Fue llamado de nuevo de la cálida oscuridad.
¿Por qué oh por qué simplemente no le dejaban en paz? ¿Por qué no le dejaban saborear lo último de ella a solas? Había hecho la voluntad del dios sol, explicando a los bárbaros por qué el cierre de la puerta del tiempo era bueno, por qué los Tanu debían liberarse de su excesiva dependencia de la tecnología Humana.
Ingeniosa la forma en que el Maestro de Batalla había retorcido las estadísticas para sus propios fines; pero por supuesto tenía que salvar a Mercy y a los híbridos leales. Los pogroms eran tan antieconómicos, y Apolo siempre había sido un hombre-esposo prudente.
Pero Bryan lo había justificado todo, hablando a través de su torque de oro. El pobre Oggy había tenido tanta razón cuando decía que era utilísimo para la comunicación. (Y lo era, siempre que tuvieras un respaldo angélico cuando tenías que chapotear por los pasajes lodosos sin que te atraparan.) Cuando hubo terminado su pequeña conferencia, el humor de la multitud estaba alejándose de Aiken Drum. Bryan no se sentía sorprendido. Los bárbaros eran una gente inestable y de cabeza caliente, y esta tribu era casi tan mercurial como los irlandeses.
Luego Nodonn lo había llevado al lugar donde aguardaba Mercy. Y ella le había mostrado lo que se había perdido no aceptando el torque de oro antes. Incluso sabiendo que aquello era el final, que no sobreviviría esta vez a la cueva, fue libremente a ella, sumergiéndose en el brillante vuelo y en la larga caída.
Libre pero nunca libre de ti con tus locos locos ojos, Mercy. Y te amaré hasta la muerte.
—Salte de esto, hijo. Ayuda un poco. No soy el mejor redactor del reino, pero aún quedan unos cuantos trucos en la bolsa de este viejo. Vamos, Bryan, Tú me recuerdas.
Muero lo hice pero muero la vi de pasada y muero…
—No va a dejar de girar libremente hasta que le aciertes en el mismo tallo, Maestro Artesano.
—Cierra la boca, maldito alcahuete. Te arreglé la sesera, ¿no?… Vamos, Bryan. Abre los ojos, hijo.
Un gran rostro redondo e irascible, enhiestos pelo y bigote oro plateado, todo iluminado desde atrás por un amarillento cielo matutino con extrañas nubes rojizas estriadas. Cerró los ojos, deseoso de que regresaran el recuerdo de ella y su cálida oscuridad.
Pero no lo hacían, todavía no. Con voz insegura, Bryan dijo:
—Hola, Lord Aluteyn.
—¡Eso está bien! —Un brazo se deslizó en torno suyo, alzándolo. Un vaso de agua, no muy fría, fue llevado a su boca.
—Preferiría estar solo —murmuró Bryan. Oh, dejadme volver abajo, abajo. ¿Dónde está ese mar que no refleja las estrellas?
—No, hijo. Todavía no.
Miró resentidamente fuera de la cueva mental. Una multitud de gente, de aspecto andrajoso, estaba arracimada a todo su alrededor. Torques de oro y de plata y grises y ahora todos ellos capaces de sentir su mente de la forma más desconcertante.
—Parad esto, todos —les dijo malhumoradamente—. No es decente cuando yo… cuando yo…
—Aún no estás completamente bien para levantarte, hijo. Te he remendado un poco, tan bien como me ha sido posible. Simplemente cuéntanos lo que ocurrió en ese cónclave la pasada noche. ¿Estaba allí Aiken Drum? Está ocurriendo algo muy extraño. Desde que fui destituido, me ha sido impuesto un bloqueo en mis metafacultades para restringir mi radio de acción a mi vecindad inmediata. Pero no necesito mis poderes para sentir los temblores en el suelo y los cambios en las corrientes locales de la tierra, y ver esas nubes anómalas. ¿Ha estado haciendo tu joven amigo Aiken Drum algún truco de los suyos con la geología de Aven?
Ahora los ojos de Bryan estaban completamente abiertos. Empezó a reír, luego su risa se convirtió en una débil tos. El vaso de agua fue al encuentro de sus labios.
—Creí… que Aiken Drum ya había hecho suficiente en esta llanura… sin necesidad de conjurar terremotos. —Se reclinó contra el brazo del Maestro Artesano. Lo atravesó una singular punzada de dolor. ¿Y qué si no iba a morir?
Una voz despectiva. ¿Raimo? Sí, era Raimo Hakkinen, el pobre diablo.
—¡No es de ninguna ayuda! Quizá podamos obtener alguna noticia fresca cuando llegue el próximo contingente de perdedores al anochecer. Aunque, ¿qué diferencia representa esto para nosotros…?
—Pensé que me hallaba ya más allá de que todo esto me importara —dijo el Maestro Artesano—. ¡Pero me importa! ¡Soy uno de los Primeros Llegados, y me importa! Si hay un auténtico peligro, entonces debo pasar la advertencia. ¡Mi honor lo exige!
La voz de Raimo Hakkinen estaba murmurando algo burlón. Otras voces, otros pensamientos, llegaron chapoteando en desordenadas olas al cerebro de Bryan. Unos cuantos intrusos persistentes siguieron rebuscando entre las ruinas como aburridos espectros.
—¡Un terremoto realmente grande podría rajar esta cosa de modo que pudiéramos escapar! —dijo la voz de Raimo. Exclamaciones. Protestas. Y la sonda. ¿Cuántos de ellos osaban allí hurgándole?
—Mercy —gimió en voz alta.
Algo parecido a un brazo de luz plata y verde barrió todas las mentes importunas apartándolas de él, y le mostró cómo alzar la pantalla. Lo hizo. Pero cuando volvió a descender, no pudo hallar la cueva. Su mente y su voz aullaron, angustiadas:
—¡Mercy!
Corre busca grita persigue la oscuridad con el torque de oro horrible luz haciéndole retroceder allá donde mirara enviándole lejos. Ella no había esperado. Ella se había ido. Y él no podía morir.
—Mercy —susurró de nuevo, y despertó a la compasiva mirada del viejo Maestro Artesano. Tras largo rato, preguntó—: ¿Dónde es este lugar? ¿Qué es?
—Lo llaman la Gran Retorta —dijo Aluteyn.
Brede la Esposa de la Nave condujo a los tres Humanos a lo largo del desierto corredor en las profundidades del ala secreta de la Casa de Redacción. Estaban libres de sus torques grises, vestidos con ropas nuevas, y completamente desorientados acerca de quién era ella o lo que deseaba de ellos.
—Mi identidad no es importante —les dijo la enmascarada exótica, deteniéndose frente a una puerta cerrada—. La única que importa está aquí dentro, perdida ahora en un sueño de su yo pero lista quizá para despertarse pronto.
Los ojos marrones de Brede se clavaron en Basil.
—Tú eres un hombre de acción e ingenioso. Dentro de pocas horas serán requeridos tus talentos. Cuando llegue el momento, sabrás lo que hay que hacer. Todas las cosas que necesites, incluidos mapas y muchos dispositivos sofisticados confiscados a los viajeros temporales, podrás hallarlos almacenados en armarios dentro de esta habitación.
El tocado de la Esposa de la Nave se inclinó hacia atrás cuando se dirigió al Jefe Burke, y sus ojos se fruncieron con humor ante la expresión suspicaz del gran nativo americano.
—Tú organizarás y dirigirás a los supervivientes. Será difícil, porque estarán los pacientes de la Piel de los que ocuparse, e incluso los físicamente capaces se mostrarán reluctantes a seguir a un Humano cuello desnudo. Pero los dirigirás pese a todo.
La mano de Brede descansó ahora en el picaporte de la puerta. Dijo a Amerie:
—Tu tarea será la más difícil de todas, puesto que tendrás que ayudarla durante el terrible tiempo del ajuste. Pero tú eras su amiga… y eres la única del grupo original que queda a la que Elizabeth puede recurrir. La comprenderás, pese a que no eres una metapsíquica. Ella no necesita a alguien iniciado ahora. Necesita a una amiga… y una confesora.
La puerta se abrió. Dentro había una amplia habitación débilmente iluminada, con tres de sus paredes excavadas en la misma roca. La pared del extremo más alejado tenía una larga abertura horizontal, acristalada, que revelaba el panorama de última hora de la tarde de Muriah y las llanuras de sal al sur. Había una serie de armarios alineados en las paredes laterales, y en el centro de la habitación un camastro bajo con una figura vestida de ante rojo tendida en él.
—Quedaos aquí hasta mañana por la mañana. No abandonéis este lugar antes del amanecer, no importa lo que ocurra. No volveréis a verme, porque yo debo ir con mi gente en la hora que he previsto. Cuando Elizabeth despierte, decidle esto: Ahora eres libre de efectuar una auténtica elección. Guardadla bien, porque pronto será la persona más importante del mundo.
Brede se desvaneció de su vista, enigmática hasta el final. Los tres intercambiaron sendas miradas y se alzaron de hombros, y luego Amerie fue a examinar a Elizabeth mientras los hombres empezaban a abrir los armarios.
Con el Quinto Día desarrollando las horas finales de la Alta Mêlée, ambos ejércitos se sentían inflamados y esperanzados ante la victoria, pese a que los Firvulag sabían muy bien que las posibilidades estaban yendo en contra de ellos.
El Rey Yeochee pasó la mayor parte de la tarde en la penumbrosa Tienda de las Videntes, donde talentudas brujas utilizaban sus poderes telepáticos para proyectar escenas escogidas de la acción para que las viera la Pequeña Gente no combatiente. El duelo entre el viejo Leyr e Imidol de la Casa había sido particularmente atractivo… y emocionante también, puesto que Yeochee recordaba bien cuáles habían sido los poderes del viejo Lord Coercedor antes de ser destituido por Gomnol. Pese a que Leyr era uno de los Enemigos, aquella había sido una terrible forma de morir… cortado a rodajas como un salchichón y luego obligado, por las superiores metafacultades del joven coercedor, a abrir su gorguera y a rebanarse él mismo su garganta. Oh, bien. La juventud también tenía derecho a su día.
Dejó a las videntes y se dirigió al hospital de campaña donde eran tratados los heridos en preparación a su embarque para casa. Los botes habían empezado ya a abandonar Aven, y muchos más alzarían sus velas antes de que el Combate terminara oficialmente al amanecer. La tregua post-Combate, como la anterior a los juegos, era solamente de un mes… y el viaje por tierra transportando a los heridos era un asunto lento, especialmente puesto que no podían utilizar los botes río arriba en su camino a casa.
Yeochee vagó arriba y abajo por entre las hileras de castigados y ensangrentados gnomos. Una palabra de ánimo del Viejo siempre parecía levantar el espíritu de los guerreros, y necesitaban toda la ayuda que pudieran obtener. No había ninguna sanadora Piel mágica en el hospital de campaña de la Pequeña Gente. Todo lo que tenían era sus toscos y voluntariosos talentos quirúrgicos, su fuerza de voluntad, y la superior resistencia de una raza correosa que había madurado en un entorno natural lleno de peligros. Casi la mitad de las fuerzas originales Firvulag estaba ahora fuera de combate. Pero el Enemigo, recordó el Rey Yeochee con una presuntuosa sonrisa, había perdido casi la totalidad de su cuerpo de élite de grises, compuesto por 2.000 Humanos, y la mayor parte de sus 1.500 platas… así como un respetable número de los más temerarios y menos hábiles de sus oros Tanu y Humanos.
—¡Aún tenemos una posibilidad! —afirmó el pequeño Rey—. Todavía no estamos vencidos. ¡Este puede ser el año en el que la Espada de Sharn vuelva al hogar!
Los heridos guerreros gruñeron y gorgotearon y silbaron. Yeochee se subió encima de un cajón de vendajes vacío, torciéndose de nuevo su corona.
—¡De modo que no hemos conseguido tantos estandartes como ellos! ¡De modo que solamente hemos logrado cuatro cráneos en la categoría de los «Más Exaltados»! ¡Que me condene si dos de ellos no pertenecen a la Casa… y uno a la Alta Mesa! Velteyn y Riganone valen diez puntos extra como mínimo, y esto compensa nuestra pérdida de los pobres viejos Cuatro Colmillos y Nukalavee. Aún tenemos que celebrar los Encuentros Heroicos, y un buen resultado allí puede borrar todas las ventajas del Enemigo en la puntuación de la Baja Nobleza. Si nos ganan, será por la mínima. ¡Pero no van a ganarnos! ¡Vamos a luchar, y vamos a vencer!
La tienda resonó con rasposos y entrecortados vítores. Uno de los heridos incluso consiguió hacer aparecer por un momento su resplandeciente forma de milpiés.
Secándose discretamente una furtiva lágrima, Yeochee se irguió orgullosamente y dejó que su aspecto más regio lo recubriera lentamente. Sus polvorientas ropas ribeteadas de piel se transformaron en una armadura de gala de obsidiana, resplandeciendo con un millar de gemas. Su alta corona (medio colgada sobre una oreja) se adornó con unos cuernos de carnero y un pico de oro esmaltado, y rozó el techo de la gran tienda del hospital cuando alcanzó toda su espléndida estatura, sombrío y terrible, los ojos brillando como faros verdes.
—Éste es el final de mi mandato, guerreros. Y confieso que nunca me hubiera atrevido a ver restablecidos los viejos días de gloria antes de mi retiro. ¡Pero esos días están al alcance de nuestra mano! Y aunque fallemos por poco esta vez… ¡simplemente esperad al año PRÓXIMO!
—¡Tres hurras por Yeochee! —gritó alguien. Y los heridos y los impedidos se alzaron como pudieron de sus camastros y vitorearon al Lord Soberano de las Alturas y las Profundidades, el Monarca del Infinito Infernal, el Indiscutido Gobernante del Mundo Conocido.
Aspectos ilusorios llamearon y destellaron por todas partes, y la tienda pareció atestarse con un millar de monstruos. Pero se extinguieron tan rápidamente como habían aparecido, y el hombrecillo con las ropas polvorientas y la corona inclinada hacia un lado dijo:
—Que Té levante vuestros luchadores corazones, muchachos y muchachas —y todos los bravos demonios se convirtieron de nuevo en debilitados y ensangrentados gnomos.
Yeochee se deslizó al exterior, a la calma del atardecer de la Ultima Pausa. Aún tenía que conseguir algo para comer y decir sus plegarias y luego meterse en sus correajes para unirse a Pallol y los generales y presenciar el final de la Mêlée. En las cuatro horas anteriores a la medianoche, la batalla libre para todos alcanzaría su más loco clímax. Algunos de los vomitafuegos Firvulag estaban seguros de lograr los merecimientos necesarios para ocupar los sitios de los campeones que habían quedado vacíos… y Yeochee deseaba estar allí por si alguno de ellos lo conseguía. ¡Nada de delegar en nadie esta vez!
El cielo tenía un aspecto más bien extraño. Delgadas nubes formando como colas procedentes del oeste mostraban su color purpúreo contra el índigo del cielo. Sin embargo, era demasiado pronto para las lluvias. El Rey agitó la cabeza. La enorme luna llena era una hinchada naranja entre los restos de polvo y humo que flotaban aún sobre el lago. Los camilleros con los heridos más recientes y los muertos decapitados estaban acabando de limpiar el campo de batalla, cruzando el Canal del Pozo del Mar y pasando junto al gran montón de cráneos rodeado por exultantes fogatas. La pirámide de dorados trofeos nunca había sido tan alta. ¡Y cómo lucirían esos estandartes capturados colgando entre los viejos blasones manchados de tizne que cubrían las estalactitas en el Alto Vrazel! Quizá no pudieran recuperar la perdida Espada de Sharn. Pero al menos terminarían los juegos con honor.
—¡Y eso es lo realmente importante! —murmuró fieramente Yeochee.
Afuera en la sal, las procesiones parecidas a gusanos luminosos seguían transportando sus cargas.