunto del Sahara, no olvido, Pedro, aquella frase tuya tan gráfica: “No podemos abandonar a los saharauis como si fueran una piara de camellos”; es importante que mantengamos una línea con la Yema’a[17], tanto en la descolonización como en la nueva administración del territorio»; y «¿En qué punto se ha estancado la renegociación del Concordato con la Santa Sede?, ¿es culpa nuestra o de ellos?».

Cortina Mauri respondió como pudo a aquel intenso repaso de cuestiones abiertas. Al salir del despacho no llevaba consigo ni medio indicio que le permitiera adivinar si continuaría o no al frente de la diplomacia. Para ese puesto, Juan Carlos ya estaba pensando en otra persona.

Aun respetando que el «autor» del gabinete debía ser Arias, el Rey le dio tres nombres concretos para que figurasen en el primer Gobierno de Su Majestad: José María de Areilza, Manuel Fraga Iribarne y Antonio Garrigues Díaz-Cañabate.

—No tengo compromiso con ninguno de ellos, pero son tres primeras espadas en nuestra clase política: inteligentes, cultos, brillantes currículos, viajados, con mundo, con idiomas, los tres han sido embajadores en plazas first class[18]. Y, sobre todo, son hombres de talante abierto, que apuestan por la democracia y que aportarán al equipo un plus de prestigio. Tú verás en qué carteras te pueden ser más útiles. Mi «cupo» son estos tres. Los demás, caras nuevas.

Lo que el Rey no le dijo a Arias fue que cualquiera de ellos le daba mil vueltas. Y tampoco que, además de la excelencia, tenía otras razones para haberlos señalado. Con Garrigues, aparte de por su agenda de contactos y la formidable circulación internacional del «clan Garrigues», el Rey tenía una deuda que nunca olvidó: siendo Antonio embajador en Washington, les abrió las puertas de la Casa Blanca por primera vez, a él y a la princesa Sofía, en su viaje de novios, en 1962, «cuando no éramos nadie», para ser recibidos por el glamouroso John F. Kennedy, lo cual entonces, en el franquismo de espuela y bota alta, era una pica en Flandes.

A Fraga, torrencial, le prefería atareado dentro que enfadado fuera. Además, Fraga, recién regresado del «exilio junto al Támesis» —como él decía— era en aquella hora la «esperanza blanca» del tardofranquismo. No era franquista, ni falangista, ni democristiano, ni tecnócrata de cuello duro, y menos aún izquierdista… Por no ser, no era ni monárquico. El Rey le tenía bien calado. Por convicción, por devoción y por ambición, Fraga era un buen fraguista.

En cuanto a Areilza, guardaba el Rey cierta prevención. «Sirvió a Franco. Sirvió a mi padre. Ahora me sirve a mí. Traicionó a Franco. Traicionó a mi padre. Y quizá me traicione a mí. Pero, entre tanto, se pateará Europa y será el mejor marchand de nuestra democracia».

Arias veta a Gutiérrez Mellado

Por indicación del monarca, Arias mantuvo las presencias militares en el Gobierno. Le interesaba tener satisfecho al estamento castrense. Si podía contar con su lealtad, las cosas serían más fáciles.

—Voy a hablar con el ministro del Ejército, Coloma Gallegos, porque con los militares, para tirar de uno o de otro, hay que ver el grado, la antigüedad… Ya sabes, un teniente general no se cuadra ante un general de división por muy ministro que sea.

Lo hizo. De militar a militar, le habló en directo:

—Coloma, quiero que Tierra, Mar y Aire mantengan su propio ministro en el Gobierno. Incluso he pensado potenciar el peso militar creando un cuarto puesto: un vicepresidente para Asuntos de la Defensa, que será ministro sin cartera. Pero convendría renovar el cartel, porque los tres ministros militares lleváis ya mucho tiempo. Eso sí, vamos a hacerlo sin pisar callos, eh.

Y mesa de por medio, cada uno con su escalilla delante, se enfrascaron en álgebras de escalafón.

El desalojo de Francisco Coloma Gallegos fue más que fácil, ya que el propio ministro quería dejar la poltrona por motivos personales: sesentón y viudo, se casaba al mes siguiente con la marquesa de Seoane, Mercedes Picón.

Barajaron unos posibles cambios entre capitanes generales.

Félix Álvarez-Arenas sería el nuevo ministro del Ejército. Mariano Cuadra Medina se había mantenido ya en seis gobiernos de Franco como ministro del Aire, le relevaría Carlos Franco Iribarnegaray. En cambio, no resultó posible remover a Gabriel Pita da Veiga, ministro de Marina permanente también desde los tiempos de Carrero.

Fue en esa fase cuando el Rey propuso para la vicepresidencia de la Defensa dos nombres de militares liberales. Cualquiera de ellos le garantizaba una actitud positiva hacia la reforma del régimen: Manuel Díez-Alegría y Manuel Gutiérrez Mellado. Arias rechazó a los dos. Al primero, sin explicaciones. Al segundo, aduciendo una cuestión de grado: le faltaban unos meses para ascender a teniente general, y no se habría visto bien un ascenso a dedo saltándose el turno.

Con todo, el trámite para el nombramiento de Gutiérrez Mellado se puso en marcha. Circuló la noticia y hasta se dio por hecho. Pero, inopinadamente, en los últimos días hubo un cambio: el vicepresidente para Asuntos de la Defensa sería el teniente general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil.

Cuando Areilza preguntó al presidente Arias por qué Gutiérrez Mellado fue primero sí y luego no, recibió una explicación oscura: «Tan confusa —anotó Areilza en su Diario— que no acabo de entenderla; porque metió también en juego los nombres de los generales Valenzuela, Vega Rodríguez y Fernández-Vallespín…»[19]

Ciertamente, se trataba de tres tenientes generales con mayor antigüedad que Gutiérrez Mellado. Para que no se sintieran preteridos, Arias aplicó a su manera el consejo del Rey: «No pisar callos».

Por algún comentario de comisura, esos que Arias dejaba caer sin casi despegar los labios, Juan Carlos entendió que Gutiérrez Mellado no era bien visto entre el generalato que combatió en la guerra civil. ¿Razón? El Guti no había luchado en el frente, sino en la inteligencia subrepticia de los servicios de espionaje. Infiltrado en las retaguardias republicanas, bajo la falsa identidad de Teodosio Paredes Laína[20], captaba y transmitía información militar para el Ejército sublevado. Pero su nombre les rechinaba por algo más reciente: un par de conferencias y discursos en 1971 y 1974, en los que Gutiérrez Mellado postulaba una reforma de gran calado para redimensionar y modernizar los obsoletos ejércitos de Franco, y defendía para todos los españoles el Estado de derecho[21].

Juan Carlos se había pasado toda su vida elaborando paciencia a base de protegerse como los galápagos. Desde que era un muchacho tuvo que bandearse entre la corte de Estoril y la corte de El Pardo, la obediencia a Don Juan y el sometimiento a Franco. Se resabió en el arte de meter la cabeza bajo la carcasa y aguantar, disimular, esperar. Con el Guti iba a esperar. Hacía tiempo que le tenía en «la despensa».

Estando Franco en su larga agonía, Juan Carlos recibió en La Zarzuela a Michael Vermehren, el corresponsal de la televisión oficial de Alemania. Tomando café, solos y sin cámaras, le avanzó su intención firme de imprimir al país «un cambio del sistema político hacia la democracia, pero sin enfrentamientos ni fracturas». Y ya le habló de Gutiérrez Mellado como «un militar en quien pienso para que haga la reforma de las Fuerzas Armadas»[22].

Suárez, ministro con la venia del Rey

En la combinación de ministros civiles, Arias parecía desorientado. Quizá porque no había pensado cambiar su Gobierno, improvisaba a última hora. Y sin duda porque carecía de un programa de acción, no buscaba a los ministros más idóneos. Estando la economía española en una fosa depresiva, le daba igual adjudicar el paquete de vicepresidencia económica más Hacienda a un hombre de letras que a un hombre de gestión empresarial. Se planteó la opción entre Federico Silva Muñoz, democristiano preconciliar y ex ministro de Franco, y Juan Miguel Villar Mir, un demócrata a secas, con más afición a la ingeniería que a la política. Silva era letrado del Consejo de Estado y baluarte de la banca más reaccionaria: el Banco Español de Crédito (Banesto), motejado como el «Búnker Español de Crédito», que reclamaba para Silva Muñoz los mandos de la Hacienda pública. Villar Mir tenía un dúplex de cátedras, y con treinta y pocos años presidía ya los Altos Hornos de Vizcaya y los del Mediterráneo. Lo suyo era espabilar los números.

En el tira y afloja de condiciones para ser ministro, Silva decidió salir del parchís sin explicar por qué. Al Rey le pareció bien por dos razones. Una, Silva era un tardofranquista con derroteros de falangista, no habría dado juego de apertura. Y dos, no quería que el Gobierno incubara pugnas entre «familias políticas» y «grupos confesionales», y Silva era un miembro destacado de la Acción Católica Nacional de Propagandistas. Con todo, que Silva no entrase en el corro entrañaba el incalculable riesgo de tener en contra al Banesto: un emporio de influencia sobre miles y miles de clientes y ahorradores en toda la España rural.

Esos días, en una de sus conversaciones con Arias, el Rey le comentó que «convendría abrirse a los más, para integrar en el proyecto a los más», y sin entrar en matices políticos apuntó hacia la geografía: «¿Por qué no metes a un catalán?»

Aquella misma tarde, después de su partida de golf en el Club de Campo, Antonio Carro, cerebro gris de Carlos Arias, telefoneó al gobernador civil de Barcelona, Rodolfo Martín Villa:

—Rodolfo, el presidente pide nombres de catalanes para el nuevo Gobierno.

—¿Así, a bote pronto…? Se me ocurren varios: Andrés Ribera i Rovira, Juan Antonio Samaranch, Carlos Güell de Sentmenat, Claudio Boada, Carlos Ferrer Salat…

A los dos días, Arias le citó en Madrid:

—Me interesaría —le dijo— contar con algún catalán representativo… Hábleme de Claudio Boada, que es el que más me suena.

En esa conversación, Martín Villa llevó varios nombres más, entre ellos, Francisco Lozano Vicente, que entraría «como catalán» con la cartera de Vivienda.

Arias quiso conocer la opinión de Martín Villa sobre el Gobierno con que debería iniciarse la Monarquía.

—De cara a un régimen nuevo —dijo Martín Villa—, antes o después deberán desaparecer dos ministerios: Movimiento y Relaciones Sindicales.

—A ver, a ver, explíqueme eso. —Arias se había quedado perplejo. En Martín Villa veía a un hombre procedente del «azulismo» y del Sindicato Universitario. Falange joven, pero Falange.

Aún más perplejo se quedó Martín Villa cuando, a los pocos días, se le comunicó que Arias no sólo mantenía esos dos ministerios, sino que ponía al frente a los dos miembros más jóvenes y reformistas de su nuevo equipo: Adolfo Suárez y el propio Martín Villa.

Alejandro Fernández Sordo, el ministro de Relaciones Sindicales que cesaba, fue quien recomendó a Rodolfo Martín Villa para esa cartera:

—Hombre del Movimiento, sí, pero cuando estalló la guerra él todavía estaba mamando. Podríamos decir que está a la izquierda de la derecha. Conoce bien el mundo sindical. Leonés. Católico sin beaterías. Es ingeniero industrial: dos más dos, cuatro. O sea, sin imaginación para crear problemas y con mente práctica para dar soluciones. Fíchale, Carlos. No lo dudes[23].

La inclusión de Adolfo Suárez fue una jugada hábil de Torcuato Fernández-Miranda, que quería tener a un hombre de su confianza en el Consejo de Ministros. Con el visto bueno del Rey, Torcuato se desplazó uno de esos días hasta La Chiripa, la casa de Arias.

—¿Cómo llevas el crucigrama?

—Ultimándolo. Estoy con dos carteras, Movimiento y Trabajo, y dos personas, Pepe Solís y Fernando Suárez… Al final, creo que dejaré a Fernando en su cartera de Trabajo.

—Son muy valiosos los dos, pero están más vistos que la Tani. ¿Por qué no llamas a Adolfo Suárez para el Movimiento?

—¿Y qué hago con Solís?

—Pues da una larga cambiada: cesa a Fernando Suárez en Trabajo y pon ahí a Solís. Y dale el Movimiento a Adolfo.

Torcuato sabía que Arias no se llevaba bien con Fernando Suárez, por su altivez y su prepotencia. En cierto modo, andaba buscando una fórmula digna para prescindir de él.

—¿Una larga cambiada…? ¡No es mala idea! Pero dejar caer a Fernando así como así… Es ministro y vicepresidente, puede agarrar un cabreo de mil pares de…

—Le buscaremos un premio de consolación… El Rey podría nombrarle procurador de designación real.

—¿Existe eso?

—Podría existir[24].

Sin embargo, al Rey le importaba más la salida de ciertos ministros de marcada entretela franquista que las personas llamadas a sustituirlos. Era preciso diluir la foto estática de continuidad que Arias generaba con su sola presencia. Y lo consiguió con indicaciones indirectas.

Igual que a Franco, a Carlos Arias los cambios le producían vértigo. En sus cuatro remodelaciones de Gobierno anteriores, introdujo tan escasas novedades que mantuvo fijos a doce ministros, como si fueran piezas machihembradas con la estructura. Sus crisis se reducían a uno o dos que salían y uno o dos que entraban. Pero en esta ocasión el Rey le había pedido abiertamente caras nuevas, cambio de imagen, cartel de estreno.

Al fin, se fueron Pedro Cortina Mauri, Luis Rodríguez de Miguel, Tomás Allende y García-Báxter, Cruz Martínez Esteruelas, Joaquín Gutiérrez Cano, Fernando Suárez González, Alejandro Fernández Sordo, y los dos políticos que ejercían mayor influencia sobre Arias: José García Hernández y Antonio Carro. Aunque alejados del Gobierno, siguieron siendo sus mentores más próximos, más constantes y más influyentes. Sus consejeros en el green de golf.

El Rey, entre Führers, Mussolinis y demás comparsas

Veinte coches oficiales salieron a la vez de La Zarzuela. Frenando motores en las revueltas de la cuesta abajo, hasta pasar el postillón y la cancela de la Guardia Real, pero en cuanto llegaron al camino asfaltado entre los árboles aceleraron todos. Estampida. Los ciervos de Somontes huían aterrados. Los ministros tenían que cambiarse a toda prisa el chaqué por el traje oscuro para la toma de posesión en Presidencia, Castellana 3.

Evidentemente, el camino es arduo, pero es honroso —dijo Arias Navarro en el discurso inicial de su mandato—. Se nos llama, se nos congrega, para perseverar y continuar la gigantesca obra de Francisco Franco, perfeccionándola y adecuándola a las exigencias de cada momento, pero siempre bajo el signo de ese encendido, de ese inextinguible amor a España que fue su último grito de despedida.

Los nuevos ministros cruzaron miradas. Sí, habían oído bien, «continuar la obra de Franco». Aunque era la toma de posesión del primer Gobierno de la Monarquía, el presidente Arias mencionó tres veces a Franco y sólo una al Rey. En adelante, esas dosis indicarían la proporción de sus lealtades. El discurso fue más un lamento por el equipo saliente que una salutación al gabinete entrante. En realidad, Arias había dejado caer a «sus» ministros sin mover un dedo; con la misma pasividad con que aceptó al nuevo equipo que le impusieron. Lo importante era seguir él.

Paradójicamente, se refirió a la tarea que tenía por delante con expresiones de agobio —«la pesada carga», «el camino arduo», «la grave obligación que se pone sobre mis hombros»…—. Ilusión, cero. ¿Horizonte? «Sigo perseverando firmemente en los propósitos que expuse el 12 de febrero». La rendija de una apertura mínima y abstracta que prometió en 1974, estando Franco en el poder.

Aquel mismo día de la jura, 13 de diciembre, Areilza visitó al Rey por la tarde. Le recibió con expresiva cordialidad, cogiéndole de las dos manos y hablándole de su larga y difícil espera de tantos años, a la sombra de Franco.

—¡Al fin…! Vine a España con diez años y voy a cumplir treinta y ocho tacos, ¡fíjate si he tenido que esperar! También tú has esperado lo tuyo…

—Pero todo llega, Majestad.

—Ha sido más fácil que Arias dejara irse a los suyos, a los que han salido, que os aceptara a todos los nuevos… Yo he tenido que imponerme, eh. No te cuento las resistencias hasta formar el Gobierno. Pero ya está. Sois un buen plantel y debéis engranaros entre vosotros como equipo. Id despacio, pero… con firmeza, con decisión. Para todo lo que haya de verse en las Cortes, me apoyo en la fidelidad y la flexibilidad de Torcuato en el doble puesto que tiene…

El Rey estaba contento y conversador. En otro momento confesó:

—José María, no quiero que se quede resentido ninguno de los ministros que han salido; ni que se sienta marginado ninguno de los que han estado en el bombo, pero al final no han entrado… Decidles que vengan, que las puertas de esta casa están abiertas, y yo estoy aquí para escuchar sus ideas, sus frustraciones…

—Majestad, convendría buscar alguna encomienda interesante para Pío Cabanillas y para el teniente general Díez-Alegría, que se han quedado en el andén…

—Sí, sí, sí… Son dos hombres valiosos y hay que poner a trabajar a los que valen. Por cierto, cuando empieces con los destinos y nombramientos de Exteriores, mira a ver, ofrécele una embajada buena a mi primo Alfonso, el duque de Cádiz.

—¿En Europa?

—Mejor un poquito más lejos… Hispanoamérica. Pero… ¿aceptará? —Juan Carlos subió las cejas, se encogió de hombros, y así estuvo varios segundos, como si esperase que la pregunta la respondiera el aire[25].

Muerto y sepultado Franco, en la vida política española se presentaban dos caminos: continuidad o cambio. La continuidad era tan indeseable como imposible. Ni siquiera el General creía en un franquismo sin Franco. Ah, pero tenía unos fortísimos seguidores: el poder político, el económico, el sindical, el militar. El poder, encastillado en la resistencia. El búnker.

El Rey quería cambio. Y la inmensa mayoría silenciosa, silenciada, también quería cambio. Podía hacerse rompiendo con lo anterior o reformándolo. Durante los siete meses del Gobierno Arias pugnaron entre sí las tres opciones —continuismo, ruptura y reforma—, neutralizándose mutuamente en un impasse estéril.

Los ministros se habían embarcado para una singladura de gran apariencia, «el primer Gobierno de la Monarquía», pero zarparon sin carta de navegación, sin concierto de equipo, sin reparto de funciones…, y al poco tiempo se dieron cuenta de que tampoco tenían timonel. Arias no dirigía. Arias no lideraba.

En las breves conversaciones que los seleccionados para ser ministros tuvieron con Arias, antes de aceptar, el presidente no les expuso un programa conjunto, un plan de Gobierno o unas tareas sectoriales concretas. Más bien, como si les mostrase el cuadrilátero de un ring, les acotó un terreno, unos topes de libertad. «Las cuatro coordenadas de actuación del nuevo Gobierno, como límite del campo político, van a ser: unidad nacional, lealtad a la Monarquía, anticomunismo y orden público. Dentro de eso, habrá juego enteramente libre para las opiniones políticas»[26].

El Rey era la única figura de estreno en el cartel. Su papel, de momento, consistía en «no hacer nada, pero hacerlo bien». Los procuradores pululaban por las Cortes debatiendo temas de ayer. Los consejeros nacionales del Movimiento seguían desgranando prosa florida ceremonial, disfrazados de Führers y Mussolinis. Y el paisanaje español, con su paciente reloj a la espera.

«No un pequeño caudillo, sino un gran Rey»

Encarado ante una pequeña agenda de anillas, el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández-Miranda, reflexionaba sobre esa perplejidad colectiva:

¿Y ahora qué hay que hacer?

No lo sé, pero hay que plantear y pensar.

No un pequeño caudillo, sino un gran Rey.

No romper, ir de una situación a otra, desde la ley.

No ruptura, reforma desde la Ley de Sucesión. 2/3 y referéndum.

Integrar a la izquierda.

En medio de la incertidumbre general, Torcuato —cabeza fría y nervios embridados— sabía cuál era su tarea: «Ir de la ley a la ley». Hacer un pasadizo legal, un salvoconducto en regla, que permitiera pasar de las leyes totalitarias de Franco a la Constitución democrática del Rey. Pero las Cortes franquistas no habían sido disueltas, sino prorrogadas. Por tanto, las viejas Cortes tendrían que derogar sus viejas leyes y abrir la puerta a las nuevas. Y eso requeriría engrasar los oxidados mecanismos de las Cortes y disponerlas para que en ellas, desde ellas, se hiciera la reforma. No existía otra instancia.

Si el Gobierno eligió la reforma, tiene que contar con las Cortes. Tiene que trabajarlas, integrarlas en la reforma. El desacuerdo Cortes-Gobierno es suicida.

Asediaba el problema desde dentro, desde la fontanería. Había que amaestrar a las Cortes y sólo él podía hacerlo. Pero ¿cómo? Quizá se acordó de Romanones: «Hagan ustedes las leyes, y déjenme a mí los reglamentos». Y a eso se aplicó, al anotar:

Uno de los primeros temas sobre el que tengo que volver: reformar «desde» el reglamento.

Reformar el procedimiento de reuniones del pleno [de las] Cortes.

¿Cómo? Dar vueltas a esto.

Votación Consejo [del] Reino. Funcionamiento periódico, cada quince días.

Sus garabatos de agenda no eran relatos literarios sino taquigrafía veloz de lo que alguien importante le decía al otro lado del teléfono, o el trazo para memorizar una tarea, o el acta escueta de una observación.

Fernández-Miranda no era un hombre locuaz ni redundante, sino tan parco en el decir que a veces resultaba enigmático. Por eso sorprende que en esos soliloquios por escrito, a la vuelta de varias páginas, varios días, varias reflexiones, reitere unos pocos enunciados, como si los subrayase con rotulador grueso:

No un pequeño caudillo, sino un gran Rey.

Reforma desde la Ley de Sucesión. 2/3 y referéndum.

Integrar a la izquierda.

Eran las líneas «fijas» de su pensamiento. Y, desde su primer apunte, la fórmula hábil, la ecuación de oro: «Reforma desde la Ley de Sucesión. 2/3 y referéndum».

Ya en el arranque del Gobierno de Arias, el 13 o el 14 de diciembre, dejó una alerta interesante:

Examinar las relaciones del Rey con Carlos Arias, que a la larga me parecen inviables.

Torcuato desvelaba ahí que no era sólo el presidente de las Cortes, sino el hombre del Rey[27].

El vendedor de humo

Como titular de Asuntos Exteriores, Areilza se empleó en una gira intensa y sin tregua por todas las cancillerías comunitarias, como marchante de un producto aún inexistente: la democracia española. Vendía promesas, vendía humo… y lo hacía con gran entusiasmo. Pero cuando, al regresar de sus viajes, iba a Castellana 3 a informar a Arias, se le desfondaba el ánimo.

Me escucha distraído, como pensando en otra cosa. Suena el teléfono varias veces. Habla Arias de forma enérgica, de represión, de hacer frente, de dureza contra el enemigo… Increpa a la prensa[28].

Arias tenía la atención en otra parte. Desde los primeros días de enero, la conflictividad social se había disparado como nunca. Un trazo definidor del Gobierno de Arias sería el aumento de las convocatorias de mítines, manifestaciones y huelgas obreras, reprimidas todas ellas policialmente. Sólo en los tres primeros meses de 1976 se declararon 17 731 huelgas, seis veces más que en todo el año 1975, que había sido el más agitado del franquismo. Traducido a cifras de paro laboral: en 1975, viviendo Franco, se perdieron 14,5 millones de horas de trabajo. En 1976, más de diez veces más: 150 millones de horas.

Aquellos días de enero, cuando Arias daba órdenes tajantes por teléfono, y Areilza no conseguía embelesarle con su marketing europeo, en Madrid había paros simultáneos en el Metro, en Teléfonos, en Correos; y por el resto de la geografía, huelgas masivas en el sector metalúrgico y de la construcción. Era el rechazo a las medidas de contención salarial impuestas por el ministro Villar Mir. Y en otro registro, en el de cariz político, las poblaciones urbanas de Bilbao, Burgos, Zaragoza, Barcelona, Valencia, Pamplona y otras capitales se manifestaban en la calle reclamando una amnistía total que vaciara las cárceles.

Con todo, esa fuerte presión desde abajo, la «acción democrática nacional» impulsada desde Comisiones Obreras (CC.OO). y el Partido Comunista (PCE), no logró cuajar en una gran huelga general, «la GHG», que hubiese paralizado el país, forzando al Gobierno a plegarse o a ser derrocado pacíficamente. Y no se consiguió porque los obreros movilizados no relacionaban directamente sus huelgas y sus reivindicaciones salariales con un cambio político de alcance mucho mayor; y porque las clases medias trabajadoras se mantuvieron rezagadas y al margen de la movida social[29].

El Gobierno, sin embargo, calibró el peligro de la «presión desde abajo» y la impopularidad de un estado continuo de protestas callejeras. De ahí que la espiral de represión fuese cada vez más contundente.

Bastantes tormentas tenía Arias en el patio interior como para interesarse por la gira europea del elegante vendedor de humo.

En contraste con el desinterés de Arias por los temas de exteriores, el Rey animaba a Areilza a abrirse «sin prejuicios y sin tabúes».

La España que heredaba de Franco estaba excluida, marginada. «Hay que abrir puertas —le decía al ministro—, normalizar relaciones con todos, salir del gueto». Iba señalando:

—Yugoslavia, Rumania, la Unión Soviética… Estas dos últimas a la vez, para no tomar partido en las luchas entre ellos.

—¿Israel?

—Tendremos problemas y suspicacias con los países árabes, pero me parece bien que empecemos a dar pasos. Somos los únicos en Europa que no reconocen el Estado de Israel. El presidente Efraim Katzir me envió un mensaje de saludo muy expresivo a través de Max Mazim.

—México…

—Yo creo que ellos deben dar el primer paso. Saben que aquí ha cambiado el régimen, y no hay razón para que sigan manteniendo que lo legal es la Segunda República.

—Eso es una antigualla de la época de Lázaro Cárdenas, que ya ni tiene sentido, ni ellos la quieren. Lo que pasa es que este Luis Echeverría es un elemento de cuidado… Mejor, cuando acabe su sexenio, que será en noviembre.

—Ahora hay que centrarse en Europa, pero luego tenemos que «hacer las Américas». Iremos hablando… Perdona que salte a otro tema: hay que resolver el contencioso con la Santa Sede. Franco se las tuvo ahí muy tiesas, y el asunto se estancó, se agrió y se fue pudriendo. No sé qué te dirá Arias, pero él estuvo en el meollo de alguno de los problemas.

—Arias no ve Roma con simpatía. Lo de monseñor Añoveros se le atragantó[30].

—Mi deseo es tener una buena relación con la Santa Sede. El Concordato está viejo y hay que renovarlo. ¿Cuál es el nudo de la discusión? ¿El privilegio de terna para las vacantes de obispos? Bueno, pues es un privilegio concedido a mis antepasados los Reyes Católicos, y no al jefe del Estado, sino a la Corona española.

—De hecho, la República renunció al privilegio.

—Así que algo tengo yo que decir en eso: el Rey de España quiere renunciar. ¿Más claro? Sólo en casos muy, muy especiales habría que conservar el control de los nombramientos. Como hizo la Francia de De Gaulle después de la guerra mundial. Mejor dicho, como pretendía hacer…, que ésa es otra historia.

Siguieron hablando de esa y otras cuestiones.

—¿Gibraltar?

—Un paisano tuyo y predecesor en el ministerio, Castiella, estaba obsesionado con el «asunto Gibraltar», era su monotema, tanto que la Reina, entonces princesa Sofía, en plan de guasa le llamaba «el ministro del Asunto Exterior»…

—Lo mejor que se puede hacer con Gibraltar es no hacer nada; y entre tanto, marear la perdiz.

—Importa mucho no dar la sensación de que ahora cambiamos de política por el parentesco de familia entre las dos casas reales. Que todo siga igual. Mira, en una conversación privada con Felipe, el duque de Edimburgo, me dijo con toda confianza: «¿Por qué demonios no te pones en contacto con la gente de Gibraltar y avanzas allí en algo para llegar a un acuerdo? Nosotros estamos hasta la coronilla de toda esta historia, que además nos sale carísima».

—Me lo creo a ojos cerrados. —Areilza disfrutaba con ese intercambio de confidencias—. Y aún más caro nos saldría a nosotros recuperar ese Peñón y sus monos… En cuanto tuviéramos los dos polos del control del Estrecho, Hassan II no tardaría un minuto en intentar meterse en Ceuta y en Melilla.

Él a su vez le contó al Rey que el embajador inglés, Charles D. Wiggin, le había facilitado un apunte sobre Gibraltar bastante coincidente con lo que había dicho Felipe de Edimburgo: «Ni uno solo de los ministros del actual gabinete británico deja de comprender las razones que asisten a España en la secular disputa de Gibraltar. Tampoco ignoran el hecho de que la Roca ha dejado de ser una pieza clave en la defensa nacional». Wiggin le desveló también la existencia de «un memorando clasificado “confidencial” que contiene las líneas maestras para lograr un arreglo del problema con España».

—Cuando volvamos a tomar el té Wiggin y yo —concluyó Areilza—, le preguntaré simplemente «How much?»[31]

Operación Dédalo

Areilza, por ser el jefe de la diplomacia, despachaba frecuentemente con el Rey. No siempre hablaban de cuestiones exteriores. De vez en cuando, Don Juan Carlos sacaba el tema de la renuncia de Don Juan. Quería que fuese cuanto antes. Lo llamaban en clave Operación Dédalo. Habían barajado y descartado escenarios: las Cortes, el Palacio Real, El Escorial…, «aunque a mi padre le gustaría ese lugar, de donde vienen los Austrias y los Borbones, las dinastías españolas». El Rey prefería que la renuncia se hiciera «como un pacto de familia, y sin ningún intermediario para el resultado final». Y en un sitio lo más parecido a ninguna parte, un gran navío militar fondeado en aguas territoriales españolas: el portaaviones Dédalo.

Desde diciembre, Antonio Fontán viajó varias veces a Estoril llevando a Don Juan algunas sugerencias concretas apuntadas por el Rey:

—Solemnidad protocolaria del acto, para recibir yo de mi padre la investidura de legitimidad, la jefatura de la dinastía, de la Orden del Toisón de Oro y de la grandeza de España. El Conde de Barcelona podría conservar ese título soberano de modo vitalicio, es lo único que me ha pedido, con tratamiento de Alteza Real, y ser almirante honorario de la Armada. Viviría en España, con residencia y dotación presupuestaria, y en el protocolo oficial tendría el estatus de padre del Rey[32]

No tardaban en llegarle al Rey noticias indirectas de la reacción de su padre. El emisario solía ser Antonio Fontán, y en alguna ocasión Joaquín Muñoz Peirats. Pero no era un asunto que lo hablase con cualquiera.

Don Juan estaba dispuesto a dar el paso definitivo y a que fuera pronto. Pero en los últimos días recibió tanto «empujón oficioso» que… se repuchó. No sólo se lo pidió doña María; también le telefonearon para lo mismo algunos miembros destacados de casas reinantes europeas. Don Juan suponía que todas esas insistencias las movía su propio hijo.

A pesar de todo —era uno de los mensajes que llegó al Rey—, su decisión es firme en el sentido de ceder a Don Juan Carlos la investidura de la legitimidad. Y dentro de poco tiempo. Tiene ya redactado un borrador del documento, que ha cotejado con otros gestos parecidos habidos en sus ascendientes reyes, y espera que el acto sea público, breve, pero solemne.

Y se apuntaba una pregunta de protocolo:

¿Convendría que, una vez negociado el asunto, el Gobierno enviase a algún ministro a Estoril para pedirle oficialmente a Don Juan este último acto de generosidad y patriotismo? ¿O debe mantenerse como «pacto de familia» sin intervenciones políticas oficiales?

La prisa de Don Juan Carlos se debía a su deseo de hacer coincidir la renuncia de su padre con su fiesta de cumpleaños, el 5 de enero, y celebrarlo en el Palacio Real, en la recepción solemne de su primera Pascua Militar como Rey.

El último recado de Don Juan frenaba esas impaciencias dando la razón de su demora: «El Conde de Barcelona piensa que el Rey debe comprometerse antes en un programa de reformas, quizá algo parecido al del “memorial Fraga”. Quiere ver que se inicia en serio una apertura democrática. Y eso es lo que podrá desencadenar la “operación renuncia”»[33].

Fraga: un reformador con paraguas y bombín

Fraga y Areilza eran los únicos ministros que desde el primer momento se propusieron ir a una democratización del sistema. Intercambiaban papeles con esbozos, se reunían para discutirlos… En sustancia, uno y otro pretendían elaborar unas leyes de parcheo, unos salvoconductos que permitieran ciertas libertades básicas a los ciudadanos, y reformar algunas piezas del aparataje político franquista, pero el Gobierno y las Cortes conservarían la iniciativa constituyente. No les importaba demasiado que ese formato fuese el de una carta otorgada, una Constitución fabricada desde los órganos del viejo régimen, cuando lo que la nueva etapa exigía era algo tan distinto, tan simple y tan revolucionario como «constituir al pueblo en constituyente». De abajo arriba, y no al revés.

Muy madrugador, en los primeros días de enero Manuel Fraga desenfundó ante sus colegas de Gobierno un memorial titulado La reforma constitucional: justificación y líneas generales, con el que pretendía tomar la iniciativa política, presentándose así como el único político de la situación con una fórmula «reformista» concebida para evitar a toda costa la ruptura.

Fraga era la estrella política del momento, la esperanza blanca, el reformista intrépido llegado de Londres o, como él solía decir «del exilio de Belgravia», la embajada española entre Hyde Park, Buckingham y Victoria Station.

El memorial de Fraga era una mixtura que tomaba de lo viejo y de lo nuevo: una Cámara Baja elegida por sufragio universal, aunque por los cauces falangistas de «familia, sindicato y municipio» a los que se podrían añadir las asociaciones —que no partidos— políticos; y un Senado corporativo, estamental, designado, no elegido, en el que empotrarían a los miembros del Consejo Nacional del Movimiento. El presidente del Gobierno seguiría siendo nombrado por el Rey, entre una terna presentada por el Consejo del Reino, que también se mantendría. No veía necesario desmontar el sindicato vertical y único. Sin darse cuenta, en ese punto coincidía con los comunistas, que rechazaban la pluralidad sindical y preferían un sindicato único para controlarlo, incluso asumirlo íntegro desde CC.OO., el sindicato del PCE.

Curiosamente, Fraga, que no era de extracción ni devoción monárquica, producía a toda hora textos sobre la regencia, la mayoría de edad del príncipe heredero, los matrimonios regios… Deseaba apuntalar la Monarquía y estaba seguro de que «un referéndum organizado y controlado desde el poder se ganaría, dando así al Rey el respaldo popular que precisa para validarse». Es claro que un referéndum dirigido y controlado desde el poder se ganaría, como se ganaban en tiempos de Franco cuando «votaba» el 101 por ciento del censo, pero no le daría al Rey ni un gramo de legitimación popular.

El Rey: «Sácales dinero a los americanos, como gesto hacia mí»

El Rey no confiaba en Arias, ni en su voluntad de acometer en serio la reforma política, ni en su empeño por afirmar la Monarquía desde el inicio de su andadura. No obstante, forzado por las circunstancias, decidió darle su oportunidad de juego y cancha libre para que desarrollara sus planes de Gobierno. El decurso de los meses demostraría que Arias no tenía otros planes que durar, resistir y oponerse al cambio.

Sin interferir en las competencias del Gobierno, el Rey había perfilado la agenda de sus primeros pasos como jefe del Estado. Deseaba que el viaje a Estados Unidos fuese el punto inicial de sus visitas oficiales al extranjero. Pero ese viaje no convenía realizarlo mientras estuviesen pendientes las negociaciones del tratado bilateral y el acuerdo sobre las bases americanas en España. Por tanto, hasta mayo o junio recorrería el territorio nacional en una tournée de contactos directos con los españoles: tocar pueblo, conocerlos y darse a conocer. Una batalla de conquista pacífica. Los españoles le conocían como «el príncipe de Franco»; ahora necesitaba ganárselos como Rey y recibir de ellos la legitimidad popular. Una asignatura pendiente e indemorable. Empezaría por Cataluña.

Otra urgencia en su agenda era hacer ver cuanto antes a las Fuerzas Armadas que no estaban acéfalas, que tenían un jefe supremo, y ese jefe era él.

También entre sus prioridades tenía el Rey una reunión con el Consejo del Reino. En teoría, debía ser su cinturón pretoriano de consejeros, pero en la realidad no era así. Salvo dos o tres, el resto eran hombres afectos al franquismo y renuentes a cambiar el régimen. El Consejo del Reino era un órgano superfluo y formalista, acostumbrado a sestear durante años, y que Franco empleó como se emplea el lacre, para sellar lo ya decidido, ya escrito y ya firmado.

Se necesitaba el dictamen del Consejo del Reino para disolver o prorrogar la legislatura de las Cortes; para destituir al presidente del Gobierno, y para que presentasen al jefe del Estado una terna de tres posibles candidatos a ocupar ese cargo. Sus consejos eran unos formulismos preceptivos aunque no vinculantes, pero si el Rey los desoía se podría generar una colisión institucional. De modo que, aun siendo un órgano de dignidad y «circunstancias», a malas podía convertirse en llave encasquillada que impidiera abrir la puerta.

El Rey sabía que en dos momentos no muy lejanos tendría que recurrir al Consejo del Reino: para «oírlo» el día que decidiera prescindir de Arias; y a continuación, para que fabricase la terna de posibles presidentes del Gobierno. Llegada esa ocasión, la llave debía estar bien lubricada.

Atento, pues, a esos primeros pasos que él mismo se había establecido, cuando Arias le dijo que había convocado la Junta de Defensa Nacional en Presidencia del Gobierno, le dijo: «No, no, cítalos aquí, en Zarzuela, porque voy a presidirla yo».

El tema del día era el acuerdo sobre las bases militares, los contenidos del tratado con Estados Unidos que debía firmarse el 23 de ese mismo mes. Los altos mandos militares, pese a ser los beneficiarios del toma y daca con los americanos, se mostraban críticos y recelosos. Casi todos desenfundaron sus folios y los fueron declamando con vehemencia o leyéndolos atropelladamente para que todo entrara y nada quedase por decir. Tenían la mala experiencia, se dijo allí, «del gato escaldado»: «Toman a España por un hangar de alquiler y un taller de reparación para sus buques y sus aviones, o una dársena para sus peligrosísimos submarinos nucleares»; «A cambio, nos dan la chatarra que ellos no usan, o si son equipos nuevos nos los suministran por piezas, sin munición, sin formalidad en las fechas de entrega, cuando les da la gana»; «El tratado queda muy bien en el papel, pero no tiene un valor real: las cláusulas de seguridad son un camelo, porque Estados Unidos no moverá un dedo si a nosotros nos ataca el moro en Ceuta, Melilla o Canarias»; «Las contrapartidas son imaginarias, y los créditos tienen unas condiciones que nos atan las manos para desarrollar nuestro propio armamento nuclear; van en letra pequeña, pero van»; «Las ayudas civiles son menores que las que obteníamos antes»; «Las fechas de desnuclearización y salida de sus submarinos no son reales, no se conseguirán»; «Habría que reducir drásticamente esos vuelos de sus cisternas de suministro de combustible por encima de nuestro territorio». Decían unos, decían otros…

El Rey escuchaba muy atento, sin mover un músculo. De vez en cuando tomaba alguna nota. Pero se mantuvo estatuario. No quería expresar acuerdo o desacuerdo con lo que allí se manifestaba; sólo oír las opiniones de la cúpula militar.

El tratado iba quedando hecho trizas sobre el tapete adamascado de la mesa de consejos, y aún faltaban algunas opiniones in voce, sin folios, de argumentos que en caliente y «con la venia de Su Majestad» proponían «independencia», «neutralidad», «tener nuestra propia fuerza disuasoria», «cerrar las bases y que empiecen a valorarnos», «recordemos el papelón que nos hicieron jugar en Ifni o, más reciente, cómo estamos saliendo de Sahara»…

—En lo que respecta al contenido defensivo militar —dijo el general De Santiago, como resumiendo las posiciones expuestas—, las ventajas para las Fuerzas Armadas no se ven por ninguna parte. Este acuerdo no nos asimila a la OTAN. Seguimos fuera del club. Nosotros los ayudaremos a ellos, pero ellos a nosotros, no. Dicho esto, no parece que por parte militar se vea la necesidad de vincularnos, y nada menos que con un tratado entre dos Estados, a no ser que haya un interés político…

Eran las mismas posiciones que Carrero Blanco defendió tozudamente ante Henry Kissinger el 19 de diciembre de 1973. Al día siguiente reventaba dentro de su vehículo oficial, por el impacto de una carga de C4, explosivo estadounidense de uso exclusivo militar, activada por Euskadi Ta Askatasuna (ETA).

Arias Navarro, su sucesor en la presidencia del Gobierno, inició inmediatamente la negociación con Estados Unidos. Hasta el momento presente. Dos años de discusiones y regateos, con cara de perro. Franco, enfilando su corredor de la muerte, y el futuro de España en suspense. Al fin, el tratado estaba listo para la firma. Y ahora los generales salían por ese registro… Arias miró al Rey y pidió la palabra:

—Señores, pregunta el vicepresidente De Santiago si detrás de este tratado hay algún interés político. ¡Pues claro que lo hay! Más que un interés, una opción. Como nos ha dicho hace un momento el ministro de Exteriores, este tratado es parte de un todo, y en el contexto político y defensivo de hoy, España tiene que optar por Occidente sin vacilación. No nos podemos costear la neutralidad. Y… no vamos a alinearnos con el bloque soviético. En cuanto a las contrapartidas de las que algunos aquí desconfían, les recordaré que el Caudillo no sólo aprobó el anterior acuerdo marco, muy inferior a este tratado, sino que dijo al ministro Pedro Cortina, que era el negociador: «No se vengan de ahí —Franco en persona los llamó por teléfono a Nueva York— con las manos vacías. En último término, si no consiguen ustedes lo que quieren, firmen lo que les pongan delante. Pero el acuerdo lo necesitamos».

La mención a Franco fue como un abracadabra que zanjó la discusión[34].

El Rey les ofreció después un refrigerio y charló distendidamente con los ministros militares y con los jefes de los estados mayores.

Sabía que en el Ejército había dos capas generacionales: una, de coroneles hacia arriba, el generalato, un Ejército franquista, chapado a la antigua, cargado de medallería y reacio al cambio; y otra, de tenientes coroneles hacia abajo, la oficialidad que pedía modernización militar, apertura social y democracia política. Él tendría que estar con unos y otros. A los de arriba, recibirlos en audiencia, escucharlos, comprenderlos, y no permitir que por hache o por be les saltasen el escalafón. A los jóvenes, fajárselos en maniobras y ejercicios tácticos, abrirles un porvenir en contacto con oficiales europeos y americanos. Su preocupación era una posible fractura dentro del Ejército si se radicalizaban las dos tendencias: el inmovilismo de los veteranos y la exigencia de apertura por parte de los capitanes y los comandantes jóvenes.

Hizo un aparte con Areilza, que estaba indignado con cuanto había escuchado allí. Al día siguiente viajaba a Bonn, Luxemburgo y París para llamar a las puertas de los países comunitarios, consciente de que nuestro dificilísimo acceso a la Comunidad Económica Europea (CEE) pasaba por dos antesalas ineludibles: una desfranquistización del sistema con garantías democráticas, y eso como previo al posible ingreso en la OTAN.

—Ya has oído a éstos —le dijo el Rey—, así que hay que batirse el cobre para sacar más ventajas económicas en las contrapartidas. Por lo demás, en el Ejército hay más UMD de la que os pensáis… Interprétalo como quieras[35].

El Rey y Areilza no precisaban ser muy explícitos entre sí: estaban al cabo de la calle de la «dependencia» de España respecto a Estados Unidos para asentar la Corona y la democracia. El ministro de Exteriores aprovechó ese breve aparte para contarle al Rey algo que Kissinger le había dicho pocos días antes en París, desayunando en la Rue du Faubourg Saint-Honoré: «Quiero que sepa que no estarán bajo la presión de Estados Unidos. Ustedes saben que tiene que haber cierta evolución, y lo están haciendo. Si algún estadounidense los presiona, si es del Departamento de Estado, díganmelo; y si no es del Departamento de Estado, ignórenle».

—Y cuando hablamos del tratado, de las ayudas que se consignaban en dinero, le dije que «por cuestión de imagen», deberían sumar en total mil millones de dólares, y no los 675 millones previstos. Le sugerí que hinchasen la cifra incluyendo otras partidas ajenas al acuerdo, de aquí y de allá, por ejemplo de los créditos del Export-Import Bank.

—¿Qué te contestó?

—Kissinger me dijo que, por no sobresaltar al Congreso ni suscitar envidias en otros países aliados que en estas fechas están negociando convenios, él prefería manejar públicamente la cifra de ochocientos millones de dólares, aunque bajo cuerda… Discutimos un rato ese punto. Yo insistí en la cifra redonda de los mil millones de dólares, y le subrayé: «Por contentar a los militares españoles, que son reacios al acuerdo».

—¿Y cómo quedasteis?

—Le hice entender que aquí habrá democracia si los militares nos garantizan la estabilidad política interna. También le remaché la necesidad de fijar unas fechas tope para la retirada de sus ingenios nucleares de la base de Rota. Hablé casi una hora. Él tomó notas y al final me dijo: «Aquí hay unas cosas que dependen de mí; otras, de Defensa; y otras, del Congreso. Pero yo asumo la tarea de que se acepte todo del mejor modo posible».

—Bueno, José María, ahora cuando venga y volváis a sentaros, tú céntrate en las contrapartidas del tratado. Aprieta ahí para sacar más ventajas. Y dile a Kissinger que, hombre…, que hagan ese gesto como un apoyo público de los americanos al empeño democratizador de la Corona, y también… como signo de confianza en mí[36].

Kissinger: «¿Cuánto manda el Rey?»

El Boeing oficial 707-VC137, fuselaje azul y oro, aterrizó en Barajas el 24 de enero, sábado. El ministro de Exteriores, Areilza, al pie de la escalerilla, recibió a su homólogo americano Henry Kissinger, que llegaba con su séquito de asesores y ayudantes para la firma del tratado. Con el presidente Arias, en Castellana 3, la conversación fue insulsa, sonrisas de protocolo y traducciones mediocres. De ahí, a La Zarzuela. Con el Rey, un diálogo cordial, desenvuelto, extenso y en inglés. Almorzaron en el jardín, y aunque era invierno la atmósfera estaba diáfanamente azul. Después del café, Don Juan Carlos invitó a Kissinger a dar un paseo. Se alejaron los dos solos charlando por entre los árboles que rodean La Zarzuela.

—Sire, en estos primeros tiempos, vaya usted con cuidado —Kissinger le habló al Rey, en el rol de un gurú político—. Que no le apresuren. Consolide poco a poco la Corona, que es lo más importante…

—Aquí la oposición, las oposiciones, porque son varias, me piden más amnistía. Ya di una al inicio del reinado. Europa también insiste en que abramos la mano enseguida.

—No, no, no dé la amnistía. Resérvese esa baza. ¿Mi consejo? Un proceso de apertura, pero lento. Lo lento que ustedes necesiten para poder controlarlo.

—Estoy de acuerdo —respondió el Rey.

El monarca volvió a exponerle cara a cara lo que ya le dijo por teléfono cuando le explicó su necesidad de mantener a Arias.

—Arias no entusiasmará a los que quieren un cambio drástico y rápido, pero tranquilizará al establishment, políticos, empresarios, banqueros, militares…

El Rey explicó al secretario de Estado cuál era su sitio y su papel en el nuevo sistema político:

—Todavía no tenemos una Constitución, pero yo quiero funcionar ya como un monarca constitucional: un Rey con un aura arbitral, neutral, no en una nube, no al margen, pero sí fuera de las disputas y las tendencias políticas. Rey de todos en general, pero de nadie en particular. Sin camarillas de privilegiados. Un equipo mínimo. Con patente de Rey que viene de ayer, pero de Rey que trae el futuro.

—Pero a usted le obligan las leyes franquistas… No han sido liquidadas, ésa es la cuestión.

—Sí, no es sencillo: tengo que moverme en el laberinto de las Leyes Fundamentales y de las instituciones de Franco; pero situándome por encima de los políticos… Nadie me ha dicho cuál es mi sitio, ni hay precedente cercano que me sirva, pero yo lo sé: lo mío es dedicarme sólo a esa «alta política» que ni se ve, ni se oye, ni queda escrita en ninguna parte.

En el coche, de vuelta a Madrid, Kissinger recostado en el asiento de atrás, junto a Areilza, no perdió un segundo en su bombardeo de preguntas.

—¿Qué capacidad de acción política tiene el Rey? ¿Puede dirigir la política saltándose al Gobierno?

—Bueno, en estos momentos él es el depositario de todos los poderes de Franco. Él tiene el mando… Si quisiera, podría ser un monarca absoluto, como lo fueron sus antecesores, y como lo fue Franco.

—Pero ¿él quiere eso?, ¿o tiene el propósito de convertirse algún día en un rey constitucional, a la europea?

—Don Juan Carlos quiere entregar todos los poderes al pueblo. Ésa será su legitimación popular… Ahora es la criatura de Franco, el rey que Franco fabricó ahí. —Con el dedo pulgar por encima del hombro, Areilza señalaba por la luneta trasera hacia El Pardo—. Ése es el quid de la reforma que se pretende…

—Sí, lo sé, lo sé. Dar libertades y dar poder. Pero… en este momento ¿Juan Carlos tiene tantos poderes como tenía el general Franco?

—Ummm… No tiene su autoridad, ni su carisma; pero sobre el papel tiene el mismo poder que tenía Franco. Para ir a Sahara, ¿recuerda?, no necesitó consultar a Franco.

—No estaba consultable —Kissinger se llevó las manos a la cara, a los brazos, al pecho, sugiriendo una red de tubos, cables, electrodos y mascarillas. Reprimió una risotada y continuó su inquisitoria—: ¿El Ejército le respeta? ¿Le obedecerá? ¿Cuánto podrá mandar el Rey?

Areilza, aprovechando ese puntilloso interés del americano, derivó hacia el motivo de su visita: le contó que los mandos militares eran los que más pegas oponían al tratado, al uso de las bases, a la permanencia de submarinos nucleares, a las operaciones de abastecimiento con aviones nodriza en vuelo, y, sobre todo, que miraban con lupa cada dólar y cada equipo bélico de las contraprestaciones…

La interrupción fue útil. Kissinger dejó de barrenar en lo militar y giró hacia el repertorio político:

—¿Cuál es su timing en las reformas? El Rey… ¿va a ir deprisa o despacio?

As fast as he can in the circumstances… Lo más deprisa que pueda, dentro de… la lentitud.

Con alta dosis de cinismo, le confesó a Areilza su opinión sobre las reformas:

—Hay que anunciarlas. ¿Qué se pierde? Siempre son mejores los anuncios de reformas que las reformas en sí mismas. Después, una vez hechas y aplicadas, la gente empieza a quejarse de las consecuencias que acarrean… y a pedir más y más. En política, es mejor prometer que dar. No hagan caso a las exigencias de los gobernantes europeos. Se han convertido en los exclusivos expendedores de certificados de demócratas… No les hagan caso más que en lo que realmente les convenga a ustedes para que entren en la Comunidad y luego en la Alianza Atlántica…

Una vez en el palacio de Viana, Kissinger recordó que había estado allí un par de veces. Un camarero con guantes blancos les sirvió unas bebidas. Aún faltaban unos minutos para que entrasen en el magnífico salón de Embajadores los equipos paritarios para la firma del tratado. En tono confidencial comentó su preocupación por Europa:

—En Francia hay peligro de comunismo. En Portugal, resaca. Grecia y Chipre, una incógnita cada mes. Y en Italia… más que peligro. ¡Y pensar que hace unos años financiamos y apoyamos nosotros mismos el centro-sinistra!

»Por favor, señor ministro, no caigan en la mitomanía de los profesores dogmáticos que lo quieren ensayar todo. Hagan cambios, reformen, den libertades… Pero el calendario lo fijan ustedes. Y mantengan la fortaleza y la autoridad del Estado por encima de todo. Democraticen el régimen, claro, pero sin demasiado afán, sin exigencias ni prisas. Sobre todo, no vayan por el camino de Portugal. ¡Vayan despacio! Go slowly![37]

Aquella tarde se firmó el Tratado de Amistad y Cooperación Hispano-Norteamericano, a falta de que el Senado aprobase las partidas presupuestarias.

A la mañana siguiente, también en Viana, un desayuno a tres: Kissinger, Fraga y Areilza que, como anfitrión, se esmeró en que fuese un perfecto american breakfast.

Kissinger quería saberlo todo y empalmaba una pregunta con otra. Fraga exponía su plan de reformas, su «memorial», que él, adelantándose a los tiempos, titulaba ya «la nueva Constitución». Habló de partidos, de ley electoral, de un calendario… Era un diálogo rápido y chispeante, los tres en un inglés apaleado: la Iglesia española, el Ejército, los personajes de la derecha, el centro… ¡los centros!, las izquierdas, el comunismo, las huelgas, las multinacionales…

A Kissinger le extrañó que, en el proyecto de Fraga, la Cámara Baja que debía salir de las urnas no eligiera al futuro presidente del Gobierno, sino que fuese designado por el Rey, a partir de una terna que le presentara el Consejo del Reino.

—¿Y eso? ¿Por qué van a mantener en esa importante cuestión los usos del viejo régimen?

—Pero el Rey —respondió Fraga—, al designar al nuevo presidente, tendrá en cuenta la terna y también los resultados electorales…

—Pues esa elección, no hecha directamente por el pueblo, puede plantear serios problemas. Si las elecciones no arrojan un resultado inequívoco, si nadie tiene una mayoría suficiente y hay diversas posibilidades de formar coalición entre partidos medianos y pequeños…, le quedaría al Rey la patata caliente. ¡Peligroso!

—Ya, pero «mi» ley electoral —dijo Fraga— evitará precisamente la proliferación de partidos políticos. Lo he estudiado mucho. En «mi» opinión, sólo deberá haber cuatro: uno de la derecha neofranquista; otro de centro, en el que militaríamos políticos como Areilza y yo; y otros dos en posiciones más izquierdistas: la democracia cristiana y el socialismo. El Partido Comunista quedará excluido del juego democrático: no respetan la democracia, obedecen directrices soviéticas, sus normas internas son dictatoriales y allí donde mandan desaparece la libertad.

—Totalmente de acuerdo con su anticomunismo —subrayó Kissinger—; pero ¿están ustedes seguros de que el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) concurrirá a unas elecciones en las que el comunismo esté prohibido? ¿No se sentirán un socialismo «amarillo», plegado al juego oficial?

—Almorcé con Felipe González y varios dirigentes del PSOE hace un mes —respondió Fraga—, el día en que se hacía público el nuevo Gobierno. Y allí quedó claro que, frente al privilegio de la clandestinidad del PCE, ellos prefieren el privilegio del monopolio de la izquierda, ¡que no es poca cosa!, y que tendrán un comportamiento responsable. Así ocurrió en Alemania al término de la guerra mundial. Y así continúan.

En los postres, Kissinger reflexionó en voz alta:

—En un país como España, que está saliendo de un liderazgo férreo y con todos los poderes en unas solas manos, ¿cuál será el papel del monarca…? Ustedes dicen que será un rey «constitucional moderno» y yo lo imagino como un venerable adorno. Yo preferiría un jefe del Estado fuerte, no decorativo, y con la gran ventaja de la continuidad.

—Ah, no, no —se apresuró a aclarar Fraga—. El Rey será el jefe supremo de las Fuerzas Armadas. Una relación y un vínculo indispensable para asegurar que los ejércitos serán leales y estarán a sus órdenes.

Antes de levantarse de la mesa, apurando su zumo de naranja, Kissinger lanzó un último consejo:

—No es fácil poner en marcha un sistema de partidos, después de cuarenta años de prohibición… Sólo hay un medio de que eso funcione: disciplina implacable. Ya conocen la figura del hombre látigo, el capataz que marca la dirección del voto a los diputados de su grupo parlamentario. Algo similar…

Después de aquel desayuno, Fraga anotaba en sus memorias: «Kissinger lo pregunta todo y lo entiende casi todo. Le damos seguridades de que la Transición será pacífica y la reforma irá adelante»[38].

«¿Carmen? Soy el Rey»

Carmen Díez de Rivera era una joven y guapa aristócrata, intelectual, «progre», con ideas de izquierdas y una fijación antifascista, natural en la juventud urbana de su generación, pero que en ella era más potente porque arrancaba de un drama familiar.

Carmen era una mujer con una herida. Una herida profunda que no empañó el brillo de su mirada, pero marcó su vida. Una herida que no dejó cicatriz, porque nunca cicatrizó.

Criada y educada en la alta sociedad madrileña, como hija de los marqueses de Llanzol, a los dieciocho años descubrió que su padre biológico no era Francisco de Paula Díez de Rivera, el marqués, sino Ramón Serrano Suñer, el Cuñadísimo de Franco, casado con Zita Polo, falangista medular, ministro de Exteriores y factótum político durante la fabricación del régimen. Fascinado por Hitler y Mussolini, Serrano Suñer introdujo en España buena carga de la ideología nazi y del populismo fascista, además del atrezo paramilitar de uniformes, insignias, himnos, saludos brazo alzado, culto al líder, arquitectura colosal, afirmación de la raza…

Carmen Díez de Rivera se había enamorado de Ramón, un hijo de Serrano Suñer. Y él de ella. Querían casarse. Tuvieron que decirle la verdad a quemarropa: «No puedes. Ramón es tu hermano». A partir de ese instante, Carmen echó cerrojos a su corazón. Abandonó la casa familiar, se fue a África, intentó refugiarse en un convento… No era lo suyo. Volvió a España y buscó trabajo. En su currículo de niña bien de piel fina, una licenciatura, varios idiomas, viajes por el extranjero, cierta despensa cultural, agenda social de alto standing y un apellido de abolengo. Amiga de Don Juan Carlos y doña Sofía, desde que eran príncipes de España, por recomendación suya, entró a trabajar en Televisión Española como secretaria de Adolfo Suárez, recién nombrado director general. Noviembre de 1969.

Carmen tenía veintisiete años, ojos verdes, una belleza sin maquillajes que llamaba la atención y una soltura tan audaz como su politesse le permitía. Ya en la entrevista de prueba con quien iba a ser su jefe, mirando el retrato de Franco que presidía el despacho, le soltó: «¿Y cómo alguien tan joven como usted puede ser fascista?» Después Suárez le comentó a un colaborador de su confianza: «Me han puesto de secretaria una marquesita monísima, pero un poquito… impertinente»[39]. Carmen trabajó más de diez años junto a Suárez —en sus diarios lo mencionaba como «el señorito»—, discutiendo con él casi a diario, pero estimulándole en sus atrevimientos de apertura política durante la Transición.

También siguió su relación de amistad con los Reyes. Se conocieron años atrás por un contracuñado de doña Pi, la hermana de Don Juan Carlos. Y se cayeron bien. Muchos días, hacia el final de la tarde, el Rey la llamaba por teléfono, se tumbaba en un sofá, encendía un cigarrillo parsimoniosamente, y le comentaba mil quisicosas de la jornada política. Carmen era para el Rey una especie de frontón de izquierdas, un frontón respondón que devolvía las bolas o las dejaba caer cuando llegaban mal dadas. No era una intelectual de la gauche divine… à la chaise-longue. Carmen era, a su manera, una activista de despacho, persuadida de que la dictadura —cualquier dictadura— era un abuso, un atropello humano, un expolio del bien más irrenunciable: la libertad. Y que, muerto Franco, sólo las mentes estropeadas, sólo las almas enfermas de ambición podían seguir aferradas a esa ceguera voluntaria.

El Rey escuchaba sus reflexiones… Y volvía a encender otro cigarrillo, para disipar el vértigo. Luego, de madrugada, Carmen escribía algunas líneas en su diario.

El 24 de enero de 1976, el Rey le contó su conversación con Kissinger. Al día siguiente ella lo apuntó en su diario agregando una puyita irónica:

Kissinger le ha aconsejado que no dé la amnistía, y que el proceso sea lento, muy lento. The King está de acuerdo: «El proceso debe ser lento y controlado…» Claro, al fin y al cabo, el Rey y todo el Gobierno proceden de la dictadura, eran los alevines del franquismo. Se han creído a ciegas lo del «peligro comunista» y van a marcar un ritmo que no tiene nada que ver con el del pueblo español. El pueblo tiene mucha prisa[40].

El pueblo tenía prisa y Europa pedía más marcha, más velocidad, más signos creíbles de cambio real. Alemanes, ingleses, suecos, daneses… rompían lanzas a favor del PSOE. A Areilza, en sus viajes de marketing de la democracia, le preguntaban si el Gobierno iba a organizar su propio partido de centro; también le pedían parecer sobre los dirigentes de la oposición. Al laborista inglés Harold Wilson y al sindicalista danés Andersen les interesaba saber cuál de los líderes del socialismo español tenía más posibilidades de ganar el voto popular: Enrique Tierno, Rodolfo Llopis o Felipe González. «¿Quién diría usted que es el mejor de esos tres para ganarse el voto?»[41]

El Gobierno alemán alzaba el grito si en España no trataban bien al PSOE. La tutela de la Internacional Socialista sobre el PSOE era evidente. Aunque todavía no muy correspondida por la dirección del PSOE. Ya antes del Congreso de Toulouse en 1972, Felipe González y la Federación Sevillana que él lideraba no sólo estaban por el «OTAN no y bases fuera», sino que habían propuesto que el PSOE no se integrara en la Internacional Socialista, a la que juzgaban excesivamente vinculada a los intereses norteamericanos y atlantistas. Constaba en acta. En fechas más próximas, en la primavera de 1976, varios dirigentes del PSOE, Juan Antonio Yáñez, Felipe González, Miguel Boyer y Alfonso Guerra, acompañados por Enrique del Moral, presidente de la Fundación Aena, viajaron a Moscú, estuvieron en el Kremlin, visitaron el buque histórico Aurora, tocados con gorros de astracán. El pretexto del viaje era recuperar los archivos del PSOE. Y la sustancia política, firmar un documento por el que se comprometían a no ampliar el bloque de la OTAN cuando el PSOE alcanzara el poder[42].

«Democracia a la española»

Habían transcurrido dos meses desde que se estrenó el primer Gobierno de la Monarquía, el de Arias. Las Cortes vivían su segunda prórroga de legislatura, una dada por Franco y otra por el Rey. El presidente Arias no sentía ninguna necesidad de anunciar su programa ante las Cortes. Consciente o inconscientemente, abonaba la imagen de una vaga continuidad. Al fin, el 28 de enero, subió a la tribuna del hemiciclo y leyó su discurso programático. Promesas reformistas de un paso adelante y cinco atrás. Advirtió, nada más empezar, que se tomaría todo el margen de prórroga de la legislatura[43], «para no reformar con aventurerismo ni con frivolidad», o «con afanes injustificadamente constituyentes».

No era un discurso de horizontes abiertos ni de iniciativas estimulantes, sino de límites, de frenos, de cautelas, de exclusiones, de ilícitos, de enemigos al acecho. Cada promesa de apertura se ofrecía amenazada por una severa cortapisa —«pero no consentiremos…», «pero no toleraremos…», «pero no admitiremos…», «pero no abriremos la puerta a…»—. Volvía a dibujar un mapa dividido entre españoles con visado y españoles proscritos; españoles patriotas y españoles traidores. Reafirmó la vigencia del Movimiento Nacional como «empresa, comunión y participación». Ensalzó la bondad y perennidad de las Leyes Fundamentales como «Constitución abierta», que lo sería «a lo largo de los tiempos». Eludió mencionar la palabra partidos —«no seré tan ingenuo como para tenderme yo mismo esa trampa»—, y se quedó en el anuncio medroso de una tolerancia a las «asociaciones» y «grupos políticos». En fin, concedió que habría democracia, «pero no copiada de las democracias de por ahí», sino «democracia española». Cualquier español que hubiese conocido la democracia orgánica, la Plata Meneses y el oro alemán, sabía que la democracia, la plata y el oro cuando son auténticos no necesitan apellidos.

Una prosa barroca y antigua, con el continuo martilleo del «peso de la ley», el «orden», la «energía», la «vigilancia», la «conservación del legado de Franco»…

Ante tan decepcionante «hipótesis de reforma», Fraga saltó para rebatirle, convocando a los corresponsales extranjeros: «Reformar quiere decir formar de nuevo. Y es algo que se hace no por imposición de un lado u otro, sino por un consenso mayoritario. Reformar supone, pues, cambios reales, no ficticios».

Aunque no se moviera una hoja de papel y el ritmo fuese de marasmo, había cuatro proyectos o amagos de reforma circulando por los despachos y discutiéndose en sobremesas de almuerzos y cenas. Fraga, Areilza, Arias y Suárez tenían sus bocetos. Sólo Torcuato tenía la fórmula.

Para agilizar las reformas, Torcuato puso en marcha un raro instrumento: una comisión mixta, paritaria, integrada por miembros del Gobierno y miembros del Consejo Nacional o Cámara Alta. Raro engendro: el ejecutivo legislando y el legislativo ejecutando. Juntos y al alimón. Era, y pronto se vería, un «objeto imposible»: ministros reformistas intentando cambiar lo que los consejeros inmovilistas querían conservar.

Pero allí a nadie le echaban para atrás los contrasentidos de la situación heredada. Adolfo Suárez estaba entusiasmado con ese invento «con tal que produzca algo válido». Y Torcuato, burlón, rezongaba: «Todo vale, ¿eh?, todo vale». Claro que el propio Suárez era un producto funcional del sistema: secretario general del partido único, el Movimiento; y a la vez, ministro, procurador de las Cortes y consejero nacional, es decir, miembro de las dos Cámaras legislativas y del Gobierno; y miembro nato del Consejo de Estado. Todo, menos deán catedralicio.

El 11 de febrero se reunió esa comisión mixta por vez primera en un piso alto del antiguo edificio del Senado. ¿Orden del día? Trazar un plan de trabajo que debía centrarse en tres grandes reformas: Ley de las Cortes, Ley de Sucesión y Ley de Asociación Política. Fue entonces cuando Arias Navarro les soltó un discurso que ni los más reaccionarios esperaban. Tras declararse «mandatario de Franco y guardián de su testamento», durante media hora galopó sin riendas en una intempestiva confidencia, entre llorosa y jupiterina. Empezó rememorando sus sentimientos de orfandad durante el entierro de Franco y en el funeral en la cripta del Valle de los Caídos, y pasó a vaticinar «lo que temí que ocurriría tras su muerte, porque los enemigos de España pululan [con] plena impunidad y hay que acabar con ellos…» Y «ellos» eran Santiago Carrillo, Rodolfo Llopis, Felipe González…, a los que excomulgó de la convivencia política.

Dijo que cierta prensa le había acusado «de haber hecho un discurso decepcionante en las Cortes y de querer simplemente continuar el franquismo con un retoque de fachada sin cambiar nada esencial». Hizo una pausa, miró despacio a los ministros y consejeros sentados alrededor de la gran mesa, y entonces declaró lo asombroso: «Pues bien, ¡sí, es cierto! ¡Yo lo que deseo es continuar el franquismo! Y mientras esté aquí y actúe en la vida pública, no seré sino un estricto continuador del franquismo en todos sus aspectos. ¡Y lucharé contra los enemigos de España que han comenzado a asomar su cabeza y son una minoría agazapada y clandestina!»

Adolfo Suárez con el mentón apoyado sobre el nudo de su corbata, la mirada en un punto del suelo, como si fuera a taladrarlo, estuvo así todo el tiempo que duró el soliloquio de Arias. Manuel Fraga, las manos entrelazadas sobre la mesa y girando sus pulgares igual que un molinete, cada vez a más velocidad. Torcuato, como si hubiera dejado allí sentado su cuerpo, su cabeza de águila repeinada, y él se hubiese ausentado. José Antonio Girón, exultante y respirando con sonoridad. Areilza pálido, todo él hecho un rictus. Por la noche se desahogó en su Diario: «Se me cayó el alma a los pies. O el Rey hace algo, o la Corona se va al garete»[44].

Tramoya del viaje del Rey a Cataluña

A finales de enero, el general Armada visitó en Barcelona al gobernador civil, Salvador Sánchez-Terán:

—Don Juan Carlos va a comenzar una serie de viajes oficiales por España, y tiene gran interés en que su primera salida como Rey sea a Cataluña. Lo ha meditado mucho y es un empeño rotundo. Así que aquí estoy para que veamos la parrilla de lugares, actos, alojamiento, trayectos, discursos. El Rey quiere recorrer las cuatro provincias, palmo a palmo, pam a pam…, pero que no sea un viaje de inauguraciones al estilo de Franco, ni de arengas de balcón, sino moviéndose «a ras de pueblo», así me lo ha dicho, estando con la gente… Él busca el contacto humano, hablar a los catalanes y que ellos le hablen, que le conozcan y le vean cercano. Vendrá también la Reina.

—¿Para cuándo tenéis pensado que sea?

—A mediados de febrero, del 16 al 22. Un estancia larga, toda la semana.

—Y… ¿no podría ser más adelante, hacia abril o mayo?

—¿Qué pasa? —Armada puso cara de extrañeza—. ¿Tenéis algo aquí en febrero?

—No, pero es que no es el mejor momento. Estamos padeciendo un mes de enero muy conflictivo: huelgas, encierros, manifestaciones, policía en la calle zurrando… Y esto tiene pinta de seguir.

—Media España está así… y, como bien dices, con pinta de seguir.

—Pero aquí hay mucho obrero fabril, mucho universitario politizado y mucho catalanismo. Todo eso junto es un cóctel molotov. El eslogan de «Llibertat, amnistia i Estatut d’Autonomia», que ya lo grita todo el mundo, ha salido de aquí. Lejos de mí poner pegas, al contrario; pero, pensando en el primer pie a tierra del Rey, no es lo mejor venir con un ambiente cargado, electrizado y a la que salta…

Armada revisó su agenda de bolsillo.

—Huecos de una mañana o de una tarde, sí; pero de cinco o seis días en blanco, no, nada. —Pasaba rápido las hojas, se las sabía de memoria—. Tenemos ya pillado todo el semestre. Y nos pondríamos ya en junio…

—A primeros de junio sería un buen momento —insistía Sánchez-Terán.

—No es posible —Armada hablaba sin dejar de mirar las hojillas de la agenda—. La primera semana la tiene ya hipotecada y fuera de España… Confidencialmente: será su primer viaje oficial al extranjero, a Estados Unidos. Y no cabe moverlo. Además, un rey no debe esconderse de los problemas, sino dar la cara.

A partir de ese momento, se pusieron a diseñar la vista.

—El Rey preferiría no alojarse en el palacio de Pedralbes, sino en el palacete Albéniz. Aunque sea más modesto tiene menos resonancias del régimen anterior. Ha pensado en un primer acto solemne en el Tinell.

—Buen sitio: ahí los Reyes Católicos recibieron a Colón…

—Exacto. Ahí dará el Rey el discurso clave. La idea sería mostrar cómo la cultura griega, fenicia, cartaginesa, que nos entraba por estas costas, fue cristalizando en Cataluña, y hacer un trazado de la historia medieval, los condes de Barcelona, Urgell, Girona, Solsona, Empúries, Besalú y tantos otros, que se unen a la de la Corona de Aragón, Jaume el Conqueridor, Pere el Gran, Alfons el Magnànim… hasta llegar a Carlos III. Es decir, sin dar una lección de historia, pero sí de alguna manera, la historia de España vista y entendida desde Cataluña, no desde Castilla. ¿Quién podría hacer ese discurso?

—Ah, pero ¿no está hecho ya? Todo eso que has dicho, aquí oficialmente nunca se ha dicho, y gustará.

—Ésa es la idea en píldora. Hay que darle una estructura, una buena prosa… Alguien que tenga sensibilidad para tocar la fibra de lo catalán.

—Hay gente muy preparada aquí. Así, a bote pronto, me sale Martín de Riquer.

Martín de Riquer y Morera, conde de Casa Dávalos, era un catedrático de literatura románica, historiador de «lo catalán», académico, hombre ilustre e ilustrado.

—Plantéaselo. La idea del Rey no es soltar un discurso de juegos florales y elogios a Cataluña, sino convocar a los catalanes, integrarlos, decirles que la Corona cuenta con ellos, sabiendo quiénes son, cómo son, y valorando como una riqueza sus señas de identidad.

»Si Martín de Riquer se compromete, dile que muy discretamente redacte buena parte del discurso en catalán. No sé si lo hará, depende de si le coge el tono y la dicción, pero al Rey le gustaría hablar a los catalanes en su lengua; y no sólo la típica estrofita de un poeta, sino un fragmento largo.

Siguieron esbozando el contenido de la visita. A Sánchez-Terán le sorprendió ver que el Rey sabía muy bien lo que quería hacer durante su estancia catalana.

—Los Reyes quieren subir a Montserrat —dijo Armada— y el domingo antes de regresar, oír misa en la Merced, así contentan a las dos patronas.

Armada recordó que Juan Carlos ya estuvo en Montserrat cuando era un joven tenientillo, en noviembre de 1961. El abad de entonces, Aureli Maria Escarré, hombre muy crítico con el régimen y etiquetado por Franco como «un liberalón, separatista, amigo de los rojos», consideró al Príncipe como una artesanía de Franco, la voz de su amo, y no tuvo el menor interés en mantener con él una conversación privada. Incluso le invitó a comer en el refectorio con todos los monjes, con uno que leía en un pequeño púlpito, y todos en silencio.

—Yo aconsejaría —sugirió el gobernador— que antes de visitar al abad Cassià Maria Just, reciba al cardenal Jubany, que es la primera autoridad eclesiástica de Cataluña.

—Que no se me olvide lo más importante, aparte de los recorridos por las comarcas, los pueblos o las barriadas que acordéis, o sea, el cuerpo a cuerpo con la gente, y alguna fiesta popular que haya esos días, el Rey presidirá aquí un Consejo de Ministros. Vendrá el Gobierno en pleno, el viernes 20, y tratarán asuntos específicos de Cataluña.

Armada le dio a entender a Sánchez-Terán que la tramoya del viaje, en lo que fuesen actuaciones del Rey, no debía pasar por los despachos del Gobierno. El presidente, porque es el presidente; Exteriores, por protocolo; cada ministro querrá mojar en lo suyo; Fraga, amarrando los temas de seguridad, etcétera.

—Para cualquier consulta, llamas a la Casa: a mí o a Santiago Martínez Caro[45].

El Rey en Montserrat: «Recen por la amnistía»

A los pocos días, Sánchez-Terán tenía un buen dossier de itinerarios, propuestas para la cobertura de prensa, radio y televisión, medidas de seguridad, logística de aforos e invitaciones, protocolos… Y algunas dudas. Las repuestas de La Zarzuela fueron rápidas.

Se informó al Rey de que el abad de Montserrat los invitaba a visitar la abadía y a almorzar en el refectorio monacal con los monjes, pero… hablando. Monseñor Cassià quería oficiar la liturgia en castellano y en catalán. El Rey dijo: «Si acostumbran hacerlo así, que lo hagan»; y, en la oración de los fieles, deseaba hacer una referencia a la amnistía. Exactamente: «Pidamos por la reconciliación, la amnistía, los presos políticos y el pleno reconocimiento de los derechos de nuestro pueblo».

—Que lo diga, que lo diga —contestó el Rey—. Está en su casa. Además, me viene bien que recen por eso… Al fin y al cabo, a quien le va a tocar darla es a mí.

El Rey le hizo saber a Sánchez-Terán que le interesaría tener un encuentro con políticos catalanes de la oposición. Unos días antes del viaje, Terán se reunió en casa de Pere Duran i Farell con los dirigentes del Consell de Forces Polítiques: Jordi Pujol, Ramon Trias Fargas, Heribert Barrera y Josep Pallach. Ellos también querían sentarse a hablar con Don Juan Carlos. Pero no representaban a toda la gama de la oposición catalana. Y preguntaron si podrían ir a ver al Rey el socialista Joan Reventós, el comunista del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) Antoni Gutiérrez, y el del PCE Gregorio López Raimundo.

El problema era doble: por una parte, algunos de ellos se exponían a ser detenidos al entrar o al salir, porque estaban en la clandestinidad; y por otra, no estando legalizados sus partidos, la reunión con el Rey tendría que ser secreta. ¿Ocultándosela al Gobierno?

Entre ellos acordaron que fuese una comisión: Pujol, Trias, Pallach, Barrera y Andreu i Abelló. Ya estaba todo aceptado, también por Armada y Fraga, como responsable de Gobernación, cuando el jefe de los servicios de inteligencia en Barcelona trasladó a Sánchez-Terán un informe: «En Cataluña, el Ejército vería mal que el Rey recibiese a un republicano tan significado como Andreu i Abelló, que además de ser fundador de Esquerra Republicana (ER), colaboró con la República como presidente del Tribunal de Casación. Lo tienen entre ceja y ceja».

En medio de esas dudas y esas cábalas, llegó también el toque del Gobierno: «No parece oportuno que el Rey en Cataluña sobrepase los contactos políticos que el Gobierno de Arias Navarro todavía no ha iniciado. Sería como desautorizar el ritmo político de su propio Gobierno».

El Rey se dio por enterado. A pesar de lo cual, le dijo a Sánchez-Terán:

—De mi parte, les has hecho saber que tengo interés y deseo de estar con ellos, ¿no? Bueno, pues como tú eres el gobernador, conoces la situación y sabes cómo está el patio, yo haré lo que tú veas conveniente… Lo que no quiero es que ellos se sientan desairados, ni que piensen que yo me he arrugado, porque no es verdad. Si acaso, les explicas cómo ha sido todo. Si me dices que prescindamos, lo dejamos estar.

—Pues, le diré lo que pienso: me parece que Su Majestad es más abierto y más audaz que sus servidores. Pero quizá tengan razón. En política, las cosas tienen su tiempo y por lo visto aún no ha llegado la hora de ciertos contactos públicos del Rey.

El capitán general Borbón y Borbón parla català

El primer acto oficial fue en el salón del Tinell. Con sus altas bóvedas del mejor gótico mediterráneo era ya un escenario cargado de historia y solemnidad. El Rey, de gala militar, fue exponiendo el valor de las acumuladas aportaciones de Cataluña, con su perfilada identidad, en la formación del carácter español y de la historia de España. Manifestó su cariño por Cataluña, que le venía de familia. Afirmó que la Monarquía estaba para servir al pueblo, y que ése era el sentido de su existencia.

Yo quisiera convocaros hoy a todos a una tarea de ilusión y de entusiasmo. Una empresa colectiva que se asiente en la participación de todos en los asuntos públicos, base de una democracia auténtica orientada al bien común.

Aquí comenzó a hablar en catalán. Una sorpresa totalmente inesperada:

Catalunya pot aportar a aquesta gran tasca comuna una contribució essencial i que no té preu. L’afecció dels catalans a la llibertat és llegendària, i sovint ha estat fins i tot heroica. El català és amic de les coses concretes i, per això, és també realista, ordenat i treballador.

El público del Tinell —y quienes contemplaban el acto en sus casas frente al televisor— iban quedando impresionados. Era patente el sentido del gesto: el joven Rey les daba a entender que con él comenzaba una época diferente. Hacía cuarenta años que esa lengua había sido prohibida, postergada, infravalorada, y de pronto, sin esperarlo y sin aviso, los catalanes oían al jefe del Estado hablarles en su idioma… El Rey lo hacía suyo.

El primer aplauso rompió con lo de «la pasión de los catalanes por la libertad es legendaria y a menudo ha sido heroica».

Terminó con los vítores de rigor, en catalán: «Visca Catalunya! Visca Espanya!», y el salón del Tinell restalló en una ovación sólida, larga, emocionada.

El Rey había roto la barrera, había traspasado el cristal, había tocado la fibra íntima.

Fue un gran impacto, por lo que suponía de reconocimiento y respeto de algo tan entrañable como la lengua madre, y porque mostraba un nuevo estilo, una comunicación interpersonal directa y concreta. El Rey tenía que «legitimarse» ante todos los pueblos de España, y había escogido empezar por el catalán. Aquellas quince líneas eran un primer paso.

Un prestigioso cronista catalán, Carlos Sentís, expresó lo novedoso del hecho:

A pesar de los intentos de Cambó, Alfonso XIII no se decidió a hablar en catalán. En cuanto a los presidentes de la Segunda República, tanto los que se turnaron en la jefatura del Gobierno como en la del Estado, cuando en distintas fechas nos visitaron, no dijeron en catalán ni esta boca es mía. Don Juan Carlos, pues, ha derribado un tabú[46].

Durante los preparativos de la gira, Armada le había dicho al gobernador Sánchez-Terán que el Rey no pretendía un show, ni un triunfalismo de farsa, sino palpar en persona cómo le acogía o le rechazaba el pueblo.

—Estupendo —respondió rápido el gobernador—. A mí tampoco me gusta el sistema de contratar multitudes de comparsas, al estilo franquista, llevándolos en autocares de acá para allá con bolsa de comida gratis y veinte duros de propina para que llenen huecos y hagan de aplaudidores. Si Su Majestad quiere la espontaneidad natural, dejemos que la gente responda libremente.

Y así discurrió el programa. La comitiva de los Reyes iba recorriendo los pueblos de la ruta, y la gente salía de sus casas y se echaba a las calles. Monistrol, Sant Vicenç de Castellet, Sallent, Balsareny, Navàs, Puig-Reig, Gironella, Oliana, Manresa… Se inauguró una presa, La Baells, un embalse clave para regar el Alto Llobregat y abastecer de agua a Barcelona y su comarca. Y un momento emotivo, cuando se desviaron de la ruta para abrazar y consolar a las viudas y a las madres de los veintisiete mineros que murieron el 3 de noviembre de 1975 por una explosión de grisú en las minas de Fígols.

Los alcaldes habían engalanado con guirnaldas y banderolas los accesos a cada localidad, pero la gente colgó también sus pancartas: «Amnistía», «Viva el Rey», «Democracia», «Estatut», «Viva la Reina»…

En otro lugar, el Orfeón Catalán al terminar un recital interpretó el Cant de la senyera, y fueron los Reyes quienes iniciaron el gesto de ponerse en pie para escucharlo. Una actitud de reconocimiento y respeto que los allí presentes agradecieron profundamente, y a la mañana siguiente tuvo su resaltado en la prensa.

No hacía falta montar la engañifa del público artificial. La radio, la televisión, los periódicos catalanes, desde los más conservadores hasta los más críticos, eran los que provocaban el interés y la animación del público. Durante los seis días que duró la visita, el impacto en prensa fue imponente: portadas, titulares a toda plana, amplios despliegues en el interior, editoriales, artículos de plumas relevantes. Los Reyes eran «la noticia». Y eso se fue traduciendo en una respuesta de afluencia masiva de gente en las calles. In crescendo y con entusiasmo.

Arias: «¿Este niñato se cree que el Gobierno es un circo?»

El presidente Arias y los ministros Fraga y Valdés se alojaron la primera noche del viaje de los Reyes en el Gobierno Civil de Barcelona, como huéspedes de Sánchez-Terán.

En la sobremesa, después de cenar, Arias Navarro hizo algunos comentarios críticos sobre la decisión de Don Juan Carlos de celebrar en Barcelona el Consejo de Ministros del viernes:

—Pero ¿este chico qué piensa…? ¿Cree que puede hacernos viajar de un lado para otro, como si fuéramos un circo? Yo entiendo que es joven, que es un niñato, pero… ¿no se da cuenta de que el Gobierno es una cosa muy seria? No se puede ir teniendo Consejos de Ministros un día aquí y otro día allá… Porque ahora es en Barcelona, pero también quiere otro en Sevilla…

Palabras malhumoradas que se quedaron flotando en el fumoir sin respuesta ni réplica de nadie, aunque con azoramiento de todos[47]. Reflejaban su falta de respeto y de sintonía con el Rey. Más adelante, con los ecos en prensa de la acogida de Cataluña al Rey, empezarían los celos. Y se acentuarían con las valoraciones en el balance final, cuando todos los periódicos catalanes —desde los más conservadores como La Vanguardia o El Noticiero Universal, hasta los más críticos y menos obsequiosos, como El Correo Catalán, Diario de Barcelona y Mundo Diario— veían en el Rey a «un actor político más activo que su propio Gobierno», y comparaban la actitud de «escucha cercana, atenta y comprensiva de Don Juan Carlos hacia lo que pide este pueblo» y «su ánimo abierto, acogedor y liberal» con «la ambigüedad de un Gobierno que no alcanza a definir una política de reforma que conduzca a la democracia», y subrayaban la incógnita sobre «un Gobierno que sigue con sus pasos demasiado cortos y demasiado lentos»[48].

El segundo día de estancia de los Reyes hubo un suceso difícil: la Policía Municipal y los Bomberos de Barcelona se declararon en huelga y se encerraron en el ayuntamiento. Eran nacionalistas y querían hacerse notar para exponer sus reivindicaciones políticas. Sánchez-Terán informó a Fraga, que había regresado ya a Madrid y dio orden de que se les militarizara:

—Hay que ser duro. Esos tíos tienen que enterarse de quién manda aquí. Bueno, Salvador, tendré el teléfono al alcance de la mano, pero lo dejo en vuestras manos.

Se transmitió a los encerrados la orden de que desalojaran. No quisieron.

—Se les va a permitir que salgan por las buenas y se vayan a sus puestos o a sus casas los que no estén de servicio. Y si no salen voluntariamente, echaremos botes de humo.

—Pues, ¿a qué esperáis? ¡Humo! ¡O freídnos a tiros!

Querían provocar enfrentamientos y tiros, sabiendo que estaba el Rey en la ciudad.

Salieron ya de madrugada, después de una larga noche de negociación, de llamadas telefónicas y de tensión.

A la mañana siguiente, el Rey, con expresión seria y pasando del tuteo del día anterior al usted:

—Gobernador, ¿era necesario militarizarlos?

—¿Necesario…? No, necesario no era; pero nos facilitó el desalojo sin recurrir al uso de las armas.

—¿Quién dio la orden?

—Yo, Majestad. Asumí y transmití la orden que me dio Fraga, mi ministro.

Sánchez-Terán había expuesto sus reservas a que el Rey visitara Cornellà y la zona obrera del Bajo Llobregat. Estaban muy recientes la huelga general y las tensiones laborales, con duros enfrentamientos entre los trabajadores y la Guardia Civil. Pero el Rey aceptó sin dudarlo: «Es ahí adonde tengo que ir. No he venido a hacer turismo».

Y se organizó una sesión de todos los alcaldes de la comarca con el Rey, en el ayuntamiento de Cornellà, para tratar de sus problemas. Llegado el día, los alcaldes se presentaron allí y uno a uno fueron exponiendo al Rey las necesidades de su municipio. Hablaron con claridad, con realismo, incluso con crudeza. Y de esa reunión surgió el Plan de Urgencia Social del Bajo Llobregat. Era la tarde del sábado. La Plaza Mayor de Cornellà estaba abarrotada de gente. En otros pueblos los Reyes habían bajado del coche para dar la mano a cada vecino. Pero allí había tal multitud que era imposible. Entonces, aunque no quería hacer discursos de tribuna, ni había micrófono preparado, se asomó al balcón y dijo unas palabras improvisadas, tal como le salieron:

—Hemos venido la Reina y yo al Baix Llobregat a conoceros y a que nos conozcáis. Quiero que sepáis que el Rey siente como propios los problemas del mundo del trabajo. Y esto no son palabras fáciles. España constituye una Monarquía social, y es mi deber que sea así… Estad seguros de que se os reconocerán y se pondrán en aplicación todos vuestros derechos como ciudadanos y como trabajadores.

Durante la gira, el Rey se reunía con alcaldes, agricultores, ganaderos, comerciantes, representantes sindicales, autoridades civiles y militares, viendo con ellos los problemas y necesidades de su comarca: Priorat, Baix Empordà, La Segarra… En sus alocuciones, Don Juan Carlos seguía mezclando el castellano y el catalán. En ningún momento se refirió al régimen anterior y, aún más difícil entonces, no mencionó a Franco.

Cada jornada, iba con los Reyes el ministro al que concernían los asuntos de la zona que se visitaba. En Lleida los acompañó el ministro de Agricultura, Virgilio Oñate. En Tarragona, el de Industria, Carlos Pérez de Bricio. En Girona, los ministros del Ejército, Álvarez-Arenas, y de la Vivienda, Lozano Vicente.

El viernes 20 se reunió el Consejo de Ministros en el palacete Albéniz, donde se alojaban los Reyes y el staff de su Casa. Tuvo un claro acento y contenido catalán, en su vertiente económica y social, y en la estrictamente política: se anunciaron importantes y multimillonarias inversiones en autopistas, viviendas, instalaciones deportivas y actuaciones agrarias. La decisión política más importante, a propuesta del ministro de la Gobernación, fue crear una comisión para dotar de un régimen administrativo especial a las provincias de Barcelona, Tarragona, Lleida y Girona. Era una medida de gran trascendencia política, germen de lo que más adelante sería la autonomía catalana, y reflejaba la preocupación del Rey por el tema regional. También se aprobó en ese Consejo de Ministros la reforma del artículo 54 de la Ley del Registro Civil vigente, la de 1957, para que los españoles de cualquier región pudieran inscribirse o cambiar sus nombres a su lengua vernácula.

Pero «las cosas de palacio van despacio», y uno era el impulso regio y otro el ritmo del Gobierno. Aún transcurriría un año hasta que entrara en vigor esa disposición de los Jordis, los Miquels, los Narcís, las Carmes y los Ferrans… En cuanto a las cartas especiales para las provincias catalanas, en junio todavía las anunciaba Fraga como promesa de «su» reforma.

Una de las noches, los Reyes fueron al Liceo. Cita de rigor. Una ópera de Richard Wagner, Los maestros cantores de Núremberg. Cuatro horas y media de representación. Al Rey nunca le gustó la ópera, y aquellos días llevaba un tute maratoniano sin apenas dormir más de cinco horas. Se le vio bostezar varias veces en la penumbra del palco. Al terminar, le dijo en voz baja a Sánchez-Terán:

—Salvador, nunca en mi vida te perdonaré esta… faena, por decirlo finamente. Me has traído a la ópera más larga de la temporada… ¿Qué digo de la temporada? ¡¡¡De la historia!!!

Al término de la visita, El Correo Catalán, en su editorial «Lecciones de un viaje» reflexionaba sobre lo ocurrido esas jornadas:

Se dice de Cataluña que es un pueblo con fama de sentimental, pero reservado. Como sentimental, sólo sale de su reserva si se siente reconocido. En estos días, por los gestos y por el estilo sencillo de Don Juan Carlos, las gentes de las tierras catalanas se han sentido reconocidas, es decir, conocidas en su identidad tantas veces y tanto tiempo negada. Y la respuesta ha sido una afectuosa y sincera reacción sentimental. Cataluña ha salido de su reserva.

En Diario de Barcelona, el colectivo Seny Nou hacía este balance de la relación establecida entre el Rey y el pueblo catalán:

Ha predominado la sencillez, la espontaneidad, la autenticidad, sin engolamientos hinchados, sin paternalismos artificiales, sin sonrisas prefabricadas. Entre el pueblo y el Rey, todo ha sido natural, desenfadado, transparente, fácil.

Para Mundo Diario, los catalanes habían visto en los gestos y actitudes del Rey una cercanía humana y una comprensión de sus peculiaridades como pueblo: «Este pueblo —concluía— ha encontrado en Su Majestad a un notable abogado para el reconocimiento de sus identidades».

Tenía que producirse una corriente entre la Corona y el pueblo catalán. Un reconocimiento mutuo y una mutua aceptación. Y todo eso se dio.

Al volver a Madrid, conversando una tarde con el embajador Stabler, Don Juan Carlos le dijo que estaba «bastante satisfecho» de su viaje a Cataluña y de sus contactos populares, «a pesar del gran enfado de Arias y de que mis frases en catalán hayan preocupado a ciertos ministros». Y que quería ir enseguida como Rey a otras regiones, incluido el País Vasco. Percibía que la acogida del pueblo a su persona era más afectuosa y expresiva de lo que él había esperado[49].

Clarinazo del Rey: «Puedo recurrir al pueblo»

Los contactos con el generalato y la oficialidad militar, y el cuerpo a cuerpo con los españoles visitándolos en sus pueblos eran dos de los trazos gruesos en la agenda del Rey. Inmediatamente enfiló el tercero: potenciar el Consejo del Reino y, manteniéndolo quieto en la recámara, ganar su apoyo para la Corona.

Después de darle vueltas, viendo pros y contras con Torcuato Fernández-Miranda, el 2 de marzo convocó en La Zarzuela al Consejo del Reino. Era la primera vez, y sería la única. ¿Con qué finalidad? ¿Una recepción de cortesía? ¿Un acto ornamental? Algo más. El Rey quiso crear la ocasión y el ámbito adecuado para lanzar un mensaje a las instituciones políticas: a las Cortes, al Consejo Nacional y al Gobierno. Un mensaje de advertencia: su oposición a la reforma, su actitud obstructiva, podía superarla el Rey apelando al pueblo; es decir, ejerciendo su potestad de convocar un referéndum nacional. Una vía posible, aunque peligrosa, pues de hecho supondría que el Rey se movería en un vacío político, sin Gobierno y sin Cortes. Sin red. Pero él confiaba en que la simple amenaza sirviese de «aviso para navegantes». Con todo, podía hacerlo con el concurso del Consejo del Reino.

Aquel discurso imprevisto —pero nada improvisado— puso de manifiesto que la voluntad del Rey no podía ser suplantada ni mediatizada. Y los primeros que le oyeron, sentados alrededor de la mesa con el monarca, fueron los propios consejeros del Reino, inmovilistas en su mayoría. A éstos el monarca les dijo que los necesitaba para que su voluntad no fuese simplemente «la voluntad personal del Rey», sino «la voluntad institucional de la Corona»: el Rey, con el Consejo del Rey, como suprema autoridad y centro decisorio del Estado.

Si bien lo que importaba era la megafonía exterior: dejar clara la independencia del Rey frente al Gobierno; y advertir de que el Rey, de acuerdo con el Consejo del Reino, podía desbloquear cualquier atasco en el proceso de democratización, acudiendo a la consulta popular[50].

No era un discurso para la galería, sino para los altos dirigentes políticos. Y éstos lo captaron con toda nitidez.

«Ya hemos disparado más de dos mil tiros. Cambio»

En Vitoria, en la empresa Forjas Alavesas, había comenzado el 9 de enero un conflicto laboral de reivindicaciones, paros, despidos y huelgas, que se propagó y fue inmediatamente secundado con la misma actitud huelguista por la mayoría de las plantillas en otras factorías siderometalúrgicas[51]. El 26 de enero ya estaban en huelga indefinida unos seis mil trabajadores de talleres y fábricas del País Vasco.

Durante los dos meses que se prolongó el desencuentro con los directivos, los trabajadores celebraban sus asambleas en iglesias y parroquias, acogiéndose a la inviolabilidad de los templos católicos. Hubo unas doscientas cincuenta reuniones, sin que se produjera un solo incidente de violencia o de alteración del orden. En España, los trabajadores no tenían ni el derecho de manifestar su protesta, ni el derecho de huelga, ni el derecho de reunión… Esas actuaciones, lejos de ser derechos, eran delitos. Por tanto, si se atrevían debían atenerse a las consecuencias.

El 3 de marzo de 1976, Miércoles de Ceniza, fue un miércoles de plomo. El grueso de la plantilla de Forjas Alavesas y otros trabajadores de la zona se reunieron en el templo de San Francisco de Asís, en el barrio obrero de Zaramaga. A las cinco de la tarde, la Policía Armada acordonó el lugar y cercó la iglesia con un imponente dispositivo de tanquetas, jeeps, coches zeta, furgones y un tropel de policías y agentes antidisturbios. Por megafonía, ordenaron «el desalojo inmediato del recinto, por las buenas o a palo limpio».

Los obreros encerrados se negaron a abandonar el local. La Policía rompió las vidrieras y fue lanzando al interior baterías continuas de botes de humo y gases lacrimógenos, para forzarlos a salir. Dentro del templo había unas cuatro mil personas, hombres y mujeres. Se creó una situación de desconcierto, problemas respiratorios, gritos, pánico. Los que salían de la iglesia eran apaleados o recibían pelotazos de goma. Después la Policía disparó fuego raso real. Todo estaba rodeado.

La transcripción de las conversaciones entre las patrullas que actuaron en la carga, dentro y fuera del templo, según las grabaciones de la banda de radio de la Policía, permite hacerse una idea de la dureza de la represión, que uno de los agentes no dudó en calificar de «masacre»:

—Charlie a J-1. En la iglesia de San Francisco es donde más gente hay. ¿Qué hacemos?

—Si hay gente, ¡a por ellos! ¡Vamos a por ellos!

—Charlie a J-1. Oye, no interesa que se vayan de ahí, porque se nos escapan de la iglesia.

—Por fuera ya está todo rodeado de personal. Cambio.

—Desalojen la iglesia como sea. Cambio.

—No podemos desalojar, porque… ¡está repleta de tíos…, repleta de tíos! Por fuera, rodeados de personal. ¡Vamos a tener que emplear las armas! Cambio.

—Gasead la iglesia. Cambio.

—Mándenos refuerzos, si no, no hacemos nada; vamos a tener que emplear las armas de fuego. Cambio.

—Interesa que vengan los Charlies, porque estamos rodeados de gente y al salir de la iglesia aquí va a ser un pataleo.

—Intento comunicar, pero nadie contesta. Deben de estar en la iglesia peleándose como leones.

—Ya tenemos dos camiones de municiones, o sea que… ya tenemos la fuerza… ¡a actuar, y a mansalva…! ¡Y sin duda[s] de ninguna clase! Cambio.

—¡J-3 para J-1! ¡J-3 para J-1! Manden fuerza para aquí. Ya hemos disparado más de dos mil tiros.

—¿Cómo está por ahí el asunto?

—¡Te puedes figurar, después de tirar más de mil tiros y romper la iglesia de San Francisco! ¡Te puedes imaginar cómo está la calle y cómo está todo…!

—¡Muchas gracias, eh! ¡Buen servicio! Dile a Salinas que hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Cambio.

—Aquí ha habido una masacre. Cambio.

—De acuerdo, de acuerdo. Cambio.

—Muy bien; pero desde luego… una masacre, eh. Cambio.

El saldo de sangre tras la actuación de las fuerzas del orden fue de cinco obreros muertos y más de cien heridos, de los que quedó registro en los hospitales y centros sanitarios donde ingresaron o fueron atendidos: 42 de ellos por impacto de bala, el resto por golpes, cortes y contusiones.

A lo largo de la tarde y de la noche, la Policía Armada rastreó la zona y detuvo a unas ciento cincuenta personas en la barriada de Zaramaga y en el centro de Vitoria. En el curso de esas detenciones siguieron produciéndose heridos.

Al amanecer del día siguiente, el cantautor Lluís Llach componía Campanades a morts, un canto y un llanto por las víctimas.

Arias Navarro quería declarar el estado de excepción. Suárez, Osorio y Martín Villa le disuadieron. Fraga, el ministro responsable de las fuerzas de orden público, estaba en Bonn dando una conferencia sobre el futuro democrático de España. Ironías de la vida. Le dijeron: «Manolo, sigue tu programa y no regreses precipitadamente, por no dar ahí una impresión de urgencia y gravedad». Suárez le sustituyó en sus funciones.

El capitán general de Burgos, Mateo Prada Canillas, exigía también el estado de excepción. Había impuesto, de hecho, la ley marcial, ordenando a los jefes militares de Vitoria que sus unidades «intervinieran a la menor resistencia». Suárez aplacó al general:

—General, anule usted esa orden. Volver a usar la fuerza es lo último que cabría hacer. Hay muertos, hay heridos, hay sangre… La gente está indignada y se ha echado a la calle. ¡No se les debe provocar más! ¡Sería una catástrofe!

Se hizo con el control de la situación. Y lo primero que dispuso fue relevar a los mandos por otros oficiales que tuviesen los nervios calmados y la cabeza fría. Con autoridad y con serenidad, consiguió templar la galerna.

A los dos días de aquellos sucesos, el Rey acudió al velatorio de Antonio Iturmendi, ex presidente de las Cortes. En la casa familiar estaba el ministro Alfonso Osorio, yerno del difunto. El Rey le preguntó en voz baja:

—¿Qué tal Suárez en lo de Vitoria? ¿Estuvo tan bien como dicen?

—Estuvo… ¡mejor que bien!, Majestad. Aquello era tremendo. Y Adolfo tuvo arrestos, tuvo sangre fría y tuvo… lo que hay que tener para mandar.

Fraga y Martín Villa visitaron a los heridos en el hospital de Vitoria. No fueron bien recibidos. «¿A qué vienen ustedes…, a rematarlos?», les espetó uno de los familiares.

En solidaridad con las víctimas de Vitoria, se organizaron huelgas, jornadas de paro, manifestaciones y actos de protesta en diversas localidades. Un clamor en marcha. La intervención policial volvió a ocasionar enfrentamientos y daños personales: decenas de heridos y dos muertos más, uno en Basauri (Bizkaia) y otro en Tarragona[52]. En Pamplona se convocó una huelga general que duró varios días y a la que respondieron trescientos mil trabajadores. Al ser ilegales las huelgas, cada convocatoria provocaba la presencia «disuasoria» de la Policía. Y la espiral consiguiente: cargas represivas, enfrentamientos, violencia, víctimas.

Fraga pacta con los generales

ETA redobló sus ataques. Euskadi exigía la legalización de la ikurriña. Hubo un vuelco de jóvenes obreros que se afiliaron a ETA. Fraga «declaró la guerra» al terrorismo abertzale intensificando la presencia policial por las calles del País Vasco, controles en las carreteras, entradas domiciliarias, registros y detenciones. Empezaron a resurgir los grupos ultras, violentos y armados. No pocos de ellos, ex legionarios, ex policías y sicarios mafiosos contratados.

A los cinco días de los hechos luctuosos de Vitoria, Fraga almorzó con los cuatro ministros militares. Les expuso su memorial de reforma «razonable, templada, asumible». La reforma tendría unos tiempos, unas reglas de juego y, por tanto, unos límites y unas exclusiones: separatistas fuera, terroristas fuera y comunistas fuera. Justo ésas eran las condiciones de los militares para avalarle, siempre que se les garantizase la unidad nacional y que el Rey estaría en la cúspide del Estado.

En un abrir y cerrar de ojos, Fraga había pasado de dialogar con la oposición a pactar con los militares. Les pedía su respaldo para llegar a la presidencia. Las Fuerzas Armadas y las del orden público apoyarían su candidatura «en el inevitable relevo de Arias» al frente del Gobierno, garantizarían el nuevo orden constitucional que resultase y serían bastiones de lealtad a la Corona. La unidad nacional sería el dogma de los dogmas. Ése era el acuerdo no escrito, un «pacto de caballeros» a la británica manera.

Si el pacto funcionaba, las tres partes implicadas obtendrían un beneficio. Los militares verían conjuradas las tres bichas que más odiaban, Fraga satisfaría su ambición política, y el Rey tendría apaciguado y monarquizado al Ejército. De otra parte, la democracia con límites y controles, sin prisas ni atropellos, que Fraga defendía era la misma que Estados Unidos venía aconsejando al Rey desde antes de su ascenso al trono: el go slowly recomendado por Kissinger.

¿Tomaba Fraga esa iniciativa por su cuenta? Una reunión no oficial, no de Gobierno, con asistencia de dos vicepresidentes y tres ministros no se improvisa de un día para otro, ni se produce sin el visto bueno del presidente. Es obvio que Arias no fue consultado sobre aquel encuentro, cuya finalidad era precisamente la previsión del escenario político después de su salida. Pero no cabe dudar de que el Rey lo supo con antelación y, si no lo alentó, tampoco lo desalentó.

Por entonces Fraga era una baza sólida del Rey. Lucía la aureola british de embajador «enviado lejos por Franco». Era dialogante con los opositores socialdemócratas, liberales, democristianos y socialistas. Tenía chance con la prensa nacional y extranjera. Llevaba bajo el brazo el memorial de su proyecto de Constitución. Hablaba con autoridad y se le escuchaba con respeto… Incluso había tenido la suerte de estar fuera de España cuando la masacre de Vitoria.

No habían comenzado todavía sus detenciones, sus cargas policiales, sus furias represoras.

El lunes anterior al almuerzo de Fraga con los cuatro tenientes generales del Gobierno, exactamente el 1 de marzo, el Rey recibía al embajador americano Wells Stabler. Y de buenas a primeras le confió: «No tengo más remedio que continuar con Arias, aunque es evidente que no tiene liderazgo sobre su equipo de Gobierno, es indeciso, la reforma prometida va demasiado lenta». Se quejó también del vicepresidente de Economía y Hacienda: «Villar Mir no ha sabido diseñar un programa para sacarnos del bache económico». Y a continuación afirmó: «En cambio, me siento cada vez más cómodo con Fraga, y convencido de su apoyo leal a la Monarquía».

Fuese por una pregunta del americano, fuese por asociación de ideas del propio monarca, lo cierto es que en el memorando sobre esa conversación que el embajador Stabler envió a Washington aquella noche, tras el elogio a Fraga, el Rey negaba «que el generalato estuviese presionando a Fraga, aunque algunos mandos militares son muy reacios a los cambios políticos». Y tras punto y seguido, decía: «Me preocupa una posible división dentro del Ejército porque, frente al inmovilismo de los veteranos, los oficiales más jóvenes sí quieren apertura»[53].

Esas revelaciones privadas del Rey con el embajador americano se producían en el contexto de los rumores provocados por una conferencia del teniente general De Santiago en el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (Ceseden), a últimos de febrero, en la que definió las Fuerzas Armadas como «el bastión contra la subversión que amenaza a España». El memorando que Stabler envió a Washington se centraba precisamente en esa conferencia del vicepresidente militar y en las reacciones políticas que había provocado[54].

Por tanto, no parece inconexo que, a los pocos días de estar el Rey con el embajador, comenzaran los contactos entre Fraga y la cúpula militar. Contactos que se intensificarían a lo largo de los meses, y con una evidente correlación entre el aquietamiento en los cuarteles y la democracia bien embridada, que el propio Fraga se encargaba de garantizar.

El Rey: «Arias no se fía ni de mí»

En los primeros días de marzo, Areilza despachó dos veces con el Rey. Lo encontró con mala cara y disgustado, y quejoso del presidente Arias y de los medios de comunicación. «Dice que no se utilizan bien los inmensos recursos que tiene siempre el poder —anotó después en su Diario—. Este hombre ha envejecido en experiencia, en amargura y en escepticismo no sé cuántos años en unos días».

En el encuentro del día siguiente, 10 de marzo, el monarca volvió a mostrarse preocupado:

—Veo a Arias con miedo, agarrotado, sin impulso, sin atreverse a hacer reformas… ¿Por qué vacila? Me estoy planteando cambiar al presidente, dejando intacto el Gobierno.

Como el despacho de Areilza era sobre dossieres de viajes suyos al extranjero y combinaciones diplomáticas para cubrir embajadas, se enfrascaron en esa materia; pero el ministro notaba que el tema que bullía en el cerebro del Rey era otro. Y lo expresaba con preguntas de las que no esperaba respuesta, como en un monólogo:

—¿Qué le pasa a Arias? ¿A quién teme? Recela, pero ¿de quién? ¿Por qué no se lanza de una vez y define su programa ante la opinión pública? ¿Le ocurre algo…, le atormenta algo?

—No lo sé, Señor. Yo también le noto raro, hermético, metido en sí mismo; pero no sé qué puede estar pasando por su cabeza. Con los ministros, salvo con Valdés, no se sincera. Y al margen del Gobierno, con Antonio Carro, su consejero íntimo.

—¡Pero si no se fía ni siquiera de mí! De puertas adentro, está todo parado. Y de puertas afuera, las calles hirviendo. Hay que salir de este atolladero. Pienso y pienso… ¿qué se puede hacer? ¿Arroparle entre todos? Voy a invitarlos a cenar a él y a Luz un día de éstos, a ver… ¿Se puede cambiar al presidente del Gobierno en estas circunstancias? ¿No sería peligroso…?

El Rey hablaba recorriendo el despacho de un extremo a otro. De pronto se detuvo, miró a Areilza como si cayese en la cuenta de que estaba allí, y le lanzó una pregunta inesperada:

—¿Tú has hablado de esto con Torcuato?

—No. Pero voy a verle mañana.

—Pues háblale, háblale con entera claridad, porque lo espera[55].

Al día siguiente, 11 de marzo, Areilza visitó a Torcuato en las Cortes, y le planteó sin dar rodeos la cuestión:

—El Rey quiere cambiar al presidente. Sólo al presidente. No ir a una crisis total, sino dejando intacto al Gobierno.

—Pero el Consejo del Reino es muy de Arias… y quizá se resista a dar la venia.

—No se pueden demorar más las reformas… Y el Consejo del Reino atenderá a esa razón y aprobará la terna que haga falta. Ten en cuenta que en cuanto el Rey lo convocó el otro día en Zarzuela, su discurso fue una clara advertencia de que, si él se veía mediatizado ante un asunto de interés nacional, podía apelar directamente al pueblo sin necesidad de contar con el Gobierno ni con las Cortes.

Areilza escuchó con gran interés, pero sin entender por qué, primero el Rey y luego Torcuato, le exponían palmariamente un plan de sustitución del presidente, que como ministro le sobrepasaba, y en ambos casos con la coletilla «dejando intacto el Gobierno». ¿Por qué se lo decían a él, sin ni siquiera requerir su opinión? ¿Qué operación se traían entre manos? Intentó descifrar el enigma. No lo consiguió. En su libreta aquella noche escribió: «¡Extraña entrevista, con un supremo valor entendido en el trasfondo!»[56]

Como el viernes 19 de marzo era la festividad de San José, el Consejo de Ministros se adelantó un día. Había pocos temas de fuste: el envío a las Cortes del proyecto de reforma de algunos puntos del Código Penal, la desmilitarización de los carteros al haber terminado las huelgas de Correos y Telégrafos, el destino de Gutiérrez Mellado como capitán general de la VII Región, el salario mínimo fijado en 345 pesetas, la subida del precio de la leche condensada… Y poco más. En el bloc de sobremesa que cada ministro tenía delante junto al servicio de agua, Areilza fue garabateando el transcurso de la reunión:

Empezamos a las nueve. Dado el escaso contenido, parece que va a ir deprisa y que terminará antes de comer.

A las diez comienzan los enganches.

A las once estamos embarrancados.

A las doce se discute más.

A la una, largo y aburrido debate.

A las dos, crispaciones, tensiones, agarradas verbales.

A las tres menos cuarto, tentempié.

A las tres y media, suma y sigue. Hablo brevemente. Me interrumpe Fraga, que hoy está disparatado y agresivo con todo el mundo. ¿Qué le pasa a este hombre?

A las siete termina el Consejo. Un Gobierno atascado, reunido durante diez horas y sin resolver nada.

Tenía razón el Rey: «De puertas adentro, todo parado».

Arias y su mujer van a La Zarzuela, invitados a cenar por los Reyes. Estoy casi seguro de que no hablarán de nada sustancial. La comedia de los equívocos sigue su curso[57].

A los pocos días, el presidente Arias quiso hablar con Areilza. Estaba seco, malhumorado, correoso:

—Las medidas económicas de Villar Mir llevan más de dos semanas en las Cortes, desde el día 7, y han presentado montañas de enmiendas parciales y a la totalidad. Ha encallado. ¡Y estamos jugando con las cosas de comer! Si el día de la votación nos tumban ese proyecto, esto ya es la guerra. ¡Lo nunca visto: una ruptura frontal entre las Cortes y el Gobierno! Y como así no se puede seguir, no me quedará otro remedio que plantear al Rey la cuestión de confianza.

—¿Para…?

—¿Para…? Para gobernar por decreto ley.

—¿A golpe de decretazo? ¿Y has pensado cómo reaccionarán las Cortes?

—¡Ja! Es que el primer decreto ley sería obviamente disolver las Cortes.

—Pues sería una buena solución, disolverlas cuanto antes y que dejen de obstruir[58].

¿No se percataban de que esa «buena solución» crearía un vacío político de vértigo? El Gobierno hubiese quedado en manos del Rey, y el Rey en manos del Gobierno. Y el país, sin Cortes, sin partidos legalizados ni organizados para acudir a unas elecciones libres y elegir nuevas Cámaras.

Justamente para evitar esa tentación absolutista de gobernar por decreto ley, Torcuato Fernández-Miranda decidió poner en marcha en las Cortes el procedimiento de urgencia.

Un amigo avisa al Rey: «No tardará la bandera republicana»

El 27 de marzo, la Junta Democrática y la Plataforma de Convergencia redactaron un borrador de acuerdo que suponía la unión —que no fusión— de las distintas oposiciones en un órgano conjunto operativo, Coordinación Democrática, que en la prensa y en la calle tomó enseguida el nombre de Platajunta[59].

El manifiesto común se dirigía «a los pueblos de España». Denunciaba como perturbadora la política reformista del Gobierno y ofrecía a la sociedad española «una real alternativa de poder, capaz de transformar por la vía pacífica el Estado actual en un Estado democrático».

Aunque en esa Platajunta se sentaban grupos muy diversos de toda la horquilla política, el núcleo duro eran los socialistas y los comunistas: la unión que más temía el Gobierno. Fraga lo interpretó como una reedición del Frente Popular ante la que había que actuar con un férreo contraataque, empezando por restringir la libertad de prensa:

—¡Hasta aquí hemos llegado! —dijo a sus colegas de Gobierno—. ¡Se acabó la tolerancia y el autorizarles reuniones y congresos![60]

Al día siguiente, Areilza recibió en su casa a Fermín Zelada, Pío Cabanillas, Eduardo Rojas, conde de Montarco, Antonio de Senillosa, y a su yerno, el abogado Joaquín Garrigues Walker. «Si Fraga se lanza en tromba —se dijo allí—, además de suicidarse políticamente crearía una situación desastrosa con dos frentes antagónicos, que nos llevaría a la dictadura militar, primero, y a la República después»[61].

Areilza intentó que por parte de la Platajunta no hubiese rueda de prensa ni provocaciones dialécticas, para que Fraga no procediera a detener a ninguno de los implicados —había dado órdenes de hacerlo—. Se colgó al teléfono y uno por uno fue llamando a Ruiz-Giménez, a Josep Andreu i Abelló, a Julio de Jáuregui, a Raúl Morodo, a Chueca Goitia, a Enrique Tierno… No localizó a Felipe González, que estaba en Caracas. La respuesta de todos fue que «era posible el diálogo, la negociación». Areilza se preguntaba «pero ¿cuándo se ha negociado?, ¿quién ha negociado?, ¿quién está dispuesto o es capaz de negociar? La culpa es de las dos partes, como ocurre siempre que hay dos partes»[62].

En un análisis más frío, menos ofuscado por las preocupantes aristas de la noticia, se podía deducir que la coexistencia dentro de esa Arca de Noé llamada Platajunta no sería muy duradera como oposición compacta que gestionase la ruptura. Por heterogénea, era más fácil que cada uno de los elementos tratase de allegar su propio pacto con el Gobierno que una unión estable capaz de desembocar en la ruptura.

Sin embargo, las respuestas primarias no se hicieron esperar. Mientras, Blas Piñar decía «prefiero morir en un búnker que vivir en una cloaca», Fraga reaccionaba con la misma vehemencia, pero dando órdenes policiales represivas. Acusó a los socialistas de «resucitar la política del Frente Popular» y encarceló a destacados miembros del PCE. El día en que se presentaba en Madrid la Platajunta, la Policía irrumpió en el bufete del notario Antonio García-Trevijano, donde ya estaban los periodistas españoles y extranjeros convocados para una rueda de prensa. Los grises disolvieron la reunión, confiscaron el documento informativo que se iba a repartir y detuvieron a los organizadores: Antonio García-Trevijano, Luis Solana, Raúl Morodo, Marcelino Camacho, Javier Álvarez Dorronsoro y Nazario Aguado[63].

García-Trevijano y los tres militantes comunistas —Camacho, Dorronsoro y Aguado— permanecieron un mes en la cárcel de Carabanchel. Se les imputaba un delito «contra la forma de Gobierno», castigado con penas de veinte a treinta años de prisión. Era una reacción hiperbólica que recordaba tristemente los años marengos del régimen anterior. A la semana siguiente, el 3 de abril, Fraga ordenaba nuevas detenciones: el cineasta Juan Antonio Bardem, el economista Ramón Tamames y el ingeniero Eugenio Triana. Treinta y seis días de prisión preventiva, no ya por llevar las pancartas de una manifestación proamnistía, sino por ser comunistas. Eran tiempos oscuros. Vitriolo contra la brizna de esperanza que hubiese podido representar el joven Rey. Un mes más tarde, Adolfo Suárez lo definiría ante el hemiciclo franquista como «la dramatización de la política» y «la ceguera voluntaria ante la realidad social».

Dentro y fuera de España se produjeron reacciones políticas de desconcierto y decepción: cundía la sospecha de que las promesas de reforma eran el envoltorio engañoso de la nada. Europa, estupefacta. La oposición interior, escamada, esquinada y hostil.

Jaime Carvajal y Urquijo seguía enviando notas e informaciones a su amigo el Rey, bocanadas del aire de la calle. En abril, después de hablar con dirigentes de izquierdas, le hizo llegar una advertencia seria: «Necesidad de integrar a la oposición en el juego político, pues se siente totalmente ajena al proceso, no considerada ni atendida».

Y unas letras de aviso sobre el alcance final que podría llegar a tener la Platajunta si el Gobierno seguía insensible a las demandas de democracia real: «Si el proceso de reforma desde el establishment se demora, no tardará en hacer su aparición la bandera republicana».

Por su parte, Areilza, en su rol de ministro de Exteriores, protestó ante el embajador de Alemania porque el PSOE había incumplido su compromiso de no pactar con los comunistas. Compromiso que Felipe González y otros dirigentes socialistas españoles transmitieron meses antes a sus correligionarios alemanes del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD). Y en esa creencia, el Gobierno español propiciaba una muelle patente de inmunidad al PSOE y promesas serias de inserción legal.

Fraga: «¡Son comunistas y no los suelto!»

El mismo día de las detenciones de los de la Platajunta, comenzaban los Reyes un viaje oficial por Andalucía. En Sevilla se celebraría el correspondiente Consejo de Ministros presidido por el Rey.

El 1 de abril, Areilza y Suárez cenaron juntos en Sevilla. Los dos se mostraron muy preocupados. Comentaron que el Gobierno carecía de una política coherente, que tenía poca imagen y que la que tenía era mala, así como que Arias era cada vez más el gran ausente.

A Suárez le inquietaban las detenciones de dirigentes políticos:

—Eso va a radicalizar incluso a los moderados de la oposición. Y a mí, como a ti, nos toca hablar con ellos…

—¿Me lo vas a contar? Yo en Madrid los invito a cenar, y vienen porque son mis amigos, les pido calma y tal…; pero fuera, en Bruselas, en Ámsterdam, en Bonn…, casi tengo que hincarme de rodillas deshaciéndome en explicaciones.

—Yo empiezo a ver imposible, no ya una negociación, ni siquiera el diálogo con esta gente, con Fraga, con Arias, con De Santiago… En serio, José María, hemos llegado a un punto en que el cambio de Gobierno es inevitable. Y si queremos proteger a la Monarquía, debe hacerse cuanto antes. Cada día que pasa es óxido…

—Estos viajes de los Reyes están bien. Sí, y vienen bien para la imagen de la Monarquía; pero a ti y a mí no pueden engañarnos. —Areilza hacía bailar el Drambuie que tomaba en copa balón mientras se escuchaba a sí mismo—. Los Reyes bajan del coche, se mezclan con la gente que los saluda, les coge las manos, los abraza, los aclama… El baño de multitudes, sin que puedan dar un paso, apretujados por el gentío. El Rey hace discursos simpáticos y paternales para ganarse a las masas. Al día siguiente los periódicos lo magnifican todo… Muy bien. Pero ¿qué hace el Gobierno? ¡Vivir de gorra! El Rey hace el gasto, el Rey caldea el ambiente, y ese entusiasmo popular es el oxígeno del que vive el Gobierno.

—¿Qué podemos hacer? —zanjó Suárez.

—Decírselo al Rey.

—Yo ya se lo he dicho. Díselo tú, que eres un ministro del «cupo de los importantes». —Y palió la ironía con una sonrisa encantadora[64].

El viernes 2 amaneció límpido y luminoso en Sevilla. Los Reyes habían pernoctado en los Reales Alcázares. Temprano, Don Juan Carlos pidió a Galbís, su ayudante de campo, que localizara a Rafael Manzano, el arquitecto mantenedor del palacio. Quería saber dónde sería el Consejo, si cabrían veintiuna personas en torno a esa mesa y qué ministros habían llegado ya. Manzano fue nombrando a los que él había visto entrar en los Alcázares. El Rey le interrumpió: «¿No ha llegado Adolfo Suárez? Mira, bájate a la puerta, por favor, y cuando llegue tráemelo aquí. Pero no le pases por la zona de consejos, prefiero que no le vea nadie».

Por un discreto acceso lateral, la escalera de Damas, Suárez fue conducido al despacho del Rey[65]. El monarca quería una información objetiva y precisa de los últimos sucesos ocurridos estando él fuera de Madrid. Como abulense escueto y de mente práctica, Suárez era pintiparado para exponer los hechos sin florearlos con literatura. Con el Rey solía hacerlo. De paso, advirtió al monarca del efecto bumerán que podrían tener esos ímpetus de Fraga.

—Pues dilo, Adolfo, dilo bien claro, cuando estemos en la sesión del Consejo. ¿Valentía conmigo? Me parece muy bien, pero valentía también delante de ellos…

Los Reales Alcázares relucientes, bien cuidados, tapices espléndidos, claraboyas multicolores, zócalos de azulejos mudéjares, muebles señoriales. La sala Carlos V donde se celebraría el Consejo era una cámara de altísimo techo, los muros revestidos por un inmenso tapiz del siglo XVIII de la serie Túnez: Carlos V en su batalla naval de la toma de La Goleta. La mesa redonda, forrada de seda adamascada roja. No había micrófonos.

El Rey saludó al Gobierno y enseguida cedió el turno de palabra a los ministros sin atenerse al orden en que estaban sentados. Exponían con brevedad. Un Consejo ágil, rápido, sustantivo. «El Rey preside mucho mejor que Arias», comentarían luego. Fraga informó tajante sobre las últimas detenciones y encarcelamientos: García-Trevijano, Sánchez Montero, Camacho, Dorronsoro, Aguado y otros varios.

—Sé que el 1 de mayo es un día propicio y se preparan actuaciones subversivas. Así que he decidido que estas personas pasen ese día a la sombra… Unos días más tarde los soltaré y saldrán a la luz, pero antes del 1 de mayo no los suelto.

—Están detenidos —intervino el ministro de Justicia, Antonio Garrigues— desde el 28 de marzo. Si no se les suelta hasta el 1 o el 2 de mayo, esas personas habrán pasado treinta y seis días en la cárcel sin haber comparecido ante el juez…

—¡Son comunistas y, por consiguiente, no los suelto!

Se produjo un silencio tenso. El Rey frunció el ceño y con la mano hizo un gesto a Garrigues para que continuase lo que estaba diciendo.

—Yo debo advertir que esas detenciones en prisión preventiva no ordenada por la autoridad judicial y sin que los detenidos ejerzan su derecho al habeas corpus puede entrañar serios riesgos. Y en este sentido informo aquí de las llamadas que he recibido ya del decanato de la abogacía.

Areilza había pedido la palabra y el Rey se la dio:

—Por el mismo asunto, quiero hacer constar las repercusiones que en cuestión de horas se han producido en Europa, en la cumbre de jefes de Gobierno, reunidos ayer en Luxemburgo. Me pidieron que, sin perjuicio de que el proceso siguiera adelante, el Gobierno reconsiderase lo de la prisión incondicional. Y también a raíz de las detenciones, el presidente del Parlamento Europeo ha enviado un telegrama de protesta que obra en poder de nuestro presidente, el señor Arias…

Todos los ministros miraron a Arias, sentado a la derecha del Rey; y justo en ese momento, Arias sintió un inusitado interés por el tapiz de La Goleta.

—Por lo demás —continuó Areilza—, tres europarlamentarios liberales que se encontraban en Madrid me expresaron su consternación y me anunciaron que harían llegar esa misma queja a Su Majestad el Rey. Por tanto, señores, me permito recordarles que lo que hacemos aquí no se queda aquí: fuera nos ven, nos analizan y nos juzgan.

Fraga y Adolfo Suárez pidieron la palabra a la vez. Como Fraga ya había hablado, el Rey le pasó el turno a Suárez.

—Brevemente, deseo poner de manifiesto la complicación política que puede producirse, no sólo fuera, sino aquí en el interior; la exasperación de los seguidores de esos dirigentes detenidos y de los grupos que los respaldan; y cómo esas medidas policiales entorpecen i-no-por-tu-na-men-te los intentos de diálogo que intentamos mantener con la oposición.

—Majestad, por alusiones, y porque se está haciendo aquí un debate monográfico sobre un tema de mi competencia…

Fraga acaparó de nuevo el discurso. Lanzó algunos dicterios contra «los comunistas, los terroristas, los separatistas y todos los enemigos de España» y concluyó:

—En el ejercicio de mi responsabilidad sobre el orden público, sé bien lo que hago, y estas personas seguirán en la cárcel hasta que pase el 1 de mayo… Y conste que entre ellos hay algún amigo mío.

Al terminar la reunión pasaron a tomar un refrigerio en el antecomedor de la planta baja. En dos paños de pared flanqueando la puerta había un par de óleos de don Sebastián de Llanos Valdés, discípulo de Zurbarán. Por los temas representados no podían considerarse bodegones, por mucho que estuvieran en la sala de aperitivos: cada uno de ellos mostraba una cabeza cortada, puesta sobre una bandeja: la de san Pablo y la de Juan el Bautista.

El Rey miró ambos cuadros y, pasándose el dedo por el gaznate, le hizo un guiño a Suárez…[66]

Miedo a que el obrerismo llegue a las Cortes

Al día siguiente, Areilza invitó a Fraga a almorzar en San Miguel, su casa de Aravaca. Intentó alertarle del coste exterior de las detenciones y del perjuicio que podían acarrear a la Monarquía en su estreno como nuevo régimen de libertades. Fraga parecía estar por encima de esos argumentos.

—Mira, José María —le confesó—, ayer en Sevilla aludí a las fuerzas de orden público, pero en realidad se trata de las Fuerzas Armadas. El Ejército no se moverá ni intentará nada en tanto se le garantice orden público, antiterrorismo y absoluta exclusión del Partido Comunista. Por consiguiente, necesito sacudir de vez en cuando al Partido Comunista y meter en la cárcel a sus dirigentes. Ayer a Sánchez Montero, hoy a Camacho… Mientras ese tono se mantenga, el Ejército no se opondrá a la reforma.

—Pero, Manolo, piensa en las complicaciones que pueden surgir en la opinión internacional si esas represiones se prolongan… Nos miran con mil ojos. Tú no los oyes, pero a mí sus protestas me llegan en directo, a la cara.

—¡No me importa! Son reacciones pasajeras a las que ya estamos acostumbrados. ¡Desengáñate! Ni Europa ni la Comunidad te van a dar nunca nada porque soltemos a Marcelino Camacho. —Fraga seguía en sus trece—. Hasta después del 1 de mayo no suelto a ninguno, pase lo que pase.

—¿Y no temes las repercusiones interiores? Como nos recordó Suárez, detrás de esos detenidos hay unas formaciones políticas.

—¡Ningún miedo, mi querido amigo! Estando estos tíos en la cárcel, no ocurrirá nada. Sé lo que piensan, sé lo que dicen y sé lo que van a hacer. Los servicios de información me lo cuentan todo. Hasta el Primero de Mayo son míos. Luego, os los cedo.

Es un planteamiento realista y brutal —reflexionaba Areilza ante su cuaderno—. Pero ¿es verdadero? ¿Se puede deducir que existe un pacto entre él y las Fuerzas Armadas en esa dirección? Tengo la impresión de que lo que Fraga ha pactado, a su manera, es el apoyo militar a su candidatura, en el caso probable de que Arias renuncie. Y que las detenciones son otras tantas «buenas notas» de conducta que trata de obtener para reforzar su posición ante esa eventualidad.

Sin demorarse, Areilza escribió al presidente Arias y al Rey poniéndolos en guardia[67].

El 7 de abril, en la comisión mixta Gobierno-Consejo Nacional copresidida por Arias y por Fernández-Miranda se estudió la reforma de las Cortes. La opción era un bicameralismo, pero manteniendo el Consejo Nacional del Movimiento incrustado en el Senado porque, como dijo uno de los ministros, «ni se puede barrer de un plumazo, ni hay dónde meterlo».

Entre los reunidos se detectaba cierta prevención a que el obrerismo, como «clase trabajadora», tuviera una representatividad sindical con carga política y con escaño en las nuevas Cortes. Lo traducían como un favor al socialismo y una cesión al comunismo enmascarado. También era patente la resistencia al sufragio universal e igualitario: «No es verdad —se dijo allí— que todos los votos valgan lo mismo».

El destilado final de las intervenciones era una rendición de culto a los principios del Movimiento, como si fueran las Tablas de la Ley en el Sinaí. Más allá de una nostalgia, el franquismo seguía vivo y activo entre los hombres que debían acometer la tarea de su liquidación. Y en vez de tratar el modo de darle un entierro discreto, hablaban de «la necesidad», «la conveniencia», incluso «el deber» de mimarlo, de ganárselo día a día, de calmarlo, de pactar con él, de incorporarlo[68].

En el siguiente Consejo de Ministros, volvieron sobre la reforma de las Cortes. Fraga expuso su propuesta de participación política, siguiendo los tres carriles falangistas: familia, municipio y sindicato. Y vagamente aludió a un cuarto cauce: las asociaciones. Luego explicó frondosamente su proyecto electoral. A hurtadillas, miraba al general De Santiago, que tomaba notas en silencio. Al fin, como corolario de su exposición y engolando la voz, dijo:

—Con esta Ley Electoral, por muchas vueltas que se den, nunca habrá peligro de que las izquierdas manden en España. Dicho de otro modo, las izquierdas no tendrán ninguna alternativa real de poder, dado el gran número de cerrojos que las demás Leyes Fundamentales dejan en pie para impedirlo.

El gobierno dividido, frenado por su propio presidente

Areilza subió a La Zarzuela el 8 de abril. Tuvo que esperar un rato porque estaba allí el periodista Arnaud de Borchgrave entrevistando al Rey para una televisión y una revista de Estados Unidos. Al salir, De Borchgrave le comentó al ministro su impresión: «En un par de meses, la imagen de la Monarquía ha sufrido un deterioro muy serio en el exterior».

Tenía razón. El Gobierno estaba dividido, frenado por su propio presidente, obstruido desde las Cortes y atrapado en un contrasentido: pretendía consensuar una apertura democrática con los franquistas que la rechazaban, y no con los demócratas que la reclamaban.

El auténtico impulso político no estaba ni en las Cortes ni en el Gobierno: estaba en la calle, y en la prensa cuando lograba burlar la censura. La política oficial había ignorado al pueblo, y el pueblo le había vuelto la espalda. Lo peor que podía ocurrir.

Areilza encontró al Rey ausente y preocupado. Sobre las detenciones de Fraga y «sus presos», a los que seguía teniendo encerrados, el Rey no entró en el tema, se limitó a hacer una observación superficial sobre el carácter de Fraga: «¡Esa vehemencia, esa irritabilidad…!» Y luego, chasqueando los labios:

—En el Consejo de Ministros de Sevilla, cuando se trató este asunto de las detenciones, yo hubiera deseado un debate amplio y a fondo. Era el momento, ¿no? Pero Garrigues se quedó a medio camino…

Areilza le expuso lo que había hablado con Suárez cenando en Sevilla. Ahí ya el Rey saltó, con expresión contrariada:

—¡Ya sé que la situación va mal, y que es urgente atajarla! ¿Os dais cuenta ahora? Yo hace tiempo que estoy convencido de que con Arias al frente no hay solución. No sabe por dónde va, ni adónde quiere ir a parar… ¡Lo malo es que no va él solo! Pero cada dos por tres me recuerda que legalmente le quedan dos años y medio de mandato y que piensa seguir. Además, está lleno de celos, de sospechas… No se fía de nadie, ¡ni de mí! En el Consejo de Sevilla, al terminar de hablar tú, me pasó una nota en la que ponía «Areilza cree que cuenta con la confianza de Vuestra Majestad». O sea, que está celoso de sus ministros, y tratando de dividir mi conciencia… ¿Tú no has hablado de esto con Torcuato? ¡Pues háblalo!

Cuando aquella noche Areilza redactaba su visita al Rey y esa invitación final a hablar con Torcuato, anotó su perplejidad:

¡Qué extraño es todo! O el Rey está preparando una gran jugada borbónica para cambiar el Gobierno a su aire, o se siente seguro en el búnker con sus militares y sus ultras. ¿Será posible? ¿Querrá suicidarse la Monarquía a tan corto plazo?[69]

Más bien, el monarca estaba haciendo pruebas y sondeos entre los posibles sucesores. Areilza recogió al vuelo el sugerente «pues háblalo» y, desde Roma, donde estaba en viaje oficial, concertó un encuentro a toda prisa con el presidente de las Cortes: «Torcuato, yo regreso a Madrid mañana, 15. Estoy citado con Su Majestad por la tarde, y creo que debería verte antes, si no te importa, aunque sea Jueves Santo». Torcuato le recibió a las doce de la mañana en su casa de la calle General Oráa.

Areilza inició con un preámbulo diplomático, espigando algunas impresiones de su entrevista con Pablo VI, «que se queja de ofensas muy dolorosas por parte de los gobiernos de Franco», del ambiente curial vaticanista, de que «curiosamente, en Roma no quieren Estados confesionales»… Enseguida entraron en materia. Areilza aceptó un Martini seco y Torcuato, un zumo de naranja.

—El Gobierno da la impresión de que se mantiene —empezó Areilza—. Quizá podría durar así algún tiempo; pero flota, flota a la deriva, sin dirección. No hay un criterio definido. Ni es un Gobierno del Rey ni es un Gobierno de Arias… Es un Gobierno sin unidad, dividido…

—Desde mi percepción —dijo Fernández-Miranda—, de cara a la gente, está dando una imagen confusa, incoherente. Y hacia dentro, no está colaborando con los demás órganos institucionales.

De las generalidades pasaron a llamar a las cosas por su nombre.

—Carlos Arias no puede seguir —disparó Torcuato—. Metería a la Monarquía en un callejón sin otra salida que un Gobierno militar, con Fraga o sin Fraga.

Torcuato sagazmente llevaba el juego al terreno de Areilza, para observar su reacción.

—Habría que echarle valor y enfrentarse a la situación —Areilza respondió como en una nebulosa.

—«Habría que», no: ¡hay que! El Rey tiene que asumir la responsabilidad de hacer ese cambio.

—¿Puede hacerlo…? ¿Le daría su plácet el Consejo del Reino?

—Puede hacerlo en cualquier momento. Y si el Consejo del Reino se negara, hay otros caminos para legalizar su situación. Todos los mensajes de ánimo que le hagamos llegar al Rey pueden ser muy eficaces. Pero el actor ha de ser él.

—¿Y… el Rey tiene ya en cartera algún sucesor? —Areilza simulaba indiferencia—. ¿O lo deja al albur de la terna que le confeccionen?

—Hay buena despensa de posibles presidentes. Y, justo tú, sabes que… —Torcuato, con intención, dejó la frase en el aire—. Pero el planteamiento de buscar primero al sucesor y provocar después la crisis me parece equivocado. El primer paso ha de ser producir la vacante. Despedir a Arias. Inmediatamente se pondrá en marcha el mecanismo del Consejo del Reino. Como hay diez días de plazo, en ese tiempo se producirán reacciones, cambios de impresiones entre los consejeros, y surgirán varias candidaturas para ofrecérselas al Rey. Hombre, claro, sin obligarle con una terna cerrada.

Areilza quería averiguar si Torcuato se postulaba también como candidato:

—Carlos Arias cree que estás jugándole por debajo para provocar su caída y ocupar su puesto. Lo hace saber así a sus colaboradores más cercanos.

—Se lo inventa.

—A mí me han llegado ondas por Pío Cabanillas —insistió Areilza—, que lo ha oído en el grupito de Valdés, Carro, Valverde, Jáudenes, incluso Gabi Cisneros. Sus pretorianos.

—Mira, un intento de esa naturaleza, que yo aspirase a la presidencia del Gobierno, sería funesto para la Monarquía, para la seriedad del sistema, para el cambio de régimen que nos proponemos… Y para mí: la gente me vería, con razón, como el valido del Rey o como el Rasputín de La Zarzuela. Sería mi tumba política.

Torcuato expuso una serie de razones para desintoxicar a Areilza:

—Primero, eso ya quedó descartado entre el Rey y yo en noviembre del año pasado, poco después de la muerte de Franco. Su Majestad me ofreció el puesto que yo quisiera: presidir el Gobierno o presidir las Cortes y el Consejo del Reino. Y le advertí: «Majestad, si me nombráis presidente de las Cortes, será irreversible. Ya nunca podré ser presidente del Gobierno, porque ni debo ni quiero dar pábulo a que piensen que acepto ahora las Cortes para desde ahí descabalar a Arias y sustituirle. Quiero que veáis que es irreversible». El Rey me dijo: «No lo veo así». Y yo le insistí: «Señor, sólo os ruego que recordéis esto que os digo: me pongáis donde me pongáis, será irreversible». «Torcuato —volvió a decirme el Rey—, no lo entiendo así, pero… lo recordaré». Y en efecto, hace apenas una semana, a principios de este mes, yo mismo se lo recordé.

—¿Te propuso que sustituyeras a Arias en el Gobierno?

—No exactamente. Pero adelantándome a que me lo plantease, le di dos argumentos prácticos y uno moral. El moral: «En conciencia, Señor, no me permito acariciar sueños que perturben mi conducta. Si yo cultivase la ambición de encabezar un Gobierno, trataría de hacer méritos agradándoos y evitándoos malos ratos. Pues no. Mi única fuerza para decir al Rey lo que creo que debo decirle en cada ocasión es que el Rey no pueda dudar de mi libertad interior, de que estoy libre de toda ambición política y que no obro por mi conveniencia». Si no, siempre le quedaría la duda de si utilizo mis habilidades y mi cercanía al Rey en mi propio provecho.

»Los argumentos prácticos que le di son bien simples. Uno: sería vestir a un santo desnudando a otro. Se abriría automáticamente el proceso de cubrir mi vacante en la doble presidencia, Cortes y Consejo del Reino. Y el Rey se encontraría otra vez en la búsqueda del hombre idóneo, porque en la etapa que viene ésas serán dos instituciones clave para hacer la reforma, yendo de la legalidad actual a la legalidad nueva.

»El otro argumento práctico fue que, en democracia, hay que contar con la voluntad del pueblo. El líder tiene que gustar a la gente, ser popular, caer simpático, tener buena imagen. Y yo no soy esa persona, yo no provoco entusiasmos… A veces, ¡ni se me entiende!

Areilza había quedado totalmente convencido, pero Torcuato le regaló una información aún más gratificante:

—Arias recela de mí, como te han contado; pero Fraga recela de ti. Te teme, José María, te tiene celos, piensa que eres su rival más peligroso. Así que ándate con cuidado, porque le gustaría deshacerse pronto de «ese peligro».

—Manolo Fraga no se fía de nadie. Sólo de sí mismo. Es un egocéntrico exaltado. —Areilza entraba al trapo—. Su pacto con los generales de la derecha lo está viendo todo el mundo. Y ese arrimo al búnker militar le desprestigia como el reformista liberal que pretende ser.

Había transcurrido una hora. Torcuato aplastó la punta de su tercer o cuarto cigarrillo y Areilza apuró el último sorbo de su Martini. Volvieron al tema con que iniciaron la conversación:

—Arias prepara un discurso para darlo por televisión —dijo Torcuato—. Más confusión, más algarabía en la atmósfera…, más «democracia a la española».

—Y más «espíritu del 12 de febrero», porque no tiene otra cosa en el caletre.

—Pastel de liebre sin liebre. El Rey tiene que decidirse cuanto antes.

—Sin esperar al discurso de Arias.

—Ojalá. Y una vez eliminado ese obstáculo, será el momento de que surja la persona para la sustitución, y a partir de ahí establecer un programa de verdad[70].