5

—El estrecho tenía solamente veinticinco kilómetros de anchura en nuestro tiempo —dijo Stein a Felice—. Y eso era después de seis millones de años de ser erosionado por las corrientes oceánicas. No serás capaz de abrir una brecha tan grande como eso, ¿sabes?

Los dos estaban inclinados sobre la barandilla de la góndola. El globo rojo, mantenido inmóvil por la PC de la muchacha, flotaba a 300 metros por encima de la cresta del istmo de Gibraltar. Las alturas estaban redondeadas por la erosión. Los cedros crecían en las laderas occidentales que conducían hasta los valles. Había dunas y herbosos altozanos en el lado atlántico del puente de tierra, pero en el flanco mediterráneo el istmo era desolado, precipitándose en un abrumador acantilado de escabrosos contrafuertes y con montones de destrozadas rocas al pie, bajo las cuales se extendían más lisas capas de sedimentos hundiéndose en la cuenca de Alborán.

—Las lecturas ópticas del terreno y el altímetro sitúan esta cresta de Gibraltar a tan sólo doscientos sesenta y ocho metros de altura. Si estás en lo cierto que el istmo está acribillado de cuevas como si fuera un queso suizo, puedo romperlo. Tengo la impresión de que su destino es terminar derrumbándose al final por causas naturales. Y ese acantilado oriental se halla por debajo del nivel del mar.

—Podíamos ver Gibraltar desde mi satélite —dijo Sukey. Sonrió en medio del cielo azul sin nubes—. El lugar donde Europa besa a África, lo llamábamos. Eramos muy sentimentales acerca de la Tierra.

Felice la ignoró.

¿Dónde es el mejor lugar para mi primer golpe, Steinie? No te preocupes acerca de la onda de choque desestabilizando al globo. Crearé una burbuja protectora a nuestro alrededor. ¿Qué te parece si golpeo ese pequeño promontorio que sale por ahí?

—¡Tranquila, muchacha! —exclamó el vikingo—. ¿Quieres provocar una auténtica marejada? ¿O solamente algo que se arrastre lentamente como cuando llenas una bañera y que les dé todo el tiempo del mundo para escapar?

—¿Veías mi satélite allá arriba en el cielo nocturno cuando trabajabas en Lisboa, Steinie? —preguntó Sukey—. ¿Allá arriba del mundo, muy alto?

—¡Presión hidráulica! —dijo Stein, golpeando su puño izquierdo contra la palma de su mano derecha—. ¡Eso es lo que necesitamos, chica! Un buen frente de agua. ¡Una gran ola que penetre arrasándolo todo por el estuario del lago Sur hasta la Llanura de Plata Blanca, e inunde con rapidez el campo de batalla!

—Exactamente lo que yo quiero —dijo Felice—. Golpearé el istmo en un montón de lugares distintos. La brecha se abrirá por sí misma y dejará penetrar una enorme cantidad de toneladas de agua. ¡Por el amor de Dios, todo el Atlántico empujando!

—La mayor parte de nosotros allá en el ON-15 pasábamos gran cantidad de tiempo contemplando la Tierra —dijo Sukey—. Especialmente la gente que nunca había estado aquí. Habitantes de cuarta generación del satélite como yo. Es extraño que deseáramos hacerlo, ¿no? Teníamos todo lo que podíamos desear allá en nuestro hermoso satélite.

—¡Pequeña Señorita Sabelotodo! Aunque golpees en los puntos más débiles y provoques un derrumbe generalizado, nunca conseguirás una abertura más ancha de cinco o seis kilómetros. ¡De acuerdo! El mar penetra por ella y consigues una de las cataratas más infernales de la historia. ¡Pero Muriah se halla a casi mil kilómetros de aquí! Y viste esa enorme y maldita cuenca vacía que hay entre aquí y Alborán.

—¿Quieres decir… que se tragará la inundación?

—Nuestro hermoso satélite hueco —dijo Sukey—. Te pararas donde te pararas en la superficie interior del cilindro, el eje central siempre estaba arriba. Giraba para simular la gravedad. ¡A veces lo extraño de todo aquello volvía locos a los visitantes de la Tierra! Pero nosotros estábamos acostumbrados a ello. El cerebro humano es un organismo adaptable. A casi todo.

—¡Esa maldita cuenca matará nuestro frente de agua más muerto que una noche de sábado en Peoria! Así que no vamos a volar este istmo todavía, chiquilla. Primero volveremos atrás y sellaremos el fiordo. ¿Captas el esquema?

—¿Crear otro frente de agua?

—Ajá. Con el fiordo cerrado, esa vieja línea volcánica entre la Costa del Sol y África forma un embalse natural. Una especie de umbral de quizá doscientos cincuenta kilómetros de norte a sur… pero no muy ancho, no muy alto. El pantano está al oeste, recibiendo las aguas de ese río español. El fiordo tendrá… ¿cuánto, un centenar de metros de profundidad? ¡De modo que si lo llenamos, tendremos un embalse largo, largo! Y ni siquiera hecho de dura roca como Gibraltar. Simplemente escorias y cenizas no consolidadas y trozos de lava.

—Estaríamos mucho más seguros dentro de la Tierra Hueca que en Burdeos, Steinie —dijo Sukey—. Todavía no es demasiado tarde para hallar el camino.

—Creo entender —dijo Felice, asintiendo—. Cuando tengamos una buena presión de agua detrás de esa blanda presa, la abrimos.

—Si puedes conseguir esos gigavatios que dices, muchacha.

—¡Espera y mira, chico grande! ¿Estás seguro de que el dique resistirá hasta que yo esté lista para volarlo?

—Parece que sí. Y si tú eres tan buena como dices que eres, siempre puedes reforzarlo un poco si empieza a cuartearse demasiado pronto.

—¡Caleidoscópico! ¡Volemos de vuelta al fiordo, y te demostraré lo buena que soy! —Felice empezó a manipular el generador de calor. El globo ascendió rápidamente en el aire.

—Puede que ellos no quieran dejar entrar a Felice en la Tierra Hueca, Steinie —el rostro de Sukey estaba lleno de ansiedad—. No se permite la violencia en el pacífico reino de Agharta. Tan sólo la bondad. ¿Pero qué será de ella si no la llevamos con nosotros? ¡Pobre Felice… completamente sola con todos los muertos!

Stein tomó a su esposa por los hombros y la obligó suavemente a sentarse.

—Descansa tranquila, Sue. Duerme un poco, quizá. No te preocupes acerca de Felice o de la Tierra Hueca. Yo me cuidaré de todo a partir de ahora.

La boca de Sukey tembló.

—Lamento que tú no puedas venir, Felice. Steinie ha cambiado ahora. Es gentil y bueno. Él encajará. Pero tú no… Vayamos a Agharta ahora, Steinie. No quiero esperar más.

—Pronto —le aseguró él—. Intenta dormir. —La acomodó tan confortablemente como le fue posible en el suelo de la góndola.

La metafunción creativa de Felice conjuró dos masas de aire de distinta presión. Empezó a soplar un viento del Atlántico, arrastrando al globo directamente hacia el fiordo. Los ojos de Felice brillaban.

—Si pedaleo realmente aprisa, Steinie, podemos estar de vuelta antes de la comida. ¿Estás seguro de que esto hará el trabajo?

—Cuando esa presa de escoria ceda, tendrás a la abuelita de todas las olas avanzando por ese estrecho lago del Sur. Será algo que haría que Noé sufriera un infarto.

Sukey hundió la cabeza entre sus brazos. Un destello de esperanza brilló en medio de su pesadilla. ¡Elizabeth! Con su nuevo torque de oro, quizá pudiera…

¡Tonta estúpida! (La cordura de Sukey se tambaleó.) ¿Crees que no he estado esperando que intentaras algo así? (No puedes alcanzarme… ¡estoy corriendo!) Te tengo envuelta en una pantalla tan gruesa que jamás podrás atravesarla sin mi permiso. (Pero nunca podrás atraparme allá donde voy.) Te gustaría avisarles, ¿verdad? ¡Pequeña hipócrita! ¡Muy adentro de tu estúpida virtud deseas esto casi tanto como lo deseamos nosotros! (No, no, no.) ¡Sí, sí, sí!

Escapar…

Sukey intentó arrastrar con ella a Stein. Pero él ya no llevaba su torque. No podía seguir tirando de él como si fuera un chiquillo. Solamente podía suplicarle, hablarle con racionalidad no meta, y esperar que él cambiara de opinión y la siguiera mientras ella se retiraba.

Allá muy abajo, el camino a Agharta aún tenía que ser abierto.

Era algo que lo mantenía ocupado y que no requería tener que mover sus piernas rotas toscamente entablilladas, de modo que Basil pasaba casi todas las horas que estaba despierto raspando la sólida pared de roca de la celda de su prisión con una cuchara de vitredur.

Al séptimo día, había hecho una indentación de aproximadamente quince centímetros de largo por cuatro de ancho y uno de profundidad. El Jefe Burke, en uno de sus últimos momentos completamente lúcidos, dijo:

—¡Sigue trabajando! Cuando consigas atravesarla, podremos enviar una carta por correo: «Socorro. Estoy prisionero en una mazmorra en la Tierra Medieval.»

Pero eso casi marcó el final de las valientes burlas e insolencias del nativo americano, porque Burke empezó a delirar y a partir de entonces se dirigió a Basil como si fuera un «Abogado Defensor», gritando parrafadas que aparentemente retomaban algunas de sus sentencias más famosas desde el tribunal. Amerie era menos ruidosa en sus desvaríos, decantándose hacia los salmos más sanguinarios solamente cuando la agonía de sus supurantes quemaduras era más intensa. Al décimo día de su encierro, la monja y el gran nativo americano se hallaban comatosos e incapaces de hablar. Basil, con solamente una de sus fracturas infectada, y aún no gangrenosa, era quien tenía que retirar su única comida diaria del portillo giratorio de la puerta, cambiar el cubo lleno de desperdicios y excrementos por otro vacío, y atender a sus moribundos amigos tanto como le era posible en aquella profunda oscuridad.

Una vez realizadas esas melancólicas tareas, regresaba a su paciente rascar del buzón para cartas.

A veces dormitaba cuando el dolor se lo permitía, y soñaba. Volvía a ser un estudiante universitario interesado por el culto de Isis; discutía con otros catedráticos acerca de tonterías esotéricas; incluso trepaba montañas (pero siempre con las cimas fuera de su alcance… ¡lástima por el Everest del plioceno!)

También podía ser un sueño la mujer extraña.

Iba vestida de rojo metálico y negro y adornada toda ella con dibujos llameantes y ornamentos de abalorios, y llevaba el ahuecado tocado con forma de mariposa típico de mediados del siglo XV. No era un ser Humano, tampoco un Tanu, y parecía tener dos caras… una hermosa y la otra grotesca. Intentó advertirla con tacto del cubo de excrementos mientras avanzaba resplandeciendo a través de la pared de piedra, pero como toda aparición típica, se limitó a sonreír con una expresión enigmática.

—Dime qué puedo hacer en tu servicio —murmuró Basil, apoyado sobre sus codos en medio de la porquería.

—Es irónico… pero realmente necesito tu ayuda —dijo la mujer—. La tuya y la de tus amigos.

—Oh, no pides nada —dijo Basil—. ¿No ves?, están más o menos muriéndose. Y creo que mi pierna izquierda está definitivamente perdida. Huele más bien mal allá donde el extremo del peroné se asoma por entre la carne.

La mujer resplandeció. Llevaba una especie de mochila, toda enjoyada como el resto de su persona, y de ella sacó una considerable cantidad de una membrana transparente muy delgada, parecida al plast. Sin ninguna ceremonia, se arrodilló en el suelo en medio de la inmundicia y los hediondos charcos y manchas de excrementos y empezó a envolver a la inconsciente Amerie en aquella sustancia; y cuando la monja estuvo envuelta como un rosbif en el escaparate de un carnicero, procedió a hacer lo mismo con el Jefe Burke.

—No están completamente muertos, ¿sabes? —protestó Basil—. Se asfixiarán.

—La Piel no trae consigo la muerte, sino la vida —dijo la extraña mujer—. Sois necesarios vivos. Ahora duerme y no tengas miedo. Vuestros torques grises habrán desaparecido cuando despertéis.

Y antes de que pudiera abrir la boca para poner más objeciones, lo había envuelto también a él en la membrana, y entonces el sueño de ella se desvaneció junto con Peo y Amerie y la mazmorra y todo lo demás.

Hasta el momento en que Felice voló el fiordo, Stein vivió toda aquella experiencia del plioceno como algún espurio drama cultural.

Había sido más salvaje y pavoroso y vívido que cualquiera de las exhibiciones inmersivas de las que había sido expulsado allá en el Medio en su juventud; pero cuando uno pensaba detenidamente en ello, la vida en el Exilio era exactamente idéntica en su irrealidad. El derramamiento de sangre en el Castillo del Portal, la secuencia de sueño febril culminando con la redacción profunda de Elizabeth y Sukey, el banquete de la licitación y la lucha con el animal en la arena y la muerte de la danzante predadora y la Búsqueda de Delbaeth… ¡todo irreal! Cualquier día a partir de ahora, incluso cualquier minuto, su participación en la representación llegaría a su final y se volvería en su traje de vikingo hacia la salida y volvería al mundo real del siglo XXII.

Incluso en este momento, con su mente convaleciente y suspicaz, algún segmento evaluador de su corteza cerebral se negaba a aceptar el viaje en el globo como algo distinto a una extensión del sueño. Allá abajo se extendía la hermosa entrada del fiordo y sus coloreados despeñaderos de lava. Un enorme cono de cenizas a la derecha del escenario. Un telón de fondo de árboles como grandes bonsai trepando a las alturas. Pequeñas islas de verdor con matorrales en flor y bosquecillos de mangles salpicaban aquí y allá las extensiones de agua lisas como un espejo. Una enorme bandada de flamencos rosa se agitaba en los bajíos, pescando su comida.

¡Irreal! Podía ver los carteles:

¡SABOREE SU ANTIGUA HERENCIA FANTÁSTICA EN EL MARAVILLOSO PAÍS DEL PLIOCENO!

Pero de repente, mientras aún flotaba en su ensoñación, Felice se inclinó sobe la barandilla de la góndola y señaló con un dedo.

Su globo estaba rodeado por el escudo metapsíquico. Pero el destello, el resonar de la confusión a todo su alrededor, las nubes de oscuro polvo y el surtidor de tierra y rocas… no eran ficticios. Había conocido antes este tipo de destrucción. Él la había causado. El estallido del fiordo y del pequeño cono volcánico en sus proximidades lo impresionaron más profundamente que cualquier otra cosa que hubiera experimentado desde que cruzara el portal del tiempo. Vio con su recién nacida visión el torbellineante polvo y el vapor, la arruinada tierra pantanosa, los cuerpos de los pájaros. Sus oídos, preternaturalmente agudos, oyeron los sollozos de Sukey y la loca risa de Felice.

Real.

Una de sus manos se tendió hacia los controles del globo y aumentó la potencia del generador de calor. Empezaron a ascender, y al poco rato era posible contemplar los resultados del golpe de Felice. Lo que había sido la entrada del canal estaba ahora cegada por rocas y tierra. Los expertos ojos de perforador de Stein estimaron que el derrumbamiento provocado por el destruido cono de escorias y cenizas del volcán representaba no menos de medio millón de metros cúbicos de materiales.

Felice le dirigió una sonrisa.

—¿Ahora me crees, Steinie?

—Ajá. —Se apartó de la barandilla de la góndola. Su vientre estaba constreñido con el viejo nudo familiar. Sintió el sabor de la bilis mientras se arrodillaba para confortar a la pobre y encogida Sukey—. Te creo, de acuerdo.

—Entonces volaremos lentamente por encima del extremo oriental del fiordo. Provocaré unos cuantos suaves deslizamientos para bloquear el resto del paso… pero no pude resistirme a probar este pequeño zambombazo aquí. ¡Mi primer disparo! ¿Hice estallar la roca como un profesional?

—¿Un… pequeño… zambombazo? —murmuró Stein.

—Bueno, la verdad es que tenía miedo de soltarme demasiado tan cerca de Muriah. Quiero decir… ¡tan sólo a seiscientos kilómetros de distancia! Puede que tengan sismógrafos o algo parecido. No querría que sospecharan que estaba ocurriendo algo anormal. Pero un pequeño zambombazo puede pasar por un temblor de tierras, ¿no?

—Seguro, Felice. Seguro.

Sukey se aferró a él, temblando. Un retumbar fantasmal, reliquia de la monstruosa explosión, reverberaba y resonaba todavía entre las cenicientas colinas. Real. Era real. Sukey era real. Felice era real.

Al cabo de un rato, la pequeña atleta rubia extinguió la burbuja protectora y dejó que la atmósfera ambiental penetrara de nuevo. Se colgó parcialmente fuera de la góndola, riendo mientras desencadenaba una sucesión de desprendimientos. El polvo flotó hacia arriba en las corrientes térmicas y se posó sobre las superficies de decamolec. Eso es lo que hizo que los ojos de Stein lloriquearan y sus dientes se encajaran.

—¡Oh! Lamento todo este follón, muchachos. —La resplandeciente diosa hizo desaparecer todo el derivante polvo que les rodeaba con un floreo de su poder psicocinético—. ¡Todo listo aquí! Ahora volvamos a toda prisa a Gibraltar y dediquémonos a los asuntos serios.

—¿Lo ves, Steinie? —le susurró Sukey al hombre—. ¿Ahora lo ves? —Pero él no dijo nada, simplemente la mantuvo fuertemente abrazada.

El globo rojo derivó de nuevo hacia el oeste, impulsado por el viento de Felice. Por encima de Alborán y su hilera de extintos conos subsidiarios; más allá de la profunda cuenca vacía; ascendiendo por la ladera que conducía a los baluartes de Gibraltar; cruzando la cresta y por encima del mar, para detenerse suspendidos encima del Atlántico, donde la blanca espuma de la resaca orlaba la gran playa que se extendía ininterrumpidamente desde el margen del golfo del Guadalquivir en España hasta el sur de Tánger.

—Ahora acércate y colócate a mi lado, Stein —ordenó Felice—. Estamos lo suficientemente lejos encima del océano como para estar a salvo del desplome del agua. Indícame por dónde empezar… ¡Ven aquí, Stein!

—Sí, sí. —Sukey estaba aferrando la parte frontal de su túnica con una extraordinaria fuerza. Hizo que sus dedos se abrieran, suavemente pero con energía.

—No —suplicó ella—. No, Stein, no.

—Quédate aquí —le dijo, besando los blancos nudillos de sus manos—. No mires.

Felice se sujetó a los cables sustentadores y se izó. Permaneció de pie, descalza, sobre el borde de la góndola, mirando a la orilla.

—¡Muéstramelo! ¡Dímelo ahora mismo!

Stein señaló.

—Donde ese profundo barranco avanza en línea recta desde el norte del pequeño promontorio. ¿Puedes… puedes ver bajo el suelo? ¿A través de las rocas, como puede Aiken?

Ella lo miró sorprendida por encima de su hombro.

—¡Nunca pensé en ello! Pero si él puede… ¡oh! Es como… ¡grandes y curiosos montones de luces y sombras! Enormes montones emparedados yendo en todas direcciones. Algunos más oscuros, algunos globulares, algunos demasiado opacos para poder ver a su través. ¡Es maravilloso!

La mandíbula de Stein se endureció. Estaba tan lejos de ella como le era posible en la pequeña góndola, con el panel de instrumentos clavándose en sus posaderas. No se atrevía a mirar a Sukey.

Felice seguía hablando.

—Eso que veo son formaciones de rocas, ¿no? Bajo este barranco recto hay una enorme superficie que se inclina bajo tierra hacia el sur. Una especie de lugar de encuentro entre dos gigantescas losas de roca que están… torcidas.

—Es una de las fallas de los límites de la plataforma continental. Empieza golpeando el estrato que hay encima del plano inclinado. Haz estallarlo todo para arriba. Necesitarás una sucesión de golpes fuertes. Empieza profundamente dentro del agua si puedes, luego acércate por debajo a la orilla, aún golpeando, y sigue directamente dentro de la colina.

—Lo tengo. ¿Listo? ¡Ahí va…!

Stein cerró los ojos. Estaba de nuevo bajo el mar, conduciendo su perforadora revestido con su armadura, al control de una furia esmeralda. Cuando pulsaba el disparador, grandes bloques de la corteza planetaria se movían o resultaban fundidos. Un apagado trueno rebotaba inofensivamente contra los campos sigma que lo protegían. Se abría paso con su antorcha por la litosfera, mientras la pantalla de su geodisplay le mostraba en tres dimensiones la estructura de la Tierra…

—¡Están cediendo, Steinie! ¡Se están hundiendo! Pero no las rocas de arriba. ¿Qué es lo que va mal? En la parte superior solamente se producen temblores. ¡El istmo sigue sólido!

—Es muy ancho. ¿Creías que iba a ser fácil? Sigue golpeando al norte del plano inclinado. ¡Más para tierra adentro!

—De acuerdo… ¡no tienes por qué ponerte así!

La tierra firme se estremeció. Hubo algunos pequeños derrumbamientos. Se produjo un cambio peculiar en el esquema del oleaje del Atlántico tal como era reflejado desde el pequeño promontorio.

—Ya es suficiente —dijo Stein—. Ahora lleva este maldito globo por encima al lado oriental del istmo.

La góndola se inclinó, pero Felice permanecía firmemente sujeta a las cuerdas de sustentación. El globo pareció ser arrastrado a través del cielo por la fuerza de un genio. Cruzó la cresta de Gibraltar a un kilómetro de altura y se detuvo en el vacío sobre la seca cuenca de Alborán.

—Ahora mira de nuevo bajo las rocas —dijo Stein—. Tan profundo como puedas. Dime lo que ves.

—Hum… las sombras trazan esta amplia curva. Una enorme forma en U extendiéndose entre España y África. El fondo de la U apunta hacia el Atlántico. Pero las grietas son completamente distintas aquí. Son más pequeñas, saliendo fuera de la curva de la U. Y mucho, mucho más profundo en esa ardiente cosa…

—¡Mantente malditamente lejos de eso! Empieza a disparar ahora a la superficie. Pero por debajo del nivel del mar, en su ladera oriental. Más o menos donde están las capas de roca amarilla. ¿Comprendes? Excava un túnel ahí. Aparta los restos del camino. Alcanza las cuevas. Entonces hunde el techo. No importa si haces el corte ancho o estrecho. Simplemente cava profundo y dirígete en líneas generales en la dirección de esa otra falla inclinada en la que has estado trabajando.

Ella asintió, vuelta de espaldas a él. Había un terrible destellar de luz y un interminable sonido. La góndola del globo se balanceó suavemente cuando la muchacha cambió de posición; pero los otros dos pasajeros no sintieron ninguna de las ondas de choque, no sintieron nada del sabor del polvo. Flotaron indemnes mientras Felice horadaba la tierra y los restos de su trabajo hervían y se evaporaban. El viento del este arrastraba los vapores por encima del Atlántico. La muchacha enviaba rayo tras rayo de psicoenergía contra el puente de tierra que tenía, al nivel del mar, quizá veinte kilómetros de anchura en su parte más estrecha. Fue tajando una larga hendidura, en ningún momento de más de cincuenta metros de amplitud excepto donde el techo de alguna gran caverna estaba intacto, creando un sumidero. Solidificadas masas de roca estallaban en polvo que los vientos se encargaban de diseminar.

Golpeó. ¡Golpeó! A cinco kilómetros de profundidad. Y a diez. ¡Excava y desgarra! Crea un canal para las aguas limpiadoras. Quince kilómetros de profundidad. Revienta. ¡Revienta! Más lento ahora, en el corazón del podrido istmo. Allá donde aguarda el Atlántico. Golpea. Golpea. Más débil ahora, pero constantemente. Busca la energía en algún lugar. ¿En algún otro espacio, algún otro tiempo? A quién le importa de dónde surge el poder. Simplemente enfócalo. ¡Pega duro! Pega de nuevo. Y de nuevo. Y ahora tan cerca. Y ahora… ahora… sí. A través.

¿A través?

Una risa. ¡Mira, Felicia Dinamitera, ignorante arrojadora de rayos mentales! ¡Mira lo que has hecho, estropeándolo todo! Has dejado que el corte se fuera haciendo menos y menos profundo a medida que avanzabas hacia el oeste, debilitándolo. Y ahora la ruptura, cuando se produce, no es más que un ridículo anticlímax. La penetración es a un metro escaso por debajo del nivel natural del mar. El Atlántico entra desconfiadamente, rezumando por el irregular y ardiente suelo de tu incompetente grieta. Han pasado largos millones de años desde que las aguas fluyeron en esta dirección, hacia el Mar Vacío. El camino es extraño…

—¡Felice! ¡Por el amor de Dios! Tú puedes hacerlo mucho mejor que eso… ¡que esa insignificancia! ¡Excava más ese maldito gradiente!

Se inclinó hacia adelante, aún aferrada a las cuerdas sustentadoras del globo. La burbuja protectora se hizo más tenue. El calor ascendió a su alrededor. Con él llegó un olor a polvo de roca y minerales fundidos.

—Tan cansada. Estoy tan cansada, Steinie.

—¡Sigue con eso! La roca de abajo esta casi rota a lo largo de la falla principal. ¡Sigue adelante! ¡Golpéala, maldita sea! La roca acabará de romperse por la presión del agua si simplemente la cortas con la suficiente profundidad. ¿Acaso no puedes verlo con tu maldita visión de rayos X?

Ella no respondió, ni siquiera lo maldijo, simplemente se tambaleó ligeramente, con los ojos cerrados y sus pequeños, sucios y desnudos pies intentando sujetarse al acolchado borde de la barandilla de la góndola.

Stein le gritó:

—¡Hazlo, grandísima perra! No puedes detenerte ahora. ¡Dijiste que podías hacerlo! Dios… ¡dijiste que podías! —La góndola se agitó con la vehemencia de su rabia, su miedo, su vergüenza. Oh, vergüenza.

Felice asintió lentamente. En algún lugar tenía que estar la fuerza que necesitaba.

Llámala, búscala. Revuelve entre esos infantiles, asinérgicos destellos de fuerza vital que son la Mente de la Tierra del plioceno. Las dos-en-una (ahora extrañamente separadas) te niegan, como sabías que harían. Y los muchos-en-Todo allá mucho más lejos, que también ayudaron antes en el río Ródano, se retiran ahora e intentan mostrarte otros caminos. Pero tú has elegido y así debe ser, y aquí hay otra fuente de energía, tan brillante, tan surgente, que no te volverá la espalda. Aquí hay una Unión mejor para ti, aquí hay la energía suficiente para llenarte completa y profundamente y permitirte llegar hasta el final. Así que aceptas. La energía viene. Tú la encadenas con tu metafunción creativa; la moldeas, la comprimes, la conviertes. Y luego la lanzas hacia abajo…

Sin el escudo metapsíquico en su lugar, el globo recibió toda la fuerza de la onda de choque y fue arrojado lejos y hacia arriba. Stein lanzó un agudo grito, y otro grito semejante resonó como un eco en su cabeza. Los cuerpos se debatieron torpemente como muñecos en el fondo de la góndola, aplastados contra las superficies de decamolec, carne contra carne y huesos contra huesos.

Ensordecidos, Stein y Sukey se debatieron en la agitante cesta. Ninguno de los dos podía ayudar al otro. La resistente envoltura se vio proyectada hacia arriba, golpeó contra la ardiente rejilla del generador pero rebotó sin sufrir daños, giró en un vórtice. Trazando una espiral ascendente, el globo consiguió liberarse finalmente de la tormenta de ionizada turbulencia. Lo que había sido una distorsionada y errabunda masa escarlata se alisó y volvió a expandirse. Flotó en el tenue aire de las alturas, descendiendo lentamente a su altitud de equilibrio.

Stein se atrevió a levantarse para mirar fuera.

Abajo, la catarata del océano occidental fluía.

Todo el humo y el polvo estaba siendo arrastrado hacia el Atlántico, haciendo que resultara fácil ver lo que habían hecho. La brecha en el istmo iba haciéndose mayor mientras miraba. Rocas marrones y amarillas a cada lado parecían fundirse como terrones de azúcar ante la presión del torrente. En el este, la catarata se derramaba en el Mar Vacío formando un frente de casi diez kilómetros de ancho. Una sábana de espuma, gris amarronada a causa del polvo en suspensión que enlodaba las gotas, ocultaba el lecho de la cuenca de Alborán.

Oyó la voz de Sukey. La mujer consiguió ponerse en pie y se inmovilizó a su lado, mirando.

—¿Dónde…? —preguntó.

Tenía que ser capaz de volar —dijo él—. Del mismo modo que Aiken. Prueba con tu torque de oro.

Ella apretó el cálido collar, mirando hacia abajo, a los jirones de polvo y humo que derivaban hacia el este desde el roto istmo. A menos que los vientos superficiales cambiaran, nadie en Muriah podría ver el humo.

—No hay nada, Stein. Nada.

El globo seguía descendiendo. Sin parecer oírla, el hombre consultó los instrumentos.

—Tres cinco dos ocho metros, rumbo cero dos tres. Hay una buena corriente de aire aquí arriba. Más o menos en la dirección que deseamos tomar. —Manipuló el generador de calor.

—¡Steinie, tengo que decírselo a Elizabeth!

—De acuerdo. Pero sólo a ella. A nadie más.

El globo alcanzó el equilibrio. El medidor de velocidad les indicaba su avance, pero el hombre y la mujer tenían la impresión de colgar inmóviles en el claro cielo azul.

—No me responde, Stein. ¡No sé qué es lo que va mal! Mi telepatía no es muy fuerte, pero Elizabeth debería ser capaz de recibirme en modo Humano…

Él dio un brusco respingo, la sujetó por los brazos.

—¡No intentes llamar a los otros!

Ella se contorsionó, intentando liberarse.

—¡Suéltame, Steinie! No lo hacía. Nadie más puede… —Le miró con la boca abierta. Él estaba abriendo uno de los armarios, tomando algo de su interior—. Oh, no —jadeó.

—Te quiero. Pero no puedes detener esto. Incluso sin Felice para abrir la brecha en la presa, la inundación se producirá. Toda esta pesadilla desaparecerá. Elizabeth… si aún está allí, se salvará por sí misma. No tienes que preocuparte por ella. No tienes que preocuparte ya más por ninguno de ellos.

El frío metal tocó su cuello. La visión del hombre, del angustiado e inflexible rostro de vikingo, se enturbió por las lágrimas.

—No tengas miedo —dijo él—. Es mejor de este modo.

Con gran cuidado, deslizó una hoja de las cizallas de acero bajo su torque de oro. Empezó a cerrar las dos palancas. Las dos hojas hicieron su trabajo.

¡Brede!, gritó la mente de Sukey. ¡Brede!

El cizallado torque cayó al suelo de la góndola. Pero incluso con esta pérdida llegó la respuesta:

Quédate tranquila Pequeña Hija todo ocurrirá tal como está previsto.