7

Faltaban pocos minutos para la salida del sol. Los ejércitos estaban situados frente a frente, serenos y preparados.

El abrumador número de Firvulag iba a pie como siempre, una danzante y brincante multitud indisciplinada en torno a los capitanes de batalla elegidos por cada cual como grandes insectos de negra quitina. Los estandartes rematados con efigies y festoneados de cráneos dorados saltaban arriba y abajo, incitando al Enemigo a apoderarse de ellos… porque de este modo, junto con la cantidad de cabezas tomadas, se juzgaba la victoria en el Gran Combate. La Pequeña Gente iba armada con oscuras y resplandecientes espadas, mazas llenas de púas, azotantes cadenas y alabardas con hojas de extrañas formas. No llevaban arcos y flechas u otras armas lanzadoras de proyectiles, puesto que éstas, como las monturas de guerra, eran contrarias a sus tradiciones de batalla. Muchos llevaban lanzas; pero estaban acostumbrados a lanzarlas contra el Enemigo en vez de golpear con ellas, de modo que esas armas causaban normalmente muy poco daño a los acorazados jinetes y monturas Tanu.

Unos pocos Firvulag no podían resistir el cambiar de formas en anticipación a la Mêlée. Una horrible serpiente alada brotó del centro de la cohorte mandada por Karbree el Gusano. En otra parte del campo, una hedionda explosión señaló la aparición temporal de un ciclópeo horror que salpicó la sal con un asqueroso icor, promoviendo obscenas protestas de sus indignados camaradas de armas. Por el lado del lago, una informe masa de protoplasma amarillo verdoso empezó a rodar y a golpear de un lado para otro, ululando como un enloquecido órgano de vapor.

Las fuerzas Tanu se enfrentaban a esa caterva de duendes con dignidad y esplendor. En las filas frontales, revestidas con armaduras de bronce y cristal y llevando coloridos estandartes, estaban las tropas de la caballería con torques grises y los aurigas Humanos; todos iban armados con arcos, lanzas y espadas, y respondían a las órdenes mentales de sus oficiales híbridos y Humanos con torques de oro. Tras ellos se erguían sobre sus monturas los cinco grandes batallones de las ligas metapsíquicas, y tanto los guerreros como los chalikos resplandecían con un brillo casi fluorescente. Los coercedores y los psicocinéticos eran los más numerosos, los creadores menos abundantes, y los telépatas y redactores combatientes constituían las unidades más pequeñas, puesto que la mayor parte de sus miembros realizaban tareas de apoyo durante esta parte del Gran Combate.

Los contingentes de las distintas ciudades Tanu se apiñaban en torno a sus campeones locales, llevando estandartes que no debían caer en manos del Enemigo. Algunos caballeros de alta reputación tenían sus propios partidarios, Tanu y Humanos; y junto a los oros y platas había entre ellos numerosos grises con armaduras de cristal que habían demostrado su valía en la Baja Mêlée. Más tarde, cuando la batalla se caldeara, los grupos regionales e incluso la segregación de las ligas serían abandonados a medida que los luchadores se reunieran para seguir los estandartes y las órdenes mentales de los héroes que demostraran mayor valentía… y mostraran también la más poderosa habilidad defensiva mental en la creación de escudos. La realeza y los generales de campo de Tanu y Firvulag permanecían muy aparte en este primer estadio, observando y evaluando la estrategia y ensalzando las gestas más notables.

El cielo encima del Gran Lago era dorado. Mientras aparecía la parte superior del sol, hubo un vivido relámpago verdoso que persistió durante unos buenos veinte segundos antes de disolverse en un deslumbrante blanco.

—¡Presagio! ¡Presagio! —Chillando como espíritus, las hordas Firvulag se lanzaron hacia adelante. Sus pies enfundados en mallas crearon un tal estrépito que la sal se estremeció.

Los Tanu aguardaron en una arrogante hilera arcoíris, los estandartes alzados y los chalikos firmemente refrenados.

La luz del sol se hizo más fuerte. Nodonn el Maestro de Batalla se alzó en el aire a lomos de su acorazada montura, rivalizando en esplendor con el disco solar. Su mente y su poderosa voz de trueno resonaron con el antiguo grito de guerra Tanu:

—¡Na bardito!

Las trompetas de cristal de las mujeres luchadoras lanzaron sus estridentes notas. Siete mil escudos engastados con joyas resonaron al ser golpeados con el plano de las espadas de vitredur. El tosco griterío de los Firvulag fue ahogado cuando los altos exóticos y sus aliados Humanos repitieron el grito.

¡Na bardito! ¡Na bardito taynel o pogekône! ¡Adelante, luchadores de la Tierra Multicolor!

Los ejércitos chocaron, iniciando el encuentro del tercer día de mentes y armas en masa. El retumbar del encuentro pudo ser oído mucho más allá del Monte de los Héroes por todos aquellos que tenían oídos para oír.

—¡Este año será distinto! —había prometido Sharn-Mes a Pallol.

El Maestro de Batalla Firvulag, revestido con su ilusorio disfraz de una monstruosa nutria negra con seis patas y llameantes garras y colmillos, y con un resplandeciente ópalo del tamaño de un plato de postre cubriendo su Ojo, mostró su escepticismo. ¡Pero entonces no hubiera acudido a Finiah!

El joven general y el viejo, rodeados por ayudantes y camaradas, observaban desde detrás de una formidable pantalla el desarrollo de las primeras escaramuzas. Pero tras la primera hora, incluso Pallol tuvo que admitir que la Pequeña Gente estaba actuando con una singular brillantez. Había un nuevo y maravilloso sentimiento de valor entre ellos. Finiah había remontado sus espíritus… y más aún, los había abierto a nuevas ideas.

Sharn, bajo la forma de un escorpión albino de tres metros de altura, todo él cerúleamente translúcido, con resplandecientes órganos internos en sus cavidades corporales, señaló telepáticamente a un inminente choque.

—Están acercándose a nosotros, Maestro de Batalla. ¡Pera ya no hay más retiradas tácticas! ¡Simplemente observa a nuestros muchachos cuando cargue la caballería Inferior!

Un tropel de torques grises avanzó al galope tendido, con la intención de cortar el paso y rodear a una densa falange de unos sesenta Firvulag, que parecieron adoptar su habitual actitud de testaruda y fútil resistencia a pie firme. Pero en esta ocasión, justo antes de que las demoledoras garras rasgaran los alzados escudos negros, los soldados a pie se dispersaron y se agacharon entre los altos animales, golpeando contra sus no protegidos vientres con lanzas cortas, o agitando sus hachas contra los vulnerables tendones de las patas de los chalikos.

—¡Que me condene! —exclamó Pallol.

La carga de torques grises se desintegró. Con los tendones cortados o mortalmente destripadas, las monturas arrojaron a sus jinetes y se quedaron allá tambaleándose, chillando y revolcándose sobre sus propias entrañas hasta morir. Quedaban aún los desmontados Humanos con los que enfrentarse; pero en un combate mano a mano el superior número de la Pequeña Gente les daba ventaja, pese a que a menudo los grises eran físicamente más fuertes y eran impulsados a luchar hasta la muerte por sus oficiales. Las visiones de todo tipo de monstruos y apariciones luchando aparecían y desaparecían en medio de la refriega. El éter pulsaba con horribles proyecciones mentales. El oficial Humano con el torque de oro vestido con el azul de los coercedores consiguió acuchillar a media docena de Firvulag antes de desaparecer bajo un montón de valientes, pero era fácil ver hacia dónde se decantaba ahora la ventaja.

—Esta maniobra de atacar a los vientres de las monturas no está mal —tuvo que admitir Pallol.

—Los Humanos la utilizaron en Finiah —dijo Sharn—. Fue una innovación de un cierto metalúrgico Inferior que actuaba como un líder improvisado. Dijo más tarde que la táctica era tradicional entre los miembros de su grupo étnico ancestral. El cortar los tendones fue sugerido por una mujer sagrada Inferior. La había visto utilizar por la terrible Morigel en su asesinato de Epone.

—¿Morigel? ¿El Cuervo…? Oh, te refieres a ese monstruo Humano, Felice. —Pallol agitó su feroz cabeza de carnívoro—. ¡Gracias sean dadas a Té de que esté fuera de todo esto! Se rumorea que ha escapado de las garras de Cull el Hermoso y ha huido en un gran globo de abrasadoramente caliente sangre. ¡Malditas palabrerías supersticiosas! Pero haya ido donde haya ido, espero que se quede allí.

Los Firvulag habían terminado de masacrar a los últimos miembros de las tropas de caballería, y ahora alzaron treinta cabezas cortadas, aún con sus crestados cascos de bronce, al extremo de sus lanzas. Una de las cabezas, con una celada de cristal azul adornada con unas ahora sucias plumas doradas, estaba empalada en la pica de su propio estandarte. El visor del casco estaba abierto, y los muertos ojos parecían mirar hacia abajo, a la ensangrentada bandera azul, con incredulidad.

La falange de la Pequeña Gente acudió corriendo hacia el grupo de líderes.

—¡Manifiesto, Maestro de Batalla! —aullaron los enanos, danzando en torno a Pallol y Sharn—. ¡Manifiesto… como en los buenos viejos días!

—Amigos… ¡estoy terriblemente orgulloso de vosotros! —graznó la demoníaca nutria, tragando saliva—. ¡Estad seguros de que me manifestaré por vosotros!

Alzó el parche opalino de su Ojo y lo dirigió hacia las oscilantes cabezas, reduciéndolas a blancos huesos. Los cráneos saltaron de sus empalamientos como un enjambre de meteoros y sobrevolaron las cabezas de los vitoreantes guerreros, yendo a aterrizar en un montón piramidal a un lado, coronados por el estandarte arrebatado. Cada uno de los cráneos estaba recubierto ahora de resplandeciente oro, listo para ser recogido por los hacedores de trofeos.

—¡Slistal, Pallol! —aulló la falange. Blandiendo sus de nuevo limpias armas, partieron a la carrera en busca de un nuevo enfrentamiento con el Enemigo.

En un confuso montón yacían dos cadáveres Firvulag y un ser humano que solamente fingía estar muerto, este último rezando para poder mantenerse hasta la puesta del sol, en cuyo momento le sería posible desertar.

Con grandes precauciones, Raimo Hakkinen palpó de nuevo la región de sus posaderas. Una vez más no obtuvo otro resultado que el apagado ching de su guantelete de cristal golpeando el articulado faldar que cubría su retaguardia. ¡Maldita sea! Había vuelto a olvidarlo. No tenía ningún bolsillo trasero. No llevaba el frasco de buen viejo Hudson’s Bay Demerara. Ni siquiera agua. Nada que beber excepto sangre. De la rendija de ventilación del visor de su celada de cristal rosa brotó un apagado sollozo. Pasó completamente desapercibido en el tumulto de la batalla que se producía a su alrededor…

Habían tenido que ejercer coerción sobre él para obligarle a aquello, por supuesto.

Aquellas carcajeantes arpías Tanu lo habían arrastrado fuera del Banquete de Guerra y desnudado su pobre y flaco pellejo en medio de la sala de exhibición de la armería mientras seleccionaban un atuendo PC adecuado para su cuerpo. Una ardilla gris se había burlado de él mientras lo vestían con las prendas interiores: primero una camiseta y unos calzoncillos de algodón, luego el hermoso atuendo acolchado que cubría todo su cuerpo menos cabeza, manos y pies, una tela vaporosa pero fuertemente entretejida reteniendo entre sus hilos burbujas de plast del tamaño de guisantes, muy protectora, aireada, y pesando solamente unos pocos gramos. Las seis mujeres exóticas habían sujetado personalmente las placas acorazadas de cristal rosa incrustado en oro, diciéndole lo valiente que iba a demostrar que era y lo gloriosamente que iba a comportarse en la Llanura de Plata Blanca. Acorazado hasta el cuello, tuvo que arrodillarse ante ellas mientras, burlonamente, lo nombraban «Lord Raimo» con una gran espada de rosado vitredur. Luego se vio obligado a complacerlas a todas en la única forma que le quedaba practicable, y una vez terminada esa humillación le encasquetaron el magnífico casco crestado que más bien parecía un sueste con visor, ciñeron su espada en una vaina colgando a su lado, y lo llevaron fuera para montarlo en el nervioso corcel preparado ya para llevarlo a la batalla. El chaliko tenía su pelaje teñido de un fucsia violento con la crin amarilla y adornos de plumas en los espolones, una parodia del rosa y oro heráldicos de la Liga de los Psicocinéticos. Cuando las mujeres lo teleportaron a la silla, apenas tuvo tiempo de sujetar las riendas antes de que el enorme bruto se lanzara al galope, estando a punto de derribarlo con una voltereta por encima de sus corvas.

De alguna forma consiguió mantenerse en la silla, y fue recompensado con seis toques individualizados sobre el control del placer de su torque de plata.

Cabalgó por la Llanura junto con los demás caballeros procedentes del campamento Tanu, uniéndose al enorme desfile de enjoyados jinetes que recorrían entre parabienes la avenida llena de estandartes e iluminada por multitud de antorchas en el grisor del falso amanecer. Las seis damas irradiaron sinfónicamente sus alientos a través de sus circuitos de felicidad para crear en él un fondo estable de euforia; y cuando alcanzaron la zona de estacionamiento del campo de batalla, cambiaron bruscamente al disparador hipotalámico, cargándolo de adrenalina y una loca hostilidad hacia el Enemigo Firvulag que se arracimaba a menos de un kilómetro de distancia en la semioscuridad. Se unió a las filas de sus compañeros PC platas de Muriah, cargado hasta las órbitas con el ardor de la batalla.

Entonces el ejército aguardó en aquel lugar durante toda otra hora. Y con el paso del tiempo y la retirada de las mujeres a los distantes palcos laterales su frenesí fue desvaneciéndose, y lo que quedaba en él de cordura fue reafirmándose lentamente. Descubrió que las brujas Tanu habían olvidado sintonizar el control de su hombre-juguete al mando de Kuhal o Fian o algún otro oficial del batallón PC. ¡No estaba encadenado! ¡Ya nadie estaba ejerciendo coerción sobre él!

Cuando finalmente sonó la orden de carga y se encontró cabalgando hacia adelante, agitando su espada en medio de la enloquecida multitud y gritando con ambas voces, estaba frío y sobrio y asustado más allá de todo lo imaginable.

En el primer momento, su chaliko lo salvó. Era una montura de batalla bien entrenada, pese a todo su mal temperamento, y sabía cómo atacar con sus garras cada vez que los miembros de la infantería Firvulag acudían corriendo contra ellos. Raimo cargaba en la parte media de la jerarquía Tanu, entre la élite de los grises y los espléndidos rangos de los campeones provinciales. Cuando se hallaron en el centro de la lucha, había el bastante polvo y agitación y derramamiento preliminar de sangre como para que sus ansiosos camaradas se ocuparan de otras cosas distintas a él.

Era el momento de empezar a pensar en escapar.

Giró y giró, agitando su espada en el aire y ocultándose tras su escudo cuando los ilusorios monstruos gravitaban sobre él a la incierta luz del amanecer. Oleadas de terror generadas por los Firvulag torbellineaban a su alrededor y se mezclaban con su propio terror. Cabalgaba en medio de un pesadillesco alboroto donde los combatientes de ambos ejércitos aparecían y desaparecían de su vista como las imágenes de un holoproyector defectuoso. Tan sólo un aspecto de la lucha era implacablemente real… los cuerpos decapitados, en su mayor parte Humanos y Firvulag, y los agonizantes animales manchando la sal con pegajoso carmesí y calientes excrementos.

En una ocasión alzó el visor de su casco y vomitó con discreción, procurando no manchar su montura. El enorme animal avanzaba con precaución por ente los cadáveres mientras él intentaba guiarlo en dirección al ascendente sol, que tenía el aspecto de un nítido disco blanco recortado en el cielo y cubierto por una densa neblina de polvo. En esa dirección estaba el brazo occidental del lago. Si alcanzaba la orilla, quizá fuera posible tomar uno de los botes de los Firvulag; y si a su rota PC le quedaban aún unos pocos vatios disponibles, quizá podría llevarlo incluso hasta Kersic.

Suerte. Tan sólo un poco de suerte. ¿Acaso no se la merecía, tras esos meses de vivir en el infierno? ¡Simplemente sigue así, Caballito, y no te pares! ¡No dudes en patear a esas pequeñas mierdas si se ponen en tu camino!

El chaliko luchaba bien. Y los Firvulag, descubrió, se limitaban a arrojar sus lanzas y nunca hacían uso de flechas ni dardos, de modo que estaba bastante seguro tras su escudo en la alta silla, hasta que…

Algo parecido a una gigantesca araña púrpura surgió a toda velocidad de la bruma general reinante y le atacó por detrás. Uno de sus apéndices golpeó por debajo de la protección de cola de la grupa del chaliko. El animal lanzó un chillido capaz de rasgar los tímpanos y cayó pesadamente hacia adelante, empalado por alguna especie de brazo-lanza de largo mango. Raimo fue arrojado de la silla y golpeó contra el suelo con un sonido como el de un xilófono rompiéndose. Vio como la araña temblaba y se disolvía, y entonces, bailoteando y dando vueltas y más vueltas y lanzando gritos de triunfo con voz de falsete, apareció un Firvulag con una semiarmadura manchada de sangre… la parpadeante imagen del Enano Gruñón en el clásico del cine de dos dimensiones de Disney.

—¡Ahora lo tengo! ¡Ahora lo tengo! —chirrió el gnomo, agitando una negra hoja vítrea con un filo terriblemente mellado.

—¡Socorro! —gritó Raimo. Intentó en vano levantarse. Su chaliko se agitaba en los últimos estertores de la agonía, con sus enormes garras casi encima de él. Socorrosocorrosocorro

¡Hey, picamaderos! ¿Eres tú?

¡Aik! ¡Aik, por los clavos de Cristo!

Un haz parecido al de un foco de vapor de sodio perforó las nubes de polvo. Pasó inofensivamente por encima del derrumbado caballero rosa, pero cuando detectó a Gruñón se detuvo y se intensificó. Los miembros del guerrero Firvulag se agitaron en un espasmo, y su espada de obsidiana cayó al suelo trazando un arco. Una luz amarillo anaranjada recorrió el cuerpo exótico de arriba a abajo, fundiendo la coraza y dejando un sendero de humeante herida. El Firvulag lanzó una serie de penetrantes aullidos.

—Ajá, así está bien —dijo una voz en el aire, y el rayo astral osciló hasta clavarse en la desencajada boca abierta del enano. Hubo una pequeña y desagradable explosión.

—Está bien, abre los ojos, Picamaderos. Tu brillante caballero ha acudido al rescate.

Aún tendido boca abajo, Raimo alzó su visor. Un enorme chaliko negro completamente protegido con una armadura dorada lo miraba desde arriba, con sus benevolentes ojos escrutándolo a través de las aberturas de su dorada testera. Llevaba una enorme púa facetada de amatista montada en su frente. Sentada en su silla había una diminuta figura humana resplandeciendo como iluminada por alguna contenida energía interior. No llevaba ni armas ni escudo. Pero mantenía muy alto un estandarte púrpura cuyo blasón de la mano dorada hacía su impúdico gesto con los dos dedos a mundo del Exilio. Una capa negra y violeta caía impoluta de los hombros de la armadura dorado mate de Aiken Drum. Sonrió mientras su PC ayudaba a Raimo a ponerse en pie.

—Así que estás aquí, Picamaderos. Como nuevo, y dispuesto a comerte el mundo. ¡Nos veremos luego!

—¡Espera…! —suplicó el antiguo leñador. Pero el Brillante Muchacho había desaparecido. Los ruidos de la batalla se intensificaron, y lo mismo ocurrió con las nubes de humo y polvo. Sonaba como si alguna lucha desesperada estuviera acercándose directamente a él.

Rebuscó a su lado hasta que recuperó su espada y su escudo. Evitando el aún agitante chaliko y la asquerosa masa que había sido Gruñón, echó a andar en dirección opuesta a lo más intenso de las detonaciones psicocreativas, alejándose del resonar de las armas de cristal y bronce, del aullar de miles de voces humanas e inhumanas que llenaban sus oídos y mente. Al cabo de unos pocos minutos estaba completamente desorientado. No había el menor indicio que le indicara cuál era el camino a la orilla, ninguna ruta de escape segura.

—¿Qué demonios voy a hacer? —lloriqueó.

Sobrevive hasta la puesta del sol, le recordó algo en su interior, y entonces habrá una pausa de tres horas mientras el campo es limpiado de muertos y heridos. Si consiguiera ocultarse hasta entonces…

Tropezó con dos Firvulag decapitados e interrumpió su huida sin objetivo. No había ninguna forma natural de ocultarse en la Llanura, así que… ¿por qué no? Rodeado todavía por densas nubes de polvo, se dejó caer al suelo y se enterró entre las ensangrentadas piernas de los Firvulag. Luego retrajo su consciencia hasta aquel pequeño e inadecuado rincón que Aiken le había enseñado a utilizar cuando las mujeres lo condujeran al borde de la locura. A menos que alguien irradiara un pensamiento directamente hacia él, estaba seguro. Casi todas las sensaciones, casi todo el dolor, cesaron. Raimo Hakkinen aguardó.

El sol subió muy alto, calentando la Llanura de Plata Blanca y generando corrientes ascendente de aire que arrastraron la capa de polvo. Los guerreros de ambos lados renovaron sus hostilidades. Tanto Tanu como Firvulag realizaron grandes gestas heroicas, pero las levas de torques grises resultaron diezmadas por la nueva táctica de la Pequeña Gente, que colocó a los Tanu en una posición potencialmente peligrosa.

Raimo permaneció tendido sin moverse, pese a que algunas de las escaramuzas se produjeron a tan sólo unos pocos metros de distancia de él. Sufrió calambres y calor y sed. Las moscas descendieron a darse un banquete en la sangre y a depositar sus huevos en la carne muerta, y algunas de ellas se metieron dentro de su casco. Despertando por un momento de su estupor, utilizó los jirones de su poder psicocinético para aplastarlas contra la parte interior de la celada. De tanto en tanto se hundía en el delirio de la ausencia de alcohol. Las plumas fucsia y amarillas de la cresta de su casco le proporcionaban algo de sombra, pero pese a todo hervía en aquel cascarón de cristal rosado hasta última hora de la tarde, cuando el sol declinó al fin y silueteó la espina dorsal de Aven con una luz rojo sangre antes de desaparecer.

Un único cuerno hizo sonar una plateada nota que reverberó en su mente.

Los ruidos de la batalla se apagaron. Un viento de enorme frialdad sopló sobre la sal. Los ejércitos se retiraron.

Pronto, se dijo Raimo. Pronto… cuando se haga un poco oscuro.

Ahora estaba completamente alerta, pero aún tendido sin moverse. Desgraciadamente, se había ocultado en un lugar demasiado cerca del enorme campamento Tanu. Los redactores y los telépatas empezaron a dispersarse en misiones de caridad por toda la tranquila Llanura, guiando a los camilleros hasta los caballeros Tanu y Humanos heridos. Y también había otros, líderes montados en chalikos de refresco que comprobaban los resultados de la acción del primer día. ¡Si alguno de ellos lo detectaba…!

Intentó reprimir cualquier proyección de pensamientos, retirándose al pequeño armario al fondo de su cerebro. Soy un cadáver dejadme aquí estoy muerto pasad de largo ignoradme marchaos marchaos…

—Oh, eres tú, ¿no?

La voz estaba en su mente y en su oído. Se negó a abrir los ojos.

Risas.

—Oh, vamos, Hermano Psicocinético. ¡No pareces en absoluto tan malherido como eso!

Los cuerpos Firvulag, aquellos preciosos cuerpos que lo ocultaban, fueron corridos a un lado. Se sintió deslizar sobre la superficie de sal; alguien sujetó su cabeza, forzándole a mirar hacia adelante a través del abierto visor de su celada.

Dos mujeres Tanu… una púrpura, la otra con el rojo y plata de los redactores. Tras ellas, un par de impasibles hombres cuellodesnudos sujetando unas parihuelas. Los rígidos cadáveres Firvulag estaban tirados a un lado como desechados maniquíes sin cabeza.

—No está herido en absoluto, Hermana —dijo la telépata. Su rostro de profundos ojos era sombrío, semioculto bajo la capucha de su capa.

—Es cierto —confirmó la redactora—. Tampoco su mente ha sido tocada por el Enemigo. Es un simulador. ¡Un cobarde!

Presa del pánico, Raimo saltó en pie. Los agarrotados músculos de sus piernas se negaron a sostenerlo. Cayó… y entonces toda la fuerza de la coerción Tanu procedente de las dos mujeres cayó sobre su torque y lo sojuzgó. Permaneció completamente inmóvil, una estatua encajada en enjoyadas placas rosadas manchadas con la sangre de otra gente.

—Sabes cuál es la pena por cobardía, Inferior —dijo la telépata.

—Sí, Exaltada Lady —se vio obligado a responder.

—Entonces ve al lugar que te corresponde. ¡Ve allá donde perteneces!

Se apartó de ellas y echó a andar torpemente cruzando el campo de batalla, hacia el lugar donde se alzaba la Gran Retorta de cristal, sostenida por su alto andamiaje.

A setecientos kilómetros al oeste, el cuerpo de un joven plesiosaurio yacía tendido sobre las rocas del volcán de Alborán.

Había estado cazando atunes en el Atlántico, ajeno a todo peligro. Y los propios atunes estaban persiguiendo escurridizos calamares, y los calamares a su vez iban tras un banco de plateadas sardinas que habían estado pastando los microscópicos organismos del plancton pelágico. La inesperada corriente los había atrapado a todos, criaturas grandes y pequeñas, y aspirado hacia la hendidura de Gibraltar.

Durante un infernal cuarto de hora se habían visto abofeteados y revueltos, y luego fueron arrojados por encima de la increíble catarata. El gracioso cuello del joven plesiosaurio se partió cuando impactó contra la sofocante nube de espuma del nuevo mar Mediterráneo. Murió instantáneamente. Los atunes, arrojados y golpeados contra las rocas sumergidas, sucumbieron no mucho más tarde, del mismo modo que los calamares. Debido a su pequeño tamaño, la mayor parte de las sardinas consiguieron cruzar la cascada vapuleadas pero sin ningún daño físico importante. Cuando sus cerebros recuperaron una medida de ecuanimidad intentaron perseguir la vida tal como era su costumbre, pero las turbulentas aguas que llenaban la cuenca de Alborán estaban tan llenas de cieno que sus pequeñas branquias se vieron pronto obstruidas y todas ellas se asfixiaron. De todas las criaturas que fueron arrojadas por encima del recién creado estrecho de Gibraltar, tan sólo el resistente plancton sobrevivió.

El cuerpo del plesiosaurio flotó hacia el este hasta llegar a la orilla de una de las laderas del volcán de Alborán, que en su tiempo se había alzado 600 metros por encima del suelo de la adyacente cuenca vacía. Gaviotas y cuervos se dieron un buen festín con su cadáver antes de que la marea ascendente lo reclamara y se lo llevara de nuevo derivando en la brumosa oscuridad.