Aguardaban el amanecer.
Tanu y Firvulag y Humanos torcados se alineaban en espléndidas filas en la Llanura, que ahora tenía una coloración perlina debido a la tradicional Niebla de Duat que los creadores de ambas compañías de batalla habían conjurado como un dosel sobre el cielo. Un bajo sonido zumbante, parte gruñido y parte acorde menor, iba creciendo en el inmóvil aire. El conjunto de los Firvulag, de pie en los laterales, mezclados con los Tanu y Humanos no combatientes, voceaba su antigua obertura al Combate.
Los guerreros Firvulag con sus armaduras de obsidiana incrustadas con oro y joyas estaban reunidos en una apiñada multitud de unos 20.000, enanos y gigantes y de tamaños intermedios mezclados, algunos llevando los horribles estandartes con las efigies, algunos aferrando armas desnudas. Sus grandes capitanes de batalla estaban agrupados en la parte más cercana a la tribuna mirando al este, donde se hallaba reunida la realeza de ambas razas. En el lado opuesto de la plataforma de mármol aguardaba el ejército Tanu. Desdeñosos de la informalidad de sus hermanos sombríos, estaban alineados en elegantes filas de acuerdo con sus ligas: el violeta y oro de los telépatas, el azul de los coercedores, el rubí y plata de los combatientes redactores, los creadores con armaduras de tinte berilo, y el resplandeciente rosa dorado de los psicocinéticos. En la hilera frontal del Batallón de los Telépatas, un pequeño y temerario Humano se pavoneaba entre los altos y enjoyados campeones. Su armadura de cristal dorado lustroso estaba adornada con amatistas y diamantes, y su capa resplandecía con un negro profundo orlado de violeta. Sostenía muy alto su estandarte con su extraño blasón.
La luz aumentó por el este tras la densa niebla. La cadena de silencio sonó.
Eadone la Maestra de Ciencias avanzó del grupo de Muy Exaltados Personajes y alzó un pequeño instrumento hasta sus ojos. Thagdal y Yeochee se situaron inmediatamente detrás de la Decana de las Ligas, el monarca Tanu ataviado con una armadura diamantina blancoazulada, el Firvulag llevando una de un profundo negro facetado.
—Empieza el Primer Día —declaró Eadone, haciendo una inclinación de cabeza a los Reyes y apartándose a un lado.
Thagdal hizo un gesto. Nodonn el Maestro de Batalla avanzó para saludar a los dos soberanos, seguido por el gigantesco Sharn-Mes el Joven Campeón… que como representante de los perdedores del Combate del año anterior solamente tenía un papel subsidiario que representar en aquella ceremonia de apertura. Nodonn llevaba un arma de cristal similar a las grandes espadas para dos manos utilizadas por ambas razas exóticas; pero su Espada tenía una gran y resplandeciente empuñadura con cazoleta y un delgado cable que conducía desde su pomo a una caja sujeta al cinto del Maestro de Batalla.
Resplandeciendo como una aurora, Nodonn ofreció formalmente la Espada a Thagdal. El Rey declinó la oferta con igual solemnidad, diciendo:
—Sé tú nuestro representante. Abre el cielo para este Gran Combate.
Nodonn se volvió, dando la cara al este y al velado sol. Alzó el arma fotónica. Un brillante haz esmeralda apuñaló el banco de nubes, atravesando el grisor y permitiendo que un cada vez más amplio haz de radiación solar iluminara a su convocador, a los dos Reyes y al general Firvulag de pie tras ellos, y al resto de los Muy Exaltados Personajes sobre la plataforma. Guerreros y no combatientes entonaron juntos la Canción, con el agudo coro Tanu compensado por las más profundas y sonoras voces de los Firvulag. La brecha en las nubes se amplió, tal como había hecho siempre a lo largo de miles de años en el brumoso planeta Duat, donde los antiguos rivales se habían acostumbrado a utilizar tanto la fuerza mental como los rayos láser para asegurarse un cielo soleado en su guerra ritual de cada año.
La Canción terminó. La bóveda de los cielos del plioceno resplandecía azul sobre la Llanura de Plata Blanca. Combatientes y espectadores lanzaron un estruendoso aplauso, y el Primer Día del Gran Combate empezó.
Felice despertó en medio de la quietud.
Estaba semisentada en el fondo de algún atestado contenedor, apoyada contra la dormida forma de una despeinada mujer joven con un torque de oro a la que nunca antes había visto. De pie como una estatua hercúlea casi encima de ella, pero mirando hacia otro lado y a lo lejos, con la mente de un blanco absoluto, había un hombre a la vez gigantesco y familiar.
Pero no era el odiado Amado no él.
Las velludas piernas del Humano surgían de una sucia túnica verde. Una cintura apretada por un cinturón incrustado en ámbar. Grandes hombros encorvados. Manos apoyadas sobre el acolchado borde de la caja. Inmóvil cabeza rubia de aspecto simple.
Arriba, una resplandeciente parrilla dentro de la boca de un vibrante túnel escarlata. Un cielo azul.
¿Qué? ¿Alguna nueva diversión de su atormentador? Pero su mente ya no estaba con ella. Se había ido, y ella seguía. La fuerza había vuelto a ella, y permanecía.
Aquella parrilla era de un diseño peculiarmente complejo, brillando con un tal calor que el aire en varios metros a su alrededor rielaba apreciablemente. Estaba montada en una estructura de decamolec unida al contenedor de decamolec que los aprisionaba a los tres. Había cables plateados sujetos a un amplio anillo en torno a la roja boca abierta, y atados también a la parte superior abierta de su celda. Al lado de ella, sobresaliendo de la pared de la caja, había un grueso panel. Se alzó penosamente y vio un conglomerado de instrumentos digitales. Captó el significado de algunos de ellos.
Comprendió.
Ella y Stein y la mujer estaban en el globo de Elizabeth.
Libres.
Felice se puso en pie con un esfuerzo y se situó al lado del rígido hombre. No había absolutamente ninguna sensación de movimiento en el aire, ningún viento. El generador de calor encima de sus cabezas era silencioso; pero si tensaba el oído podía captar diminutos crujidos mientras el aire caliente torbellineaba dentro de la envoltura semidirigible, y un minúsculo silbido cuando un alto panel de regulación se abría momentáneamente para dejar salir un poco de aire y luego se cerraba.
Libre. Y su mente…
Las puntas de sus dedos tocaron el frío círculo gris en torno a su cuello. Sonrió. Soltando el cierre, extrajo el muerto torque, lo sujetó unos instantes por encima de la barandilla de la góndola, lo dejó caer a la profunda cuenca del Mar Vacío.
Ahora crece, pequeña cosita tan anhelada.
Tan frágil, tan engañosamente escasa, la semilla de su identidad encapsulada dentro de la bóveda de su cerebro se abrió. Las psicoenergías brotaron en torrentes vertiginosos. Las contracciones, las heridas, los restos del trabajo del torturador que parecían presagiar locura (así al menos lo había creído Creyn el redactor) fueron barridos de un plumazo. Un nuevo y fantástico edificio que era el inconsciente legado del Bienamado resplandeció en toda su gloria. Se expandió, llenó, recuperó y restableció y reorganizó a medida que crecía. En solamente segundos, la semilla mental germinó en un maduro psicoorganismo ejecutivo. Estaba completa. Era operativa. ¡Y él lo había hecho! Era coercitiva, psicocinética, creativa, telépata… todo gracias a él. Ansiando la destrucción, había engendrado la vida. Aplastándola hasta casi la nada, la había forzado a la Unión (y la pobre Amerie había tenido razón acerca de muchas cosas, al final).
Flotaba en el deleite. La gratitud caldeaba su ser. Lo amaba más que nunca, y pensó en cómo demostrarle su agradecimiento. ¿Ir mentalmente en su busca? No, todavía no. Pero más tarde sí. A fin de que el Bienamado y todos los suyos supieran lo que ella había hecho, justo antes de morir.
El método…
Miró por encima de las distancias. No era posible el regreso a Muriah, a la Llanura de Plata Blanca y al Combate. Podía vencer a muchos de ellos en una confrontación directa, pero nunca a todos juntos. Y tenían que ser todos.
Bajo el flotante globo, el Lago Sur se estrechaba hacia el Fiordo Largo que se extendía al sur de Cartagena durante el primitivo plioceno. Las lechosas aguas, brillando apagadamente a la luz de la mañana, habían tragado su torque gris. Las llanuras de álcali estaban puntuadas por erosionados conos volcánicos de los que irradiaban dentadas paredes de vieja lava solidificada. Allá donde los cortos ríos españoles desembocaban de la cordillera Bética, las orillas estaban manchadas con fangos aluviales negros y marrones y rojos. Alejándose a su derecha estaba Aven. La Sierra del Dragón, en su sección media, era aún visible allá entre la bruma. En algún lugar al otro lado del cuello peninsular debía hallarse la gran ciudad de Afaliah y las ricas plantaciones dependientes de ella.
¿Habría lacayos humanos atendiendo aún al ganado o vigilando a los ramas que se dedicaban a la minería en aquellas montañas? ¿Reconocerían el flotante punto del globo por lo que era? Probablemente no… pero su poder de crear ilusiones volvió invisible la gran envoltura roja, por si acaso. ¿Firvulag? Podía haber Firvulag salvajes en las tierras altas de la Bética que hubieran despreciado acudir al Combate. Pero no podían constituir ninguna amenaza a una tal distancia, y sus poderes telepáticos eran tan débiles que seguramente serían incapaces de difundir ninguna alarma. ¿Tanu? Ninguno. Estaban en el Gran Combate. Todos ellos. Todos reunidos en la salada planicie allá al fondo del Mar Vacío…
Sí, por supuesto.
Así lo haría. Y sería algo tan adecuado, como un nacimiento a la inversa, con el inicio del fluir amniótico. No sería fácil, ni siquiera para ella tal como era ahora. Pero… ¡sí! Stein había sido un perforador de la corteza terrestre. Tenía que conocer las grandes fallas de la Tierra, sus zonas de inestabilidad.
Le sonrió. Los ojos brillantemente azules del vikingo miraban al frente, sin ver. Cada cinco segundos parpadeaban lentamente. Su mente inconsciente, bajo las expertas restricciones de Elizabeth, trazaba sus ciclos tranquilamente, en paz. Felice admiró el experto trabajo de la Gran Maestra que había desviado tan inofensivamente todos los circuitos del torque gris menos los de mantenimiento. Quedaban aún algunas disfunciones graves en el cerebro de Stein, pero podían curarse.
¿Y la mujercilla? Su esposa, por supuesto. Suavemente, Felice sondeó en los rincones secretos de la dormida mente de Sukey. Al cabo de un rato encontró la bien escondida cosa que motivaría a Stein a ayudarla en maquinar la eliminación de la raza Tanu.
El estuario a sus pies se estrechaba rápidamente. El fiordo, profundo y azul, serpenteaba por una región de antiguo vulcanismo que unía Europa con África. Erosionados conos de escoria, lechos de cenizas, y zonas de oscuros guijarros creaban una especie de parapeto en aquella parte de la cuenca mediterránea. Al oeste de la barrera atravesada por el fiordo, más abajo de la región que sería llamada la Costa del Sol por los habitantes de la Vieja Tierra, había una extensión considerable de tierras bajas; allá se hallaba el Gran Pantano Salino, con sus áreas de aguas libres donde Bryan y Mercy habían anclado en una ocasión su yate. Más al oeste las aguas perdían profundidad y morían en playas que daban nacimiento a los resplandecientes desiertos de álcali. El volcán activo de Alborán brotaba en medio de un agreste desierto, humeando esporádicamente. Más allá había una profunda cuenca de evaporita; y luego la abrupta curva meridional de la cordillera Bética, que unía los dos continentes al estrecho y escarpado istmo de Gibraltar.
Un pequeño bosque crecía a lo largo del fiordo. Parecía un lugar solitario y agradable para detenerse.
Escrutando una vez más la mente de Sukey, Felice captó las sencillas maniobras necesarias para hacer aterrizar al globo. Reducir y cortar el calor, accionar los respiraderos, evitar las vagabundas corrientes de aire de bajo niveles que amenazaban con enviar el globo a una zona indeseable. ¡Ya está! Dentro de un tranquilo refugio junto a uno de los viejos conos volcánicos. Con un hermoso riachuelo y un suelo de cenizas semicubierto de hierba. El fondo de la góndola tocó tierra, se alzó ligeramente, volvió a descansar contra el suelo. Manteniendo la envoltura en posición con su PC, Felice tiró del cable de deshinchado. La copa del globo se abrió y el aire caliente residual fue vomitado del vientre de tela escarlata. Un Humano normal hubiera lanzado una cuerda y saltado fuera para amarrar la aún rígida envoltura de modo que pudiera ser asegurada o completamente deshinchada; pero la psicocinesis de Felice simplemente hizo descender la enorme masa mediante su poder mental. Pulsando un mando, inició la evacuación de los miembros estructurales de la envoltura. Al cabo de pocos minutos el saco de decamolec del globo rojo se extendía pulcramente a un lado de la góndola, plano y deshinchado.
—¡Arriba todo el mundo! —exclamó alegremente Felice—. ¡Hora de desayunar!
Bryan había sido confinado en una confortable suite en el nivel más alto de la sede de la Liga de Redactores. El dormitorio carecía de ventanas, penetrando en el flanco de la montaña; pero el salón poseía un balcón que se abría a la sección sur de Muriah y a los huertos, olivares y villas suburbanas que se extendían desde las afueras de la ciudad hasta el promontorio donde se alzaba la pequeña residencia de Brede. Más allá se curvaba la Llanura de Plata Blanca. No podía ver el Combate, por supuesto. El campo ritual de batalla se hallaba a unos tres kilómetros de distancia y por debajo del borde peninsular. Pero a medida que ascendía el sol había ocasionales destellos heliográficos procedentes de aquella dirección; y de tanto en tanto, cuando variaba la orientación del viento, creía oír distantes sonidos retumbantes y música.
A decir verdad, el doctor Bryan Grenfell se sentía profundamente decepcionado por perderse el Gran Combate, pese a que el siniestramente agraciado Culluket le había explicado que iba a representar más tarde un papel muy especial en la celebración y que por ello tenía que permanecer entre bastidores hasta que llegara su momento. Pero casi todos los antropólogos se deleitan en los espectáculos rituales, y Bryan, cuya especialidad lo mantenía habitualmente atareado estudiando estadísticas y otras menos coloristas manifestaciones culturales, era en el fondo un aficionado a los buenos espectáculos. Había estado anticipando aquel estilizado alboroto entre las razas exóticas… y en cambio aquí estaba, sentado en un hosco ostracismo en el balcón, bebiendo pálido Glendessarry con el sol aún en el lado equivocado de las vergas, mientras casi todos los demás Humanos o habitantes exóticos de Muriah estaban ahí afuera aplaudiendo a los acontecimientos deportivos preliminares que estaban produciéndose en la destellante sal.
Ella apareció atravesando la cerrada puerta, lo encontró, y se echó a reír.
—¡Mercy!
—¡Oh, tu rostro, mi amor! ¡Tu querido y asombrado rostro!
Echó a correr hacia él, arrastrando gasa cereza y dorada tras ella, y se tensó para besarle. Su tocado, sujeto con alambres y joyas, era tan elaborado que el hombre tuvo la sensación de hallarse atrapado junto con ella dentro de alguna fantástica jaula para pájaros donde colgantes adornos tintineaban y campanilleaban. Con su pelo castaño rojizo oculto bajo una capucha dorada, parecía desconocida, alienígena: la Lady de Goriah, esposa del deiforme Maestro de Batalla, aspirante a Presidente de los Creadores… ¿Dónde estaba aquella dama a la que vio solamente una vez de pasada?
—Muy fácil —dijo ella. Hubo un chasquear, y se transformó, vistiendo ahora el sencillo traje del retrato que él había llevado junto a su corazón—. ¿Así es mejor? —inquirió—. ¿Ahora me conoces?
Él dejó que sus brazos le rodearan, y fue como siempre (otra vez), el flotar a la luz y la inevitable caída a la oscuridad, de donde tardaba un poco más en regresar a cada nueva ocasión.
Cuando se hubo recobrado se sentaron juntos en un diván a la sombra en el balcón, y él le habló de la fotografía que había utilizado para buscarla, y de las extrañas reacciones de la gente a la que se la había mostrado. Ella se echó a reír.
—Intenté imaginar tu vida en el plioceno cuando el ordenador me dio tu retrato allá en el albergue —dijo Bryan—. Tú y tu perro y las ovejas y las plantas de fresas y todo lo demás. Te imaginé en un idílico cuadro pastoral… y me temo que hubo ocasiones en las cuales yo fui Dafnis y tú Cloe, Dios me perdone.
Ella se echó a reír una vez más, y luego le besó.
—Pero no era en absoluto así, ¿verdad? —dijo él.
—¿Realmente quieres saberlo? —Los ojos color mar eran opalescentes hoy, aún ligeramente embrumados por el éxtasis. Cuando él asintió, le contó cómo había sido… cómo el examinador Tanu en el Castillo del Portal se había mostrado asombrado, luego aterrado ante los resultados de su ensayo mental, creando una conmoción en todo el establecimiento. Cómo se le había otorgado el honor sin precedentes de ser llevada por vía aérea a Muriah, donde los miembros de la Alta Mesa habían confirmado por sí mismos su enorme potencial creativo.
—Y se decidió —dijo Mercy—, que una vez hubiera sido llenada con la gracia del Thagdal, iría a Lord Nodonn. Acudió a buscarme con la idea de convertirme simplemente en otra de sus Ladies Humanas. Pero cuando nos encontramos…
Una sonrisa de helada satisfacción rozó los labios de Bryan.
—Hechicera.
—No… pero él pudo ver en mi cerebro las diferencias. También hubo amor. Pero Nodonn no me haría su auténtica esposa simplemente por eso.
—Naturalmente que no —dijo secamente Bryan, y una vez más ella se echó a reír.
—¡Él y yo no somos tan románticos como tú, querido Bryan!
No tan humanos, se burló algo oculto dentro de él.
—Cuando llegamos a sus dominios de Goriah —siguió ella—, habíamos alcanzado un compromiso mutuo. Él me tomó como consorte en una fantástica ceremonia que parecía la realización de cualquier sueño maravilloso que yo hubiera tenido. ¡Oh, Bryan! ¡Si hubieras podido verla! Todos ellos vestidos de rosa y oro, y las flores, y los cantos, y la alegría…
Él la abrazó muy fuerte contra su pecho, mirando por encima de su cabeza al horizonte donde se producían los destellos espejeantes. Supo que estaba muriendo por ella, y que eso no importaba. Su mágico amante no era nada, sus poderes metapsíquicos no eran nada, ni siquiera su inminente ascensión a la Alta Mesa de la nobleza exótica importaba. Ella lo amaba con una pequeña parte de su corazón, y le había prometido que él podría quedarse hasta el final.
Mercy hizo pedazos aquel espejismo con una alegre trivialidad.
—¡Deirdre ha tenido cachorros! Cuatro. Los pequeños diablillos están por todo el palacio, blancos como la nieve y traviesos como nadie. Afortunadamente, a nosotros los Tanu nos gustan los perros.
Tuvo que estallar en una carcajada, devuelto al aún improbable ahora y aquí de una brillante mañana soleada. El 31 de octubre, seis millones de años antes de su nacimiento.
—¿Quieres que te muestre los juegos? —preguntó Mercy. Y luego, en rápida explicación—: Oh, no, amor… no puedo llevarte todavía a la Llanura de Plata Blanca. Pero puedo proyectar imágenes de lo que está ocurriendo, y podemos verlas juntos. Será exactamente igual que una glorificada trivi, pero con todas las sensaciones. No debo volver con los demás hasta mañana, cuando se celebre la manifestación de poderes.
—¿Y seguirás adelante contra Aluteyn?
—Sí, querido. Pero le venceré, no temas. El pobre hombre es viejo, más de trescientos años, y está cansado. Ha llegado su hora. Ha llegado incluso a admitirle a Nodonn que dará la bienvenida a la oferta de vida.
—¿Y lo hará también el Thagdal? —le preguntó Bryan—. Aiken y Nodonn van a enfrentarse también en este Combate. No importa quien venza, el propio Rey debe ser desafiado por el vencedor. No puedo creer que Nodonn siga sometiéndose al Thagdal tras una victoria sobre Aiken Drum.
La brillante mirada de Mercy se desvió hacia un lado.
—No lo hará. Si mi Lord vence… ¡y tiene que vencer!, se convertirá en rey y restablecerá las antiguas costumbres. Las cosas… han ido demasiado lejos como para que él tome en consideración alguna otra forma de actuar.
Por un breve momento, el científico prevaleció en él.
—Mercy, las antiguas costumbres no pueden ser restablecidas. La llegada de los Humanos, la adulteración de la cultura exótica por nuestra tecnología, la hibridación de la raza… ¡no pueden ser invertidas! Nodonn tiene que saber esto.
—Calla, Bryan. ¡No sigas con esas cosas ominosas! —Agitó su mano, y el distante torneo brotó a la vida en el diáfano aire más allá del parapeto—. ¡Mira! ¡Veremos los juegos juntos, y en los descansos me amarás una y otra vez con la excitación! Pero no temas que tus civilizadas sensibilidades se vean demasiado afrontadas, no por la gente que va a encontrar la muerte en los Acontecimientos de este Primer Día. Toda esa maravillosa violencia es sólo en bien del deporte.
—Así pues, soy civilizado, ¿eh? —Riendo, cayeron de nuevo sobre los almohadones. A todo su alrededor giraban los enfrentamientos preliminares del Combate… las justas de caballeros Tanu y las carreras de carros y las carreras de chalikos; las aullantes y destartaladas competiciones Firvulag y la versión gnómica de la Pequeña Gente de los juegos de las tierras altas; la Confrontación de Animales en la cual Tanu y Firvulag y Humanos con torques de oro enfrentaban sus habilidades puramente naturales contra los feroces animales del plioceno (¿y podía creer Bryan a sus empañados ojos cuando vio quién iba a ser el oponente del antropoide gigante?); y luego el Combate de Doncellas Guerreras, donde las mujeres Tanu y Humanas con torques de oro luchaban entre sí para las listas con horripilantes ilusiones y genuinas armas, deteniéndose tan sólo en los umbrales de la decapitación ritual a fin de que las perdedoras pudieran ser restauradas por la Piel a tiempo para las hostilidades reales de pasado mañana.
Bryan y Mercy contemplaron el espectáculo toda la tarde y la mayor parte de la noche, ya que nadie parecía dormir durante el tiempo del Gran Combate, en el que los días duraban de amanecer a amanecer. Y ella tenía razón respecto a la excitación inflamándoles, y cuando se levantó para marcharse él estaba tan saciado que no pudo ni alzarse.
—Oh, realmente has encontrado lo que buscabas —le dijo ella, besando su frente—. Así que no me reproches el no haber cumplido con mi parte del trato. Aguarda hasta que vengan a buscarte, amor. Y una vez haya terminado todo, nos encontraremos una última vez.
Recompuso su magnífico atuendo cortesano, y se marchó cruzando la cerrada puerta del mismo modo como había entrado.