¡Los gritos mentales mientras morían!
Alcanzaron a Elizabeth incluso dentro del capullo de fuego. Las primeras expiraciones dispersas al principio de la Mêlée llegaron como gotas tentativas presagiando una tormenta; y luego empezaron a acudir en auténticas ráfagas y en número creciente… gritando, temerosas y decepcionadas y furiosas y ansiosas. Eran como un arrullo. Y luego los ventarrones de muerte se alzaron de nuevo, pasando a toda velocidad por encima de su refugio. Todas aquellas mentes arrojadas de sus cuerpos apresurándose más allá del espacio y del tiempo a los muchos-en-Todo que ella había encerrado fuera, y algunos, muy pocos, tejiendo a base de giros sus propios fieros capullos para derivar aparte del flujo, negando, siguiendo su propio camino perdido.
Pero ella no era libre de seguir el río de la Mente. Ella estaba anclada todavía a la Tierra. Cuando se produjo el cataclismo disyuntivo final, sintió el shock incluso dentro del lugar donde se ocultaba, y tuvo que dejar que su ojo mental observara. Demasiado asombrada para sentir lástima, vio y oyó el torrente que pasaba.
Muchos de ellos eran personas a las que conocía. Y al final del gran manantial tormentoso de mortalidad llegó una que era completamente familiar. La mente de Brede pasó veloz por su lado con un implorante toque final. Y luego Elizabeth vio una cosa alienígena, enorme y brillante y enamorada, acudir a recibir a su compañera, y a escoltarla hacia la irresistible luz…
Elizabeth despertó.
El rostro inclinado sobre ella pertenecía a la hermana Amerie, y tenía la expresión tensa y atormentada que asoma cuando ya no quedan lágrimas.
—Lo sé —dijo Elizabeth.
La monja extendió su mano, tocó los fuertemente crispados dedos de Elizabeth.
—Fue… una mujer exótica. Sabía que iba a ocurrir esto. Nos curó. Nos trajo aquí hasta ti. Y había un mensaje: «Decidle a Elizabeth que ahora es libre de efectuar una auténtica elección.» Espero que lo comprendas.
Elizabeth se sentó. Al cabo de un momento se sintió capaz de levantarse del camastro y caminar hacia la ventana del búnker natural donde estaban Basil y el Jefe Burke de pie, incapaces ahora de apartar sus ojos de la escena que se desarrollaba al pie de la montaña.
La mañana había despuntado ya, y el intensamente nublado cielo arrojaba una triste y grisácea luz. La Llanura de Plata Blanca y las dos ciudades de tiendas y toda la extensión de excavados y resplandecientes sedimentos que hasta entonces habían orlado Muriah desde sus acantilados hasta las orillas del lago habían desaparecido. En su lugar había un mar. Era de un color jade turbio, y sus olas festoneadas de blanco avanzaban hacia el este, hacia el lejano horizonte. Arrastradas por el fuerte viento, las olas se estrellaban contra el pequeño promontorio de tierra en el extremo de la península donde había estado la casa de Brede. Muriah estaba ahora más allá del alcance de las olas; sin embargo, las casas aplastadas y los árboles derribados y los charcos de agua escurriéndose indicaban que la primera acometida había devastado la mayor parte de la capital.
Ahora eres libre de efectuar una auténtica elección.
En la parte de fuera de la puerta de su habitación había ruidos. Su mente captó el angustiado tumulto de pensamientos. Era difícil —por no decir imposible, dada la insoportable carga emocional que contenían— distinguir los Tanu de los Humanos, o ésos de los Firvulag que aparentemente estaban mezclados con ellos. No había amos y esclavos, ni amigos y Enemigos; eran tan sólo supervivientes.
—Creo que deberíamos salir ahora —dijo el Jefe Burke.
Elizabeth asintió. Los cuatro se apartaron de la ventana y caminaron hacia la puerta. Burke alzó el pestillo.
Ahora eres libre de efectuar una auténtica elección.
Allí estaban Dionket y Creyn y otros que llevaban el atuendo de redactores. Tras ellos se apiñaban un puñado de supervivientes. Elizabeth bloqueó con gentileza sus mentes, enfrentó los ojos de los dos sanadores.
—Dadme unos pocos minutos. —Hizo un gesto al mono rojo de aeronauta que se había puesto para subir al globo y que aún llevaba—. Me gustaría encontrar otras ropas.
Arrancada de su base, la enorme caja de cristal que era la Gran Retorta daba tumbos con la corriente, mientras los cuerpos en su interior caían y se amontonaban a cada violenta oscilación. Finalmente la Retorta pareció estabilizarse. La mitad de su masa estaba por encima de la línea de flotación, y los prisioneros que aún estaban conscientes tuvieron la sensación de hallarse en una extraña parodia de un bote con fondo de cristal. La marquesina negra y plata que formaba su techo estaba rasgada y restallaba a cada nuevo soplo de viento. Los bancos y mesas, los cubos higiénicos y los platos con comida y las jarras con agua estaban entremezclados con los cuerpos de los condenados.
Raimo Hakkinen escupió agua salada, sangre salada y un diente. Permanecía tendido contra la pared delantera, cerca de la puerta. El agua estaba rezumando por una serie de grietas junto a la jamba.
—Vamos —graznó, quitándose su ropa interior y empezando a arrancar tiras con los dientes.
Solamente una persona del montón de prisioneros cerca de él le respondió, una mujer vestida en una armadura acolchada. Entre los dos mordieron y rasgaron la tela acolchada de la armadura, y las burbujas de plas aplastadas contra las rendijas demostraron ser unas buenas selladoras.
—Esto tendría que contener el agua —dijo Raimo, ofreciendo el hueco de su diente roto con su sonrisa.
—¡Flota! —La mujer miró con asombrada fascinación la amarronada agua donde giraban inimaginables restos y que les rodeaba al otro lado de las cuatro paredes transparentes—. Exactamente igual que un enorme y loco acuario… excepto… que esas cosas que hay fuera no son peces… —Se volvió, presa de violentas náuseas. Raimo se dejó caer sobre manos y rodillas.
—Quizá pueda encontrar alguna jarra de agua que no se haya roto.
Se arrastró por entre los cuerpos y el revoltijo. Poca gente estaba viva. Localizó un contenedor de agua que no se había roto encajado entre tres cadáveres. Y ése que había aquí, ¿no era…?
Le dio la vuelta al cuerpo.
—¿Bryan? ¿Estás bien? —Los labios sonreían—. ¿Bryan?
—No puede oírte —dijo la voz de Aluteyn el Maestro Artesano—. Tu amigo ha pasado a la paz de Tana.
Raymo retrocedió, sujetando el recipiente de agua.
—Oh… lo siento. Vinimos a Muriah juntos en el mismo barco. Y si los rumores que oí acerca de él y Lady Rosmar eran ciertos, quizá nosotros dos… bueno, de alguna manera sufrimos el mismo calvario.
Aluteyn soltó suavemente el torque de oro de Bryan.
—No exactamente el mismo calvario, Raimo. Pero tú no tienes por qué seguir sufriendo. —Colocó el torque en torno al cuello de Raimo, retirando el de plata que había estado llevando—. Creo que Bryan hubiera deseado que lo llevaras. Tu cerebro está sanando gracias a mi pequeño trabajo de parcheo, y puede que encontremos más redactores hábiles entre nuestros compañeros supervivientes. O… más tarde.
—¿Crees que realmente lo conseguiremos? ¿Piensas que esta maldita caja de cristal flotará el tiempo suficiente como para llevarnos hasta la orilla?
—Aquellos que programaron restricciones sobre mis metafunciones ya no existen. Puedo generar un moderado viento PC, incluso mantener fuera el mar reforzando las paredes de la Retorta, ahora que he recuperado completamente mi consciencia. —Hizo un gesto a los cuerpos desparramados por todas partes—. Si me ayudas a separar a los que aún viven…
—Déjame atender un momento a la dama que me ayudó a sellar la puerta. —Raimo sonrió y se alejó. El suelo de la Retorta osciló en las fuertes corrientes, haciendo rodar los cuerpos.
El Maestro Artesano echó una última mirada al sonriente rostro del muerto antropólogo. Luego, gruñendo de dolor y resignación, empezó a trabajar de nuevo.
Era una fuerte nadadora y una mujer de coraje. Utilizando su fatigada creatividad, consiguió retener dos burbujas gemelas de una parte de su traje cortesano y situarlas detrás de sus brazos de modo que le ayudaran a mantenerse a flote. Y cuando finalmente salió el sol para iluminar las movidas y lodosas aguas y sintió que empezaba a desvanecerse por la debilidad y el shock, Mercy llamó:
—¡Mi Lord! ¿Dónde estás, Nodonn?
No llegó ningún pensamiento como respuesta. Era duro, casi imposible, dominar el control necesario para la telepatía a larga distancia. ¡Estaba tan mortalmente cansada! Pero finalmente reunió las fuerzas necesarias y llamó de nuevo.
—¡Nodonn! ¡Nodonn!
Oh ven amante demonio, ángel de luz, ven. ¿Cómo puedes estar muerto y yo no?
Flotaba en medio del flujo de agua. Débiles pensamientos, lejanos y confusos, giraron vertiginosamente en su cerebro. Ninguno de ellos era los pensamientos de él.
—Nodonn —siguió susurrando. Y en una ocasión—: Bryan.
Echó la cabeza hacia atrás, arrastrando su pelo como oscuras algas flotantes, y se dejó derivar. Finalmente el sol se puso e hizo frío. Sus piernas y la parte inferior de su cuerpo se entumecieron. Tenía sed, pero estaba tan debilitada por el shock que solamente conseguía separar las moléculas de agua dulce de la sal a costa de un gran esfuerzo. La creatividad, de todas las metafunciones, es la más vulnerable a los traumas y al pesar.
—Entonces moriré junto con este mundo —decidió—, porque todo ha desaparecido, todo el resplandor y la maravilla y la canción.
Una pequeña luz amarilla.
Osciló, parpadeó, creció. Decidió esperar, puesto que la radiante entidad daba muestras de haberla captado telepáticamente, pese a que permanecía tímidamente más allá de la visión mental de ella. Al cabo de una hora o así la resplandeciente cosa se acercó más. Vio que era el Kral —ese gran caldero de oro sagrado para la Liga de Creadores—, y lanzó una exclamación.
—¡Hermano Creativo! ¿Sabes si Nodonn vive?
—¿Es eso gratitud? —preguntó Aiken Drum.
Se inclinó sobre el borde de la marmita, extendió un brazo completamente cubierto de bolsillos dorados, y la izó penosamente. Fue depositada un poco rudamente en el curvado metal al lado de él, y el hombre le dirigió una sonrisa como de disculpa.
—Perdona si he sido un poco rudo en el teleporte, Merce amor, pero yo también empiezo a sentirme un poco débil. Quédate quieta y veré si puedo conjurar el secarte un poco.
—Tú —dijo Mercy—. Tú vives.
—La moneda más falsa de todas, sí. Cuando vi que no teníamos la menor posibilidad con ese acto de nuestro Rey Canuto, imaginé que lo mejor era que cada cual fuera por su lado, y me envolví rápidamente en una pequeña cápsula de aire. Salí disparado hacia arriba, y apenas me quedaron fuerzas para flotar. Esta bañera fue una visión celestial, puedo asegurártelo. Estaba a punto de abandonar ya cuando llegó flotando a mi lado, y por supuesto no desaproveché la ocasión.
La secó lentamente, la limpió de sal y suciedad, restauró torpemente sus arrugadas ropas. Cuando hubo terminado, ella estaba casi dormida.
—Se supone —murmuró— que el vestido era rosa y colorado… no dorado y negro.
—A mí me gusta más dorado y negro.
Ella intentó alzarse. Su voz retenía una huella de su antigua coquetería.
—Bien, ahora… ¿qué es lo que hay en esta perversa mente tuya, Lord Lugonn Aiken Drum?
—Duerme, pequeña Lady de Goriah, pequeña creativa Mercy-Rosmar. Tenemos mucho tiempo para hablar de ese mañana.
Las lluvias de invierno barrieron los pantanos de Burdeos. El gran río era cenagoso y los peces huidizos, pero había abundancia de aves silvestres, y pequeños venados sin cuernos y con colmillos, y en las partes altas de la gran isla crecían los robles y los castaños y suculentas setas. Sukey sintió antojo de comerlas, y estuvo pinchando a Stein hasta que éste aceptó irle a buscar un cesto. Y luego a ella le supo mal cuando empezó a llover tan fuerte, y procuró que cuando volviera encontrara un buen guiso caliente y un buen fuego en la cabaña de tierra.
Él regresó cuando ya casi era oscuro. Además de las setas traía una pierna de un cerdo salvaje de mediano tamaño.
—El resto está oculto arriba en un árbol. Puedo traerlo mañana. Esa carne de cerdo hay que cocerla mucho, recuerda.
—Lo haré, Stein. No quiero correr ningún riesgo. Ya lo sabes. —Tomó una de las húmedas y callosas manos y la besó—. Gracias por las setas.
—Estoy completamente empapado —le advirtió él—. Espera. —Se quitó la chorreante chaqueta y los pantalones de ante y los mocasines de cuero sin curtir y se calentó en el fuego mientras ella se reclinaba contra él, contemplando las llamas y sonriendo secretamente. Nacería en el verano, y entonces habría tiempo de sobra para buscar a los otros humanos, en los días de tiempo tranquilo cuando el gran globo pudiera flotar muy suavemente y aterrizar sin ni siquiera una sacudida. En agosto o setiembre próximo se irían. Y mientras tanto, esto no estaba tan mal. Estaban completamente solos, completamente seguros, con abundancia de comida y una hermosa cabaña, y se tenían el uno al otro.
—Come un poco —le dijo ella—. Yo arreglaré tus cosas y prepararé lo de la carne.
Poco antes que estuvieran listos para irse a la cama la lluvia cesó. Stein alzó la cortina de la puerta y salió, y cuando ella lo oyó regresar salió también para quedarse unos momentos a su lado en la pacífica y goteante oscuridad. Habían aparecido las estrellas.
—Me encanta este lugar —dijo Sukey—. Y te quiero a ti. Oh, Stein.
Él la rodeó con un enorme brazo, sin decir nada, solamente mirando al cielo. ¿Por qué tendrían que abandonar este lugar? A menudo habían hablado de ello, pero ¿por qué era necesario ir en busca de otros Humanos? ¿Quién sabía cómo serían? Además, había Firvulag salvajes en las selvas continentales. Lo sabía, porque había visto sus fantasmales luces danzantes en una ocasión, cuando había ido a explorar en el bote de remos.
Los dos habían tenido mucha suerte evitando todo contacto con los exóticos en su camino a este paraíso. Sería una locura correr de nuevo el riesgo, una doble locura llevar a un niño recién nacido en un viaje en el globo. Un globo era algo tan impredecible. Volaba por su propia cuenta, no según tus deseos. Si era atrapado por un viento inesperadamente fuerte, podían verse arrastrados centenares de kilómetros antes de conseguir descender con seguridad. Podían ser llevados hacia el sudeste, cruzando toda Francia, por encima del Mediterráneo…
Nunca. Nunca regresaría allí para ver lo que había hecho. Nunca lo haría.
—¡Oh, mira! —exclamó Sukey—. ¡Una estrella fugaz! O… ¿lo es? Se mueve demasiado lentamente. ¡Demasiado tarde, se ha ocultado detrás de una nube! Y yo olvidé formular un deseo.
Él tomó su mano y la condujo de vuelta a su pequeña casa.
—No te preocupes —dijo—. Yo he formulado el deseo por ti.
Las luces del volador en órbita estaban completamente apagadas ahora, y las alarmas exóticas ya no sonaban ninguna advertencia. Sin energía, sin oxígeno, el aparato mantenía fielmente su órbita de aparcamiento, dando vueltas y vueltas al mundo a una altitud algo inferior a los 50.000 kilómetros.
Durante la mayor parte de su órbita, la superficie negro mate del volador lo hacía virtualmente invisible contra el fondo del espacio. Pero de tanto en tanto la luz del sol incidía en la portilla delantera del volador, iluminando el rostro de Richard y haciendo que un breve rayo se reflejara de vuelta a la Tierra.
El pequeño pájaro roto seguía girando una y otra vez, dando vueltas interminablemente.
En el Salón del Rey de la Montaña en el Alto Vrazel, el diezmado consejo de los Firvulag se había reunido para discutir nuevos asuntos: la elección de un nuevo Lord Soberano de las Alturas y las Profundidades, Monarca del Infinito Infernal, Padre de Todos los Firvulag, e Indiscutido Gobernante de Todo el Mundo Conocido.
—Esta vez vamos a tener problemas —les advirtió Sharn-Mes.
—¿Por qué? —inquirió Ayfa.
Le dio, a ella y a los demás, las malas noticias:
—Los Aulladores exigen el derecho al voto.
El gran cuervo negro descendía en espirales hacia el lugar donde estaban comiendo sus compañeros. A todo lo largo de la orilla norteafricana, los pájaros carroñeros estaban prosperando como nunca antes lo habían hecho. La abundancia había persistido durante casi cuatro meses, y seguía sin mostrar signos de disminuir.
¡Pruuk!, graznó el recién llegado. Ahuecó sus alas con aire maligno cuando otro pájaro tardó en echarse a un lado de la carcasa de una marsopa. ¡Pruuuuuuuuk!, repitió, alzando los hombros y abriendo las alas. Era un pájaro enorme, casi la mitad más largo que los otros, y sus ojos destellaban con un maligno fulgor.
Intranquilos, el resto de la bandada se retiró de la comida, dejando al gran extranjero comer en soledad.
—¡Ya vienen! ¡Ya vienen! —gritó Calisto, el chico de las cabras, mientras corría a lo largo del cañón de Manantiales Ocultos, olvidadas sus obligaciones—. ¡La hermana Amerie y el Jefe y un montón de otros!
La gente empezó a salir de casas y cabañas, llamándose excitadamente unos a otros. Una larga hilera de jinetes estaba abriéndose camino hacia el poblado.
El Viejo Kawai oyó la conmoción y sacó la cabeza por la puerta de la casa cubierta de rosas de Madame Guderian, bajo los pinos. Inspiró el aire a través de los dientes.
—¡Ella viene!
Un gatito vino corriendo de la caja debajo de la mesa, estando a punto de derribar al hombre mientras regresaba al interior para coger un cuchillo.
—¡Tengo que cortar unas flores y apresurarme para darle la bienvenida! —Apuntó con un dedo severo al gato—. ¡Y tú… procura que tus gatitos estén bien limpios y aseados para que no pueda reprocharnos nada a ninguno de los dos!
La puerta cubierta con una mosquitera restalló. Murmurando para sí mismo, el viejo cortó un buen puñado de rosas de junio, y luego echó a correr sendero abajo, dejando tras él un rastro de pétalos rosas y encarnados.