Aiken Drum avanzó contra Pallol Un-Ojo.
El gigante no se molestó en cambiar de forma. Aguardó, un monolito de ébano plantado en medio del círculo de blanca sal, y se echó a reír. El sonido recordó a algunos de los espectadores apiñados un cubo de basura metálica rodando por una larga hilera de escalones.
¡Estúpidos! Qué estúpidos eran los Tanu, enviando a aquella ridícula criatura contra él. Habían olvidado quién era él. Su larga ausencia del campo había borrado sus recuerdos, del mismo modo que su fatal contacto con la Humanidad Inferior había ablandado sus seseras. Este insecto, este llamativo moscardón con su armadura de cristal dorado y su vistosa cresta de plumas púrpura, ni siquiera se merecía que jugara un poco con él. ¡Moriría de un simple golpe de su poder, incinerado por el incomparable estallido de psicoenergía del Ojo de Pallol…!
Aiken Drum se había detenido. No llevaba ninguna lanza, ninguna espada de amatista, ninguna arma en absoluto que Pallol pudiera discernir, excepto una pequeña bola dorada y una larga y colgante correa de cuero ancha en el centro y estrechándose en los extremos.
Alzando un admonitorio dedo índice en el gesto universal que pedía una momentánea pausa, Aiken transfirió la correa a sus dientes y se concentró en intentar manipular la bola entre sus dedos recubiertos de malla. Aún riendo, Pallol se quitó su impresionante casco, lo colocó bajo su brazo derecho, y con la otra mano alzó el parche que cubría su Ojo.
ZAP, hizo el rayo escarlata. Golpeó contra una invisible barrera metapsíquica, un domo de tres metros que recubría a Aiken, y se desintegró en un surtidor de chispas.
Aiken frunció el ceño, y siguió con su forcejeo con la bola. ¿Estaba intentando abrirla por la mitad? ¿Pulsar algún botón o palanca escondido en su superficie?
¡¡ZAP!!, Esta vez, una porción de la pantalla psicocinética brilló con un ominoso color azul. El ogro lanzó una risotada.
—¡Ahora veremos cómo te escondes, pequeña hormiga insolente!
Una salva de haces coherentes de radiación llovieron sobre el escudo mental de Aiken. Glóbulos de energía como grandes descargas de estática golpearon la pantalla desde todos los ángulos, haciendo que brillara azul, verde, amarillenta. La multitud de espectadores emergieron de su fascinado trance y empezaron a gritar. Los Tanu hicieron resonar sus escudos y tocaron sus cuernos. Los Firvulag aullaron y golpearon sus tambores hasta reventar los tímpanos. El gran círculo de blanca sal del terreno de lucha estaba vallado por una masa de cuerpos de brillantes colores y brincantes formas de pesadilla.
Finalmente las dos mitades de la bola de oro de Aiken Drum se abrieron. Le sonrió a Pallol de una forma amistosa, sin prestar atención al feroz bombardeo contra la pantalla metapsíquica. La barrera estaba palideciendo del bermellón a un rojo suave, la señal de un inminente colapso.
—¡Ahí vamos, Goliat, muchacho! ¡Ya está todo listo!
Aiken colocó un pequeño objeto plateado en la sección más ancha de la correa de cuero, e hizo girar la honda una y otra vez por encima de su cabeza. Algo partió silbando a través de un agujero en la pantalla, destelló entre los haces de luz, y golpeó a Pallol directamente en medio de su ojo derecho normal.
El Maestro de Batalla Firvulag rugió. Llevó sus dos manos recubiertas por los guanteletes a su rostro. El temible Ojo izquierdo se cerró, y del derecho brotó un chorro de sangre que era negro a la pálida luz de la luna. El aullido del ogro disminuyó en intensidad, y lentamente, del mismo modo que una estructura monumental se dobla sobre sí misma y se desmorona cuando las cargas del equipo de demolición minan sus puntos de apoyo, la monstruosa forma acorazada se inclinó hacia adelante, se derrumbó, se estrelló contra la sal.
Mayvar la Hacedora de Reyes se destacó de la multitud con la espada de cristal púrpura de Aiken y se la presentó. El joven cortó la cabeza de Pallol de un sólo tajo y la alzó en su mano. El hasta entonces potente Ojo estaba cerrado. En la otra órbita brillaba algo plateado en medio de una masa de ensangrentado tejido. Delicadamente, Aiken arrancó el fatal proyectil. Lo envolvió con su facultad creativa hasta que el cortador de cigarros del difunto Lord Gomnol estuvo tan limpio y brillante como siempre, y la visión a distancia de los telépatas entre la multitud pudieron leer lo que había grabado en el metal:
SOLINGEN - ACERO INOXIDABLE
—Entramos en la nueva era —dijo Aiken Drum—. Dios salve a Mí.
A seiscientos kilómetros al sudoeste de Muriah, el largo dique natural que se extendía entre España y África estaba empezando finalmente a ceder… no en un sólo punto sino en un centenar, a todo lo largo de su inundada y desmoronante longitud. Forzados más allá del límite por el peso de la cada vez más profunda agua, grandes estratos de la barrera de escoria y cenizas empezaron a deslizarse ladera oriental abajo. A medida que el aprisionado mar seguía presionando, las brechas iban abriéndose y juntándose las unas con las otras hasta parecer que todo el inestable dique iba a verse desmoronado sobre el estuario del Lago Sur por la creciente presión.
El agua salada se estrellaba entre los oscuros oteros de lava en el desolado paisaje al este del desaparecido Fiordo Largo. Fluía por sobre las llanuras iluminadas por la luz de la luna, encontraba nuevos canales de drenaje entre las dunas de yeso y las enhiestas torres de estriada evaporita. El suelo tembló y el aire se llenó con un tremendo rugir cuando casi 200 kilómetros de longitud del dique cedieron en menos de quince minutos.
El volumen del agua desbocada era demasiado enorme para que el estrecho estuario del Lago Sur pudiera acomodarla, y el flujo ascendió más y más arriba en el fenómeno denominado de ariete hidráulico. Por delante de la catastrófica ola inicial avanzaba una corriente huracanada de aire. Las pálidas aguas del lago largo parecieron retroceder horrorizadas ante el abrumador muro oscuro, luego se rindieron, se alzaron para acudir a su encuentro, y se mezclaron con su cara casi vertical. La ola tenía 230 metros de altura.
Libres de su última contención, las aguas del Océano Occidental avanzaron en tromba hacia la Llanura de Plata Blanca.
La multitud de Tanu y Humanos cantaban la Canción mientras todos los caballeros mantenían en alto sus resplandecientes espadas enjoyadas. Junto al ondeante estandarte blanco con su rostro dorado se hallaban Thagdal y Nontusvel, y tras ellos, pareciendo generar su propia sombra pese a los múltiples puntos de luz, estaba Brede. Los Grandes Tanu estaban también allí; pero del Enemigo, solamente el Rey Yeochee y la nobleza Firvulag no combatiente aguardaban en pie la última y más depresiva de una larga cadena ininterrumpida de humillaciones similares. Los campeones Firvulag, y mucha Pequeña Gente entre los espectadores, se habían retirado… demasiado abrumados por el dolor para asistir al desacostumbrado espectáculo que pronto iba a producirse.
Aiken Drum desclavó el estandarte de Pallol del suelo. Con un floreo psicocreativo, retiró la efigie del demonio-nutria que se hallaba representada entre las cabelleras y las tintineantes cadenas de cráneos. Mostrando una última vez la cabeza del caído Maestro de Batalla a la multitud, Aiken hizo un pase mágico. La cabeza de Pallol se transformó en una dorada máscara mortuoria; en la órbita de su ojo izquierdo había un rubí del tamaño de un pomelo. Cuando la cabeza fue empalada sobre su propio estandarte de batalla, Aiken Drum lo alzó muy alto y se aproximó al Rey Thagdal.
Antes de que pudiera hablar, una macilenta figura vestida con ropas púrpura se adelantó de las filas de los Grandes y se situó de pie a su lado.
El Árbitro de los Deportes, turbado por lo ultrajante de todo el asunto, pareció estrangularse en su anuncio.
—¡Asombroso Rey… y Padre! Los árbitros y… y jueces de las razas Tanu y Firvulag han… conferenciado y realizado sus últimos conteos. Y… esto… ¡la victoria corresponde a la noble y valerosa compañía de batalla Tanu de la Tierra Multicolor! —Y tras una pausa para los aplausos, continuó—: Y aquí ante ti, ansiando tu refrendo real como Primer Campeón de este Gran Combate, se halla Lord Aiken Drum…
—No —dijo suavemente Mayvar.
Hubo un susurro y un contener de respiraciones.
—Ya no Aiken Drum —dijo la vieja mujer—, porque ahora aplico sobre él su nombre Tanu… ese nombre adoptado por todos los Humanos admitidos en nuestra compañía de batalla y en nuestra raza. He mantenido el auténtico nombre de Aiken Drum oculto en mi corazón durante tanto tiempo debido a que deseaba que os demostrara por sí mismo que era merecedor de él. Yo, Mayvar la Hacedora de Reyes, nunca he tenido dudas al respecto. Y en este campo de batalla él ha probado que es realmente un bienamado de la Diosa… ¡En consecuencia, con confianza y amor, lo nombro! ¡Él es el Brillante Muchacho! Él es el Joven Lugonn.
La multitud, paralizada primero por la incredulidad, despertó a un rugiente clamor de voces y mentes, de cuernos y golpear de escudos. Hubo quienes se regocijaron y quienes gritaron irritadas protestas; pero el tumulto fue tan enorme que nadie pudo decir dónde estaban las corazones de la mayoría… si con el joven Maestro de Batalla o con el viejo.
Thagdal se adelantó un paso, el rostro tan rígido como el reproducido en su enseña real. Aceptó el estandarte Firvulag de manos del pequeño hombre dorado y lo pasó inmediatamente a Bunone la Maestra de Guerra. Eadone, la Decana de las Ligas, avanzó ahora llevando algo sobre un gran almohadón de terciopelo. Los rumores de la multitud cesaron. Aquél era el momento que todos habían estado esperando. ¿Iba Aiken Drum —Lugonn— a tomar la sagrada Espada de Sharn y a pasarla fielmente al Thagdal, como siempre había hecho Nodonn? ¿O bien…?
La pequeña y resplandeciente figura alzó la pesada arma, dejando la unidad de energía unida a ella sobre el almohadón que seguía sosteniendo Eadone. Tomando la empuñadura con ambas manos, apuntó la hoja de la Espada hacia abajo y la clavó en la sal a los pies del Rey, luego se volvió de espaldas a Thagdal.
Hubo un lento expeler del aire de todos los reunidos. La multitud parecía estupefacta, lo mismo que la realeza, tanto Tanu como Firvulag, reunida tras los emblemas de los dos reyes.
En este repentino vacío se adelantó el oscuro personaje que había guiado a ambas razas durante un millar de años. Su atuendo escarlata y negro reproducía los colores del cielo, porque ya casi era el amanecer. Su rostro, claramente visible, estaba húmedo por las lágrimas.
—Que así sea, pues, tal como yo lo vi por anticipado —dijeron a la vez su mente y su voz—. Que los dos héroes contiendan con la Espada y la Lanza en el último Combate en la Llanura de Plata Blanca.
Mayvar condujo al exterior a los cuatro campeones Tanu que se habían declarado partidarios del Brillante Muchacho en los Encuentros Heroicos. Llevaban con ellos la Lanza. Bleyn sujetó el enjoyado tahalí que contenía la unidad de energía en torno al hombro y la cadera del pequeño Humano. Nodonn se materializó en el tenue aire y se inmovilizó junto a la Espada. La extrajo del suelo y la mantuvo en alto mientras Kuhal, Imidol, Culluket y Celadeyr le sujetaban el arnés.
La multitud retrocedió, dejando un amplio espacio. Impulsados por alguna fuerza psicocinética, la pareja heroica se separó, flotando a unos pocos centímetros por encima de la sal, que ahora había adquirido una apagada luminiscencia rojiza en el nublado amanecer. Visibles halos de defensiva energía mental englobaron a la alta aparición rosa y oro y a la diminuta forma del truhán. Ambos aguardaron, preparados.
—Empezad —dijo la Esposa de la Nave.
Hubo dos estallidos gemelos de fuego esmeralda y dos concusiones simultáneas que forzaron a todos los espectadores provistos de torque a escudar sus sentidos por un instante. Cuando la audiencia se recuperó, el trueno seguía reverberando aún sobre la Llanura. Ambos contendientes permanecían firmes, las barreras físicas y las resplandecientes armaduras intactas.
De nuevo se produjeron las explosiones verdes y el monstruoso resonar del sonido… pero esta vez los ecos no disminuyeron. El profundo retumbar se hizo más fuerte y el suelo tembló bajo los pies de los héroes. Un viento se alzó de ninguna parte, añadiendo su aullar a la otra nota más profunda. El cielo rojo y negro desapareció de repente a todo lo largo del horizonte occidental.
Thagdal el Rey vio la ola y gritó la primera advertencia mental. Apelando hasta al último ergio de su poder metapsíquico, erigió un muro.
—¡A mí! ¡A mí, todos!
Se unieron a él —Firvulag y Tanu y Humanos con torque— en un masivo empuje mental jamás intentado hasta entonces en el Exilio. Nodonn prestó toda su fuerza psicocinética, y Lugonn, y todos los miembros de la Pequeña Gente se esforzaron con su creatividad para mantener erigido el bastión mental del Rey que contuviera al avanzante mar, que le impidiera romperse sobre todos ellos. Pero la oscura agua ascendía más y más alta, y el peso de su presión sobre sus defensas mentales era de inimaginables millones de toneladas…
La ola se rompió.
—Sigo siendo el Rey —le dijo Thagdal a Nontusvel. El mar se estrelló sobre ellos. Mientras se ahogaba, se sintió contento, y envió lo último de sus menguantes fuerzas en un apretón de consuelo a la Reina, porque en ningún momento la había soltado de su mano.
El primer frente avanzó hacia la salida del sol, perdiendo rápidamente altura a medida que se desparramaba por la gran extensión del Gran Lago. Una ola secundaria lamió el borde de la península de Aven, fluyendo hacia el interior durante varios kilómetros antes de retirarse derramándose de vuelta por los acantilados. Las aguas atraparon a aquellos que aún estaban en la ciudad por sorpresa, y la mayor parte de ellos perecieron, excepto un puñado de los esclavos ramapitecos.
Amerie hubiera echado a correr fuera de la habitación allá arriba en el Monte de los Héroes de no haberla sujetado fuertemente el Jefe Burke, y luchó contra él y gritó hasta que se sintió agotada y ya no pudo seguir llorando. Y entonces llegó Basil y los tres se acurrucaron allí debajo de la terrible ventana. Tanto Amerie como el viejo juez comprendieron cuando el antiguo catedrático empezó a murmurar sus antiguas plegarias.
—Elevaverunt flumina fluctus suos, a vocibus aquarum multarum. Mirabilis elationes maris. Mirabilis in altis Dominus.
Juntos, aguardaron a Elizabeth.