16

Alimentándose con algunos insectos matutinos, el chotacabras trazó círculos en el cielo de primera hora del amanecer. Tras las colinas del Jura el cielo había adquirido ya un color rosado. Manadas de herbívoros empezaban a agitarse allá abajo en la meseta. También había actividad en el Castillo del Portal… pero, enloquecedoramente, ninguna huella de ningún invisible merodeador humano por ninguna parte.

El chotacabras hizo una inútil pasada a baja altura. Era un maldito inconveniente el que todavía no hubiera sido capaz de localizar a Claude y Madame. Tenían que estar ocultos bajo tierra. Sin duda con la creatividad de Madame reforzando el escudo psíquico natural del denso granito y el suelo endurecido por el sol. Pero tenían que salir para efectuar su acción contra la puerta del tiempo. Y cuando lo hicieran, los tendría.

Hasta aquel momento, nadie del personal del castillo sabía que Aiken había llegado. Había volado ascendiendo directamente por el valle del Ródano, ocultado la Lanza en las ramas superiores de un viejo y enorme plátano en su fondo, y seguido hasta allí para efectuar su búsqueda. ¿Quién prestaba atención a un chotacabras revoloteando por ahí a la luz del día? Esperaba descubrir su escondite, convertirse en sí mismo, y conducir el grupo de búsqueda del castillo directamente hasta allá.

Pero los malditos viejos pajarracos habían frustrado sus planes. Oh, bueno.

En realidad era otro atractivo más de la operación, cuando pensabas en ello. Frustrante, pero atractivo. (Quiero decir… por supuesto que no van a poder salirse con la suya, ¿verdad? El par de viejos.) Era una lástima que no se hubieran contentado con jugar al Romeo y Julieta en el bosque herciniano en cualquier lugar en vez de meterse en los juegos de la gente importante.

Pero así eran las cosas. Y no podía hacerse nada ahora. Pero los atraparía rápida y misericordiosamente, de modo que se ahorraran el ser llevados al Gran Combate y destilados vivos en esa cosa de cristal que los Tanu habían ideado para los traidores. Gomnol había intentado convencer a Aiken de que la muerte ceremonial de los dos viejos era estratégicamente necesaria. (Eso era lo que él creía.) ¡Pero al infierno con él! El sadismo de Gumball tendría que contentarse con las dos viejas cabezas clavadas en sendas picas.

¡Ajá! De nuevo actividad. La puerta principal del castillo se estaba abriendo. Salieron un montón de soldados, además de los mantenedores del portal vestidos de blanco. Justo al amanecer, como correspondía.

Se ladeó, cerró ligeramente sus alas, y descendió en picado para echar una ojeada más de cerca a las cosas.

Por encima de él, gris sobre gris rosado y orlada de malva en el lado del sol, había una extraña nube en forma de cúmulo. Su fondo colgaba en formaciones como bolsas. Una de las bolsas se alargó como un vaporoso pecho Tanu a medida que la turbulencia dentro de la nube se incrementaba. La bolsa se extendió hacia abajo, se convirtió en una colgante manga, luego en un tornado en miniatura con un vórtice de vientos girando a varios centenares de kilómetros por hora. Se retorció y tanteó en el aire, zumbando sordamente. Pero los pájaros matutinos estaban buscando su desayuno por la meseta y la gente del suelo tampoco prestó atención al nuevo sonido. Se reunieron formalmente en torno a una zona de roca desnuda.

El chotacabras tampoco se dio cuenta del pequeño tornado… no hasta que se situó encima suyo y lo absorbió, lo hizo girar y girar para arrojarlo después tangencialmente, haciéndole aterrizar en una charca casi seca a unos tres kilómetros de distancia… El aturdido joven recobró el conocimiento unos cuantos minutos más tarde, y se sentó maldiciendo al pequeño y solícito hipparion que había acudido a hocicar su lodoso rostro.

Y entonces su mente se encogió ante la lejana desaparición de un esquema psíquico familiar; y supo lo de Gomnol. Cuando logró recuperarse del todo y voló de vuelta a la puerta del tiempo, ya era demasiado tarde allí también.

Chéri, ha llegado el momento —dijo la mujer.

El hombre se desperezó, bostezó, se alisó el canoso pelo, luego se volvió hacia ella y la tomó por las muñecas.

Fou —murmuró la mujer, cuando fue capaz.

—Los dos estamos locos. Formamos una pareja… como antiguos apoyalibros.

Ella rió suavemente, pero eso trajo consigo la tos que tanto le había costado últimamente dominar. Y había sangre también. Él dijo:

—¿Cuánto tiempo hace de eso? Angélique… ¿por qué no me lo has dicho?

—He tomado las medicinas de Amerie. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Te hubieras preocupado por nada. ¡No hablemos más de ello! Es hora de irnos. Y pronto ya no importará.

—¡Maldita sea, nos saldremos de ésta! —insistió él con voz rasposa.

La mujer se echó hacia atrás mientras él sacaba la hilera superior de piedras graníticas de la pared, y las suficientes del centro de la barricada como para que los dos pudieran salir. Una escuálida acacia colgaba como una cortina frente a la abertura. Más allá estaba el hundido lecho seco del río donde ella había hallado por primera vez refugio en el Exilio del plioceno unos cuatro años antes.

Había sido idea de Claude el ocultarse en este lugar, a menos de un kilómetro de la zona de la puerta del tiempo. Bajo la cobertura de la ilusión de invisibilidad de Angélique, habían llegado allí hacía seis días en las horas en que la luna estaba baja, y se habían ocultado en la pared del arroyo, agrandando el agujero que ya había sido formado por las raíces del colgante árbol. Se habían emparedado ellos mismos con piedras del lecho del río. De tanto en tanto durante las noches, cuando los sentidos metapsíquicos de la mujer les decían que era seguro, se aventuraban fuera. El agujero había sido ampliado a una cámara donde podían permanecer de pie, de tres metros de ancho y dos de profundidad. Suficiente para ellos.

Mientras salían del lugar por última vez, Claude oyó el suave murmullo medio irónico de despedida de Angélique:

—Adieu, petite grotte d’amour.

—Querrás decir dos viejas arañas en su agujero —murmuró él—. ¡Pero no me has devorado, ma vieille! De todos modos… tampoco tuvimos demasiado tiempo.

—Fue suficiente —respondió ella, toda su mente una sonrisa—. Pero ahora creo que ambos hemos alcanzado el punto de plus qu’il n’en fault… más que suficiente.

Le tendió el ámbar con el mensaje que ella había firmado, luego los envolvió a los dos con su capa mental. Treparon por la empinada pared. La superficie de la sabana estaba cuatro metros más alta que el lecho del curso de agua. Nadie del castillo podía haber captado telepáticamente su escondite, no a menos que fuera un poderoso metapsíquico buscándoles deliberadamente y alerta a las ilusiones de Angélique. Sólo tenían una corta distancia que caminar y unos momentos que aguardar antes de cumplir con la tarea que se habían impuesto. Y luego, de vuelta a su escondite, donde cabía tener esperanzas una vez fuera dada la alarma…

La noche anterior —o mejor a primera hora de aquella misma mañana— habían intentado averiguar lo que había ocurrido con los saboteadores. Madame había enviado su oído mental cruzando los largos kilómetros que los separaban de la península Balear… Pero el distante murmullo se negaba a sintonizarse. No podía oír y no se atrevía a llamar. Y así se limitaron a rezar por sus amigos, a hacer de nuevo el amor, y a dormir. Ella ahogó sus toses con las mantas. Su despertador mental los despertó a la hora prevista.

Tan evanescentes como el viento de la mañana, se acercaron al grupo de gente en los alrededores de la puerta del tiempo. Al este, el cielo tenía ahora una coloración amarillo verdosa, y el día iba a ser tórrido. (Pero su cueva había sido fresca, y habían dispuesto de tanta agua y comida como habían necesitado, y de los blandos colchones de decamolec, y así los breves días habían transcurrido sin ningún esfuerzo. Él le había hablado de Gen, y ella le había hablado de Théo, y se habían explorado el uno al otro de la manera que solamente los sabios pueden hacer, los afortunados que aún son fuertes y están vivos al peligro… porque la adrenalina contiene el gran secreto de los viejos amantes, pero solamente para aquellos que son valientes.)

Estaban ya casi junto a la puerta. Se acercaba el momento.

… Y el mundo a su alrededor se volvió repentinamente negro.

Los dos gritaron. El sonido no se propagó. Parecían estar todavía de pie sobre terreno sólido, pero todo a su alrededor era oscuridad… hasta que un punto parpadeante de luz se acercó, se convirtió en un sol, en un rostro resplandeciente, en el rostro de Apolo.

—Soy Nodonn.

Bien, aquí termina todo, se dijo Claude. Y ahora ella morirá con su culpabilidad.

La voz estaba hablando, aunque sabían que nadie oía excepto ellos.

—Sé quiénes sois y lo que queréis hacer. He decidido que hay que terminar con vosotros y con vuestra intromisión.

El pensamiento de Angélique era resignado: Los Tanu habéis ganado esta vez. Puedes matarnos, pero vendrán otros y cerrarán esta diabólica puerta.

—No lo harán —dijo Nodonn— porque os he elegido a vosotros. —La llameante máscara era enorme, su luz mental entumecedora—. Mi gente nunca ha comprendido el gran daño que nos hicisteis abriendo este camino a través de los eones. No se ha atrevido a interferir con él. Ni siquiera yo me he atrevido a cerrarlo por la fuerza. Pero ahora hay otra forma. Vosotros haréis mi voluntad y al mismo tiempo cumpliréis con las metas que os habíais propuesto. Las metas que ambos habéis estado buscando desde que llegasteis a este Exilio. Supongo que comprendéis.

Claude respondió: Comprendemos, sí.

—Mi gente creerá que sólo vosotros dos sois los responsables de la clausura. La supuesta calamidad les resultará más aceptable cuando sepan que la líder de los insurgentes y el hombre que bombardeó Finiah han sido extirpados de la Tierra Multicolor… Pero los dos sabéis que no puedo ejercer coerción sobre vosotros para que cumpláis con este destino final. Los guardianes con torques de la puerta detectarían mi intervención. Así que tendréis que actuar libremente… y visiblemente.

Ella dijo: Sí. Esto será la prueba definitiva para aquellos al otro lado de la puerta.

Claude dijo: ¡Y yo me alegro de haber bombardeado tu maldita ciudad esclavista! Quizá pienses que cerrar esta puerta del tiempo hará que vosotros los Tanu estéis a salvo de más levantamientos Humanos. ¡Vais a sentiros decepcionados! Las cosas no van a ser de nuevo las mismas aquí, nunca más.

El rostro brillante como un sol se oscureció. La voz de Nodonn retumbó en sus mentes:

—¡Volved allá de donde vinisteis, malditos!

Claude dijo: Estúpido. Vinimos de aquí.

Y entonces sus oídos humanos oyeron de nuevo el canto de los pájaros. El auténtico disco solar estaba asomándose sobre el borde de las tierras altas más allá del Ródano. Exactamente en el mismo sitio de siempre, un resplandeciente bloque colgaba en el aire justo encima del cuadrado de piedras donde aguardaban los guardianes del portal y los soldados.

Con su ilusión de invisibilidad aún intacta, los dos ancianos echaron a correr por la reseca tierra. Cuatro viajeros temporales humanos se materializaron dentro del campo tau y fueron ayudados a salir de él.

Angélique tropezó. Claude sujetó su mano, empujando a un lado a soldados y desconcertados viajeros.

—¡Salta antes de que recicle!

Uno de los guardias armados lanzó un grito y corrió hacia adelante, agitando su espada de bronce. Completamente visibles, los dos ancianos permanecían lado a lado en medio del aire, las manos unidas. El campo temporal se invirtió, y desaparecieron.

En el cielo encima de ellos, un chotacabras chilló un furioso kutuk-kutuk-kutuk y se alejó volando.

Solamente uno de los clientes del albergue cuyo viaje había sido tan inesperadamente abortado no sufrió un ataque de histeria. Sujetando aún su red para el plancton y su bolsa de frascos para especímenes, respondió cautelosamente las preguntas del consejero Mishima.

—Simplemente estaban de pie ahí, se lo aseguro. Solamente los vimos durante una fracción de segundo cuando esos espejos en las paredes de la máquina se desconectaron. ¡Y luego ya no eran más que esqueletos! Y luego polvo… Realmente debo exigir una explicación, consejero. El folleto insiste categóricamente en que no hay ningún peligro en el viaje a través del tiempo…

Uno de los otros consejeros, arrodillado frente al mirador de rejilla, interrumpió:

—Alan, ven y mira esto.

Mishima dijo al hombre:

—Por favor, suba arriba y espere con los demás, doctor Billings. Estaré con usted en un momento.

Cuando el hombre se hubo ido, los dos consejeros se inclinaron sobre el montón de ceniciento polvo. Había un peculiar adorno dorado medio enterrado en él, una especie de collar bárbaro. Cuando Mishima lo alzó, unos copos resplandecientes —todo lo que quedaba de sus componentes internos— cayeron flotando de sus pequeñas aberturas y se mezclaron con el polvo.

—Y aquí… Oh, Dios. —El otro consejero había descubierto las dos piezas planas de ámbar. El mensaje era claramente visible dentro de ellas—. Será… será mejor que llevemos estas cosas al director, Alan.

Mishima suspiró.

—Sí. Y dile a ese tipo Billings y a los otros que no necesitan esperar, después de todo.

Los dos anillos gemelos de azabache tallado no fueron descubiertos hasta más tarde, cuando el polvo del mirador fue reverentemente barrido para ser almacenado —hasta que la comisión investigadora hubiera terminado su trabajo— en una bolsa de durofilm en la caja de seguridad del director del albergue.

A seis millones de años de distancia, en la habitación sin puertas, Elizabeth y Brede dormían. El conocimiento anticipado de las cosas, como había sospechado Elizabeth todo el tiempo, no había hecho más que empeorarlas.